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JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD, Toronto 2002

"Dejaos reconciliar con Dios" (2 Co 5, 20)

Tercera catequesis,

Cardenal Monseñor Francisco Javier Errázuriz

 

Toronto, viernes 26 de Julio de 2002

 

Queridos jóvenes,

Ayer el Santo Padre nos propuso que meditáramos sobre el anhelo de felicidad que Dios puso en nuestro corazón y sobre la respuesta de Jesucristo, mostrándonos esa ruta cuesta arriba que él recorrió antes que nosotros, el camino de las Bienaventuranzas. Con toda la pasión de su espíritu nos recordó que Jesucristo no sólo anunció las Bienaventuranzas, sino que ¡las vivió!, y con tal coherencia, que las Bienaventuranzas no son otra cosa que la descripción de su rostro. Estamos llamados a ser, con corazón fuerte y generoso, sal de la tierra, hombres y mujeres de las Bienaventuranzas. Es cierto, esa felicidad exige una lucha – una lucha hasta la muerte según el ejemplo de Cristo – pero lleva hacia una gran victoria sobre el odio, el pecado y la muerte. Haciendo nuestra la lucha y la victoria de Cristo encontraremos la alegría y nos convertiremos en un "retrato" de Jesús, del Señor de la felicidad y la vida.

La catequesis prevista para esta mañana nos invita a reflexionar sobre la reconciliación. Abrazaremos el proyecto de Dios, de forjar una humanidad unida y en paz. Y seremos instrumentos de reconciliación, abriéndonos al don de su elección y a la gracia de su misericordia, cuando nos acercamos a él con un corazón pobre y arrepentido.

Un Dios que llama

Hemos considerado en las dos primeras catequesis la urgencia y la magnitud de la misión que Dios ha querido confiarles. Seguramente esas meditaciones provocaron sentimientos encontrados. Por una parte, los enaltece y dignifica la confianza que reciben de Dios, que deja el futuro de la historia en manos de quienes quieren ser con Jesús "sal de la tierra" y "luz del mundo". Por otra parte, es imposible ocultarse las dimensiones y la desproporción del encargo recibido, si lo comparan con las limitaciones y la fragilidad que palpan en Uds. mismos. Estoy seguro que muchos de ustedes se sentirán indignos y pequeños frente a una tarea tan grande. Y no es para menos. Ciertamente escuchan un rumor en su corazón. "¿Yo, sal de la tierra? Yo, ¿convertirme en luz del mundo?" ¿Cómo puede ser esto? ¿Es que no sabes, Señor, quién soy? ¿No conoces mis limitaciones, olvidas que antes de conocerte he andado por caminos oscuros? Es posible también que alguno de ustedes se mire a sí mismo con tristeza y quizá sienta temor. E incluso es posible que alguien se deje invadir por la tentación de bajar la cabeza y volver atrás.

Sin embargo, quiero decirles que si ustedes ponen atención a esa voz interior que les habla desde el corazón, podrán escuchar con gran nitidez al mismo Espíritu de Dios que les dirá nuevamente y con cariño: "Sí. Tú, sal de la tierra. Tú, luz del mundo". Y es tan decisiva y urgente la tarea que Dios nos propone, que no cabe postergarla a causa de nuestra pequeñez. Más bien hay que pensar en quien la confía, en su poder y en su sabiduría.

En efecto, no podemos olvidar que Dios, cada vez que ha querido hacer cosas grandes, ha escogido a los pequeños. Déjenme recordarles aquí, en este templo dedicado a San Juan Bautista, que hubo una vez un joven llamado Gedeón. Según narra la Biblia, fue elegido por Dios para destruir la idolatría que había invadido a Israel. Era una gran empresa. Pues bien, también él –al igual que Uds.- preguntó al Señor: "¿Cómo salvaré yo a Israel? Mi familia es la más insignificante (de Manases) y yo soy el último de la familia de mi padre" (Jc 6,15).

Y lo mismo que sienten muchos de Uds. lo sintió también otro joven a quien el Señor quería convertir en profeta. Hablo de Jeremías. Un muchacho que se sentía absolutamente incapaz de hacer lo que Dios le pedía. Por eso, cuando el Señor lo llama, no hace más que reclamar: "¡Señor, mira que no sé hablar, pues soy un niño!" (Jr 1,6).

El mismo desvalimiento lo debió sentir también Pedro, que se consideró siempre tan pequeño e indigno para llegar a ser la roca sobre la cual se edificaría la Iglesia. En una oportunidad, asombrado por su maestro que dominaba las fuerzas de la naturaleza, de rodillas le dijo a su Señor: "Aléjate de mí, que soy un pobre pecador" (Lc 5,8).

En pocos días más el Santo Padre canonizará a Juan Diego, el Juan Dieguito de las apariciones de la Virgen de Guadalupe. También él quiso excusarse de cumplir el encargo de la Virgen. Teniéndose por muy pequeño, y temiendo afligir con pena el rostro de su Patroncita querida, le pidió que enviara a casa del Obispo a alguien a quien le creyeran, a un noble, a alguna persona estimada y conocida. A lo cual la Virgen le responde: "Escucha, el más pequeño de mis hijos, ten por cierto que no son escasos mis servidores, mis mensajeros, pero es muy necesario que (…) por tu intercesión se lleve a efecto mi querer, mi voluntad. Y mucho te ruego, hijo mío el menor, y con rigor te mando que otra vez vayas mañana a ver al Obispo, y de mi parte hazle saber, hazle oir mi querer".

A todos ellos, al igual que a Juan Diego, Dios los confirmó en su misión y les prometió estar junto a ellos, como lo hizo con Moisés desde la zarza ardiente. Dios confiaba en ellos. Y ellos comenzaron a confiar en Él. Y aquí está lo maravilloso: desde ese mismo instante, todos fueron testigos de una cosa: lo que es imposible a los ojos de los hombres, es posible para Dios. ¡Dios hace posible lo imposible! Lo mismo nos dice María, la madre del Señor, que siendo tan joven como muchas jóvenes peregrinas, supo cantar: "Proclama mi alma la grandeza del Señor... porque ha mirado la humildad de su esclava" (Lc 1,25). Nuestra Señora de la aceptación dio su sí, el más pleno y filial, porque "ninguna cosa es imposible para Dios" (Lc 1,37).

 

Pero, ¿quién es este Dios?

Como pueden ver, los encargos de Dios siempre encontraron en el escogido un sentimiento inicial de desvalimiento, de impotencia. Es, sin duda, un sentimiento sincero. Pero si Dios insiste, si Él cuenta contigo, es porque cree en los dones que te ha dado y en la gracia que te otorga. Es más, él cree en ti. Sólo falta que tú creas en él, en su bondad, en su sabiduría y en su poder, como también en la hermosa vocación y misión personal que recibiste de sus manos, y en lo que Dios puede hacer contigo, si colaboras con él.

Con todo, ante la insistencia de Dios no podemos menos que levantar los ojos y preguntarnos, ¿qué clase de Dios es éste que pone su mirada en los que aparentemente nada pueden hacer? ¿Quién es este Dios que cuando tiene que escoger un pueblo para hacerlo suyo, no se dirige al más grande o poderoso sino al más escondido e insignificante de la tierra? Si cuando quiere escoger un profeta como Jeremías, no se acerca al más elocuente sino a uno que apenas balbucea algunas palabras. Si cuando quiso hacerse hombre, hermano de todos nosotros, escogió una familia pobre de Nazareth. Y al escoger a sus colaboradores, como Pedro, Santiago o Juan, no escogió a los más inteligentes ni a los más poderosos o influyentes. Y cuando eligió a alguno con grandes condiciones, antes le enseñó a ser como niño, a saberse pequeño ante él, muy necesitado de su gracia. Así fue con Pablo. Y ahora que quiere realizar sus grandes planes en nuestro tiempo, se ha fijado precisamente ... en ti, en mí. ¿Quién es nuestro Dios? ¿Cuáles son sus pensamientos?

Hay que reconocer que los criterios de Dios no son los criterios del mundo. Él siempre nos sorprende. ¿Por qué actúa así? Simplemente "porque Dios es Amor" (Jn 4,8), y en su corazón no hay otra cosa que no sea amor. El amor más puro y generoso que puede haber. Ese amor que no se fija en apariencias (Cf. 1 S 16,7) y que sólo busca el bien, lo mejor para el otro. Incluso el amor del corazón de Dios es tan grande, que él se acerca preferentemente a quienes son en apariencia los menos destacados. Con frecuencia son los más desvalidos quienes más lo buscan. Así lo hizo Jesús. Por eso amaba a los leprosos, a los enfermos, a los que nadie quería. Y no es raro que muchos se sorprendiesen con ese modo de actuar. Hasta el punto que algunos se escandalizaron de él, ya que entraba a casa de pecadores y comía con ellos. ¡Cuánto murmuraron cuando Jesús quiso compartir la mesa con Zaqueo, un recaudador de impuestos para Roma, un hombre considerado como un pecador público y tal vez, además, como un traidor a la patria! Pero Dios se acerca a los pequeños y a los arrepentidos simplemente porque es Padre. Por lo demás, son los únicos que no estorbarán los planes sabios y bondadosos de Dios, interponiendo planes propios y mezquinos egoísmos. Harán lo que él quiera, porque tienen una experiencia profunda de su propia pobreza y no dudan de la sabiduría y la inconmensurable bondad de Dios.

Por eso Jesús no podía actuar de otra manera. Juan Pablo II, a quienes ustedes muestran tanto afecto y cariño, nos lo recordó ya al inicio de su pontificado con una hermosa encíclica: Dives in misericordia, Dios es rico en misericordia. No se extrañen entonces que los ame y los busque, y que cuente con Uds. Lo hace con toda la fuerza de su corazón.

 

Un proyecto de paz y de unidad

Cuando Dios nos llama, nos muestra una misión, porque siempre que él llama, también envía. Así lo hizo con su Hijo, con la Virgen María y los apóstoles, y así lo realiza con nosotros. ¿Qué desea de ustedes el Señor? ¿Para qué proyectos quiere la colaboración de Uds.? Dios tiene un sueño para ustedes y para toda la familia humana. El nos creó para compartir con nosotros su paz y su felicidad. El trabaja para darnos paz, porque compartir su paz es nuestra felicidad. En efecto, en el proyecto de Dios, ése que ustedes quieren ayudar a construir y que Jesús llamó el "Reino de Dios", la paz y la unidad ocupan un lugar privilegiado y urgente. No podía ser de otra manera. Fuimos creados a su imagen y semejanza, y entre las Personas de la Santísima Trinidad reinan la unidad y la paz. ¡Bienaventurados serán los que ayuden a construirla en la tierra!

La paz. ¡Cuántas veces hemos pronunciado este nombre! En la calma de la oración o en medio de gritos por la violencia o el terrorismo. En medio del cariño del hogar o en medio de dolorosas disputas cotidianas. En el paisaje interior del alma, o en la difícil configuración de las relaciones sociales. En fin, cuando la poseemos y cuando la añoramos.

La paz. Esa realidad tan largamente soñada y anhelada, y a la vez tan esquiva y huidiza. Ese sueño tan querido por todos los jóvenes del mundo. Un antiguo profeta la imaginó diciendo: "Al final de los tiempos... todos los pueblos, todas las naciones harán de sus espadas arados, de sus lanzas, podaderas. No alzará la espada nación contra nación, ni se prepararán más para la guerra" (Is 2, 1ss).

A quienes tienen un corazón joven, porque han hecho suyos los sueños de Dios, los une la convicción de que la discriminación, la opresión, la violencia y la guerra no son los caminos a los que está destinada la humanidad. No puede ser ése el único modo de vivir que tienen los pueblos. ¡La violencia y la guerra no son humanas! Y esta convicción nos une.

Los hombres de Estado lo han proclamado: «La humanidad deberá poner fin a la guerra, o la guerra será quien ponga fin a la humanidad.» Y tienen razón. Nunca tanto como ahora, en la historia de la humanidad, la destrucción del planeta ha estado en manos de sus propios habitantes. Por eso ese gran pontífice que fuera Pablo VI dijo hace algunos años a los máximos dirigentes del mundo en las Naciones Unidas en un memorable discurso: "¡Nunca jamás los unos contra los otros; jamás, nunca jamás! Es la paz, la paz, la que debe guiar el destino de los pueblos y de toda la humanidad".

Sin embargo, es de toda evidencia que hasta el presente ni las palabras ni los esfuerzos concretos han sido suficientes para lograr algo tan anhelado. Los acontecimientos del 11 de Septiembre, tantas veces exhibidos por las pantallas de la televisión, dejaron a la humanidad atónita. Sólo se atrevía a decir que no creía lo que estaba viendo. No quería creer que la violencia, la guerra, la venganza y el odio estén más vivos que nunca. Y por un momento se pudo caer en la tentación de pensar que la paz y la justicia que la sostiene, la reconciliación y el perdón, son sólo un sueño. Y que había que volver a la realidad. Como si algo nos dijera: ‘La vida es así, siempre ha sido así’. Un viejo refrán expresa: "Los pueblos felices son los que no tienen historia". Porque la historia humana está llena de sangre.

Por eso vuelvo a leer con ustedes al profeta y los invito a proclamar sus palabras como una verdadera profesión de fe: "Entonces... No alzará la espada nación contra nación, ni se prepararán más para la guerra". No se trata de un simple deseo de paz. Aquí hay otra cosa; algo más que un deseo. ¿No es acaso una promesa e incluso más que una promesa? En verdad, la paz es una realidad que se impone a quien quiera aceptarla. Dios ha prometido la paz, y esa promesa ya se ha cumplido. Así es. La paz ya ha llegado. Ha llegado en la persona de Jesús. Así lo cantaron los ángeles en esa noche que hoy llamamos noche de paz y noche de amor: "Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor" (Lc 2,14). Así lo escucharon los discípulos del Señor: "La paz os dejo, mi paz os doy" (Jn 14,27). Queridos jóvenes, ¡con Jesús ha llegado la paz! "Él es nuestra Paz (…) y vino a anunciarnos la paz (...) pues por él unos y otros tenemos acceso al Padre en un mismo Espíritu" (Ef 2,14 ss).

Pero – hay que decirlo - tanta paz sólo llegará a quienes quieran recibirla por medio de la fe. Los intentos por alcanzar esta paz, dejando de lado al Señor, siempre se han mostrado infructuosos. No hay paz duradera sin Cristo, el "Príncipe de la paz" (Is 9,5), sin que nuestro corazón vibre sincera y profundamente con los latidos de su corazón. Entonces, ¿puede alguien seguir pensando en cambiar el mundo sin antes cambiar su propio corazón?

Para erradicar las enemistades, las venganzas y los odios, y para ser instrumentos de unidad y de paz entre los propios familiares, los compañeros, los vecinos, las clases sociales y todas las naciones, es necesario que podamos arrancar la violencia que haya sido sembrada en nuestros corazones, y toda la dureza que ha anidado en ellos. En esta obra debemos cooperar con el Espíritu Santo, que modela en nosotros un corazón nuevo (Cf. Ez 36, 26ss).

Juan Pablo II nos ha recordado recientemente que "no hay paz sin justicia, y no hay justicia sin perdón". Y además –enseña Su Santidad- "el perdón, antes de ser un hecho social, nace en el corazón de cada uno". La unidad global que todos anhelamos se inicia con la transformación de nuestro propio corazón. "¡El corazón de la paz es la paz del corazón!"

 

El camino de la conversión

La fraternidad entre todos los hombres y mujeres del mundo será cada vez más una realidad sólo si nos atrevemos a abrirle espacio a la paz y la reconciliación en nuestro corazón, recorriendo el camino de la conversión y de la reconciliación. Por eso, quiero invitarlos a recorrer este camino maravilloso. Un camino que conduce hacia la sorprendente paternidad de Dios. ¡Que ninguno de ustedes quede excluido de ella!

Jesús nos enseñó este camino. Y lo hizo contando una hermosa parábola, la que todos conocemos como la parábola del hijo pródigo, que es, mejor aún, la parábola de la sorprendente bondad de Dios.

La parábola no ha perdido su actualidad. Es que ningún relato del Evangelio queda encerrado en el tiempo y en el espacio de la historia de antaño. "La Palabra es viva y eficaz" (Hb 4,12), nos enseña el autor de la carta a los Hebreos. Y eso quiere decir que ella no es esclava del pasado. Vive siempre y recobra vida a cada instante. Si el Evangelio es palabra viva, quiere decir que también ‘hoy’ está sucediendo. Y lo nuestro es saber leerla allí donde está escrita hoy día: en nuestro mundo y en nuestro corazón. En tu corazón hay algo de ese hijo que quiso pedir la herencia para partir a tierras lejanas; en tu corazón hay algo de ese hijo que llora por las distancias que ha interpuesto con su verdadero hogar; en tu corazón hay algo de ese anhelo de volver a recibir el abrazo lleno de amor de un Dios que nunca renunció a ser verdaderamente Padre.

Los invito entonces a dejarnos sobrecoger por el mensaje de Cristo. Entremos con cuidado en la escena tan hermosa descrita por San Lucas. "Un hombre tenía dos hijos", nos cuenta la parábola, y uno de ellos, el menor, le pide a su padre "la herencia que le corresponde" (Lc 15,12). Los jóvenes son capaces de hablar fuerte. A veces desconciertan. Y ésta es una de aquellas veces. Porque la petición del hijo menor no es simplemente un amistoso trato patrimonial. Detrás de los bienes materiales que pide, hay un afán de vivir por sí solo, hay un ansia de autonomía, tal vez también una escondida rebelión contra su padre. Y lo que pide no es poca cosa. No olvidemos que la herencia es aquello que se recibe después de la muerte de los padres. Desearla antes es, de alguna manera, anticipar su muerte, anticiparles su fin. Y eso es lo que se esconde en la petición de este joven. Él quería vivir sin el padre: sin su persona, sin su casa y sin sus costumbres. Quería vivir solo, autoafirmándose; quería vivir sin necesidad de nadie. Se creía capaz de ello.

De alguna forma, en el corazón de este hijo menor su padre ya estaba muerto. Se engañaba, como lo veremos, pero él ya vivía como si así fuera. Pero para el padre era distinto. Él sí podía sentir el rechazo de su hijo. Y eso lo mataba por dentro. Si cuando nace un niño, nace también un padre; cuando lo ha perdido, también muere algo en él. ¿Qué podía ser ahora su vida de padre, si ya no tenía a su hijo?

Sin embargo, accede. No se deja llevar por la indignación. No está de acuerdo, pero respeta la libertad. Es que en su corazón hay puro amor. Y el amor respeta la libertad y sabe esperar y confiar.

"A los pocos días, el hijo menor recogió sus cosas" (Lc 15,13). Reunió todo lo que tenía. Ese padre bueno, imagen del Padre Dios, no pensó siquiera en impedírselo. Él sólo sabe dar. Nunca quitar. Y así pasa con la vida. Dios nunca va a quitar los dones que puso en nosotros cuando nos dio la vida. Nosotros podremos dañarlos e inutilizarlos. Pero él nunca te quitará los talentos que puso en tu vida para que pudieras ser feliz.

El joven de la parábola, ése que es imagen de cada uno de nosotros, "partió a un país lejano" (Lc 15,13). Dice el poeta que "partir es morir un poco". Pero este hijo no se daba cuenta. Y quiso partir y vivir lejos de su padre, lejos de su familia, lejos de su pueblo. Lejos, geográficamente y culturalmente; también lejos de los caminos que Dios le había mostrado al pueblo elegido para que fuera feliz. Pero está por verse si se puede vivir lejos del padre o si sólo se muere cuando se está lejos de él. Porque dice el texto que "allí despilfarró toda su fortuna viviendo como un libertino" (Lc 15,13).

Conviene detenerse un momento en el cometido del hijo menor. El texto dice que el joven "partió y despilfarró". De algún modo, estos dos verbos nos revelan en qué consiste un pecado; cual es –si se puede decir- su esencia. Tal como lo ha recordado Juan Pablo II, hoy, que se ha perdido tanto el sentido del pecado, esta descripción resulta extraordinariamente luminosa.

En efecto, el texto dice que el joven partió. Una relación tan estrecha como puede ser la de un padre con su hijo, el hijo la ha roto. Y eso es el pecado. Pecar es romper con el Señor, es excluir de nuestra vida la presencia del Padre Dios y buscar amores ajenos a él. ¡Como si un amor extraño a Dios pudiera llenar el corazón del hombre! Es muy claro que una ruptura como ésta trae graves consecuencias no sólo para quien ha roto con Dios, sino también para todos, ya que el pecado provoca la desunión de la familia humana. Si ya no me considero hijo, ¿por qué voy a mirar al otro como hermano? Y viceversa: rompiendo con el hermano, rompo también con su padre, con su Dios, que es también el mío. No olvidemos que de los diez mandamientos, siete se refieren a nuestra conducta con el prójimo.

Pero el texto dice también que el joven despilfarró toda su fortuna. Es decir, abandonó las costumbres y los caminos que había recibido de su padre, y desperdició todo lo que tenía. Tenía cosas buenas. Eran su mayor fortuna. Pero las malgastó en tierra extraña. También aquí vemos que el pecado consiste en desperdiciar los regalos que Dios nos ha dado – las manos, el corazón, la salud, la creatividad, los bienes - y utilizarlos para alcanzar una meta antojadiza, contraria a la original. Se malgastan para impresionar a la gente, para sentirnos valorados, para experimentarnos libres, extraviando el camino, para acrecentar lo propio a costa de los demás, porque ya somos esclavos de algún vicio. Es decir, utilizarlos erradamente para sí en vez de ha-cerlo para cumplir su voluntad, para el bien de los demás y para gloria de Dios.

Quien gana así su propia vida, la pierde (Cf. Mt 16,25). Cuando esto sucede es cuando comenzamos a experimentar lo que sintió este joven en esa tierra extraña, donde "comenzó a pasar necesidad" (Lc 15,14). El texto es muy expresivo. Solloza el joven: "Yo aquí me muero de hambre" (Lc 15,17). Me muero, dice. Y dice bien. Su sufrimiento y su soledad son estremecedores. No sólo se muere de hambre; se muere por no ser nadie y porque ya nadie se preocupa de él. Ha terminando en la peor de las aberraciones para un miembro del pueblo escogido: casi como esclavo de un hombre ajeno a su pueblo y a la alianza, y cuidando a animales impuros, despreciables, a una piara de cerdos. Ése es el efecto del pecado. Porque apartarse de Dios y permanecer lejos de él, realmente nos mata, al menos destruye dolorosamente nuestra dignidad.

Pero llegamos ahora al momento decisivo. Como cuando Moisés le entregó su testamento espiritual al pueblo, y le dijo: "Yo te he puesto delante de la vida y la muerte... escoge pues la vida para que vivas" (Dt 30,19), este joven tenía que decidir entre caer en la muerte o ir hacia la vida. Entre permanecer como un mísero extraño en una tierra extraña o volver a su padre. Para ello "entra en sí mismo" (Lc 15,17), lo cual indica sucintamente que en su alma ya había un movimiento de conversión.

Convertirse es levantarse a la vez que volver. Así lo decide el hijo pródigo. Y aquí se inicia el proceso más hermoso de la existencia, en la vida de este joven y en la vida de cada uno de nosotros. "Me pondré en camino, regresaré a la casa de mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y contra ti" (Lc 15,18). Sabía que al romper con su padre también había roto con el cielo. Había vivido en la casa de su Dios, es decir, con él y en él. De él había recibido un hogar. Era Dios el que le había señalado los caminos de la vida y de la muerte, como se los ha señalado a ustedes; era Dios el que había confiado en él, como confía hoy en ustedes.

Lo había perdido casi todo. No así las raíces del recuerdo y la nostalgia. Desde lo más profundo de su memoria y de su alma emerge el buen trato que su padre daba a todos. También a los jornaleros. Si pudiera disfrutarlo; al menos ese trato. En verdad, no lo había merecido, pero significaba retomar el camino de la vida. Su deseo de vivir lo impulsa a regresar. Volver a Dios, nuestro padre, permanecer en él, y caminar por sus caminos con alegría, haciendo el bien, eso es vivir.

¿Qué ocurría entre tanto en el corazón del Padre? En su corazón, ése que tiene entrañas de misericordia y que los profetas describieron como paterno a la vez que materno, no había ira. Tampoco amargura. En él sólo había esperanza. Tenía nostalgia de su hijo, como el Buen Pastor por la oveja perdida. Lo amaba, y por eso estaba a la espera de su regreso.

Y fue esa esperanza lo que le permitió ver al hijo desde lejos. Su amor entrañable le impulsó a correr hacia él y a darle ese conmovedor abrazo y "cubrirlo de besos". ¡Dense cuenta de qué magnitud era su amor! Ni siquiera lo deja hablar y pedir que lo trate como a uno de sus jornaleros. "Traigan en seguida el mejor vestido y pónganselo; pónganle también un anillo en la mano y sandalias en los pies" (Lc 15,22).

Es fácil descubrir en estos signos el cariño del padre y su afán de restituir la dignidad perdida de su hijo; asimismo su intención de ofrecerle nuevamente la libertad que había perdido dolorosamente, haciéndose esclavo del pecado.

Había llegado, después de tantas horas de dolor, el tiempo de la alegría. Y comienza a organizar la fiesta.

Pero también en esta historia está la imagen de un hermano mayor. Uno que no comprende la sobreabundancia del amor y de la misericordia de Dios. En el fondo, este hijo no sabía sintonizar con el corazón del Padre. Nunca había vivido en el espacio interior de la casa de su padre, disfrutando de su amistad y compartiendo con él, gozosamente, toda su vida. Por eso sus labios no traen más que reproches, amarguras y juicios, frutos del resentimiento.

Contrasta con su actitud la respuesta del padre. No se advierte en él ningún rechazo. También para este hijo suyo hay un ofrecimiento de salvación. "Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo" (Lc 15,31), le dice el padre de la parábola. Y respetando también aquí su libertad, le da las mejores razones para que ingrese a la alegría y la fiesta. También para él es posible la conversión, con tal que deje de lado la rivalidad que lo quema por dentro, que viva en la confianza de que el Padre le ama, y que viva su vida con gratitud, gustando lo que Dios le ha regalado.

Tal vez este camino sea más difícil y largo que el otro. El hijo menor tuvo su corazón extraviado, buscando la libertad donde ésta no se hallaba. El mayor, en cambio, anda con el corazón endurecido, y la inflexibilidad se extiende a su hermano y a su padre. El camino del hermano mayor tienen que recorrerlo quienes no se alejan externamente de la casa de Dios, pero viven con amargura, tal vez cumpliendo cosas formales pero sin amor, esto es, encarcelados en la rutina de meras obligaciones. Así no dejan espacio al asombro y la gratitud que despierta la contemplación de lo cotidiano; tampoco a la alegría de amar y servir gratuitamente a los demás.

 

El sacramento de la Reconciliación

Queridos jóvenes, la historia del hijo pródigo y a veces la del hermano mayor son nuestra propia historia. Se las he contado para que se descubran en ellos. Para que la lean en su alma. Porque ésta es la historia que ustedes pueden revivir de un modo especialmente intenso, también en esta Jornada, al acudir al Sacramento de la Reconciliación.

Hace falta recordar cuantas veces nos hemos alejado del Padre, y cuanto daño nos hemos causado al apartarnos de su amor y de los caminos, llenos de sabiduría, que él nos indica. Ustedes lo harán en la quietud de la oración, cuando examinen su conciencia. Lo harán como el hijo de la parábola lo hizo antes de regresar a casa: evocando con dolor y arrepentimiento los tristes hechos que los llevaron a una ruptura con el Señor.

Sólo quisiera decirles una cosa: déjense llevar por el impulso de conversión que hay en su alma. No olviden la experiencia que nos transmitió San Pablo: Los que se dejan guiar por el Espíritu, lo hacen con espíritu filial, buscando la libertad de los hijos de Dios. En todas las circunstancias de la vida, también al regresar a casa, el Espíritu los ayuda a encontrar el rostro paterno de Dios, y a decirle Abba, querido Padre (Cf. Rm 8,14ss). Déjense guiar por las mociones del Espíritu, que habita en el corazón de Uds., como lo hizo siempre la Sma. Virgen. Y tomando los mejores propósitos, aprendan a vivir en la casa de Dios como en su propio hogar, con mucha alegría y generosidad, pero también renunciando a los caminos que conducen a las esclavitudes, a la desgracia y a la muerte. No duden jamás del amor del Padre. Él siempre los espera. Y lleven un decidido convencimiento de que el perdón de Dios es más fuerte que el pecado del hombre. "Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia"(Rm 5.20), es la conclusión de San Pablo al contemplar la historia de la salvación.

 

Y cuando llegue el momento de ponerse de rodillas ante el ministro de la Iglesia, ese encuentro los acerca al Padre que les ofrece nuevamente el hogar de su misericordia, y les da alas para emprender el vuelo de la misión. Es el ardor y la fuerza del amor de Dios que ya se derrama sobre ustedes, y les regala con su perdón un corazón nuevo y reconciliado, capaz de perdonar y de construir la paz. Es Juan Pablo II quien les dice: "Tomen fuerza de la gracia sacramental de la Reconciliación y de la Eucaristía".

 

Iglesia reconciliada y reconciliadora

Queridos jóvenes, hay maneras empobrecidas y mezquinas de comprender el cristianismo, pero también es posible vivirlo en plenitud, como los santos. Nuestro mundo quiere descubrir a cristianos cuya vida les anuncie vigorosamente que ser cristiano no consiste en cumplir un cúmulo de obligaciones. No es ése el centro del Evangelio. Ser cristianos consiste, en primer lugar, en creer que Dios nos ha amado primero, que nos ha enviado a su Hijo, para reconciliarnos con él y entre nosotros, que nos ha invitado a ingresar a su casa y a vivir con él, como a familiares suyos, que nos ha dado el Espíritu de su Hijo para que permanezcamos en su amor y lo transmitamos a los demás, y que si llegásemos a dirigir nuestros pasos a tierras extrañas, él siempre estará avizorándonos y esperando nuestro regreso. "Tanto amó Dios al mundo que le envió a su único Hijo para que todo el que crea en Él no perezca sino que tenga la vida eterna." (Jn 3,15). Y porque nos ama no sólo nos perdona; nos convierte en embajadores de su perdón.

De esta experiencia brotarán como de una fuente inagotable un sinnúmero de iniciativas y obras. Es casi imposible no dar gratis lo que hemos recibido gratuitamente: el perdón y el amor de Dios, como también todos los frutos que produce ese árbol de vida, tales como la verdadera libertad, la comunión, el espíritu de servicio y la solidaridad. Sobre el fundamento de su amor, de la oración sincera y del sacrificio generoso, se edificará una Iglesia que será la casa y la escuela de la comunión; el hogar de la paz.

Eso quiero pedirles en esta ocasión tan especial. Siendo testigos del amor de Cristo, no se alejen nunca de él, permanezcan en su amor, acójanlo y amen como él nos ha amado. Sólo así el mundo encontrará la paz.

Muéstrenle al mundo que el Dios de Jesucristo es un Dios que busca nuestra felicidad y nuestra alegría, y que nos invita a unirnos al gozo de su paz. Enseñen que el Dios de los cristianos tiene un corazón joven porque le gusta celebrar. Y ahora está invitando a todos a su fiesta, la fiesta de la vida y de la vida eterna. Fiesta de perdón y misericordia, en el sacramento de la Reconciliación. Peregrinación pascual, de tránsito doloroso por la muerte a la vida, y por eso mismo rechazo de las tinieblas, y fiesta de gratitud y de victoria, en el sacramento de la Eucaristía.

Sean profundamente realistas en medio de un mundo que sufre muchas carencias, y que no logra vivir en paz. Sigan a Jesús, nuestro Camino y nuestra Paz, llevando la cruz de renunciar a cuanto no agrada al Señor, y de ser piedra de tropiezo para muchos, pero sabiendo que sólo así se construye un mundo nuevo: sobre la piedra del ángulo, que es el Señor. Y demuéstrenle al mundo que a pesar de tantas tristezas y pesadillas que lo invaden, hay una multitud de jóvenes que se sienten felices de estar en la casa del Padre o regresando a ella; que son muchos los que no abandonan la oración cuando construyen la ciudad terrena; muchos los que se esfuerzan por hacer suyos los sentimientos y la cruz de Cristo, y por eso perdonan a quienes los han ofendido; muchos los que curan las heridas de quienes están sufriendo, especialmente los más pobres; muchos los que siembran el espíritu de las bienaventuranzas y colaboran con Dios, construyendo con sus propias manos una civilización marcada por la justicia, la reconciliación, la misericordia y la paz.

 

Con Nuestra Señora de la Esperanza

Cuéntenle al mundo, en fin, que ustedes pertenecen a una familia – la Iglesia- que tiene un rostro materno: el de María, la madre del Señor, para expresar la ternura del amor de Dios y para que nadie se vaya lejos de él, porque su amor es el único que llena el corazón del hombre. "Nos hiciste Señor para ti, y nuestro corazón está inquieto si no descansa en ti" (San Agustín).

Queridos jóvenes, como les ha dicho Juan Pablo II al convocarlos a este hermoso y trascendental encuentro, "¡No os contentéis con nada que esté por debajo de los ideales más altos!" Dios quiere que ustedes sean los santos del tercer milenio. Aquellos que no se contentan con la mediocridad, porque han reconocido en la Virgen María a aquella que nos precedió por los caminos de la fe y de la caridad. Inspirados por Nuestra Señora de la Esperanza, ustedes han tomado la decisión de remar mar adentro, con un espíritu fuerte y solidario por las aguas, las bonanzas y las tormentas del tercer milenio, para conducirlo hacia el puerto del Evangelio. Reconciliados con Dios y con los hermanos, seamos la sal, la levadura y la luz que necesita la humanidad en esta encrucijada de su historia.


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