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JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD, TORONTO 2002

 

"Vosotros sois la sal de la tierra"

Primera catequesis

Cardenal Monseñor Francisco Javier Errázuriz

Toronto, miércoles 24 de Julio de 2002

 

I.- INTRODUCCIÓN

Queridos jóvenes,

Son profundos los recuerdos que tenemos del Encuentro Mundial de la Juventud celebrado en Roma durante el Jubileo 2000, donde muchos de Uds., con jóvenes procedentes del mundo entero, se reunieron para renovar su fe y crecer en el discipulado. "No será fácil, ni para ellos mismos ni para cuantos los vieron, borrar de la memoria aquella semana en la cual Roma se hizo joven con los jóvenes"(NMI 9). Recordamos a los miles de peregrinos que cruzaron silenciosamente la Puerta Santa, acogiendo el don de la indulgencia; que hicieron el camino de la Pasión junto al Papa, rezando el Vía Crucis en el marco histórico del Coliseo; que celebraron las liturgias penitenciales, signos de auténtica conversión y para muchos de reencuentro definitivo con el Señor; que participaron en las catequesis sobre el Emmanuel y sobre nuestra vocación a la santidad. Especial recuerdo tenemos de la celebración final, en Tor Vergata, donde dos millones de jóvenes hicieron vigilia junto al Señor, rezaron, compartieron la fe y, como centinelas de la aurora, esperaron el amanecer para celebrar la Eucaristía con la que culminaron esos días de fe y esperanza.

Al final de esa jornada, en la cual latía el amor a Cristo y a la Iglesia, el Santo Padre nos comunicó que nuestro peregrinar continuaba, que nuestro próximo lugar de encuentro sería Toronto. Su Santidad nos convocó, con renovado entusiasmo, a esta nueva Jornada Mundial de Jóvenes.

Y desde muchos lugares hemos peregrinado a esta ciudad pluricultural y multirracial para vivir una fiesta de la fe, saciar nuestra sed de comunión universal y, sobre todo, nuestra sed de Dios. Hemos peregrinado a Toronto para poner nuestro corazón en el Evangelio y nuestras manos en los proyectos del Señor. Como la samaritana del Evangelio hemos venido a beber del agua viva que brota del manantial que es Cristo. De esa agua que da vigor a nuestros anhelos más profundos: de fraternidad, de paz y de santidad.

Al mismo tiempo, ustedes son portadores de los anhelos y las inquietudes de las comunidades que los enviaron. Desde sus países de origen están atentas y siguen esta Jornada. Son muchos los jóvenes que en ustedes se sienten parte de esta celebración, y así ven representada su esperanza de vivir heroicamente el Evangelio, de encontrarse personalmente con Jesús y anunciar con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas a Cristo Vivo. La alegría de estar aquí se entrelaza con una gran responsabilidad.

Con estos sentimientos y estas convicciones, y con la confianza puesta en nuestro Señor que nos llama a estar con él, queremos acoger la proposición del Santo Padre de aceptar el mandato misionero de Jesús: "vosotros sois la sal de la tierra, … vosotros sois la luz del mundo" (Mt 5,13s). Esta mañana, al igual que todos los peregrinos y unidos a ellos, meditaremos sobre el primer desafío: "vosotros sois la sal de la tierra".

 

II.- APROXIMÉMONOS AL EVANGELIO

Ambientemos el mandato de Jesús en el lugar y en el tiempo:

 

a.- A orillas del lago

En torno al lago de Galilea, principal escenario de la actividad de Jesús, el Maestro ha llamado por su nombre a los primeros discípulos, a Andrés, Pedro, Santiago y Juan. Pescadores de oficio, son elegidos por Jesucristo y tomados en su lugar de trabajo, con su rudeza y sencillez, con sus grandezas y debilidades, para ser pescadores de hombres. La comprensión que poseen acerca de lo que sucede no es mucha. Sin embargo, le regalan su confianza al Señor y creen en él.

También vemos una multitud junto al lago. Sólo conocemos algunos rostros. En la muchedumbre muchos están deslumbrados, otros curiosos o simplemente impresionados por las palabras del Maestro. Lo siguen y quieren conocer su mensaje; sobre todo saber si es él el prometido o si deben esperar a otro.

Acompañado de esa multitud, el Señor subió al monte. Comenzó su predicación con las bienaventuranzas, verdadera declaración, no de los derechos humanos, pero sí de las promesas de felicidad de Dios a su nuevo Pueblo. Ellas nos constituyen en un pueblo llamado a la felicidad. Son una verdadera carta de navegación para los ciudadanos del Reino. El anuncio quedó sintetizado en una asombrosa noticia: los pobres de espíritu han de alegrarse y regocijarse, "porque de ellos es el Reino de los cielos" (Mt 5,3).

"Vosotros sois la sal de la tierra,...vosotros sois la luz del mundo". Quienes vivan las bienaventuranzas serán sal, fermento y luz entre los hombres, ya que el mandato del Señor es inseparable del sermón de la montaña; es inherente a la vocación y a la misión de todo bautizado. Supone una transformación interior y propone una gran pasión, la de transformar la sociedad.

 

 

 

 

b. La sal en el lenguaje bíblico.

Cuando Jesús nos exhorta, proclamando la vocación de ser "la sal de la tierra", inaugura uno de los estilos más característicos de su predicación. Utiliza imágenes que provienen de las costumbres y de la vida cotidiana en Israel. En boca de Jesús adquieren nuevas dimensiones. Una adecuada comprensión de este texto supone, por lo mismo, conocer el significado de la sal en la Sagrada Escritura. Nos ayudará e explicar el alcance de las palabras del Señor.

Como Jesucristo se vale de esta comparación en su significado eminentemente positivo, no me detengo en otras acepciones de la palabra (Cf. Gn 19,26; Jos 18,19; Jc 9,45).

También entonces la sal tenía el mismo significado básico que tiene actualmente, el de ser un condimento irrenunciable. Los alimentos poco sabrosos, con un poco de sal ofrecen su mejor sabor. Así el pobre Job, rodeado de desgracias, menciona entre sus males la comida sin gusto alguno. Reclama: "así, lo que ni tocar mi alma quiere, ha venido a ser mi comida de enfermo" (Jb 6,7).

Y ante la dificultad de mantener los alimentos en buenas condiciones, la gente valoraba la virtud de la sal de conservarlos. Por eso en Israel se consideraba la sal como algo "esencial para la vida del hombre" (Si 39, 26). Precisamente por darle valor a los alimentos, la sal era un símbolo de las cosas preciosas y permanentes. La sabiduría popular unió el valor de la sal al pan y a la amistad. Comer la sal de alguien era sinónimo de comer su pan, de pertenecer a su casa, de ser leal con él (Cf. Esd 4,14). Por otra parte, comer la sal con alguien significaba hacer con él un pacto de amistad. Y como la sal da permanencia, una alianza duradera, indisoluble, fue llamada un "pacto de sal" (Nm 18,19).

Eliseo usa la sal para sanear el agua a fin de que no cause muerte ni esterilidad (Cf. 2 R 2, 19-22). Esta función vivificante y purificadora aparece asimismo en los actos rituales del Templo, cuando se esparce sal sobre las oblaciones, como signo, también aquí, de una alianza, de la alianza con Dios (Cf. Lv 2,13; Ez 43,24).

Sabor, salud, vida, permanencia, amistad, lealtad, alianza duradera con Dios y con los hombres, son significadas mediante un solo símbolo: la sal.

 

c. Restáuranos, Señor, Salvador nuestro.

¿Cómo era la "tierra" para la cual debían ser "sal"? ¿Qué sabor tenía la vida de los contemporáneos de Jesús? Sabemos que Cristo tenía compasión de ellos. Los vía "vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor" (Mt 9,36). Los sentía "fatigados y agobiados". Por eso les ofrecía "alivio" y "descanso" (Mt 11,28s). Según Jesús, caminaban con dificultad por las cargas pesadas que ataban los fariseos, los escribas y los legistas sobre sus espaldas, cerrándoles con llave el acceso a lo más querido: al Reino de los Cielos (Cf. Mt 23,2-4,13; Lc 11,45).

La vida de los israelitas no tenía el sabor propio, distintivo, del Pueblo de las promesas de Dios. Israel seguía siendo un pueblo sometido. Estaba asediada la alegría de ser el pueblo escogido, un pueblo de hombres libres, amado y conducido por su Señor victorioso, el único Dios. Por sus plazas y sus calles circulaban los soldados romanos y los recaudadores de impuestos del Imperio. Hasta el Sumo Sacerdote, para obtener su oficio, debía pagar sumas de dinero al Emperador y congraciarse de alguna manera con él.

Las promesas de los libros proféticos ya eran nostalgia. Eran incontables los pastores que se apacentaban a sí mismos, incapaces de prestar el servicio de vendar a las ovejas heridas y preocuparse de las enfermas (Cf. Ez 34,1s). El pueblo no tenía la experiencia de haber sellado una alianza de paz y de misericordia, ni con Dios ni con los hombres (Cf. Ez 34,25; 37,26). Pero sí, por el contrario, tenía la experiencia del trato que dan los corazones endurecidos, la experiencia de los perdones mezquinos, y de una convivencia entrecruzada por la vanidad y la hipocresía de muchos hombres que se tenían por doctos, y por la marginación de los niños, los extranjeros, las mujeres, los leprosos y los más desposeídos. Le faltaba su sabor propio a la vida del pueblo escogido.

 

III.- Jesucristo, sal de la tierra

Sin embargo, no había muerto la esperanza. Al menos en el "resto de Israel" (Cf. Jr 31,7; Is 4,3; So 3,13ss) -cuya máxima expresión era la Virgen María, la hija de Sión - se mantenía viva. Sabemos por el Evangelio de Lucas que el pueblo estaba a la espera (Cf. Lc 3,15). Por eso, cuando Juan comenzó a bautizar, se preguntaban muchos si él no sería el Cristo. Pero Juan no lo era. Sólo anunciaba al que bautizaría en Espíritu Santo y fuego (Cf. Lc 3,15s y 18).

Como un relámpago se difundió la noticia de Jesucristo después de su bautismo en el Jordán y de sus primeros signos. Se hablaba de sus enseñanzas, de sus milagros y de sus disputas con los fariseos y con los letrados.

La gente se llenaba de estupor por sus palabras y sus obras. Ante los ojos de los discípulos se abrían los horizontes del Reino, como también los caminos hacia la libertad de los hijos de Dios, hacia la pureza interior y la misericordia, hacia el amor a Dios y el prójimo, aun a los enemigos. San Pedro, en casa de Cornelio, resumió su paso por este mundo con breves y significativas palabras: "Vosotros sabéis (…) cómo Dios ungió a Jesús de Nazaret con el Espíritu Santo y con poder, y cómo él pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el Diablo, porque Dios estaba en él" (Hch 10,37s).

¿Por qué seguía a Jesús, como atraída por un imán, esa gran muchedumbre? La respuesta es una: Jesús cumplía todos sus anhelos de alianza, de encuentro con Dios y de fidelidad a él, de vida y de verdad. Con él había irrumpido en este mundo la Buena Noticia del amor de Dios y de las bienaventuranzas, para que el ser humano, las familias y la humanidad entera realizara en plenitud su vocación humana y divina. Había llegado el Mesías a devolverle el sabor a la existencia. En Jesucristo, el Camino, la Verdad y la Vida (Cf. Jn 14,6), nuestra Paz (Cf. Ef 2,14) y nuestra Esperanza (Cf. 1 Tm 1,1), todas las promesas hechas por Dios se estaban cumpliendo (Cf. 2 Co 1,19s). Dios estaba dándole su verdadero sabor a la vida en alianza con él. Los apóstoles y los discípulos tuvieron esta experiencia privilegiada. ¡Cuántos momentos, gestos y palabras en la vida de su Señor los percibieron como intervenciones suyas para darle su verdadera significación a la vida de los hombres, para alejarla del pecado, reorientarla hacia los caminos de Dios y elevarla! Por obra de Jesucristo, la vida y la tierra dejaron de ser algo insípido. Jesucristo les devolvió su sabor conforme a los sueños de Dios y del hombre, porque Jesús era, y sigue siendo, la verdadera sal de la tierra.

El Señor sazonaba la existencia de los discípulos porque los cautivaba profundamente su estrecha relación con el Padre. Permanecía en su amor y en la entrega total en sus manos, cultivando un diálogo permanente y filial con él. Los sobrecogía la vida de Jesús, de tanta plenitud, porque gustaban en ella el amor, la sabiduría y el poder que compartía con su Padre. Su diálogo con el Padre revelaba de manera atrayente las fuentes de la existencia, y sacaba de la indiferencia y la lejanía la vida del mundo.

Los entusiasmaba su anuncio heroico y radical del Evangelio, no dejándose intimidar por los criterios del mundo, sin miedo a los hombres, con la mirada puesta en el "Reino de la verdad y de la vida, de la santidad y de la gracia, de la justicia, el amor y la paz" (Prefacio de Cristo Rey). Por este Reino, dando ejemplo a los suyos, denunciaría vigorosamente los errores y las actitudes torcidas, y sufriría incomprensiones y dificultades, aun persecuciones. Por él entregaría su vida y moriría como el grano de trigo, ¡para darnos vida, y vida en abundancia! (Cf. Mt 10, 18ss; Jn 10, 10; 12,24s). Emprendió su mismo camino una multitud de mártires. A nuestra memoria vienen las palabras de los Padres de la Iglesia: "Sangre de mártires es semilla de cristianos".

Cristo es la sal de la tierra porque con su sacrificio redentor nos liberó y nos sigue liberando de cuanta socava y destruye la justicia, la unidad y el sentido de la vida, porque restaura nuestra condición herida por el pecado y nos abre las puertas a la alianza nueva y eterna con el Padre y entre nosotros. Este es el misterio de liberación, de vida y comunión misionera que conmemoramos en cada Eucaristía, presencia de Cristo en medio de los hombres para la vida del mundo (Cf. Jn 6,33 y 51).

En una palabra, Jesús es la sal de la tierra porque le da sentido, vigor, esperanza y trascendencia a la vida, elevándola, dándole valor y "sabor" humano y divino, y apartando de ella el sabor amargo, realmente venenoso, de la enemistad y la injusticia, del odio y de todo pecado. Para ello nos reconcilió con el Padre, nos revela la verdad que nos hace libres, nos otorga una vida nueva, que nos colma de alegría, y nos regala su Espíritu, que hace nuevas todas las cosas. Por Cristo, la historia del hombre, aunque pareciera ser la misma, cambió sustancialmente, adquirió un nuevo sabor, el sabor de la salvación, de la fraternidad y la lealtad, en una palabra, el sabor de la nueva alianza y de la nueva vida con vocación de cielo.

Porque Cristo es la verdadera sal, comprendemos que el llamado de Jesús a ser sal de la tierra, expresa nuestra vocación más plena y verdadera, la de ser como él, es decir, otros "cristos" en medio del mundo.

 

 

 

IV.- Para los discípulos

Pero ¿qué habrán pensado Andrés, Pedro y la multitud al oír estas palabras: "Vosotros sois la sal de la tierra"? Pobres pescadores del mar de Galilea, pobres hombres que habían recaudado impuestos, pobres mujeres, pobres ciegos y cojos que escucharon el mandato del Señor. ¿Sal de la tierra? ¿Ellos? ¿Realmente?

Que Jesús fuera la luz del mundo y la sal de la tierra, ésa era su experiencia día a día. ¿Pero ellos? ¿Sazonar el mundo? Más conciencia tenían de sus carencias y de sus necesidades que de grandes misiones. Sabían de Roma y del Imperio romano, de Egipto y de los faraones, de Grecia y de Alejandro Magno, de Persia y de Babilonia. Eran sus nociones del mundo. Por eso, ni en sueños habrán imaginado que ellos, pobres israelitas, habitantes de un lugar apartado del Imperio romano, iban a transformar el mundo. Usando nuestras palabras, nunca habrían imaginado que ellos iban a crear una nueva cultura, expresión de la sal y de la luz del Evangelio.

Y no podían saberlo. Estaban recién comenzando a conocer al Maestro. No sabían hasta qué punto transformaría su existencia. Tampoco que se les manifestaría gradualmente como la sal que sazonaría su propia historia y la historia de la humanidad. No sabían aún que participarían de su vida y que él los renovaría con el soplo de su Espíritu, para convertirlos en un fermento eficaz, capaz de cambiar el rostro de la tierra.

"Vosotros sois la sal" se convirtió para ellos en una invitación al discipulado y a la santidad: a conversar con Jesús, a amarlo entrañablemente, a dejarse conducir por él, y a asimilar su sabiduría de Maestro y su humildad de corazón (Cf. Mt 11,29); también a participar en la comunión de quienes creen en él y a anunciarlo con la propia vida para la vida del mundo. Es la invitación a dar la vida por Cristo, y a la renovación de la vida en Cristo. Así los invitó a ser un signo de cuanto tiene valor en este mundo según el corazón de Dios; a ser anunciadores y constructores de su Reino en medio de quienes caminan entre tinieblas, pero buscando la vida y la felicidad.

Pero antes de seguir, reparemos en algo sumamente importante en las palabras de Jesús. No prevenía contra la posibilidad de que la tierra perdiera su sabor. Previno contra otro riesgo: contra las indefiniciones y la tibieza de los suyos. Les dijo: "Si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Ya no sirve para nada más que para tirarla afuera y ser pisoteada por los hombres" (Mt 5,13). Pero no estamos llamados a ser insípidos. Nuestra vocación es ser presencia actuante de Jesús en medio del mundo. Por eso, toda la transformación del mundo en el tercer milenio depende de nosotros; más bien dicho, de Uds., de cuantos Uds. representan y de cuantos colaboren con Uds. en la construcción del Reino. Si la imagen de Jesús se desdibujara en quienes llevamos su nombre, si dejase de ser nítida, si perdiera su originalidad evangélica, si no sintiéramos, ni pensáramos, ni amáramos, ni sirviéramos como él, no serviríamos de nada. Esta es su invitación: ser presencia suya en la historia de este tercer milenio, para sazonarla con el espíritu de las bienaventuranzas: con la sabiduría y la bondad del rostro de Dios, con la vida, la sinceridad y la felicidad que provienen de él, y con la justicia, la misericordia y la paz que caracterizan esa fraternidad que tiene su origen en Dios.

 

V.- La tierra de nuestro envío

Ante el encargo de ser "la sal de la tierra" surge una pregunta ineludible. ¿Qué caracteriza a esta tierra - el nuevo milenio que comienza – cuyo fecundidad dependerá de Uds.?

 

Nuestro mundo tiene una riqueza extraordinaria. Nunca se había dado un progreso de la ciencia y de la técnica como en nuestra era.

Basta pensar en la astronomía para sentirnos orgullosos del hombre que recorre las galaxias y retrocede en el tiempo, llegando a estrellas que emitieron su luz hace millones de años. Así se acerca el hombre al origen del cosmos y se convence de una cosa: el universo no es obra del mero azar; seguramente hubo al inicio un ser superior al hombre que le dio origen.

También nos llena de admiración la ciencia del microcosmos, sobre todo las investigaciones que descubren el código genético de cada ser vivo, de cada persona. Así llegamos al fundamento biológico de nuestra originalidad y también de nuestras taras hereditarias. También el estudio de la naturaleza ha hecho grandes progresos. Hemos tomado conciencia de su biodiversidad, de las condiciones ambientales que necesitan las especies, de sus leyes internas, y de las que regulan el equilibrio ecológico. Nos hemos acercado a las huellas de la sabiduría del Creador.

En el orden social ha crecido la conciencia de los derechos humanos. Como nunca, después de los horrores de las guerras mundiales, la humanidad ha tomado conciencia de aquellos derechos que son anteriores al mismo Estado. Sobre todo subraya los derechos de los desprotegidos y oprimidos: los derechos de la población civil en tiempos de guerra, los derechos del niño, de la mujer, del enfermo, de las minorías y de los pueblos autóctonos. Por desgracia, junto con subrayar los derechos individuales - y no los deberes personales y el principio de corresponsabilidad -, quienes los ejercen con frecuencia no lo hacen con espíritu solidario, tampoco respetando los derechos de los demás.

También la técnica ha hecho avances inimaginables en un pasado no tan lejano. Pensemos en los instrumentos de comunicación, que han acortado las distancias y los tiempos. De ellos suele valerse el hombre para elaborar su pensamiento, para comunicarlo y también para darle eficacia. Lo mismo podemos decir del gran avance en la gestación de instrumentos y de máquinas, sobresaliendo los instrumentos que reemplazan parcialmente acciones complejas del ser humano, por ejemplo, los robots.

La técnica y la ciencia han posibilitado un gran avance también en el campo de la producción -mineral, vegetal y animal - como nunca había ocurrido en siglos anteriores. Todos estos conocimientos y estas técnicas, serían capaces de sacar a los pueblos de la tierra del hambre, del analfabetismo, de la opresión y la marginación. Todo depende de la orientación que se le imprima a la globalización de la economía, del conocimiento, de la solidaridad y de los valores.

Es cierto, la tierra para la cual estamos llamados a ser sal tiene potencialidades de bien extraordinarias. De nosotros depende su desarrollo, al igual que su uso para el progreso de la humanidad.

Vivimos, sin embargo, en un mundo expuesto a grandes amenazas. ¿Es realmente universal el respeto a la vida? ¿Qué pasa con el bienestar de la familia, de la sociedad y de la vida política y económica? ¿Quién vela por la superación de la pobreza? ¿Quién le abre camino a la sabiduría y a la paz? En verdad, no progresamos en el arte de vivir como personas, como familia, como sociedad; tampoco en el arte de amar con fidelidad.

Examinemos tan sólo algunos hechos que se refieren sobre todo a la familia y a la vida. No hay otro bien más apreciado por la gente joven, y sobre todo por los niños, que la familia. También los adultos, con ocasión de encuestas, afirman que el valor más querido para ellos es la familia. Sin embargo las familias se deshacen como nunca. La civilización de lo desechable es aplicada a las personas. Al menor conflicto hay que cambiar de pareja. ¡Qué importa que los niños sufran! ¡Qué importa la mujer abandonada, qué importa el que está enfermo y el más débil! Es un hecho: ha ocurrido un vuelco desintegrador en la cultura, que socava los fundamentos del comunitarismo y de los compromisos humanos, y que se vuelve dramáticamente contra la familia, contra la mujer, contra los niños y contra la vida.

Se está globalizando en el mundo entero una manera de entender la vida, el amor y la familia que ha perdido su brújula. El amor más fuerte tiende a ser el que se curva hacia sí mismo, buscando la propia realización personal, y olvidando la búsqueda de la felicidad de los demás con olvido de sí. Por eso mismo, conlleva una fuerte carga de egoísmo. Los pueblos y las clases dominantes, atados a sus propios bienes con egoísmo, no trabajan por la solidaridad ni respetan la justicia como debieran. Y en el ámbito más cercano, el del amor, la cultura que se globaliza no llega a un aprecio pleno de la sexualidad, que logre integrar en ella el amor espiritual, la procreación y la fidelidad; siempre deja abierta la puerta de la separación y el divorcio. La sexualidad ya no es una expresión del amor y de la bene-volencia; ha pasado a ser un mero instinto, una mera fuente de placer. Por eso se acepta en igualdad de condiciones su ejercicio heterosexual y homosexual. Por otra parte, ante la realización profesional de la mujer palidece el valor de la maternidad, sobre todo de la maternidad espiritual. Se altera así la identidad de la mujer, y con ella el gran bien que hace a los hijos, a la familia y a toda la sociedad cuando ama, por así decirlo, incondicionalmente, y crea en su hogar ese santuario de la vida que propicia el crecimiento de las personas y potencia sus cualidades y su generosidad.

También estamos ante una bifurcación de los caminos que se refieren a la vida, sobre todo a la vida humana. Sabemos del origen de la vida humana cosas que nunca supieron los seres humanos hasta hace muy pocos años. Surge la vida, desde el primer instante, con toda su originalidad y autonomía. Nos asombra su gestación y el proceso de diversificación y configuración del organismo naciente a partir de la concepción. Es tanto nuestro asombro que el respeto a la vida emerge como un imperativo evidente. Lo que nos cabe es darle a la vida las mejores condiciones para que pueda desarrollarse en plenitud.

Sin embargo, vivimos en un mundo contradictorio. Las tendencias favorables a la contracepción y el aborto son más fuertes que nunca en nuestra sociedad. Hablamos de derechos humanos, sobre todo del derecho a la vida de los más indefensos, y se alza violenta y prepotente la amenaza del aborto contra la más indefensa de las vidas. Toda argumentación que lo favorezca es válida. La feminista más extrema dirá que la vida en gestación es parte de su cuerpo y que sus derechos reproductivos autorizan que la elimine. Pero no es una parte de su cuerpo. Es una nueva criatura humana que quiere vivir. Los ecologistas extremos dirán que el ser humano es el principal agresor de la naturaleza, y que por eso hay que disminuir la natalidad, recurriendo también al aborto. Nunca destruirían la vida en gestación de un pájaro o de un pez; pero sí de un ser humano, como si su vida no fuera algo valioso, digno de protección. Quienes quieren mantener la hegemonía política sobre el mundo entero dirán que se opone a ella el crecimiento de la población en otras regiones de la tierra y que debe ser detenido mediante la contracepción y el aborto. Emplearán millones y millones de dólares en impulsar sus campañas; también toda la presión política imaginable para que sean aceptadas. Otros dirán que son contrarios al embarazo adolescente, y por lo tanto que es lícito matar al ser humano más indefenso, el que viene en camino. Otros recurrirán a la compasión, y justificarán la muerte del ser en camino, proclamando la necesidad del aborto que llaman terapéutico, para favorecer no sólo la vida biológica de la madre – que casi siempre no está en peligro -, sino además su intangibilidad sicológica, profesional y económica.

En una palabra, vivimos en la sociedad que mejor conoce el misterio de la vida, que ha quedado llena de estupor por el maravilloso desarrollo de los seres humanos desde su gestación, y que al mismo tiempo, con una resolución patológica, quiere destruir las vidas más indefensas, pretextando para ello cualquier argumento inaceptable o aun hipócrita. Nada le importa el bien del niño que quiere nacer y vivir. Tampoco el bien de la madre que arrastrará el peso aplastante de una mala conciencia por años, a veces toda la vida.

Los efectos de estas grandes alteraciones y de este vuelco cultural están a la vista. Son muchos los ciudadanos de este mundo, también los jóvenes, que buscan más el placer físico que el gozo espiritual, el gusto del momento que la felicidad duradera. La actitud egoísta y competitiva ante los demás, como también la disociación que existe entre la sexualidad, el amor y la fidelidad, conducen a la disolución creciente de los matrimonios. Alejándose de todo dato evidente acerca de la naturaleza de la sexualidad, se equipara la unión de personas del mismo sexo con las uniones heterosexuales, autorizándose también a las primeras la adopción de hijos. El concepto de matrimonio que se impone, lejos de toda indisolubilidad, bagateliza de tal manera la unión conyugal que disminuye el número de aquellos que contraen un vínculo estable. Aumentan las parejas que no lo contraen, porque son pasajeras. Son innumerables los hijos que no viven con sus padres en el hogar, cuya voz y cuyo dolor nadie escuchó a la hora de la separación. Los hijos que así nacen y crecen suelen perder el arraigo familiar, con todas las consecuencias que ello involucra de posibles desequilibrios emocionales, de alcoholismo, drogadicción y delincuencia, de disminución creciente de la capacidad de contraer nuevos vínculos estables y de gestar una familia. Donde se ha llegado a cuotas de natalidad muy bajas, los países no pueden subsistir en base a su propio crecimiento demográfico, y tienen que importar grandes cantidades de trabajadores de otras naciones, de otras culturas y de otras convicciones religiosas. Por este camino van perdiendo su continuidad histórica y su identidad cultural.

Entre tantos otros síntomas de decadencia, sólo agrego uno más: incontables hombres y mujeres que se dedican a la política han ido perdiendo su credibilidad. Primero la perdieron ante sí mismos, al percibir la dicotomía que existe en su interior debido a la pérdida de la transparencia y del liderazgo, en aras de una preocupación desmedida por la propia imagen y los votos. Pierden la estima de la gente por su incapacidad de generar consensos, por sus claudicaciones ante la corrupción, y por la falta de un compromiso sincero con la verdad y con el bien. Cuando esta suerte de hombres públicos abunda en un país, éste se acerca a la ingobernabilidad y al caos, ya que sus dirigentes de siempre han perdido la confianza de la gente y no aparecen nuevas personalidades con la autoridad moral que necesitan los servidores del bien común. No surgen los que deben impulsar vigorosamente el compromiso con la justicia y la equidad, velar por los marginados de la sociedad, promover una educación y una convivencia rica en valores, y fortalecer la vida familiar y la paz.

Esta es la tierra a la cual ustedes le darán el sabor de la esperanza y de las promesas de Dios. Es una tierra llena de logros y de posibilidades, como así mismo de gérmenes de autodestrucción.

 

VI.- Centinelas de la aurora

Ustedes son la sal de la tierra en esta encrucijada de la historia. En verdad, es una muestra de confianza hacia Uds. y un gran desafío el que Dios les propone. También lo fue el encargo que dio a los apóstoles y a los santos. Es una misión capaz de despertar toda la fuerza de la esperanza en las promesas y en la gracia de Dios, y la adhesión más plena a la realización de sus planes, como una generación joven deseosa de recorrer los caminos del Evangelio y de ser la aurora de los nuevos tiempos, un fermento que cambie la vida y la cultura de los pueblos, en favor de quienes necesitan y también buscan afanosamente felicidad y esperanza.

a.- A partir del bautismo

SS Juan Pablo II, en su mensaje para esta Jornada Mundial de la Juventud, nos propone recurrir a las fuentes de nuestra vida cristiana para ser sal de la tierra. Nos escribe: "la sal por la que no se desvirtúa la identidad cristiana, incluso en un ambiente hondamente secularizado, es la gracia bautismal que nos ha regenerado, haciéndonos vivir en Cristo y concediendo la capacidad de responder a su llamada".

Muchas veces no tomamos conciencia de la fuerza transformadora de la gracia bautismal, que nos hace capaces de acoger el amor del Padre, de permanecer en su amor como Cristo, Sacerdote, Profeta y Rey, y de ser vivificados, guiados y santificados por el Espíritu Santo para la transformación del mundo. Todos estos dones son frutos de esa gracia y, en último término, de la reconciliación que Cristo selló con su sangre, haciéndonos familiares de Dios como hermanos y discípulos suyos.

 

b.- La alianza bautismal crece en el encuentro con Jesús

Al igual que en Galilea, el primer paso en la vida de un discípulo es el encuentro vivo con su Maestro: un encuentro muy personal, de gran apertura, que va acompañado de un hondo cariño, lleno de admiración.

La Exhortación apostólica "Iglesia en América" se refiere al encuentro personal y vivo con Jesús (Cf. 8-14). Entre los lugares en los cuales lo encontramos hemos de darle un puesto privilegiado a la lectura orante de la Sagrada Escritura en la ‘lectio divina’, y a la Eucaristía, que celebra y hace actual su Pascua, como también la comunión y la colaboración con él y con los suyos; también al sacramento de la reconciliación, cuando necesitamos su silencioso perdón y su ilimitada misericordia. Lo encontramos asimismo en el servicio a los más afligidos y marginados; en la vida de sus amigos, sobre todo de los santos, particularmente en la vida y en los santuarios de su madre, la Virgen María; en los acontecimientos de nuestra vida y de la vida de los pueblos, a través de los cuales nos habla como Señor de la historia; y en la comunidad, cada vez que se reúne en su nombre.

Nos importa que este encuentro sea cada vez más personal y profundo. De ahí la pregunta: ¿cómo se transforma el primer encuentro en una relación de amistad, de alianza con él? Señalo estos caminos, que nunca se apartan de los lugares de encuentro con él:

Crece la amistad con el Señor, estando con él en todas las circunstancias, y cultivando la oración, a solas y en la comunidad.

Dejándonos cautivar por su personalidad y por su amor.

Escuchando sus palabras y descubriendo la novedad de su mensaje – para la cultura de su tiempo y también para la nuestra.

Siguiendo sus pasos, es decir, imitando su ejemplo, poniendo en práctica sus enseñanzas y colaborando con él.

Sirviéndolo cada vez que lo pide su rostro doliente en los afligidos.

Cargando con fidelidad, fortaleza y paz interior la cruz inseparable de quienes son discípulos suyos y signos de contradicción con él.

Y compartiendo nuestra vocación, nuestro camino y nuestro encargo misionero con una comunidad de discípulos y evangelizadores suyos en la Iglesia.

Acoger su amor y llenarnos de admiración por él, aprender de él, amar con él y como él, tener por nada lo que no es compatible con su amor, y poner nuestro corazón en sus proyectos al servicio del Reino, pasa a ser, con el tiempo, el anhelo más hondo y la mayor alegría de nuestra vida. De hecho, nunca terminamos de conocerlo, tampoco de amarlo y servirlo. Y siempre es fuente de una vida nueva. Desde su corazón aprendemos a conocer y amar al Padre, al Espíritu Santo y a toda la creación. De manera especial, a aquellos que más le preocupan porque viven con sufrimiento y aflicción de una manera indigna de su condición humana.

Cuando reflexionamos sobre la importancia del encuentro con Jesús, no podemos olvidar que el amor sincero y entrañable a la Santísima Virgen fue para muchos santos el mejor camino para llegar a una relación viva, de mucha cercanía con Nuestro Señor, a un seguimiento incondicional de sus pasos, a una ilimitada apertura a su sabiduría, y a un nuevo ardor por su misión.

En verdad, el encuentro vivo con él y con su llamada tiene una fuerza casi irresistible. En la parábola del Buen Pastor leemos que a sus ovejas las llama por su nombre, que éstas reconocen su voz, y que de hecho le siguen (Cf. Jn 10,3s). Pero este seguimiento no es en primer lugar un hecho externo. Es adquirir en la fe su manera de pensar, de sentir, de amar y de actuar. Es aprender a amar a los que él ama y como él los ama. Encontrarse con él y amarlo, significa vivir de una manera agradable a él, cumpliendo su voluntad y siguiendo sus consejos. Tal es la fuerza transformadora del amor. Por eso, en la Exhortación apostólica "Iglesia en América", se nos señala que aquello que produce este cambio vivificante en nosotros es el "encuentro con Jesucristo vivo". Éste es nuestro "camino de conversión, de comunión y de solidaridad". En verdad, lo primero es el encuentro. En él encontramos la inspiración y la gracia que nos impulsa a la conversión, la comunión y la solidaridad. Si el encuentro es vivo, sincero, profundo y fiel, y si lo renovamos día a día, la sal no sólo conservará su sabor; potenciará su capacidad de sazonar.

c.- Un fermento de comunión

El bautismo nos incorpora a la Iglesia. Con él recibimos el don de ser ciudadanos del Pueblo de Dios; de ese Pueblo que es sacramento de comunión, porque está llamado a colaborar con Dios como signo vivo y como instrumento eficaz de la unión de los hombres con él y de los hombres entre sí, para incorporar a todos los hombres a la comunión con Dios, y construir y vivificar la comunión de todo el género humano (Cf. LG 1).

Nuestro tiempo, como lo hemos visto, necesita esta Buena Noticia. Crece la indiferencia entre nosotros, y la violencia sigue su acción demoledora en tantos hogares. También se multiplican otras formas de violencia; entre ellas, el rechazo a los inmigrantes. Nuestro mundo no logra contener las injusticias. Se alzan voces, denunciando que la globalización ocurre a costa de los pueblos y las personas más pobres y débiles. Tampoco amanece la paz en los campos de batalla.

Gracias a Dios, también crece en nuestros días la sed de justicia, de respeto, de solidaridad, de misericordia y de paz. Sobre todo crece entre Uds., los jóvenes, que rechazan toda forma de discriminación y violencia, y tienen un corazón solidario y sensible hacia los más débiles, los más pobres y los más afligidos.

Ante esta gigantesca tarea, proclamar que estamos llamados a ser signos e instrumentos de comunión es afirmar, en primer lugar, que no queremos vivir en el aislamiento de la soledad. No es ésa nuestra vocación. Estamos llamados a vivir en comunión. Hasta los ermitaños y las religiosas contemplativas viven en comunión con la Familia de Dios. Pero esta verdad tiene para Uds. una mayor urgencia. Son tan fuertes las tendencias que quieren emancipar la cultura de nuestros pueblos de sus raíces y de su substrato cristiano, que casi nadie logra fortalecer su identidad como discípulo de Jesús y ser realmente un fermento evangélico en medio del mundo, si no participa activamente en una comunidad cristiana. Se los propongo con la convicción que da la experiencia: fortalezcan los lazos que los unen a sus comunidades juveniles, ya sean éstas comunidades parroquiales, escolares, universitarias o de movi-mientos. A cada uno Dios le da su propia vocación. Vívanla en comunidad, activamente, comprometidamente. El mandato de vivir en comunión y ser sal de la tierra implica, además, que las mismas comunidades cristianas que Uds. forman – en las parroquias, en los movimientos, en las universidades y en las escuelas – han de ser sal de la tierra. Serán "casa y escuela de comunión" y aportarán el sabor del Evangelio dondequiera que estén insertas con la misma fuerza y entusiasmo de estos días en Toronto.

 

d.- Con vocación de santidad

Concluyamos nuestras reflexiones, volviendo la mirada con mucha sinceridad hacia nuestra propia realidad. Día a día somos tentados en este mundo en el cual Dios puso nuestra vida, temiendo que las corrientes valóricas que pretenden alejarnos de los proyectos de Dios sean muy superiores a nuestras fuerzas. Entonces puede asaltarnos el temor de no ser capaces de hacer nada significativo frente a los desafíos que ellas nos plantean. También escuchamos en nuestro entorno que el Evangelio está perdiendo vigencia. A veces sucumbimos ante la tentación del relativismo. Y no faltan quienes buscan el camino fácil, el de acomodarse a las costumbres invasoras, y de acomodar las enseñanzas de Jesús, nuestro Maestro, a las categorías de una cultura que se autodenomina progresista, pero que cae en el regresión de alejarse de la Buena Noticia que Dios mismo trajo a la humanidad para que anduviéramos por los caminos de la vida y la felicidad.

Consciente de este contexto histórico, el Santo Padre nos recuerda en su Mensaje las palabras del apóstol Pablo a los cristianos que recibieron el bautismo en Roma, en esa urbe pagana que los perseguiría durante casi 250 años antes de aceptar la Buena Noticia. ¡Cuánta actualidad tienen para nosotros las palabras del Apóstol al inicio de este milenio! San Pablo exhorta a los cristianos de Roma a manifestar claramente su modo de vivir y de pensar, diferente del de sus contemporáneos, mediante estas palabras: ‘no os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto’ (Rm 12,2).

Es claro, san Pablo los invitaba a la santidad, a plantar la semilla de un mundo nuevo con mucha generosidad, apoyándose mutuamente y siendo coherentes con su fe, como hermanos y discípulos de Jesús, como hombres y mujeres en quienes el Espíritu Santo estaba dando al mundo sus mejores frutos.

Este es un gran desafío. Implica renuncias e incomprensiones, un camino muchas veces de cruz. Fue la invitación de Jesucristo: Quien quiera ser mi discípulo, que cargue con su cruz y me siga (Cf. Mt 10,38; Lc 14,27). Los santos, que son nuestros amigos y hermanos mayores, nos dan testimonio de esta realidad: los apóstoles y mártires de los primeros siglos, que heroicamente vivieron su fe hasta la cruz; San Francisco de Asís, San Ignacio de Loyola, Santa Teresa de Lisieux, San Maximiliano Kolbe y tantos otros. En nuestro tiempo recordamos con especial afecto a la madre Teresa, mujer sencilla, albanesa de nacimiento, que desde la pobre Calcuta, una ciudad donde la miseria, el abandono y el dolor son realidades lacerantes y cotidianas, supo ser sal de la tierra y entregar esperanza a millones de jóvenes y adultos, de hombres y mujeres en el mundo entero, dando un testimonio cautivante de la radicalidad de la misericordia de Cristo y de su identificación con los más pobres. También en mi tierra soy testigo de cómo atrae día a día la santidad de una joven carmelita descalza, Teresa de los Andes, que supo enamorarse del Señor con alegría y asumir la cruz con simplicidad y fortaleza. Son miles los jóvenes chilenos que, entusiasmados por su ejemplo, peregrinan muchos kilómetros para llegar a su Santuario y para crecer en su camino de santidad. Encuentran en ella un camino de encuentro con Jesucristo aquí en la tierra, como también una amiga en el cielo.

Siguiendo el ejemplo de los santos, cada uno de Uds., desde su propia originalidad, tiene la misión de entregar al mundo el tesoro que ha recibido y de asumir el desafío de construir un mundo nuevo, según el corazón de Dios. Uds. han sido confirmados tantas veces en su vocación a la santidad: en horas de oración, cuando se asombraban por la forma cómo Dios los ha guiado y bendecido, en retiros y jornadas, en actividades solidarias. Uds. lo saben: la propuesta de Jesucristo no es una utopía, es la verdad que plenifica al hombre y lo lleva a la felicidad de las bienaventuranzas. Hagan confluir todas las esperanzas que los animan, y todos los talentos que Dios les ha dado, como también los sufrimientos, los gozos y las opciones que asumen, en la alianza que Cristo ha sellado con su sangre derramada en la Cruz. Sin lugar a dudas, así podrán ser los apóstoles, los testigos y los santos de este nuevo milenio. Proclamen con su vida, con sus obras y sus palabras a Cristo como el Camino que nunca engaña, como la Verdad que nos hace libres, y como la Vida que cumple nuestras mejores esperanzas.

El Santo Padre, a propósito de la santidad, nos enseña que "preguntar a un catecúmeno ¿quieres recibir el bautismo?, significa al mismo tiempo preguntarle ¿quieres ser santo?" (cf. NMI 31). Cuando comprendemos este llamado radical que brota de nuestro bautismo, no podemos quedarnos tranquilos. Sería un contrasentido contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial. Es propio de nuestro condición humana y cristiana, y especialmente de un corazón joven y bautizado, buscar lo absoluto, el sentido y la plenitud de la existencia, la santidad.

Termino con tres exhortaciones del Santo Padre. "Queridos jóvenes, ¡no os contentéis con nada que esté por debajo de los ideales más altos!" (JMJ 2002). Uds. tienen la gracia, las fuerzas y las energías, los anhelos profundos para transformar nuestra sociedad. "Si mantenéis grandes deseos para el Señor, sabréis evitar la mediocridad y el conformismo, tan difusos en nuestra sociedad". "No os canséis de hacer el bien". En el coloquio permanente con nuestro Señor y en conciencia discernamos los pasos que debemos dar en esta apasionante búsqueda de la voluntad de Dios, de lo que el Señor quiere para nuestra vida y para la vida del mundo.

El mundo tiene sed de la esperanza que transmiten los santos, los rostros vivos de Cristo, los jóvenes, las mujeres y los hombres que están dispuestos a ser no sólo centinelas de la aurora, sino un vivo amanecer de tiempos nuevos. El mundo necesita cristianos que hayan llegado a tal compenetración con el Señor que estén dispuestos a ser sus testigos, aunque ello implique el martirio de todos los días. San Pablo lo vivía intensamente: "para mí, la vida es Cristo y el morir una ganancia"( Flp 1, 21). Buscar la santidad es confesarse, ya en la tierra, un ciudadano del cielo, que ha puesto su mirada y su corazón en la Ciudad Santa, que mira este mundo desde los ojos de Dios y pone por obra los proyectos de Dios, los que cumplen de manera asombrosa y sobreabundante los mejores sueños del hombre.

 

VII.- María, Estrella de la nueva evangelización

Queridos jóvenes. El Santo Padre nos ha invitado a remar mar adentro por las profundidades de este nuevo milenio, lanzando con mucha fe y confianza las redes de la misericordia, de la solidaridad, de la verdad y de la santidad, para que sean muchos más los que crean en Cristo y sean sal de la tierra. En esta navegación María es la estrella que nos guía al encuentro del Salvador.

La Mujer orante de Nazaret supo ser sal en medio de su pueblo, acogiendo con valentía el Verbo de Dios que irrumpía en su vida para siempre, por obra del Espíritu Santo; cumpliendo generosamente la voluntad del Señor y proclamando alegremente su acción a favor de los hambrientos y los humildes. Fue sal de la tierra conservando en su corazón el Misterio que se le iba develando, e intercediendo en favor de los hombres, como en Caná; acompañando a Jesús en los momentos centrales de su ministerio profético y redentor. Con ese espíritu prolongó la misión de su Hijo resucitado en las primeras comunidades cristianas, e inspira la fidelidad a él hasta nuestros días.

María conoce mejor que nadie los caminos de la Pascua del Señor. Con humildad y confianza le pedimos su compañía como nuestra madre y educadora, para que en Cristo seamos verdaderamente sal de la tierra, continuemos nuestra navegación guiados por el Espíritu de Cristo, y seamos así los santos del nuevo milenio.

 

 

 


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