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EXHORTACI�N APOST�LICA
POSTSINODAL
ECCLESIA IN AMERICA
DEL SANTO PADRE
JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS
A LOS PRESB�TEROS Y DI�CONOS
A LOS CONSAGRADOS Y CONSAGRADAS
Y A TODOS LOS FIELES LAICOS
SOBRE EL ENCUENTRO CON JESUCRISTO VIVO,
CAMINO PARA LA CONVERSI�N,
LA COMUNI�N Y LA SOLIDARIDAD
EN AM�RICA


INTRODUCCI�N

1. La Iglesia en Am�rica, llena de gozo por la fe recibida y dando gracias a Cristo por este inmenso don, ha celebrado hace poco el quinto centenario del comienzo de la predicaci�n del Evangelio en sus tierras. Esta conmemoraci�n ayud� a los cat�licos americanos a ser m�s conscientes del deseo de Cristo de encontrarse con los habitantes del llamado Nuevo Mundo para incorporarlos a su Iglesia y hacerse presente de este modo en la historia del Continente. La evangelizaci�n de Am�rica no es s�lo un don del Se�or, sino tambi�n fuente de nuevas responsabilidades. Gracias a la acci�n de los evangelizadores a lo largo y ancho de todo el Continente han nacido de la Iglesia y del Esp�ritu innumerables hijos.(1) En sus corazones, tanto en el pasado como en el presente, contin�an resonando las palabras del Ap�stol: � Predicar el Evangelio no es para m� ning�n motivo de gloria; es m�s bien un deber que me incumbe. Y �ay de m� si no predicara el Evangelio! � (1 Co 9, 16). Este deber se funda en el mandato del Se�or resucitado a los Ap�stoles antes de su Ascensi�n al cielo: � Proclamad la Buena Nueva a toda la creaci�n � (Mc 16, 15).

Este mandato se dirige a la Iglesia entera, y la Iglesia en Am�rica, en este preciso momento de su historia, est� llamada a acogerlo y responder con amorosa generosidad a su misi�n fundamental evangelizadora. Lo subrayaba en Bogot� mi predecesor Pablo VI, el primer Papa que visit� Am�rica: � Corresponder� a nosotros, en cuanto representantes tuyos, [Se�or Jes�s] y administradores de tus divinos misterios (cf. 1 Co 4, 1; 1 P 4, 10), difundir los tesoros de tu palabra, de tu gracia, de tus ejemplos entre los hombres �.(2) El deber de la evangelizaci�n es una urgencia de caridad para el disc�pulo de Cristo: � El amor de Cristo nos apremia � (2 Co 5, 14), afirma el ap�stol Pablo, recordando lo que el Hijo de Dios hizo por nosotros con su sacrificio redentor: � Uno muri� por todos [...], para que ya no vivan para s� los que viven, sino para aquel que muri� y resucit� por ellos � (2 Co 5, 14-15).

La conmemoraci�n de ciertas fechas especialmente evocadoras del amor de Cristo por nosotros suscita en el �nimo, junto con el agradecimiento, la necesidad de � anunciar las maravillas de Dios �, es decir, la necesidad de evangelizar. As�, el recuerdo de la reciente celebraci�n de los quinientos a�os de la llegada del mensaje evang�lico a Am�rica, esto es, del momento en que Cristo llam� a Am�rica a la fe, y el cercano Jubileo con que la Iglesia celebrar� los 2000 a�os de la Encarnaci�n del Hijo de Dios, son ocasiones privilegiadas en las que, de manera espont�nea, brota del coraz�n con m�s fuerza nuestra gratitud hacia el Se�or. Consciente de la grandeza de estos dones recibidos, la Iglesia peregrina en Am�rica desea hacer part�cipe de las riquezas de la fe y de la comuni�n en Cristo a toda la sociedad y a cada uno de los hombres y mujeres que habitan en el suelo americano.

La idea de celebrar esta Asamblea sinodal

2. Precisamente el mismo d�a en que se cumpl�an los quinientos a�os del comienzo de la evangelizaci�n de Am�rica, el 12 de octubre de 1992, con el deseo de abrir nuevos horizontes y dar renovado impulso a la evangelizaci�n, en la alocuci�n con la que inaugur� los trabajos de la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Santo Domingo, hice la propuesta de un encuentro sinodal � en orden a incrementar la cooperaci�n entre las diversas Iglesias particulares � para afrontar juntas, dentro del marco de la nueva evangelizaci�n y como expresi�n de comuni�n episcopal, � los problemas relativos a la justicia y la solidaridad entre todas las Naciones de Am�rica �.(3) La acogida positiva que los Episcopados de Am�rica dieron a esta propuesta, me permiti� anunciar en la Carta apost�lica Tertio millennio adveniente el prop�sito de convocar una asamblea sinodal � sobre la problem�tica de la nueva evangelizaci�n en las dos partes del mismo Continente, tan diversas entre s� por su origen y su historia, y sobre la cuesti�n de la justicia y de las relaciones econ�micas internacionales, considerando la enorme desigualdad entre el Norte y el Sur �.(4) Entonces se iniciaron los trabajos preparatorios propiamente dichos, hasta llegar a la Asamblea Especial del S�nodo de los Obispos para Am�rica, celebrada en el Vaticano del 16 de noviembre al 12 de diciembre de 1997.

El tema de la Asamblea

3. En coherencia con la idea inicial, y o�das las sugerencias del Consejo presinodal, viva expresi�n del sentir de muchos Pastores del pueblo de Dios en el Continente americano, enunci� el tema de la Asamblea Especial del S�nodo para Am�rica en los siguientes t�rminos: � Encuentro con Jesucristo vivo, camino para la conversi�n, la comuni�n y la solidaridad en Am�rica �. El tema as� formulado expresa claramente la centralidad de la persona de Jesucristo resucitado, presente en la vida de la Iglesia, que invita a la conversi�n, a la comuni�n y a la solidaridad. El punto de partida de este programa evangelizador es ciertamente el encuentro con el Se�or. El Esp�ritu Santo, don de Cristo en el misterio pascual, nos gu�a hacia las metas pastorales que la Iglesia en Am�rica ha de alcanzar en el tercer milenio cristiano.

La celebraci�n de la Asamblea como experiencia de encuentro

4. La experiencia vivida durante la Asamblea tuvo, sin duda, el car�cter de un encuentro con el Se�or. Recuerdo gustoso, de modo especial, las dos concelebraciones solemnes que presid� en la Bas�lica de San Pedro para la inauguraci�n y para la clausura de los trabajos de la Asamblea. El encuentro con el Se�or resucitado, verdadera, real y substancialmente presente en la Eucarist�a, constituy� el clima espiritual que permiti� que todos los Obispos de la Asamblea sinodal se reconocieran, no s�lo como hermanos en el Se�or, sino tambi�n como miembros del Colegio episcopal, deseosos de seguir, presididos por el Sucesor de Pedro, las huellas del Buen Pastor, sirviendo a la Iglesia que peregrina en todas las regiones del Continente. Fue evidente para todos la alegr�a de cuantos participaron en la Asamblea, al descubrir en ella una ocasi�n excepcional de encuentro con el Se�or, con el Vicario de Cristo, con tantos Obispos, sacerdotes, consagrados y laicos venidos de todas las partes del Continente.

Sin duda, ciertos factores previos contribuyeron, de modo mediato pero eficaz, a asegurar este clima de encuentro fraterno en la Asamblea sinodal. En primer lugar, deben se�alarse las experiencias de comuni�n vividas anteriormente en las Asambleas Generales del Episcopado Latinoamericano en R�o de Janeiro (1955), Medell�n (1968), Puebla (1979) y Santo Domingo (1992). En ellas los Pastores de la Iglesia en Am�rica Latina reflexionaron juntos como hermanos sobre las cuestiones pastorales m�s apremiantes en esa regi�n del Continente. A estas Asambleas deben a�adirse las reuniones peri�dicas interamericanas de Obispos, en las cuales los participantes tienen la posibilidad de abrirse al horizonte de todo el Continente, dialogando sobre los problemas y desaf�os comunes que afectan a la Iglesia en los pa�ses americanos.

Contribuir a la unidad del Continente

5. En la primera propuesta que hice en Santo Domingo, sobre la posibilidad de celebrar una Asamblea Especial del S�nodo, se�al� que � la Iglesia, ya a las puertas del tercer milenio cristiano y en unos tiempos en que han ca�do muchas barreras y fronteras ideol�gicas, siente como un deber ineludible unir espiritualmente a�n m�s a todos los pueblos que forman este gran Continente y, a la vez, desde la misi�n religiosa que le es propia, impulsar un esp�ritu solidario entre todos ellos �.(5) Los elementos comunes a todos los pueblos de Am�rica, entre los que sobresale una misma identidad cristiana as� como tambi�n una aut�ntica b�squeda del fortalecimiento de los lazos de solidaridad y comuni�n entre las diversas expresiones del rico patrimonio cultural del Continente, son el motivo decisivo por el que quise que la Asamblea Especial del S�nodo de los Obispos dedicara sus reflexiones a Am�rica como una realidad �nica. La opci�n de usar la palabra en singular quer�a expresar no s�lo la unidad ya existente bajo ciertos aspectos, sino tambi�n aquel v�nculo m�s estrecho al que aspiran los pueblos del Continente y que la Iglesia desea favorecer, dentro del campo de su propia misi�n dirigida a promover la comuni�n de todos en el Se�or.

En el contexto de la nueva evangelizaci�n

6. En la perspectiva del Gran Jubileo del a�o 2000 he querido que tuviera lugar una Asamblea Especial del S�nodo de los Obispos para cada uno de los cinco Continentes: tras las dedicadas a �frica (1994), Am�rica (1997), Asia (1998) y, muy recientemente, Ocean�a (1998), en este a�o de 1999 con la ayuda del Se�or se celebrar� una nueva Asamblea Especial para Europa. De este modo, durante el a�o jubilar, ser� posible una Asamblea General Ordinaria que sintetice y saque las conclusiones de los ricos materiales que las diversas Asambleas continentales han ido aportando. Esto ser� posible por el hecho de que en todos estos S�nodos ha habido preocupaciones semejantes y centros comunes de inter�s. En este sentido, refiri�ndome a esta serie de Asambleas sinodales, he se�alado c�mo en todas � el tema de fondo es el de la evangelizaci�n, mejor todav�a, el de la nueva evangelizaci�n, cuyas bases fueron fijadas por la Exhortaci�n Apost�lica Evangelii nuntiandi de Pablo VI �.(6) Por ello, tanto en mi primera indicaci�n sobre la celebraci�n de esta Asamblea Especial del S�nodo como m�s tarde en su anuncio expl�cito, una vez que todos los Episcopados de Am�rica hicieron suya la idea, indiqu� que sus deliberaciones habr�an de discurrir � dentro del marco de la nueva evangelizaci�n �,(7) afrontando los problemas sobresalientes de la misma.(8)

Esta preocupaci�n era m�s obvia ya que yo mismo hab�a formulado el primer programa de una nueva evangelizaci�n en suelo americano. En efecto, cuando la Iglesia en toda Am�rica se preparaba para recordar los quinientos a�os del comienzo de la primera evangelizaci�n del Continente, hablando al Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM) en Puerto Pr�ncipe (Hait�) afirm�: � La conmemoraci�n del medio milenio de evangelizaci�n tendr� su significaci�n plena si es un compromiso vuestro como Obispos, junto con vuestro presbiterio y fieles; compromiso, no de reevangelizaci�n, pero s� de una evangelizaci�n nueva. Nueva en su ardor, en sus m�todos, en su expresi�n �.(9) M�s tarde invit� a toda la Iglesia a llevar a cabo esta exhortaci�n, aunque el programa evangelizador, al extenderse a la gran diversidad que presenta hoy el mundo entero, debe diversificarse seg�n dos situaciones claramente diferentes: la de los pa�ses muy afectados por el secularismo y la de aquellos otros donde � todav�a se conservan muy vivas las tradiciones de piedad y de religiosidad popular cristiana �.(10) Se trata, sin duda, de dos situaciones presentes, en grado diverso, en diferentes pa�ses o, quiz�s mejor, en diversos ambientes concretos dentro de los pa�ses del Continente americano.

Con la presencia y la ayuda del Se�or

7. El mandato de evangelizar, que el Se�or resucitado dej� a su Iglesia, va acompa�ado por la seguridad, basada en su promesa, de que �l sigue viviendo y actuando entre nosotros: � He aqu� que yo estoy con vosotros todos los d�as hasta el fin del mundo � (Mt 28, 20). Esta presencia misteriosa de Cristo en su Iglesia es la garant�a de su �xito en la realizaci�n de la misi�n que le ha sido confiada. Al mismo tiempo, esa presencia hace tambi�n posible nuestro encuentro con �l, como Hijo enviado por el Padre, como Se�or de la Vida que nos comunica su Esp�ritu. Un encuentro renovado con Jesucristo har� conscientes a todos los miembros de la Iglesia en Am�rica de que est�n llamados a continuar la misi�n del Redentor en esas tierras.

El encuentro personal con el Se�or, si es aut�ntico, llevar� tambi�n consigo la renovaci�n eclesial: las Iglesias particulares del Continente, como Iglesias hermanas y cercanas entre s�, acrecentar�n los v�nculos de cooperaci�n y solidaridad para prolongar y hacer m�s viva la obra salvadora de Cristo en la historia de Am�rica. En una actitud de apertura a la unidad, fruto de una verdadera comuni�n con el Se�or resucitado, las Iglesias particulares, y en ellas cada uno de sus miembros, descubrir�n, a trav�s de la propia experiencia espiritual que el � encuentro con Jesucristo vivo � es � camino para la conversi�n, la comuni�n y la solidaridad �. Y, en la medida en que estas metas vayan siendo alcanzadas, ser� posible una dedicaci�n cada vez mayor a la nueva evangelizaci�n de Am�rica.

CAP�TULO I

EL ENCUENTRO CON JESUCRISTO VIVO

� Hemos encontrado al Mes�as � (Jn 1, 41)

Los encuentros con el Se�or en el Nuevo Testamento

8. Los Evangelios relatan numerosos encuentros de Jes�s con hombres y mujeres de su tiempo. Una caracter�stica com�n a todos estos episodios es la fuerza transformadora que tienen y manifiestan los encuentros con Jes�s, ya que � abren un aut�ntico proceso de conversi�n, comuni�n y solidaridad �.(11) Entre los m�s significativos est� el de la mujer samaritana (cf. Jn 4, 5-42). Jes�s la llama para saciar su sed, que no era s�lo material, pues, en realidad, � el que ped�a beber, ten�a sed de la fe de la misma mujer �.(12) Al decirle, � dame de beber � (Jn 4, 7), y al hablarle del agua viva, el Se�or suscita en la samaritana una pregunta, casi una oraci�n, cuyo alcance real supera lo que ella pod�a comprender en aquel momento: � Se�or, dame de esa agua, para que no tenga m�s sed � (Jn 4, 15). La samaritana, aunque � todav�a no entend�a �,(13) en realidad estaba pidiendo el agua viva de que le hablaba su divino interlocutor. Al revelarle Jes�s su mesianidad (cf. Jn 4, 26), la samaritana se siente impulsada a anunciar a sus conciudadanos que ha descubierto el Mes�as (cf. Jn 4, 28-30). As� mismo, cuando Jes�s encuentra a Zaqueo (cf. Lc 19, 1-10) el fruto m�s preciado es su conversi�n: �ste, consciente de las injusticias que ha cometido, decide devolver con creces �� el cu�druple �� a quienes hab�a defraudado. Adem�s, asume una actitud de desprendimiento de las cosas materiales y de caridad hacia los necesitados, que lo lleva a dar a los pobres la mitad de sus bienes.

Una menci�n especial merecen los encuentros con Cristo resucitado narrados en el Nuevo Testamento. Gracias a su encuentro con el Resucitado, Mar�a Magdalena supera el desaliento y la tristeza causados por la muerte del Maestro (cf. Jn 20, 11-18). En su nueva dimensi�n pascual, Jes�s la env�a a anunciar a los disc�pulos que �l ha resucitado (cf. Jn 20, 17). Por este hecho se ha llamado a Mar�a Magdalena � la ap�stol de los ap�stoles �.(14) Por su parte, los disc�pulos de Ema�s, despu�s de encontrar y reconocer al Se�or resucitado, vuelven a Jerusal�n para contar a los ap�stoles y a los dem�s disc�pulos lo que les hab�a sucedido (cf. Lc 24, 13-35). Jes�s, �empezando por Mois�s y continuando por todos los profetas, les explic� lo que hab�a sobre �l en todas las Escrituras� (Lc 24, 27). Los dos disc�pulos reconocer�an m�s tarde que su coraz�n ard�a mientras el Se�or les hablaba en el camino explic�ndoles las Escrituras (cf. Lc 24, 32). No hay duda de que san Lucas al narrar este episodio, especialmente el momento decisivo en que los dos disc�pulos reconocen a Jes�s, hace una alusi�n expl�cita a los relatos de la instituci�n de la Eucarist�a, es decir, al modo como Jes�s actu� en la �ltima Cena (cf. Lc 24, 30). El evangelista, para relatar lo que los disc�pulos de Ema�s cuentan a los Once, utiliza una expresi�n que en la Iglesia naciente ten�a un significado eucar�stico preciso: � Le hab�an conocido en la fracci�n del pan � (Lc 24, 35).

Entre los encuentros con el Se�or resucitado, uno de los que han tenido un influjo decisivo en la historia del cristianismo es, sin duda, la conversi�n de Saulo, el futuro Pablo y ap�stol de los gentiles, en el camino de Damasco. All� tuvo lugar el cambio radical de su existencia, de perseguidor a ap�stol (cf. Hch 9, 3-30; 22, 6-11; 26, 12-18). El mismo Pablo habla de esta extraordinaria experiencia como de una revelaci�n del Hijo de Dios � para que le anunciase entre los gentiles � (Ga 1, 16).

La invitaci�n del Se�or respeta siempre la libertad de los que llama. Hay casos en que el hombre, al encontrarse con Jes�s, se cierra al cambio de vida al que �l lo invita. Fueron numerosos los casos de contempor�neos de Jes�s que lo vieron y oyeron, y, sin embargo, no se abrieron a su palabra. El Evangelio de san Juan se�ala el pecado como la causa que impide al ser humano abrirse a la luz que es Cristo: � Vino la luz al mundo y los hombres amaron m�s las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas � (Jn 3, 19). Los textos evang�licos ense�an que el apego a las riquezas es un obst�culo para acoger el llamado a un seguimiento generoso y pleno de Jes�s. T�pico es, a este respecto, el caso del joven rico (cf. Mt 19, 16-22; Mc 10, 17-22; Lc 18, 18-23).

Encuentros personales y encuentros comunitarios

9. Algunos encuentros con Jes�s, narrados en los Evangelios, son claramente personales como, por ejemplo, las llamadas vocacionales (cf. Mt 4, 19; 9, 9; Mc 10, 21; Lc 9, 59). En ellos Jes�s trata con intimidad a sus interlocutores: � Rabb� �que quiere decir �Maestro�� �d�nde vives? � [...] � Venid y lo ver�is � (Jn 1, 38-39). Otras veces, en cambio, los encuentros tienen un car�cter comunitario. As� son, en concreto, los encuentros con los Ap�stoles, que tienen una importancia fundamental para la constituci�n de la Iglesia. En efecto, los Ap�stoles, elegidos por Jes�s de entre un grupo m�s amplio de disc�pulos (cf. Mc 3, 13-19; Lc 6, 12-16), son objeto de una formaci�n especial y de una comunicaci�n m�s �ntima. A la multitud Jes�s le habla en par�bolas que s�lo explica a los Doce: � Es que a vosotros se os ha dado a conocer los misterios del Reino de los Cielos, pero a ellos no � (Mt 13, 11). Los Ap�stoles est�n llamados a ser los anunciadores de la Buena Nueva y a desarrollar una misi�n especial para edificar la Iglesia con la gracia de los Sacramentos. Para este fin, reciben la potestad necesaria: les da el poder de perdonar los pecados apelando a la plenitud de ese mismo poder en el cielo y en la tierra que el Padre le ha dado (cf. Mt 28, 18). Ellos ser�n los primeros en recibir el don del Esp�ritu Santo (cf. Hch 2, 1-4), don que recibir�n m�s tarde quienes se incorporen a la Iglesia por los sacramentos de la iniciaci�n cristiana (cf. Hch 2, 38).

El encuentro con Cristo en el tiempo de la Iglesia

10. La Iglesia es el lugar donde los hombres, encontrando a Jes�s, pueden descubrir el amor del Padre: en efecto, el que ha visto a Jes�s ha visto al Padre (cf. Jn 14, 9). Jes�s, despu�s de su ascensi�n al cielo, act�a mediante la acci�n poderosa del Par�clito (cf. Jn 16, 7), que transforma a los creyentes d�ndoles la nueva vida. De este modo ellos llegan a ser capaces de amar con el mismo amor de Dios, � que ha sido derramado en nuestros corazones por el Esp�ritu Santo que se nos ha dado � (Rm 5, 5). La gracia divina prepara, adem�s, a los cristianos a ser agentes de la transformaci�n del mundo, instaurando en �l una nueva civilizaci�n, que mi predecesor Pablo VI llam� justamente � civilizaci�n del amor �.(15)

En efecto, � el Verbo de Dios, asumiendo en todo la naturaleza humana menos en el pecado (cf. Hb 4, 11), manifiesta el plan del Padre, de revelar a la persona humana el modo de llegar a la plenitud de su propia vocaci�n [...] As�, Jes�s no s�lo reconcilia al hombre con Dios, sino que lo reconcilia tambi�n consigo mismo, revel�ndole su propia naturaleza �.(16) Con estas palabras los Padres sinodales, en la l�nea del Concilio Vaticano II, han reafirmado que Jes�s es el camino a seguir para llegar a la plena realizaci�n personal, que culmina en el encuentro definitivo y eterno con Dios. � Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por m� � (Jn 14, 6). Dios nos � predestin� a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera �l el primog�nito entre muchos hermanos � (Rm 8, 29). Jesucristo es, pues, la respuesta definitiva a la pregunta sobre el sentido de la vida y a los interrogantes fundamentales que asedian tambi�n hoy a tantos hombres y mujeres del continente americano.

Por medio de Mar�a encontramos a Jes�s

11. Cuando naci� Jes�s, los magos de Oriente acudieron a Bel�n y � vieron al Ni�o con Mar�a su Madre � (Mt 2, 11). Al inicio de la vida p�blica, en las bodas de Can�, cuando el Hijo de Dios realiz� el primero de sus signos, suscitando la fe de los disc�pulos (Jn 2, 11), es Mar�a la que interviene y orienta a los servidores hacia su Hijo con estas palabras: � Haced lo que �l os diga � (Jn 2, 5). A este respecto, he escrito en otra ocasi�n: � La Madre de Cristo se presenta ante los hombres como portavoz de la voluntad del Hijo, indicadora de aquellas exigencias que deben cumplirse para que pueda manifestarse el poder salv�fico del Mes�as �.(17) Por eso, Mar�a es un camino seguro para encontrar a Cristo. La piedad hacia la Madre del Se�or, cuando es aut�ntica, anima siempre a orientar la propia vida seg�n el esp�ritu y los valores del Evangelio.

�C�mo no poner de relieve el papel que la Virgen tiene respecto a la Iglesia peregrina en Am�rica, en camino al encuentro con el Se�or? En efecto, la Sant�sima Virgen, � de manera especial, est� ligada al nacimiento de la Iglesia en la historia de [...] los pueblos de Am�rica, que por Mar�a llegaron al encuentro con el Se�or �.(18)

En todas las partes del Continente la presencia de la Madre de Dios ha sido muy intensa desde los d�as de la primera evangelizaci�n, gracias a la labor de los misioneros. En su predicaci�n, � el Evangelio ha sido anunciado presentando a la Virgen Mar�a como su realizaci�n m�s alta. Desde los or�genes �en su advocaci�n de Guadalupe� Mar�a constituy� el gran signo, de rostro maternal y misericordioso, de la cercan�a del Padre y de Cristo, con quienes ella nos invita a entrar en comuni�n �.(19)

La aparici�n de Mar�a al indio Juan Diego en la colina del Tepeyac, el a�o 1531, tuvo una repercusi�n decisiva para la evangelizaci�n.(20) Este influjo va m�s all� de los confines de la naci�n mexicana, alcanzando todo el Continente. Y Am�rica, que hist�ricamente ha sido y es crisol de pueblos, ha reconocido � en el rostro mestizo de la Virgen del Tepeyac, [...] en Santa Mar�a de Guadalupe, [...] un gran ejemplo de evangelizaci�n perfectamente inculturada �.(21) Por eso, no s�lo en el Centro y en el Sur, sino tambi�n en el Norte del Continente, la Virgen de Guadalupe es venerada como Reina de toda Am�rica.(22)

A lo largo del tiempo ha ido creciendo cada vez m�s en los Pastores y fieles la conciencia del papel desarrollado por la Virgen en la evangelizaci�n del Continente. En la oraci�n compuesta para la Asamblea Especial del S�nodo de los Obispos para Am�rica, Mar�a Sant�sima de Guadalupe es invocada como � Patrona de toda Am�rica y Estrella de la primera y de la nueva evangelizaci�n �. En este sentido, acojo gozoso la propuesta de los Padres sinodales de que el d�a 12 de diciembre se celebre en todo el Continente la fiesta de Nuestra Se�ora de Guadalupe, Madre y Evangelizadora de Am�rica.(23) Abrigo en mi coraz�n la firme esperanza de que ella, a cuya intercesi�n se debe el fortalecimiento de la fe de los primeros disc�pulos (cf. Jn 2, 11), gu�e con su intercesi�n maternal a la Iglesia en este Continente, alcanz�ndole la efusi�n del Esp�ritu Santo como en la Iglesia naciente (cf. Hch 1, 14), para que la nueva evangelizaci�n produzca un espl�ndido florecimiento de vida cristiana.

Lugares de encuentro con Cristo

12. Contando con el auxilio de Mar�a, la Iglesia en Am�rica desea conducir a los hombres y mujeres de este Continente al encuentro con Cristo, punto de partida para una aut�ntica conversi�n y para una renovada comuni�n y solidaridad. Este encuentro contribuir� eficazmente a consolidar la fe de muchos cat�licos, haciendo que madure en fe convencida, viva y operante.

Para que la b�squeda de Cristo presente en su Iglesia no se reduzca a algo meramente abstracto, es necesario mostrar los lugares y momentos concretos en los que, dentro de la Iglesia, es posible encontrarlo. La reflexi�n de los Padres sinodales a este respecto ha sido rica en sugerencias y observaciones.

Ellos han se�alado, en primer lugar, � la Sagrada Escritura le�da a la luz de la Tradici�n, de los Padres y del Magisterio, profundizada en la meditaci�n y la oraci�n �.(24) Se ha recomendado fomentar el conocimiento de los Evangelios, en los que se proclama, con palabras f�cilmente accesibles a todos, el modo como Jes�s vivi� entre los hombres. La lectura de estos textos sagrados, cuando se escucha con la misma atenci�n con que las multitudes escuchaban a Jes�s en la ladera del monte de las Bienaventuranzas o en la orilla del lago de Tiber�ades mientras predicaba desde la barca, produce verdaderos frutos de conversi�n del coraz�n.

Un segundo lugar para el encuentro con Jes�s es la sagrada Liturgia.(25) Al Concilio Vaticano II debemos una riqu�sima exposici�n de las m�ltiples presencias de Cristo en la Liturgia, cuya importancia debe llevar a hacer de ello objeto de una constante predicaci�n: Cristo est� presente en el celebrante que renueva en el altar el mismo y �nico sacrificio de la Cruz; est� presente en los Sacramentos en los que act�a su fuerza eficaz. Cuando se proclama su palabra, es �l mismo quien nos habla. Est� presente adem�s en la comunidad, en virtud de su promesa: � Donde est�n dos o tres reunidos en mi nombre, all� estoy yo en medio de ellos � (Mt 18, 20). Est� presente � sobre todo bajo las especies eucar�sticas �.(26) Mi predecesor Pablo VI crey� necesario explicar la singularidad de la presencia real de Cristo en la Eucarist�a, que � se llama �real� no por exclusi�n, como si las otras presencias no fueran �reales�, sino por antonomasia, porque es substancial �.(27) Bajo las especies de pan y vino, � Cristo todo entero est� presente en su �realidad f�sica� a�n corporalmente �.(28)

La Escritura y la Eucarist�a, como lugares de encuentro con Cristo, est�n sugeridas en el relato de la aparici�n del Resucitado a los dos disc�pulos de Ema�s. Adem�s, el texto del Evangelio sobre el juicio final (cf. Mt 25, 31-46), en el que se afirma que seremos juzgados sobre el amor a los necesitados, en quienes misteriosamente est� presente el Se�or Jes�s, indica que no se debe descuidar un tercer lugar de encuentro con Cristo: � Las personas, especialmente los pobres, con los que Cristo se identifica �.(29) Como recordaba el Papa Pablo VI, al clausurar el Concilio Vaticano II, � en el rostro de cada hombre, especialmente si se ha hecho transparente por sus l�grimas y por sus dolores, podemos y debemos reconocer el rostro de Cristo (cf. Mt 25, 40), el Hijo del hombre �.(30)

CAPITULO II

EL ENCUENTRO CON JESUCRISTO
EN EL HOY DE AMERICA

� A quien se le dio mucho, se le reclamar� mucho � (Lc 12, 48)

Situaci�n de los hombres y mujeres de Am�rica
y su encuentro con el Se�or

13. En los Evangelios se narran encuentros con Cristo de personas en situaciones muy diferentes. A veces se trata de situaciones de pecado, que dejan entrever la necesidad de la conversi�n y del perd�n del Se�or. En otras circunstancias se dan actitudes positivas de b�squeda de la verdad, de aut�ntica confianza en Jes�s, que llevan a establecer una relaci�n de amistad con �l, y que estimulan el deseo de imitarlo. No pueden olvidarse tampoco los dones con los que el Se�or prepara a algunos para un encuentro posterior. As� Dios, haciendo a Mar�a � llena de gracia � (Lc 1, 28) desde el primer momento, la prepar� para que en ella tuviera lugar el m�s importante encuentro divino con la naturaleza humana: el misterio inefable de la Encarnaci�n.

Como los pecados y las virtudes sociales no existen en abstracto, sino que son el resultado de actos personales,(31) es necesario tener presente que Am�rica es hoy una realidad compleja, fruto de las tendencias y modos de proceder de los hombres y mujeres que lo habitan. En esta situaci�n real y concreta es donde ellos han de encontrarse con Jes�s.

Identidad cristiana de Am�rica

14. El mayor don que Am�rica ha recibido del Se�or es la fe, que ha ido forjando su identidad cristiana. Hace ya m�s de quinientos a�os que el nombre de Cristo comenz� a ser anunciado en el Continente. Fruto de la evangelizaci�n, que ha acompa�ado los movimientos migratorios desde Europa, es la fisonom�a religiosa americana, impregnada de los valores morales que, si bien no siempre se han vivido coherentemente y en ocasiones se han puesto en discusi�n, pueden considerarse en cierto modo patrimonio de todos los habitantes de Am�rica, incluso de quienes no se identifican con ellos. Es claro que la identidad cristiana de Am�rica no puede considerarse como sin�nimo de identidad cat�lica. La presencia de otras confesiones cristianas en grado mayor o menor en diferentes partes de Am�rica, hace especialmente urgente el compromiso ecum�nico, para buscar la unidad entre todos los creyentes en Cristo.(32)

Frutos de santidad

15. La expresi�n y los mejores frutos de la identidad cristiana de Am�rica son sus santos. En ellos, el encuentro con Cristo vivo � es tan profundo y comprometido [...] que se convierte en fuego que lo consume todo, e impulsa a construir su Reino, a hacer que �l y la nueva alianza sean el sentido y el alma de [...] la vida personal y comunitaria �.(33) Am�rica ha visto florecer los frutos de la santidad desde los comienzos de su evangelizaci�n. Este es el caso de santa Rosa de Lima (1586-1617), � la primera flor de santidad en el Nuevo Mundo �, proclamada patrona principal de Am�rica en 1670 por el Papa Clemente X.(34) Despu�s de ella, el santoral americano se ha ido incrementando hasta alcanzar su amplitud actual.(35) Las beatificaciones y canonizaciones, con las que no pocos hijos e hijas del Continente han sido elevados al honor de los altares, ofrecen modelos heroicos de vida cristiana en la diversidad de estados de vida y de ambientes sociales. La Iglesia, al beatificarlos o canonizarlos, ve en ellos a poderosos intercesores unidos a Jesucristo, sumo y eterno Sacerdote, mediador entre Dios y los hombres. Los Beatos y Santos de Am�rica acompa�an con solicitud fraterna a los hombres y mujeres de su tierra que, entre gozos y sufrimientos, caminan hacia el encuentro definitivo con el Se�or.(36) Para fomentar cada vez m�s su imitaci�n y para que los fieles recurran de una manera m�s frecuente y fructuosa a su intercesi�n, considero muy oportuna la propuesta de los Padres sinodales de preparar � una colecci�n de breves biograf�as de los Santos y Beatos americanos. Esto puede iluminar y estimular en Am�rica la respuesta a la vocaci�n universal a la santidad �.(37)

Entre sus Santos, � la historia de la evangelizaci�n de Am�rica reconoce numerosos m�rtires, varones y mujeres, tanto Obispos, como presb�teros, religiosos y laicos, que con su sangre regaron [...] [estas] naciones. Ellos, como nube de testigos (cf. Hb 12, 1), nos estimulan para que asumamos hoy, sin temor y ardorosamente, la nueva evangelizaci�n �.(38) Es necesario que sus ejemplos de entrega sin l�mites a la causa del Evangelio sean no s�lo preservados del olvido, sino m�s conocidos y difundidos entre los fieles del Continente. Al respecto, escrib�a en la Tertio millennio adveniente: � Las Iglesias locales hagan todo lo posible por no perder el recuerdo de quienes han sufrido el martirio, recogiendo para ello la documentaci�n necesaria �.(39)

La piedad popular

16. Una caracter�stica peculiar de Am�rica es la existencia de una piedad popular profundamente enraizada en sus diversas naciones. Est� presente en todos los niveles y sectores sociales, revistiendo una especial importancia como lugar de encuentro con Cristo para todos aquellos que con esp�ritu de pobreza y humildad de coraz�n buscan sinceramente a Dios (cf. Mt 11, 25). Las expresiones de esta piedad son numerosas: � Las peregrinaciones a los santuarios de Cristo, de la Sant�sima Virgen y de los santos, la oraci�n por las almas del purgatorio, el uso de sacramentales (agua, aceite, cirios...). �stas y tantas otras expresiones de la piedad popular ofrecen oportunidad para que los fieles encuentren a Cristo viviente �.(40) Los Padres sinodales han subrayado la urgencia de descubrir, en las manifestaciones de la religiosidad popular, los verdaderos valores espirituales, para enriquecerlos con los elementos de la genuina doctrina cat�lica, a fin de que esta religiosidad lleve a un compromiso sincero de conversi�n y a una experiencia concreta de caridad.(41) La piedad popular, si est� orientada convenientemente, contribuye tambi�n a acrecentar en los fieles la conciencia de pertenecer a la Iglesia, alimentando su fervor y ofreciendo as� una respuesta v�lida a los actuales desaf�os de la secularizaci�n.(42)

Ya que en Am�rica la piedad popular es expresi�n de la inculturaci�n de la fe cat�lica y muchas de sus manifestaciones han asumido formas religiosas aut�ctonas, es oportuno destacar la posibilidad de sacar de ellas, con clarividente prudencia, indicaciones v�lidas para una mayor inculturaci�n del Evangelio.(43) Ello es especialmente importante entre las poblaciones ind�genas, para que � las semillas del Verbo � presentes en sus culturas lleguen a su plenitud en Cristo.(44) Lo mismo debe decirse de los americanos de origen africano. La Iglesia � reconoce que tiene la obligaci�n de acercarse a estos americanos a partir de su cultura, considerando seriamente las riquezas espirituales y humanas de esta cultura que marca su modo de celebrar el culto, su sentido de alegr�a y de solidaridad, su lengua y sus tradiciones �.(45)

Presencia cat�lico-oriental en Am�rica

17. La inmigraci�n a Am�rica es casi una constante de su historia desde los comienzos de la evangelizaci�n hasta nuestros d�as. Dentro de este complejo fen�meno debe se�alarse que, en los �ltimos tiempos, diversas regiones de Am�rica han acogido a numerosos miembros de las Iglesias cat�licas orientales que, por diversas causas, han abandonado sus territorios de origen. Un primer movimiento migratorio proced�a, sobre todo, de Ucrania occidental; posteriormente se ha extendido a las naciones del Medio Oriente. De este modo, ha sido necesaria pastoralmente la creaci�n de una jerarqu�a cat�lica oriental para estos fieles inmigrantes y para sus descendientes. Las normas emanadas por el Concilio Vaticano II, que los Padres sinodales han recordado, reconocen que las Iglesias orientales � tienen derecho y obligaci�n de regirse seg�n sus respectivas disciplinas peculiares �, ya que tienen la misi�n de dar testimonio de una antiqu�sima tradici�n doctrinal, lit�rgica y mon�stica. Por otra parte, dichas Iglesias deben conservar sus propias disciplinas, ya que �stas � son m�s adaptadas a las costumbres de sus fieles y resultan m�s adecuadas para procurar el bien de las almas �.(46) Si la Comunidad eclesial universal necesita la sinergia entre las Iglesias particulares de Oriente y de Occidente para poder respirar con sus dos pulmones, en la esperanza de lograr hacerlo plenamente a trav�s de la perfecta comuni�n entre la Iglesia cat�lica y las orientales separadas,(47) hay que alegrarse por la reciente implantaci�n de Iglesias orientales junto a las latinas, establecidas all� desde el principio, porque de este modo puede manifestarse mejor la catolicidad de la Iglesia del Se�or.(48)

La Iglesia en el campo de la educaci�n y de la acci�n social

18. Entre los factores que favorecen la influencia de la Iglesia en la formaci�n cristiana de los americanos, debe se�alarse su amplia presencia en el campo de la educaci�n y, de modo especial, en el mundo universitario. Las numerosas Universidades cat�licas diseminadas por el Continente son un rasgo caracter�stico de la vida eclesial en Am�rica. As� mismo, en la ense�anza primaria y secundaria el alto n�mero de escuelas cat�licas ofrece la posibilidad de una acci�n evangelizadora de alcance muy amplio, siempre que vaya acompa�ada por una decidida voluntad de impartir una educaci�n verdaderamente cristiana.(49)

Otro campo importante en el que la Iglesia est� presente en toda Am�rica es el de la asistencia caritativa y social. Las m�ltiples iniciativas para la atenci�n de los ancianos, los enfermos y de cuantos est�n necesitados de auxilio en asilos, hospitales, dispensarios, comedores gratuitos y otros centros sociales, son testimonio palpable del amor preferencial por los pobres que la Iglesia en Am�rica lleva adelante movida por el amor a su Se�or y consciente de que � Jes�s se ha identificado con ellos (cf. Mt 25, 31-46) �.(50) En esta tarea, que no conoce fronteras, la Iglesia ha sabido crear una conciencia de solidaridad concreta entre las diversas comunidades del Continente y del mundo entero, manifestando as� la fraternidad que debe caracterizar a los cristianos de todo tiempo y lugar.

El servicio a los pobres, para que sea evang�lico y evangelizador, ha de ser fiel reflejo de la actitud de Jes�s, que vino � para anunciar a los pobres la Buena Nueva � (Lc 4, 18). Realizado con este esp�ritu, llega a ser manifestaci�n del amor infinito de Dios por todos los hombres y un modo elocuente de transmitir la esperanza de salvaci�n que Cristo ha tra�do al mundo, y que resplandece de manera particular cuando es comunicada a los abandonados y desechados de la sociedad.

Esta constante dedicaci�n a los pobres y desheredados se refleja en el Magisterio social de la Iglesia, que no se cansa de invitar a la comunidad cristiana a comprometerse en la superaci�n de toda forma de explotaci�n y opresi�n. En efecto, se trata no s�lo de aliviar las necesidades m�s graves y urgentes mediante acciones individuales y espor�dicas, sino de poner de relieve las ra�ces del mal, proponiendo intervenciones que den a las estructuras sociales, pol�ticas y econ�micas una configuraci�n m�s justa y solidaria.

Creciente respeto de los derechos humanos

19. En el �mbito civil, pero con implicaciones morales inmediatas, debe se�alarse entre los aspectos positivos de la Am�rica actual la creciente implantaci�n en todo el Continente de sistemas pol�ticos democr�ticos y la progresiva reducci�n de reg�menes dictatoriales. La Iglesia ve con agrado esta evoluci�n, en la medida en que esto favorezca cada vez m�s un evidente respeto de los derechos de cada uno, incluidos los del procesado y del reo, respecto a los cuales no es leg�timo el recurso a m�todos de detenci�n y de interrogatorio �pienso concretamente en la tortura� lesivos de la dignidad humana. En efecto, � el Estado de Derecho es la condici�n necesaria para establecer una verdadera democracia �.(51)

Por otra parte, la existencia de un Estado de Derecho implica en los ciudadanos y, m�s a�n, en la clase dirigente el convencimiento de que la libertad no puede estar desvinculada de la verdad.(52) En efecto, � los graves problemas que amenazan la dignidad de la persona humana, la familia, el matrimonio, la educaci�n, la econom�a y las condiciones de trabajo, la calidad de la vida y la vida misma, proponen la cuesti�n del Derecho �.(53) Los Padres sinodales han subrayado con raz�n que � los derechos fundamentales de la persona humana est�n inscritos en su misma naturaleza, son queridos por Dios y, por tanto, exigen su observancia y aceptaci�n universal. Ninguna autoridad humana puede transgredirlos apelando a la mayor�a o a los consensos pol�ticos, con el pretexto de que as� se respetan el pluralismo y la democracia. Por ello, la Iglesia debe comprometerse en formar y acompa�ar a los laicos que est�n presentes en los �rganos legislativos, en el gobierno y en la administraci�n de la justicia, para que las leyes expresen siempre los principios y los valores morales que sean conformes con una sana antropolog�a y que tengan presente el bien com�n �.(54)

El fen�meno de la globalizaci�n

20. Una caracter�stica del mundo actual es la tendencia a la globalizaci�n, fen�meno que, aun no siendo exclusivamente americano, es m�s perceptible y tiene mayores repercusiones en Am�rica. Se trata de un proceso que se impone debido a la mayor comunicaci�n entre las diversas partes del mundo, llevando pr�cticamente a la superaci�n de las distancias, con efectos evidentes en campos muy diversos.

Desde el punto de vista �tico, puede tener una valoraci�n positiva o negativa. En realidad, hay una globalizaci�n econ�mica que trae consigo ciertas consecuencias positivas, como el fomento de la eficiencia y el incremento de la producci�n, y que, con el desarrollo de las relaciones entre los diversos pa�ses en lo econ�mico, puede fortalecer el proceso de unidad de los pueblos y realizar mejor el servicio a la familia humana. Sin embargo, si la globalizaci�n se rige por las meras leyes del mercado aplicadas seg�n las conveniencias de los poderosos, lleva a consecuencias negativas. Tales son, por ejemplo, la atribuci�n de un valor absoluto a la econom�a, el desempleo, la disminuci�n y el deterioro de ciertos servicios p�blicos, la destrucci�n del ambiente y de la naturaleza, el aumento de las diferencias entre ricos y pobres, y la competencia injusta que coloca a las naciones pobres en una situaci�n de inferioridad cada vez m�s acentuada.(55) La Iglesia, aunque reconoce los valores positivos que la globalizaci�n comporta, mira con inquietud los aspectos negativos derivados de ella.

�Y qu� decir de la globalizaci�n cultural producida por la fuerza de los medios de comunicaci�n social? �stos imponen nuevas escalas de valores por doquier, a menudo arbitrarios y en el fondo materialistas, frente a los cuales es muy dif�cil mantener viva la adhesi�n a los valores del Evangelio.

La urbanizaci�n creciente

21. El fen�meno de la urbanizaci�n contin�a creciendo tambi�n en Am�rica. Desde hace algunos lustros el Continente est� viviendo un �xodo constante del campo a la ciudad. Se trata de un fen�meno complejo, ya descrito por mi predecesor Pablo VI.(56) Las causas de este fen�meno son varias, pero entre ellas sobresale principalmente la pobreza y el subdesarrollo de las zonas rurales, donde con frecuencia faltan los servicios, las comunicaciones, las estructuras educativas y sanitarias. La ciudad, adem�s, con las caracter�sticas de diversi�n y bienestar con que no pocas veces la presentan los medios de comunicaci�n social, ejerce un atractivo especial para las gentes sencillas del campo.

La frecuente falta de planificaci�n en este proceso acarrea muchos males. Como han se�alado los Padres sinodales, � en ciertos casos, algunas partes de las ciudades son como islas en las que se acumula la violencia, la delincuencia juvenil y la atm�sfera de desesperaci�n �.(57) El fen�meno de la urbanizaci�n presenta asimismo grandes desaf�os a la acci�n pastoral de la Iglesia, que ha de hacer frente al desarraigo cultural, la p�rdida de costumbres familiares y al alejamiento de las propias tradiciones religiosas, que no pocas veces lleva al naufragio de la fe, privada de aquellas manifestaciones que contribu�an a sostenerla.

Evangelizar la cultura urbana es, pues, un reto apremiante para la Iglesia, que as� como supo evangelizar la cultura rural durante siglos, est� hoy llamada a llevar a cabo una evangelizaci�n urbana met�dica y capilar mediante la catequesis, la liturgia y las propias estructuras pastorales.(58)

El peso de la deuda externa

22. Los Padres sinodales han manifestado su preocupaci�n por la deuda externa que afecta a muchas naciones americanas, expresando de este modo su solidaridad con las mismas. Ellos llaman justamente la atenci�n de la opini�n p�blica sobre la complejidad del tema, reconociendo � que la deuda es frecuentemente fruto de la corrupci�n y de la mala administraci�n �.(59) En el esp�ritu de la reflexi�n sinodal, este reconocimiento no pretende concentrar en un s�lo polo las responsabilidades de un fen�meno que es sumamente complejo en su origen y en sus soluciones.(60)

En efecto, entre las m�ltiples causas que han llevado a una deuda externa abrumadora deben se�alarse no s�lo los elevados intereses, fruto de pol�ticas financieras especulativas, sino tambi�n la irresponsabilidad de algunos gobernantes que, al contraer la deuda, no reflexionaron suficientemente sobre las posibilidades reales de pago, con el agravante de que sumas ingentes obtenidas mediante pr�stamos internacionales se han destinado a veces al enriquecimiento de personas concretas, en vez de ser dedicadas a sostener los cambios necesarios para el desarrollo del pa�s. Por otra parte, ser�a injusto que las consecuencias de estas decisiones irresponsables pesaran sobre quienes no las tomaron. La gravedad de la situaci�n es a�n m�s comprensible, si se tiene en cuenta que � ya el mero pago de los intereses es un peso sobre la econom�a de las naciones pobres, que quita a las autoridades la disponibilidad del dinero necesario para el desarrollo social, la educaci�n, la sanidad y la instituci�n de un dep�sito para crear trabajo �.(61)

La corrupci�n

23. La corrupci�n, frecuentemente presente entre las causas de la agobiante deuda externa, es un problema grave que debe ser considerado atentamente. La corrupci�n � sin guardar l�mites, afecta a las personas, a las estructuras p�blicas y privadas de poder y a las clases dirigentes �. Se trata de una situaci�n que � favorece la impunidad y el enriquecimiento il�cito, la falta de confianza con respecto a las instituciones pol�ticas, sobre todo en la administraci�n de la justicia y en la inversi�n p�blica, no siempre clara, igual y eficaz para todos �.(62)

A este prop�sito, deseo recordar cuanto escrib� en el Mensaje para la Jornada mundial de la Paz de 1998, que la lacra de la corrupci�n ha de ser denunciada y combatida con valent�a por quienes detentan la autoridad y con la � colaboraci�n generosa de todos los ciudadanos, sostenidos por una fuerte conciencia moral �.(63) Los adecuados organismos de control y la transparencia de las transacciones econ�micas y financieras previenen ulteriormente y evitan en muchos casos que se extienda la corrupci�n, cuyas consecuencias nefastas recaen principalmente sobre los m�s pobres y desvalidos. Son adem�s los pobres los primeros en sufrir los retrasos, la ineficiencia, la ausencia de una defensa adecuada y las carencias estructurales, cuando la administraci�n de la justicia es corrupta.

Comercio y consumo de drogas

24. El comercio y el consumo de drogas son una seria amenaza para las estructuras sociales de las naciones en Am�rica. Esto � contribuye a los cr�menes y a la violencia, a la destrucci�n de la vida familiar, a la destrucci�n f�sica y emocional de muchos individuos y comunidades, sobre todo entre los j�venes. Corroe la dimensi�n �tica del trabajo y contribuye a aumentar el n�mero de personas en las c�rceles, en una palabra, a la degradaci�n de la persona en cuanto creada a imagen de Dios �.(64) Este nefasto comercio lleva tambi�n � a destruir gobiernos, corroyendo la seguridad econ�mica y la estabilidad de las naciones �.(65) Estamos ante uno de los desaf�os m�s apremiantes a los que deben enfrentarse muchas naciones del mundo. En efecto, es un desaf�o que hipoteca gran parte de los logros obtenidos en los �ltimos tiempos para el progreso de la humanidad. Para algunas naciones de Am�rica, la producci�n, el tr�fico y el consumo de drogas son factores que comprometen su prestigio internacional, porque limitan su credibilidad y dificultan la deseada colaboraci�n con otros pa�ses, tan necesaria en nuestros d�as para el desarrollo arm�nico de cada pueblo.

Preocupaci�n por la ecolog�a

25. � Y vio Dios que estaba bien � (Gn 1, 25). Estas palabras que leemos en el primer cap�tulo del Libro del G�nesis, muestran el sentido de la obra realizada por �l. El Creador conf�a al hombre, coronaci�n de toda la obra de la creaci�n, el cuidado de la tierra (cf. Gn 2, 15). De aqu� surgen obligaciones muy concretas para cada persona relativas a la ecolog�a. Su cumplimiento supone la apertura a una perspectiva espiritual y �tica, que supere las actitudes y � los estilos de vida conducidos por el ego�smo que llevan al agotamiento de los recursos naturales �.(66)

Incluso en este sector, hoy tan actual, es muy importante la intervenci�n de los creyentes. Es necesaria la colaboraci�n de todos los hombres de buena voluntad con las instancias legislativas y de gobierno para conseguir una protecci�n eficaz del medio ambiente, considerado como don de Dios. �Cu�ntos abusos y da�os ecol�gicos se dan tambi�n en muchas regiones americanas! Baste pensar en la emisi�n incontrolada de gases nocivos o en el dram�tico fen�meno de los incendios forestales, provocados a veces intencionadamente por personas movidas por intereses ego�stas. Estas devastaciones pueden conducir a una verdadera desertizaci�n de no pocas zonas de Am�rica, con las inevitables secuelas de hambre y miseria. El problema se plantea, con especial intensidad, en la selva amaz�nica, inmenso territorio que abarca varias naciones: del Brasil a la Guayana, a Surinam, Venezuela, Colombia, Ecuador, Per� y Bolivia.(67) Es uno de los espacios naturales m�s apreciados en el mundo por su diversidad biol�gica, siendo vital para el equilibrio ambiental de todo el planeta.

CAP�TULO III

CAMINO DE CONVERSI�N

� Arrepent�os, pues, y convert�os � (Hch 3, 19)

Urgencia del llamado a la conversi�n

26. � El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios est� cerca; convert�os y creed en la Buena Nueva � (Mc 1, 15). Estas palabras de Jes�s, con las que comenz� su ministerio en Galilea, deben seguir resonando en los o�dos de los Obispos, presb�teros, di�conos, personas consagradas y fieles laicos de toda Am�rica. Tanto la reciente celebraci�n del V Centenario del comienzo de la evangelizaci�n de Am�rica, como la conmemoraci�n de los 2000 a�os del Nacimiento de Jes�s, el gran Jubileo que nos disponemos a celebrar, son una llamada a profundizar en la propia vocaci�n cristiana. La grandeza del acontecimiento de la Encarnaci�n y la gratitud por el don del primer anuncio del Evangelio en Am�rica invitan a responder con prontitud a Cristo con una conversi�n personal m�s decidida y, al mismo tiempo, estimulan a una fidelidad evang�lica cada vez m�s generosa. La exhortaci�n de Cristo a convertirse resuena tambi�n en la del Ap�stol: � Es ya hora de levantaros del sue�o, que la salvaci�n est� m�s cerca de nosotros que cuando abrazamos la fe � (Rm 13, 11). El encuentro con Jes�s vivo, mueve a la conversi�n.

Para hablar de conversi�n, el Nuevo Testamento utiliza la palabra metanoia, que quiere decir cambio de mentalidad. No se trata s�lo de un modo distinto de pensar a nivel intelectual, sino de la revisi�n del propio modo de actuar a la luz de los criterios evang�licos. A este respecto, san Pablo habla de � la fe que act�a por la caridad � (Ga 5, 6). Por ello, la aut�ntica conversi�n debe prepararse y cultivarse con la lectura orante de la Sagrada Escritura y la recepci�n de los sacramentos de la Reconciliaci�n y la Eucarist�a. La conversi�n conduce a la comuni�n fraterna, porque ayuda a comprender que Cristo es la cabeza de la Iglesia, su Cuerpo m�stico; mueve a la solidaridad, porque nos hace conscientes de que lo que hacemos a los dem�s, especialmente a los m�s necesitados, se lo hacemos a Cristo. La conversi�n favorece, por tanto, una vida nueva, en la que no haya separaci�n entre la fe y las obras en la respuesta cotidiana a la universal llamada a la santidad. Superar la divisi�n entre fe y vida es indispensable para que se pueda hablar seriamente de conversi�n. En efecto, cuando existe esta divisi�n, el cristianismo es s�lo nominal. Para ser verdadero disc�pulo del Se�or, el creyente ha de ser testigo de la propia fe, pues � el testigo no da s�lo testimonio con las palabras, sino con su vida �.(68) Hemos de tener presentes las palabras de Jes�s: � No todo el que me diga: �Se�or, Se�or�, entrar� en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial � (Mt 7, 21). La apertura a la voluntad del Padre supone una disponibilidad total, que no excluye ni siquiera la entrega de la propia vida: � El m�ximo testimonio es el martirio �.(69)

Dimensi�n social de la conversi�n

27. La conversi�n no es completa si falta la conciencia de las exigencias de la vida cristiana y no se pone esfuerzo en llevarlas a cabo. A este respecto, los Padres sinodales han se�alado que, por desgracia, � existen grandes carencias de orden personal y comunitario con respecto a una conversi�n m�s profunda y con respecto a las relaciones entre los ambientes, las instituciones y los grupos en la Iglesia �.(70) � Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve � (1 Jn 4, 20).

La caridad fraterna implica una preocupaci�n por todas las necesidades del pr�jimo. � Si alguno que posee bienes de la tierra, ve a su hermano padecer necesidad y le cierra su coraz�n, �c�mo puede permanecer en �l el amor de Dios? � (1 Jn 3, 17). Por ello, convertirse al Evangelio para el Pueblo cristiano que vive en Am�rica, significa revisar � todos los ambientes y dimensiones de su vida, especialmente todo lo que pertenece al orden social y a la obtenci�n del bien com�n �.(71) De modo particular convendr� � atender a la creciente conciencia social de la dignidad de cada persona y, por ello, hay que fomentar en la comunidad la solicitud por la obligaci�n de participar en la acci�n pol�tica seg�n el Evangelio �.(72) No obstante, ser� necesario tener presente que la actividad en el �mbito pol�tico forma parte de la vocaci�n y acci�n de los fieles laicos.(73)

A este prop�sito, sin embargo, es de suma importancia, sobre todo en una sociedad pluralista, tener un recto concepto de las relaciones entre la comunidad pol�tica y la Iglesia, y distinguir claramente entre las acciones que los fieles, aislada o asociadamente, llevan a cabo a t�tulo personal, como ciudadanos, de acuerdo con su conciencia cristiana, y las acciones que realizan en nombre de la Iglesia, en comuni�n con sus Pastores. � La Iglesia, que por raz�n de su misi�n y de su competencia no se confunde en modo alguno con la comunidad pol�tica ni est� ligada a sistema pol�tico alguno, es a la vez signo y salvaguardia del car�cter trascendente de la persona humana �.(74)

Conversi�n permanente

28. La conversi�n en esta tierra nunca es una meta plenamente alcanzada: en el camino que el disc�pulo est� llamado a recorrer siguiendo a Jes�s, la conversi�n es un empe�o que abarca toda la vida. Por otro lado, mientras estamos en este mundo, nuestro prop�sito de conversi�n se ve constantemente amenazado por las tentaciones. Desde el momento en que � nadie puede servir a dos se�ores � (Mt 6, 24), el cambio de mentalidad (metanoia) consiste en el esfuerzo de asimilar los valores evang�licos que contrasta con las tendencias dominantes en el mundo. Es necesario, pues, renovar constantemente � el encuentro con Jesucristo vivo �, camino que, como han se�alado los Padres sinodales, � nos conduce a la conversi�n permanente �.(75)

El llamado universal a la conversi�n adquiere matices particulares para la Iglesia en Am�rica, comprometida tambi�n en la renovaci�n de la propia fe. Los Padres sinodales han formulado as� esta tarea concreta y exigente: � Esta conversi�n exige especialmente de nosotros Obispos una aut�ntica identificaci�n con el estilo personal de Jesucristo, que nos lleva a la sencillez, a la pobreza, a la cercan�a, a la carencia de ventajas, para que, como �l, sin colocar nuestra confianza en los medios humanos, saquemos, de la fuerza del Esp�ritu, y de la Palabra, toda la eficacia del Evangelio, permaneciendo primariamente abiertos a aquellos que est�n sumamente lejanos y excluidos �.(76) Para ser Pastores seg�n el coraz�n de Dios (cf. Jr 3, 15), es indispensable asumir un modo de vivir que nos asemeje a Aqu�l que dijo de s� mismo: � Yo soy el buen pastor � (Jn 10, 11), y que san Pablo evoca al escribir: � Sed mis imitadores, como lo soy de Cristo � (1 Co 11, 1).

Guiados por el Esp�ritu Santo hacia nuevo estilo de vida

29. La propuesta de un nuevo estilo de vida no es s�lo para los Pastores, sino m�s bien para todos los cristianos que viven en Am�rica. A todos se les pide que profundicen y asuman la aut�ntica espiritualidad cristiana. � En efecto, espiritualidad es un estilo o forma de vivir seg�n las exigencias cristianas, la cual es �la vida en Cristo� y �en el Esp�ritu�, que se acepta por la fe, se expresa por el amor y, en esperanza, es conducida a la vida dentro de la comunidad eclesial �.(77) En este sentido, por espiritualidad, que es la meta a la que conduce la conversi�n, se entiende no � una parte de la vida, sino la vida toda guiada por el Esp�ritu Santo �.(78) Entre los elementos de espiritualidad que todo cristiano tiene que hacer suyos sobresale la oraci�n. �sta lo � conducir� poco a poco a adquirir una mirada contemplativa de la realidad, que le permitir� reconocer a Dios siempre y en todas las cosas; contemplarlo en todas las personas; buscar su voluntad en los acontecimientos �.(79)

La oraci�n tanto personal como lit�rgica es un deber de todo cristiano. � Jesucristo, evangelio del Padre, nos advierte que sin �l no podemos hacer nada (cf. Jn 15, 5). �l mismo en los momentos decisivos de su vida, antes de actuar, se retiraba a un lugar solitario para entregarse a la oraci�n y la contemplaci�n, y pidi� a los Ap�stoles que hicieran lo mismo �.(80) A sus disc�pulos, sin excepci�n, el Se�or recuerda: � Entra en tu aposento y, despu�s de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que est� all�, en lo secreto � (Mt 6, 6). Esta vida intensa de oraci�n debe adaptarse a la capacidad y condici�n de cada cristiano, de modo que en las diversas situaciones de su vida pueda volver siempre � a la fuente de su encuentro con Jesucristo para beber el �nico Esp�ritu (1 Co 12, 13) �.(81) En este sentido, la dimensi�n contemplativa no es un privilegio de unos cuantos en la Iglesia; al contrario, en las parroquias, en las comunidades y en los movimientos se ha de promover una espiritualidad abierta y orientada a la contemplaci�n de las verdades fundamentales de la fe: los misterios de la Trinidad, de la Encarnaci�n del Verbo, de la Redenci�n de los hombres, y las otras grandes obras salv�ficas de Dios.(82)

Los hombres y mujeres dedicados exclusivamente a la contemplaci�n tienen una misi�n fundamental en la Iglesia que est� en Am�rica. Ellos son, seg�n expresi�n del Concilio Vaticano II, � honor de la Iglesia y hontanar de gracias celestes �.(83) Por ello, los monasterios, diseminados a lo largo y ancho del Continente, han de ser � objeto de peculiar amor por parte de los Pastores, los cuales est�n plenamente persuadidos de que las almas entregadas a la vida contemplativa obtienen gracia abundante por la oraci�n, la penitencia y la contemplaci�n, a las que consagran su vida. Los contemplativos deben ser conscientes de que est�n integrados en la misi�n de la Iglesia en el tiempo presente y que, con el testimonio de la propia vida, cooperan al bien espiritual de los fieles, ayudando as� para que busquen el rostro de Dios en la vida diaria �.(84)

La espiritualidad cristiana se alimenta ante todo de una vida sacramental asidua, por ser los Sacramentos ra�z y fuente inagotable de la gracia de Dios, necesaria para sostener al creyente en su peregrinaci�n terrena. Esta vida ha de estar integrada con los valores de su piedad popular, los cuales a su vez se ver�n enriquecidos por la pr�ctica sacramental y libres del peligro de degenerar en mera rutina. Por otra parte, la espiritualidad no se contrapone a la dimensi�n social del compromiso cristiano. Al contrario, el creyente, a trav�s de un camino de oraci�n, se hace m�s consciente de las exigencias del Evangelio y de sus obligaciones con los hermanos, alcanzando la fuerza de la gracia indispensable para perseverar en el bien. Para madurar espiritualmente, el cristiano debe recurrir al consejo de los ministros sagrados o de otras personas expertas en este campo mediante la direcci�n espiritual, pr�ctica tradicionalmente presente en la Iglesia. Los Padres sinodales han cre�do necesario recomendar a los sacerdotes este ministerio de tanta importancia.(85)

Vocaci�n universal a la santidad

30. � Sed santos, porque yo, el Se�or, vuestro Dios, soy santo � (Lv 19, 2). La Asamblea Especial del S�nodo de los Obispos para Am�rica ha querido recordar con vigor a todos los cristianos la importancia de la doctrina de la vocaci�n universal a la santidad en la Iglesia.(86) Se trata de uno de los puntos centrales de la Constituci�n dogm�tica sobre la Iglesia del Concilio Vaticano II.(87) La santidad es la meta del camino de conversi�n, pues �sta � no es fin en s� misma, sino proceso hacia Dios, que es santo. Ser santos es imitar a Dios y glorificar su nombre en las obras que realizamos en nuestra vida (cf. Mt 5, 16) �.(88) En el camino de la santidad Jesucristo es el punto de referencia y el modelo a imitar: �l es � el Santo de Dios y fue reconocido como tal (cf. Mc 1, 24). �l mismo nos ense�a que el coraz�n de la santidad es el amor, que conduce incluso a dar la vida por los otros (cf. Jn 15, 13). Por ello, imitar la santidad de Dios, tal y como se ha manifestado en Jesucristo, su Hijo, no es otra cosa que prolongar su amor en la historia, especialmente con respecto a los pobres, enfermos e indigentes (cf. Lc 10, 25ss) �.(89)

Jes�s, el �nico camino para la santidad

31. � Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida � (Jn 14, 6). Con estas palabras Jes�s se presenta como el �nico camino que conduce a la santidad. Pero el conocimiento concreto de este itinerario se obtiene principalmente mediante la Palabra de Dios que la Iglesia anuncia con su predicaci�n. Por ello, la Iglesia en Am�rica � debe conceder una gran prioridad a la reflexi�n orante sobre la Sagrada Escritura, realizada por todos los fieles �.(90) Esta lectura de la Biblia, acompa�ada de la oraci�n, se conoce en la tradici�n de la Iglesia con el nombre de Lectio divina, pr�ctica que se ha de fomentar entre todos los cristianos. Para los presb�teros, debe constituir un elemento fundamental en la preparaci�n de sus homil�as, especialmente las dominicales.(91)

Penitencia y reconciliaci�n

32. La conversi�n (metanoia), a la que cada ser humano est� llamado, lleva a aceptar y hacer propia la nueva mentalidad propuesta por el Evangelio. Esto supone el abandono de la forma de pensar y actuar del mundo, que tantas veces condiciona fuertemente la existencia. Como recuerda la Sagrada Escritura, es necesario que muera el hombre viejo y nazca el hombre nuevo, es decir, que todo el ser humano se renueve � hasta alcanzar un conocimiento perfecto seg�n la imagen de su creador � (Col 3, 10). En ese camino de conversi�n y b�squeda de la santidad � deben fomentarse los medios asc�ticos que existieron siempre en la pr�ctica de la Iglesia, y que alcanzan la cima en el sacramento del perd�n, recibido y celebrado con las debidas disposiciones �.(92) S�lo quien se reconcilia con Dios es protagonista de una aut�ntica reconciliaci�n con y entre los hermanos.

La crisis actual del sacramento de la Penitencia, de la cual no est� exenta la Iglesia en Am�rica, y sobre la que he expresado mi preocupaci�n desde los comienzos mismos de mi pontificado,(93) podr� superarse por la acci�n pastoral continuada y paciente.

A este respecto, los Padres sinodales piden justamente � que los sacerdotes dediquen el tiempo debido a la celebraci�n del sacramento de la Penitencia, y que inviten insistente y vigorosamente a los fieles para que lo reciban, sin que los pastores descuiden su propia confesi�n frecuente �.(94) Los Obispos y los sacerdotes experimentan personalmente el misterioso encuentro con Cristo que perdona en el sacramento de la Penitencia, y son testigos privilegiados de su amor misericordioso.

La Iglesia cat�lica, que abarca a hombres y mujeres � de toda naci�n, razas, pueblos y lenguas � (Ap 7, 9), est� llamada a ser, � en un mundo se�alado por las divisiones ideol�gicas, �tnicas, econ�micas y culturales �, el � signo vivo de la unidad de la familia humana �.(95) Am�rica, tanto en la compleja realidad de cada naci�n y la variedad de sus grupos �tnicos, como en los rasgos que caracterizan todo el Continente, presenta muchas diversidades que no se han de ignorar y a las que se debe prestar atenci�n. Gracias a un eficaz trabajo de integraci�n entre todos los miembros del pueblo de Dios en cada pa�s y entre los miembros de las Iglesias particulares de las diversas naciones, las diferencias de hoy podr�n ser fuente de mutuo enriquecimiento. Como afirman justamente los Padres sinodales, � es de gran importancia que la Iglesia en toda Am�rica sea signo vivo de una comuni�n reconciliada y un llamado permanente a la solidaridad, un testimonio siempre presente en nuestros diversos sistemas pol�ticos, econ�micos y sociales �.(96) �sta es una aportaci�n significativa que los creyentes pueden ofrecer a la unidad del Continente americano.

CAP�TULO IV

CAMINO PARA LA COMUNI�N

Como t�, Padre, en m� y yo en ti,
que ellos tambi�n sean uno en nosotros � (Jn 17, 21)

La Iglesia, sacramento de comuni�n

33. � Ante un mundo roto y deseoso de unidad es necesario proclamar con gozo y fe firme que Dios es comuni�n, Padre, Hijo y Esp�ritu Santo, unidad en la distinci�n, el cual llama a todos los hombres a que participen de la misma comuni�n trinitaria. Es necesario proclamar que esta comuni�n es el proyecto magn�fico de Dios [Padre]; que Jesucristo, que se ha hecho hombre, es el punto central de la misma comuni�n, y que el Esp�ritu Santo trabaja constantemente para crear la comuni�n y restaurarla cuando se hubiera roto. Es necesario proclamar que la Iglesia es signo e instrumento de la comuni�n querida por Dios, iniciada en el tiempo y dirigida a su perfecci�n en la plenitud del Reino �.(97) La Iglesia es signo de comuni�n porque sus miembros, como sarmientos, participan de la misma vida de Cristo, la verdadera vid (cf. Jn 15, 5). En efecto, por la comuni�n con Cristo, Cabeza del Cuerpo m�stico, entramos en comuni�n viva con todos los creyentes.

Esta comuni�n, existente en la Iglesia y esencial a su naturaleza,(98) debe manifestarse a trav�s de signos concretos, � como podr�an ser: la oraci�n en com�n de unos por otros, el impulso a las relaciones entre las Conferencias Episcopales, los v�nculos entre Obispo y Obispo, las relaciones de hermandad entre las di�cesis y las parroquias, y la mutua comunicaci�n de agentes pastorales para acciones misionales espec�ficas �.(99) La comuni�n eclesial implica conservar el dep�sito de la fe en su pureza e integridad, as� como tambi�n la unidad de todo el Colegio de los Obispos bajo la autoridad del Sucesor de Pedro. En este contexto, los Padres sinodales han se�alado que � el fortalecimiento del oficio petrino es fundamental para la preservaci�n de la unidad de la Iglesia �, y que � el ejercicio pleno del primado de Pedro es fundamental para la identidad y la vitalidad de la Iglesia en Am�rica �. (100) Por encargo del Se�or, a Pedro y a sus Sucesores corresponde el oficio de confirmar en la fe a sus hermanos (cf. Lc 22, 32) y de pastorear toda la grey de Cristo (cf. Jn 21, 15-17). Asimismo, el Sucesor del pr�ncipe de los Ap�stoles est� llamado a ser la piedra sobre la que la Iglesia est� edificada, y a ejercer el ministerio derivado de ser el depositario de las llaves del Reino (cf. Mt 16, 18-19). El Vicario de Cristo es, pues, � el perpetuo principio de [...] unidad y el fundamento visible � de la Iglesia. (101)

Iniciaci�n cristiana y comuni�n

34. La comuni�n de vida en la Iglesia se obtiene por los sacramentos de la iniciaci�n cristiana: Bautismo, Confirmaci�n y Eucarist�a. El Bautismo es � la puerta de la vida espiritual: pues por �l nos hacemos miembros de Cristo, y del cuerpo de la Iglesia �. (102) Los bautizados, al recibir la Confirmaci�n � se vinculan m�s estrechamente a la Iglesia, se enriquecen con una fuerza especial del Esp�ritu Santo, y con ello quedan obligados m�s estrictamente a difundir y defender la fe, como verdaderos testigos de Cristo, por la palabra juntamente con las obras �. (103) El proceso de la iniciaci�n cristiana se perfecciona y culmina con la recepci�n de la Eucarist�a, por la cual el bautizado se inserta plenamente en el Cuerpo de Cristo. (104)

� Estos sacramentos son una excelente oportunidad para una buena evangelizaci�n y catequesis, cuando su preparaci�n se hace por agentes dotados de fe y competencia �. (105) Aunque en las diversas di�cesis de Am�rica se ha avanzado mucho en la preparaci�n para los sacramentos de la iniciaci�n cristiana, los Padres sinodales se lamentaban de que todav�a � son muchos los que los reciben sin la suficiente formaci�n �. (106) En el caso del bautismo de ni�os no debe omitirse un esfuerzo catequizador de cara a los padres y padrinos.

La Eucarist�a, centro de comuni�n con Dios y con los hermanos

35. La realidad de la Eucarist�a no se agota en el hecho de ser el sacramento con el que se culmina la iniciaci�n cristiana. Mientras el Bautismo y la Confirmaci�n tienen la funci�n de iniciar e introducir en la vida propia de la Iglesia, no siendo repetibles, (107) la Eucarist�a contin�a siendo el centro vivo permanente en torno al cual se congrega toda la comunidad eclesial. (108) Los diversos aspectos de este sacramento muestran su inagotable riqueza: es, al mismo tiempo, sacramento-sacrificio, sacramento-comuni�n, sacramento-presencia. (109)

La Eucarist�a es el lugar privilegiado para el encuentro con Cristo vivo. Por ello los Pastores del pueblo de Dios en Am�rica, a trav�s de la predicaci�n y la catequesis, deben esforzarse en � dar a la celebraci�n eucar�stica dominical una nueva fuerza, como fuente y culminaci�n de la vida de la Iglesia, prenda de su comuni�n en el Cuerpo de Cristo e invitaci�n a la solidaridad como expresi�n del mandato del Se�or: � que os am�is los unos a los otros, como yo os he amado � (Jn 13, 34) �. (110) Como sugieren los Padres sinodales, dicho esfuerzo debe tener en cuenta varias dimensiones fundamentales. Ante todo, es necesario que los fieles sean conscientes de que la Eucarist�a es un inmenso don, a fin de que hagan todo lo posible para participar activa y dignamente en ella, al menos los domingos y d�as festivos. Al mismo tiempo, se han de promover � todos los esfuerzos de los sacerdotes para hacer m�s f�cil esa participaci�n y posibilitarla en las comunidades lejanas �. (111) Habr� que recordar a los fieles que � la participaci�n plena en ella, consciente y activa, aunque es esencialmente distinta del oficio del sacerdote ordenado, es una actuaci�n del sacerdocio com�n recibido en el Bautismo �. (112)

La necesidad de que los fieles participen en la Eucarist�a y las dificultades que surgen por la escasez de sacerdotes, hacen patente la urgencia de fomentar las vocaciones sacerdotales. (113) Es tambi�n necesario recordar a toda la Iglesia en Am�rica � el lazo existente entre la Eucarist�a y la caridad �, (114) lazo que la Iglesia primitiva expresaba uniendo el �gape con la Cena eucar�stica. (115) La participaci�n en la Eucarist�a debe llevar a una acci�n caritativa m�s intensa como fruto de la gracia recibida en este sacramento.

Los Obispos, promotores de comuni�n

36. La comuni�n en la Iglesia, precisamente porque es un signo de vida, debe crecer continuamente. En consecuencia, los Obispos, recordando que � son, individualmente, el principio y fundamento visible de unidad en sus Iglesias particulares �, (116) deben sentirse llamados a promover la comuni�n en su propia di�cesis para que sea m�s eficaz el esfuerzo por la nueva evangelizaci�n de Am�rica. El esfuerzo comunitario se ve facilitado por los organismos previstos por el Concilio Vaticano II como apoyo de la actividad del Obispo diocesano, los cuales han sido definidos m�s detalladamente por la legislaci�n postconciliar. (117) � Corresponde al Obispo, con la cooperaci�n de los sacerdotes, los di�conos, los consagrados y los laicos [...] realizar un plan de acci�n pastoral de conjunto, que sea org�nico y participativo, que llegue a todos los miembros de la Iglesia y suscite su conciencia misionera �. (118)

Cada Ordinario debe promover en los sacerdotes y fieles la conciencia de que la di�cesis es la expresi�n visible de la comuni�n eclesial, que se forma en la mesa de la Palabra y de la Eucarist�a en torno al Obispo, unido con el Colegio episcopal y bajo su Cabeza, el Romano Pont�fice. Ella en cuanto Iglesia particular tiene la misi�n de empezar y fomentar el encuentro de todos los miembros del pueblo de Dios con Jesucristo, (119) en el respeto y promoci�n de la pluralidad y de la diversidad que no obstaculizan la unidad, sino que le confieren el car�cter de comuni�n. (120) Un conocimiento m�s profundo de lo que es la Iglesia particular favorecer� ciertamente el esp�ritu de participaci�n y corresponsabilidad en la vida de los organismos diocesanos. (121)

Una comuni�n m�s intensa entre las Iglesias particulares

37. La Asamblea especial para Am�rica del S�nodo de los Obispos, la primera en la historia que ha reunido a Obispos de todo el Continente, ha sido percibida por todos como una gracia especial del Se�or a la Iglesia que peregrina en Am�rica. Esta Asamblea ha reforzado la comuni�n que debe existir entre las Comunidades eclesiales del Continente, haciendo ver a todos la necesidad de incrementarla ulteriormente. Las experiencias de comuni�n episcopal, frecuentes sobre todo despu�s del Concilio Vaticano II por la consolidaci�n y difusi�n de las Conferencias Episcopales, deben entenderse como encuentros con Cristo vivo, presente en los hermanos que est�n reunidos en su nombre (cf. Mt 18, 20).

La experiencia sinodal ha ense�ado tambi�n las riquezas de una comuni�n que se extiende m�s all� de los l�mites de cada Conferencia Episcopal. Aunque ya existen formas de di�logo que superan tales confines, los Padres sinodales sugieren la conveniencia de fortalecer las reuniones interamericanas, promovidas ya por las Conferencias Episcopales de las diversas Naciones americanas, como expresi�n de solidaridad efectiva y lugar de encuentro y de estudio de los desaf�os comunes para la evangelizaci�n de Am�rica. (122) Ser� igualmente oportuno definir con exactitud el car�cter de tales encuentros, de modo que lleguen a ser, cada vez m�s, expresi�n de comuni�n entre todos los Pastores. Aparte de estas reuniones m�s amplias, puede ser �til, cuando las circunstancias lo requieran, crear comisiones espec�ficas para profundizar los temas comunes que afectan a toda Am�rica. Campos en los que parece especialmente necesario � que se d� un impulso a la cooperaci�n, son las comunicaciones pastorales mutuas, la cooperaci�n misional, la educaci�n, las migraciones, el ecumenismo �. (123)

Los Obispos, que tienen el deber de impulsar la comuni�n entre las Iglesias particulares, alentar�n a los fieles a vivir m�s intensamente la dimensi�n comunitaria, asumiendo � la responsabilidad de desarrollar los lazos de comuni�n con las Iglesias locales en otras partes de Am�rica por la educaci�n, la mutua comunicaci�n, la uni�n fraterna entre parroquias y di�cesis, planes de cooperaci�n, y defensas unidas en temas de mayor importancia, sobre todo los que afectan a los pobres �. (124)

Comuni�n fraterna con las Iglesias cat�licas orientales

38. El fen�meno reciente de la implantaci�n y desarrollo en Am�rica de Iglesias particulares cat�licas orientales, dotadas de jerarqu�a propia, ha merecido una especial atenci�n por parte de algunos Padres sinodales. Un sincero deseo de abrazar cordial y eficazmente a estos hermanos en la fe y en la comuni�n jer�rquica bajo el Sucesor de Pedro, ha llevado a la Asamblea sinodal a proponer sugerencias concretas de ayuda fraterna por parte de las Iglesias particulares latinas a las Iglesias cat�licas orientales existentes en el Continente. As�, por ejemplo, se propone que sacerdotes de rito latino, sobre todo de origen oriental, puedan ofrecer su colaboraci�n lit�rgica a las comunidades orientales carentes de un n�mero suficiente de presb�teros. Igualmente, respecto a los edificios religiosos, los fieles orientales podr�n usar, en los casos que sea conveniente, las iglesias de rito latino.

En este esp�ritu de comuni�n son dignas de consideraci�n varias propuestas de los Padres sinodales: que all� donde sea necesario exista, en las Conferencias Episcopales nacionales y en los organismos internacionales de cooperaci�n episcopal, una comisi�n mixta encargada de estudiar los problemas pastorales comunes; que la catequesis y la formaci�n teol�gica para los laicos y seminaristas de la Iglesia latina, incluyan el conocimiento de la tradici�n viva del Oriente cristiano; que los Obispos de las Iglesias cat�licas orientales participen en las Conferencias Episcopales latinas de las respectivas Naciones. (125) No puede dudarse de que esta cooperaci�n fraterna, a la vez que prestar� una ayuda preciosa a las Iglesias orientales, de reciente implantaci�n en Am�rica, permitir� a las Iglesias particulares latinas enriquecerse con el patrimonio espiritual de la tradici�n del Oriente cristiano.

El presb�tero, signo de unidad

39. � Como miembro de una Iglesia particular, todo sacerdote debe ser signo de comuni�n con el Obispo en cuanto que es su inmediato colaborador, unido a sus hermanos en el presbiterio. Ejerce su ministerio con caridad pastoral, principalmente en la comunidad que le ha sido confiada, y la conduce al encuentro con Jesucristo Buen Pastor. Su vocaci�n exige que sea signo de unidad. Por ello debe evitar cualquier participaci�n en pol�tica partidista que dividir�a a la comunidad �. (126) Es deseo de los Padres sinodales que se � desarrolle una acci�n pastoral a favor del clero diocesano que haga m�s s�lida su espiritualidad, su misi�n y su identidad, la cual tiene su centro en el seguimiento de Cristo que, sumo y eterno Sacerdote, busc� siempre cumplir la voluntad del Padre. �l es el ejemplo de la entrega generosa, de la vida austera y del servicio hasta la muerte. El sacerdote sea consciente de que, por la recepci�n del sacramento del Orden, es portador de gracia que distribuye a sus hermanos en los sacramentos. �l mismo se santifica en el ejercicio del ministerio �. (127)

El campo en que se desarrolla la actividad de los sacerdotes es inmenso. Conviene, por ello, � que coloquen como centro de su actividad lo que es esencial en su ministerio: dejarse configurar a Cristo Cabeza y Pastor, fuente de la caridad pastoral, ofreci�ndose a s� mismos cada d�a con Cristo en la Eucarist�a, para ayudar a los fieles a que tengan un encuentro personal y comunitario con Jesucristo vivo �. (128) Como testigos y disc�pulos de Cristo misericordioso, los sacerdotes est�n llamados a ser instrumentos de perd�n y de reconciliaci�n, comprometi�ndose generosamente al servicio de los fieles seg�n el esp�ritu del Evangelio.

Los presb�teros, en cuanto pastores del pueblo de Dios en Am�rica, deben adem�s estar atentos a los desaf�os del mundo actual y ser sensibles a las angustias y esperanzas de sus gentes, compartiendo sus vicisitudes y, sobre todo, asumiendo una actitud de solidaridad con los pobres. Procurar�n discernir los carismas y las cualidades de los fieles que puedan contribuir a la animaci�n de la comunidad, escuch�ndolos y dialogando con ellos, para impulsar as� su participaci�n y corresponsabilidad. Ello favorecer� una mejor distribuci�n de las tareas que les permita � consagrarse a lo que est� m�s estrechamente conexo con el encuentro y el anuncio de Jesucristo, de modo que signifiquen mejor, en el seno de la comunidad, la presencia de Jes�s que congrega a su pueblo �. (129)

El trabajo de discernimiento de los carismas particulares debe llevar tambi�n a valorizar aquellos sacerdotes que se consideren adecuados para realizar ministerios particulares. A todos los sacerdotes, adem�s, se les pide que presten su ayuda fraterna en el presbiterio y que recurran al mismo con confianza en caso de necesidad.

Ante la espl�ndida realidad de tantos sacerdotes en Am�rica que, con la gracia de Dios, se esfuerzan por hacer frente a un quehacer tan grande, hago m�o el deseo de los Padres sinodales de reconocer y alabar � la inagotable entrega de los sacerdotes, como pastores, evangelizadores y animadores de la comuni�n eclesial, expresando gratitud y dando �nimos a los sacerdotes de toda Am�rica que dan su vida al servicio del Evangelio �. (130)

Fomentar la pastoral vocacional

40. El papel indispensable del sacerdote en la comunidad ha de hacer conscientes a todos los hijos de la Iglesia en Am�rica de la importancia de la pastoral vocacional. El Continente americano cuenta con una juventud numerosa, rica en valores humanos y religiosos. Por ello, se han de cultivar los ambientes en que nacen las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada e invitar a las familias cristianas para que ayuden a sus hijos cuando se sientan llamados a seguir este camino. (131) En efecto, las vocaciones � son un don de Dios � y � surgen en las comunidades de fe, ante todo, en la familia, en la parroquia, en las escuelas cat�licas y en otras organizaciones de la Iglesia. Los Obispos y presb�teros tienen la especial responsabilidad de estimular tales vocaciones mediante la invitaci�n personal, y principalmente por el testimonio de una vida de fidelidad, alegr�a, entusiasmo y santidad. La responsabilidad para reunir vocaciones al sacerdocio pertenece a todo el pueblo de Dios y encuentra su mayor cumplimiento en la oraci�n continua y humilde por las vocaciones �. (132)

Los seminarios, como lugares de acogida y formaci�n de los llamados al sacerdocio, han de preparar a los futuros ministros de la Iglesia para que � vivan en una s�lida espiritualidad de comuni�n con Cristo Pastor y de docilidad a la acci�n del Esp�ritu, que los har� especialmente capaces de discernir las expectativas del pueblo de Dios y los diversos carismas, y de trabajar en com�n �. (133) Por ello, en los seminarios � se ha de insistir especialmente en la formaci�n espec�ficamente espiritual, de modo que por la conversi�n continua, la actitud de oraci�n, la recepci�n de los sacramentos de la Eucarist�a y la penitencia, los candidatos se formen al encuentro con el Se�or y se preocupen de fortificarse para la generosa entrega pastoral �. (134) Los formadores han de preocuparse de acompa�ar y guiar a los seminaristas hacia una madurez afectiva que los haga aptos para abrazar el celibato sacerdotal y capaces de vivir en comuni�n con sus hermanos en la vocaci�n sacerdotal. Han de promover tambi�n en ellos la capacidad de observaci�n cr�tica de la realidad circundante que les permita discernir sus valores y contravalores, pues esto es un requisito indispensable para entablar un di�logo constructivo con el mundo de hoy.

Una atenci�n particular se debe dar a las vocaciones nacidas entre los ind�genas; conviene proporcionar una formaci�n inculturada en sus ambientes. Estos candidatos al sacerdocio, mientras reciben la adecuada formaci�n teol�gica y espiritual para su futuro ministerio, no deben perder las ra�ces de su propia cultura. (13)

Los Padres sinodales han querido agradecer y bendecir a todos los que consagran su vida a la formaci�n de los futuros presb�teros en los seminarios. As� mismo, han invitado a los Obispos a destinar para dicha tarea a sus sacerdotes m�s aptos, despu�s de haberlos preparado mediante una formaci�n espec�fica que los capacite para una misi�n tan delicada. (136)

Renovar la instituci�n parroquial

41. La parroquia es un lugar privilegiado en que los fieles pueden tener una experiencia concreta de la Iglesia. (137) Hoy en Am�rica, como en otras partes del mundo, la parroquia encuentra a veces dificultades en el cumplimiento de su misi�n. La parroquia debe renovarse continuamente, partiendo del principio fundamental de que � la parroquia tiene que seguir siendo primariamente comunidad eucar�stica �. (138) Este principio implica que � las parroquias est�n llamadas a ser receptivas y solidarias, lugar de la iniciaci�n cristiana, de la educaci�n y la celebraci�n de la fe, abiertas a la diversidad de carismas, servicios y ministerios, organizadas de modo comunitario y responsable, integradoras de los movimientos de apostolado ya existentes, atentas a la diversidad cultural de sus habitantes, abiertas a los proyectos pastorales y superparroquiales y a las realidades circunstantes �. (139)

Una atenci�n especial merecen, por sus problem�ticas espec�ficas, las parroquias en los grandes n�cleos urbanos, donde las dificultades son tan grandes que las estructuras pastorales normales resultan inadecuadas y las posibilidades de acci�n apost�lica notablemente reducidas. No obstante, la instituci�n parroquial conserva su importancia y se ha de mantener. Para lograr este objetivo hay que � continuar la b�squeda de medios con los que la parroquia y sus estructuras pastorales lleguen a ser m�s eficaces en los espacios urbanos �. (140) Una clave de renovaci�n parroquial, especialmente urgente en las parroquias de las grandes ciudades, puede encontrarse quiz�s considerando la parroquia como comunidad de comunidades y de movimientos. (141) Parece por tanto oportuno la formaci�n de comunidades y grupos eclesiales de tales dimensiones que favorezcan verdaderas relaciones humanas. Esto permitir� vivir m�s intensamente la comuni�n, procurando cultivarla no s�lo � ad intra �, sino tambi�n con la comunidad parroquial a la que pertenecen estos grupos y con toda la Iglesia diocesana y universal. En este contexto humano ser� tambi�n m�s f�cil escuchar la Palabra de Dios, para reflexionar a su luz sobre los diversos problemas humanos y madurar opciones responsables inspiradas en el amor universal de Cristo.(142) La instituci�n parroquial as� renovada � puede suscitar una gran esperanza. Puede formar a la gente en comunidades, ofrecer auxilio a la vida de familia, superar el estado de anonimato, acoger y ayudar a que las personas se inserten en la vida de sus vecinos y en la sociedad �. (143) De este modo, cada parroquia hoy, y particularmente las de �mbito urbano, podr� fomentar una evangelizaci�n m�s personal, y al mismo tiempo acrecentar las relaciones positivas con los otros agentes sociales, educativos y comunitarios. (144)

Adem�s, � este tipo de parroquia renovada supone la figura de un pastor que, en primer lugar, tenga una profunda experiencia de Cristo vivo, esp�ritu misional, coraz�n paterno, que sea animador de la vida espiritual y evangelizador capaz de promover la participaci�n. La parroquia renovada requiere la cooperaci�n de los laicos, un animador de la acci�n pastoral y la capacidad del pastor para trabajar con otros. Las parroquias en Am�rica deben se�alarse por su impulso misional que haga que extiendan su acci�n a los alejados �. (145)

Los di�conos permanentes

42. Por motivos pastorales y teol�gicos serios, el Concilio Vaticano II determin� restablecer el diaconado como grado permanente de la jerarqu�a en la Iglesia latina, dejando a las Conferencias Episcopales, con la aprobaci�n del Sumo Pont�fice, valorar la oportunidad de instituir los di�conos permanentes y en qu� sitios. (146) Se trata de una experiencia muy diferente no s�lo en las distintas partes de Am�rica, sino incluso entre las di�cesis de una misma regi�n. � Algunas di�cesis han formado y ordenado no pocos di�conos, y est�n plenamente contentas de su incorporaci�n y ministerio �. (147) Aqu� se ve con gozo c�mo los di�conos, � confortados con la gracia sacramental, en comuni�n con el Obispo y su presbiterio, sirven al pueblo de Dios en el ministerio de la liturgia, de la palabra y de la caridad �. (148) Otras di�cesis no han emprendido este camino, mientras en otras partes existen dificultades en la integraci�n de los di�conos permanentes en la estructura jer�rquica.

Quedando a salvo la libertad de las Iglesias particulares para restablecer o no, consinti�ndolo el Sumo Pont�fice, el diaconado como grado permanente, est� claro que el acierto de esta restauraci�n implica un diligente proceso de selecci�n, una formaci�n seria y una atenci�n cuidadosa a los candidatos, as� como tambi�n un acompa�amiento sol�cito no s�lo de estos ministros sagrados, sino tambi�n, en el caso de los di�conos casados, de su familia, esposa e hijos. (149)

La vida consagrada

43. La historia de la evangelizaci�n de Am�rica es un elocuente testimonio del ingente esfuerzo misional realizado por tantas personas consagradas, las cuales, desde el comienzo, anunciaron el Evangelio, defendieron los derechos de los ind�genas y, con amor heroico a Cristo, se entregaron al servicio del pueblo de Dios en el Continente.(150) La aportaci�n de las personas consagradas al anuncio del Evangelio en Am�rica sigue siendo de suma importancia; se trata de una aportaci�n diversa seg�n los carismas propios de cada grupo: � los Institutos de vida contemplativa que testifican lo absoluto de Dios, los Institutos apost�licos y misionales que hacen a Cristo presente en los muy diversos campos de la vida humana, los Institutos seculares que ayudan a resolver la tensi�n entre apertura real a los valores del mundo moderno y profunda entrega de coraz�n a Dios. Nacen tambi�n nuevos Institutos y nuevas formas de vida consagrada que requieren discreci�n evang�lica �. (151)

Ya que � el futuro de la nueva evangelizaci�n [...] es impensable sin una renovada aportaci�n de las mujeres, especialmente de las mujeres consagradas �, (152) urge favorecer su participaci�n en diversos sectores de la vida eclesial, incluidos los procesos en que se elaboran las decisiones, especialmente en los asuntos que les conciernen directamente. (153)

� Tambi�n hoy el testimonio de la vida plenamente consagrada a Dios es una elocuente proclamaci�n de que �l basta para llenar la vida de cualquier persona �. (154) Esta consagraci�n al Se�or ha de prolongarse en una generosa entrega a la difusi�n del Reino de Dios. Por ello, a las puertas del tercer milenio se ha de procurar � que la vida consagrada sea m�s estimada y promovida por los Obispos, sacerdotes y comunidades cristianas. Y que los consagrados, conscientes del gozo y de la responsabilidad de su vocaci�n, se integren plenamente en la Iglesia particular a la que pertenecen y fomenten la comuni�n y la mutua colaboraci�n �. (155)

Los fieles laicos y la renovaci�n de la Iglesia

44. � La doctrina del Concilio Vaticano II sobre la unidad de la Iglesia, como pueblo de Dios congregado en la unidad del Padre y del Hijo y del Esp�ritu Santo, subraya que son comunes a la dignidad de todos los bautizados la imitaci�n y el seguimiento de Cristo, la comuni�n mutua y el mandato misional �. (156) Es necesario, por tanto, que los fieles laicos sean conscientes de su dignidad de bautizados. Por su parte, los Pastores han de estimar profundamente � el testimonio y la acci�n evangelizadora de los laicos que integrados en el pueblo de Dios con espiritualidad de comuni�n conducen a sus hermanos al encuentro con Jesucristo vivo. La renovaci�n de la Iglesia en Am�rica no ser� posible sin la presencia activa de los laicos. Por eso, en gran parte, recae en ellos la responsabilidad del futuro de la Iglesia �. (157)

Los �mbitos en los que se realiza la vocaci�n de los fieles laicos son dos. El primero, y m�s propio de su condici�n laical, es el de las realidades temporales, que est�n llamados a ordenar seg�n la voluntad de Dios. (158) En efecto, � con su peculiar modo de obrar, el Evangelio es llevado dentro de las estructuras del mundo y obrando en todas partes santamente consagran el mismo mundo a Dios �. (159) Gracias a los fieles laicos, � la presencia y la misi�n de la Iglesia en el mundo se realiza, de modo especial, en la diversidad de carismas y ministerios que posee el laicado. La secularidad es la nota caracter�stica y propia del laico y de su espiritualidad que lo lleva a actuar en la vida familiar, social, laboral, cultural y pol�tica, a cuya evangelizaci�n es llamado. En un Continente en el que aparecen la emulaci�n y la propensi�n a agredir, la inmoderaci�n en el consumo y la corrupci�n, los laicos est�n llamados a encarnar valores profundamente evang�licos como la misericordia, el perd�n, la honradez, la transparencia de coraz�n y la paciencia en las condiciones dif�ciles. Se espera de los laicos una gran fuerza creativa en gestos y obras que expresen una vida coherente con el Evangelio �. (160)

Am�rica necesita laicos cristianos que puedan asumir responsabilidades directivas en la sociedad. Es urgente formar hombres y mujeres capaces de actuar, seg�n su propia vocaci�n, en la vida p�blica, orient�ndola al bien com�n. En el ejercicio de la pol�tica, vista en su sentido m�s noble y aut�ntico como administraci�n del bien com�n, ellos pueden encontrar tambi�n el camino de la propia santificaci�n. Para ello es necesario que sean formados tanto en los principios y valores de la Doctrina social de la Iglesia, como en nociones fundamentales de la teolog�a del laicado. El conocimiento profundo de los principios �ticos y de los valores morales cristianos les permitir� hacerse promotores en su ambiente, proclam�ndolos tambi�n ante la llamada � neutralidad del Estado �. (161)

Hay un segundo �mbito en el que muchos fieles laicos est�n llamados a trabajar, y que puede llamarse � intraeclesial �. Muchos laicos en Am�rica sienten el leg�timo deseo de aportar sus talentos y carismas a � la construcci�n de la comunidad eclesial como delegados de la Palabra, catequistas, visitadores de enfermos o de encarcelados, animadores de grupos etc. �. (162) Los Padres sinodales han manifestado el deseo de que la Iglesia reconozca algunas de estas tareas como ministerios laicales, fundados en los sacramentos del Bautismo y la Confirmaci�n, dejando a salvo el car�cter espec�fico de los ministerios propios del sacramento del Orden. Se trata de un tema vasto y complejo para cuyo estudio constitu�, hace ya alg�n tiempo, una Comisi�n especial (163) y sobre el que los organismos de la Santa Sede han ido se�alando paulatinamente algunas pautas directivas. (164) Se ha de fomentar la provechosa cooperaci�n de fieles laicos bien preparados, hombres y mujeres, en diversas actividades dentro de la Iglesia, evitando, sin embargo, una posible confusi�n con los ministerios ordenados y con las actividades propias del sacramento del Orden, a fin de distinguir bien el sacerdocio com�n de los fieles del sacerdocio ministerial.

A este respecto, los Padres sinodales han sugerido que las tareas confiadas a los laicos sean bien � distintas de aquellas que son etapas para el ministerio ordenado � (165) y que los candidatos al sacerdocio reciben antes del presbiterado. Igualmente se ha observado que estas tareas laicales � no deben conferirse sino a personas, varones y mujeres, que hayan adquirido la formaci�n exigida, seg�n criterios determinados: una cierta permanencia, una real disponibilidad con respecto a un determinado grupo de personas, la obligaci�n de dar cuenta a su propio Pastor �. (166) De todos modos, aunque el apostolado intraeclesial de los laicos tiene que ser estimulado, hay que procurar que este apostolado coexista con la actividad propia de los laicos, en la que no pueden ser suplidos por los sacerdotes: el �mbito de la realidades temporales.

Dignidad de la mujer

45. Merece una especial atenci�n la vocaci�n de la mujer. Ya en otras ocasiones he querido expresar mi aprecio por la aportaci�n espec�fica de la mujer al progreso de la humanidad y reconocer sus leg�timas aspiraciones a participar plenamente en la vida eclesial, cultural, social y econ�mica. (167) Sin esta aportaci�n se perder�an algunas riquezas que s�lo el � genio de la mujer � (168) puede aportar a la vida de la Iglesia y de la sociedad misma. No reconocerlo ser�a una injusticia hist�rica especialmente en Am�rica, si se tiene en cuenta la contribuci�n de las mujeres al desarrollo material y cultural del Continente, como tambi�n a la transmisi�n y conservaci�n de la fe. En efecto, � su papel fue decisivo sobre todo en la vida consagrada, en la educaci�n, en el cuidado de la salud �. (169)

En varias regiones del Continente americano, lamentablemente, la mujer es todav�a objeto de discriminaciones. Por eso se puede decir que el rostro de los pobres en Am�rica es tambi�n el rostro de muchas mujeres. En este sentido, los Padres sinodales han hablado de un � aspecto femenino de la pobreza �. (170) La Iglesia se siente obligada a insistir sobre la dignidad humana, com�n a todas las personas. Ella � denuncia la discriminaci�n, el abuso sexual y la prepotencia masculina como acciones contrarias al plan de Dios �. (171) En particular, deplora como abominable la esterilizaci�n, a veces programada, de las mujeres, sobre todo de las m�s pobres y marginadas, que es practicada a menudo de manera enga�osa, sin saberlo las interesadas; esto es mucho m�s grave cuando se hacer para conseguir ayudas econ�micas a nivel internacional.

La Iglesia en el Continente se siente comprometida a intensificar su preocupaci�n por la mujeres y a defenderlas � de modo que la sociedad en Am�rica ayude m�s a la vida familiar fundada en el matrimonio, proteja m�s la maternidad y respete m�s la dignidad de todas las mujeres �. (172) Se debe ayudar a las mujeres americanas a tomar parte activa y responsable en la vida y misi�n de la Iglesia, (173) como tambi�n se ha de reconocer la necesidad de la sabidur�a y cooperaci�n de las mujeres en las tareas directivas de la sociedad americana.

Los desaf�os para la familia cristiana

46. Dios Creador, formando al primer var�n y a la primera mujer, y mandando � sed fecundos y multiplicaos � (Gn 1, 28), estableci� definitivamente la familia. De este santuario nace la vida y es aceptada como don de Dios. La Palabra, le�da asiduamente en la familia, la construye poco a poco como iglesia dom�stica y la hace fecunda en humanismo y virtudes cristianas; all� se constituye la fuente de las vocaciones. La vida de oraci�n de la familia en torno a alguna imagen de la Virgen har� que permanezca siempre unida en torno a la Madre, como los disc�pulos de Jes�s (cf. Hch 1, 14) �. (174) Son muchas las insidias que amenazan la solidez de la instituci�n familiar en la mayor parte de los pa�ses de Am�rica, siendo, a la vez, desaf�os para los cristianos. Se deben mencionar, entre otros, el aumento de los divorcios, la difusi�n del aborto, del infanticidio y de la mentalidad contraceptiva. Ante esta situaci�n hay que subrayar � que el fundamento de la vida humana es la relaci�n nupcial entre el marido y la esposa, la cual entre los cristianos es sacramental �. (175)

Es urgente, pues, una amplia catequizaci�n sobre el ideal cristiano de la comuni�n conyugal y de la vida familiar, que incluya una espiritualidad de la paternidad y la maternidad. Es necesario prestar mayor atenci�n pastoral al papel de los hombres como maridos y padres, as� como a la responsabilidad que comparten con sus esposas respecto al matrimonio, la familia y la educaci�n de los hijos. No debe omitirse una seria preparaci�n de los j�venes antes del matrimonio, en la que se presente con claridad la doctrina cat�lica, a nivel teol�gico, espiritual y antropol�gico sobre este sacramento. En un Continente caracterizado por un considerable desarrollo demogr�fico, como es Am�rica, deben incrementarse continuamente las iniciativas pastorales dirigidas a las familias.

Para que la familia cristiana sea verdaderamente � iglesia dom�stica �, (176) est� llamada a ser el �mbito en que los padres transmiten la fe, pues ellos � deben ser para sus hijos los primeros predicadores de la fe, mediante la palabra y el ejemplo �. (177) En la familia tampoco puede faltar la pr�ctica de la oraci�n en la que se encuentren unidos tanto los c�nyuges entre s�, como con sus hijos. A este respecto, se han de fomentar momentos de vida espiritual en com�n: la participaci�n en la Eucarist�a los d�as festivos, la pr�ctica del sacramento de la Reconciliaci�n, la oraci�n cotidiana en familia y obras concretas de caridad. As� se consolidar� la fidelidad en el matrimonio y la unidad de la familia. En un ambiente familiar con estas caracter�sticas no ser� dif�cil que los hijos sepan descubrir su vocaci�n al servicio de la comunidad y de la Iglesia y que aprendan, especialmente con el ejemplo de sus padres, que la vida familiar es un camino para realizar la vocaci�n universal a la santidad. (178)

Los j�venes, esperanza del futuro

47. Los j�venes son una gran fuerza social y evangelizadora. � Constituyen una parte numeros�sima de la poblaci�n en muchas naciones de Am�rica. En el encuentro de ellos con Cristo vivo se fundan la esperanza y la expectativas de un futuro de mayor comuni�n y solidaridad para la Iglesia y las sociedades de Am�rica �. (179) Son evidentes los esfuerzos que las Iglesias particulares realizan en el Continente para acompa�ar a los adolescentes en el proceso catequ�tico antes de la Confirmaci�n y de otras formas de acompa�amiento que les ofrecen para que crezcan en su encuentro con Cristo y en el conocimiento del Evangelio. El proceso de formaci�n de los j�venes debe ser constante y din�mico, adecuado para ayudarles a encontrar su lugar en la Iglesia y en el mundo. Por tanto, la pastoral juvenil ha de ocupar un puesto privilegiado entre las preocupaciones de los Pastores y de las comunidades.

En realidad, son muchos los j�venes americanos que buscan el sentido verdadero de su vida y que tienen sed de Dios, pero muchas veces faltan las condiciones id�neas para realizar sus capacidades y lograr sus aspiraciones. Lamentablemente, la falta de trabajo y de esperanzas de futuro los lleva en algunas ocasiones a la marginaci�n y a la violencia. La sensaci�n de frustraci�n que experimentan por todo ello, los hace abandonar frecuentemente la b�squeda de Dios. Ante esta situaci�n tan compleja, � la Iglesia se compromete a mantener su opci�n pastoral y misionera por los j�venes para que puedan hoy encontrar a Cristo vivo �. (180)

La acci�n pastoral de la Iglesia llega a muchos de estos adolescentes y j�venes mediante la animaci�n cristiana de la familia, la catequesis, las instituciones educativas cat�licas y la vida comunitaria de la parroquia. Pero hay otros muchos, especialmente entre los que sufren diversas formas de pobreza, que quedan fuera del campo de la actividad eclesial. Deben ser los j�venes cristianos, formados con una conciencia misionera madura, los ap�stoles de sus coet�neos. Es necesaria una acci�n pastoral que llegue a los j�venes en sus propios ambientes, como el colegio, la universidad, el mundo del trabajo o el ambiente rural, con una atenci�n apropiada a su sensibilidad. En el �mbito parroquial y diocesano ser� oportuno desarrollar tambi�n una acci�n pastoral de la juventud que tenga en cuenta la evoluci�n del mundo de los j�venes, que busque el di�logo con ellos, que no deje pasar las ocasiones propicias para encuentros m�s amplios, que aliente las iniciativas locales y aproveche tambi�n lo que ya se realiza en el �mbito interdiocesano e internacional.

Y, �qu� hacer ante los j�venes que manifiestan comportamientos adolescentes de una cierta inconstancia y dificultad para asumir compromisos serios para siempre? Ante esta carencia de madurez es necesario invitar a los j�venes a ser valientes, ayud�ndoles a apreciar el valor del compromiso para toda la vida, como es el caso del sacerdocio, de la vida consagrada y del matrimonio cristiano. (181)

Acompa�ar al ni�o en su encuentro con Cristo

48. Los ni�os son don y signo de la presencia de Dios. � Hay que acompa�ar al ni�o en su encuentro con Cristo, desde su bautismo hasta su primera comuni�n, ya que forma parte de la comunidad viviente de fe, esperanza y caridad �. (182) La Iglesia agradece la labor de los padres, maestros, agentes pastorales, sociales y sanitarios, y de todos aquellos que sirven a la familia y a los ni�os con la misma actitud de Jesucristo que dijo: � Dejad que los ni�os vengan a m�, y no se lo impid�is porque de los que son como �stos es el Reino de los Cielos � (Mt 19, 14).

Con raz�n los Padres sinodales lamentan y condenan la condici�n dolorosa de muchos ni�os en toda Am�rica, privados de la dignidad y la inocencia e incluso de la vida. � Esta condici�n incluye la violencia, la pobreza, la carencia de casa, la falta de un adecuado cuidado de sanidad y educaci�n, los da�os de las drogas y del alcohol, y otros estados de abandono y de abuso �. (183) A este respecto, en el S�nodo se hizo menci�n especial de la problem�tica del abuso sexual de los ni�os y de la prostituci�n infantil, y los Padres lanzaron un urgente llamado � a todos los que est�n en posiciones de autoridad en la sociedad, para que realicen, como cosa prioritaria, todo lo que est� en su poder, para aliviar el dolor de los ni�os en Am�rica �. (184)

Elementos de comuni�n con las otras Iglesias y Comunidades eclesiales

49. Entre la Iglesia cat�lica y las otras Iglesias y Comunidades eclesiales existe un esfuerzo de comuni�n que tiene su ra�z en el Bautismo administrado en cada una de ellas. (185) Este esfuerzo se alimenta mediante la oraci�n, el di�logo y la acci�n com�n. Los Padres sinodales han querido expresar una voluntad especial de � cooperaci�n al di�logo ya comenzado con la Iglesia ortodoxa, con la que tenemos en com�n muchos elementos de fe, de vida sacramental y de piedad �. (186) Las propuestas concretas de la Asamblea sinodal sobre el conjunto de las Iglesias y Comunidades eclesiales cristianas no cat�licas son m�ltiples. Se propone, en primer lugar, � que los cristianos cat�licos, Pastores y fieles, fomenten el encuentro de los cristianos de las diversas confesiones, en la cooperaci�n, en nombre del Evangelio, para responder al clamor de los pobres, con la promoci�n de la justicia, la oraci�n com�n por la unidad y la participaci�n en la Palabra de Dios y la experiencia de la fe en Cristo vivo �. (187) Deben tambi�n alentarse, cuando sea oportuno y conveniente, las reuniones de expertos de las diversas Iglesias y Comunidades eclesiales para facilitar el di�logo ecum�nico. El ecumenismo ha de ser objeto de reflexi�n y de comunicaci�n de experiencias entre las diversas Conferencias Episcopales cat�licas del Continente.

Si bien el Concilio Vaticano II se refiere a todos los bautizados y creyentes en Cristo � como hermanos en el Se�or �, (188) es necesario distinguir con claridad las comunidades cristianas, con las cuales es posible establecer relaciones inspiradas en el esp�ritu del ecumenismo, de las sectas, cultos y otros movimientos pseudoreligiosos.

Relaci�n de la Iglesia con las comunidades jud�as

50. En la sociedad americana existen tambi�n comunidades jud�as con las que la Iglesia ha llevado a cabo en estos �ltimos a�os una colaboraci�n creciente. (189) En la historia de la salvaci�n es evidente nuestra especial relaci�n con el pueblo jud�o. De ese pueblo naci� Jes�s, quien dio comienzo a su Iglesia dentro de la Naci�n jud�a. Gran parte de la Sagrada Escritura que los cristianos leemos como palabra de Dios, constituye un patrimonio espiritual com�n con los jud�os. (190) Se ha de evitar, pues, toda actitud negativa hacia ellos, ya que � para bendecir al mundo es necesario que los jud�os y los cristianos sean previamente bendici�n los unos para los otros �. (191)

Religiones no cristianas

51. Respecto a las religiones no cristianas, la Iglesia cat�lica no rechaza nada de lo que en ellas hay de verdadero y santo. (192) Por ello, con respecto a las otras religiones, los cat�licos quieren subrayar los elementos de verdad dondequiera que puedan encontrarse, pero a la vez testifican fuertemente la novedad de la revelaci�n de Cristo, custodiada en su integridad por la Iglesia. (193) En coherencia con esta actitud, los cat�licos rechazan como extra�a al esp�ritu de Cristo toda discriminaci�n o persecuci�n contra las personas por motivos de raza, color, condici�n de vida o religi�n. La diferencia de religi�n nunca debe ser causa de violencia o de guerra. Al contrario, las personas de creencias diversas deben sentirse movidas, precisamente por su adhesi�n a las mismas, a trabajar juntas por la paz y la justicia.

� Los musulmanes, como los cristianos y los jud�os, llaman a Abraham, padre suyo. Este hecho debe asegurar que en toda Am�rica estas tres comunidades vivan arm�nicamente y trabajen juntas por el bien com�n. Igualmente, la Iglesia en Am�rica debe esforzarse por aumentar el mutuo respeto y las buenas relaciones con las religiones nativas americanas �. (194) La misma actitud debe tenerse con los grupos hinduistas y budistas o de otras religiones que las recientes inmigraciones, procedentes de pa�ses orientales, han llevado al suelo americano.

CAP�TULO V

CAMINO PARA LA SOLIDARIDAD

� En esto conocer�n todos que sois disc�pulos m�os:
si os ten�is amor los unos a los otros � (Jn 13, 35)

La solidaridad, fruto de la comuni�n

52. � En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos m�os m�s peque�os, a m� me lo hicisteis � (Mt 25, 40; cf. 25, 45). La conciencia de la comuni�n con Jesucristo y con los hermanos, que es, a su vez, fruto de la conversi�n, lleva a servir al pr�jimo en todas sus necesidades, tanto materiales como espirituales, para que en cada hombre resplandezca el rostro de Cristo. Por eso, � la solidaridad es fruto de la comuni�n que se funda en el misterio de Dios uno y trino, y en el Hijo de Dios encarnado y muerto por todos. Se expresa en el amor del cristiano que busca el bien de los otros, especialmente de los m�s necesitados �. (195)

De aqu� deriva para las Iglesias particulares del Continente americano el deber de la rec�proca solidaridad y de compartir sus dones espirituales y los bienes materiales con que Dios las ha bendecido, favoreciendo la disponibilidad de las personas para trabajar donde sea necesario. Partiendo del Evangelio se ha de promover una cultura de la solidaridad que incentive oportunas iniciativas de ayuda a los pobres y a los marginados, de modo especial a los refugiados, los cuales se ven forzados a dejar sus pueblos y tierras para huir de la violencia. La Iglesia en Am�rica ha de alentar tambi�n a los organismos internacionales del Continente con el fin de establecer un orden econ�mico en el que no domine s�lo el criterio del lucro, sino tambi�n el de la b�squeda del bien com�n nacional e internacional, la distribuci�n equitativa de los bienes y la promoci�n integral de los pueblos. (196)

La doctrina de la Iglesia, expresi�n de las exigencias de la conversi�n

53. Mientras el relativismo y el subjetivismo se difunden de modo preocupante en el campo de la doctrina moral, la Iglesia en Am�rica est� llamada a anunciar con renovada fuerza que la conversi�n consiste en la adhesi�n a la persona de Jesucristo, con todas las implicaciones teol�gicas y morales ilustradas por el Magisterio eclesial. Hay que reconocer, � el papel que realizan, en esta l�nea, los te�logos, los catequistas y los profesores de religi�n que, exponiendo la doctrina de la Iglesia con fidelidad al Magisterio, cooperan directamente en la recta formaci�n de la conciencia de los fieles �. (197) Si creemos que Jes�s es la Verdad (cf. Jn 14, 6) desearemos ardientemente ser sus testigos para acercar a nuestros hermanos a la verdad plena que est� en el Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado por la salvaci�n del g�nero humano. � De este modo podremos ser, en este mundo, l�mparas vivas de fe, esperanza y caridad �. (198)

Doctrina social de la Iglesia

54. Ante los graves problemas de orden social que, con caracter�sticas diversas, existen en toda Am�rica, el cat�lico sabe que puede encontrar en la doctrina social de la Iglesia la respuesta de la que partir para buscar soluciones concretas. Difundir esta doctrina constituye, pues, una verdadera prioridad pastoral. Para ello es importante � que en Am�rica los agentes de evangelizaci�n (Obispos, sacerdotes, profesores, animadores pastorales, etc.) asimilen este tesoro que es la doctrina social de la Iglesia, e, iluminados por ella, se hagan capaces de leer la realidad actual y de buscar v�as para la acci�n �. (199) A este respecto, hay que fomentar la formaci�n de fieles laicos capaces de trabajar, en nombre de la fe en Cristo, para la transformaci�n de las realidades terrenas. Adem�s, ser� oportuno promover y apoyar el estudio de esta doctrina en todos los �mbitos de las Iglesias particulares de Am�rica y, sobre todo, en el universitario, para que sea conocida con mayor profundidad y aplicada en la sociedad americana.

Para alcanzar este objetivo ser�a muy �til un compendio o s�ntesis autorizada de la doctrina social cat�lica, incluso un � catecismo �, que muestre la relaci�n existente entre ella y la nueva evangelizaci�n. La parte que el Catecismo de la Iglesia Cat�lica dedica a esta materia, a prop�sito del s�ptimo mandamiento del Dec�logo, podr�a ser el punto de partida de este � Catecismo de doctrina social cat�lica �. Naturalmente, como ha sucedido con el Catecismo de la Iglesia Cat�lica, se limitar�a a formular los principios generales, dejando a aplicaciones posteriores el tratar sobre los problemas relacionados con las diversas situaciones locales. (200)

En la doctrina social de la Iglesia ocupa un lugar importante el derecho a un trabajo digno. Por esto, ante las altas tasas de desempleo que afectan a muchos pa�ses americanos y ante las duras condiciones en que se encuentran no pocos trabajadores en la industria y en el campo, � es necesario valorar el trabajo como dimensi�n de realizaci�n y de dignidad de la persona humana. Es una responsabilidad �tica de una sociedad organizada promover y apoyar una cultura del trabajo �. (201)

Globalizaci�n de la solidaridad

55. El complejo fen�meno de la globalizaci�n, como he recordado m�s arriba, es una de las caracter�sticas del mundo actual, perceptible especialmente en Am�rica. Dentro de esta realidad polifac�tica, tiene gran importancia el aspecto econ�mico. Con su doctrina social, la Iglesia ofrece una valiosa contribuci�n a la problem�tica que presenta la actual econom�a globalizada. Su visi�n moral en esta materia � se apoya en las tres piedras angulares fundamentales de la dignidad humana, la solidaridad y la subsidiariedad �. (202) La econom�a globalizada debe ser analizada a la luz de los principios de la justicia social, respetando la opci�n preferencial por los pobres, que han de ser capacitados para protegerse en una econom�a globalizada, y ante las exigencias del bien com�n internacional. En realidad, � la doctrina social de la Iglesia es la visi�n moral que intenta asistir a los gobiernos, a las instituciones y las organizaciones privadas para que configuren un futuro congruente con la dignidad de cada persona. A trav�s de este prisma se pueden valorar las cuestiones que se refieren a la deuda externa de las naciones, a la corrupci�n pol�tica interna y a la discriminaci�n dentro [de la propia naci�n] y entre las naciones �. (203)

La Iglesia en Am�rica est� llamada no s�lo a promover una mayor integraci�n entre las naciones, contribuyendo de este modo a crear una verdadera cultura globalizada de la solidaridad, (204) sino tambi�n a colaborar con los medios leg�timos en la reducci�n de los efectos negativos de la globalizaci�n, como son el dominio de los m�s fuertes sobre los m�s d�biles, especialmente en el campo econ�mico, y la p�rdida de los valores de las culturas locales en favor de una mal entendida homogeneizaci�n.

Pecados sociales que claman al cielo

56. A la luz de la doctrina social de la Iglesia se aprecia tambi�n, m�s claramente, la gravedad de � los pecados sociales que claman al cielo, porque generan violencia, rompen la paz y la armon�a entre las comunidades de una misma naci�n, entre las naciones y entre las diversas partes del Continente �. (205) Entre estos pecados se deben recordar, � el comercio de drogas, el lavado de las ganancias il�citas, la corrupci�n en cualquier ambiente, el terror de la violencia, el armamentismo, la discriminaci�n racial, las desigualdades entre los grupos sociales, la irrazonable destrucci�n de la naturaleza �. (206) Estos pecados manifiestan una profunda crisis debido a la p�rdida del sentido de Dios y a la ausencia de los principios morales que deben regir la vida de todo hombre. Sin una referencia moral se cae en un af�n ilimitado de riqueza y de poder, que ofusca toda visi�n evang�lica de la realidad social.

No pocas veces, esto provoca que algunas instancias p�blicas se despreocupen de la situaci�n social. Cada vez m�s, en muchos pa�ses americanos impera un sistema conocido como � neoliberalismo �; sistema que haciendo referencia a una concepci�n economicista del hombre, considera las ganancias y las leyes del mercado como par�metros absolutos en detrimento de la dignidad y del respeto de las personas y los pueblos. Dicho sistema se ha convertido, a veces, en una justificaci�n ideol�gica de algunas actitudes y modos de obrar en el campo social y pol�tico, que causan la marginaci�n de los m�s d�biles. De hecho, los pobres son cada vez m�s numerosos, v�ctimas de determinadas pol�ticas y de estructuras frecuentemente injustas. (207)

La mejor respuesta, desde el Evangelio, a esta dram�tica situaci�n es la promoci�n de la solidaridad y de la paz, que hagan efectivamente realidad la justicia. Para esto se ha de alentar y ayudar a aquellos que son ejemplo de honradez en la administraci�n del erario p�blico y de la justicia. Igualmente se ha de apoyar el proceso de democratizaci�n que est� en marcha en Am�rica, (208) ya que en un sistema democr�tico son mayores las posibilidades de control que permiten evitar los abusos.

� El Estado de Derecho es la condici�n necesaria para establecer una verdadera democracia �. (209) Para que �sta se pueda desarrollar, se precisa la educaci�n c�vica as� como la promoci�n del orden p�blico y de la paz en la convivencia civil. En efecto, � no hay una democracia verdadera y estable sin justicia social. Para esto es necesario que la Iglesia preste mayor atenci�n a la formaci�n de la conciencia, prepare dirigentes sociales para la vida publica en todos los niveles, promueva la educaci�n �tica, la observancia de la ley y de los derechos humanos y emplee un mayor esfuerzo en la formaci�n �tica de la clase pol�tica �. (210)

El fundamento �ltimo de los derechos humanos

57. Conviene recordar que el fundamento sobre el que se basan todos los derechos humanos es la dignidad de la persona. En efecto, � la mayor obra divina, el hombre, es imagen y semejanza de Dios. Jes�s asumi� nuestra naturaleza menos el pecado; promovi� y defendi� la dignidad de toda persona humana sin excepci�n alguna; muri� por la libertad de todos. El Evangelio nos muestra c�mo Jesucristo subray� la centralidad de la persona humana en el orden natural (cf. Lc 12, 22-29), en el orden social y en el orden religioso, incluso respecto a la Ley (cf. Mc 2, 27); defendiendo el hombre y tambi�n la mujer (cf. Jn 8, 11) y los ni�os (cf. Mt 19, 13-15), que en su tiempo y en su cultura ocupaban un lugar secundario en la sociedad. De la dignidad del hombre en cuanto hijo de Dios nacen los derechos humanos y las obligaciones �. (211) Por esta raz�n, � todo atropello a la dignidad del hombre es atropello al mismo Dios, de quien es imagen �. (212) Esta dignidad es com�n a todos los hombres sin excepci�n, ya que todos han sido creados a imagen de Dios (cf. Gn 1, 26). La respuesta de Jes�s a la pregunta � �Qui�n es mi pr�jimo? � (Lc 10, 29) exige de cada uno una actitud de respeto por la dignidad del otro y de cuidado sol�cito hacia �l, aunque se trate de un extranjero o un enemigo (cf. Lc 10, 30-37). En toda Am�rica la conciencia de la necesidad de respetar los derechos humanos ha ido creciendo en estos �ltimos tiempos, sin embargo todav�a queda mucho por hacer, si se consideran las violaciones de los derechos de personas y de grupos sociales que a�n se dan en el Continente.

Amor preferencial por los pobres y marginados

58. � La Iglesia en Am�rica debe encarnar en sus iniciativas pastorales la solidaridad de la Iglesia universal hacia los pobres y marginados de todo g�nero. Su actitud debe incluir la asistencia, promoci�n, liberaci�n y aceptaci�n fraterna. La Iglesia pretende que no haya en absoluto marginados �. (213) El recuerdo de los cap�tulos oscuros de la historia de Am�rica relativos a la existencia de la esclavitud y de otras situaciones de discriminaci�n social, ha de suscitar un sincero deseo de conversi�n que lleve a la reconciliaci�n y a la comuni�n.

La atenci�n a los m�s necesitados surge de la opci�n de amar de manera preferencial a los pobres. Se trata de un amor que no es exclusivo y no puede ser pues interpretado como signo de particularismo o de sectarismo; (214) amando a los pobres el cristiano imita las actitudes del Se�or, que en su vida terrena se dedic� con sentimientos de compasi�n a las necesidades de las personas espiritual y materialmente indigentes.

La actividad de la Iglesia en favor de los pobres en todas las partes del Continente es importante; no obstante hay que seguir trabajando para que esta l�nea de acci�n pastoral sea cada vez m�s un camino para el encuentro con Cristo, el cual, siendo rico, por nosotros se hizo pobre a fin de enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Co 8, 9). Se debe intensificar y ampliar cuanto se hace ya en este campo, intentando llegar al mayor n�mero posible de pobres. La Sagrada Escritura nos recuerda que Dios escucha el clamor de los pobres (cf. Sal 34 [33],7) y la Iglesia ha de estar atenta al clamor de los m�s necesitados. Escuchando su voz, � la Iglesia debe vivir con los pobres y participar de sus dolores. [...] Debe finalmente testificar por su estilo de vida que sus prioridades, sus palabras y sus acciones, y ella misma est� en comuni�n y solidaridad con ellos �. (215)

La deuda externa

59. La existencia de una deuda externa que asfixia a muchos pueblos del Continente americano es un problema complejo. Aun sin entrar en sus numerosos aspectos, la Iglesia en su solicitud pastoral no puede ignorar este problema, ya que afecta a la vida de tantas personas. Por eso, diversas Conferencias Episcopales de Am�rica, conscientes de su gravedad, han organizado estudios sobre el mismo y publicado documentos para buscar soluciones eficaces. (216) Yo he expresado tambi�n varias veces mi preocupaci�n por esta situaci�n, que en algunos casos se ha hecho insostenible. En la perspectiva del ya pr�ximo Gran Jubileo del a�o 2000 y recordando el sentido social que los Jubileos ten�an en el Antiguo Testamento, escrib�: � As�, en el esp�ritu del Libro del Lev�tico (25, 8-12), los cristianos deber�n hacerse voz de todos los pobres del mundo, proponiendo el Jubileo como un tiempo oportuno para pensar entre otras cosas en una notable reducci�n, si no en una total condonaci�n, de la deuda internacional que grava sobre el destino de muchas naciones �. (217)

Reitero mi deseo, hecho propio por los Padres sinodales, de que el Pontificio Consejo � Justicia y Paz �, junto con otros organismos competentes, como es la secci�n para las Relaciones con los Estados de la Secretar�a de Estado, � busque, en el estudio y el di�logo con representantes del Primer Mundo y con responsables del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional, v�as de soluci�n para el problema de la deuda externa y normas que impidan la repetici�n de tales situaciones con ocasi�n de futuros pr�stamos �. (218) Al nivel m�s amplio posible, ser�a oportuno que � expertos en econom�a y cuestiones monetarias, de fama internacional, procedieran a un an�lisis cr�tico del orden econ�mico mundial, en sus aspectos positivos y negativos, de modo que se corrija el orden actual, y propongan un sistema y mecanismos capaces de promover el desarrollo integral y solidario de las personas y los pueblos �. (219)

Lucha contra la corrupci�n

60. En Am�rica el fen�meno de la corrupci�n est� tambi�n ampliamente extendido. La Iglesia puede contribuir eficazmente a erradicar este mal de la sociedad civil con � una mayor presencia de cristianos laicos cualificados que, por su origen familiar, escolar y parroquial, promuevan la pr�ctica de valores como la verdad, la honradez, la laboriosidad y el servicio del bien com�n �. (220) Para lograr este objetivo y tambi�n para iluminar a todos los hombres de buena voluntad, deseosos de poner fin a los males derivados de la corrupci�n, hay que ense�ar y difundir lo m�s posible la parte que corresponde a este tema en el Catecismo de la Iglesia Cat�lica, promoviendo al mismo tiempo entre los cat�licos de cada Naci�n el conocimiento de los documentos publicados al respecto por las Conferencias Episcopales de las otras Naciones. (221) Los cristianos as� formados contribuir�n significativamente a la soluci�n de este problema, esforz�ndose en llevar a la pr�ctica la doctrina social de la Iglesia en todos los aspectos que afecten a sus vidas y en aquellos otros a los que pueda llegar su influjo.

El problema de las drogas

61. En relaci�n con el grave problema del comercio de drogas, la Iglesia en Am�rica puede colaborar eficazmente con los responsables de las Naciones, los directivos de empresas privadas, las organizaciones no gubernamentales y las instancias internacionales para desarrollar proyectos que eliminen este comercio que amenaza la integridad de los pueblos en Am�rica. (222) Esta colaboraci�n debe extenderse a los �rganos legislativos, apoyando las iniciativas que impidan el � blanqueo de dinero �, favorezcan el control de los bienes de quienes est�n implicados en este tr�fico y vigilen que la producci�n y comercio de las sustancias qu�micas para la elaboraci�n de drogas se realicen seg�n las normas legales. La urgencia y gravedad del problema hacen apremiante un llamado a los diversos ambientes y grupos de la sociedad civil para luchar unidos contra el comercio de la droga. (223) Por lo que respecta espec�ficamente a los Obispos, es necesario �seg�n una sugerencia de los Padres sinodales� que ellos mismos, como Pastores del pueblo de Dios, denuncien con valent�a y con fuerza el hedonismo, el materialismo y los estilos de vida que llevan f�cilmente a la droga. (224)

Hay que tener tambi�n presente que se debe ayudar a los agricultores pobres para que no caigan en la tentaci�n del dinero f�cil obtenible con el cultivo de las plantas de las que se extraen las drogas. A este respecto, las Organizaciones internacionales pueden prestar una colaboraci�n preciosa a los Gobiernos nacionales favoreciendo, con incentivos diversos, las producciones agr�colas alternativas. Se ha de alentar tambi�n la acci�n de quienes se esfuerzan en sacar de la droga a los que la usan, dedicando una atenci�n pastoral a las v�ctimas de la t�xicodependencia. Tiene una importancia fundamental ofrecer el verdadero � sentido de la vida � a las nuevas generaciones, que por carencia del mismo acaban por caer frecuentemente en la espiral perversa de los estupefacientes. Este trabajo de recuperaci�n y rehabilitaci�n social puede ser tambi�n una verdadera y propia tarea de evangelizaci�n. (225)

La carrera de armamentos

62. Un factor que paraliza gravemente el progreso de no pocas naciones de Am�rica es la carrera de armamentos. Desde las Iglesias particulares de Am�rica debe alzarse una voz prof�tica que denuncie tanto el armamentismo como el escandaloso comercio de armas de guerra, el cual emplea sumas ingentes de dinero que deber�an, en cambio, destinarse a combatir la miseria y a promover el desarrollo. (226) Por otra parte, la acumulaci�n de armamentos es un factor de inestabilidad y una amenaza para la paz. (227) Por esto, la Iglesia est� vigilante ante el riesgo de conflictos armados, incluso, entre naciones hermanas. Ella, como signo e instrumento de reconciliaci�n y paz, ha de procurar � por todos los medios posibles, tambi�n por el camino de la mediaci�n y del arbitraje, actuar en favor de la paz y de la fraternidad entre los pueblos �. (228)

Cultura de la muerte y sociedad dominada por los poderosos

63. Hoy en Am�rica, como en otras partes del mundo, parece perfilarse un modelo de sociedad en la que dominan los poderosos, marginando e incluso eliminando a los d�biles. Pienso ahora en los ni�os no nacidos, v�ctimas indefensas del aborto; en los ancianos y enfermos incurables, objeto a veces de la eutanasia; y en tantos otros seres humanos marginados por el consumismo y el materialismo. No puedo ignorar el recurso no necesario a la pena de muerte cuando otros � medios incruentos bastan para defender y proteger la seguridad de las personas contra el agresor [...] En efecto, hoy, teniendo en cuenta las posibilidades de que dispone el Estado para reprimir eficazmente el crimen dejando inofensivo a quien lo ha cometido, sin quitarle definitivamente la posibilidad de arrepentirse, los casos de absoluta necesidad de eliminar al reo �son ya muy raros, por no decir pr�cticamente inexistentes� �. (229) Semejante modelo de sociedad se caracteriza por la cultura de la muerte y, por tanto, en contraste con el mensaje evang�lico. Ante esta desoladora realidad, la Comunidad eclesial trata de comprometerse cada vez m�s en defender la cultura de la vida.

Por ello, los Padres sinodales, haci�ndose eco de los recientes documentos del Magisterio de la Iglesia, han subrayado con vigor la incondicionada reverencia y la total entrega a favor de la vida humana desde el momento de la concepci�n hasta el momento de la muerte natural, y expresan la condena de males como el aborto y la eutanasia. Para mantener estas doctrinas de la ley divina y natural, es esencial promover el conocimiento de la doctrina social de la Iglesia, y comprometerse para que los valores de la vida y de la familia sean reconocidos y defendidos en el �mbito social y en la legislaci�n del Estado. (230) Adem�s de la defensa de la vida, se ha de intensificar, a trav�s de m�ltiples instituciones pastorales, una activa promoci�n de las adopciones y una constante asistencia a las mujeres con problemas por su embarazo, tanto antes como despu�s del nacimiento del hijo. Se ha de dedicar adem�s una especial atenci�n pastoral a las mujeres que han padecido o procurado activamente el aborto. (231)

Doy gracias a Dios y manifiesto mi vivo aprecio a los hermanos y hermanas en la fe que en Am�rica, unidos a otros cristianos y a innumerables personas de buena voluntad, est�n comprometidos a defender con los medios legales la vida y a proteger al no nacido, al enfermo incurable y a los discapacitados. Su acci�n es a�n m�s laudable si se consideran la indiferencia de muchos, las insidias eugen�sicas y los atentados contra la vida y la dignidad humana, que diariamente se cometen por todas partes. (232)

Esta misma solicitud se ha de tener con los ancianos, a veces descuidados y abandonados. Ellos deben ser respetados como personas. Es importante poner en pr�ctica para ellos iniciativas de acogida y asistencia que promuevan sus derechos y aseguren, en la medida de lo posible, su bienestar f�sico y espiritual. Los ancianos deben ser protegidos de las situaciones y presiones que podr�an empujarlos al suicidio; en particular han de ser sostenidos contra la tentaci�n del suicidio asistido y de la eutanasia.

Junto con los Pastores del pueblo de Dios en Am�rica, dirijo un llamado a � los cat�licos que trabajan en el campo m�dico-sanitario y a quienes ejercen cargos p�blicos, as� como a los que se dedican a la ense�anza, para que hagan todo lo posible por defender las vidas que corren m�s peligro, actuando con una conciencia rectamente formada seg�n la doctrina cat�lica. Los Obispos y los presb�teros tienen, en este sentido, la especial responsabilidad de dar testimonio incansable en favor del Evangelio de la vida y de exhortar a los fieles para que act�en en consecuencia �. (233) Al mismo tiempo, es preciso que la Iglesia en Am�rica ilumine con oportunas intervenciones la toma de decisiones de los cuerpos legislativos, animando a los ciudadanos, tanto a los cat�licos como a los dem�s hombres de buena voluntad, a crear organizaciones para promover buenos proyectos de ley y as� se impidan aquellos otros que amenazan a la familia y la vida, que son dos realidades inseparables. En nuestros d�as hay que tener especialmente presente todo lo que se refiere a la investigaci�n embrionaria, para que de ning�n modo se vulnere la dignidad humana.

Los pueblos ind�genas y los americanos de origen africano

64. Si la Iglesia en Am�rica, fiel al Evangelio de Cristo, desea recorre el camino de la solidaridad, debe dedicar una especial atenci�n a aquellas etnias que todav�a hoy son objeto de discriminaciones injustas. En efecto, hay que erradicar todo intento de marginaci�n contra las poblaciones ind�genas. Ello implica, en primer lugar, que se deben respetar sus tierras y los pactos contra�dos con ellos; igualmente, hay que atender a sus leg�timas necesidades sociales, sanitarias y culturales. Habr� que recordar la necesidad de reconciliaci�n entre los pueblos ind�genas y las sociedades en las que viven.

Quiero recordar ahora que los americanos de origen africano siguen sufriendo tambi�n, en algunas partes, prejuicios �tnicos, que son un obst�culo importante para su encuentro con Cristo. Ya que todas las personas, de cualquier raza y condici�n, han sido creadas por Dios a su imagen, conviene promover programas concretos, en los que no debe faltar la oraci�n en com�n, los cuales favorezcan la comprensi�n y reconciliaci�n entre pueblos diversos, tendiendo puentes de amor cristiano, de paz y de justicia entre todos los hombres. (234)

Para lograr estos objetivos es indispensable formar agentes pastorales competentes, capaces de usar m�todos ya � inculturados � leg�timamente en la catequesis y en la liturgia. As� tambi�n, se conseguir� mejor un n�mero adecuado de pastores que desarrollen sus actividades entre los ind�genas, si se promueven las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada entre dichos pueblos. (235)

La problem�tica de los inmigrados

65. El Continente americano ha conocido en su historia muchos movimientos de inmigraci�n, que llevaron multitud de hombres y mujeres a las diversas regiones con la esperanza de un futuro mejor. El fen�meno contin�a tambi�n hoy y afecta concretamente a numerosas personas y familias procedentes de Naciones latinoamericanas del Continente, que se han instalado en las regiones del Norte, constituyendo en algunos casos una parte considerable de la poblaci�n. A menudo llevan consigo un patrimonio cultural y religioso, rico de significativos elementos cristianos. La Iglesia es consciente de los problemas provocados por esta situaci�n y se esfuerza en desarrollar una verdadera atenci�n pastoral entre dichos inmigrados, para favorecer su asentamiento en el territorio y para suscitar, al mismo tiempo, una actitud de acogida por parte de las poblaciones locales, convencida de que la mutua apertura ser� un enriquecimiento para todos.

Las comunidades eclesiales procurar�n ver en este fen�meno un llamado espec�fico a vivir el valor evang�lico de la fraternidad y a la vez una invitaci�n a dar un renovado impulso a la propia religiosidad para una acci�n evangelizadora m�s incisiva. En este sentido, los Padres sinodales consideran que � la Iglesia en Am�rica debe ser abogada vigilante que proteja, contra todas las restricciones injustas, el derecho natural de cada persona a moverse libremente dentro de su propia naci�n y de una naci�n a otra. Hay que estar atentos a los derechos de los emigrantes y de sus familias, y al respeto de su dignidad humana, tambi�n en los casos de inmigraciones no legales �. (236)

Con respecto a los inmigrantes, es necesaria una actitud hospitalaria y acogedora, que los aliente a integrarse en la vida eclesial, salvaguardando siempre su libertad y su peculiar identidad cultural. A este fin es muy importante la colaboraci�n entre las di�cesis de las que proceden y aquellas en las que son acogidos, tambi�n mediante las espec�ficas estructuras pastorales previstas en la legislaci�n y en la praxis de la Iglesia. (237) Se puede asegurar as� la atenci�n pastoral m�s adecuada posible e integral. La Iglesia en Am�rica debe estar impulsada por la constante solicitud de que no falte una eficaz evangelizaci�n a los que han llegado recientemente y no conocen todav�a a Cristo. (238)

CAP�TULO VI

LA MISI�N DE LA IGLESIA
HOY EN AM�RICA:
LA NUEVA EVANGELIZACI�N

� Como el Padre me envi�, tambi�n yo os env�o � (Jn 20, 21)

Enviados por Cristo

66. Cristo resucitado, antes de su ascensi�n al cielo, envi� a los Ap�stoles a anunciar el Evangelio al mundo entero (cf. Mc 16, 15), confiri�ndoles los poderes necesarios para realizar esta misi�n. Es significativo que, antes de darles el �ltimo mandato misionero, Jes�s se refiriera al poder universal recibido del Padre (cf. Mt 28, 18). En efecto, Cristo transmiti� a los Ap�stoles la misi�n recibida del Padre (cf. Jn 20, 21), haci�ndolos as� part�cipes de sus poderes. Pero tambi�n � los fieles laicos, precisamente por ser miembros de la Iglesia, tienen la vocaci�n y misi�n de ser anunciadores del Evangelio: son habilitados y comprometidos en esta tarea por los sacramentos de la iniciaci�n cristiana y por los dones del Esp�ritu Santo �. (239) En efecto, ellos han sido � hechos part�cipes, a su modo, de la funci�n sacerdotal, prof�tica y real de Cristo �. (240) Por consiguiente, � los fieles laicos �por su participaci�n en el oficio prof�tico de Cristo� est�n plenamente implicados en esta tarea de la Iglesia �, (241) y por ello deben sentirse llamados y enviados a proclamar la Buena Nueva del Reino. Las palabras de Jes�s: � Id tambi�n vosotros a mi vi�a � (Mt 20, 4), 242 deben considerarse dirigidas no s�lo a los Ap�stoles, sino a todos los que desean ser verdaderos disc�pulos del Se�or.

La tarea fundamental a la que Jes�s env�a a sus disc�pulos es el anuncio de la Buena Nueva, es decir, la evangelizaci�n (cf. Mc 16, 15-18). De ah� que, � evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocaci�n propia de la Iglesia, su identidad m�s profunda �. (243) Como he manifestado en otras ocasiones, la singularidad y novedad de la situaci�n en la que el mundo y la Iglesia se encuentran, a las puertas del Tercer milenio, y las exigencias que de ello se derivan, hacen que la misi�n evangelizadora requiera hoy un programa tambi�n nuevo que puede definirse en su conjunto como � nueva evangelizaci�n �. (244) Como Pastor supremo de la Iglesia deseo fervientemente invitar a todos los miembros del pueblo de Dios, y particularmente a los que viven en el Continente americano �donde por vez primera hice un llamado a un compromiso nuevo � en su ardor, en sus m�todos, en su expresi�n � (245)� a asumir este proyecto y a colaborar en �l. Al aceptar esta misi�n, todos deben recordar que el n�cleo vital de la nueva evangelizaci�n ha de ser el anuncio claro e inequ�voco de la persona de Jesucristo, es decir, el anuncio de su nombre, de su doctrina, de su vida, de sus promesas y del Reino que �l nos ha conquistado a trav�s de su misterio pascual. (246)

Jesucristo, � buena nueva � y primer evangelizador

67. Jesucristo es la � buena nueva � de la salvaci�n comunicada a los hombres de ayer, de hoy y de siempre; pero al mismo tiempo es tambi�n el primer y supremo evangelizador. (247) La Iglesia debe centrar su atenci�n pastoral y su acci�n evangelizadora en Jesucristo crucificado y resucitado. � Todo lo que se proyecte en el campo eclesial ha de partir de Cristo y de su Evangelio �. (248) Por lo cual, � la Iglesia en Am�rica debe hablar cada vez m�s de Jesucristo, rostro humano de Dios y rostro divino del hombre. Este anuncio es el que realmente sacude a los hombres, despierta y transforma los �nimos, es decir, convierte. Cristo ha de ser anunciado con gozo y con fuerza, pero principalmente con el testimonio de la propia vida �. (249)

Cada cristiano podr� llevar a cabo eficazmente su misi�n en la medida en que asuma la vida del Hijo de Dios hecho hombre como el modelo perfecto de su acci�n evangelizadora. La sencillez de su estilo y sus opciones han de ser normativas para todos en la tarea de la evangelizaci�n. En esta perspectiva, los pobres han de ser considerados ciertamente entre los primeros destinatarios de la evangelizaci�n, a semejanza de Jes�s, que dec�a de s� mismo: � El Esp�ritu del Se�or [...] me ha ungido. Me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva � (Lc 4, 18). (250)

Como ya he indicado antes, el amor por los pobres ha de ser preferencial, pero no excluyente. El haber descuidado �como se�alaron los Padres sinodales� la atenci�n pastoral de los ambientes dirigentes de la sociedad, con el consiguiente alejamiento de la Iglesia de no pocos de ellos, (251) se debe, en parte, a un planteamiento del cuidado pastoral de los pobres con un cierto exclusivismo. Los da�os derivados de la difusi�n del secularismo en dichos ambientes, tanto pol�ticos, como econ�micos, sindicales, militares, sociales o culturales, muestran la urgencia de una evangelizaci�n de los mismos, la cual debe ser alentada y guiada por los Pastores, llamados por Dios para atender a todos. Es necesario evangelizar a los dirigentes, hombres y mujeres, con renovado ardor y nuevos m�todos, insistiendo principalmente en la formaci�n de sus conciencias mediante la doctrina social de la Iglesia. Esta formaci�n ser� el mejor ant�doto frente a tantos casos de incoherencia y, a veces, de corrupci�n que afectan a las estructuras sociopol�ticas. Por el contrario, si se descuida esta evangelizaci�n de los dirigentes, no debe sorprender que muchos de ellos sigan criterios ajenos al Evangelio y, a veces, abiertamente contrarios a �l. A pesar de todo, y en claro contraste con quienes carecen de una mentalidad cristiana, hay que reconocer � los intentos de no pocos [...] dirigentes por construir una sociedad justa y solidaria �. (252)

El encuentro con Cristo lleva a evangelizar

68. El encuentro con el Se�or produce una profunda transformaci�n de quienes no se cierran a �l. El primer impulso que surge de esta transformaci�n es comunicar a los dem�s la riqueza adquirida en la experiencia de este encuentro. No se trata s�lo de ense�ar lo que hemos conocido, sino tambi�n, como la mujer samaritana, de hacer que los dem�s encuentren personalmente a Jes�s: � Venid a ver � (Jn 4, 29). El resultado ser� el mismo que se verific� en el coraz�n de los samaritanos, que dec�an a la mujer: � Ya no creemos por tus palabras; que nosotros mismos hemos o�do y sabemos que �ste es verdaderamente el Salvador del mundo � (Jn 4, 42). La Iglesia, que vive de la presencia permanente y misteriosa de su Se�or resucitado, tiene como centro de su misi�n � llevar a todos los hombres al encuentro con Jesucristo �. (253)

Ella est� llamada a anunciar que Cristo vive realmente, es decir, que el Hijo de Dios, que se hizo hombre, muri� y resucit�, es el �nico Salvador de todos los hombres y de todo el hombre, y que como Se�or de la historia contin�a operante en la Iglesia y en el mundo por medio de su Esp�ritu hasta la consumaci�n de los siglos. La presencia del Resucitado en la Iglesia hace posible nuestro encuentro con �l, gracias a la acci�n invisible de su Esp�ritu vivificante. Este encuentro se realiza en la fe recibida y vivida en la Iglesia, cuerpo m�stico de Cristo. Este encuentro, pues, tiene esencialmente una dimensi�n eclesial y lleva a un compromiso de vida. En efecto, � encontrar a Cristo vivo es aceptar su amor primero, optar por �l, adherir libremente a su persona y proyecto, que es el anuncio y la realizaci�n del Reino de Dios �. (254)

El llamado suscita la b�squeda de Jes�s: � Rabb� �que quiere decir, �Maestro�� �d�nde vives? Les respondi�: �Venid y lo ver�is�. Fueron, pues, vieron d�nde viv�a y se quedaron con �l aquel d�a � (Jn 1, 38-39). � Ese quedarse no se reduce al d�a de la vocaci�n, sino que se extiende a toda la vida. Seguirle es vivir como �l vivi�, aceptar su mensaje, asumir sus criterios, abrazar su suerte, participar su prop�sito que es el plan del Padre: invitar a todos a la comuni�n trinitaria y a la comuni�n con los hermanos en una sociedad justa y solidaria �. (255) El ardiente deseo de invitar a los dem�s a encontrar a Aqu�l a quien nosotros hemos encontrado, est� en la ra�z de la misi�n evangelizadora que incumbe a toda la Iglesia, pero que se hace especialmente urgente hoy en Am�rica, despu�s de haber celebrado los 500 a�os de la primera evangelizaci�n y mientras nos disponemos a conmemorar agradecidos los 2000 a�os de la venida del Hijo unig�nito de Dios al mundo.

Importancia de la catequesis

69. La nueva evangelizaci�n, en la que todo el Continente est� comprometido, indica que la fe no puede darse por supuesta, sino que debe ser presentada expl�citamente en toda su amplitud y riqueza. Este es el objetivo principal de la catequesis, la cual, por su misma naturaleza, es una dimensi�n esencial de la nueva evangelizaci�n. � La catequesis es un proceso de formaci�n en la fe, la esperanza y la caridad que informa la mente y toca el coraz�n, llevando a la persona a abrazar a Cristo de modo pleno y completo. Introduce m�s plenamente al creyente en la experiencia de la vida cristiana que incluye la celebraci�n lit�rgica del misterio de la redenci�n y el servicio cristiano a los otros �. (256)

Conociendo bien la necesidad de una catequizaci�n completa, hice m�a la propuesta de los Padres de la Asamblea extraordinaria del S�nodo de los Obispos de 1985, de elaborar � un catecismo o compendio de toda la doctrina cat�lica, tanto sobre fe como sobre moral �, el cual pudiera ser � punto de referencia para los catecismos y compendios que se redacten en las diversas regiones �. (257) Esta propuesta se ha visto realizada con la publicaci�n de la edici�n t�pica del Catechismus Catholicae Ecclesiae. (258) Adem�s del texto oficial del Catecismo, y para un mejor aprovechamiento de sus contenidos, he querido que se elaborara y publicara tambi�n un Directorio general para la Catequesis. (259) Recomiendo vivamente el uso de estos dos instrumentos de valor universal a cuantos en Am�rica se dedican a la catequesis. Es deseable que ambos documentos se utilicen � en la preparaci�n y revisi�n de todos los programas parroquiales y diocesanos para la catequesis, teniendo ante los ojos que la situaci�n religiosa de los j�venes y de los adultos requiere una catequesis m�s kerigm�tica y m�s org�nica en su presentaci�n de los contenidos de la fe �. (260)

Es necesario reconocer y alentar la valiosa misi�n que desarrollan tantos catequistas en todo el Continente americano, como verdaderos mensajeros del Reino: � Su fe y su testimonio de vida son partes integrantes de la catequesis �. (261) Deseo alentar cada vez m�s a los fieles para que asuman con valent�a y amor al Se�or este servicio a la Iglesia, dedicando generosamente su tiempo y sus talentos. Por su parte, los Obispos procuren ofrecer a los catequistas una adecuada formaci�n para que puedan desarrollar esta tarea tan indispensable en la vida de la Iglesia.

En la catequesis ser� conveniente tener presente, sobre todo en un Continente como Am�rica, donde la cuesti�n social constituye un aspecto relevante, que � el crecimiento en la comprensi�n de la fe y su manifestaci�n pr�ctica en la vida social est�n en �ntima correlaci�n. Conviene que las fuerzas que se gastan en nutrir el encuentro con Cristo, redunden en promover el bien com�n en una sociedad justa �. (262)

Evangelizaci�n de la cultura

70. Mi predecesor Pablo VI, con sabia inspiraci�n, consideraba que � la ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda alguna el drama de nuestro tiempo �. (263) Por ello, los Padres sinodales han considerado justamente que � la nueva evangelizaci�n pide un esfuerzo l�cido, serio y ordenado para evangelizar la cultura �.(264) El Hijo de Dios, al asumir la naturaleza humana, se encarn� en un determinado pueblo, aunque su muerte redentora trajo la salvaci�n a todos los hombres, de cualquier cultura, raza y condici�n. El don de su Esp�ritu y su amor van dirigidos a todos y cada uno de los pueblos y culturas para unirlos entre s� a semejanza de la perfecta unidad que hay en Dios uno y trino. Para que esto sea posible es necesario inculturar la predicaci�n, de modo que el Evangelio sea anunciado en el lenguaje y la cultura de aquellos que lo oyen. (265) Sin embargo, al mismo tiempo no debe olvidarse que s�lo el misterio pascual de Cristo, suprema manifestaci�n del Dios infinito en la finitud de la historia, puede ser el punto de referencia v�lido para toda la humanidad peregrina en busca de unidad y paz verdaderas.

El rostro mestizo de la Virgen de Guadalupe fue ya desde el inicio en el Continente un s�mbolo de la inculturaci�n de la evangelizaci�n, de la cual ha sido la estrella y gu�a. Con su intercesi�n poderosa la evangelizaci�n podr� penetrar el coraz�n de los hombres y mujeres de Am�rica, e impregnar sus culturas transform�ndolas desde dentro. (266)

Evangelizar los centros educativos

71. El mundo de la educaci�n es un campo privilegiado para promover la inculturaci�n del Evangelio. Sin embargo, los centros educativos cat�licos y aqu�llos que, aun no siendo confesionales, tienen una clara inspiraci�n cat�lica, s�lo podr�n desarrollar una acci�n de verdadera evangelizaci�n si en todos sus niveles, incluido el universitario, se mantiene con nitidez su orientaci�n cat�lica. Los contenidos del proyecto educativo deben hacer referencia constante a Jesucristo y a su mensaje, tal como lo presenta la Iglesia en su ense�anza dogm�tica y moral. S�lo as� se podr�n formar dirigentes aut�nticamente cristianos en los diversos campos de la actividad humana y de la sociedad, especialmente en la pol�tica, la econom�a, la ciencia, el arte y la reflexi�n filos�fica. (267) En este sentido, � es esencial que la Universidad Cat�lica sea, a la vez, verdadera y realmente ambas cosas: Universidad y Cat�lica. [...] La �ndole cat�lica es un elemento constitutivo de la Universidad en cuanto instituci�n y no una mera decisi�n de los individuos que dirigen la Universidad en un tiempo concreto �. (268) Por eso, la labor pastoral en las Universidades Cat�licas ha de ser objeto de particular atenci�n en orden a fomentar el compromiso apost�lico de los estudiantes para que ellos mismos lleguen a ser los evangelizadores del mundo universitario. (269) Adem�s, � debe estimularse la cooperaci�n entre las Universidades Cat�licas de toda Am�rica para que se enriquezcan mutuamente �, (270) contribuyendo de este modo a que el principio de solidaridad e intercambio entre los pueblos de todo el Continente se realice tambi�n a nivel universitario.

Algo semejante se ha de decir tambi�n a prop�sito de las escuelas cat�licas, en particular de la ense�anza secundaria: � Debe hacerse un esfuerzo especial para fortificar la identidad cat�lica de las escuelas, las cuales fundan su naturaleza espec�fica en un proyecto educativo que tiene su origen en la persona de Cristo y su ra�z en la doctrina del Evangelio. Las escuelas cat�licas deben buscar no s�lo impartir una educaci�n que sea competente desde el punto de vista t�cnico y profesional, sino especialmente proveer una formaci�n integral de la persona humana �. (271) Dada la importancia de la tarea que los educadores cat�licos desarrollan, me uno a los Padres sinodales en su deseo de alentar, con �nimo agradecido, a todos los que se dedican a la ense�anza en las escuelas cat�licas: sacerdotes, hombres y mujeres consagrados, y laicos comprometidos, � para que perseveren en su misi�n de tanta importancia �. (272) Ha de procurarse que el influjo de estos centros de ense�anza llegue a todos los sectores de la sociedad sin distinciones ni exclusivismos. Es indispensable que se realicen todos los esfuerzos posibles para que las escuelas cat�licas, a pesar de las dificultades econ�micas, contin�en � impartiendo la educaci�n cat�lica a los pobres y a los marginados en la sociedad �. (273) Nunca ser� posible liberar a los indigentes de su pobreza si antes no se los libera de la miseria debida a la carencia de una educaci�n digna.

En el proyecto global de la nueva evangelizaci�n, el campo de la educaci�n ocupa un lugar privilegiado. Por ello, ha de alentarse la actividad de todos los docentes cat�licos, incluso de los que ense�an en escuelas no confesionales. As� mismo, dirijo un llamado urgente a los consagrados y consagradas para que no abandonen un campo tan importante para la nueva evangelizaci�n. (274)

Como fruto y expresi�n de la comuni�n entre todas las Iglesias particulares de Am�rica, reforzada ciertamente por la experiencia espiritual de la Asamblea sinodal, se procurar� promover congresos para los educadores cat�licos en �mbito nacional y continental, tratando de ordenar e incrementar la acci�n pastoral educativa en todos los ambientes. (275)

La Iglesia en Am�rica, para cumplir todos estos objetivos, necesita un espacio de libertad en el campo de la ense�anza, lo cual no debe entenderse como un privilegio, sino como un derecho, en virtud de la misi�n evangelizadora confiada por el Se�or. Adem�s, los padres tienen el derecho fundamental y primario de decidir sobre la educaci�n de sus hijos y, por este motivo, los padres cat�licos han de tener la posibilidad de elegir una educaci�n de acuerdo con sus convicciones religiosas. La funci�n del Estado en este campo es subsidiaria. El Estado tiene la obligaci�n de � garantizar a todos la educaci�n y la obligaci�n de respetar y defender la libertad de ense�anza. Debe denunciarse el monopolio del Estado como una forma de totalitarismo que vulnera los derechos fundamentales que debe defender, especialmente el derecho de los padres de familia a la educaci�n religiosa de sus hijos. La familia es el primer espacio educativo de la persona �. (276)

Evangelizar con los medios de comunicaci�n social

72. Es fundamental para la eficacia de la nueva evangelizaci�n un profundo conocimiento de la cultura actual, en la cual los medios de comunicaci�n social tienen gran influencia. Es por tanto indispensable conocer y usar estos medios, tanto en sus formas tradicionales como en las m�s recientes introducidas por el progreso tecnol�gico. Esta realidad requiere que se domine el lenguaje, naturaleza y caracter�sticas de dichos medios. Con el uso correcto y competente de los mismos se puede llevar a cabo una verdadera inculturaci�n del Evangelio. Por otra parte, los mismos medios contribuyen a modelar la cultura y mentalidad de los hombres y mujeres de nuestro tiempo, raz�n por la cual quienes trabajan en el campo de los medios de comunicaci�n social han de ser destinatarios de una especial acci�n pastoral (277)

A este respecto, los Padres sinodales indicaron numerosas iniciativas concretas para una presencia eficaz del Evangelio en el mundo de los medios de comunicaci�n social: la formaci�n de agentes pastorales para este campo; el fomento de centros de producci�n cualificada; el uso prudente y acertado de sat�lites y de nuevas tecnolog�as; la formaci�n de los fieles para que sean destinatarios cr�ticos; la uni�n de esfuerzos en la adquisici�n y consiguiente gesti�n en com�n de nuevas emisoras y redes de radio y televisi�n, y la coordinaci�n de las que ya existen. Por otra parte, las publicaciones cat�licas merecen ser sostenidas y necesitan alcanzar un deseado desarrollo cualitativo.

Hay que alentar a los empresarios para que respalden econ�micamente producciones de calidad que promueven los valores humanos y cristianos. (278) Sin embargo, un programa tan amplio supera con creces las posibilidades de cada Iglesia particular del Continente americano. Por ello, los mismos Padres sinodales propusieron la coordinaci�n de las actividades en materia de medios de comunicaci�n social a nivel interamericano, para fomentar el conocimiento rec�proco y la cooperaci�n en las realizaciones que ya existen en este campo. (279)

El desaf�o de las sectas

73. La acci�n proselitista, que las sectas y nuevos grupos religiosos desarrollan en no pocas partes de Am�rica, es un grave obst�culo para el esfuerzo evangelizador. La palabra � proselitismo � tiene un sentido negativo cuando refleja un modo de ganar adeptos no respetuoso de la libertad de aquellos a quienes se dirige una determinada propaganda religiosa. (280) La Iglesia cat�lica en Am�rica censura el proselitismo de las sectas y, por esta misma raz�n, en su acci�n evangelizadora excluye el recurso a semejantes m�todos. Al proponer el Evangelio de Cristo en toda su integridad, la actividad evangelizadora ha de respetar el santuario de la conciencia de cada individuo, en el que se desarrolla el di�logo decisivo, absolutamente personal, entre la gracia y la libertad del hombre.

Ello ha de tenerse en cuenta especialmente respecto a los hermanos cristianos de Iglesias y Comunidades eclesiales separadas de la Iglesia cat�lica, establecidas desde hace mucho tiempo en determinadas regiones. Los lazos de verdadera comuni�n, aunque imperfecta, que, seg�n la doctrina del Concilio Vaticano II, (281) tienen esas comunidades con la Iglesia cat�lica, deben iluminar las actitudes de �sta y de todos sus miembros respecto a aqu�llas. (282) Sin embargo, estas actitudes no han de poner en duda la firme convicci�n de que s�lo en la Iglesia cat�lica se encuentra la plenitud de los medios de salvaci�n establecidos por Jesucristo.(283)

Los avances proselitistas de las sectas y de los nuevos grupos religiosos en Am�rica no pueden contemplarse con indiferencia. Exigen de la Iglesia en este Continente un profundo estudio, que se ha de realizar en cada naci�n y tambi�n a nivel internacional, para descubrir los motivos por los que no pocos cat�licos abandonan la Iglesia. A la luz de sus conclusiones ser� oportuno hacer una revisi�n de los m�todos pastorales empleados, de modo que cada Iglesia particular ofrezca a los fieles una atenci�n religiosa m�s personalizada, consolide las estructuras de comuni�n y misi�n, y use las posibilidades evangelizadoras que ofrece una religiosidad popular purificada, a fin de hacer m�s viva la fe de todos los cat�licos en Jesucristo, por la oraci�n y la meditaci�n de la palabra de Dios. (284)

A nadie se le oculta la urgencia de una acci�n evangelizadora apropiada en relaci�n con aquellos sectores del Pueblo de Dios que est�n m�s expuestos al proselitismo de las sectas, como son los emigrantes, los barrios perif�ricos de las ciudades o las aldeas campesinas carentes de una presencia sistem�tica del sacerdote y, por tanto, caracterizadas por una ignorancia religiosa difusa, as� como las familias de la gente sencilla afectadas por dificultades materiales de diverso tipo. Tambi�n desde este punto de vista se demuestran sumamente �tiles las comunidades de base, los movimientos, los grupos de familias y otras formas asociativas, en las cuales resulta m�s f�cil cultivar las relaciones interpersonales de mutuo apoyo, tanto espiritual como econ�mico.

Por otra parte, como se�alaron algunos Padres sinodales, hay que preguntarse si una pastoral orientada de modo casi exclusivo a las necesidades materiales de los destinatarios no haya terminado por defraudar el hambre de Dios que tienen esos pueblos, dej�ndolos as� en una situaci�n vulnerable ante cualquier oferta supuestamente espiritual. Por eso, � es indispensable que todos tengan contacto con Cristo mediante el anuncio kerigm�tico gozoso y transformante, especialmente mediante la predicaci�n en la liturgia �. (285) Una Iglesia que viva intensamente la dimensi�n espiritual y contemplativa, y que se entregue generosamente al servicio de la caridad, ser� de manera cada vez m�s elocuente testigo cre�ble de Dios para los hombres y mujeres en su b�squeda de un sentido para la propia vida. (286) Para ello es necesario que los fieles pasen de una fe rutinaria, quiz�s mantenida s�lo por el ambiente, a una fe consciente vivida personalmente. La renovaci�n en la fe ser� siempre el mejor camino para conducir a todos a la Verdad que es Cristo.

Para que la respuesta al desaf�o de las sectas sea eficaz, se requiere una adecuada coordinaci�n de las iniciativas a nivel supradiocesano, con el objeto de realizar una cooperaci�n mediante proyectos comunes que puedan dar mayores frutos. (287)

La misi�n � ad gentes �

74. Jesucristo confi� a su Iglesia la misi�n de evangelizar a todas las naciones: � Id, pues, y haced disc�pulos a todas las gentes bautiz�ndolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Esp�ritu Santo, y ense��ndoles a guardar todo lo que os he mandado � (Mt 28, 19-20). La conciencia de la universalidad de la misi�n evangelizadora que la Iglesia ha recibido debe permanecer viva, como lo ha demostrado siempre la historia del pueblo de Dios que peregrina en Am�rica. La evangelizaci�n se hace m�s urgente respecto a aqu�llos que viviendo en este Continente a�n no conocen el nombre de Jes�s, el �nico nombre dado a los hombres para su salvaci�n (cf. Hch 4, 12). Lamentablemente, este nombre es desconocido todav�a en gran parte de la humanidad y en muchos ambientes de la sociedad americana. Baste pensar en las etnias ind�genas a�n no cristianizadas o en la presencia de religiones no cristianas, como el Islam, el Budismo o el Hinduismo, sobre todo en los inmigrantes provenientes de Asia.

Ello obliga a la Iglesia universal, y en particular a la Iglesia en Am�rica, a permanecer abierta a la misi�n ad gentes. (288) El programa de una nueva evangelizaci�n en el Continente, objetivo de muchos proyectos pastorales, no puede limitarse a revitalizar la fe de los creyentes rutinarios, sino que ha de buscar tambi�n anunciar a Cristo en los ambientes donde es desconocido.

Adem�s, las Iglesias particulares de Am�rica est�n llamadas a extender su impulso evangelizador m�s all� de sus fronteras continentales. No pueden guardar para s� las inmensas riquezas de su patrimonio cristiano. Han de llevarlo al mundo entero y comunicarlo a aqu�llos que todav�a lo desconocen. Se trata de muchos millones de hombres y mujeres que, sin la fe, padecen la m�s grave de las pobrezas. Ante esta pobreza ser�a err�neo no favorecer una actividad evangelizadora fuera del Continente con el pretexto de que todav�a queda mucho por hacer en Am�rica o en la espera de llegar antes a una situaci�n, en el fondo ut�pica, de plena realizaci�n de la Iglesia en Am�rica.

Con el deseo de que el Continente americano participe, de acuerdo con su vitalidad cristiana, en la gran tarea de la misi�n ad gentes, hago m�as las propuestas concretas que los Padres sinodales presentaron en orden a � fomentar una mayor cooperaci�n entre las Iglesias hermanas; enviar misioneros (sacerdotes, consagrados y fieles laicos) dentro y fuera del Continente; fortalecer o crear Institutos misionales; favorecer la dimensi�n misionera de la vida consagrada y contemplativa; dar un mayor impulso a la animaci�n, formaci�n y organizaci�n misional �. (289) Estoy seguro de que el celo pastoral de los Obispos y de los dem�s hijos de la Iglesia en toda Am�rica sabr� encontrar iniciativas concretas, incluso a nivel internacional, que lleven a la pr�ctica, con gran dinamismo y creatividad, estos prop�sitos misionales.

CONCLUSI�N

Con esperanza y gratitud

75. � He aqu� que yo estoy con vosotros todos los d�as hasta el fin del mundo � (Mt 28, 20). Confiando en esta promesa del Se�or, la Iglesia que peregrina en el Continente americano se dispone con entusiasmo a afrontar los desaf�os del mundo actual y los que el futuro pueda deparar. En el Evangelio la buena noticia de la resurrecci�n del Se�or va acompa�ada de la invitaci�n a no temer (cf. Mt 28, 5.10). La Iglesia en Am�rica quiere caminar en la esperanza, como expresaron los Padres sinodales: � Con una confianza serena en el Se�or de la historia, la Iglesia se dispone a traspasar el umbral del Tercer milenio sin prejuicios ni pusilanimidad, sin ego�smo, sin temor ni dudas, persuadida del servicio primordial que debe prestar en testimonio de fidelidad a Dios y a los hombres y mujeres del Continente �. (290)

Adem�s, la Iglesia en Am�rica se siente particularmente impulsada a caminar en la fe respondiendo con gratitud al amor de Jes�s, � manifestaci�n encarnada del amor misericordioso de Dios (cf. Jn 3, 16) �. (291) La celebraci�n del inicio del Tercer milenio cristiano puede ser una ocasi�n oportuna para que el pueblo de Dios en Am�rica renueve � su gratitud por el gran don de la fe �, (292) que comenz� a recibir hace cinco siglos. El a�o 1492, m�s all� de los aspectos hist�ricos y pol�ticos, fue el gran a�o de gracia por la fe recibida en Am�rica, una fe que anuncia el supremo beneficio de la Encarnaci�n del Hijo de Dios, que tuvo lugar hace 2000 a�os, como recordaremos solemnemente en el Gran Jubileo tan cercano.

Este doble sentimiento de esperanza y gratitud ha de acompa�ar toda la acci�n pastoral de la Iglesia en el Continente, impregnando de esp�ritu jubilar las diversas iniciativas de las di�cesis, parroquias, comunidades de vida consagrada, movimientos eclesiales, as� como las actividades que puedan organizarse a nivel regional y continental. (293)

Oraci�n a Jesucristo por las familias de Am�rica

76. Por tanto, invito a todos los cat�licos de Am�rica a tomar parte activa en las iniciativas evangelizadoras que el Esp�ritu Santo vaya suscitando a lo largo y ancho de este inmenso Continente, tan lleno de posibilidades y de esperanzas para el futuro. De modo especial invito a las familias cat�licas a ser � iglesias dom�sticas �, (294) donde se vive y se transmite a las nuevas generaciones la fe cristiana como un tesoro, y donde se ora en com�n. Si las familias cat�licas realizan en s� mismas el ideal al que est�n llamadas por voluntad de Dios, se convertir�n en verdaderos focos de evangelizaci�n.

Al concluir esta Exhortaci�n Apost�lica, con la que he recogido las propuestas de los Padres sinodales, acojo gustoso su sugerencia de redactar una oraci�n por las familias en Am�rica. (295) Invito a cada uno, a las comunidades y grupos eclesiales, donde dos o m�s se re�nen en nombre del Se�or, para que a trav�s de la oraci�n se refuerce el lazo espiritual de uni�n entre todos los cat�licos americanos. Que todos se unan a la s�plica del Sucesor de Pedro, invocando a Jesucristo, � camino para la conversi�n, la comuni�n y la solidaridad en Am�rica �:

Se�or Jesucristo, te agradecemos
que el Evangelio del Amor del Padre,
con el que T� viniste a salvar al mundo,
haya sido proclamado ampliamente en Am�rica
como don del Esp�ritu Santo
que hace florecer nuestra alegr�a.
Te damos gracias por la ofrenda de tu vida,
que nos entregaste am�ndonos hasta el extremo,
y nos hace hijos de Dios
y hermanos entre nosotros.
Aumenta, Se�or, nuestra fe y amor a ti,
que est�s presente
en tantos sagrarios del Continente.

Conc�denos ser fieles testigos de tu Resurrecci�n
ante las nuevas generaciones de Am�rica,
para que conoci�ndote te sigan
y encuentren en ti su paz y su alegr�a.
S�lo as� podr�n sentirse hermanos
de todos los hijos de Dios dispersos por el mundo.

T�, que al hacerte hombre
quisiste ser miembro de una familia humana,
ense�a a las familias
las virtudes que resplandecieron
en la casa de Nazaret.
Haz que permanezcan unidas,
como T� y el Padre sois Uno,
y sean vivo testimonio de amor,
de justicia y solidaridad;
que sean escuela de respeto,
de perd�n y mutua ayuda,
para que el mundo crea;
que sean fuente de vocaciones
al sacerdocio,
a la vida consagrada
y a las dem�s formas
de intenso compromiso cristiano.

Protege a tu Iglesia y al Sucesor de Pedro,
a quien T�, Buen Pastor, has confiado
la misi�n de apacentar todo tu reba�o.
Haz que tu Iglesia florezca en Am�rica
y multiplique sus frutos de santidad.

Ens��anos a amar a tu Madre, Mar�a,
como la amaste T�.
Danos fuerza para anunciar con valent�a tu Palabra
en la tarea de la nueva evangelizaci�n,
para corroborar la esperanza en el mundo.

�Nuestra Se�ora de Guadalupe, Madre de Am�rica,
ruega por nosotros!

Dado en Ciudad de M�xico, el 22 de enero del a�o 1999, vig�simo primero de mi Pontificado.


�NDICE

Introducci�n [n. 1]

La idea de celebrar esta Asamblea sinodal [n. 2]

El tema de la Asamblea [n. 3]

La celebraci�n de la Asamblea como experiencia de encuentro [n. 4]

Contribuir a la unidad del Continente [n. 5]

En el contexto de la nueva evangelizaci�n [n. 6]

Con la presencia y la ayuda del Se�or [n. 7]

CAP�TULO I

EL ENCUENTRO CON JESUCRISTO VIVO

Los encuentros con el Se�or en el Nuevo Testamento [n. 8]

Encuentros personales y encuentros comunitarios [n. 9]

El encuentro con Cristo en el tiempo de la Iglesia [n. 10]

Por medio de Mar�a encontramos a Jes�s [n. 11]

Lugares de encuentro con Cristo [n. 12]

CAP�TULO II

EL ENCUENTRO CON JESUCRISTO EN EL HOY DE AM�RICA

Situaci�n de los hombres y mujeres de Am�rica, y su encuentro con el Se�or [n. 13]

Identidad cristiana de Am�rica [n. 14]

Frutos de santidad [n. 15]

La piedad popular [n. 16]

Presencia cat�lica oriental [n. 17]

La Iglesia en el campo de la educaci�n y de la acci�n social [n. 18]

Creciente respeto de los derechos humanos [n. 19]

El fen�meno de la globalizaci�n [n. 20]

La urbanizaci�n creciente [n. 21]

El peso de la deuda externa [n. 22]

La corrupci�n [n. 23]

Comercio y consumo de drogas [n. 24]

Preocupaci�n por la ecolog�a [n. 25]

CAP�TULO III

CAMINO DE CONVERSI�N

Urgencia del llamado a la conversi�n [n. 26]

Dimensi�n social de la conversi�n [n. 27]

Conversi�n permanente [n. 28]

Guiados por el Esp�ritu Santo hacia un nuevo estilo de vida [n. 29]

Vocaci�n universal a la santidad [n. 30]

Jes�s, el �nico camino para la santidad [n. 31

Penitencia y reconciliaci�n [n. 32]

CAP�TULO IV

CAMINO PARA LA COMUNI�N

La Iglesia, sacramento de comuni�n [n. 33]

Iniciaci�n cristiana y comuni�n [n. 34]

La Eucarist�a, centro de comuni�n con Dios y con los hermanos [n. 35]

Los Obispos, promotores de comuni�n [n. 36]

Una comuni�n m�s intensa entre las Iglesias particulares [n. 37]

Comuni�n fraterna con las Iglesias cat�licas orientales [n. 38]

El presb�tero, signo de unidad [n. 39]

Fomentar la pastoral vocacional [n. 40]

Renovar la instituci�n parroquial [n. 41]

Los di�conos permanentes [n. 42]

La vida consagrada [n. 43]

Los fieles laicos y la renovaci�n de la Iglesia [n. 44]

Dignidad de la mujer [n. 45]

Los desaf�os para la familia cristiana [n. 46]

Los j�venes, esperanza de futuro [n. 47]

Acompa�ar al ni�o en su encuentro con Cristo [n. 48]

Elementos de comuni�n con las otras Iglesias y Comunidades eclesiales [n. 49]

Relaci�n de la Iglesia con las comunidades jud�as [n. 50]

Religiones no cristianas [n. 51]

CAP�TULO V

CAMINO PARA LA SOLIDARIDAD

La solidaridad, fruto de la comuni�n [n. 52]

La doctrina de la Iglesia, expresi�n de las exigencias de la conversi�n [n. 53]

Doctrina social de la Iglesia [n. 54]

Globalizaci�n de la solidaridad [n. 55]

Pecados sociales que claman al cielo [n. 56]

El fundamento �ltimo de los derechos humanos [n. 57]

Amor preferencial por los pobres y marginados [n. 58]

La deuda externa [n. 59]

Lucha contra la corrupci�n [n. 60]

El problema de las drogas [n. 61]

La carrera de armamentos [n. 62]

Cultura de la muerte y sociedad dominada por los poderosos [n. 63]

Los pueblos ind�genos y los americanos de origen africano [n. 64]

La problem�tica de los inmigrados [n. 65]

CAP�TULO VI

LA MISI�N DE LA IGLESIA HOY EN AM�RICA:
LA NUEVA EVANGELIZACI�N

Enviados por Cristo [n. 66]

Jesucristo, � buena nueva � y primer evangelizador [n. 67]

El encuentro con Cristo lleva a evangelizar [n. 68]

Importancia de la catequesis [n. 69]

Evangelizaci�n de la cultura [n. 70]

Evangelizar los centros educativos [n. 71]

Evangelizar con los medios de comunicaci�n social [n. 72]

0El desaf�o de las sectas [n. 73]

La misi�n ad gentes [n. 74]

CONCLUSI�N

Con esperanza y gratitud [n. 75]

Oraci�n a Jesucristo por las familias de Am�rica [n. 76]


NOTAS

(1) Al respecto, es elocuente la antigua inscripci�n en el baptisterio de San Juan de Letr�n: � Virgineo foetu Genitrix Ecclesia natos quos spirante Deo concipit amne parit � (E. Diehl, Inscriptiones latinae christianae veteres, n. 1513, I. I: Berolini 1925, p. 289).

(2) Homil�a en la Ordenaci�n de di�conos y presb�teros en Bogot� (22 de agosto de 1968): AAS 60 (1968), 614-615.

(3) N. 17: AAS 85 (1993), 820.

(4) N. 38: AAS 87 (1995), 30.

(5) Discurso de apertura de la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano (12 de octubre de 1992), 17: AAS 85 (1993), 820-821.

(6) Carta ap. Tertio millennio adveniente (10 de noviembre de 1994), 21: AAS 87 (1995), 17.

(7) Discurso de apertura de la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano (12 de octubre de 1992), 17: AAS 85 (1993), 820.

(8) Cf. Carta ap. Tertio millennio adveniente (10 de noviembre de 1994), 38: AAS 87 (1995), 30.

(9) Discurso a la Asamblea del CELAM (9 de marzo de 1983), III: AAS 75 (1983), 778.

(10) Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30 de diciembre de 1988), 34: AAS 81 (1989), 454.

(11) Propositio 3.

(12) S. Agust�n, Tract. in Joh., 15, 11: CCL 36, 154.

(13) Ib�d., 15, 17: l.c., 156.

(14) � Salvator... ascensionis suae eam (Mariam Magdalenam) ad apostolos instituit apostolam �. R�bano Mauro, De vita beatae Mariae Magdalenae, 27: PL 112, 1574. Cf. S. Pedro Dami�n, Sermo 56: PL 144, 820; Hugo de Cluny, Commonitorium: PL 159, 952; S. Tom�s de Aquino, In Joh. Evang. expositio, 20, 3.

(15) Discurso en la clausura del A�o Santo (25 de diciembre de 1975): AAS 68 (1976), 145.

(16) Propositio 9; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 22.

(17) Enc. Redemptoris Mater (25 de marzo de 1987), 21: AAS 79 (1987), 369.

(18) Propositio 5.

(19) III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Mensaje a los pueblos de Am�rica Latina, Puebla, febrero de 1997, 282. Para los Estados Unidos de Am�rica, cf. National Conference of Catholic Bishops, Behold Your Mother Woman of Faith, Washington 1973, 53-55.

(20) Cf. Propositio 6.

(21) Juan Pablo II, Discurso inaugural de la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Santo Domingo (12 de octubre de 1992), 24: AAS 85 (1993), 826.

(22) Cf. National Conference of Catholic Bishops, Behold Your Mother Woman of Faith, Washington 1973, 37.

(23) Cf. Propositio 6.

(24) Propositio 4.

(25) Cf. ib�d.

(26) Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 7.

(27) Enc. Mysterium fidei (3 de septiembre de 1965): AAS 57 (1965), 764.

(28) Ib�d., l.c., 766.

(29) Propositio 4.

(30) Discurso en la �ltima sesi�n p�blica del Concilio Vaticano II (7 de diciembre de 1965): AAS 58 (1966), 58.

(31) Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. Reconciliatio et paenitentia (2 de diciembre de 1984), 16: AAS 77 (1985), 214-217.

(32) Cf. Propositio 61.

(33) Propositio 29.

(34) Cf. Bula Sacrosancti apostolatus cura (11 de agosto de 1670), � 3: Bullarium Romanum, 26/VII, 42.

(35) Entre otros pueden citarse: los m�rtires Juan de Brebeuf y sus siete compa�eros, Roque Gonz�lez y sus dos compa�eros; los santos Elizabeth Ann Seton, Margarita Bourgeoys, Pedro Claver, Juan del Castillo, Rosa Philippine Duchesne, Margarita d'Youville, Francisco Febres Cordero, Teresa Fern�ndez Solar de los Andes, Juan Mac�as, Toribio de Mogrovejo, Ezequiel Moreno D�az, Juan Nepomuceno Neumann, Mar�a Ana de Jes�s Paredes Flores, Mart�n de Porres, Alfonso Rodr�guez, Francisco Solano, Francisca Xavier Cabrini; los beatos Jos� de Anchieta, Pedro de San Jos� Betancurt, Juan Diego, Katherine Drexel, Mar�a Encarnaci�n Rosal, Rafael Gu�zar Valencia, Dina B�langer, Alberto Hurtado Cruchaga, El�as del Socorro Nieves, Mar�a Francisca de Jes�s Rubatto, Mercedes de Jes�s Molina, Narcisa de Jes�s Martillo Mor�n, Miguel Agust�n Pro, Mar�a de San Jos� Alvarado Cardozo, Jun�pero Serra, Kateri Tekawitha, Laura Vicu�a, Ant�nio de Sant'Anna Galv�o y tantos otros beatos que son invocados con fe y devoci�n por los pueblos de Am�rica (cf. Instrumentum laboris, 17).

(36) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 50.

(37) Propositio 31.

(38) Propositio 30.

(39) N. 37: AAS 87 (1995), 29; cf. Propositio 31.

(40) Propositio 21.

(41) Cf. ib�d.

(42) Cf. ib�d.

(43) Cf. ib�d.

(44) Cf. Propositio 18.

(45) Propositio 19.

(46) Decr. Orientalium Ecclesiarum, sobre las Iglesias orientales cat�licas, 5; cf. C�digo de los C�nones de las Iglesias Orientales, can. 28; Propositio 60.

(47) Cf. Juan Pablo II, Enc. Redemptoris Mater (25 de marzo de 1987), 34: AAS 79 (1987), 406; S�nodo de los Obispos, Asamblea Especial para Europa, Decl. Ut testes simus Christi qui nos liberavit (13 de diciembre de 1991), III, 7: Ench. Vat. 13, 647-652.

(48) Cf. Propositio 60.

(49) Cf. Propositiones 23 y 24.

(50) Propositio 73.

(51) Propositio 72; cf. Juan Pablo II, Enc. Centesimus annus (1 de mayo de 1991), 46: AAS 83 (1991), 850.

(52) Cf. S�nodo de los Obispos, Asamblea especial para Europa, Decl. Ut testes simus Christi qui nos liberavit (13 de diciembre de 1991), I, 1; II, 4; IV, 10: Ench. Vat. 13, nn. 613-615; 627-633; 660-669.

(53) Propositio 72.

(54) Ib�d.

(55) Cf. Propositio 74.

(56) Carta ap. Octogesima adveniens (14 de mayo de 1971), 8-9: AAS 63 (1971), 406-408.

(57) Propositio 35.

(58) Cf. ib�d.

(59) Propositio 75.

(60) Cf. Pontificia Comisi�n � Iustitia et Pax �, Al servicio de la comunidad humana: una consideraci�n �tica de la deuda internacional (27 de diciembre de 1986): Ench. Vat. 10, 1045-1128.

(61) Propositio 75.

(62) Propositio 37.

(63) N. 5: AAS 90 (1998), 152.

(64) Propositio 38.

(65) Ib�d.

(66) Propositio 36.

(67) Cf. ib�d.

(68) S�nodo de los Obispos, Segunda Asamblea general extraordinaria, Relaci�n final Ecclesia sub Verbo Dei mysteria Christi celebrans pro salute mundi (7 de diciembre de 1985), II, B, a, 2: Ench. Vat. 9, 1795.

(69) Propositio 30.

(70) Propositio 34.

(71) Ib�d.

(72) Ib�d.

(73) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 31.

(74) Cf. id., Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 76; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30 de diciembre de 1988), 42: AAS 81 (1989), 472-474.

(75) Propositio 26.

(76) Ib�d.

(77) Propositio 28.

(78) Ib�d.

(79) Ib�d.

(80) Propositio 27.

(81) Ib�d.

(82) Cf. ib�d.

(83) Decr. Perfectae caritatis, sobre la adecuada renovaci�n de la vida religiosa, 7; cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Vita consecrata (25 de marzo de 1996), 8: AAS 88 (1996), 382.

(84) Propositio 27.

(85) Cf. Propositio 28.

(86) Cf. Propositio 29.

(87) Cf. Lumen gentium, V; cf. S�nodo de los Obispos, Segunda Asamblea general extraordinaria, Relaci�n final Ecclesia sub Verbo Dei mysteria Christi celebrans pro salute mundi (7 de diciembre de 1985), II, A, 4-5: Ench. Vat. 9, 1791-1793.

(88) Propositio 29.

(89) Ib�d.

(90) Propositio 32.

(91) Cf. Juan Pablo II, Carta ap. Dies Domini (31 de mayo de 1998), 40: AAS 90 (1998), 738.

(92) Propositio 33.

(93) Cf. Enc. Redemptor hominis (4 de marzo de 1979), 20: AAS 71 (1979), 309-316.

(94) Propositio 33.

(95) Ib�d.

(96) Ib�d.

(97) Propositio 40; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 2.

(98) Cf. Congregaci�n para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, a los Obispos de la Iglesia cat�lica sobre algunos aspectos de la Iglesia considerada como comuni�n (28 de mayo de 1992), 3-6: AAS 85 (1993), 839-841.

(99) Propositio 40.

(100) Ib�d.

(101) Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm. Pastor aeternus, sobre la Iglesia de Cristo, Pr�logo: DS 3051.

(102) Conc. Ecum. de Florencia, Bula de uni�n Exultate Deo (22 de noviembre de 1439): DS 1314.

(103) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 11.

(104) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Presbyterorum Ordinis, sobre el ministerio y vida de los presb�teros, 5.

(105) Propositio 41.

(106) Ib�d.

(107) Cf. Conc. Ecum. de Trento, Ses. VII, Decreto sobre los sacramentos en general, can. 9: DS 1609.

(108) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 26.

(109) Cf. Juan Pablo II, Enc. Redemptor hominis (4 de marzo de 1979), 20: AAS 71 (1979), 309-316.

(110) Propositio 42; cf. Juan Pablo II, Carta ap. Dies Domini (31 de mayo de 1998), 69: AAS 90 (1998), 755-756.

(111) Propositio 41.

(112) Propositio 42; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 14; Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 10.

(113) Cf. Propositio 42.

(114) Propositio 41.

(115) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Apostolicam actuositatem, sobre el apostolado de los laicos, 8.

(116) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 23.

(117) Cf. Decreto Christus Dominus, sobre la funci�n pastoral de los Obispos, 27; Decreto Presbyterorum Ordinis, sobre el ministerio y vida de los presb�teros, 7; Pablo VI, Motu proprio Ecclesiae sanctae (6 de agosto de 1966) I, 15-17: AAS 58 (1966), 766-767; C�digo de Derecho Can�nico, cc. 495, 502 y 511; C�digo de los C�nones de las Iglesias Orientales, cc. 264, 271 y 272.

(118) Propositio 43.

(119) Cf. Propositio 45.

(120) Cf. Congregaci�n para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, a los Obispos de la Iglesia cat�lica sobre algunos aspectos de la Iglesia considerada como comuni�n (28 de mayo de 1992), 15-16: AAS 85 (1993), 847-848.

(121) Cf. ib�d.

(122) Cf. Propositio 44.

(123) Ib�d.

(124) Ib�d.

(125) Cf. Propositio 60.

(126) Propositio 49.

(127) Ib�d.

(128) Ib�d.; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Presbyterorum Ordinis, sobre el ministerio y vida de los presb�teros, 14.

(129) Propositio 49.

(130) Ib�d.

(131) Cf. Propositio 51.

(132) Propositio 48.

(133) Propositio 51.

(134) Propositio 52.

(135) Cf. ib�d.

(136) Cf. ib�d.

(137) Cf. Propositio 46.

(138) Ib�d.

(139) Ib�d.

(140) Propositio 35.

(141) Cf. IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Santo Domingo, octubre de 1992, Nueva evangelizaci�n, promoci�n humana y cultura cristiana, 58.

(142) Cf. Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio (7 de diciembre de 1990), 51: AAS 83 (1991), 298-299.

(143) Propositio 35.

(144) Cf. Propositio 46.

(145) Ib�d.

(146) Cf. Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 29; Pablo VI, Motu proprio Sacrum Diaconatus Ordinem (18 de junio de 1967), I, 1: AAS 59 (1967), 599.

(147) Propositio 50.

(148) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 29.

(149) Cf. Propositio 50; Congr. para la Educaci�n Cat�lica y Congr. para el Clero, Instr. Ratio fundamentalis institutionis diaconorum permanentium y Directorium pro ministerio et vita diaconorum permanentium (22 de febrero de 1998): AAS 90 (1998), 843-926.

(150) Cf. Propositio 53.

(151) Ib�d.; cf. III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Mensaje a los pueblos de Am�rica Latina, Puebla 1979, n. 775.

(152) Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Vita consecrata (25 de marzo de 1996), 57: AAS 88 (1996), 429-430.

(153) Cf. ib�d., 58: l.c., 430.

(154) Propositio 53.

(155) Ib�d.

(156) Propositio 54.

(157) Ib�d.

(158) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 31.

(159) Propositio 55; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 34.

(160) Propositio 55.

(161) Cf. ib�d.

(162) Propositio 56.

(163) Cf. Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30 de diciembre de 1988), 23: AAS 81 (1989), 429-433.

(164) Cf. Congregaci�n para el Clero y otras, Instruc. Ecclesiae de mysterio (15 de agosto de 1997): AAS 89 (1997), 852-877.

(165) Propositio 56.

(166) Ib�d.

(167) Cf. Carta ap. Mulieris dignitatem (15 de agosto de 1988): AAS 80 (1988), 1653-1729 y Carta a las mujeres (29 de junio de 1995): AAS 87 (1995), 803-812; Propositio 11.

(168) Cf. Carta ap. Mulieris dignitatem (15 de agosto de 1988), 31: AAS 80 (1988), 1728.

(169) Propositio 11.

(170) Ib�d.

(171) Ib�d..

(172) Ib�d.

(173) Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30 de diciembre de 1988), 49: AAS 81 (1989), 486-489.

(174) Propositio 12.

(175) Ib�d.

(176) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 11.

(177) Ib�d.

(178) Cf. Propositio 12.

(179) Propositio 14.

(180) Ib�d.

(181) Ib�d.

(182) Propositio 15.

(183) Ib�d.

(184) Ib�d.

(185) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 3.

(186) Propositio 61.

(187) Ib�d.

(188) Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 3.

(189) Cf. Propositio 62.

(190) Cf. S�nodo de los Obispos, Asamblea Especial para Europa, Decl. Ut testes simus Christi qui nos liberavit (13 de diciembre de 1991), III, 8: Ench. Vat. 13, 653-655.

(191) Propositio 62.

(192) Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Nostra aetate, sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas, 2.

(193) Cf. Propositio 63.

(194) Ib�d.

(195) Propositio 67.

(196) Cf. ib�d.

(197) Propositio 68.

(198) Ib�d.

(199) Propositio 69.

(200) Cf. S�nodo de los Obispos, Segunda Asamblea general extraordinaria, Relaci�n final Ecclesia sub verbo Dei mysteria Christi celebrans pro salute mundi (7 de diciembre de 1985), II, B, a, 4: Ench. Vat. 9, 1797; Juan Pablo II, Const. ap. Fidei depositum (11 de octubre de 1992): AAS 86 (1994), 117; Catecismo de la Iglesia Cat�lica, 24.

(201) Propositio 69.

(202) Propositio 74.

(203) Ib�d.

(204) Cf. Propositio 67.

(205) Propositio 70.

(206) Ib�d.

(207) Cf. Propositio 73.

(208) Cf. Propositio 70.

(209) Propositio 72.

(210) Ib�d.

(211) Ib�d.

(212) III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Mensaje a los pueblos de Am�rica Latina, Puebla 1979, n. 306.

(213) Propositio 73.

(214) Cf. Congregaci�n para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis conscientia (22 de marzo de 1986), 68: AAS 79 (1987), 583-584.

(215) Propositio 73.

(216) Cf. Propositio 75.

(217) Carta ap. Tertio millennio adveniente (10 de noviembre de 1994), 51: AAS 87 (1995), 36.

(218) Propositio 75.

(219) Ib�d.

(220) Propositio 37.

(221) Cf. ib�d. Sobre la publicaci�n de estos documentos, cf. Juan Pablo II, Motu proprio Apostolos suos (21 de mayo de 1998), IV: AAS 90 (1998), 657.

(222) Cf. Propositio 38.

(223) Cf. ib�d.

(224) Cf. ib�d.

(225) Cf. ib�d.

(226) Cf. Pontificio Consejo � Justicia y Paz �, El Comercio Internacional de Armas. Una reflexi�n �tica (1 de mayo de 1994): Ench. Vat. 14, 1071-1154.

(227) Cf. Propositio 76.

(228) Ib�d.

(229) Catecismo de la Iglesia Cat�lica, n. 2267, que cita a Juan Pablo II, Enc. Evangelium vitae (25 de marzo de 1995), 56: AAS 87 (1995), 463-464.

(230) Cf. Propositio 13.

(231) Cf. ib�d.

(232) Cf. ib�d.

(233) Ib�d.

(234) Cf. Propositio 19.

(235) Cf. Propositio 18.

(236) Propositio 20.

(237) Cf. Congregaci�n para los Obispos, Instr. Nemo est (22 de agosto de 1969), 16: AAS 61 (1969), 621-622; C�digo de Derecho Can�nico, cc. 294 y 518; C�digo de los C�nones de las Iglesias Orientales, c. 280 � 1.

(238) Cf. ib�d.

(239) Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30 de diciembre de 1988), 33: AAS 81 (1989), 453.

(240) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 31.

(241) Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30 de diciembre de 1988), 34: AAS 81 (1989), 455.

(242) Cf. ib�d., 2, l.c., 394-397.

(243) Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 de diciembre de 1975), 14: AAS 68 (1976), 13.

(244) Cf. Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30 de diciembre de 1988), 34: AAS 81 (1989), 455.

(245) Discurso a la Asamblea del CELAM (9 de marzo de 1983), III: AAS 75 (1983), 778.

(246) Cf. Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 de diciembre de 1975), 22: AAS 68 (1976), 20.

(247) Cf. ib�d., 7, l.c., 9-10.

(248) Juan Pablo II, Mensaje al CELAM (14 de septiembre de 1997), 6: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua espa�ola, 3 de octubre de 1997, p. 20.

(249) Propositio 8.

(250) Cf. Propositio 57.

(251) Cf. Propositio 16.

(252) Ib�d.

(253) Propositio 2.

(254) Ib�d.

(255) Ib�d.

(256) Propositio 10.

(257) S�nodo de los Obispos, Segunda Asamblea general extraordinaria, Relaci�n final Ecclesia sub Verbo Dei mysteria Christi celebrans pro salute mundi (7 de diciembre de 1985), II, B, a, 4: Ench. Vat. 9, 1797.

(258) Cf. Carta ap. Laetamur magnopere (15 de agosto de 1997): AAS 89 (1997), 819-821.

(259) Congr. para el Clero, Directorio general para la catequesis (15 de agosto de 1997), Libreria Editrice Vaticana, 1997.

(260) Propositio 10.

(261) Ib�d.

(262) Ib�d.

(263) Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 de diciembre de 1975), 20: AAS 68 (1976), 19.

(264) Propositio 17.

(265) Cf. ib�d.

(266) Cf. ib�d.

(267) Cf. Propositio 22.

(268) Propositio 23.

(269) Cf. ib�d.

(270) Ib�d.

(271) Propositio 24.

(272) Ib�d.

(273) Ib�d.

(274) Cf. Propositio 22.

(275) Cf. ib�d.

(276) Ib�d.

(277) Cf. Propositio 25.

(278) Cf. ib�d.

(279) Cf. ib�d.

(280) Cf. Instrumentum laboris, 45.

(281) Cf. Decreto Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 3.

(282) Cf. Propositio 64.

(283) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 3.

(284) Cf. Propositio 65.

(285) Ib�d.

(286) Cf. IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Santo Domingo, octubre de 1992, Nueva evangelizaci�n, promoci�n humana y cultura cristiana, 58.

(287) Cf. Propositio 65.

(288) Cf. Propositio 66.

(289) Ib�d.

(290) Propositio 58.

(291) Ib�d.

(292) Ib�d.

(293) Cf. ib�d.

(294) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 11.

(295) Cf. Propositio 12.