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CONGREGACI�N PARA LA DOCTRINA DE LA FE

LIBERTATIS CONSCIENTIA -
Instrucci�n sobre libertad cristiana y liberaci�n
- 22-3-1986 -

�La verdad nos hace libres�



INTRODUCCI�N

1. Aspiraciones a la liberaci�n

La conciencia de la libertad y de la dignidad del hombre, junto con la afirmaci�n de los derechos inalienables de la persona y de los pueblos, es una de las principales caracter�sticas de nuestro tiempo. Ahora bien, la libertad exige unas condiciones de orden econ�mico, social, pol�tico y cultural que posibiliten su pleno ejercicio. La viva percepci�n de los obst�culos que impiden el desarrollo de la libertad y que ofenden la dignidad humana es el origen de las grandes aspiraciones a la liberaci�n, que atormentan al mundo actual.

La Iglesia de Cristo hace suyas estas aspiraciones ejerciendo su discernimiento a la luz del Evangelio que es, por su misma naturaleza, mensaje de libertad y de liberaci�n. En efecto, tales aspiraciones revisten a veces, a nivel te�rico y pr�ctico, expresiones que no siempre son conformes a la verdad del hombre, tal como �sta se manifiesta a la luz de la creaci�n y de la redenci�n. Por esto la Congregaci�n para la Doctrina de la Fe ha juzgado necesario llamar la atenci�n sobre �las desviaciones y los riesgos de desviaci�n, ruinosos para la fe y para la vida cristiana�. 1 Lejos de estar superadas, las advertencias hechas parecen cada vez m�s oportunas y pertinentes.

2. Objetivo de la Instrucci�n

La Instrucci�n �Libertatis nuntius� sobre algunos aspectos de la teolog�a de la liberaci�n anunciaba la intenci�n de la Congregaci�n de publicar un segundo documento, que pondr�a en evidencia los principales elementos de la doctrina cristiana sobre la libertad y la liberaci�n. La presente Instrucci�n responde a esta intenci�n. Entre ambos documentos existe una relaci�n org�nica. Deben leerse uno a la luz del otro.

Sobre este tema, que es el centro del mensaje evang�lico, el Magisterio de la Iglesia ya se ha pronunciado en numerosas ocasiones. 2 El documento actual se limita a indicar los principales aspectos te�ricos y pr�cticos. Respecto a las aplicaciones concernientes a las diversas situaciones locales, toca a las Iglesias particulares -en comuni�n entre s� y con la Sede de Pedro- proveer directamente a ello. 3

El tema de la libertad y de la liberaci�n tiene un alcance ecum�nico evidente. Pertenece efectivamente al patrimonio tradicional de las Iglesias y comunidades eclesiales. Tambi�n el presente documento puede favorecer el testimonio y la acci�n de todos los disc�pulos de Cristo llamados a responder a los grandes retos de nuestro tiempo.

3. La verdad que nos libera

Las palabras de Jes�s: �La verdad os har� libres� (Jn 8, 32) deben iluminar y guiar en este aspecto toda reflexi�n teol�gica y toda decisi�n pastoral.

Esta verdad que viene de Dios tiene su centro en Jesucristo, Salvador del mundo. 4 De �l, que es �el camino, la verdad y la vida� (Jn 14, 6), la Iglesia recibe lo que ella ofrece a los hombres. Del misterio del Verbo encarnado y redentor del mundo, ella saca la verdad sobre el Padre y su amor por nosotros, as� como la verdad sobre el hombre y su libertad.

Cristo, por medio de su cruz y resurrecci�n, a realizado nuestra redenci�n que es la liberaci�n en su sentido m�s profundo, ya que �sta nos ha liberado del mal m�s radical, es decir, del pecado y del poder de la muerte. Cuando la Iglesia, instruida por el Se�or, dirige su oraci�n al Padre: �l�branos del mal�, pide que el misterio de salvaci�n act�e con fuerza en nuestra existencia de cada d�a. Ella sabe que la cruz redentora es en verdad el origen de la luz y de la vida, y el centro de la historia. La caridad que arde en ella la impulsa a proclamar la Buena Nueva y a distribuir mediante los sacramentos sus frutos vivificadores. De Cristo redentor arrancan su pensamiento y su acci�n cuando, ante los dramas que desgarran al mundo, la Iglesia reflexiona sobre el significado y los caminos de la liberaci�n y de la verdadera libertad.

La verdad, empezando por la verdad sobre la redenci�n, que es el centro del misterio de la fe, constituye as� la ra�z y la norma de la libertad, el fundamento y la medida de toda acci�n liberadora.

4. La verdad, condici�n de libertad

La apertura a la plenitud de la verdad se impone a la conciencia moral del hombre, el cual debe buscarla y estar dispuesto a acogerla cuando se le presenta.

Seg�n el mandato de Cristo Se�or, 5 la verdad evang�lica debe ser presentada a todos los hombres, los cuales tienen derecho a que �sta les sea proclamada. Su anuncio, por la fuerza del Esp�ritu, comporta el pleno respeto de la libertad de cada uno y la exclusi�n de toda forma de violencia y de presi�n. 6

El Esp�ritu Santo introduce a la Iglesia y a los disc�pulos de Jesucristo �hacia la verdad completa� (Jn 16, 13). Dirige el transcurso de los tiempos y �renueva la faz de la tierra� (Sal 104, 30). El Esp�ritu est� presente en la maduraci�n de una conciencia m�s respetuosa de la dignidad de la persona humana. 7 �l es la fuente del valor, de la audacia y del hero�smo: �Donde est� el Esp�ritu del Se�or est� la libertad� (2 Cor 3, 17).

CAP�TULO I -
SITUACI�N DE LA LIBERTAD EN EL MUNDO CONTEMPOR�NEO

I. Conquistas y amenazas del proceso moderno de liberaci�n

5. La herencia del cristianismo

El Evangelio de Jesucristo, al revelar al hombre su cualidad de persona libre llamada a entrar en comuni�n con Dios, ha suscitado una toma de conciencia de las profundidades de la libertad humana hasta entonces desconocidas.

As� la b�squeda de la libertad y la aspiraci�n a la liberaci�n, que est�n entre los principales signos de los tiempos del mundo contempor�neo, tienen su ra�z primera en la herencia del cristianismo. Esto es verdad tambi�n all� donde aquella b�squeda y aspiraci�n encarnan formas aberrantes que se oponen a la visi�n cristiana del hombre y de su destino. Sin esta referencia al Evangelio se hace incomprensible la historia de los �ltimos siglos en Occidente.

6. La �poca moderna

Desde el comienzo de los tiempos modernos hasta el Renacimiento, se pensaba que la vuelta a la Antig�edad en filosof�a y en las ciencias de la naturaleza permitir�a al hombre conquistar la libertad de pensamiento y de acci�n, gracias al conocimiento y al dominio de las leyes naturales.

Por su parte, Lutero, partiendo de la lectura de San Pablo, intent� luchar por la liberaci�n del yugo de la Ley, representado para �l por la Iglesia de su tiempo.

Pero es sobre todo en el siglo de las Luces y con la Revoluci�n francesa cuando resuena con toda su fuerza la llamada a la libertad. Desde entonces muchos miran la historia futura como un irresistible proceso de liberaci�n que debe conducir a una era en la que el hombre, totalmente libre al fin, goce de la felicidad ya en esta tierra.

7. Hacia el dominio de la naturaleza

En la perspectiva de tal ideolog�a de progreso, el hombre quer�a hacerse due�o de la naturaleza. La servidumbre, que hab�a sufrido hasta entonces, se apoyaba sobre la ignorancia y los prejuicios. El hombre, arrebatando a la naturaleza sus secretos, la somet�a a su servicio. La conquista de la libertad constitu�a as� el objetivo perseguido a trav�s del desarrollo de la ciencia y de la t�cnica. Los esfuerzos desplegados han llevado a notables resultados. Aunque el hombre no est� a cubierto de cat�strofes naturales, sin embargo han sido descartadas muchas de las amenazas de la naturaleza. La alimentaci�n est� garantizada a un n�mero de personas cada vez mayor. Las posibilidades de transporte y de comercio favorecen el intercambio de recursos alimenticios, de materias primas, de mano de obra y de capacidades t�cnicas, de tal manera que se puede prever razonablemente para cada ser humano una existencia digna y liberada de la miseria.

8. Conquistas sociales y pol�ticas

El movimiento moderno de liberaci�n se hab�a fijado un objetivo pol�tico y social. Deb�a poner fin al dominio del hombre sobre el hombre y promover la igualdad y fraternidad de todos los hombres. Es un hecho innegable que se alcanzaron resultados positivos. La esclavitud y la servidumbre legales fueron abolidas. El derecho de todos a la cultura hizo progresos significativos. En numerosos pa�ses la ley reconoce la igualdad entre el hombre y la mujer, la participaci�n de todos los ciudadanos en el ejercicio del poder pol�tico y los mismos derechos para todos. El racismo se rechaza como contrario al derecho y a la justicia.

La formulaci�n de los derechos humanos significa una conciencia m�s viva de la dignidad de todos los hombres. Son innegables los beneficios de la libertad y de la igualdad en numerosas sociedades, si lo comparamos con los sistemas de dominaci�n anteriores.

9. Libertad de pensamiento y de decisi�n

Finalmente y sobre todo, el movimiento moderno de liberaci�n deb�a aportar al hombre la libertad interior, bajo forma de libertad de pensamiento y libertad de decisi�n. Intentaba liberar al hombre de la superstici�n y de los miedos ancestrales, entendidos como obst�culos para su desarrollo. Se propon�a darle el valor y la audacia de servirse de su raz�n sin que el temor lo frenara ante las fronteras de lo desconocido. As�, especialmente en las ciencias hist�ricas y en las humanas, se ha desarrollado un nuevo conocimiento del hombre, orientado a ayudarle a comprenderse mejor en lo que ata�e a su desarrollo personal o a las condiciones fundamentales de la formaci�n de la comunidad.

10. Ambig�edades del proceso moderno de liberaci�n

Sin embargo, ya se trate de la conquista de la naturaleza, de su vida social y pol�tica o del dominio del hombre sobre si mismo, a nivel individual y colectivo, todos pueden constatar que no solamente los progresos realizados est�n lejos de corresponder a las ambiciones iniciales, sino que han surgido tambi�n nuevas amenazas, nuevas servidumbres y nuevos terrores, al mismo tiempo que se ampliaba el movimiento moderno de liberaci�n. Esto es la se�al de que graves ambig�edades sobre el sentido mismo de la libertad se han infiltrado en el interior de este movimiento desde su origen.

11. El hombre amenazado por su dominio de la naturaleza

El hombre, a medida que se liberaba de las amenazas de la naturaleza, se encontraba ante un miedo creciente. La t�cnica. sometiendo cada vez m�s la naturaleza, corre el riesgo de destruir los fundamentos de nuestro propio futuro, de manera que la humanidad actual se convierte en enemiga de las generaciones futuras. Al someter con un poder ciego las fuerzas de la naturaleza, �no se est� a un paso de destruir la libertad de los hombres del ma�ana? �Qu� fuerzas pueden proteger al hombre de la esclavitud de su propio dominio? Se hace necesaria una capacidad totalmente nueva de libertad y liberaci�n, que exige un proceso de liberaci�n enteramente renovado.

12. Peligros del poder tecnol�gico

La fuerza liberadora del conocimiento cient�fico se manifiesta en las grandes realizaciones tecnol�gicas. Quien dispone de tecnolog�as tiene el poder sobre la tierra y sobre los hombres. De ah� han surgido formas de desigualdad, hasta ahora desconocidas, entre los poseedores del saber y los simples usuarios de la t�cnica. El nuevo poder tecnol�gico est� unido al poder econ�mico y lleva a su concentraci�n. As�, tanto en el interior de los pueblos como entre ellos, se han creado relaciones de dependencia que, en los �ltimos veinte a�os, han ocasionado una nueva reivindicaci�n de liberaci�n. �C�mo impedir que el poder tecnol�gico se convierta en una fuerza de opresi�n de grupos humanos o de pueblos enteros?

13. Individualismo y colectivismo

En el campo de las conquistas sociales y pol�ticas, una de las ambig�edades fundamentales de la afirmaci�n de la libertad en el siglo de las Luces tiende a concebir el sujeto de esta libertad como un individuo autosuficiente que busca la satisfacci�n de su inter�s propio en el goce de los bienes terrenales. La ideolog�a individualista inspirada por esta concepci�n del hombre ha favorecido la desigual repartici�n de las riquezas en los comienzos de la era industrial, hasta el punto que los trabajadores se encontraron excluidos del acceso a los bienes esenciales a cuya producci�n hab�an contribuido y a los que ten�an derecho. De ah� surgieron poderosos movimientos de liberaci�n de la miseria mantenida por la sociedad industrial.

Los cristianos, laicos y pastores, no han dejado de luchar por un equitativo reconocimiento de los leg�timos derechos de los trabajadores. El Magisterio de la Iglesia en muchas ocasiones ha levantado su voz en favor de esta causa.

Pero las m�s de las veces, la justa reivindicaci�n del movimiento obrero ha llevado a nuevas servidumbres, porque se inspira en concepciones que, al ignorar la vocaci�n trascendente de la persona humana, se�alan al hombre una finalidad puramente terrena. A veces esta reivindicaci�n ha sido orientada hacia proyectos colectivistas que engendran injusticias tan graves como aquellas a las que pretend�an poner fin.

14. Nuevas formas de opresi�n

As� nuestra �poca ha visto surgir los sistemas totalitarios y unas formas de tiran�a que no habr�an sido posibles en la �poca anterior al progreso tecnol�gico. Por una parte, la perfecci�n t�cnica ha sido aplicada a perpetrar genocidios; por otra, unas minor�as, practicando el terrorismo que causa la muerte de numerosos inocentes, pretenden mantener a raya naciones enteras.

Hoy el control puede alcanzar hasta la intimidad de los individuos; y las dependencias creadas por los sistemas de prevenci�n pueden representar tambi�n amenazas potenciales de opresi�n. Se busca una falsa liberaci�n de las coacciones de la sociedad recurriendo a la droga, que conduce a muchos j�venes en todo el mundo a la autodestrucci�n y deja familias enteras en la angustia y el dolor.

15. Peligro de destrucci�n total

El reconocimiento de un orden jur�dico como garant�a de las relaciones dentro de la gran familia humana de los pueblos se ha debilitado cada vez m�s. Cuando la confianza en el derecho no parece ofrecer ya una protecci�n suficiente, se buscan la seguridad y la paz en la amenaza rec�proca, la cual viene a ser un peligro para toda la humanidad. Las fuerzas que deber�an servir para el desarrollo de la libertad sirven para aumentar las amenazas. Las m�quinas de muerte que se enfrentan hoy son capaces de destruir toda la vida humana sobre la tierra.

16. Nuevas relaciones de desigualdad

Entre las naciones dotadas de fuerza y las que no la tienen se han instaurado nuevas relaciones de desigualdad y opresi�n. La b�squeda del propio inter�s parece ser la norma de las relaciones internacionales, sin que se tome en consideraci�n el bien com�n de la humanidad.

El equilibrio interior de las naciones pobres est� roto por la importaci�n de armas, introduciendo en ellas un factor de divisi�n que conduce al dominio de un grupo sobre otro. �Qu� fuerzas podr�an eliminar el recurso sistem�tico a las armas y dar su autoridad al derecho?

17. Emancipaci�n de las naciones j�venes

En el contexto de la desigualdad de las relaciones de poder han aparecido los movimientos de emancipaci�n de las naciones j�venes, en general naciones pobres, sometidas hasta hace poco al dominio colonial. Pero muy a menudo el pueblo se siente frustrado de su independencia duramente conquistada por reg�menes o tiran�as sin escr�pulos que atentan impunemente a los derechos del hombre. El pueblo que ha sido reducido as� a la impotencia, no ha hecho m�s que cambiar de due�os.

Sigue siendo verdad que uno de los principales fen�menos de nuestro tiempo es, a escala de continentes enteros, el despertar de la conciencia de pueblo que, doblegado bajo el peso de la miseria secular, aspira a una vida en la dignidad y en la justicia, y est� dispuesto a combatir por su libertad.

18. La moral y Dios, �obst�culos para la liberaci�n?

En relaci�n con el movimiento moderno de liberaci�n interior del hombre, hay que constatar que el esfuerzo con miras a liberar el pensamiento y la voluntad de sus l�mites ha llegado hasta considerar que la moralidad como tal constitu�a un l�mite irracional que el hombre, decidido a ser due�o de si mismo, ten�a que superar.

Es m�s, para muchos Dios mismo ser�a la alienaci�n espec�fica del hombre. Entre la afirmaci�n de Dios y la libertad humana habr�a una incompatibilidad radical. El hombre, rechazando la fe en Dios, llegar�a a ser verdaderamente libre.

19. Interrogantes angustiosos

En ello est� la ra�z de las tragedias que acompa�an la historia moderna de la libertad. �Por qu� esta historia, a pesar de las grandes conquistas, por lo dem�s siempre fr�giles, sufre reca�das frecuentes en la alienaci�n y ve surgir nuevas servidumbres? �Por qu� unos movimientos de liberaci�n, que han suscitado inmensas esperanzas, terminan en reg�menes para los que la libertad de los ciudadanos, 8 empezando por la primera de las libertades que es la libertad religiosa, 9 constituye el primer enemigo?

Cuando el hombre quiere liberarse de la ley moral y hacerse independiente de Dios, lejos de conquistar su libertad, la destruye. Al escapar del alcance de la verdad, viene a ser presa de la arbitrariedad; entre los hombres, las relaciones fraternas se han abolido para dar paso al terror, al odio y al miedo.

El profundo movimiento moderno de liberaci�n resulta ambiguo porque ha sido contaminado por grav�simos errores sobre la condici�n del hombre y su libertad. Al mismo tiempo est� cargado de promesas de verdadera libertad y amenazas de graves servidumbres.

II. La libertad en la experiencia del Pueblo de Dios

20. Iglesia y libertad

La Iglesia, consciente de esta grave ambig�edad, por medio de su Magisterio ha levantado su voz a lo largo de los �ltimos siglos, para poner en guardia contra las desviaciones que corren el riesgo de torcer el impulso liberador hacia amargas decepciones. En su momento fue muchas veces incomprendida. Con el paso del tiempo, es posible hacer justicia a su discernimiento.

La Iglesia ha intervenido en nombre de la verdad sobre el hombre, creado a imagen de Dios. 10 Se le acusa sin embargo de constituir por s� misma un obst�culo en el camino de la liberaci�n. Su constituci�n jer�rquica estar�a opuesta a la igualdad; su Magisterio estar�a opuesto a la libertad de pensamiento. Desde luego, ha habido errores de juicio o graves omisiones de los cuales los cristianos han sido responsables a trav�s de los siglos. 11 Pero estas objeciones desconocen la verdadera naturaleza de las cosas. La diversidad de carismas en el Pueblo de Dios, que son carismas de servicio, no se ha opuesto a la igual dignidad de las personas y a su vocaci�n com�n a la santidad.

La libertad de pensamiento, como condici�n de b�squeda de la verdad en todos los dominios del saber humano, no significa que la raz�n humana debe cerrarse a la luz de la Revelaci�n cuyo dep�sito ha confiado Cristo a su Iglesia. La raz�n creada, al abrirse a la verdad divina, encuentra una expansi�n y una perfecci�n que constituyen una forma eminente de libertad. Adem�s, el Concilio Vaticano II ha reconocido plenamente la leg�tima autonom�a de las ciencias, 12 como tambi�n la de las actividades de orden pol�tico. 13

21. La libertad de los peque�os y de los pobres

Uno de los principales errores que, desde el Siglo de las Luces, ha marcado profundamente el proceso de liberaci�n, lleva a la convicci�n, ampliamente compartida, de que ser�an los progresos realizados en el campo de las ciencias, de la t�cnica y de la econom�a los que deber�an servir de fundamento para la conquista de la libertad. De ese modo, se desconoc�an las profundidades de esta libertad y de sus exigencias.

Esta realidad de las profundidades de la libertad, la Iglesia la ha experimentado siempre en la vida de una multitud de fieles, especialmente en los peque�os y los pobres. Por la fe �stos saben que son el objeto del amor infinito de Dios. Cada uno de ellos puede decir: �Vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me am� y se entreg� a s� mismo por m� (Gal 2, 20 b). Tal es su dignidad que ninguno de los poderosos puede arrebat�rsela; tal es la alegr�a liberadora presente en ellos. Saben que la Palabra de Jes�s se dirige igualmente a ellos: �Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su se�or; os llamo amigos, porque todo lo que he o�do a mi Padre, os lo he dado a conocer� (Jn 15, 15). Esta participaci�n en el conocimiento de Dios es su emancipaci�n ante las pretensiones de dominio por parte de los detentores del saber: �Conoc�is todas las cosas ... y no ten�is necesidad de que nadie os ense�e� (1 Jn 2, 20 b. 27 b). Son as� conscientes de tener parte en el conocimiento m�s alto al que est� llamada la humanidad. 14 Se sienten amados por Dios como todos los dem�s y m�s que todos los otros. Viven as� en la libertad que brota de la verdad y del amor.

22. Recursos de la religiosidad popular

El mismo sentido de la fe del Pueblo de la Dios, en su devoci�n llena de esperanza en la cruz de Jes�s, percibe la fuerza que contiene el misterio de Cristo Redentor. Lejos pues de menospreciar o de querer suprimir las formas de religiosidad popular que reviste esta devoci�n, conviene por el contrario purificar y profundizar toda su significaci�n y todas sus implicaciones. 15 En ella se da un hecho de alcance teol�gico y pastoral fundamental: son los pobres, objeto de la predilecci�n divina, quienes comprenden mejor y como por instinto que la liberaci�n m�s radical, que es la liberaci�n del pecado y de la muerte, se ha cumplido por medio de la muerte y resurrecci�n de Cristo.

23. Dimensi�n soteriol�gica y �tica de la liberaci�n

La fuerza de esta liberaci�n penetra y transforma profundamente al hombre y su historia en su momento presente, y alienta su impulso escatol�gico. El sentido primero y fundamental de la liberaci�n que se manifiesta as� es el soteriol�gico: el hombre es liberado de la esclavitud radical del mal y del pecado.

En esta experiencia de salvaci�n el hombre descubre el verdadero sentido de su libertad, ya que la liberaci�n es restituci�n de la libertad. Es tambi�n educaci�n de la libertad, es decir, educaci�n de su recto uso. As�, a la dimensi�n soteriol�gica de la liberaci�n se a�ade su dimensi�n �tica.

24. Una nueva fase de la historia de la libertad

El sentido de la fe, que es el origen de una experiencia radical de la liberaci�n y de la libertad, ha impregnado, en grado diverso, la cultura y las costumbres de los pueblos cristianos.

Pero hoy, de una manera totalmente nueva a causa de los temibles retos a los que la humanidad tiene que hacer frente, se ha hecho necesario y urgente que el amor de Dios y la libertad en la verdad y la justicia marquen con su impronta las relaciones entre los hombres y los pueblos, y animen la vida de las culturas.

Porque donde faltan la verdad y el amor, el proceso de liberaci�n lleva a la muerte de una libertad que habr�a perdido todo apoyo.

Se abre ante nosotros una nueva fase de la historia de la libertad. Las capacidades liberadoras de la ciencia, de la t�cnica, del trabajo, de la econom�a y de la acci�n pol�tica dar�n sus frutos si encuentran su inspiraci�n y su medida en la verdad y en el amor, m�s fuertes que el sufrimiento, que Jesucristo ha revelado a los hombres.

CAP�TULO II -
VOCACI�N DEL HOMBRE A LA LIBERTAD
Y DRAMA DEL PECADO

I. Primeras concepciones de la libertad.

25. Una respuesta espont�nea

La respuesta espont�nea a la pregunta ��qu� es ser libre?� es la siguiente: es libre quien puede hacer �nicamente lo que quiere sin ser impedido por ninguna coacci�n exterior, y que goza por tanto de una plena independencia. Lo contrario de la libertad ser�a as� la dependencia de nuestra voluntad ante una voluntad ajena.

Pero, el hombre �sabe siempre lo que quiere? �Puede todo lo que quiere? Limitarse al propio yo y prescindir de la voluntad de otro, �es conforme a la naturaleza del hombre? A menudo la voluntad del momento no es la voluntad real. Y en el mismo hombre pueden existir decisiones contradictorias. Pero el hombre se topa sobre todo con los l�mites de su propia naturaleza: quiere m�s de lo que puede. As� el obst�culo que se opone a su voluntad no siempre viene de fuera, sino de los l�mites de su ser. Por esto, so pena de destruirse, el hombre debe aprender a que la voluntad concuerde con su naturaleza.

26. Verdad y justicia, normas de la libertad

M�s a�n, cada hombre est� orientado hacia los dem�s hombres y necesita de su compa��a. Aprender� el recto uso de su decisi�n si aprende a concordar su voluntad a la de los dem�s, en vistas de un verdadero bien. Es pues la armon�a con las exigencias de la naturaleza humana lo que hace que la voluntad sea aut�nticamente humana. En efecto, esto exige el criterio de la verdad y una justa relaci�n con la voluntad ajena. Verdad y justicia constituyen as� la medida de la verdadera libertad. Apart�ndose de este fundamento, el hombre, pretendiendo ser como Dios, cae en la mentira y, en lugar de realizarse, se destruye.

Lejos de perfeccionarse en una total autarqu�a del yo y en la ausencia de relaciones, la libertad existe verdaderamente s�lo cuando los lazos rec�procos, regulados por la verdad y la justicia, unen a las personas. Pero para que estos lazos sean posibles, cada uno personalmente debe ser aut�ntico.

La libertad no es la libertad de hacer cualquier cosa, sino que es libertad para el Bien, en el cual solamente reside la Felicidad. De este modo el Bien es su objetivo. Por consiguiente el hombre se hace libre cuando llega al conocimiento de lo verdadero, y esto -prescindiendo de otras fuerzas- gu�a su voluntad. La liberaci�n en vistas de un conocimiento de la verdad, que es la �nica que dirige la voluntad, es condici�n necesaria para una libertad digna de este nombre.

II. Libertad y liberaci�n

27. Una libertad propia de la creatura

En otras palabras, la libertad que es dominio interior de sus propios actos y auto determinaci�n comporta una relaci�n inmediata con el orden �tico. Encuentra su verdadero sentido en la elecci�n del bien moral. Se manifiesta pues como una liberaci�n ante el mal moral.

El hombre, por su acci�n libre, debe tender hacia el Bien supremo a trav�s de los bienes que est�n en conformidad con las exigencias de su naturaleza y de su vocaci�n divina.

El, ejerciendo su libertad, decide sobre s� mismo y se forma a s� mismo. En este sentido, el hombre es causa de s� mismo. Pero lo es como creatura e imagen de Dios. Esta es la verdad de su ser que manifiesta por contraste lo que tienen de profundamente err�neas las teor�as que pretenden exaltar la libertad del hombre o su �praxis hist�rica�, haciendo de ellas el principio absoluto de su ser y de su devenir. Estas teor�as son expresi�n del ate�smo o tienden, por propia l�gica, hacia �l. El indiferentismo y el agnosticismo deliberado van en el mismo sentido. La imagen de Dios en el hombre constituye el fundamento de la libertad y dignidad de la persona humana. 16

28. La llamada del Creador

Dios, al crear libre al hombre, ha impreso en �l su imagen y semejanza. 17 El hombre siente la llamada de su Creador mediante la inclinaci�n y la aspiraci�n de su naturaleza hacia el Bien, y m�s a�n mediante la Palabra de la Revelaci�n, que ha sido pronunciada de una manera perfecta en Cristo. Le ha revelado as� que Dios lo ha creado libre para que pueda, gratuitamente, entrar en amistad con �l y en comuni�n con su Vida.

29. Una libertad participada

El hombre no tiene su origen en su propia acci�n individual o colectiva, sino en el don de Dios que lo ha creado. Esta es la primera confesi�n de nuestra fe, que viene a confirmar las m�s altas intuiciones del pensamiento humano.

La libertad del hombre es una libertad participada. Su capacidad de realizarse no se suprime de ning�n modo por su dependencia de Dios. Justamente, es propio del ate�smo creer en una oposici�n irreductible entre la causalidad de una libertad divina y la de la libertad del hombre, como si la afirmaci�n de Dios significase la negaci�n del hombre, o como si su intervenci�n en la historia hiciera vanas las iniciativas de �ste. En realidad, la libertad humana toma su sentido y consistencia de Dios y por su relaci�n con �l.

30. La elecci�n libre del hombre

La historia del hombre se desarrolla sobre la base de la naturaleza que ha recibido de Dios, con el cumplimiento libre de los fines a los que lo orientan y lo llevan las inclinaciones de esta naturaleza y de la gracia divina.

Pero la libertad del hombre es finita y falible. Su anhelo puede descansar sobre un bien aparente; eligiendo un bien falso, falla a la vocaci�n de su libertad. El hombre, por su libre arbitrio, dispone de s�; puede hacerlo en sentido positivo o en sentido destructor.

Al obedecer a la ley divina grabada en su conciencia y recibida como impulso del Esp�ritu Santo, el hombre ejerce el verdadero dominio de s� y realiza de este modo su vocaci�n real de hijo de Dios. �Reina, por medio del servicio a Dios�.18 La aut�ntica libertad es �servicio de la justicia�, mientras que, a la inversa, la elecci�n de la desobediencia y del mal es �esclavitud del pecado�.19

31. Liberaci�n temporal y libertad

A partir de esta noci�n de libertad se precisa el alcance de la noci�n de liberaci�n temporal; se trata del conjunto de procesos que miran a procurar y garantizar las condiciones requeridas para el ejercicio de una aut�ntica libertad humana.

No es pues la liberaci�n la que, por s� misma, genera la libertad del hombre. El sentido com�n, confirmado por el sentido cristiano, sabe que la libertad, aunque sometida a condicionamientos, no queda por ello completamente destruida. Existen hombres, que aun sufriendo terribles coacciones consiguen manifestar su libertad y ponerse en marcha para su liberaci�n. Solamente un proceso acabado de liberaci�n puede crear condiciones mejores para el ejercicio efectivo de la libertad. Asimismo, una liberaci�n que no tiene en cuenta la libertad personal de quienes combaten por ella est� de antemano, condenada al fracaso.

III. La libertad y la sociedad humana

32. Los derechos del hombre y �las libertades�

Dios no ha creado al hombre como un �ser solitario�, sino que lo ha querido como un �ser social�.20 La vida social no es, por tanto, exterior al hombre, el cual no puede crecer y realizar su vocaci�n si no es en relaci�n con los otros. El hombre pertenece a diversas comunidades: familiar, profesional, pol�tica; y en su seno es donde debe ejercer su libertad responsable. Un orden social justo ofrece al hombre una ayuda insustituible para la realizaci�n de su libre personalidad. Por el contrario, un orden social injusto es una amenaza y un obst�culo que pueden comprometer su destino.

En la esfera social, la libertad se manifiesta y se realiza en acciones, estructuras e instituciones, gracias a las cuales los hombres se comunican entre s� y organizan su vida en com�n. La expansi�n de una personalidad libre, que es un deber y un derecho para todos, debe ser ayudada y no entorpecida por la sociedad.

Existe una exigencia de orden moral que se ha expresado en la formulaci�n de los derechos del hombre. Algunos de �stos tienen por objeto lo que se ha convenido en llamar �las libertades�, es decir, las formas de reconocer a cada ser humano su car�cter de persona responsable de s� misma y de su destino transcendente, as� como la inviolabilidad de su conciencia. 21

33. Dimensiones sociales del hombre y gloria de Dios

La dimensi�n social del ser humano tiene adem�s otro significado: solamente la pluralidad y la rica diversidad de los hombres pueden expresar algo de la riqueza infinita de Dios.

Esta dimensi�n est� llamada a encontrar su realizaci�n en el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Por este motivo, la vida social, en la variedad de sus formas y en la medida en que se conforma a la ley divina, constituye un reflejo de la gloria de Dios en el mundo. 22

IV. Libertad del hombre y dominio de la naturaleza

34. Vocaci�n del hombre a �dominar� la naturaleza

El hombre, por su dimensi�n corporal, tiene necesidad de los recursos del mundo material para su realizaci�n personal y social. En esta vocaci�n a dominar la tierra, poni�ndola a su servicio mediante el trabajo, puede reconocerse un rasgo de la imagen de Dios. 23 Pero la intervenci�n humana no es �creadora�; encuentra ya una naturaleza material que, como ella, tiene su origen en Dios Creador y de la cual el hombre ha sido constituido �noble y sabio guardi�n�.24

35. El hombre due�o de sus actividades

Las transformaciones t�cnicas y econ�micas repercuten en la organizaci�n de la vida social; no dejan de afectar en cierta medida a la vida cultural y a la misma vida religiosa.

Sin embargo, por su libertad, el hombre contin�a siendo due�o de su actividad. Las grandes y r�pidas transformaciones de nuestra �poca le plantean un reto dram�tico: dominar y controlar, mediante su raz�n y libertad, las fuerzas que desarrolla al servicio de las verdaderas finalidades humanas.

36. Descubrimiento cient�fico y progreso moral

Ata�e, por consiguiente, a la libertad bien orientada, hacer que las conquistas cient�ficas y t�cnicas, la b�squeda de su eficacia, los frutos del trabajo y las mismas estructuras de la organizaci�n econ�mica y social, no sean sometidas a proyectos que las priven de sus finalidades humanas y las pongan en contra del hombre mismo.

La actividad cient�fica y la actividad t�cnica comportan exigencias espec�ficas. No adquieren, sin embargo, su significado y su valor propiamente humanos sino cuando est�n subordinadas a los principios morales. Estas exigencias deben ser respetadas; pero querer atribuirles una autonom�a absoluta y requerida, no conforme a la naturaleza de las cosas, es comprometerse en una v�a perniciosa para la aut�ntica libertad del hombre.

V. El pecado, fuente de divisi�n y opresi�n

37. El pecado, separaci�n de Dios

Dios llama al hombre a la libertad. La voluntad de ser libre est� viva en cada persona. Y, a pesar de ello esta voluntad desemboca casi siempre en la esclavitud y la opresi�n. Todo compromiso en favor de la liberaci�n y de la libertad supone, por consiguiente, que se afronte esta dram�tica paradoja.

El pecado del hombre, es decir su ruptura con Dios, es la causa radical de las tragedias que marcan la historia de la libertad. Para comprender esto, muchos de nuestros contempor�neos deben descubrir nuevamente el sentido del pecado.

En el deseo de libertad del hombre se esconde la tentaci�n de renegar de su propia naturaleza. Pretende ser un dios, cuando quiere codiciarlo todo y poderlo todo y con ello, olvidar que es finito y creado. �Ser�is como dioses� (G�n 3, 5). Estas palabras de la serpiente manifiestan la esencia de la tentaci�n del hombre; implican la perversi�n del sentido de la propia libertad. Esta es la naturaleza profunda del pecado: el hombre se desgaja de la verdad poniendo su voluntad por encima de �sta. Queri�ndose liberar de Dios y ser �l mismo un dios, se extrav�a y se destruye. Se autoaliena.

En esta voluntad de ser un dios y de someterlo todo a su propio placer se esconde una perversi�n de la idea misma de Dios. Dios es amor y verdad en la plenitud del don rec�proco; es la verdad en la perfecci�n del amor de las Personas divinas. Es cierto que el hombre est� llamado a ser como Dios. Sin embargo, �l llega a ser semejante no en la arbitrariedad de su capricho, sino en la medida en que reconoce que la verdad y el amor son a la vez el principio y el fin de su libertad.

38. El pecado, ra�z de las alienaciones humanas

Pecando el hombre se enga�a a si mismo y se separa de la verdad. Niega a Dios y se niega a s� mismo cuando busca la total autonom�a y autarqu�a. La alienaci�n, respecto a la verdad de su ser de creatura amada por Dios, es la ra�z de todas las dem�s alienaciones.

El hombre, negando o intentando negar a Dios, su Principio y Fin, altera profundamente su orden y equilibrio interior, el de la sociedad y tambi�n el de la creaci�n visible. 25

La Escritura considera en conexi�n con el pecado el conjunto de calamidades que oprimen al hombre en su ser individual y social.

Muestra que todo el curso de la historia mantiene un lazo misterioso con el obrar del hombre que, desde su origen, ha abusado de su libertad alz�ndose contra Dios y tratando de conseguir sus fines fuera de �l. 26 El G�nesis indica las consecuencias de este pecado original en el car�cter penoso del trabajo y de la maternidad, en el dominio del hombre sobre la mujer y en la muerte. Los hombres, privados de la gracia divina, han heredado una naturaleza mortal, incapaz de permanecer en el bien e inclinada a la concupiscencia. 27

39. Idolatr�a y desorden

La idolatr�a es una forma extrema del desorden engendrado por el pecado. Al sustituir la adoraci�n del Dios vivo por el culto de la creatura, falsea las relaciones entre los hombres y conlleva diversas formas de opresi�n.

El desconocimiento culpable de Dios desencadena las pasiones, que son causa del desequilibrio y de los conflictos en lo intimo del hombre. De aqu� se derivan inevitablemente los des�rdenes que afectan la esfera familiar y social: permisivismo sexual, injusticia, homicidio. As� es como el ap�stol Pablo describe al mundo pagano, llevado por la idolatr�a a las peores aberraciones que arruinan al individuo y a la sociedad. 28

Ya antes que �l, los Profetas y los Sabios de Israel ve�an en las desgracias del pueblo un castigo por su pecado de idolatr�a, y en el �coraz�n lleno de maldad� (Eclo 9, 3)29 la fuente de la esclavitud radical del hombre y de las opresiones a que somete a sus semejantes.

40. Despreciar a Dios y volverse a la creatura

La tradici�n cristiana, en los Padres y Doctores de la Iglesia, ha explicitado esta doctrina de la Escritura sobre el pecado. Para ella, el pecado es desprecio de Dios (contemptus Dei). Conlleva la voluntad de escapar a la relaci�n de dependencia del servidor respecto a su Se�or, o, m�s a�n, del hijo respecto a su Padre. El hombre, al pecar, pretende liberarse de Dios. En realidad, se convierte en esclavo; pues al rechazar a Dios rompe el impulso de su aspiraci�n al infinito y de su vocaci�n a compartir la vida divina. Por ello su coraz�n es v�ctima de la inquietud.

El hombre pecador, que rehusa adherirse a Dios, es llevado necesariamente a ligarse de una manera falaz y destructora a la creatura. En esta vuelta a la creatura (conversio ad creaturam), concentra sobre ella su anhelo insatisfecho de infinito. Pero los bienes creados son limitados; tambi�n su coraz�n corre del uno al otro, siempre en busca de una paz imposible.

En realidad el hombre, cuando atribuye a las creaturas una carga de infinitud, pierde el sentido de su ser creado. Pretende encontrar su centro y su unidad en si mismo. El amor desordenado de s� es la otra cara del desprecio de Dios. El hombre trata entonces de apoyarse solamente sobre s�, quiere realizarse y ser suficiente en su propia inmanencia. 30

41. El ate�smo, falsa emancipaci�n de la libertad

Esto se pone particularmente de manifiesto cuando el pecador cree que no puede afirmar su propia libertad m�s que negando expl�citamente a Dios. La dependencia de la creatura con respecto al Creador o la dependencia de la conciencia moral con respecto a la ley divina ser�an para �l servidumbres intolerables. El ate�smo constituye para �l la verdadera forma de emancipaci�n y de liberaci�n del hombre, mientras que la religi�n o incluso el reconocimiento de una ley moral constituir�an alienaciones. El hombre quiere entonces decidir soberanamente sobre el bien y el mal, o sobre los valores, y con un mismo gesto, rechaza a la vez la idea de Dios y de pecado. Mediante la audacia de la transgresi�n pretende llegar a ser adulto y libre, y reivindica esta emancipaci�n no s�lo para �l sino para toda la humanidad.

42. Pecado y estructuras de injusticia

El hombre pecador, habiendo hecho de s� su propio centro, busca afirmarse y satisfacer su anhelo de infinito sirvi�ndose de las cosas: riquezas, poder y placeres, despreciando a los dem�s hombres a los que despoja injustamente y trata como objetos o instrumentos. De este modo contribuye por su parte a la creaci�n de estas estructuras de explotaci�n y de servidumbre que, por otra parte, pretende denunciar.

CAP�TULO III -
LIBERACI�N Y LIBERTAD CRISTIANA

43. Evangelio, libertad y liberaci�n

La historia humana, marcada por la experiencia del pecado, nos conducir�a a la desesperaci�n, si Dios hubiera abandonado a su criatura. Pero las promesas divinas de liberaci�n y su victorioso cumplimiento en la muerte y en la resurrecci�n de Cristo, son el fundamento de la �gozosa esperanza� de la que la comunidad cristiana saca su fuerza para actuar resuelta y eficazmente al servicio del amor, de la justicia y de la paz. El Evangelio es un mensaje de libertad y una fuerza de liberaci�n 31 que lleva a cumplimiento la esperanza de Israel, fundada en la palabra de los Profetas. Se apoya en la acci�n de Yav� que, antes de intervenir como �goel�,32 liberador, redentor, salvador de su pueblo, lo hab�a elegido gratuitamente en Abraham. 33

I. La liberaci�n en el Antiguo Testamento

44. El �xodo y las intervenciones liberadoras de Yav�

En el Antiguo Testamento la acci�n liberadora de Yav�, que sirve de modelo y punto de referencia a todas las otras, es el �xodo de Egipto, �casa de esclavitud�. Si Dios saca a su pueblo de una dura esclavitud econ�mica, pol�tica y cultural, es con miras a hacer de �l, mediante la Alianza en el Sina�, �un reino de sacerdotes y una naci�n santa� (Ex 19, 6). Dios quiere ser adorado por hombres libres. Todas las liberaciones ulteriores del pueblo de Israel tienden a conducirle a esta libertad en plenitud que no puede encontrar m�s que en la comuni�n con su Dios.

El acontecimiento mayor y fundamento del �xodo tiene, por tanto, un significado a la vez religioso y pol�tico. Dios libera a su pueblo, le da una descendencia, una tierra, una ley, pero dentro de una Alianza y para una Alianza. Por tanto, no se debe aislar en s� mismo el aspecto pol�tico; es necesario considerarlo a la luz del designio de naturaleza religiosa en el cual est� integrado. 34

45. La Ley de Dios

En su designio de salvaci�n, Dios dio su Ley a Israel. Esta conten�a, junto con los preceptos morales universales del Dec�logo, normas cultuales y civiles que deb�an regular la vida del pueblo escogido por Dios para ser su testigo entre las naciones.

En este conjunto de leyes, el amor a Dios sobre todas las cosas 35 y al pr�jimo como a s� mismo 36 constituye ya el centro. Pero la justicia que debe regular las relaciones entre los hombres, y el derecho que es su expresi�n jur�dica, pertenecen tambi�n a la trama m�s caracter�stica de la Ley b�blica. Los C�digos y la predicaci�n de los Profetas, as� como los Salmos, se refieren constantemente tanto a una como a otra, y muy a menudo a las dos a la vez. 37 En este contexto es donde debe apreciarse el inter�s de la Ley B�blica por los pobres, los desheredados, la viuda y el hu�rfano; a ellos se debe la justicia seg�n la ordenaci�n jur�dica del Pueblo de Dios. 38 El ideal y el bosquejo ya existen entonces en una sociedad centrada en el culto al Se�or y fundamentada sobre la justicia y el derecho animados por el amor.

46. La ense�anza de los Profetas

Los Profetas no cesan de recordar a Israel las exigencias de la Ley de la Alianza. Denuncian que en el coraz�n endurecido del hombre est� el origen de las transgresiones repetidas, y anuncian una Alianza Nueva en la que Dios cambiar� los corazones grabando en ellos la Ley de su esp�ritu. 39

Al anunciar y preparar esta nueva era, los Profetas denuncian con vigor las injusticias contra los pobres; se hacen portavoces de Dios en favor de ellos. Yav� es el recurso supremo de los peque�os y de los oprimidos, y el Mes�as tendr� la misi�n de defenderlos. 40

La situaci�n del pobre es una situaci�n de injusticia contraria a la Alianza. Por esto la Ley de la Alianza lo protege a trav�s de unos preceptos que reflejan la actitud misma de Dios cuando liber� a Israel de la esclavitud de Egipto. 41 La injusticia contra los peque�os y los pobres es un pecado grave, que rompe la comuni�n con Yav�.

47. Los �pobres de Yav�

Partiendo de todas las formas de pobreza, de injusticia sufrida, de aflicci�n, los �justos� y los �pobres de Yav� elevan hacia �l su s�plica en los Salmos. 42 Sufren en su coraz�n la esclavitud a la que el pueblo �rapado hasta la nuca� ha sido reducido a causa de sus pecados. Soportan la persecuci�n, el martirio, la muerte, pero viven en la esperanza de la liberaci�n. Por encima de todo, ponen su confianza en Yav� a quien encomiendan su propia causa. 43

Los �pobres de Yav� saben que la comuni�n con �l 44 es el bien m�s precioso en el que el hombre encuentra su verdadera libertad. 45 Para ellos, el mal m�s tr�gico es la p�rdida de esta comuni�n. Por consiguiente el combate contra la injusticia adquiere su sentido m�s profundo y su eficacia en su deseo de ser liberados de la esclavitud del pecado.

48. En el umbral del Nuevo Testamento

En el umbral del Nuevo Testamento, los �pobres de Yav� constituyen las primicias de un �pueblo humilde y pobre� que vive en la esperanza de la liberaci�n de Israel. 46

Mar�a, al personificar esta esperanza, traspasa el umbral del Antiguo Testamento. Anuncia con gozo la llegada mesi�nica y alaba al Se�or que se prepara a liberar a su Pueblo. 47 En su himno de alabanza a la Misericordia divina, la Virgen humilde, a la que mira espont�neamente y con tanta confianza el pueblo de los pobres, canta el misterio de salvaci�n y su fuerza de transformaci�n. El sentido de la fe, tan vivo en los peque�os, sabe reconocer a simple vista toda la riqueza a la vez soteriol�gica y �tica del Magnificat. 48

II. Significado cristol�gico del Antiguo Testamento

49. A la luz de Cristo

El �xodo, la Alianza, la Ley, la voz de los Profetas y la espiritualidad de los �pobres de Yav� alcanzan su pleno significado solamente en Cristo.

La Iglesia lee el Antiguo Testamento a la luz de Cristo muerto y resucitado por nosotros. Ella se ve prefigurada en el Pueblo de Dios de la Antigua Alianza, encarnada en el cuerpo concreto de una naci�n particular, pol�tica y culturalmente constituida, que estaba inserto en la trama de la historia como testigo de Yav� ante las naciones, hasta que llegara a su cumplimiento el tiempo de las preparaciones y de las figuras. Los hijos de Abraham fueron llamados a entrar con todas las naciones en la Iglesia de Cristo, para formar con ellas un solo Pueblo de Dios, espiritual y universal. 49

III. La liberaci�n cristiana anunciada a los pobres

50. La Buena Nueva anunciada a los pobres

Jes�s anuncia la Buena Nueva del Reino de Dios y llama a los hombres a la conversi�n. 50 �Los pobres son evangelizados� (Mt 11, 5): Jes�s, citando las palabras del Profeta, 51 manifiesta su acci�n mesi�nica en favor de quienes esperan la salvaci�n de Dios.

M�s a�n, el Hijo de Dios, que se ha hecho pobre por amor a nosotros, 52 quiere ser reconocido en los pobres, en los que sufren o son perseguidos:53 �Cuantas veces hicisteis esto a uno de estos mis hermanos menores, a m� me lo hicisteis� (Mt 25, 40).54

51. El misterio pascual

Pero es, ante todo, por la fuerza de su Misterio Pascual que Cristo nos ha liberado. 55 Mediante su obediencia perfecta en la Cruz y mediante la gloria de su resurrecci�n, el Cordero de Dios ha quitado el pecado del mundo y nos ha abierto la v�a de la liberaci�n definitiva.

Por nuestro servicio y nuestro amor, as� como por el ofrecimiento de nuestras pruebas y sufrimientos, participamos en el �nico sacrificio redentor de Cristo, completando en nosotros �lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su Cuerpo, que es la Iglesia� (Col 1, 14), mientras esperamos la resurrecci�n de los muertos.

52. Gracia, reconciliaci�n y libertad

El centro de la experiencia cristiana de la libertad est� en la justificaci�n por la gracia de la fe y de los sacramentos de la Iglesia. Esta gracia nos libera del pecado y nos introduce en la comuni�n con Dios. Mediante la muerte y la resurrecci�n de Cristo se nos ofrece el perd�n. La experiencia de nuestra reconciliaci�n con el Padre es fruto del Esp�ritu Santo. Dios se nos revela como Padre de misericordia, al que podemos presentarnos con total confianza.

Reconciliados con �l 56 y recibiendo la paz de Cristo que el mundo no puede dar, 57 estamos llamados a ser en medio de los hombres art�fices de paz. 58

En Cristo podemos vencer el pecado, y la muerte ya no nos separa de Dios; �sta ser� destruida finalmente en el momento de nuestra resurrecci�n, a semejanza de la de Jes�s. 59 El mismo �cosmos�, del que el hombre es centro y �pice, espera ser liberado �de la servidumbre de la corrupci�n para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios� (Rom 8, 21). Ya desde ese momento Satan�s est� en dificultad; �l, que tiene el poder de la muerte, ha sido reducido a la impotencia mediante la muerte de Cristo. 60 Aparecen ya unas se�ales que anticipan la gloria futura.

53. Lucha contra la esclavitud del pecado

La libertad tra�da por Cristo en el Esp�ritu Santo, nos ha restituido la capacidad -de la que nos hab�a privado el pecado- de amar a Dios por encima de todo y permanecer en comuni�n con �l.

Somos liberados del amor desordenado hacia nosotros mismos, que es la causa del desprecio al pr�jimo y de las relaciones de dominio entre los hombres.

Sin embargo, hasta la venida gloriosa del Resucitado, el misterio de iniquidad est� siempre actuando en el mundo. San Pablo nos lo advierte: �Para que gocemos de libertad, Cristo nos ha hecho libres� (Gal 5, 1). Es necesario, por tanto perseverar y luchar para no volver a caer bajo el yugo de la esclavitud. Nuestra existencia es un combate espiritual por la vida seg�n el Evangelio y con las armas de Dios. 61 Pero nosotros hemos recibido la fuerza y la certeza de nuestra victoria sobre el mal, victoria del amor de Cristo a quien nada se puede resistir. 62

54. El Esp�ritu y la Ley

San Pablo proclama el don de la Ley nueva del Esp�ritu en oposici�n a la ley de la carne o de la concupiscencia que inclina al hombre al mal y lo hace incapaz de escoger el bien. 63 Esta falta de armon�a y esta debilidad interior no anulan la Libertad ni la responsabilidad del hombre, sino que comprometen la pr�ctica del bien. Ante esto dice el Ap�stol: �No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero� (Rom 7, 19). Habla pues, con raz�n, de la �servidumbre del pecado� y de la �esclavitud de la ley�, ya que para el hombre pecador la ley, que �l no puede interiorizar, le resulta opresora.

Sin embargo, San Pablo reconoce que la Ley conserva su valor para el hombre y para el cristiano puesto que �es santa, y el precepto santo, justo, y bueno� (Rom 7, 12).64 Reafirma el Dec�logo poni�ndolo en relaci�n con la caridad, que es su verdadera plenitud. 65 Adem�s, sabe que es necesario un orden jur�dico para el desarrollo de la vida social. 66 Pero la novedad que �l proclama es que Dios nos ha dado a su Hijo �para que la justicia exigida por la Ley fuera cumplida en nosotros� (Rom 8, 4).

El mismo Se�or Jes�s ha anunciado en el Serm�n de la Monta�a los preceptos de la Ley nueva; con su sacrificio ofrecido en la Cruz y su resurrecci�n gloriosa, ha vencido el poder del pecado y nos ha obtenido la gracia del Esp�ritu Santo que hace posible la perfecta observancia de la Ley de Dios 67 y el acceso al perd�n, si caemos nuevamente en el pecado. El Esp�ritu que habita en nuestros corazones es la fuente de la verdadera libertad.

Por el sacrificio de Cristo las prescripciones cultuales del Antiguo Testamento se han vuelto caducas. En cuanto a las normas jur�dicas de la vida social y pol�tica de Israel, la Iglesia apost�lica, como Reino de Dios inaugurado sobre la tierra, ha tenido conciencia de que no estaba ya sujeta a ellas. Esto hizo comprender a la comunidad cristiana que las leyes y los actos de las autoridades de los diversos pueblos, aunque leg�timos y dignos de obediencia, 68 no podr�n sin embargo pretender nunca, en cuanto que proceden de ellas, un car�cter sagrado. A la luz del Evangelio, un buen n�mero de leyes y de estructuras parecen que llevan la marca del pecado y prolongan su influencia opresora en la sociedad.

IV. El mandamiento nuevo

55. El amor, don del Esp�ritu

El amor de Dios, derramado en nuestros corazones por el Esp�ritu Santo, implica el amor al pr�jimo. Recordando el primer mandamiento, Jes�s a�ade a continuaci�n: �El segundo, semejante a �ste, es: Amar�s al pr�jimo como a ti mismo. De estos dos preceptos penden toda la Ley y los Profetas� (Mt 22, 39-40). Y San Pablo dice que la caridad es el cumplimiento pleno de la Ley. 69

El amor al pr�jimo no tiene l�mites; se extiende a los enemigos y a los perseguidores. La perfecci�n, imagen de la del Padre, a la que todo disc�pulo debe tender, est� en la misericordia. 70 La par�bola del Buen Samaritano muestra que el amor lleno de compasi�n, cuando se pone al servicio del pr�jimo, destruye los prejuicios que levantan a los grupos �tnicos y sociales unos contra otros. 71 Todos los libros del Nuevo Testamento dan testimonio de esta riqueza inagotable de sentimientos de la que es portador el amor cristiano al pr�jimo. 72

56. El amor al pr�jimo

El amor cristiano, gratuito y universal, se basa en el amor de Cristo que dio su vida por nosotros: �Que os am�is los unos a los otros; como yo os he amado, as� tambi�n am�os mutuamente� (Jn 13, 34-35).73 Este es el �mandamiento nuevo� para los disc�pulos.

A la luz de este mandamiento, el ap�stol Santiago recuerda severamente a los ricos sus deberes, 74 y San Juan afirma que quien teniendo bienes de este mundo y viendo a su hermano en necesidad le cierra su coraz�n, no puede permanecer en �l la caridad de Dios. 75 El amor al hermano es la piedra de toque del amor a Dios: �El que no ama a su hermano, a quien ve, no es posible que ame a Dios, a quien no ve� (1 Jn 4, 20), San Pablo subraya con fuerza la uni�n existente entre la participaci�n en el sacramento del Cuerpo y Sangre de Cristo y el compartir con el hermano que se encuentra necesitado. 76

57. Justicia y caridad

El amor evang�lico y la vocaci�n de hijos de Dios, a la que todos los hombres est�n llamados, tienen como consecuencia la exigencia directa e imperativa de respetar a cada ser humano en sus derechos a la vida y a la dignidad. No existe distancia entre el amor al pr�jimo y la voluntad de justicia. Al oponerlos entre s�, se desnaturaliza el amor y la justicia a la vez. Adem�s el sentido de la misericordia completa el de la justicia, impidi�ndole que se encierre en el c�rculo de la venganza.

Las desigualdades inicuas y las opresiones de todo tipo que afectan hoy a millones de hombres y mujeres est�n en abierta contradicci�n con el Evangelio de Cristo y no pueden dejar tranquila la conciencia de ning�n cristiano.

La Iglesia, d�cil al Esp�ritu, avanza con fidelidad por los caminos de la liberaci�n aut�ntica. Sus miembros son conscientes de sus flaquezas y de sus retrasos en esta b�squeda. Pero una multitud de cristianos, ya desde el tiempo de los Ap�stoles, han dedicado sus fuerzas y sus vidas a la liberaci�n de toda forma de opresi�n y a la promoci�n de la dignidad humana. La experiencia de los santos y el ejemplo de tantas obras de servicio al pr�jimo constituyen un est�mulo y una luz para las iniciativas liberadoras que se imponen hoy.

V. La Iglesia Pueblo de Dios de la Nueva Alianza

58. Hacia la plenitud de la libertad

El Pueblo de Dios de la Nueva Alianza es la Iglesia de Cristo. Su ley es el mandamiento del amor. En el coraz�n de sus miembros, el Esp�ritu habita como en un templo. La misma Iglesia es el germen y el comienzo del Reino de Dios aqu� abajo, que tendr� su cumplimiento al final de los tiempos con la resurrecci�n de los muertos y la renovaci�n de toda la creaci�n. 77

Poseyendo las arras del Esp�ritu, 78 el Pueblo de Dios es conducido a la plenitud de la libertad. La Jerusal�n nueva que esperamos con ansia es llamada justamente ciudad de libertad, en su sentido m�s pleno. 79 Entonces, Dios �enjugar� las l�grimas de sus ojos, y la muerte no existir� m�s, ni habr� duelo, ni gritos, ni trabajo, porque todo esto es ya pasado� (Ap 21, 4). La esperanza es la espera segura de �otros cielos nuevos y otra nueva tierra, en que tiene su morada la justicia� (2 Pe 3, 13).

59. El encuentro final con Cristo.

La transfiguraci�n de la Iglesia, obrada por Cristo resucitado, al llegar al final de su peregrinaci�n, no anula de ning�n modo el destino personal de cada uno al t�rmino de su vida. Todo hombre, hallado digno ante el tribunal de Cristo por haber hecho, con la gracia de Dios, buen uso de su libre albedr�o, obtendr� la felicidad. 80 Llegar� a ser semejante a Dios porque le ver� tal cual es. 81 El don divino de la salvaci�n eterna es la exaltaci�n de la mayor libertad que se pueda concebir.

60. Esperanza escatol�gica y compromiso para la liberaci�n temporal

Esta esperanza no debilita el compromiso en orden al progreso de la ciudad terrena, sino por el contrario le da sentido y fuerza. Conviene ciertamente distinguir bien entre progreso terreno y crecimiento del Reino, ya que no son del mismo orden. No obstante, esta distinci�n no supone una separaci�n, pues la vocaci�n del hombre a la vida eterna no suprime sino que confirma su deber de poner en pr�ctica las energ�as y los medios recibidos del Creador para desarrollar su vida temporal. 82

La Iglesia de Cristo, iluminada por el Esp�ritu del Se�or, puede discernir en los signos de los tiempos los que son prometedores de liberaci�n y los que, por el contrario, son enga�osos e ilusorios. Ella llama al hombre y a las sociedades a vencer las situaciones de pecado y de injusticia, y a establecer las condiciones para una verdadera libertad. Tiene conciencia de que todos estos bienes, como son la dignidad humana, la uni�n fraterna y la libertad, que constituyen el fruto de esfuerzos conformes a la voluntad de Dios, los encontramos �limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal�,83 que es un reino de libertad.

La espera vigilante y activa de la venida del Reino es tambi�n la de una justicia totalmente perfecta para los vivos y los muertos, para los hombres de todos los tiempos y lugares, que Jesucristo, constituido Juez Supremo, instaurar�. 84 Esta promesa, que supera todas las posibilidades humanas, afecta directamente a nuestra vida en el mundo, porque una verdadera justicia debe alcanzar a todos y debe dar respuesta a los muchos sufrimientos padecidos por todas las generaciones. En realidad, sin la resurrecci�n de los muertos y el juicio del Se�or, no hay justicia en el sentido pleno de la palabra. La promesa de la resurrecci�n satisface gratuitamente el af�n de justicia verdadera que est� en el coraz�n humano.

CAP�TULO IV -
MISI�N LIBERADORA DE LA IGLESIA

61. La Iglesia y las inquietudes del hombre

La Iglesia tiene la firme voluntad de responder a las inquietudes del hombre contempor�neo, sometido a duras opresiones y ansioso de libertad. La gesti�n pol�tica y econ�mica de la sociedad no entra directamente en su misi�n. 85 Pero el Se�or Jes�s le ha confiado la palabra de verdad capaz de iluminar las conciencias. El amor divino, que es su vida, la apremia a hacerse realmente solidaria con todo hombre que sufre. Si sus miembros permanecen fieles a esta misi�n, el Esp�ritu Santo, fuente de libertad, habitar� en ellos y producir�n frutos de justicia y de paz en su ambiente familiar, profesional y social.

I. Para la salvaci�n integral del mundo

62. Las Bienaventuranzas y la fuerza del Evangelio

El Evangelio es fuerza de vida eterna, dada ya desde ahora a quienes lo reciben. 86 Pero al engendrar hombres nuevos, 87 esta fuerza penetra en la comunidad humana y en su historia, purificando y vivificando as� sus actividades. Por ello, es �ra�z de cultura�.88

Las Bienaventuranzas proclamadas por Jes�s expresan la perfecci�n del amor evang�lico; ellas no han dejado de ser vividas a lo largo de toda la historia de la Iglesia por numerosos bautizados y, de una manera eminente, por los santos.

Las Bienaventuranzas, a partir de la primera, la de los pobres, forman un todo que no puede ser separado del conjunto del Serm�n de la Monta�a. 89 Jes�s, el nuevo Mois�s, comenta en ellas el Dec�logo, la Ley de la Alianza, d�ndole su sentido definitivo y pleno. Las Bienaventuranzas le�das e interpretadas en todo su contexto, expresan el esp�ritu del Reino de Dios que viene. Pero a la luz del destino definitivo de la historia humana as� manifestado aparecen al mismo tiempo m�s claramente, los fundamentos de la justicia en el orden temporal.

As�, pues, al ense�ar la confianza que se apoya en Dios, la esperanza de la vida eterna, el amor a la justicia, la misericordia que llega hasta el perd�n y la reconciliaci�n, las Bienaventuranzas permiten situar el orden temporal en funci�n de un orden trascendente que, sin quitarle su propia consistencia, le confiere su verdadera medida.

Iluminados por ellas, el compromiso necesario en las tareas temporales al servicio del pr�jimo y de la comunidad humana es, al mismo tiempo, requerido con urgencia y mantenido en su justa perspectiva. Las Bienaventuranzas preservan de la idolatr�a de los bienes terrenos y de las injusticias que entra�an su b�squeda desenfrenada. 90 Ellas apartan de la b�squeda ut�pica y destructiva de un mundo perfecto, pues �pasa la apariencia de este mundo� (1 Cor 7, 31).

63. El anuncio de la salvaci�n

La misi�n esencial de la Iglesia, siguiendo la de Cristo, es una misi�n evangelizadora y salv�fica. 91 Saca su impulso de la caridad divina. La evangelizaci�n es anuncio de salvaci�n, don de Dios. Por la Palabra de Dios y los sacramentos, el hombre es liberado ante todo del poder del pecado y del poder del Maligno que lo oprimen, y es introducido en la comuni�n de amor con Dios. Siguiendo a su Se�or que �vino al mundo para salvar a los pecadores� (1 Tim 1, 15), la Iglesia quiere la salvaci�n de todos los hombres.

En esta misi�n, la Iglesia ense�a el camino que el hombre debe seguir en este mundo para entrar en el Reino de Dios. Su doctrina abarca, por consiguiente, todo el orden moral y, particularmente, la justicia, que debe regular las relaciones humanas. Esto forma parte de la predicaci�n del Evangelio.

Pero el amor que impulsa a la Iglesia a comunicar a todos la participaci�n en la vida divina mediante la gracia, le hace tambi�n alcanzar por la acci�n eficaz de sus miembros el verdadero bien temporal de los hombres, atender a sus necesidades, proveer a su cultura y promover una liberaci�n integral de todo lo que impide el desarrollo de las personas. La Iglesia quiere el bien del hombre en todas sus dimensiones; en primer lugar como miembro de la ciudad de Dios y luego como miembro de la ciudad terrena.

64. Evangelizaci�n y promoci�n de la justicia

La Iglesia no se aparta de su misi�n cuando se pronuncia sobre la promoci�n de la justicia en las sociedades humanas o cuando compromete a los fieles laicos a trabajar en ellas, seg�n su vocaci�n propia. Sin embargo, procura que esta misi�n no sea absorbida por las preocupaciones que conciernen el orden temporal, o que se reduzca a ellas. Por lo mismo, la Iglesia pone todo su inter�s en mantener clara y firmemente a la vez la unidad y la distinci�n entre evangelizaci�n y promoci�n humana: unidad, porque ella busca el bien total del hombre; distinci�n, porque estas dos tareas forman parte, por t�tulos diversos, de su misi�n.

65. Evangelio y realidades terrenas

La Iglesia, fiel a su propia finalidad, irradia la luz del Evangelio sobre las realidades terrenas, de tal manera que la persona humana sea curada de sus miserias y elevada en su dignidad. La cohesi�n de la sociedad en la justicia y la paz es as� promovida y reforzada. 92 La Iglesia es tambi�n fiel a su misi�n cuando denuncia las desviaciones, las servidumbres y las opresiones de las que los hombres son v�ctimas.

Es fiel a su misi�n cuando se opone a los intentos de instaurar una forma de vida social de la que Dios est� ausente, bien sea por una oposici�n consciente, o bien debido a negligencia culpable. 93

Por �ltimo, es fiel a su misi�n cuando emite su juicio acerca de los movimientos pol�ticos que tratan de luchar contra la miseria y la opresi�n seg�n teor�as y m�todos de acci�n contrarios al Evangelio y opuestos al hombre mismo. 94

Ciertamente, la moral evang�lica, con las energ�as de la gracia, da al hombre nuevas perspectivas con nuevas exigencias. Y ayuda a perfeccionar y elevar una dimensi�n moral que pertenece ya a la naturaleza humana y de la que la Iglesia se preocupa, consciente de que es un patrimonio com�n a todos los hombres en cuanto tales.

II. El amor de preferencia a los pobres

66. Jes�s y la pobreza

Cristo Jes�s, de rico se hizo pobre por nosotros, para enriquecernos mediante su pobreza. 95 As� habla San Pablo sobre el misterio de la Encarnaci�n del Hijo eterno, que vino a asumir la naturaleza humana mortal para salvar al hombre de la miseria en la que el pecado le hab�a sumido. M�s a�n Cristo, en su condici�n humana, eligi� un estado de pobreza e indigencia 96 a fin de mostrar en qu� consiste la verdadera riqueza que se ha de buscar, es decir, la comuni�n de vida con Dios. Ense�� el desprendimiento de las riquezas de la tierra para mejor desear las del cielo. 97 Los Ap�stoles que �l eligi� tuvieron tambi�n que abandonarlo todo y compartir su indigencia. 98

Anunciado por los Profetas como el Mes�as de los pobres, 99 fue entre ellos, los humildes, los �pobres de Yav�, sedientos de la justicia del Reino, donde �l encontr� corazones dispuestos a acogerle. Pero Jes�s quiso tambi�n mostrarse cercano a quienes -aunque ricos en bienes de este mundo- estaban excluidos de la comunidad como �publicanos y pecadores�, pues �l vino para llamarles a la conversi�n. 100

La pobreza que Jes�s declar� bienaventurada es aquella hecha a base de desprendimiento, de confianza en Dios, de sobriedad y disposici�n a compartir con otros.

67. Jes�s y los pobres

Pero Jes�s no trajo solamente la gracia y la paz de Dios; �l cur� tambi�n numerosas enfermedades; tuvo compasi�n de la muchedumbre que no ten�a de que comer ni alimentarse; junto con los disc�pulos que le segu�an practic� la limosna. 101 La Bienaventuranza de la pobreza proclamada por Jes�s no significa en manera alguna que los cristianos puedan desinteresarse de los pobres que carecen de lo necesario para la vida humana en este mundo. Como fruto y consecuencia del pecado de los hombres y de su fragilidad natural, esta miseria es un mal del que, en la medida de lo posible hay que liberar a los seres humanos.

68. El amor de preferencia a los pobres

Bajo sus m�ltiples formas -indigencia material, opresi�n injusta, enfermedades f�sicas y ps�quicas y, por �ltimo, la muerte- la miseria humana es el signo manifiesto de la debilidad cong�nita en que se encuentra el hombre tras el primer pecado y de la necesidad de salvaci�n. Por ello, la miseria humana atrae la compasi�n de Cristo Salvador, que la ha querido cargar sobre si 102 e identificarse con los �m�s peque�os de sus hermanos� (cf. Mt 25, 40. 45). Tambi�n por ello, los oprimidos por la miseria son objeto de un amor de preferencia por parte de la Iglesia que, desde los or�genes, y a pesar de los fallos de muchos de sus miembros, no ha cesado de trabajar para aliviarlos, defenderlos y liberarlos. Lo ha hecho mediante innumerables obras de beneficencia que siempre y en todo lugar contin�an siendo indispensables. 103 Adem�s, mediante su doctrina social, cuya aplicaci�n urge, la Iglesia ha tratado de promover cambios estructurales en la sociedad con el fin de lograr condiciones de vida dignas de la persona humana.

Los disc�pulos de Jes�s, con el desprendimiento de las riquezas que permite compartir con los dem�s y abre el Reino, 104 dieron testimonio mediante el amor a los pobres y desdichados, del amor del Padre manifestado en el Salvador. Este amor viene de Dios y vuelve a Dios. Los disc�pulos de Cristo han reconocido siempre en los dones presentados sobre el altar, un don ofrecido a Dios mismo.

La Iglesia amando a los pobres da tambi�n testimonio de la dignidad del hombre. Afirma claramente que �ste vale m�s por lo que es que por lo que posee. Atestigua que esa dignidad no puede ser destruida cualquiera que sea la situaci�n de miseria, de desprecio, de rechazo, o de impotencia a la que un ser humano se vea reducido. Se muestra solidaria con quienes no cuentan en una sociedad que les rechaza espiritualmente y, a veces, f�sicamente. De manera particular, la Iglesia se vuelve con afecto maternal hacia los ni�os que, a causa de la maldad humana, no ver�n jam�s la luz, as� como hacia las personas ancianas solas y abandonadas.

La opci�n preferencial por los pobres, lejos de ser un signo de particularismo o de sectarismo, manifiesta la universalidad del ser y de la misi�n de la Iglesia. Dicha opci�n no es exclusiva.

Esta es la raz�n por la que la Iglesia no puede expresarla mediante categor�as sociol�gicas e ideol�gicas reductivas, que har�an de esta preferencia una opci�n partidista y de naturaleza conflictiva.

69. Comunidades eclesiales de base y otros grupos de cristianos.

Las nuevas comunidades eclesiales de base y otros grupos de cristianos formados para ser testigos de este amor evang�lico son motivo de gran esperanza para la Iglesia. Si viven verdaderamente en uni�n con la Iglesia local y con la Iglesia universal, son una aut�ntica expresi�n de comuni�n y un medio para construir una comuni�n m�s profunda. 105 Ser�n fieles a su misi�n en la medida en que procuren educar a sus miembros en la integridad de la fe cristiana, mediante la escucha de la Palabra de Dios, la fidelidad a las ense�anzas del Magisterio, al orden jur�dico de la Iglesia y a la vida sacramental. En tales condiciones su experiencia, enraizada en un compromiso por la liberaci�n integral del hombre, viene a ser una riqueza para toda la Iglesia.

70. La reflexi�n teol�gica

De modo similar, una reflexi�n teol�gica desarrollada a partir de una experiencia particular puede constituir un aporte muy positivo, ya que permite poner en evidencia algunos aspectos de la Palabra de Dios, cuya riqueza total no ha sido a�n plenamente percibida. Pero para que esta reflexi�n sea verdaderamente una lectura de la Escritura, y no una proyecci�n sobre la Palabra de Dios de un significado que no est� contenido en ella, el te�logo ha de estar atento a interpretar la experiencia de la que �l parte a la luz de la experiencia de la Iglesia misma. Esta experiencia de la Iglesia brilla con singular resplandor y con toda su pureza en la vida de los santos. Compete a los Pastores de la Iglesia, en comuni�n con el Sucesor de Pedro, discernir su autenticidad.

CAP�TULO V -
LA DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA: POR UNA PRAXIS CRISTIANA DE LA LIBERACI�N

71. La praxis cristiana de la liberaci�n

La dimensi�n soteriol�gica de la liberaci�n no puede reducirse a la dimensi�n socio�tica que es una consecuencia de ella. Al restituir al hombre la verdadera libertad, la liberaci�n radical obrada por Cristo le asigna una tarea: la praxis cristiana, que es el cumplimiento del gran mandamiento del amor. Este es el principio supremo de la moral social cristiana, fundada sobre el Evangelio y toda la tradici�n desde los tiempos apost�licos y la �poca de los Padres de la Iglesia, hasta la recientes intervenciones del Magisterio.

Los grandes retos de nuestra �poca constituyen una llamada urgente a practicar esta doctrina de la acci�n.

I. Naturaleza de la doctrina social de la Iglesia

72. Mensaje evang�lico y vida social

La ense�anza social de la Iglesia naci� del encuentro del mensaje evang�lico y de sus exigencias -comprendidas en el Mandamiento supremo del amor a Dios y al pr�jimo y en la Justicia 106 - con los problemas que surgen en la vida de la sociedad. Se ha constituido en una doctrina, utilizando los recursos del saber y de las ciencias humanas; se proyecta sobre los aspectos �ticos de la vida y toma en cuenta los aspectos t�cnicos de los problemas pero siempre para juzgarlos desde el punto de vista moral.

Esta ense�anza, orientada esencialmente a la acci�n, se desarrolla en funci�n de las circunstancias cambiantes de la historia. Por ello, aunque bas�ndose en principios siempre v�lidos, comporta tambi�n juicios contingentes. Lejos de constituir un sistema cerrado, queda abierto permanentemente a las cuestiones nuevas que no cesan de presentarse; requiere, adem�s, la contribuci�n de todos los carismas, experiencias y competencias.

La Iglesia, experta en humanidad, ofrece en su doctrina social un conjunto de principios de reflexi�n, de criterios de juicio 107 y de directrices de acci�n 108 para que los cambios en profundidad que exigen las situaciones de miseria y de injusticia sean llevados a cabo, de una manera tal que sirva al verdadero bien de los hombres.

73. Principios fundamentales

El mandamiento supremo del amor conduce al pleno reconocimiento de la dignidad de todo hombre, creado a imagen de Dios. De esta dignidad derivan unos derechos, y unos deberes naturales. A la luz de la imagen de Dios, la libertad, prerrogativa esencial de la persona humana, se manifiesta en toda su profundidad. Las personas son los sujetos activos y responsables de la vida social. 109

A dicho fundamento, que es la dignidad del hombre, est�n �ntimamente ligados el principio de solidaridad y el principio de subsidiariedad .

En virtud del primero, el hombre debe contribuir con su semejantes al bien com�n de la sociedad, a todos los niveles. 110 Con ello, la doctrina social de la Iglesia se opone a todas las formas de individualismo social o pol�tico.

En virtud del segundo, ni el Estado ni sociedad alguna deber�n jam�s substituir la iniciativa y la responsabilidad de las personas y de los grupos sociales intermedios en los niveles en los que �stos pueden actuar, ni destruir el espacio necesario para su libertad. 111 De este modo, la doctrina social de la Iglesia se opone a todas las formas de colectivismo .

74. Criterios de juicio

Estos principios fundamentan los criterios para emitir un juicio sobre las situaciones, las estructuras y los sistemas sociales.

As�, la Iglesia no duda en denunciar las condiciones de vida que atentan a la dignidad y a la libertad del hombre.

Estos criterios permiten tambi�n juzgar el valor de las estructuras, las cuales son el conjunto de instituciones y de realizaciones pr�cticas que los hombres encuentran ya existentes o que crean, en el plano nacional e internacional, y que orientan u organizan la vida econ�mica, social y pol�tica. Aunque son necesarias, tienden con frecuencia a estabilizarse y cristalizar como mecanismos relativamente independientes de la voluntad humana, paralizando con ello o alterando el desarrollo social y generando la injusticia. Sin embargo, dependen siempre de la responsabilidad del hombre, que puede modificarlas, y no de un pretendido determinismo de la historia.

Las instituciones y las leyes, cuando son conformes a la ley natural y est�n ordenadas al bien com�n, resultan garantes de la libertad de las personas y de su promoci�n. No han de condenarse todos los aspectos coercitivos de la ley, ni la estabilidad de un Estado de derecho digno de este nombre. Se puede hablar entonces de estructura marcada por el pecado, pero no se pueden condenar las estructuras en cuanto tales.

Los criterios de juicio conciernen tambi�n a los sistemas econ�micos, sociales y pol�ticos. La doctrina social de la Iglesia no propone ning�n sistema particular, pero, a la luz de sus principios fundamentales, hace posible, ante todo, ver en qu� medida los sistemas existentes resultan conformes o no a las exigencias de la dignidad humana.

75. Primac�a de las personas sobre las estructuras

Ciertamente, la Iglesia es consciente de la complejidad de los problemas que han de afrontar las sociedades y tambi�n de las dificultades para encontrarles soluciones adecuadas. Sin embargo, piensa que, ante todo, hay que apelar a las capacidades espirituales y morales de la persona y a la exigencia permanente de conversi�n interior, si se quiere obtener cambios econ�micos y sociales que est�n verdaderamente al servicio del hombre.

La primac�a dada a las estructuras y la organizaci�n t�cnica sobre la persona y sobre la exigencia de su dignidad, es la expresi�n de una antropolog�a materialista que resulta contraria a la edificaci�n de un orden social justo. 112

No obstante, la prioridad reconocida a la libertad y a la conversi�n del coraz�n en modo alguno elimina la necesidad de un cambio de las estructuras injustas. Es, por tanto, plenamente leg�timo que quienes sufren la opresi�n por parte de los detentores de la riqueza o del poder pol�tico act�en, con medios moralmente l�citos, para conseguir estructuras e instituciones en las que sean verdaderamente respetados sus derechos.

De todos modos, es verdad que las estructuras instauradas para el bien de las personas son por s� mismas incapaces de lograrlo y de garantizarlo. Prueba de ello es la corrupci�n que, en ciertos pa�ses, alcanza a los dirigentes y a la burocracia del Estado, y que destruye toda vida social honesta. La rectitud de costumbres es condici�n para la salud de la sociedad. Es necesario, por consiguiente, actuar tanto para la conversi�n de los corazones como para el mejoramiento de las estructuras, pues el pecado que se encuentra en la ra�z de las situaciones injustas es, en sentido propio y primordial, un acto voluntario que tiene su origen en la libertad de la persona. S�lo en sentido derivado y secundario se aplica a las estructuras y se puede hablar de �pecado social�.113

Por lo dem�s, en el proceso de liberaci�n, no se puede hacer abstracci�n de la situaci�n hist�rica de la naci�n, ni atentar contra la identidad cultural del pueblo. En consecuencia, no se puede aceptar pasivamente, y menos a�n apoyar activamente, a grupos que, por la fuerza o la manipulaci�n de la opini�n, se adue�an del aparato del Estado e imponen abusivamente a la colectividad una ideolog�a importada, opuesta a los verdaderos valores culturales del pueblo. 114 A este respecto, conviene recordar la grave responsabilidad moral y pol�tica de los intelectuales.

76. Directrices para la acci�n

Los principios fundamentales y los criterios de juicio inspiran directrices para la acci�n. Puesto que el bien com�n de la sociedad humana est� al servicio de las personas, los medios de acci�n deben estar en conformidad con la dignidad del hombre y favorecer la educaci�n de la libertad. Existe un criterio seguro de juicio y de acci�n: no hay aut�ntica liberaci�n cuando los derechos de la libertad no son respetados desde el principio.

En el recurso sistem�tico a la violencia presentada como v�a necesaria para la liberaci�n, hay que denunciar una ilusi�n destructora que abre el camino a nuevas servidumbres. Habr� que condenar con el mismo vigor la violencia ejercida por los hacendados contra los pobres, las arbitrariedades policiales as� como toda forma de violencia constituida en sistema de gobierno. En este terreno, hay que saber aprender de las tr�gicas experiencias que ha contemplado y contempla a�n la historia de nuestro siglo. No se puede admitir la pasividad culpable de los poderes p�blicos en unas democracias donde la situaci�n social de muchos hombres y mujeres est� lejos de corresponder a lo que exigen los derechos individuales y sociales constitucionalmente garantizados.

77. Una lucha por la justicia

Cuando la Iglesia alienta la creaci�n y la actividad de asociaciones -como sindicatos- que luchan por la defensa de los derechos e intereses leg�timos de los trabajadores y por la justicia social, no admite en absoluto la teor�a que ve en la lucha de clases el dinamismo estructural de la vida social. La acci�n que preconiza no es la lucha de una clase contra otra para obtener la eliminaci�n del adversario; dicha acci�n no proviene de la sumisi�n aberrante a una pretendida ley de la historia. Se trata de una lucha noble y razonada en favor de la justicia y de la solidaridad social. 115 El cristiano preferir� siempre la v�a del di�logo y del acuerdo.

Cristo nos ha dado el mandamiento del amor a los enemigos. 116 La liberaci�n seg�n el esp�ritu del Evangelio es, por tanto, incompatible con el odio al otro, tomado individual o colectivamente, incluido el enemigo.

78. El mito de la revoluci�n

Determinadas situaciones de grave injusticia requieren el coraje de unas reformas en profundidad y la supresi�n de unos privilegios injustificables. Pero quienes desacreditan la v�a de las reformas en provecho del mito de la revoluci�n, no solamente alimentan la ilusi�n de que la abolici�n de una situaci�n inicua es suficiente por si misma para crear una sociedad m�s humana, sino que incluso favorecen la llegada al poder de reg�menes totalitarios. 117 La lucha contra las injusticias solamente tiene sentido si est� encaminada a la instauraci�n de un nuevo orden social y pol�tico conforme a las exigencias de la justicia. Esta debe ya marcar las etapas de su instauraci�n. Existe una moralidad de los medios. 118

79. Un �ltimo recurso

Estos principios deben ser especialmente aplicados en el caso extremo de recurrir a la lucha armada, indicada por el Magisterio como el �ltimo recurso para poner fin a una �tiran�a evidente y prolongada que atentara gravemente a los derechos fundamentales de la persona y perjudicara peligrosamente al bien com�n de un pa�s�.119 Sin embargo, la aplicaci�n concreta de este medio s�lo puede ser tenido en cuenta despu�s de un an�lisis muy riguroso de la situaci�n. En efecto, a causa del desarrollo continuo de las t�cnicas empleadas y de la creciente gravedad de los peligros implicados en el recurso a la violencia, lo que se llama hoy �resistencia pasiva� abre un camino m�s conforme con los principios morales y no menos prometedor de �xito.

Jam�s podr� admitirse, ni por parte del poder constituido, ni por parte de los grupos insurgentes, el recurso a medios criminales como las represalias efectuadas sobre poblaciones, la tortura, los m�todos del terrorismo y de la provocaci�n calculada, que ocasionan la muerte de personas durante manifestaciones populares. Son igualmente inadmisibles las odiosas campa�as de calumnias capaces de destruir a la persona ps�quica y moralmente.

80. El papel de los Laicos

No toca a los Pastores de la Iglesia intervenir directamente en la construcci�n pol�tica y en la organizaci�n de la vida social. Esta tarea forma parte de la vocaci�n de los laicos que act�an por propia iniciativa con sus conciudadanos. 120 Deben llevarla a cabo, conscientes de que la finalidad de la Iglesia es extender el Reino de Cristo para que todos los hombres se salven y por su medio el mundo est� efectivamente orientado a Cristo. 121

La obra de salvaci�n aparece, de esta manera, indisolublemente ligada a la labor de mejorar y elevar las condiciones de la vida humana en este mundo.

La distinci�n entre el orden sobrenatural de salvaci�n y el orden temporal de la vida humana, debe ser visto en la perspectiva del �nico designio de Dios de recapitular todas las cosas en Cristo. Por ello, tanto en uno como en otro campo, el laico -fiel y ciudadano a la vez- debe dejarse guiar constantemente por su conciencia cristiana. 122

La acci�n social, que puede implicar una pluralidad de v�as concretas, estar� siempre orientada al bien com�n y ser� conforme al mensaje evang�lico y a las ense�anzas de la Iglesia. Se evitar� que la diferencia de opciones da�e el sentido de colaboraci�n, conduzca a la paralizaci�n de los esfuerzos o produzca confusi�n en el pueblo cristiano.

La orientaci�n recibida de la doctrina social de la Iglesia debe estimular la adquisici�n de competencias t�cnicas y cient�ficas indispensables. Estimular� tambi�n la b�squeda de la formaci�n moral del car�cter y la profundizaci�n de la vida espiritual. Esta doctrina, al ofrecer principios y sabios consejos, no dispensa de la educaci�n en la prudencia pol�tica, requerida para el gobierno y la gesti�n de las realidades humanas.

II. Exigencias evang�licas de transformaci�n en profundidad

81. Necesidad de una transformaci�n cultural

Un reto sin precedentes es lanzado hoy a los cristianos que trabajan en la realizaci�n de esta civilizaci�n del amor, que condensa toda la herencia �tico-cultural del Evangelio. Esta tarea requiere una nueva reflexi�n sobre lo que constituye la relaci�n del mandamiento supremo del amor y el orden social considerado en toda su complejidad.

El fin directo de esta reflexi�n en profundidad es la elaboraci�n y la puesta en marcha de programas de acci�n audaces con miras a la liberaci�n socio-econ�mica de millones de hombres y mujeres cuya situaci�n de opresi�n econ�mica, social y pol�tica es intolerable.

Esta acci�n debe comenzar por un gran esfuerzo de educaci�n: educaci�n a la civilizaci�n del trabajo, educaci�n a la solidaridad, acceso de todos a la cultura.

82. El Evangelio del trabajo

La existencia de Jes�s de Nazaret -verdadero �Evangelio del trabajo�- nos ofrece el ejemplo vivo y el principio de la radical transformaci�n cultural indispensable para resolver los graves problemas que nuestra �poca debe afrontar. �l, que siendo Dios se hizo en todo semejante a nosotros, se dedic� durante la mayor parte de su vida terrestre a un trabajo manual. 123 La cultura que nuestra �poca espera estar� caracterizada por el pleno reconocimiento de la dignidad del trabajo humano, el cual se presenta en toda su nobleza y fecundidad a la luz de los misterios de la Creaci�n y de la Redenci�n. 124 El trabajo, reconocido como expresi�n de la persona, se vuelve fuente de sentido y esfuerzo creador.

83. Una verdadera civilizaci�n del trabajo

De este modo, la soluci�n para la mayor parte de los grav�simos problemas de la miseria se encuentra en la promoci�n de una verdadera civilizaci�n del trabajo. En cierta manera, el trabajo es la clave de toda la cuesti�n social. 125

Es, por tanto, en el terreno del trabajo donde ha de ser emprendida de manera prioritaria una acci�n liberadora en la libertad. Dado que la relaci�n entre la persona humana y el trabajo es radical y vital, las formas y modalidades, seg�n las cuales esta relaci�n sea regulada, ejercer�n una influencia positiva para la soluci�n de un conjunto de problemas sociales y pol�ticos que se plantean a cada pueblo. Unas relaciones de trabajo justas prefigurar�n un sistema de comunidad pol�tica apto a favorecer el desarrollo integral de toda la persona humana.

Si el sistema de relaciones de trabajo, llevado a la pr�ctica por los protagonistas directos -trabajadores y empleados, con el apoyo indispensable de los poderes p�blicos- logra instaurar una civilizaci�n del trabajo, se producir� entonces en la manera de ver de los pueblos e incluso en las bases institucionales y pol�ticas, una revoluci�n pac�fica en profundidad.

84. Bien com�n nacional e internacional

Esta cultura del trabajo deber� suponer y poner en pr�ctica un cierto n�mero de valores esenciales. Ha de reconocer que la persona del trabajador es principio, sujeto y fin de la actividad laboral. Afirmar� la prioridad del trabajo sobre el capital y el destino universal de los bienes materiales. Estar� animada por el sentido de una solidaridad que no comporta solamente reivindicaci�n de derechos, sino tambi�n cumplimiento de deberes. Implicar� la participaci�n orientada a promover el bien com�n nacional e internacional, y no solamente a defender intereses individuales o corporativos. Asimilar� el m�todo de la confrontaci�n y del di�logo eficaz.

Por su parte, las autoridades pol�ticas deber�n ser a�n m�s capaces de obrar en el respeto de las leg�timas libertades de los individuos, de las familias y de los grupos subsidiarios, creando de este modo las condiciones requeridas para que el hombre pueda conseguir su bien aut�ntico e integral, incluido su fin espiritual. 126

85. El valor del trabajo humano

Una cultura que reconozca la dignidad eminente del trabajador pondr� en evidencia la dimensi�n subjetiva del trabajo. 127 El valor de todo trabajo humano no est� primordialmente en funci�n de la clase de trabajo realizado; tiene su fundamento en el hecho de que quien lo ejecuta es una persona. 128 Existe un criterio �tico cuyas exigencias no se deben rehuir.

Por consiguiente, todo hombre tiene derecho a un trabajo, que debe ser reconocido en la pr�ctica por un esfuerzo efectivo que mire a resolver el dram�tico problema del desempleo. El hecho de que este mantenga en una situaci�n de marginaci�n a amplios sectores de la poblaci�n, y principalmente de la juventud, es algo intolerable. Por ello, la creaci�n de puestos de trabajo es una tarea social primordial que han de afrontar los individuos y la iniciativa privada, e igualmente el Estado. Por lo general -en este terreno como en otros- el Estado tiene una funci�n subsidiaria; pero con frecuencia puede ser llamado a intervenir directamente, come en el caso de acuerdos internacionales entre los diversos Estados. Tales acuerdos deben respetar el derecho de los inmigrantes y de sus familias. 129

86. Promover la participaci�n

El salario, que no puede ser concebido como una simple mercanc�a, debe permitir al trabajador y a su familia tener acceso a un nivel de vida verdaderamente humano en el orden material, social, cultural y espiritual. La dignidad de la persona es lo que constituye el criterio para juzgar el trabajo, y no a la inversa. Sea cual fuere el tipo de trabajo, el trabajador debe poder vivirlo como expresi�n de su personalidad. De aqu� se desprende la exigencia de una participaci�n que, por encima de la repartici�n de los frutos del trabajo, deber� comportar una verdadera dimensi�n comunitaria a nivel de proyectos, de iniciativas y de responsabilidades. 130

87. Prioridad del trabajo sobre el capital

La prioridad del trabajo sobre el capital convierte en un deber de justicia para los empresarios anteponer el bien de los trabajadores al aumento de las ganancias. Tienen la obligaci�n moral de no mantener capitales improductivos y, en las inversiones, mirar ante todo al bien com�n. Esto exige que se busque prioritariamente la consolidaci�n o la creaci�n de nuevos puestos de trabajo para la producci�n de bienes realmente �tiles.

El derecho a la propiedad privada no es concebible sin unos deberes con miras al bien com�n. Est� subordinado al principio superior del destino universal de los bienes. 131

88. Reformas en profundidad

Esta doctrina debe inspirar reformas antes de que sea demasiado tarde. El acceso de todos a los bienes necesarios para una vida humana -personal y familiar- digna de este nombre, es una primera exigencia de la justicia social. Esta requiere su aplicaci�n en el terreno del trabajo industrial y de una manera m�s particular en el del trabajo agr�cola. 132 Efectivamente, los campesinos, sobre todo en el tercer mundo, forman la masa preponderante de los pobres. 133

III. Promoci�n de la solidaridad

89. Una nueva solidaridad

La solidaridad es una exigencia directa de la fraternidad humana y sobrenatural. Los graves problemas socio-econ�micos que hoy se plantean, no pueden ser resueltos si no se crean nuevos frentes de solidaridad: solidaridad de los pobres entre ellos, solidaridad con los pobres, a la que los ricos son llamados, y solidaridad de los trabajadores entre s�. Las instituciones y las organizaciones sociales, a diversos niveles, as� como el Estado, deben participar en un movimiento general de solidaridad. Cuando la Iglesia hace esa llamada, es consciente de que esto le concierne de una manera muy particular.

90. Destino universal de los bienes

El principio del destino universal de los bienes, unido al de la fraternidad humana y sobrenatural, indica sus deberes a los Pa�ses m�s ricos con respecto a los Pa�ses m�s pobres. Estos deberes son de solidaridad en la ayuda a los Pa�ses en v�as de desarrollo; de justicia social, mediante una revisi�n en t�rminos correctos de las relaciones comerciales entre Norte y Sur y la promoci�n de un mundo m�s humano para todos, donde cada uno pueda dar y recibir, y donde el progreso de unos no sea obst�culo para el desarrollo de los otros, ni un pretexto para su servidumbre. 134

91. Ayuda al desarrollo

La solidaridad internacional es una exigencia de orden moral que no se impone �nicamente en el caso de urgencia extrema, sino tambi�n para ayudar al verdadero desarrollo. Se da en ello una acci�n com�n que requiere un esfuerzo concertado y constante para encontrar soluciones t�cnicas concretas, pero tambi�n para crear una nueva mentalidad entre los hombres de hoy. De ello depende en gran parte la paz del mundo. 135

IV. Tareas culturales y educativas

92. Derecho a la instrucci�n y a la cultura

Las desigualdades contrarias a la justicia en la posesi�n y el uso de los bienes materiales est�n acompa�adas y agravadas por desigualdades tambi�n injustas en el acceso a la cultura. Cada hombre tiene un derecho a la cultura, que es caracter�stica espec�fica de una existencia verdaderamente humana a la que tiene acceso por el desarrollo de sus facultades de conocimiento, de sus virtudes morales, de su capacidad de relaci�n con sus semejantes, de su aptitud para crear obras �tiles y bellas. De aqu� se deriva la exigencia de la promoci�n y difusi�n de la educaci�n, a la que cada uno tiene un derecho inalienable. Su primera condici�n es la eliminaci�n del analfabetismo. 136

93. Respeto de la libertad cultural

El derecho de cada hombre a la cultura no est� asegurado si no se respeta la libertad cultural. Con demasiada frecuencia la cultura degenera en ideolog�a y la educaci�n se transforma en instrumento al servicio del poder pol�tico y econ�mico. No compete a la autoridad p�blica determinar el tipo de cultura. Su funci�n es promover y proteger la vida cultural de todos, incluso la de las minor�as. 137

94. Tarea educativa de la familia

La tarea educativa pertenece fundamental y prioritariamente a la familia. La funci�n del Estado es subsidiaria; su papel es el de garantizar, proteger, promover y suplir. Cuando el Estado reivindica el monopolio escolar, va m�s all� de sus derechos y conculca la justicia. Compete a los padres el derecho de elegir la escuela a donde enviar a sus propios hijos y crear y sostener centros educativos de acuerdo con sus propias convicciones. El Estado no puede, sin cometer injusticia, limitarse a tolerar las escuelas llamadas privadas. Estas prestan un servicio p�blico y tienen, por consiguiente, el derecho a ser ayudadas econ�micamente. 138

95. �Las libertades� y la participaci�n

La educaci�n que da acceso a la cultura es tambi�n educaci�n en el ejercicio responsable de la libertad. Por esta raz�n, no existe aut�ntico desarrollo si no es en un sistema social y pol�tico que respete las libertades y las favorezca con la participaci�n de todos. Tal participaci�n puede revestir formas diversas; es necesaria para garantizar un justo pluralismo en las instituciones y en las iniciativas sociales. Asegura -sobre todo con la separaci�n real entre los poderes del Estado- el ejercicio de los derechos del hombre, protegi�ndoles igualmente contra los posibles abusos por parte de los poderes p�blicos. De esta participaci�n en la vida social y pol�tica nadie puede ser excluido por motivos de sexo, raza, color, condici�n social, lengua o religi�n. 139 Una de las injusticias mayores de nuestro tiempo en muchas naciones es la de mantener al pueblo al margen de la vida cultural, social y pol�tica.

Cuando las autoridades pol�ticas regulan el ejercicio de las libertades, no han de poner como pretexto exigencias de orden p�blico y de seguridad para limitar sistem�ticamente estas libertades. Ni el pretendido principio de la �seguridad nacional�, ni una visi�n econ�mica restrictiva, ni una concepci�n totalitaria de la vida social, deber�n prevalecer sobre el valor de la libertad y de sus derechos. 140

96. El reto de la inculturaci�n

La fe es inspiradora de criterios de juicio, de valores determinantes, de l�neas de pensamiento y de modelos de vida, v�lidos para la comunidad humana en cuanto tal. 141 Por ello, la Iglesia, atenta a las angustias de nuestro tiempo, indica las v�as de una cultura en la que el trabajo se pueda reconocer seg�n su plena dimensi�n humana y donde cada ser humano pueda encontrar las posibilidades de realizarse como persona. La Iglesia lo hace en virtud de su apertura misionera para la salvaci�n integral del mundo, en el respeto de la identidad de cada pueblo y naci�n.

La Iglesia -comuni�n que une diversidad y unidad- por su presencia en el mundo entero, asume lo que encuentra de positivo en cada cultura. Sin embargo, la inculturaci�n no es simple adaptaci�n exterior, sino que es una transformaci�n interior de los aut�nticos valores culturales por su integraci�n en el cristianismo y por el enraizamiento del cristianismo en las diversas culturas humanas. 142 La separaci�n entre Evangelio y cultura es un drama, del que los problemas evocados son la triste prueba. Se impone, por tanto, un esfuerzo generoso de evangelizaci�n de las culturas, las cuales se ver�n regeneradas en su reencuentro con el Evangelio. Mas, dicho encuentro supone que el Evangelio sea verdaderamente proclamado. 143 La Iglesia, iluminada por el Concilio Vaticano II, quiere consagrarse a ello con todas sus energ�as con el fin de generar un potente impulso liberador.

CONCLUSI�N

97. El canto del �Magnificat�

�Bienaventurada la que ha cre�do ...� (Lc 1, 45). Al saludo de Isabel, la Madre de Dios responde dejando prorrumpir su coraz�n en el canto del Magnificat. Ella nos muestra que es por la fe y en la fe, seg�n su ejemplo, como el Pueblo de Dios llega a ser capaz de expresar en palabras y de traducir en su vida el misterio del deseo de salvaci�n y sus dimensiones liberadoras en el plan de la existencia individual y social. En efecto, a la luz de la fe se puede percibir que la historia de la salvaci�n es la historia de la liberaci�n del mal bajo su forma m�s radical y el acceso de la humanidad a la verdadera libertad de los hijos de Dios. Dependiendo totalmente de Dios y plenamente orientada hacia �l por el empuje de su fe, Mar�a, al lado de su Hijo, es la imagen m�s perfecta de la libertad y de la liberaci�n de la humanidad y del cosmos. La Iglesia debe mirar hacia ella, Madre y Modelo, para comprender en su integridad el sentido de su misi�n.

Hay que poner muy de relieve que el sentido de la fe de los pobres, al mismo tiempo que es una aguda percepci�n del misterio de la cruz redentora, lleva a un amor y a una confianza indefectible hacia la Madre del Hijo de Dios, venerada en numerosos santuarios.

98. El �sensus fidei� del Pueblo de Dios

Los Pastores y todos aquellos, sacerdotes y laicos, religiosos y religiosas, que trabajan, a menudo en condiciones muy duras, en la evangelizaci�n y la promoci�n humana integral, deben estar llenos de esperanza pensando en los extraordinarios recursos de santidad contenidos en la fe viva del Pueblo de Dios. Hay que procurar a toda costa que estas riquezas del sensus fidei puedan manifestarse plenamente y dar frutos en abundancia. Es una noble tarea eclesial que ata�e al te�logo, ayudar a que la fe del pueblo de los pobres se exprese con claridad y se traduzca en la vida, mediante la meditaci�n en profundidad del plan de salvaci�n, tal como se desarrolla en relaci�n con la Virgen del Magnificat. De esta manera, una teolog�a de la libertad y de la liberaci�n, como eco filial del Magnificat de Mar�a conservado en la memoria de la Iglesia, constituye una exigencia de nuestro tiempo. Pero ser� una grave perversi�n tomar las energ�as de la religiosidad popular para desviarlas hacia un proyecto de liberaci�n puramente terreno que muy pronto se revelar�a ilusorio y causa de nuevas incertidumbres. Quienes as� ceden a las ideolog�as del mundo y a la pretendida necesidad de la violencia, han dejado de ser fieles a la esperanza, a su audacia y a su valent�a, tal como lo pone de relieve el himno al Dios de la misericordia, que la Virgen nos ense�a.

99. Dimensi�n de una aut�ntica liberaci�n

El sentido de la fe percibe toda la profundidad de la liberaci�n realizada por el Redentor. Cristo nos ha liberado del m�s radical de los males, el pecado y el poder de la muerte, para devolvernos la aut�ntica libertad y para mostrarnos su camino. Este ha sido trazado por el mandamiento supremo, que es el mandamiento del amor.

La liberaci�n, en su primordial significaci�n que es soteriol�gica, se prolonga de este modo en tarea liberadora y exigencia �tica. En este contexto se sit�a la doctrina social de la Iglesia que ilumina la praxis a nivel de la sociedad.

El cristiano est� llamado a actuar seg�n la verdad 144 y a trabajar as� en la instauraci�n de esta �civilizaci�n del amor�, de la que habl� Pablo VI. 145 El presente documento, sin pretender ser completo, ha indicado algunas de las direcciones en las que es urgente llevar a cabo reformas en profundidad. La tarea prioritaria, que condiciona el logro de todas las dem�s, es de orden educativo. El amor que gu�a el compromiso debe, ya desde ahora, generar nuevas solidaridades. Todos los hombres de buena voluntad est�n convocados a estas tareas, que se imponen de una manera apremiante a la conciencia cristiana.

La verdad del misterio de salvaci�n act�a en el hoy de la historia para conducirla a la humanidad rescatada hacia la perfecci�n del Reino, que da su verdadero sentido a los necesarios esfuerzos de liberaci�n de orden econ�mico, social y pol�tico, impidi�ndoles caer en nuevas servidumbres.

100. Un reto formidable

Es cierto que ante la amplitud y complejidad de la tarea, que puede exigir la donaci�n de uno hasta el hero�smo, muchos se sienten tentados por el desaliento, el escepticismo o la aventura desesperada. Un reto formidable se lanza a la esperanza, teologal y humana. La Virgen magn�nima del Magnificat, que envuelve a la Iglesia y a la humanidad con su plegaria, es el firme soporte de la esperanza. En efecto, en ella contemplamos la victoria del amor divino que ning�n obst�culo puede detener y descubrimos a qu� sublime libertad Dios eleva a los humildes. En el camino trazado por ella, hay que avanzar con un gran impulso de fe la cual act�a mediante la caridad. 146

El Santo Padre Juan Pablo II, durante una Audiencia concedida al infrascripto Prefecto, ha aprobado esta Instrucci�n, acordada en reuni�n ordinaria de la Congregaci�n para la Doctrina de la Fe, y ha ordenado su publicaci�n.

Dado en Roma, en la sede de la Congregaci�n, el d�a 22 de marzo de 1986, Solemnidad de la Anunciaci�n del Se�or.

JOSEPH Card. RATZINGER

Prefecto

+ ALBERTO BOVONE
Arzobispo Tit. de Ces�rea de Numidia

Secretario

 


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