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CONGREGACI�N PARA LA DOCTRINA DE LA FE

LIBERTATIS NUNTIUS
Instrucci�n sobre algunos aspectos de la 'Teolog�a de la liberaci�n'  
6-8-1984



INTRODUCCI�N

El Evangelio de Jesucristo es un mensaje de libertad y una fuerza de liberaci�n. En los �ltimos a�os esta verdad esencial ha sido objeto de reflexi�n por parte de los te�logos, con una nueva atenci�n rica de promesas.

La liberaci�n es ante todo y principalmente liberaci�n de la esclavitud radical del pecado. Su fin y su t�rmino es la libertad de los hijos de Dios, don de la gracia. L�gicamente reclama la liberaci�n de m�ltiples esclavitudes de orden cultural, econ�mico, social y pol�tico, que, en definitiva, derivan del pecado, y constituyen tantos obst�culos que impiden a los hombres vivir seg�n su dignidad. Discernir claramente lo que es fundamental y lo que pertenece a las consecuencias es una condici�n indispensable para una reflexi�n teol�gica sobre la liberaci�n.

En efecto, ante la urgencia de los problemas, algunos se sienten tentados a poner el acento de modo unilateral sobre la liberaci�n de las esclavitudes de orden terrenal y temporal, de tal manera que parecen hacer pasar a un segundo plano la liberaci�n del pecado, y por ello no se le atribuye pr�cticamente la importancia primaria que le es propia. La presentaci�n que proponen de los problemas resulta as� confusa y ambigua. Adem�s, con la intenci�n de adquirir un conocimiento m�s exacto de las causas de las esclavitudes que quieren suprimir, se sirven, sin suficiente precauci�n cr�tica, de instrumentos de pensamiento que es dif�cil, e incluso imposible, purificar de una inspiraci�n ideol�gica incompatible con la fe cristiana y con las exigencias �ticas que de ella derivan.

La Congregaci�n para la Doctrina de la Fe no se propone tratar aqu� el vasto tema de la libertad cristiana y de la liberaci�n. Lo har� en un documento posterior que pondr� en evidencia, de modo positivo, todas sus riquezas tanto doctrinales como pr�cticas.

La presente Instrucci�n tiene un fin m�s preciso y limitado: atraer la atenci�n de los pastores, de los te�logos y de todos los fieles, sobre las desviaciones y los riesgos de desviaci�n, ruinosos para la fe y para la vida cristiana, que implican ciertas formas de teolog�a de la liberaci�n que recurren, de modo insuficientemente cr�tico, a conceptos tomados de diversas corrientes del pensamiento marxista.

Esta llamada de atenci�n de ninguna manera debe interpretarse como una desautorizaci�n de todos aquellos que quieren responder generosamente y con aut�ntico esp�ritu evang�lico a �la opci�n preferencial por los pobres�. De ninguna manera podr� servir de pretexto para quienes se atrincheran en una actitud de neutralidad y de indiferencia ante los tr�gicos y urgentes problemas de la miseria y de la injusticia. Al contrario, obedece a la certeza de que las graves desviaciones ideol�gicas que se�ala conducen inevitablemente a traicionar la causa de los pobres. Hoy m�s que nunca, es necesario que la fe de numerosos cristianos sea iluminada y que �stos est�n resueltos a vivir la vida cristiana integralmente, comprometi�ndose en la lucha por la justicia, la libertad y la dignidad humana, por amor a sus hermanos desheredados, oprimidos o perseguidos. M�s que nunca, la Iglesia se propone condenar los abusos, las injusticias y los ataques a la libertad, donde se registren y de donde provengan, y luchar, con sus propios medios, por la defensa y promoci�n de los derechos del hombre, especialmente en la persona de los pobres.

I - UNA ASPIRACI�N

1. La poderosa y casi irresistible aspiraci�n de los pueblos a una liberaci�n constituye uno de los principales signos de los tiempos que la Iglesia debe discernir e interpretar a la luz del Evangelio. 1 Este importante fen�meno de nuestra �poca tiene una amplitud universal, pero se manifiesta bajo formas y grados diferentes seg�n los pueblos. Es una aspiraci�n que se expresa con fuerza, sobre todo en los pueblos que conocen el peso de la miseria y en el seno de los estratos sociales desheredados.

2. Esta aspiraci�n traduce la percepci�n aut�ntica, aunque oscura, de la dignidad del hombre, creado �a imagen y semejanza de Dios� (G�n 1, 26-27), ultrajada y despreciada por las m�ltiples opresiones culturales, pol�ticas, raciales, sociales y econ�micas, que a menudo se acumulan.

3. Al descubrirles su vocaci�n de hijos de Dios, el Evangelio ha suscitado en el coraz�n de los hombres la exigencia y la voluntad positiva de una vida fraterna, justa y pac�fica, en la que cada uno encontrar� el respeto y las condiciones de su desarrollo espiritual y material. Esta exigencia es sin duda la fuente de la aspiraci�n de que hablamos.

4. Consecuentemente, el hombre no quiere sufrir ya pasivamente el aplastamiento de la miseria con sus secuelas de muerte, enfermedades y decadencias. Siente hondamente esta miseria como una violaci�n intolerable de su dignidad natural. Varios factores, entre los cuales hay que contar la levadura evang�lica, han contribuido al despertar de la conciencia de los oprimidos.

5. Ya no se ignora, aun en los sectores todav�a analfabetos de la poblaci�n, que, gracias al prodigioso desarrollo de las ciencias y de las t�cnicas, la humanidad, en constante crecimiento demogr�fico, seria capaz de asegurar a cada ser humano el m�nimo de los bienes requeridos por su dignidad de persona humana.

6. El esc�ndalo de irritantes desigualdades entre ricos y pobres ya no se tolera, sea que se trate de desigualdades entre pa�ses ricos y pa�ses pobres o entre estratos sociales en el interior de un mismo territorio nacional. Por una parte, se ha alcanzado una abundancia, jam�s conocida hasta ahora, que favorece el despilfarro; por otra, se vive todav�a en un estado de indigencia marcado por la privaci�n de los bienes de estricta necesidad, de suerte que no es posible contar el n�mero de las v�ctimas de la mala alimentaci�n.

7. La ausencia de equidad y de sentido de la solidaridad en los intercambios internacionales se vuelve ventajosa para los pa�ses industrializados, de modo que la distancia entre ricos y pobres no deja de crecer. De ah�, el sentimiento de frustraci�n en los pueblos del Tercer Mundo, y la acusaci�n de explotaci�n y de colonialismo dirigida contra los pa�ses industrializados.

8. El recuerdo de los da�os de un cierto colonialismo y de sus secuelas crea a menudo heridas y traumatismos.

9. La Sede Apost�lica, en la l�nea del Concilio Vaticano II, as� como las Conferencias Episcopales, no han dejado de denunciar el esc�ndalo que constituye la gigantesca carrera de armamentos que, junto a las amenazas contra la paz, acapara sumas enormes de las cuales una parte solamente bastar�a para responder a las necesidades m�s urgentes de las poblaciones privadas de lo necesario.

II - EXPRESIONES DE ESTA ASPIRACI�N

1. La aspiraci�n a la justicia y al reconocimiento efectivo de la dignidad de cada ser humano requiere, como toda aspiraci�n profunda, ser iluminada y guiada.

2. En efecto, se debe ejercer el discernimiento de las expresiones, te�ricas y pr�cticas, de esta aspiraci�n. Pues son numerosos los movimientos pol�ticos y sociales que se presentan como portavoces aut�nticos de la aspiraci�n de los pobres, y como capacitados, tambi�n por el recurso a los medios violentos, a realizar los cambios radicales que pondr�n fin a la opresi�n y a la miseria del pueblo.

3. De este modo con frecuencia la aspiraci�n a la justicia se encuentra acaparada por ideolog�as que ocultan o pervierten el sentido de la misma, proponiendo a la lucha de los pueblos para su liberaci�n fines opuestos a la verdadera finalidad de la vida humana, y predicando caminos de acci�n que implican el recurso sistem�tico a la violencia, contrarios a una �tica respetuosa de las personas.

4. La interpretaci�n de los signos de los tiempos a la luz del Evangelio exige, pues, que se descubra el sentido de la aspiraci�n profunda de los pueblos a la justicia, pero igualmente que se examine, con un discernimiento cr�tico, las expresiones, te�ricas y pr�cticas, que son datos de esta aspiraci�n.

III - LA LIBERACI�N, TEMA CRISTIANO

1. Tomada en s� misma, la aspiraci�n a la liberaci�n no puede dejar de encontrar un eco amplio y fraternal en el coraz�n y en el esp�ritu de los cristianos.

2. As�, en consonancia con esta aspiraci�n, ha nacido el movimiento teol�gico y pastoral conocido con el nombre de �teolog�a de la liberaci�n�, en primer lugar en los pa�ses de Am�rica Latina, marcados por la herencia religiosa y cultural del cristianismo, y luego en otras regiones del Tercer Mundo, como tambi�n en ciertos ambientes de los pa�ses industrializados.

3. La expresi�n �teolog�a de la liberaci�n� designa en primer lugar una preocupaci�n privilegiada, generadora del compromiso por la justicia, proyectada sobre los pobres y las v�ctimas de la opresi�n. A partir de esta aproximaci�n, se pueden distinguir varias maneras, a menudo inconciliables, de concebir la significaci�n cristiana de la pobreza y el tipo de compromiso por la justicia que ella requiere. Como todo movimiento de ideas, las �teolog�as de la liberaci�n� encubren posiciones teol�gicas diversas; sus fronteras doctrinales est�n mal definidas.

4. La aspiraci�n a la liberaci�n, como el mismo t�rmino sugiere, toca un tema fundamental del Antiguo y del Nuevo Testamento. Por tanto, tomada en s� misma, la expresi�n �teolog�a de la liberaci�n� es una expresi�n plenamente v�lida: designa entonces una reflexi�n teol�gica centrada sobre el tema b�blico de la liberaci�n y de la libertad, y sobre la urgencia de sus incidencias pr�cticas. El encuentro de la aspiraci�n a la liberaci�n y de las teolog�as de la liberaci�n no es pues fortuito. La significaci�n de este encuentro no puede ser comprendida correctamente sino a la luz de la especificidad del mensaje de la Revelaci�n, aut�nticamente interpretado por el Magisterio de la Iglesia. 2

IV - FUNDAMENTOS B�BLICOS

1. As� una teolog�a de la liberaci�n correctamente entendida constituye una invitaci�n a los te�logos a profundizar ciertos temas b�blicos esenciales, con la preocupaci�n de las cuestiones graves y urgentes que plantean a la Iglesia tanto la aspiraci�n contempor�nea a la liberaci�n como los movimientos de liberaci�n que le hacen eco m�s o menos fielmente. No es posible olvidar ni un s�lo instante las situaciones de miseria dram�tica de donde brota la interpelaci�n as� lanzada a los te�logos.

2. La experiencia radical de la libertad cristiana 3 constituye aqu� el primer punto de referencia. Cristo, nuestro Liberador, nos ha librado del pecado, y de la esclavitud de la ley y de la carne, que es la se�al de la condici�n del hombre pecador. Es pues la vida nueva de gracia, fruto de la justificaci�n, la que nos hace libres. Esto significa que la esclavitud m�s radical es la esclavitud del pecado. Las otras formas de esclavitud encuentran pues en la esclavitud del pecado su �ltima ra�z. Por esto la libertad en pleno sentido cristiano, caracterizada por la vida en el Esp�ritu, no podr� ser confundida con la licencia de ceder a los deseos de la carne. Ella es vida nueva en la caridad.

3. Las �teolog�as de la liberaci�n� tienen en cuenta ampliamente la narraci�n del �xodo. En efecto, �ste constituye el acontecimiento fundamental en la formaci�n del pueblo elegido. Es la liberaci�n de la dominaci�n extranjera y de la esclavitud. Se considera que la significaci�n especifica del acontecimiento le viene de su finalidad, pues esta liberaci�n est� ordenada a la fundaci�n del pueblo de Dios y al culto de la Alianza celebrado en el Monte Sina�. 4 Por esto la liberaci�n del �xodo no puede referirse a una liberaci�n de naturaleza principal y exclusivamente pol�tica. Por otra parte es significativo que el t�rmino liberaci�n sea a veces reemplazado en la Escritura por el otro, muy cercano, de redenci�n.

4. El episodio que origin� el �xodo jam�s se borrar� de la memoria de Israel. A �l se hace referencia cuando, despu�s de la ruina de Jerusal�n y el Exilio a Babilonia, se vive en la esperanza de una nueva liberaci�n y, m�s all�, en la espera de una liberaci�n definitiva. En esta experiencia, Dios es reconocido como el Liberador. El sellar� con su pueblo una Nueva Alianza, marcada con el don de su Esp�ritu y la conversi�n de los corazones. 5

5. Las m�ltiples angustias y miserias experimentadas por el hombre fiel al Dios de la Alianza proporcionan el tema a varios salmos: lamentos, llamadas de socorro, acciones de gracias hacen menci�n de la salvaci�n religiosa y de la liberaci�n. En este contexto, la angustia no se identifica pura y simplemente con una condici�n social de miseria o con la de quien sufre la opresi�n pol�tica. Contiene adem�s la hostilidad de los enemigos, la injusticia, la muerte, la falta. Los salmos nos remiten a una experiencia religiosa esencial: s�lo de Dios se espera la salvaci�n y el remedio. Dios, y no el hombre, tiene el poder de cambiar las situaciones de angustia. As� los �pobres del Se�or� viven en una dependencia total y de confianza en la providencia amorosa de Dios. 6 Y por otra parte, durante toda la traves�a del desierto, el Se�or no ha dejado de proveer a la liberaci�n y la purificaci�n espiritual de su pueblo.

6. En el Antiguo Testamento los Profetas, despu�s de Am�s, no dejan de recordar, con particular vigor, las exigencias de la justicia y de la solidaridad, y de hacer un juicio extremamente severo sobre los ricos que oprimen al pobre. Toman la defensa de la viuda y del hu�rfano. Lanzan amenazas contra los poderosos: la acumulaci�n de iniquidades no puede conducir m�s que a terribles castigos. Por esto la fidelidad a la Alianza no se concibe sin la pr�ctica de la justicia. La justicia con respecto a Dios y la justicia con respecto a los hombres son inseparables. Dios es el defensor y el liberador del pobre.

7. Tales exigencias se encuentran en el Nuevo Testamento. A�n m�s, est�n radicalizadas, como lo muestra el discurso sobre las Bienaventuranzas. La conversi�n y la renovaci�n se deben realizar en lo m�s hondo del coraz�n.

8. Ya anunciado en el Antiguo Testamento, el mandamiento del amor fraterno extendido a todos los hombres constituye la regla suprema de la vida social. 7 No hay discriminaciones o l�mites que puedan oponerse al reconocimiento de todo hombre como el pr�jimo. 8

9. La pobreza por el Reino es magnificada. Y en la figura del Pobre, somos llevados a reconocer la imagen y como la presencia misteriosa del Hijo de Dios que se ha hecho pobre por amor hacia nosotros. 9 Tal es el fundamento de las palabras inagotables de Jes�s sobre el Juicio en Mt 25, 31-46. Nuestro Se�or es solidario con toda miseria: toda miseria est� marcada por su presencia.

10. Al mismo tiempo, las exigencias de la justicia y de la misericordia, ya anunciadas en el Antiguo Testamento, se profundizan hasta el punto de revestir en el Nuevo Testamento una significaci�n nueva. Los que sufren o est�n perseguidos son identificados con Cristo. 10 La perfecci�n que Jes�s pide a sus disc�pulos (Mt 5, 18) consiste en el deber de ser misericordioso �como vuestro Padre es misericordioso� (Lc 6, 36).

11. A la luz de la vocaci�n cristiana al amor fraterno y a la misericordia, los ricos son severamente llamados a su deber. 11 San Pablo, ante los des�rdenes de la Iglesia de Corinto, subraya con fuerza el v�nculo que existe entre la participaci�n en el sacramento del amor y el compartir con el hermano que est� en la necesidad. 12

12. La Revelaci�n del Nuevo Testamento nos ense�a que el pecado es el mal m�s profundo, que alcanza al hombre en lo m�s �ntimo de su personalidad. La primera liberaci�n, a la que han de hacer referencia todas las otras, es la del pecado.

13. Sin duda, para se�alar el car�cter radical de la liberaci�n tra�da por Cristo, ofrecida a todos los hombres, ya sean pol�ticamente libres o esclavos, el Nuevo Testamento no exige en primer lugar, como presupuesto para la entrada en esta libertad, un cambio de condici�n pol�tica y social. Sin embargo, la Carta a Filem�n muestra que la nueva libertad, tra�da por la gracia de Cristo, debe tener necesariamente repercusiones en el plano social.

14. Consecuentemente no se puede restringir el campo del pecado, cuyo primer efecto es introducir el desorden en la relaci�n entre el hombre y Dios, a lo que se denomina �pecado social�. En realidad, s�lo una justa doctrina del pecado permite insistir sobre la gravedad de sus efectos sociales.

15. No se puede tampoco localizar el mal principal y �nicamente en las �estructuras� econ�micas, sociales o pol�ticas malas, como si todos los otros males se derivasen, como de su causa, de estas estructuras, de suerte que la creaci�n de un �hombre nuevo� dependiera de la instauraci�n de estructuras econ�micas y sociopol�ticas diferentes. Ciertamente hay estructuras inicuas y generadoras de iniquidades, que es preciso tener la valent�a de cambiar. Frutos de la acci�n del hombre, las estructuras, buenas o malas, son consecuencias antes de ser causas. La ra�z del mal reside, pues, en las personas libres y responsables, que deben ser convertidas por la gracia de Jesucristo, para vivir y actuar como criaturas nuevas, en el amor al pr�jimo, la b�squeda eficaz de la justicia, del dominio de s� y del ejercicio de las virtudes. 13

Cuando se pone como primer imperativo la revoluci�n radical de las relaciones sociales y se cuestiona, a partir de aqu�, la b�squeda de la perfecci�n personal, se entra en el camino de la negaci�n del sentido de la persona y de su trascendencia, y se arruina la �tica y su fundamento que es el car�cter absoluto de la distinci�n entre el bien y el mal. Por otra parte, siendo la caridad el principio de la aut�ntica perfecci�n, esta �ltima no puede concebirse sin apertura a los otros y sin esp�ritu de servicio.


V - LA VOZ DEL MAGISTERIO

1. Para responder al desaf�o lanzado a nuestra �poca por la opresi�n y el hambre, el Magisterio de la Iglesia, preocupado por despertar las conciencias cristianas en el sentido de la justicia, de la responsabilidad social y de la solidaridad con los pobres y oprimidos, ha recordado repetidas veces la actualidad y la urgencia de la doctrina y de los imperativos contenidos en la Revelaci�n.

2. Content�monos con mencionar aqu� algunas de estas intervenciones: los documentos pontificios m�s recientes: Mater et Magistra y Pacem in terris , Populorum progressio , Evangelii nuntiandi. Mencionemos igualmente la Carta al Cardenal Roy, Octogesima adveniens .

3. El Concilio Vaticano II, a su vez, ha abordado las cuestiones de la justicia y de la libertad en la Constituci�n pastoral Gaudium et spes .

4. El Santo Padre ha insistido en varias ocasiones sobre estos temas, especialmente en las Enc�clicas Redemptor hominis, Dives in misericordia y Laborem exercens . Las numerosas intervenciones recordando la doctrina de los derechos del hombre tocan directamente los problemas de la liberaci�n de la persona humana respecto a los diversos tipos de opresi�n de la que es v�ctima. A este prop�sito es necesario mencionar especialmente el Discurso pronunciado ante la XXXVI Asamblea general de la O.N.U. en Nueva York, el 2 de octubre de 1979. 14 El 28 de enero del mismo a�o, Juan Pablo II, al inaugurar la III Conferencia del CELAM en Puebla, hab�a recordado que la verdad sobre el hombre es la base de la verdadera liberaci�n. 15 Este texto constituye un documento de referencia directa para la teolog�a de la liberaci�n.

5. Por dos veces, en 1971 y 1974, el S�nodo de los Obispos ha abordado temas que se refieren directamente a una concepci�n cristiana de la liberaci�n: el de la justicia en el mundo y el de la relaci�n entre la liberaci�n de las opresiones y la liberaci�n integral o la salvaci�n del hombre. Los trabajos de los S�nodos de 1971 y de 1974 llevaron a Pablo VI a precisar en la Exhortaci�n Apost�lica Evangelii nuntiandi los lazos entre evangelizaci�n y liberaci�n o promoci�n humana. 16

6. La preocupaci�n de la Iglesia por la liberaci�n y por la promoci�n humana se ha manifestado tambi�n mediante la constituci�n de la Comisi�n Pontificia Justicia y Paz.

7. Numerosos son los Episcopados que, de acuerdo con la Santa Sede, han recordado tambi�n la urgencia y los caminos de una aut�ntica liberaci�n cristiana. En este contexto, conviene hacer una menci�n especial de los documentos de las Conferencias Generales del Episcopado latinoamericano en Medell�n en 1968 y en Puebla en 1979. Pablo VI estuvo presente en la apertura de Medell�n, Juan Pablo II en la de Puebla. Uno y otro abordaron el tema de la conversi�n y de la liberaci�n.

8. En la l�nea de Pablo VI, insistiendo sobre la especificidad del mensaje del Evangelio, 17 especificidad que deriva de su origen divino, Juan Pablo II, en el discurso de Puebla, ha recordado cu�les son los tres pilares sobre los que debe apoyarse toda teolog�a de la liberaci�n aut�ntica: la verdad sobre Jesucristo, la verdad sobre la Iglesia, la verdad sobre el hombre. 18

VI - UNA NUEVA INTERPRETACI�N DEL CRISTIANISMO

l. No se puede olvidar el ingente trabajo desinteresado desarrollado por cristianos, pastores, sacerdotes, religiosos o laicos que, impulsados por el amor a sus hermanos que viven en condiciones inhumanas, se esfuerzan en llevar ayuda y alivio a las innumerables angustias que son fruto de la miseria. Entre ellos, algunos se preocupan de encontrar medios eficaces que permitan poner fin lo m�s r�pidamente posible a una situaci�n intolerable.

2. El celo y la compasi�n que deben estar presentes en el coraz�n de todos los pastores corren el riesgo de ser desviados y proyectados hacia empresas tan ruinosas para el hombre y su dignidad como la miseria que se combate, si no se presta suficiente atenci�n a ciertas tentaciones.

3. El angustioso sentimiento de la urgencia de los problemas no debe hacer perder de vista lo esencial, ni hacer olvidar la respuesta de Jes�s al Tentador (Mt 4, 4): �No s�lo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios� (Dt 8, 3). As�, ante la urgencia de compartir el pan, algunos se ven tentados a poner entre par�ntesis y a dejar para el ma�ana la evangelizaci�n: en primer lugar el pan, la Palabra para m�s tarde. Es un error mortal el separar ambas cosas hasta oponerlas entre s�. Por otra parte, el sentido cristiano sugiere espont�neamente lo mucho que hay que hacer en uno y otro sentido. 19

4. Para otros, parece que la lucha necesaria por la justicia y la libertad humanas, entendidas en su sentido econ�mico y pol�tico, constituye lo esencial y el todo de la salvaci�n. Para �stos, el Evangelio se reduce a un evangelio puramente terrestre.

5. Las diversas teolog�as de la liberaci�n se sit�an, por una parte, en relaci�n con la opci�n preferencial por los pobres reafirmada con fuerza y sin ambig�edades, despu�s de Medell�n, en la Conferencia de Puebla, 20 y por otra, en la tentaci�n de reducir el Evangelio de la salvaci�n a un evangelio terrestre.

6. Recordemos que la opci�n preferencial definida en Puebla es doble: por los pobres y por los j�venes. 21 Es significativo que la opci�n por la juventud se haya mantenido totalmente en silencio.

7. Anteriormente hemos dicho (cf. IV, 3) que hay una aut�ntica �teolog�a de la liberaci�n�, la que est� enraizada en la Palabra de Dios, debidamente interpretada.

8. Pero, desde un punto de vista descriptivo, conviene hablar de las teolog�as de la liberaci�n, ya que la expresi�n encubre posiciones teol�gicas, o a veces tambi�n ideol�gicas, no solamente diferentes, sino tambi�n a menudo incompatibles entre s�.

9. El presente documento s�lo tratar� de las producciones de la corriente del pensamiento que, bajo el nombre de �teolog�a de la liberaci�n� proponen una interpretaci�n innovadora del contenido de la fe y de la existencia cristiana que se aparta gravemente de la fe de la Iglesia, a�n m�s, que constituye la negaci�n pr�ctica de la misma.

10. Pr�stamos no criticados de la ideolog�a marxista y el recurso a las tesis de una hermen�utica b�blica dominada por el racionalismo son la ra�z de la nueva interpretaci�n, que viene a corromper lo que ten�a de aut�ntico el generoso compromiso inicial en favor de los pobres.

VII - EL AN�LISIS MARXISTA

1. La impaciencia y una voluntad de eficacia han conducido a ciertos cristianos, desconfiando de todo otro m�todo, a refugiarse en lo que ellos llaman �el an�lisis marxista�.

2. Su razonamiento es el siguiente: una situaci�n intolerable y explosiva exige una acci�n eficaz que no puede esperar m�s. Una acci�n eficaz supone un an�lisis cient�fico de las causas estructurales de la miseria. Ahora bien, el marxismo ha puesto a punto los instrumentos de tal an�lisis. Basta pues aplicarlos a la situaci�n del Tercer Mundo, y en especial a la de Am�rica Latina.

3. Es evidente que el conocimiento cient�fico de la situaci�n y de los posibles caminos de transformaci�n social es el presupuesto para una acci�n capaz de conseguir los fines que se han fijado. En ello hay una se�al de la seriedad del compromiso.

4. Pero el t�rmino �cient�fico� ejerce una fascinaci�n casi m�tica, y todo lo que lleva la etiqueta de cient�fico no es de por s� realmente cient�fico. Por esto precisamente la utilizaci�n de un m�todo de aproximaci�n a la realidad debe estar precedido de un examen cr�tico de naturaleza epistemol�gica. Este previo examen cr�tico le falta a m�s de una �teolog�a de la liberaci�n�.

5. En las ciencias humanas y sociales, conviene ante todo estar atento a la pluralidad de los m�todos y de los puntos de vista, de los que cada uno no pone en evidencia m�s que un aspecto de una realidad que, en virtud de su complejidad, escapa a la explicaci�n unitaria y un�voca.

6. En el caso del marxismo , tal como se intenta utilizar, la cr�tica previa se impone tanto m�s cuanto que el pensamiento de Marx constituye una concepci�n totalizante del mundo en la cual numerosos datos de observaci�n y de an�lisis descriptivo son integrados en una estructura filos�fico-ideol�gica, que impone la significaci�n y la importancia relativa que se les reconoce. Los a priori ideol�gicos son presupuestos para la lectura de la realidad social. As�, la disociaci�n de los elementos heterog�neos que componen esta amalgama epistemol�gicamente h�brida llega a ser imposible, de tal modo que creyendo aceptar solamente lo que se presenta como un an�lisis, resulta obligado aceptar al mismo tiempo la ideolog�a. As� no es raro que sean los aspectos ideol�gicos los que predominan en los pr�stamos que muchos de los �te�logos de la liberaci�n� toman de los autores marxistas.

7. La llamada de atenci�n de Pablo VI sigue siendo hoy plenamente actual: a trav�s del marxismo , tal como es vivido concretamente, se pueden distinguir diversos aspectos y diversas cuestiones planteadas a los cristianos para la reflexi�n y la acci�n. Sin embargo, �seria ilusorio y peligroso llegar a olvidar el �ntimo v�nculo que los une radicalmente, aceptar los elementos del an�lisis marxista sin reconocer sus relaciones con la ideolog�a, entrar en la pr�ctica de la lucha de clases y de su interpretaci�n marxista dejando de percibir el tipo de sociedad totalitaria a la cual conduce este proceso�.22

8. Es verdad que desde los or�genes, pero de manera m�s acentuada en los �ltimos a�os, el pensamiento marxista se ha diversificado para dar nacimiento a varias corrientes que divergen notablemente unas de otras. En la medida en que permanecen realmente marxistas, estas corrientes contin�an sujetas a un cierto n�mero de tesis fundamentales que no son compatibles con la concepci�n cristiana del hombre y de la sociedad. En este contexto, algunas f�rmulas no son neutras, pues conservan la significaci�n que han recibido en la doctrina marxista. �La lucha de clases� es un ejemplo. Esta expresi�n conserva la interpretaci�n que Marx le dio, y no puede en consecuencia ser considerada como un equivalente, con alcance emp�rico, de la expresi�n �conflicto social agudo�. Quienes utilizan semejantes f�rmulas, pretendiendo s�lo mantener algunos elementos del an�lisis marxista, por otra parte rechazado en su totalidad, suscitan por lo menos una grave ambig�edad en el esp�ritu de sus lectores.

9. Recordemos que el ate�smo y la negaci�n de la persona humana, de su libertad y de sus derechos, est�n en el centro de la concepci�n marxista. Esta contiene pues errores que amenazan directamente las verdades de la fe sobre el destino eterno de las personas. A�n m�s, querer integrar en la teolog�a un �an�lisis� cuyos criterios de interpretaci�n dependen de esta concepci�n atea, es encerrarse en ruinosas contradicciones. El desconocimiento de la naturaleza espiritual de la persona conduce a subordinarla totalmente a la colectividad y, por tanto, a negar los principios de una vida social y pol�tica conforme con la dignidad humana.

10. El examen cr�tico de los m�todos de an�lisis tomados de otras disciplinas se impone de modo especial al te�logo. La luz de la fe es la que provee a la teolog�a sus principios. Por esto la utilizaci�n por la teolog�a de aportes filos�ficos o de las ciencias humanas tiene un valor �instrumental� y debe ser objeto de un discernimiento cr�tico de naturaleza teol�gica. Con otras palabras, el criterio �ltimo y decisivo de verdad no puede ser otro, en �ltima instancia, que un criterio teol�gico. La validez o grado de validez de todo lo que las otras disciplinas proponen, a menudo por otra parte de modo conjetural, como verdades sobre el hombre, su historia y su destino, hay que juzgarla a la luz de la fe y de lo que �sta nos ense�a acerca de la verdad del hombre y del sentido �ltimo de su destino.

11. La aplicaci�n a la realidad econ�mica, social y pol�tica de hoy de esquemas de interpretaci�n tomados de la corriente del pensamiento marxista puede presentar a primera vista alguna verosimilitud, en la medida en que la situaci�n de ciertos pa�ses ofrezca algunas analog�as con la que Marx describi� e interpret� a mediados del siglo pasado. Sobre la base de estas analog�as se hacen simplificaciones que, al hacer abstracci�n de factores esenciales espec�ficos, impiden de hecho un an�lisis verdaderamente riguroso de las causas de la miseria, y mantienen las confusiones.

12. En ciertas regiones de Am�rica Latina, el acaparamiento de la gran mayor�a de las riquezas por una oligarqu�a de propietarios sin conciencia social, la casi ausencia o las carencias del Estado de derecho, las dictaduras militares que ultrajan los derechos elementales del hombre, la corrupci�n de ciertos dirigentes en el poder, las pr�cticas salvajes de cierto capital extranjero, constituyen otros tantos factores que alimentan un violento sentimiento de revoluci�n en quienes se consideran v�ctimas impotentes de un nuevo colonialismo de orden tecnol�gico, financiero, monetario o econ�mico. La toma de conciencia de las injusticias est� acompa�ada de un pathos que toma prestado a menudo su razonamiento del marxismo , presentado abusivamente como un razonamiento �cient�fico�.

13. La primera condici�n de un an�lisis es la total docilidad respecto a la realidad que se describe. Por esto una conciencia cr�tica debe acompa�ar el uso de las hip�tesis de trabajo que se adoptan. Es necesario saber que �stas corresponden a un punto de vista particular, lo cual tiene como consecuencia inevitable subrayar unilateralmente algunos aspectos de la realidad, dejando los otros en la sombra. Esta limitaci�n, que fluye de la naturaleza de las ciencias sociales, es ignorada por quienes, a manera de hip�tesis reconocidas como tales, recurren a una concepci�n totalizante como es el pensamiento de Marx .

VIII - SUBVERSI�N DEL SENTIDO DE LA VERDAD Y VIOLENCIA

1. Esta concepci�n totalizante impone su l�gica y arrastra las �teolog�as de la liberaci�n� a aceptar un conjunto de posiciones incompatibles con la visi�n cristiana del hombre. En efecto, el n�cleo ideol�gico, tomado del marxismo , al cual hace referencia, ejerce la funci�n de un principio determinante. Esta funci�n se le ha dado en virtud de la calificaci�n de cient�fico, es decir, de necesariamente verdadero, que se le ha atribuido. En este n�cleo se pueden distinguir varios componentes.

2. En la l�gica del pensamiento marxista, �el an�lisis� no es separable de la praxis y de la concepci�n de la historia a la cual est� unida esta praxis. El an�lisis es as� un instrumento de cr�tica, y la cr�tica no es m�s que un momento de combate revolucionario. Este combate es el de la clase del Proletariado investido de su misi�n hist�rica.

3. En consecuencia s�lo quien participa en este combate puede hacer un an�lisis correcto.

4. La conciencia verdadera es as� una conciencia partidaria. Se ve que la concepci�n misma de la verdad en cuesti�n es la que se encuentra totalmente subvertida: se pretende que s�lo hay verdad en y por la praxis partidaria.

5. La praxis, y la verdad que de ella deriva, son praxis y verdad partidarias, ya que la estructura fundamental de la historia est� marcada por la lucha de clases. Hay pues una necesidad objetiva de entrar en la lucha de clases (la cual es el reverso dial�ctico de la relaci�n de explotaci�n que se denuncia). La verdad es verdad de clase, no hay verdad sino en el combate de la clase revolucionaria.

6. La ley fundamental de la historia que es la ley de la lucha de clases implica que la sociedad est� fundada sobre la violencia. A la violencia que constituye la relaci�n de dominaci�n de los ricos sobre los pobres deber� responder la contra-violencia revolucionaria mediante la cual se invertir� esta relaci�n.

7. La lucha de clases es pues presentada como una ley objetiva, necesaria. Entrando en su proceso, al lado de los oprimidos, se �hace� la verdad, se act�a �cient�ficamente�. En consecuencia, la concepci�n de la verdad va a la par con la afirmaci�n de la violencia necesaria, y por ello con la del amoralismo pol�tico. En estas perspectivas, pierde todo sentido la referencia a las exigencias �ticas que ordenan reformas estructurales e institucionales radicales y valerosas.

8. La ley fundamental de la lucha de clases tiene un car�cter de globalidad y de universalidad. Se refleja en todos los campos de la existencia, religiosos, �ticos, culturales e institucionales. Con relaci�n a esta ley, ninguno de estos campos es aut�nomo. Esta ley constituye el elemento determinante en cada uno.

9. Por concesi�n hecha a las tesis de origen marxista, se pone radicalmente en duda la naturaleza misma de la �tica. De hecho, el car�cter trascendente de la distinci�n entre el bien y el mal, principio de la moralidad, se encuentra impl�citamente negado en la �ptica de la lucha de clases.

IX - TRADUCCI�N �TEOL�GICA� DE ESTE N�CLEO

1. Las posiciones presentadas aqu� se encuentran a veces tal cual en algunos escritos de los �te�logos de la liberaci�n�. En otros, proceden l�gicamente de sus premisas. Por otra parte, en ellas se basan algunas pr�cticas lit�rgicas, como por ejemplo �la Eucarist�a� transformada en celebraci�n del pueblo en lucha, aunque quienes participan en estas pr�cticas no sean plenamente conscientes de ello. Uno se encuentra pues delante de un verdadero sistema, aun cuando algunos duden de seguir la l�gica hasta el final. Este sistema como tal es una perversi�n del mensaje cristiano tal como Dios lo ha confiado a su Iglesia. As�, pues, este mensaje se encuentra cuestionado en su globalidad por las �teolog�as de la liberaci�n�.

2. Lo que estas �teolog�as de la liberaci�n� han acogido como un principio, no es el hecho de las estratificaciones sociales con las desigualdades e injusticias que se les agregan, sino la teor�a de la lucha de clases como ley estructural fundamental de la historia. Se saca la conclusi�n de que la lucha de clases entendida as� divide a la Iglesia y que en funci�n de ella hay que juzgar las realidades eclesiales. Tambi�n se pretende que es mantener, con mala fe, una ilusi�n enga�osa el afirmar que el amor, en su universalidad, puede vencer lo que constituye la ley estructural primera de la sociedad capitalista.

3. En esta concepci�n, la lucha de clases es el motor de la historia. La historia llega a ser as� una noci�n central. Se afirmar� que Dios se hace historia. Se a�adir� que no hay m�s que una sola historia, en la cual no hay que distinguir ya entre historia de la salvaci�n e historia profana. Mantener la distinci�n ser�a caer en el �dualismo�. Semejantes afirmaciones reflejan un inmanentismo historicista. Por esto se tiende a identificar el Reino de Dios y su devenir con el movimiento de la liberaci�n humana, y a hacer de la historia misma el sujeto de su propio desarrollo como proceso de la autorredenci�n del hombre a trav�s de la lucha de clases. Esta identificaci�n est� en oposici�n con la fe de la Iglesia, tal como la ha recordado el Concilio Vaticano II. 23

4. En esta l�nea, algunos llegan hasta el l�mite de identificar a Dios y la historia, y a definir la fe como �fidelidad a la historia�, lo cual significa fidelidad comprometida en una pr�ctica pol�tica conforme a la concepci�n del devenir de la humanidad concebido como un mesianismo puramente temporal.

5. En consecuencia, la fe, la esperanza y la caridad reciben un nuevo contenido: ellas son �fidelidad a la historia�, �confianza en el futuro�, �opci�n por los pobres�: que es como negarlas en su realidad teologal.

6. De esta nueva concepci�n se sigue inevitablemente una politizaci�n radical de las afirmaciones de la fe y de los juicios teol�gicos. Ya no se trata solamente de atraer la atenci�n sobre las consecuencias e incidencias pol�ticas de las verdades de fe, las que ser�an respetadas ante todo por su valor trascendente. Se trata m�s bien de la subordinaci�n de toda afirmaci�n de la fe o de la teolog�a a un criterio pol�tico dependiente de la teor�a de la lucha de clases, motor de la historia.

7. En consecuencia, se presenta la entrada en la lucha de clases como una exigencia de la caridad como tal; se denuncia como una actitud est�tica y contraria al amor a los pobres la voluntad de amar desde ahora a todo hombre, cualquiera que sea su pertenencia de clase, y de ir a su encuentro por los caminos no violentos del di�logo y de la persuasi�n. Si se afirma que el hombre no debe ser objeto de odio, se afirma igualmente que en virtud de su pertenencia objetiva al mundo de los ricos, �l es ante todo un enemigo de clase que hay que combatir. Consecuentemente la universalidad del amor al pr�jimo y la fraternidad llegan a ser un principio escatol�gico, v�lido s�lo para el �hombre nuevo� que surgir� de la revoluci�n victoriosa.

8. En cuanto a la Iglesia, se tiende a ver en ella s�lo una realidad interior de la historia, que obedece tambi�n a las leyes que se suponen dirigen el devenir hist�rico en su inmanencia. Esta reducci�n vac�a la realidad espec�fica de la Iglesia, don de la gracia de Dios y misterio de fe. Igualmente, se niega que tenga todav�a sentido la participaci�n en la misma Mesa eucar�stica de cristianos que por otra parte pertenecen a clases opuestas.

9. En su significaci�n positiva, la Iglesia de los pobres significa la preferencia, no exclusiva, dada a los pobres, seg�n todas las formas de miseria humana, ya que ellos son los preferidos de Dios. La expresi�n significa tambi�n la toma de conciencia de las exigencias de la pobreza evang�lica en nuestro tiempo, por parte de la Iglesia, -como comuni�n y como instituci�n- as� como por parte de sus miembros.

10. Pero las �teolog�as de la liberaci�n�, que tienen el m�rito de haber valorado los grandes textos de los Profetas y del Evangelio sobre la defensa de los pobres, conducen a un amalgama ruinosa entre el pobre de la Escritura y el proletariado de Marx . Por ello el sentido cristiano del pobre se pervierte y el combate por los derechos de los pobres se transforma en combate de clase en la perspectiva ideol�gica de la lucha de clases. La Iglesia de los pobres significa as� una Iglesia de clase, que ha tomado conciencia de las necesidades de la lucha revolucionaria como etapa hacia la liberaci�n y que celebra esta liberaci�n en su liturgia.

11. Es necesario hacer una observaci�n an�loga respecto a la expresi�n Iglesia del pueblo. Desde el punto de vista pastoral, se puede entender por �sta los destinatarios prioritarios de la evangelizaci�n, aquellos hacia los cuales, en virtud de su condici�n, se dirige ante todo el amor pastoral de la Iglesia. Se puede tambi�n referir a la Iglesia como �pueblo de Dios�, es decir, como el pueblo de la Nueva Alianza sellada en Cristo. 24

12. Pero las �teolog�as de la liberaci�n�, de las que hablamos, entienden por Iglesia del pueblo una Iglesia de clase, la Iglesia del pueblo oprimido que hay que �concientizar� en vista de la lucha liberadora organizada. El pueblo as� entendido llega a ser tambi�n para algunos, objeto de la fe.

13. A partir de tal concepci�n de la Iglesia del pueblo, se desarrolla una cr�tica de las estructuras mismas de la Iglesia. No se trata solamente de una correcci�n fraternal respecto a los pastores de la Iglesia cuyo comportamiento no refleja el esp�ritu evang�lico de servicio y se une a signos anacr�nicos de autoridad que escandalizan a los pobres. Se trata de poner en duda la estructura sacramental y jer�rquica de la Iglesia, tal como la ha querido el Se�or. Se denuncia la jerarqu�a y el Magisterio como representantes objetivos de la clase dominante que es necesario combatir. Teol�gicamente, esta posici�n vuelve a decir que el pueblo es la fuente de los ministerios y que se puede dotar de ministros a elecci�n propia, seg�n las necesidades de su misi�n revolucionaria hist�rica.

X - UNA NUEVA HERMEN�UTICA

1. La concepci�n partidaria de la verdad que se manifiesta en la praxis revolucionaria de clase corrobora esta posici�n. Los te�logos que no comparten las tesis de la �teolog�a de la liberaci�n�, la jerarqu�a, y sobre todo el Magisterio romano son as� desacreditados a priori, como pertenecientes a la clase de los opresores. Su teolog�a es una teolog�a de clase. Argumentos y ense�anzas no son examinados en s� mismos, pues s�lo reflejan los intereses de clase. Por ello, su contenido es decretado, en principio, falso.

2. Aqu� aparece el car�cter global y totalizante de la �teolog�a de la liberaci�n�. Esta, en consecuencia, debe ser criticada, no en tal o cual de sus afirmaciones, sino a nivel del punto de vista de clase que adopta a priori y que funciona en ella como un principio hermen�utico determinante.

3. A causa de este presupuesto clasista, se hace extremamente dif�cil, por no decir imposible, obtener de algunos �te�logos de la liberaci�n� un verdadero di�logo en el cual el interlocutor sea escuchado y sus argumentos sean discutidos objetivamente y con atenci�n. Porque estos te�logos parten, m�s o menos conscientemente, del presupuesto de que el punto de vista de la clase oprimida y revolucionaria, que ser�a la suya, constituye el �nico punto de vista de la verdad. Los criterios teol�gicos de verdad se encuentran as� relativizados y subordinados a los imperativos de la lucha de clases. En esta perspectiva, se substituye la ortodoxia como recta regla de la fe, por la idea de ortopraxis como criterio de verdad. A este respecto, no hay que confundir la orientaci�n pr�ctica, propia de la teolog�a tradicional al igual y con el mismo t�tulo que la orientaci�n especulativa, con un primado privilegiado reconocido a un cierto tipo de praxis. De hecho, esta �ltima es la praxis revolucionaria que llegar�a a ser el supremo criterio de la verdad teol�gica. Una sana metodolog�a teol�gica tiene en cuenta sin duda la praxis de la Iglesia en donde encuentra uno de sus fundamentos, en cuanto que deriva de la fe y es su expresi�n vivida.

4. La doctrina social de la Iglesia es rechazada con desd�n. Se dice que procede de la ilusi�n de un posible compromiso, propio de las clases medias que no tienen destino hist�rico.

5. La nueva hermen�utica inscrita en las �teolog�as de la liberaci�n� conduce a una relectura esencialmente pol�tica de la Escritura. Por tanto se da mayor importancia al acontecimiento del �xodo en cuanto que es liberaci�n de la esclavitud pol�tica. Se propone igualmente una lectura pol�tica del Magnificat. El error no est� aqu� en prestarle atenci�n a una dimensi�n pol�tica de los relatos b�blicos. Est� en hacer de esta dimensi�n la dimensi�n principal y exclusiva, que conduce a una lectura reductora de la Escritura.

6. Igualmente, se sit�a en la perspectiva de un mesianismo temporal, el cual es una de las expresiones m�s radicales de la secularizaci�n del Reino de Dios y de su absorci�n en la inmanencia de la historia humana.

7. Privilegiando de esta manera la dimensi�n pol�tica, se ha llegado a negar la radical novedad del Nuevo Testamento y, ante todo, a desconocer la persona de Nuestro Se�or Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, al igual que el car�cter espec�fico de la liberaci�n que nos aporta, y que es ante todo liberaci�n del pecado, el cual es la fuente de todos los males.

8. Por otra parte, al dejar a un lado la interpretaci�n autorizada del Magisterio, denunciada como interpretaci�n de clase, se descarta al mismo tiempo la Tradici�n. Por esto, se priva de un criterio teol�gico esencial de interpretaci�n y, en el vac�o as� creado, se acogen las tesis m�s radicales de la ex�gesis racionalista. Sin esp�ritu cr�tico se vuelve a la oposici�n entre el �Jes�s de la historia� y el �Jes�s de la fe�.

9. Es cierto que se conservan literalmente las f�rmulas de la fe, en particular la de Calcedonia, pero se le atribuye una nueva significaci�n, lo cual es una negaci�n de la fe de la Iglesia. Por un lado se rechaza la doctrina cristol�gica ofrecida por la Tradici�n, en nombre del criterio de clase; por otro, se pretende alcanzar el �Jes�s de la historia� a partir de la experiencia revolucionaria de la lucha de los pobres por su liberaci�n.

10. Se pretende revivir una experiencia an�loga a la que habr�a sido la de Jes�s. La experiencia de los pobres que luchan por su liberaci�n -la cual habr�a sido la de Jes�s-, revelar�a ella sola el conocimiento del verdadero Dios y del Reino.

11. Est� claro que se niega la fe en el Verbo encarnado, muerto y resucitado por todos los hombres, y que �Dios ha hecho Se�or y Cristo�.25 Se le substituye por una �figura� de Jes�s que es una especie de s�mbolo que recapitula en s� las exigencias de la lucha de los oprimidos.

12. As� se da una interpretaci�n exclusivamente pol�tica de la muerte de Cristo. Por ello se niega su valor salv�fico y toda la econom�a de la redenci�n.

13. La nueva interpretaci�n abarca as� el conjunto del misterio cristiano.

14. De manera general, opera lo que se puede llamar una inversi�n de los s�mbolos. En lugar de ver con S. Pablo, en el �xodo, una figura del bautismo, 26 se llega al l�mite de hacer de �l un s�mbolo de la liberaci�n pol�tica del pueblo.

15. Al aplicar el mismo criterio hermen�utico a la vida eclesial y a la constituci�n jer�rquica de la Iglesia, las relaciones entre la jerarqu�a y la �base� llegan a ser relaciones de dominaci�n que obedecen a la ley de la lucha de clases. Se ignora simplemente la sacramentalidad que est� en la ra�z de los ministerios eclesiales y que hace de la Iglesia una realidad espiritual irreductible a un an�lisis puramente sociol�gico.

16. La inversi�n de los s�mbolos se constata tambi�n en el campo de los sacramentos. La Eucarist�a ya no es comprendida en su verdad de presencia sacramental del sacrificio reconciliador, y como el don del Cuerpo y de la Sangre de Cristo. Se convierte en celebraci�n del pueblo que lucha. En consecuencia, se niega radicalmente la unidad de la Iglesia. La unidad, la reconciliaci�n, la comuni�n en el amor ya no se conciben como don que recibimos de Cristo. 27 La clase hist�rica de los pobres es la que construye la unidad, a trav�s de su lucha. La lucha de clases es el camino para esta unidad. La Eucarist�a llega a ser as� Eucarist�a de clase. Al mismo tiempo se niega la fuerza triunfante del amor de Dios que se nos ha dado.

XI - ORIENTACIONES

1. La llamada de atenci�n contra las graves desviaciones de ciertas �teolog�as de la liberaci�n� de ninguna manera debe ser interpretada como una aprobaci�n, aun indirecta, dada a quienes contribuyen al mantenimiento de la miseria de los pueblos, a quienes se aprovechan de ella, a quienes se resignan o a quienes deja indiferentes esta miseria. La Iglesia, guiada por el Evangelio de la Misericordia y por el amor al hombre, escucha el clamor por la justicia 28 y quiere responder a �l con todas sus fuerzas

2. Por tanto, se hace a la Iglesia un profundo llamamiento. Con audacia y valent�a, con clarividencia y prudencia, con celo y fuerza de �nimo, con amor a los pobres hasta el sacrificio, los pastores -como muchos ya lo hacen-, considerar�n tarea prioritaria el responder a esta llamada.

3. Todos los sacerdotes, religiosos y laicos que, escuchando el clamor por la justicia, quieran trabajar en la evangelizaci�n y en la promoci�n humana, lo har�n en comuni�n con sus obispos y con la Iglesia, cada uno en la l�nea de su espec�fica vocaci�n eclesial.

4. Conscientes del car�cter eclesial de su vocaci�n, los te�logos colaborar�n lealmente y en esp�ritu de di�logo con el Magisterio de la Iglesia. Sabr�n reconocer en el Magisterio un don de Cristo a su Iglesia 29 y acoger�n su palabra y sus instrucciones con respeto filial.

5. Las exigencias de la promoci�n humana y de una liberaci�n aut�ntica, solamente se comprenden a partir de la tarea evangelizadora tomada en su integridad. Esta liberaci�n tiene como pilares indispensables la verdad sobre Jesucristo el Salvador, la verdad sobre la Iglesia, la verdad sobre el hombre y sobre su dignidad. 30 La Iglesia, que quiere ser en el mundo entero la Iglesia de los pobres, intenta servir a la noble lucha por la verdad y por la justicia, a la luz de las Bienaventuranzas, y ante todo de la bienaventuranza de los pobres de coraz�n. La Iglesia habla a cada hombre y, por lo tanto, a todos los hombres. Es �la Iglesia universal. La Iglesia del misterio de la encarnaci�n. No es la Iglesia de una clase o de una sola casta. Ella habla en nombre de la verdad misma. Esta verdad es realista�. Ella conduce a tener en cuenta �toda realidad humana, toda injusticia, toda tensi�n, toda lucha�.31

6. Una defensa eficaz de la justicia se debe apoyar sobre la verdad del hombre, creado a imagen de Dios y llamado a la gracia de la filiaci�n divina. El reconocimiento de la verdadera relaci�n del hombre con Dios constituye el fundamento de la justicia que regula las relaciones entre los hombres. Por esta raz�n la lucha por los derechos del hombre, que la Iglesia no cesa de recordar, constituye el aut�ntico combate por la justicia.

7. La verdad del hombre exige que este combate se lleve a cabo por medios conformes a la dignidad humana. Por esta raz�n el recurso sistem�tico y deliberado a la violencia ciega, venga de donde venga, debe ser condenado. 32 El tener confianza en los medios violentos con la esperanza de instaurar m�s justicia es ser v�ctima de una ilusi�n mortal. La violencia engendra violencia y degrada al hombre. Ultraja la dignidad del hombre en la persona de las v�ctimas y envilece esta misma dignidad en quienes la practican.

8. La urgencia de reformas radicales de las estructuras que producen la miseria y constituyen ellas mismas formas de violencia no puede hacer perder de vista que la fuente de las injusticias est� en el coraz�n de los hombres. Solamente recurriendo a las capacidades �ticas de la persona y a la perpetua necesidad de conversi�n interior se obtendr�n los cambios sociales que estar�n verdaderamente al servicio del hombre. 33 Pues a medida que los hombres, conscientes del sentido de su responsabilidad, colaboran libremente, con su iniciativa y solidaridad, en los cambios necesarios, crecer�n en humanidad. La inversi�n entre moralidad y estructuras conlleva una antropolog�a materialista incompatible con la verdad del hombre.

9. Igualmente es una ilusi�n mortal creer que las nuevas estructuras por s� mismas dar�n origen a un �hombre nuevo�, en el sentido de la verdad del hombre. El cristiano no puede desconocer que el Esp�ritu Santo, que nos ha sido dado, es la fuente de toda verdadera novedad y que Dios es el se�or de la historia.

10. Igualmente, la inversi�n por la violencia revolucionaria de las estructuras generadoras de injusticia no es ipso facto el comienzo de la instauraci�n de un r�gimen justo. Un hecho notable de nuestra �poca debe ser objeto de la reflexi�n de todos aquellos que quieren sinceramente la verdadera liberaci�n de sus hermanos. Millones de nuestros contempor�neos aspiran leg�timamente a recuperar las libertades fundamentales de las que han sido privados por reg�menes totalitarios y ateos que se han apoderado del poder por caminos revolucionarios y violentos, precisamente en nombre de la liberaci�n del pueblo. No se puede ignorar esta verg�enza de nuestro tiempo: pretendiendo aportar la libertad se mantiene a naciones enteras en condiciones de esclavitud indignas del hombre. Quienes se vuelven c�mplices de semejantes esclavitudes, tal vez inconscientemente, traicionan a los pobres que intentan servir.

11. La lucha de clases como camino hacia la sociedad sin clases es un mito que impide las reformas y agrava la miseria y las injusticias. Quienes se dejan fascinar por este mito deber�an reflexionar sobre las amargas experiencias hist�ricas a las cuales ha conducido. Comprender�n entonces que no se trata de ninguna manera de abandonar un camino eficaz de lucha en favor de los pobres en beneficio de un ideal sin efectos. Se trata, al contrario, de liberarse de un espejismo para apoyarse sobre el Evangelio y su fuerza de realizaci�n.

12. Una de las condiciones para el necesario enderezamiento teol�gico es la recuperaci�n del valor de la ense�anza social de la Iglesia. Esta ense�anza de ning�n modo es cerrada. Al contrario, est� abierta a todas las cuestiones nuevas que no dejan de surgir en el curso de los tiempos. En esta perspectiva, la contribuci�n de los te�logos y pensadores de todas las regiones del mundo a la reflexi�n de la Iglesia es hoy indispensable.

13. Igualmente, la experiencia de quienes trabajan directamente en la evangelizaci�n y promoci�n de los pobres y oprimidos es necesaria para la reflexi�n doctrinal y pastoral de la Iglesia. En este sentido, hay que decir que se tome conciencia de ciertos aspectos de la verdad a partir de la praxis, si por �sta se entiende la pr�ctica pastoral y una pr�ctica social de inspiraci�n evang�lica.

14. La ense�anza de la Iglesia en materia social aporta las grandes orientaciones �ticas. Pero, para que ella pueda guiar directamente la acci�n, exige personalidades competentes, tanto desde el punto de vista cient�fico y t�cnico como en el campo de las ciencias humanas o de la pol�tica. Los pastores estar�n atentos a la formaci�n de tales personalidades competentes, viviendo profundamente del Evangelio. A los laicos, cuya misi�n propia es construir la sociedad, corresponde aqu� el primer puesto.

15. Las tesis de las �teolog�as de la liberaci�n� son ampliamente difundidas, bajo una forma todav�a simplificada, en sesiones de formaci�n o en grupos de base que carecen de preparaci�n catequ�tica y teol�gica. Son as� aceptadas, sin que resulte posible un juicio cr�tico, por hombres y mujeres generosos.

16. Por esto los pastores deben vigilar la calidad y el convenido de la catequesis y de la formaci�n que siempre debe presentar la integridad del mensaje de la salvaci�n y los imperativos de la verdadera liberaci�n humana en el marco de este mensaje integral.

17. En esta presentaci�n integral del misterio cristiano, ser� oportuno acentuar los aspectos esenciales que las �teolog�as de la liberaci�n� tienden especialmente a desconocer o eliminar: trascendencia y gratuidad de la liberaci�n en Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, soberan�a de su gracia, verdadera naturaleza de los medios de salvaci�n, y en particular de la Iglesia y de los sacramentos. Se recordar� la verdadera significaci�n de la �tica para la cual la distinci�n entre el bien y el mal no podr� ser relativizada, el sentido aut�ntico del pecado, la necesidad de la conversi�n y la universalidad de la ley del amor fraterno. Se pondr� en guardia contra una politizaci�n de la existencia que, desconociendo a un tiempo la especificidad del Reino de Dios y la trascendencia de la persona, conduce a sacralizar la pol�tica y a captar la religiosidad del pueblo en beneficio de empresas revolucionarias.

18. A los defensores de �la ortodoxia�, se dirige a veces el reproche de pasividad, de indulgencia o de complicidad culpables respecto a situaciones de injusticia intolerables y de los reg�menes pol�ticos que las mantienen. La conversi�n espiritual, la intensidad del amor a Dios y al pr�jimo, el celo por la justicia y la paz, el sentido evang�lico de los pobres y de la pobreza, son requeridos a todos, y especialmente a los pastores y a los responsables. La preocupaci�n por la pureza de la fe ha de ir unida a la preocupaci�n por aportar, con una vida teologal integral, la respuesta de un testimonio eficaz de servicio al pr�jimo, y particularmente al pobre y al oprimido. Con el testimonio de su fuerza de amar, din�mica y constructiva, los cristianos pondr�n as� las bases de aquella �civilizaci�n del amor� de la cual ha hablado, despu�s de Pablo VI, la Conferencia de Puebla. 34 Por otra parte, son muchos, sacerdotes, religiosos y laicos, los que se consagran de manera verdaderamente evang�lica a la creaci�n de una sociedad justa.

CONCLUSI�N

Las palabras de Pablo VI, en el Credo del pueblo de Dios, expresan con plena claridad la fe de la Iglesia, de la cual no se puede apartar sin provocar, con la ruina espiritual, nuevas miserias y nuevas esclavitudes.

�Confesamos que el Reino de Dios iniciado aqu� abajo en la Iglesia de Cristo no es de este mundo, cuya figura pasa, y que su crecimiento propio no puede confundirse con el progreso de la civilizaci�n, de la ciencia o de la t�cnica humanas, sino que consiste en conocer cada vez m�s profundamente las riquezas insondables de Cristo, en esperar cada vez con m�s fuerza los bienes eternos, en corresponder cada vez m�s ardientemente al Amor de Dios, en dispensar cada vez m�s abundantemente la gracia y la santidad entre los hombres. Es este mismo amor el que impulsa a la Iglesia a preocuparse constantemente del verdadero bien temporal de los hombres. Sin cesar de recordar a sus hijos que ellos no tienen una morada permanente en este mundo, los alienta tambi�n, en conformidad con la vocaci�n y los medios de cada uno, a contribuir al bien de su ciudad terrenal, a promover la justicia, la paz y la fraternidad entre los hombres, a prodigar ayuda a sus hermanos, en particular a los m�s pobres y desgraciados. La intensa solicitud de la Iglesia, Esposa de Cristo, por las necesidades de los hombres, por sus alegr�as y esperanzas, por sus penas y esfuerzos, nace del gran deseo que tiene de estar presente entre ellos para iluminarlos con la luz de Cristo y juntar a todos en �l, su �nico Salvador. Pero esta actitud nunca podr� comportar que la Iglesia se conforme con las cosas de este mundo ni que disminuya el ardor de la espera de su Se�or y del Reino eterno�.35

El Santo Padre Juan Pablo II, en el transcurso de una Audiencia concedida al infrascrito Prefecto, ha aprobado esta Instrucci�n, cuya preparaci�n fue decidida en una reuni�n ordinaria de la Congregaci�n para la Doctrina de la Fe, y ha ordenado su publicaci�n.

Dado en Roma, en la Sede de la Congregaci�n para la Doctrina de la Fe, el d�a 6 de agosto de 1984, fiesta de la Transfiguraci�n del Se�or.

JOSEPH Card. RATZINGER

Prefecto

ALBERTO BOVONE
Arzobispo Tit. de Ces�rea de Numidia

Secretario

 


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