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EXHORTACI�N APOST�LICA POSTSINODAL


PASTORES DABO VOBIS


DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II  AL EPISCOPADO AL CLERO Y A LOS FIELES SOBRE LA FORMACI�N DE LOS SACERDOTES EN LA SITUACI�N ACTUAL

INTRODUCCI�N

1. �Os dar� pastores seg�n mi coraz�n� (Jer 3, 15).

Con estas palabras del profeta Jerem�as Dios promete a su pueblo no dejarlo nunca privado de pastores que lo congreguen y lo gu�en: �Pondr� al frente de ellas (o sea, de mis ovejas) Pastores que las apacienten, y nunca m�s estar�n medrosas ni asustadas� (Jer 23, 4).

La Iglesia, Pueblo de Dios, experimenta siempre el cumplimiento de este anuncio prof�tico y, con alegr�a, da continuamente gracias al Se�or. Sabe que Jesucristo mismo es el cumplimiento vivo, supremo y definitivo de la promesa de Dios: �Yo soy el buen Pastor� (Jn 10, 11). �l, �el gran Pastor de las ovejas� (Heb 13, 20), encomienda a los ap�stoles y a sus sucesores el ministerio de apacentar la grey de Dios (cf. Jn 21, 15ss.; 1 Pe 5, 2).

Concretamente, sin sacerdotes la Iglesia no podr�a vivir aquella obediencia fundamental que se sit�a en el centro mismo de su existencia y de su misi�n en la historia, esto es, la obediencia al mandato de Jes�s �Id, pues, y haced disc�pulos a todas las gentes� (Mt 28, 19) y �Haced esto en conmemoraci�n m�a� (Lc 22, 19; cf. 1 Cor 11, 24), o sea, el mandato de anunciar el Evangelio y de renovar cada d�a el sacrificio de su cuerpo entregado y de su sangre derramada por la vida del mundo.

Sabemos por la fe que la promesa del Se�or no puede fallar. Precisamente esta promesa es la raz�n y fuerza que infunde alegr�a a la Iglesia ante el florecimiento y aumento de las vocaciones sacerdotales, que hoy se da en algunas partes del mundo; y representa tambi�n el fundamento y est�mulo para un acto de fe m�s grande y de esperanza m�s viva, ante la grave escasez de sacerdotes que afecta a otras partes del mundo.

Todos estamos llamados a compartir la confianza en el cumplimiento ininterrumpido de la promesa de Dios, que los Padres sinodales han querido testimoniar de un modo claro y decidido: �El S�nodo, con plena confianza en la promesa de Cristo, que ha dicho: 'He aqu� que yo estoy con vosotros todos los d�as hasta el fin del mundo' (Mt 28, 20), y consciente de la acci�n constante del Esp�ritu Santo en la Iglesia, cree firmemente que nunca faltar�n del todo los ministros sagrados en la Iglesia... Aunque en algunas regiones haya escasez de clero, sin embargo la acci�n del Padre, que suscita las vocaciones, nunca cesar� en la Iglesia�.(1)

Como he dicho en la clausura del S�nodo, ante la crisis de las vocaciones sacerdotales, �la primera respuesta que la Iglesia da, consiste en un acto de confianza total en el Esp�ritu Santo. Estamos profundamente convencidos de que esta entrega confiada no ser� defraudada, si, por nuestra parte, nos mantenemos fieles a la gracia recibida�.(2)

2. �Permanecer fieles a la gracia recibida! En efecto, el don de Dios no anula la libertad del hombre, sino que la promueve, la desarrolla y la exige.

Por esto, la confianza total en la incondicional fidelidad de Dios a su promesa va unida en la Iglesia a la grave responsabilidad de cooperar con la acci�n de Dios que llama y, a la vez, contribuir a crear y mantener las condiciones en las cuales la buena semilla, sembrada por Dios, pueda echar ra�ces y dar frutos abundantes. La Iglesia no puede dejar jam�s de rogar al due�o de la mies que env�e obreros a su mies (cf. Mt 9, 38) ni de dirigir a las nuevas generaciones una n�tida y valiente propuesta vocacional, ayud�ndoles a discernir la verdad de la llamada de Dios para que respondan a ella con generosidad; ni puede dejar de dedicar un cuidado especial a la formaci�n de los candidatos al presbiterado.

En realidad, la formaci�n de los futuros sacerdotes, tanto diocesanos como religiosos, y la atenci�n asidua, llevada a cabo durante toda la vida, con miras a su santificaci�n personal en el ministerio y mediante la actualizaci�n constante de su dedicaci�n pastoral lo considera la Iglesia como una de las tareas de m�xima importancia para el futuro de la evangelizaci�n de la humanidad.

Esta tarea formativa de la Iglesia contin�a en el tiempo la acci�n de Cristo, que el evangelista Marcos indica con estas palabras: �Subi� al monte y llam� a los que �l quiso; y vinieron donde �l. Instituy� Doce, para que estuvieran con �l, y para enviarlos a predicar con poder de expulsar los demonios� (Mc 3, 13-15).

Se puede afirmar que la Iglesia �aunque con intensidad y modalidades diversas� ha vivido continuamente en su historia esta p�gina del Evangelio, mediante la labor formativa dedicada a los candidatos al presbiterado y a los sacerdotes mismos. Pero hoy la Iglesia se siente llamada a revivir con un nuevo esfuerzo lo que el Maestro hizo con sus ap�stoles, ya que se siente apremiada por las profundas y r�pidas transformaciones de la sociedad y de las culturas de nuestro tiempo as� como por la multiplicidad y diversidad de contextos en los que anuncia y da testimonio del Evangelio; tambi�n por el favorable aumento de las vocaciones sacerdotales en diversas di�cesis del mundo; por la urgencia de una nueva verificaci�n de los contenidos y m�todos de la formaci�n sacerdotal; por la preocupaci�n de los Obispos y de sus comunidades a causa de la persistente escasez de clero; y por la absoluta necesidad de que la nueva evangelizaci�n tenga en los sacerdotes sus primeros �nuevos evangelizadores�.

Precisamente en este contexto hist�rico y cultural se ha situado la �ltima Asamblea general ordinaria del S�nodo de los Obispos, dedicada a �la formaci�n de los sacerdotes en la situaci�n actual�, con la intenci�n, despu�s de veinticinco a�os de la clausura del Concilio, de poner en pr�ctica la doctrina conciliar sobre este tema y hacerla m�s actual e incisiva en las circunstancias actuales�.(3)

3. En l�nea con el Concilio Vaticano II acerca del Orden de los presb�teros y su formaci�n,(4) y deseando aplicar concretamente a las diversas situaciones esa rica y probada doctrina, la Iglesia ha afrontado en muchas ocasiones los problemas de la vida, ministerio y formaci�n de los sacerdotes.

Las ocasiones m�s solemnes han sido los S�nodos de los Obispos. Ya en la primera Asamblea general, celebrada en octubre de 1967, el S�nodo dedic� cinco congregaciones generales al tema de la renovaci�n de los seminarios. Este trabajo dio un impulso decisivo a la elaboraci�n del documento de la Congregaci�n para la Educaci�n Cat�lica titulado �Normas fundamentales para la formaci�n sacerdotal�.(5)

La segunda Asamblea general ordinaria de 1971 dedic� la mitad de sus trabajos al sacerdocio ministerial. Los frutos de este largo estudio sinodal, recogidos y condensados en algunas �recomendaciones�, sometidas a mi predecesor el Papa Pablo VI y le�das en la apertura del S�nodo de 1974, se refer�an principalmente a la doctrina sobre el sacerdocio ministerial y a algunos aspectos de la espiritualidad y del ministerio sacerdotal.

Tambi�n en otras muchas ocasiones el Magisterio de la Iglesia ha seguido manifestando su solicitud por la vida y el ministerio de los sacerdotes. Se puede decir que en los a�os posconciliares no ha habido ninguna intervenci�n magisterial que, en alguna medida, no se haya referido, de modo expl�cito o impl�cito, al significado de la presencia de los sacerdotes en la comunidad, a su misi�n y su necesidad en la Iglesia y para la vida del mundo.

En estos �ltimos a�os y desde varias partes se ha insistido en la necesidad de volver sobre el tema del sacerdocio, afront�ndolo desde un punto de vista relativamente nuevo y m�s adecuado a las presentes circunstancias eclesiales y culturales. La atenci�n ha sido puesta no tanto en el problema de la identidad del sacerdote cuanto en problemas relacionados con el itinerario formativo para el sacerdocio y con el estilo de vida de los sacerdotes. En realidad, las nuevas generaciones de los que son llamados al sacerdocio ministerial presentan caracter�sticas bastante distintas respecto a las de sus inmediatos predecesores y viven en un mundo que en muchos aspectos es nuevo y que est� en continua y r�pida evoluci�n. Todo esto debe ser tenido en cuenta en la programaci�n y realizaci�n de los planes de formaci�n para el sacerdocio ministerial.

Adem�s, los sacerdotes que est�n ya en el ejercicio de su ministerio, parece que hoy sufren una excesiva dispersi�n en las crecientes actividades pastorales y, frente a la problem�tica de la sociedad y de la cultura contempor�nea, se sienten impulsados a replantearse su estilo de vida y las prioridades de los trabajos pastorales, a la vez que notan, cada vez m�s, la necesidad de una formaci�n permanente.

Por ello, la atenci�n y las reflexiones del S�nodo de los Obispos de 1990 se ha centrado en el aumento de las vocaciones para el presbiterado; en la formaci�n b�sica para que los candidatos conozcan y sigan a Jes�s, prepar�ndose a celebrar y vivir el sacramento del Orden que los configura con Cristo, Cabeza y Pastor, Siervo y Esposo de la Iglesia; en el estudio espec�fico de los programas de formaci�n permanente, capaces de sostener, de una manera real y eficaz, el ministerio y vida espiritual de los sacerdotes.

El mismo S�nodo quer�a responder tambi�n a una petici�n hecha por el S�nodo anterior, que trat� sobre la vocaci�n y misi�n de los laicos en la Iglesia y en el mundo. Los mismos laicos hab�an pedido la dedicaci�n de los sacerdotes a su formaci�n, para ser ayudados oportunamente en el cumplimiento de su com�n misi�n eclesial. Y en realidad, �cuanto m�s se desarrolla el apostolado de los laicos, tanto m�s fuertemente se percibe la necesidad de contar con sacerdotes bien formados, sacerdotes santos. De esta manera, la vida misma del pueblo de Dios pone de manifiesto la ense�anza del Concilio Vaticano II sobre la relaci�n entre sacerdocio com�n y sacerdocio ministerial o jer�rquico, pues en el misterio de la Iglesia la jerarqu�a tiene un car�cter ministerial (cf. Lumen gentium, 10). Cuanto m�s se profundiza el sentido de la vocaci�n propia de los laicos, m�s se evidencia lo que es propio del sacerdocio�.(6)

4. En la experiencia eclesial t�pica del S�nodo, aquella �singular experiencia de comuni�n episcopal en la universalidad, que refuerza el sentido de la Iglesia universal, la responsabilidad de los Obispos en relaci�n con la Iglesia universal y su misi�n, en comuni�n afectiva y efectiva en torno a Pedro�,(7) se ha dejado o�r claramente la voz de las diversas Iglesias particulares, y en este S�nodo, por vez primera, la de algunas Iglesias del Este. Las Iglesias han proclamado su fe en el cumplimiento de la promesa de Dios: �Os dar� Pastores seg�n mi coraz�n� (Jer 3, 15), y han renovado su compromiso pastoral por la atenci�n a las vocaciones y por la formaci�n de los sacerdotes, con el convencimiento de que de ello depende el futuro de la Iglesia, su desarrollo y su misi�n universal de salvaci�n.

Considerando ahora el rico patrimonio de las reflexiones, orientaciones e indicaciones que han preparado y acompa�ado los trabajos de los Padres sinodales, uno a la de ellos mi voz de Obispo de Roma y Sucesor de Pedro, con esta Exhortaci�n Apost�lica postsinodal; y la dirijo al coraz�n de todos los fieles y de cada uno de ellos, en particular al coraz�n de los sacerdotes y de cuantos est�n dedicados al delicado ministerio de su formaci�n. Con esta Exhortaci�n Apost�lica deseo salir al encuentro y unirme a todos y cada uno de los sacerdotes, tanto diocesanos como religiosos.

Con la voz y el coraz�n de los Padres sinodales hago m�as las palabras y los sentimientos del �Mensaje final del S�nodo al Pueblo de Dios�: �Con �nimo agradecido y lleno de admiraci�n nos dirigimos a vosotros, que sois nuestros primeros cooperadores en el servicio apost�lico. Vuestra tarea en la Iglesia es verdaderamente necesaria e insustituible. Vosotros llev�is el peso del ministerio sacerdotal y manten�is el contacto diario con los fieles. Vosotros sois los ministros de la Eucarist�a, los dispensadores de la misericordia divina en el Sacramento de la Penitencia, los consoladores de las almas, los gu�as de todos los fieles en las tempestuosas dificultades de la vida�.

�Os saludamos con todo el coraz�n, os expresamos nuestra gratitud y os exhortamos a perseverar en este camino con �nimo alegre y decidido. No ced�is al desaliento. Nuestra obra no es nuestra, sino de Dios�.

�El que nos ha llamado y nos ha enviado sigue junto a nosotros todos los d�as de nuestra vida, ya que nosotros actuamos por mandato de Cristo�.(8)

CAP�TULO I

TOMADO DE ENTRE LOS HOMBRES
La formaci�n sacerdotal ante los desaf�os del final del segundo milenio

El sacerdote en su tiempo

5. �Todo Sumo Sacerdote es tomado de entre los hombres y est� puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios� (Heb 5, 1).

La Carta a los Hebreos subraya claramente la �humanidad� del ministro de Dios: pues procede de los hombres y est� al servicio de los hombres, imitando a Jesucristo, �probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado� (Heb 4, 15).

Dios llama siempre a sus sacerdotes desde determinados contextos humanos y eclesiales, que inevitablemente los caracterizan y a los cuales son enviados para el servicio del Evangelio de Cristo.

Por eso el S�nodo ha estudiado el tema de los sacerdotes en su contexto actual, situ�ndolo en el hoy de la sociedad y de la Iglesia y abri�ndolo a las perspectivas del tercer milenio, como se deduce claramente de la misma formulaci�n del tema: �La formaci�n de los sacerdotes en la situaci�n actual�.

Ciertamente �hay una fisonom�a esencial del sacerdote que no cambia: en efecto, el sacerdote de ma�ana, no menos que el de hoy, deber� asemejarse a Cristo. Cuando viv�a en la tierra, Jes�s reflej� en s� mismo el rostro definitivo del presb�tero, realizando un sacerdocio ministerial del que los ap�stoles fueron los primeros investidos y que est� destinado a durar, a continuarse incesantemente en todos los per�odos de la historia. El presb�tero del tercer milenio ser�, en este sentido, el continuador de los presb�teros que, en los milenios precedentes, han animado la vida de la Iglesia. Tambi�n en el dos mil la vocaci�n sacerdotal continuar� siendo la llamada a vivir el �nico y permanente sacerdocio de Cristo�.(9) Pero ciertamente la vida y el ministerio del sacerdote deben tambi�n �adaptarse a cada �poca y a cada ambiente de vida... Por ello, por nuestra parte debemos procurar abrirnos, en la medida de lo posible, a la iluminaci�n superior del Esp�ritu Santo, para descubrir las orientaciones de la sociedad moderna, reconocer las necesidades espirituales m�s profundas, determinar las tareas concretas m�s importantes, los m�todos pastorales que habr� que adoptar, y as� responder de manera adecuada a las esperanzas humanas�.(10)

Por ser necesario conjugar la verdad permanente del ministerio presbiteral con las instancias y caracter�sticas del hoy, los Padres sinodales han tratado de responder a algunas preguntas urgentes: �qu� problemas y, al mismo tiempo, qu� est�mulos positivos suscita el actual contexto sociocultural y eclesial en los muchachos, en los adolescentes y en los j�venes, que han de madurar un proyecto de vida sacerdotal para toda su existencia?, �qu� dificultades y qu� nuevas posibilidades ofrece nuestro tiempo para el ejercicio de un ministerio sacerdotal coherente con el don del Sacramento recibido y con la exigencia de una vida espiritual correspondiente?

Presento ahora algunos elementos del an�lisis de la situaci�n que los Padres sinodales han desarrollado, conscientes de que la gran variedad de circunstancias socioculturales y eclesiales presentes en los diversos pa�ses aconseja se�alar s�lo los fen�menos m�s profundos y extendidos, particularmente aquellos que se refieren a los problemas educativos y a la formaci�n sacerdotal.

El Evangelio hoy: esperanzas y obst�culos

6. M�ltiples factores parecen favorecer en los hombres de hoy una conciencia m�s madura de la dignidad de la persona y una nueva apertura a los valores religiosos, al Evangelio y al ministerio sacerdotal.

En la sociedad encontramos, a pesar de tantas contradicciones, una sed de justicia y de paz muy difundida e intensa; una conciencia m�s viva del cuidado del hombre por la creaci�n y por el respeto a la naturaleza; una b�squeda m�s abierta de la verdad y de la tutela de la dignidad humana; el compromiso creciente, en muchas zonas de la poblaci�n mundial, por una solidaridad internacional m�s concreta y por un nuevo orden mundial, en la libertad y en la justicia. Junto al desarrollo cada vez mayor del potencial de energ�as ofrecido por las ciencias y las t�cnicas, y la difusi�n de la informaci�n y de la cultura, surge tambi�n una nueva pregunta �tica; la pregunta sobre el sentido, es decir, sobre una escala objetiva de valores que permita establecer las posibilidades y los l�mites del progreso.

En el campo m�s propiamente religioso y cristiano, caen prejuicios ideol�gicos y cerrazones violentas al anuncio de los valores espirituales y religiosos, mientras surgen nuevas e inesperadas posibilidades para la evangelizaci�n y la renovaci�n de la vida eclesial en muchas partes del mundo. Tiene lugar as� una creciente difusi�n del conocimiento de las Sagradas Escrituras; una nueva vitalidad y fuerza expansiva de muchas Iglesias j�venes, con un papel cada vez m�s relevante en la defensa y promoci�n de los valores de la persona y de la vida humana; un espl�ndido testimonio del martirio por parte de las Iglesias del Centro y Este europeo, como tambi�n un testimonio de la fidelidad y firmeza de otras Iglesias que todav�a est�n sometidas a persecuciones y tribulaciones por la fe.(11)

El deseo de Dios y de una relaci�n viva y significativa con �l se presenta hoy tan intenso, que favorecen, all� donde falta el aut�ntico e �ntegro anuncio del Evangelio de Jes�s, la difusi�n de formas de religiosidad sin Dios y de m�ltiples sectas. Su expansi�n, incluso en algunos ambientes tradicionalmente cristianos, es ciertamente para todos los hijos de la Iglesia, y para los sacerdotes en particular, un motivo constante de examen de conciencia sobre la credibilidad de su testimonio del Evangelio, pero es tambi�n signo de cu�n profunda y difundida est� la b�squeda de Dios.

7. Pero con estos y otros factores positivos est�n relacionados muchos elementos problem�ticos o negativos.

Todav�a est� muy difundido el racionalismo que, en nombre de una concepci�n reductiva de �ciencia�, hace insensible la raz�n humana al encuentro con la Revelaci�n y con la trascendencia divina.

Hay que constatar tambi�n una defensa exacerbada de la subjetividad de la persona, que tiende a encerrarla en el individualismo incapaz de relaciones humanas aut�nticas. De este modo, muchos, principalmente muchachos y j�venes, buscan compensar esta soledad con suced�neos de varias clases, con formas m�s o menos agudas de hedonismo, de huida de las responsabilidades; prisioneros del instante fugaz, intentan �consumir� experiencias individuales lo m�s intensas posibles y gratificantes en el plano de las emociones y de las sensaciones inmediatas, pero se muestran indiferentes y como paralizados ante la oferta de un proyecto de vida que incluya una dimensi�n espiritual y religiosa y un compromiso de solidaridad.

Adem�s, se extiende por todo el mundo �incluso despu�s de la ca�da de las ideolog�as que hab�an hecho del materialismo un dogma y del rechazo de la religi�n un programa� una especie de ate�smo pr�ctico y existencial, que coincide con una visi�n secularizada de la vida y del destino del hombre. Este hombre �enteramente lleno de s�, este hombre que no s�lo se pone como centro de todo su inter�s, sino que se atreve a llamarse principio y raz�n de toda realidad�,(12) se encuentra cada vez m�s empobrecido de aquel �suplemento de alma� que le es tanto m�s necesario cuanto m�s una gran disponibilidad de bienes materiales y de recursos lo hace creer falsamente autosuficiente. Ya no hay necesidad de combatir a Dios; se piensa que basta simplemente con prescindir de �l.

En este contexto hay que destacar en particular la disgregaci�n de la realidad familiar y el oscurecimiento o tergiversaci�n del verdadero significado de la sexualidad humana. Son fen�menos que influyen, de modo muy negativo, en la educaci�n de los j�venes y en su disponibilidad para toda vocaci�n religiosa. Igualmente debe tenerse en cuenta el agravarse de las injusticias sociales y la concentraci�n de la riqueza en manos de pocos, como fruto de un capitalismo inhumano,(13) que hace cada vez mayor la distancia entre pueblos ricos y pueblos pobres; de esta manera se crean en la convivencia humana tensiones e inquietudes que perturban profundamente la vida de las personas y de las comunidades.

Incluso en el campo eclesial se dan fen�menos preocupantes y negativos, que influyen directamente en la vida y el ministerio de los sacerdotes, como la ignorancia religiosa que persiste en muchos creyentes; la escasa incidencia de la catequesis, sofocada por los mensajes m�s difundidos y persuasivos de los medios de comunicaci�n de masas; el mal entendido pluralismo teol�gico, cultural y pastoral que, aun partiendo a veces de buenas intenciones, termina por hacer dif�cil el di�logo ecum�nico y atentar contra la necesaria unidad de la fe; la persistencia de un sentido de desconfianza y casi de intolerancia hacia el magisterio jer�rquico; las presentaciones unilaterales y reductivas de la riqueza del mensaje evang�lico, que transforman el anuncio y el testimonio de la fe en un factor exclusivo de liberaci�n humana y social o en un refugio alienante en la superstici�n y en la religiosidad sin Dios.(14)

Un fen�meno de gran relieve, aunque relativamente reciente en muchos pa�ses de antigua tradici�n cristiana, es la presencia en un mismo territorio de consistentes n�cleos de razas y religiones diversas. Se desarrolla as� cada vez m�s la sociedad multirracial y multirreligiosa. Si, por un lado, esto puede ser ocasi�n de un ejercicio m�s frecuente y fructuoso del di�logo, de una apertura de mentalidad, de una experiencia de acogida y de justa tolerancia, por otro lado, puede ser causa de confusi�n y relativismo, sobre todo en personas y poblaciones de una fe menos madura.

A estos factores, y en relaci�n �ntima con el crecimiento del individualismo, hay que a�adir el fen�meno de la concepci�n subjetiva de la fe. Por parte de un n�mero creciente de cristianos se da una menor sensibilidad al conjunto global y objetivo de la doctrina de la fe en favor de una adhesi�n subjetiva a lo que agrada, que corresponde a la propia experiencia y que no afecta a las propias costumbres. Incluso apelar a la inviolabilidad de la conciencia individual, cosa leg�tima en s� misma, no deja de ser, en este contexto, peligrosamente ambiguo.

De aqu� se sigue tambi�n el fen�meno de los modos cada vez m�s parciales y condicionados de pertenecer a la Iglesia, que ejercen un influjo negativo sobre el nacimiento de nuevas vocaciones al sacerdocio, sobre la autoconciencia misma del sacerdote y su ministerio en la comunidad.

Finalmente, la escasa presencia y disponibilidad de sacerdotes crea todav�a hoy en muchos ambientes eclesiales graves problemas. Los fieles quedan con frecuencia abandonados durante largos per�odos y sin la adecuada asistencia pastoral; esto perjudica el crecimiento de su vida cristiana en su conjunto y, m�s a�n, su capacidad de ser ulteriormente promotores de evangelizaci�n.

Los j�venes ante la vocaci�n y la formaci�n sacerdotal

8. Las numerosas contradicciones y posibilidades que presentan nuestras sociedades y culturas y, al mismo tiempo, las comunidades eclesiales, son percibidas, vividas y experimentadas con una intensidad muy particular por el mundo de los j�venes, con repercusiones inmediatas y m�s que nunca incisivas en su proceso educativo. En este sentido el nacimiento y desarrollo de la vocaci�n sacerdotal en los ni�os, adolescentes y j�venes encuentran continuamente obst�culos y est�mulos.

Los j�venes sienten m�s que nunca el atractivo de la llamada �sociedad de consumo�, que los hace dependientes y prisioneros de una interpretaci�n individualista, materialista y hedonista de la existencia humana. El �bienestar� material�sticamente entendido tiende a imponerse como �nico ideal de vida, un bienestar que hay que lograr a cualquier condici�n y precio. De aqu� el rechazo de todo aquello que sepa a sacrificio y renuncia al esfuerzo de buscar y vivir los valores espirituales y religiosos. La �preocupaci�n� exclusiva por el tener suplanta la primac�a del ser, con la consecuencia de interpretar y de vivir los valores personales e interpersonales no seg�n la l�gica del don y de la gratuidad, sino seg�n la de la posesi�n ego�sta y de la instrumentalizaci�n del otro.

Esto se refleja, en particular, sobre la visi�n de la sexualidad humana, a la que se priva de su dignidad de servicio a la comuni�n y a la entrega entre las personas, para quedar reducida simplemente a un bien de consumo. As�, la experiencia afectiva de muchos j�venes no conduce a un crecimiento armonioso y gozoso de la propia personalidad, que se abre al otro en el don de s� mismo, sino a una grave involuci�n psicol�gica y �tica, que no dejar� de tener influencias graves para su porvenir.

En la ra�z de estas tendencias se halla, en no pocos j�venes, una experiencia desviada de la libertad: lejos de ser obediencia a la verdad objetiva y universal, la libertad se vive como un asentimiento ciego a las fuerzas instintivas y a la voluntad de poder del individuo. Se hacen as�, en cierto modo, naturales en el plano de la mentalidad y del comportamiento el resquebrajamiento de la aceptaci�n de los principios �ticos, y en el plano religioso �aunque no haya siempre un rechazo de Dios expl�cito� una amplia indiferencia y desde luego una vida que, incluso en sus momentos m�s significativos y en las opciones m�s decisivas, es vivida como si Dios no existiese. En este contexto se hace dif�cil no s�lo la realizaci�n, sino la misma comprensi�n del sentido de una vocaci�n al sacerdocio, que es un testimonio espec�fico de la primac�a del ser sobre el tener; es un reconocimiento del significado de la vida como don libre y responsable de s� mismo a los dem�s, como disponibilidad para ponerse enteramente al servicio del Evangelio y del Reino de Dios bajo la particular forma del sacerdocio.

Incluso en el �mbito de la comunidad eclesial, el mundo de los j�venes constituye, no pocas veces, un �problema�. En realidad, si en los j�venes, todav�a m�s que en los adultos, se dan una fuerte tendencia a la concepci�n subjetiva de la fe cristiana y una pertenencia s�lo parcial y condicionada a la vida y a la misi�n de la Iglesia, cuesta emprender en la comunidad eclesial, por una serie de razones, una pastoral juvenil actualizada y entusiasta. Los j�venes corren el riesgo de ser abandonados a s� mismos, al arbitrio de su fragilidad psicol�gica, insatisfechos y cr�ticos frente a un mundo de adultos que, no viviendo de forma coherente y madura la fe, no se presentan ante ellos como modelos cre�bles.

Se hace entonces evidente la dificultad de proponer a los j�venes una experiencia integral y comprometida de vida cristiana y eclesial, y de educarlos para la misma. De esta manera, la perspectiva de la vocaci�n al sacerdocio queda lejana a los intereses concretos y vivos de los j�venes.

9. Sin embargo, no faltan situaciones y est�mulos positivos, que suscitan y alimentan en el coraz�n de los adolescentes y j�venes una nueva disponibilidad, as� como una verdadera y propia b�squeda de valores �ticos y espirituales, que por su naturaleza ofrecen terreno propicio para un camino vocacional a la entrega total de s� mismos a Cristo y a la Iglesia en el sacerdocio.

Hay que decir, antes que nada, que se han atenuado algunos fen�menos que en un pasado reciente hab�an provocado no pocos problemas, como la contestaci�n radical, los movimientos libertarios, las reivindicaciones ut�picas, las formas indiscriminadas de socializaci�n, la violencia.

Hay que reconocer adem�s que tambi�n los j�venes de hoy, con la fuerza y la ilusi�n t�picas de la edad, son portadores de los ideales que se abren camino en la historia: la sed de libertad; el reconocimiento del valor inconmensurable de la persona; la necesidad de autenticidad y de transparencia; un nuevo concepto y estilo de reciprocidad en las relaciones entre hombre y mujer; la b�squeda convencida y apasionada de un mundo m�s justo, m�s solidario, m�s unido; la apertura y el di�logo con todos; el compromiso por la paz.

El desarrollo, tan rico y vivaz en tantos j�venes de nuestro tiempo, de numerosas y variadas formas de voluntariado dirigidas a las situaciones m�s olvidadas y pobres de nuestra sociedad, representa hoy un recurso educativo particularmente importante, porque estimula y sostiene a los j�venes hacia un estilo de vida m�s desinteresado, abierto y solidario con los necesitados. Este estilo de vida puede facilitar la comprensi�n, el deseo y la respuesta a una vocaci�n de servicio estable y total a los dem�s, incluso en el camino de una plena consagraci�n a Dios mediante la vida sacerdotal.

La reciente ca�da de las ideolog�as, la forma tan cr�tica de situarse ante el mundo de los adultos, que no siempre ofrecen un testimonio de vida entregada a los valores morales y trascendentes, la misma experiencia de compa�eros que buscan evasiones en la droga y en la violencia, contribuyen a hacer m�s aguda e ineludible la pregunta fundamental sobre los valores que son verdaderamente capaces de dar plenitud de significado a la vida, al sufrimiento y a la muerte. En muchos j�venes se hacen m�s expl�citos el interrogante religioso y la necesidad de vida espiritual. De ah� el deseo de experiencias "de desierto" y de oraci�n, el retorno a una lectura m�s personal y habitual de la Palabra de Dios, y al estudio de la teolog�a.

Al igual que eran ya activos y protagonistas en el �mbito del voluntariado social, los j�venes lo son tambi�n cada vez m�s en el �mbito de la comunidad eclesial, sobre todo con la participaci�n en las diversas agrupaciones, desde las m�s tradicionales, aunque renovadas, hasta las m�s recientes. La experiencia de una Iglesia llamada a la �nueva evangelizaci�n� por su fidelidad al Esp�ritu que la anima y por las exigencias del mundo alejado de Cristo pero necesitado de �l, como tambi�n la experiencia de una Iglesia cada vez m�s solidaria con el hombre y con los pueblos en la defensa y en la promoci�n de la dignidad personal y de los derechos humanos de todos y cada uno, abren el coraz�n y la vida de los j�venes a ideales muy atrayentes y que exigen un compromiso, que puede encontrar su realizaci�n concreta en el seguimiento de Cristo y en el sacerdocio.

Es natural que de esta situaci�n humana y eclesial, caracterizada por una fuerte ambivalencia, no se pueda prescindir de hecho ni en la pastoral de las vocaciones y en la labor de formaci�n de los futuros sacerdotes ni tampoco en el �mbito de la vida y del ministerio de los sacerdotes, as� como en el de su formaci�n permanente. Por ello, si bien se pueden comprender los diversos tipos de �crisis�, que padecen algunos sacerdotes de hoy en el ejercicio del ministerio, en su vida espiritual y tambi�n en la misma interpretaci�n de la naturaleza y significado del sacerdocio ministerial, tambi�n hay que constatar, con alegr�a y esperanza, las nuevas posibilidades positivas que el momento hist�rico actual ofrece a los sacerdotes para el cumplimiento de su misi�n.

El discernimiento evang�lico

10. La compleja situaci�n actual, someramente expuesta mediante alusiones y a modo de ejemplo, exige no s�lo ser conocida, sino sobre todo interpretada. �nicamente as� se podr� responder de forma adecuada a la pregunta fundamental: �C�mo formar sacerdotes que est�n verdaderamente a la altura de estos tiempos, capaces de evangelizar al mundo de hoy?(15)

Es importante el conocimiento de la situaci�n. No basta una simple descripci�n de los datos; hace falta una investigaci�n cient�fica con la que se pueda delinear un cuadro exacto de las circunstancias socioculturales y eclesiales concretas.

Pero es a�n m�s importante la interpretaci�n de la situaci�n. Ello lo exige la ambivalencia y a veces el car�cter contradictorio que caracterizan las situaciones, las cuales presentan a la vez dificultades y posibilidades, elementos negativos y razones de esperanza, obst�culos y aperturas, a semejanza del campo evang�lico en el que han sido sembrados y �conviven� el trigo y la ciza�a (cf.Mt 13, 24ss.).

No siempre es f�cil una lectura interpretativa, que sepa distinguir entre el bien y el mal, entre signos de esperanza y peligros. En la formaci�n de los sacerdotes no se trata s�lo y simplemente de acoger los factores positivos y constatar abiertamente los negativos. Se trata de someter los mismos factores positivos a un cuidadoso discernimiento, para que no se a�slen el uno del otro ni est�n en contraste entre s�, absolutiz�ndose y oponi�ndose rec�procamente. Lo mismo puede decirse de los factores negativos: no hay que rechazarlos en bloque y sin distinci�n, porque en cada uno de ellos puede esconderse alg�n valor, que espera ser descubierto y reconducido a su plena verdad.

Para el creyente, la interpretaci�n de la situaci�n hist�rica encuentra el principio cognoscitivo y el criterio de las opciones de actuaci�n consiguientes en una realidad nueva y original, a saber, en el discernimiento evang�lico; es la interpretaci�n que nace a la luz y bajo la fuerza del Evangelio, del Evangelio vivo y personal que es Jesucristo, y con el don del Esp�ritu Santo. De ese modo, el discernimiento evang�lico toma de la situaci�n hist�rica y de sus vicisitudes y circunstancias no un simple �dato�, que hay que registrar con precisi�n y frente al cual se puede permanecer indiferentes o pasivos, sino un �deber�, un reto a la libertad responsable, tanto de la persona individual como de la comunidad. Es un �reto� vinculado a una �llamada� que Dios hace o�r en una situaci�n hist�rica determinada; en ella y por medio de ella Dios llama al creyente; pero antes a�n llama a la Iglesia, para que mediante �el Evangelio de la vocaci�n y del sacerdocio� exprese su verdad perenne en las diversas circunstancias de la vida. Tambi�n deben aplicarse a la formaci�n de los sacerdotes las palabras del Concilio Vaticano II: �Es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, acomod�ndose a cada generaci�n, pueda ella responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida presente y de la vida futura y sobre la mutua relaci�n de ambas. Es necesario por ello conocer y comprender el mundo en que vivimos, sus esperanzas, sus aspiraciones y el sesgo dram�tico que con frecuencia le caracteriza�.(16)

Este discernimiento evang�lico se funda en la confianza en el amor de Jesucristo, que siempre e incansablemente cuida de su Iglesia (cf. Ef 5, 29); �l es el Se�or y el Maestro, piedra angular, centro y fin de toda la historia humana.(17) Este discernimiento se alimenta a la luz y con la fuerza del Esp�ritu Santo, que suscita por todas partes y en toda circunstancia la obediencia de la fe, el valor gozoso del seguimiento de Jes�s, el don de la sabidur�a que lo juzga todo y no es juzgada por nadie (cf. 1 Cor 2, 15); y se apoya en la fidelidad del Padre a sus promesas.

De este modo, la Iglesia sabe que puede afrontar las dificultades y los retos de este nuevo per�odo de la historia sabiendo que puede asegurar, incluso para el presente y para el futuro, sacerdotes bien formados, que sean ministros convencidos y fervorosos de la �nueva evangelizaci�n�, servidores fieles y generosos de Jesucristo y de los hombres.

Mas no ocultemos las dificultades. No son pocas, ni leves. Pero para vencerlas est�n nuestra esperanza, nuestra fe en el amor indefectible de Cristo, nuestra certeza de que el ministerio sacerdotal es insustituible para la vida de la Iglesia y del mundo.

CAP�TULO II

ME HA UNGIDO Y ME HA ENVIADO
Naturaleza y misi�n del sacerdocio ministerial

Mirada al sacerdote

11. �En la sinagoga todos los ojos estaban fijos en �l� (Lc 4, 20). Lo que dice el evangelista san Lucas de quienes estaban presentes aquel s�bado en la sinagoga de Nazaret, escuchando el comentario que Jes�s har�a del texto del profeta Isa�as le�do por �l mismo, puede aplicarse a todos los cristianos, llamados a reconocer siempre en Jes�s de Nazaret el cumplimiento definitivo del anuncio prof�tico: �Comenz�, pues, a decirles: Esta Escritura, que acab�is de o�r, se ha cumplido hoy� (Lc 4, 21). Y la �escritura� era �sta: ���El Esp�ritu del Se�or sobre m�, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberaci�n a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un a�o de gracia del Se�or� (Lc 4, 18-19; cf. Is 61, 1-2). En efecto, Jes�s se presenta a s� mismo como lleno del Esp�ritu, �ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva�; es el Mes�as, el Mes�as sacerdote, profeta y rey.

Es �ste el rostro de Cristo en el que deben fijarse los ojos de la fe y del amor de los cristianos. Precisamente a partir de esta �contemplaci�n� y en relaci�n con ella los Padres sinodales han reflexionado sobre el problema de la formaci�n de los sacerdotes en la situaci�n actual. Este problema s�lo puede encontrar respuesta partiendo de una reflexi�n previa sobre la meta a la que est� dirigido el proceso formativo, es decir, el sacerdocio ministerial como participaci�n en la Iglesia del sacerdocio mismo de Jesucristo. El conocimiento de la naturaleza y misi�n del sacerdocio ministerial es el presupuesto irrenunciable, y al mismo tiempo la gu�a m�s segura y el est�mulo m�s incisivo, para desarrollar en la Iglesia la acci�n pastoral de promoci�n y discernimiento de las vocaciones sacerdotales, y la de formaci�n de los llamados al ministerio ordenado.

El conocimiento recto y profundo de la naturaleza y misi�n del sacerdocio ministerial es el camino que es preciso seguir, y que el S�nodo ha seguido de hecho, para salir de la crisis sobre la identidad sacerdotal. �Esta crisis �dec�a en el Discurso al final del S�nodo� hab�a nacido en los a�os inmediatamente siguientes al Concilio. Se fundaba en una comprensi�n err�nea, y tal vez hasta intencionadamente tendenciosa, de la doctrina del magisterio conciliar. Y aqu� est� indudablemente una de las causas del gran n�mero de p�rdidas padecidas entonces por la Iglesia, p�rdidas que han afectado gravemente al servicio pastoral y a las vocaciones al sacerdocio, en particular a las vocaciones misioneras. Es como si el S�nodo de 1990, redescubriendo toda la profundidad de la identidad sacerdotal, a trav�s de tantas intervenciones que hemos escuchado en esta aula, hubiese llegado a infundir la esperanza despu�s de esas p�rdidas dolorosas. Estas intervenciones han manifestado la conciencia de la ligaz�n ontol�gica espec�fica que une al sacerdote con Cristo, Sumo Sacerdote y buen Pastor. Esta identidad est� en la ra�z de la naturaleza de la formaci�n que debe darse en vista del sacerdocio y, por tanto, a lo largo de toda la vida sacerdotal. �sta era precisamente la finalidad del S�nodo�.(18)

Por esto el S�nodo ha cre�do necesario volver a recordar, de manera sint�tica y fundamental, la naturaleza y misi�n del sacerdocio ministerial, tal y como la fe de la Iglesia las ha reconocido a trav�s de los siglos de su historia y como el Concilio Vaticano II las ha vuelto a presentar a los hombres de nuestro tiempo.(19)

En la Iglesia misterio, comuni�n y misi�n

12. �La identidad sacerdotal �han afirmado los Padres sinodales�, como toda identidad cristiana, tiene su fuente en la Sant�sima Trinidad�,(20) que se revela y se autocomunica a los hombres en Cristo, constituyendo en �l y por medio del Esp�ritu la Iglesia como �el germen y el principio de ese reino�.(21) La Exhortaci�n Christifideles laici, sintetizando la ense�anza conciliar, presenta la Iglesia como misterio, comuni�n y misi�n: ella �es misterio porque el amor y la vida del Padre, del Hijo y del Esp�ritu Santo son el don absolutamente gratuito que se ofrece a cuantos han nacido del agua y del Esp�ritu (cf. Jn 3, 5), llamados a revivir la comuni�n misma de Dios y a manifestarla y comunicarla en la historia (misi�n)�.(22)

Es en el misterio de la Iglesia, como misterio de comuni�n trinitaria en tensi�n misionera, donde se manifiesta toda identidad cristiana y, por tanto, tambi�n la identidad espec�fica del sacerdote y de su ministerio. En efecto, el presb�tero, en virtud de la consagraci�n que recibe con el sacramento del Orden, es enviado por el Padre, por medio de Jesucristo, con el cual, como Cabeza y Pastor de su pueblo, se configura de un modo especial para vivir y actuar con la fuerza del Esp�ritu Santo al servicio de la Iglesia y por la salvaci�n del mundo.(23)

Se puede entender as� el aspecto esencialmente relacional de la identidad del presb�tero. Mediante el sacerdocio que nace de la profundidad del inefable misterio de Dios, o sea, del amor del Padre, de la gracia de Jesucristo y del don de la unidad del Esp�ritu Santo, el presb�tero est� inserto sacramentalmente en la comuni�n con el Obispo y con los otros presb�teros,(24) para servir al Pueblo de Dios que es la Iglesia y atraer a todos a Cristo, seg�n la oraci�n del Se�or: �Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros... Como t�, Padre, en m� y yo en ti, que ellos tambi�n sean uno en nosotros, para que el mundo crea que t� me has enviado� (Jn 17, 11.21).

Por tanto, no se puede definir la naturaleza y la misi�n del sacerdocio ministerial si no es bajo este multiforme y rico conjunto de relaciones que brotan de la Sant�sima Trinidad y se prolongan en la comuni�n de la Iglesia, como signo e instrumento, en Cristo, de la uni�n con Dios y de la unidad de todo el g�nero humano.(25) Por ello, la eclesiolog�a de comuni�n resulta decisiva para descubrir la identidad del presb�tero, su dignidad original, su vocaci�n y su misi�n en el Pueblo de Dios y en el mundo. La referencia a la Iglesia es pues necesaria, aunque no prioritaria, en la definici�n de la identidad del presb�tero. En efecto, en cuanto misterio la Iglesia est� esencialmente relacionada con Jesucristo: es su plenitud, su cuerpo, su esposa. Es el �signo� y el �memorial� vivo de su presencia permanente y de su acci�n entre nosotros y para nosotros. El presb�tero encuentra la plena verdad de su identidad en ser una derivaci�n, una participaci�n espec�fica y una continuaci�n del mismo Cristo, sumo y eterno sacerdote de la nueva y eterna Alianza: es una imagen viva y transparente de Cristo sacerdote. El sacerdocio de Cristo, expresi�n de su absoluta �novedad� en la historia de la salvaci�n, constituye la �nica fuente y el paradigma insustituible del sacerdocio del cristiano y, en particular, del presb�tero. La referencia a Cristo es, pues, la clave absolutamente necesaria para la comprensi�n de las realidades sacerdotales.

Relaci�n fundamental con Cristo, Cabeza y Pastor

13. Jesucristo ha manifestado en s� mismo el rostro perfecto y definitivo del sacerdocio de la nueva Alianza.(26) Esto lo ha hecho en su vida terrena, pero sobre todo en el acontecimiento central de su pasi�n, muerte y resurrecci�n.

Como escribe el autor de la Carta a los Hebreos, Jes�s siendo hombre como nosotros y a la vez el Hijo unig�nito de Dios, es en su propio ser mediador perfecto entre el Padre y la humanidad (cf. Heb 8-9); Aquel que nos abre el acceso inmediato a Dios, gracias al don del Esp�ritu: �Dios ha enviado a nuestros corazones el Esp�ritu de su Hijo que clama: �Abb�, Padre!� (G�l 4, 6; cf. Rom 8,15).

Jes�s lleva a su plena realizaci�n el ser mediador al ofrecerse a s� mismo en la cruz, con la cual nos abre, una vez por todas, el acceso al santuario celestial, a la casa del Padre (cf. Heb 9, 24-26). Comparados con Jes�s, Mois�s y todos los mediadores del Antiguo Testamento entre Dios y su pueblo �los reyes, los sacerdotes y los profetas� son s�lo como �figuras� y �sombra de los bienes futuros, no la realidad de las cosas� (cf. Heb 10, 1).

Jes�s es el buen Pastor anunciado (cf. Ez 34); Aquel que conoce a sus ovejas una a una, que ofrece su vida por ellas y que quiere congregar a todos en �un solo reba�o y un solo pastor� (cf. Jn 10, 11-16). Es el Pastor que ha venido �no para ser servido, sino para servir� (cf. Mt 20, 24-28), el que, en la escena pascual del lavatorio de los pies (cf. Jn 13, 1-20), deja a los suyos el modelo de servicio que deber�n ejercer los unos con los otros, a la vez que se ofrece libremente como cordero inocente inmolado para nuestra redenci�n (cf. Jn 1, 36; Ap 5, 6.12).

Con el �nico y definitivo sacrificio de la cruz, Jes�s comunica a todos sus disc�pulos la dignidad y la misi�n de sacerdotes de la nueva y eterna Alianza. Se cumple as� la promesa que Dios hizo a Israel: �Ser�is para m� un reino de sacerdotes y una naci�n santa� (Ex 19, 6). Y todo el pueblo de la nueva Alianza �escribe San Pedro� queda constituido como �un edificio espiritual�, �un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptos a Dios por mediaci�n de Jesucristo� (1 Pe 2, 5). Los bautizados son las �piedras vivas� que construyen el edificio espiritual uni�ndose a Cristo �piedra viva... elegida, preciosa ante Dios� (1 Pe 2, 4.5). El nuevo pueblo sacerdotal, que es la Iglesia, no s�lo tiene en Cristo su propia imagen aut�ntica, sino que tambi�n recibe de �l una participaci�n real y ontol�gica en su eterno y �nico sacerdocio, al que debe conformarse toda su vida.

14. Al servicio de este sacerdocio universal de la nueva Alianza, Jes�s llam� consigo, durante su misi�n terrena, a algunos disc�pulos (cf. Lc 10, 1-12) y con una autoridad y un mandato espec�ficos llam� y constituy� a los Doce para que �estuvieran con �l, y para enviarlos a predicar con poder de expulsar los demonios� (Mc 3, 14-15).

Por esto, ya durante su ministerio p�blico (cf. Mt 16, 18) y de modo pleno despu�s de su muerte y resurrecci�n (cf. Mt 28; Jn 20, 21), Jes�s confiere a Pedro y a los Doce poderes muy particulares sobre la futura comunidad y para la evangelizaci�n de todos los pueblos. Despu�s de haberles llamado a seguirle, los tiene cerca y vive con ellos, impartiendo con el ejemplo y con la palabra su ense�anza de salvaci�n, y finalmente los env�a a todos los hombres. Y para el cumplimiento de esta misi�n Jes�s confiere a los ap�stoles, en virtud de una especial efusi�n pascual del Esp�ritu Santo, la misma autoridad mesi�nica que le viene del Padre y que le ha sido conferida en plenitud con la resurrecci�n: �Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced disc�pulos a todas las gentes bautiz�ndolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Esp�ritu Santo, y ense��ndoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aqu� que yo estoy con vosotros todos los d�as hasta el fin del mundo� (Mt 28, 18-20).

Jes�s establece as� un estrecho paralelismo entre el ministerio confiado a los ap�stoles y su propia misi�n: �quien a vosotros recibe, a m� me recibe, y quien me recibe a m�, recibe a Aquel que me ha enviado� (Mt 10,40); �quien a vosotros os escucha, a m� me escucha; y quien a vosotros os rechaza, a m� me rechaza; y quien me rechaza a m�, rechaza al que me ha enviado� (Lc 10, 16). Es m�s, el cuarto evangelio, a la luz del acontecimiento pascual de la muerte y resurrecci�n, afirma con gran fuerza y claridad: �Como el Padre me envi�, tambi�n yo os env�o� (Jn 20, 21; cf. 13, 20; 17, 18). Igual que Jes�s tiene una misi�n que recibe directamente de Dios y que concretiza la autoridad misma de Dios (cf. Mt 7, 29; 21, 23; Mc 1, 27; 11, 28; Lc 20, 2; 24, 19), as� los ap�stoles tienen una misi�n que reciben de Jes�s. Y de la misma manera que �el Hijo no puede hacer nada por su cuenta� (Jn 5, 19.30) �de suerte que su doctrina no es suya, sino de aquel que lo ha enviado (cf. Jn 7, 16)� Jes�s dice a los ap�stoles: �separados de m� no pod�is hacer nada� (Jn 15, 5): su misi�n no es propia, sino que es la misma misi�n de Jes�s. Y esto es posible no por las fuerzas humanas, sino s�lo con el �don� de Cristo y de su Esp�ritu, con el �sacramento�: �Recibid el Esp�ritu Santo. A quienes perdon�is los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los reteng�is, les quedan retenidos� (Jn 20, 22-23). Y as� los ap�stoles, no por alg�n m�rito particular, sino por la participaci�n gratuita en la gracia de Cristo, prolongan en la historia, hasta el final de los tiempos, la misma misi�n de salvaci�n de Jes�s en favor de los hombres.

Signo y presupuesto de la autenticidad y fecundidad de esta misi�n es la unidad de los ap�stoles con Jes�s y, en �l, entre s� y con el Padre, como dice la oraci�n sacerdotal del Se�or, s�ntesis de su misi�n (cf. Jn 17, 20-23).

15. A su vez, los ap�stoles instituidos por el Se�or llevar�n a cabo su misi�n llamando, de diversas formas pero todas convergentes, a otros hombres, como Obispos, presb�teros y di�conos, para cumplir el mandato de Jes�s resucitado, que los ha enviado a todos los hombres de todos los tiempos.

El Nuevo Testamento es un�nime al subrayar que es el mismo Esp�ritu de Cristo el que introduce en el ministerio a estos hombres, escogidos de entre los hermanos. Mediante el gesto de la imposici�n de manos (Hch 6, 6; 1 Tim 4, 14; 5, 22; 2 Tim 1, 6), que transmite el don del Esp�ritu, ellos son llamados y capacitados para continuar el mismo ministerio apost�lico de reconciliar, apacentar el reba�o de Dios y ense�ar (cf. Hch 20, 28; 1 Pe 5, 2).

Por tanto, los presb�teros son llamados a prolongar la presencia de Cristo, �nico y supremo Pastor, siguiendo su estilo de vida y siendo como una transparencia suya en medio del reba�o que les ha sido confiado. Como escribe de manera clara y precisa la primera carta de san Pedro: �A los presb�teros que est�n entre vosotros les exhorto yo, como copresb�tero, testigo de los sufrimientos de Cristo y part�cipe de la gloria que est� para manifestarse. Apacentad la grey de Dios que os est� encomendada, vigilando, no forzados, sino voluntariamente, seg�n Dios; no por mezquino af�n de ganancia, sino de coraz�n; no tiranizando a los que os ha tocado guiar, sino siendo modelos de la grey. Y cuando aparezca el Supremo Pastor, recibir�is la corona de gloria que no se marchita� (1 Pe 5, 1-4).

Los presb�teros son, en la Iglesia y para la Iglesia, una representaci�n sacramental de Jesucristo, Cabeza y Pastor, proclaman con autoridad su palabra; renuevan sus gestos de perd�n y de ofrecimiento de la salvaci�n, principalmente con el Bautismo, la Penitencia y la Eucarist�a; ejercen, hasta el don total de s� mismos, el cuidado amoroso del reba�o, al que congregan en la unidad y conducen al Padre por medio de Cristo en el Esp�ritu. En una palabra, los presb�teros existen y act�an para el anuncio del Evangelio al mundo y para la edificaci�n de la Iglesia, personificando a Cristo, Cabeza y Pastor, y en su nombre.(27)

�ste es el modo t�pico y propio con que los ministros ordenados participan en el �nico sacerdocio de Cristo. El Esp�ritu Santo, mediante la unci�n sacramental del Orden, los configura con un t�tulo nuevo y espec�fico a Jesucristo, Cabeza y Pastor, los conforma y anima con su caridad pastoral y los pone en la Iglesia como servidores auto rizados del anuncio del Evangelio a toda criatura y como servidores de la plenitud de la vida cristiana de todos los bautizados.

La verdad del presb�tero, tal como emerge de la Palabra de Dios, o sea, Jesucristo mismo y su plan constitutivo de la Iglesia, es cantada con agradecimiento gozoso por la Liturgia en el Prefacio de la Misa Crismal: �Constituiste a tu �nico Hijo Pont�fice de la Alianza nueva y eterna por la unci�n del Esp�ritu Santo, y determinaste, en tu designio salv�fico, perpetuar en la Iglesia su �nico sacerdocio. �l no s�lo ha conferido el honor del sacerdocio real a todo su pueblo santo, sino tambi�n, con amor de hermano, ha elegido a hombres de este pueblo, para que, por la imposici�n de las manos, participen de su sagrada misi�n. Ellos renuevan en nombre de Cristo el sacrificio de la redenci�n, y preparan a tus hijos al banquete pascual, donde el pueblo santo se re�ne en tu amor, se alimenta de tu palabra y se fortalece con tus sacramentos. Tus sacerdotes, Se�or, al entregar su vida por Ti y por la salvaci�n de los hermanos, van configur�ndose a Cristo, y as� dan testimonio constante de fidelidad y amor�.

Al servicio de la Iglesia y del mundo

16. El sacerdote tiene como relaci�n fundamental la que le une con Jesucristo, Cabeza y Pastor. As� participa, de manera espec�fica y aut�ntica, de la �unci�n� y de la �misi�n� de Cristo (cf. Lc 4, 18-19). Pero �ntimamente unida a esta relaci�n est� la que tiene con la Iglesia. No se trata de �relaciones� simplemente cercanas entre s�, sino unidas interiormente en una especie de mutua inmanencia. La relaci�n con la Iglesia se inscribe en la �nica y misma relaci�n del sacerdote con Cristo, en el sentido de que la �representaci�n sacramental� de Cristo es la que instaura y anima la relaci�n del sacerdote con la Iglesia.

En este sentido los Padres sinodales han dicho: �El sacerdote, en cuanto que representa a Cristo, Cabeza, Pastor y Esposo de la Iglesia, se sit�a no s�lo en la Iglesia, sino tambi�n al frente de la Iglesia. El sacerdocio, junto con la Palabra de Dios y los signos sacramentales, a cuyo servicio est�, pertenece a los elementos constitutivos de la Iglesia. El ministerio del presb�tero est� totalmente al servicio de la Iglesia; est� para la promoci�n del ejercicio del sacerdocio com�n de todo el Pueblo de Dios; est� ordenado no s�lo para la Iglesia particular, sino tambi�n para la Iglesia universal (cf. Presbyterorum Ordinis, 10), en comuni�n con el Obispo, con Pedro y bajo Pedro. Mediante el sacerdocio del Obispo, el sacerdocio de segundo orden se incorpora a la estructura apost�lica de la Iglesia. As� el presb�tero, como los ap�stoles, hace de embajador de Cristo (cf. 2 Cor 5, 20). En esto se funda el car�cter misionero de todo sacerdote.(28)

Por tanto, el ministerio ordenado surge con la Iglesia y tiene en los Obispos, y en relaci�n y comuni�n con ellos tambi�n en los presb�teros, una referencia particular al ministerio originario de los ap�stoles, al cual sucede realmente, aunque el mismo tenga unas modalidades diversas.

De ah� que no se deba pensar en el sacerdocio ordenado como si fuese anterior a la Iglesia, porque est� totalmente al servicio de la misma; pero tampoco como si fuera posterior a la comunidad eclesial, como si �sta pudiera concebirse como constituida ya sin este sacerdocio.

La relaci�n del sacerdocio con Jesucristo, y en �l con su Iglesia, �en virtud de la unci�n sacramental� se sit�a en el ser y en el obrar del sacerdote, o sea, en su misi�n o ministerio. En particular, �el sacerdote ministro es servidor de Cristo, presente en la Iglesia misterio, comuni�n y misi�n. Por el hecho de participar en la "unci�n" y en la "misi�n" de Cristo, puede prolongar en la Iglesia su oraci�n, su palabra, su sacrificio, su acci�n salv�fica. Y as� es servidor de la Iglesia misterio porque realiza los signos eclesiales y sacramentales de la presencia de Cristo resucitado. Es servidor de la Iglesia comuni�n porque �unido al Obispo y en estrecha relaci�n con el presbiterio� construye la unidad de la comunidad eclesial en la armon�a de las diversas vocaciones, carismas y servicios. Por �ltimo, es servidor de la Iglesia misi�n porque hace a la comunidad anunciadora y testigo del Evangelio�.(29)

De este modo, por su misma naturaleza y misi�n sacramental, el sacerdote aparece, en la estructura de la Iglesia, como signo de la prioridad absoluta y gratuidad de la gracia que Cristo resucitado ha dado a su Iglesia. Por medio del sacerdocio ministerial la Iglesia toma conciencia en la fe de que no proviene de s� misma, sino de la gracia de Cristo en el Esp�ritu Santo. Los ap�stoles y sus sucesores, revestidos de una autoridad que reciben de Cristo, Cabeza y Pastor, han sido puestos �con su ministerio� al frente de la Iglesia, como prolongaci�n visible y signo sacramental de Cristo, que tambi�n est� al frente de la Iglesia y del mundo, como origen permanente y siempre nuevo de la salvaci�n, �l, que es �el salvador del Cuerpo� (Ef 5, 23).

17. El ministerio ordenado, por su propia naturaleza, puede ser desempe�ado s�lo en la medida en que el presb�tero est� unido con Cristo mediante la inserci�n sacramental en el orden presbiteral, y por tanto en la medida que est� en comuni�n jer�rquica con el propio Obispo. El ministerio ordenado tiene una radical �forma comunitaria� y puede ser ejercido s�lo como �una tarea colectiva�.(30) Sobre este car�cter de comuni�n del sacerdocio ha hablado largamente el Concilio,(31) examinando claramente la relaci�n del presb�tero con el propio Obispo, con los dem�s presb�teros y con los fieles laicos.

El ministerio de los presb�teros es, ante todo, comuni�n y colaboraci�n responsable y necesaria con el ministerio del Obispo, en su solicitud por la Iglesia universal y por cada una de las Iglesias particulares, al servicio de las cuales constituyen con el Obispo un �nico presbiterio.

Cada sacerdote, tanto diocesano como religioso, est� unido a los dem�s miembros de este presbiterio, gracias al sacramento del Orden, con v�nculos particulares de caridad apost�lica, de ministerio y de fraternidad. En efecto, todos los presb�teros, sean diocesanos o religiosos, participan en el �nico sacerdocio de Cristo, Cabeza y Pastor, �trabajan por la misma causa, esto es, para la edificaci�n del cuerpo de Cristo, que exige funciones diversas y nuevas adaptaciones, principalmente en estos tiempos�,(32) y se enriquece a trav�s de los siglos con carismas siempre nuevos.

Finalmente, los presb�teros se encuentran en relaci�n positiva y animadora con los laicos, ya que su figura y su misi�n en la Iglesia no sustituye sino que m�s bien promueve el sacerdocio bautismal de todo el Pueblo de Dios, conduci�ndolo a su plena realizaci�n eclesial. Est�n al servicio de su fe, de su esperanza y de su caridad. Reconocen y defienden, como hermanos y amigos, su dignidad de hijos de Dios y les ayudan a ejercitar en plenitud su misi�n espec�fica en el �mbito de la misi�n de la Iglesia.(33)

El sacerdocio ministerial, conferido por el sacramento del Orden, y el sacerdocio com�n o �real� de los fieles, aunque diferentes esencialmente entre s� y no s�lo en grado,(34) est�n rec�procamente coordinados, derivando ambos �de manera diversa� del �nico sacerdocio de Cristo. En efecto, el sacerdocio ministerial no significa de por s� un mayor grado de santidad respecto al sacerdocio com�n de los fieles; pero, por medio de �l, los presb�teros reciben de Cristo en el Esp�ritu un don particular, para que puedan ayudar al Pueblo de Dios a ejercitar con fidelidad y plenitud el sacerdocio com�n que les ha sido conferido.(35)

18. Como subraya el Concilio, �el don espiritual que los presb�teros recibieron en la ordenaci�n no los prepara a una misi�n limitada y restringida, sino a la misi�n universal y ampl�sima de salvaci�n hasta los confines del mundo, pues cualquier ministerio sacerdotal participa de la misma amplitud universal de la misi�n confiada por Cristo a los Ap�stoles�.(36) Por la naturaleza misma de su ministerio, deben por tanto estar llenos y animados de un profundo esp�ritu misionero y �de un esp�ritu genuinamente cat�lico que les habit�e a trascender los l�mites de la propia di�cesis, naci�n o rito y proyectarse en una generosa ayuda a las necesidades de toda la Iglesia y con �nimo dispuesto a predicar el Evangelio en todas partes�.(37)

Adem�s, precisamente porque dentro de la Iglesia es el hombre de la comuni�n, el presb�tero debe ser, en su relaci�n con todos los hombres, el hombre de la misi�n y del di�logo. Enraizado profundamente en la verdad y en la caridad de Cristo, y animado por el deseo y el mandato de anunciar a todos su salvaci�n, est� llamado a establecer con todos los hombres relaciones de fraternidad, de servicio, de b�squeda com�n de la verdad, de promoci�n de la justicia y la paz. En primer lugar con los hermanos de las otras Iglesias y confesiones cristianas; pero tambi�n con los fieles de las otras religiones; con los hombres de buena voluntad, de manera especial con los pobres y los m�s d�biles, y con todos aquellos que buscan, aun sin saberlo ni decirlo, la verdad y la salvaci�n de Cristo, seg�n las palabras de Jes�s, que dijo: �No necesitan m�dico los que est�n sanos, sino los que est�n enfermos; no he venido a llamar a justos, sino a pecadores� (Mc 2, 17).

Hoy, en particular, la tarea pastoral prioritaria de la nueva evangelizaci�n, que ata�e a todo el Pueblo de Dios y pide un nuevo ardor, nuevos m�todos y una nueva expresi�n para el anuncio y el testimonio del Evangelio, exige sacerdotes radical e integralmente inmersos en el misterio de Cristo y capaces de realizar un nuevo estilo de vida pastoral, marcado por la profunda comuni�n con el Papa, con los Obispos y entre s�, y por una colaboraci�n fecunda con los fieles laicos, en el respeto y la promoci�n de los diversos cometidos, carismas y ministerios dentro de la comunidad eclesial.(38)

�Esta Escritura, que acab�is de o�r, se ha cumplido hoy� (Lc 4, 21). Escuchemos una vez m�s estas palabras de Jes�s, a la luz del sacerdocio ministerial que hemos presentado en su naturaleza y en su misi�n. El �hoy� del que habla Jes�s indica el tiempo de la Iglesia, precisamente porque pertenece a la �plenitud del tiempo�, o sea, el tiempo de la salvaci�n plena y definitiva. La consagraci�n y la misi�n de Cristo: �El Esp�ritu del Se�or... me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva� (Lc 4, 18), son la ra�z viva de la que brotan la consagraci�n y la misi�n de la Iglesia �plenitud� de Cristo (cf. Ef 1, 23). Con la regeneraci�n bautismal desciende sobre todos los creyentes el Esp�ritu del Se�or, que los consagra para formar un templo espiritual y un sacerdocio santo y los env�a a dar a conocer los prodigios de Aquel que, desde las tinieblas, los ha llamado a su luz admirable (cf. 1 Pe 2, 4-10). El presb�tero participa de la consagraci�n y misi�n de Cristo de un modo espec�fico y aut�ntico, o sea, mediante el sacramento del Orden, en virtud del cual est� configurado en su ser con Cristo, Cabeza y Pastor, y comparte la misi�n de �anunciar a los pobres la Buena Noticia�, en el nombre y en la persona del mismo Cristo.

En su Mensaje final los Padres sinodales han resumido, en pocas pero muy ricas palabras, la �verdad�, m�s a�n el �misterio� y el �don� del sacerdocio ministerial, diciendo: �Nuestra identidad tiene su fuente �ltima en la caridad del Padre. Con el sacerdocio ministerial, por la acci�n del Esp�ritu Santo, estamos unidos sacramentalmente al Hijo, enviado por el Padre como Sumo Sacerdote y buen Pastor. La vida y el ministerio del sacerdote son continuaci�n de la vida y de la acci�n del mismo Cristo. �sta es nuestra identidad, nuestra verdadera dignidad, la fuente de nuestra alegr�a, la certeza de nuestra vida�.(39)

CAP�TULO III

EL ESP�RITU DEL SE�OR EST� SOBRE M�
La vida espiritual del sacerdote

Una vocaci�n espec�fica a la santidad

19. �El Esp�ritu del Se�or est� sobre m� (Lc 4, 18). El Esp�ritu no est� simplemente sobre el Mes�as, sino que lo llena, lo penetra, lo invade en su ser y en su obrar. En efecto, el Esp�ritu es el principio de la consagraci�n y de la misi�n del Mes�as: porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva ... (Lc 4, 18). En virtud del Esp�ritu, Jes�s pertenece total y exclusivamente a Dios, participa de la infinita santidad de Dios que lo llama, elige y env�a. As� el Esp�ritu del Se�or se manifiesta como fuente de santidad y llamada a la santificaci�n.

Este mismo �Esp�ritu del Se�or� est� �sobre� todo el Pueblo de Dios, constituido como pueblo �consagrado� a �l y �enviado� por �l para anunciar el Evangelio que salva. Los miembros del Pueblo de Dios son �embebidos� y �marcados� por el Esp�ritu (cf. 1 Cor 12, 13; 2 Cor 1, 21ss; Ef 1, 13; 4, 30), y llamados a la santidad.

En efecto, el Esp�ritu nos revela y comunica la vocaci�n fundamental que el Padre dirige a todos desde la eternidad: la vocaci�n a ser �santos e inmaculados en su presencia, en el amor�, en virtud de la predestinaci�n �para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo� (Ef 1, 4-5) . Revel�ndonos y comunic�ndonos esta vocaci�n, el Esp�ritu se hace en nosotros principio y fuente de su realizaci�n: �l, el Esp�ritu del Hijo (cf.G�l 4, 6), nos conforma con Cristo Jes�s y nos hace part�cipes de su vida filial, o sea, de su amor al Padre y a los hermanos. �Si vivimos seg�n el Esp�ritu, obremos tambi�n seg�n el Esp�ritu� (G�l 5, 25). Con estas palabras el ap�stol Pablo nos recuerda que la existencia cristiana es �vida espiritual�, o sea, vida animada y dirigida por el Esp�ritu hacia la santidad o perfecci�n de la caridad.

La afirmaci�n del Concilio, �todos los fieles, de cualquier estado o condici�n, est�n llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfecci�n de la caridad�,(40) encuentra una particular aplicaci�n referida a los presb�teros. �stos son llamados no s�lo en cuanto bautizados, sino tambi�n y espec�ficamente en cuanto presb�teros, es decir, con un nuevo t�tulo y con modalidades originales que derivan del sacramento del Orden.

20. El Decreto conciliar sobre el ministerio y vida de los presb�teros nos ofrece una s�ntesis rica y alentadora sobre la �vida espiritual� de los sacerdotes y sobre el don y la responsabilidad de hacerse �santos�. �Por el sacramento del Orden se configuran los presb�teros con Cristo sacerdote, como ministros de la Cabeza, para construir y edificar todo su Cuerpo, que es la Iglesia, como cooperadores del Orden episcopal. Cierto que ya en la consagraci�n del bautismo �al igual que todos los fieles de Cristo� recibieron el signo y don de tan gran vocaci�n y gracia, a fin de que, aun con la flaqueza humana, puedan y deban aspirar a la perfecci�n, seg�n la palabra del Se�or: "Vosotros, pues, sed perfectos, como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt 5, 48). Ahora bien, los sacerdotes est�n obligados de manera especial a alcanzar esa perfecci�n, ya que, consagrados de manera nueva a Dios por la recepci�n del Orden, se convierten en instrumentos vivos de Cristo, Sacerdote eterno, para proseguir en el tiempo la obra admirable del que, con celeste eficacia, reintegr� a todo el g�nero humano. Por tanto, puesto que todo sacerdote personifica de modo espec�fico al mismo Cristo, es tambi�n enriquecido de gracia particular para que pueda alcanzar mejor, por el servicio de los fieles que se le han confiado y de todo el Pueblo de Dios, la perfecci�n de Aquel a quien representa, y cure la flaqueza humana de la carne la santidad de Aquel que fue hecho para nosotros pont�fice "santo, inocente, incontaminado, apartado de los pecadores" (Heb 7, 26)�.(41)

El Concilio afirma, ante todo, la �com�n� vocaci�n a la santidad. Esta vocaci�n se fundamenta en el Bautismo, que caracteriza al presb�tero como un �fiel� (Christifidelis), como un �hermano entre hermanos�, inserto y unido al Pueblo de Dios, con el gozo de compartir los dones de la salvaci�n (cf. Ef 4, 4-6) y el esfuerzo com�n de caminar �seg�n el Esp�ritu�, siguiendo al �nico Maestro y Se�or. Recordemos la c�lebre frase de San Agust�n: �Para vosotros soy obispo, con vosotros soy cristiano. Aqu�l es un nombre de oficio recibido, �ste es un nombre de gracia; aqu�l es un nombre de peligro, �ste de salvaci�n�.(42)

Con la misma claridad el texto conciliar habla de una vocaci�n �espec�fica� a la santidad, y m�s precisamente de una vocaci�n que se basa en el sacramento del Orden, como sacramento propio y espec�fico del sacerdote, en virtud pues de una nueva consagraci�n a Dios mediante la ordenaci�n. A esta vocaci�n espec�fica alude tambi�n San Agust�n, que, a la afirmaci�n �Para vosotros soy obispo, con vosotros soy cristiano�, a�ade esta otra: �Siendo, pues, para m� causa del mayor gozo el haber sido rescatado con vosotros, que el haber sido puesto a la cabeza, siguiendo el mandato del Se�or, me dedicar� con el mayor empe�o a serviros, para no ser ingrato a quien me ha rescatado con aquel precio que me ha hecho ser vuestro consiervo�.(43)

El texto del Concilio va m�s all�, se�alando algunos elementos necesarios para definir el contenido de la �especificidad� de la vida espiritual de los presb�teros. Son �stos elementos que se refieren a la �consagraci�n� propia de los presb�teros, que los configura con Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia; los configura con la �misi�n� o ministerio t�pico de los mismos presb�teros, la cual los capacita y compromete para ser �instrumentos vivos de Cristo Sacerdote eterno� y para actuar �personificando a Cristo mismo�; los configura en su �vida� entera, llamada a manifestar y testimoniar de manera original el �radicalismo evang�lico�.(44)

La configuraci�n con Jesucristo, Cabeza y Pastor, y la caridad pastoral

21. Mediante la consagraci�n sacramental, el sacerdote se configura con Jesucristo, en cuanto Cabeza y Pastor de la Iglesia, y recibe como don una �potestad espiritual�, que es participaci�n de la autoridad con la cual Jesucristo, mediante su Esp�ritu, gu�a la Iglesia.(45)

Gracias a esta consagraci�n obrada por el Esp�ritu Santo en la efusi�n sacramental del Orden, la vida espiritual del sacerdote queda caracterizada, plasmada y definida por aquellas actitudes y comportamientos que son propios de Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia y que se compendian en su caridad pastoral.

Jesucristo es Cabeza de la Iglesia, su Cuerpo. Es �Cabeza� en el sentido nuevo y original de ser �Siervo�, seg�n sus mismas palabras: �Tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos� (Mc 10, 45). El servicio de Jes�s llega a su plenitud con la muerte en cruz, o sea, con el don total de s� mismo, en la humildad y el amor: �se despoj� de s� mismo tomando condici�n de siervo haci�ndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humill� a s� mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz ...� (Flp 2, 78). La autoridad de Jesucristo Cabeza coincide pues con su servicio, con su don, con su entrega total, humilde y amorosa a la Iglesia. Y esto en obediencia perfecta al Padre: �l es el �nico y verdadero Siervo doliente del Se�or, Sacerdote y V�ctima a la vez.

Este tipo concreto de autoridad, o sea, el servicio a la Iglesia, debe animar y vivificar la existencia espiritual de todo sacerdote, precisamente como exigencia de su configuraci�n con Jesucristo, Cabeza y Siervo de la Iglesia.(46) San Agust�n exhortaba de esta forma a un obispo en el d�a de su ordenaci�n: �El que es cabeza del pueblo debe, antes que nada, darse cuenta de que es servidor de muchos. Y no se desde�e de serlo, repito, no se desde�e de ser el servidor de muchos, porque el Se�or de los se�ores no se desde�� de hacerse nuestro siervo�.(47)

La vida espiritual de los ministros del Nuevo Testamento deber� estar caracterizada, pues, por esta actitud esencial de servicio al Pueblo de Dios (cf. Mt 20, 24ss,; Mc 10, 43-44), ajena a toda presunci�n y a todo deseo de �tiranizar� la grey confiada (cf. 1 Pe 5, 2-3). Un servicio llevado como Dios espera y con buen esp�ritu. De este modo los ministros, los �ancianos� de la comunidad, o sea, los presb�teros, podr�n ser �modelo� de la grey del Se�or que, a su vez, est� llamada a asumir ante el mundo entero esta actitud sacerdotal de servicio a la plenitud de la vida del hombre y a su liberaci�n integral.

22. La imagen de Jesucristo, Pastor de la Iglesia, su grey, vuelve a proponer, con matices nuevos y m�s sugestivos, los mismos contenidos de la imagen de Jesucristo, Cabeza y Siervo. Verific�ndose el anuncio prof�tico del Mes�as Salvador, cantado gozosamente por el salmista y por el profeta Ezequiel (cf. Sal 22-23; Ez 34, 11ss), Jes�s se presenta a s� mismo como �el buen Pastor� (Jn 10, 11.14), no s�lo de Israel, sino de todos los hombres (cf. Jn 10, 16). Y su vida es una manifestaci�n ininterrumpida, es m�s, una realizaci�n diaria de su �caridad pastoral�. �l siente compasi�n de las gentes, porque est�n cansadas y abatidas, como ovejas sin pastor (cf. Mt 9, 35-36); �l busca las dispersas y las descarriadas (cf. Mt 18, 12-14) y hace fiesta al encontrarlas, las recoge y defiende, las conoce y llama una a una (cf. Jn 10, 3), las conduce a los pastos frescos y a las aguas tranquilas (cf. Sal 22-23), para ellas prepara una mesa, aliment�ndolas con su propia vida. Esta vida la ofrece el buen Pastor con su muerte y resurrecci�n, como canta la liturgia romana de la Iglesia: �Ha resucitado el buen Pastor que dio la vida por sus ovejas y se dign� morir por su grey. Aleluya�.(48)

Pedro llama a Jes�s el �supremo Pastor� (1 Pe 5, 4), porque su obra y misi�n contin�an en la Iglesia a trav�s de los ap�stoles (cf. Jn 21, 15-17) y sus sucesores (cf.1 Pe 5, 1ss), y a trav�s de los presb�teros. En virtud de su consagraci�n, los presb�teros est�n configurados con Jes�s, buen Pastor, y llamados a imitar y revivir su misma caridad pastoral.

La entrega de Cristo a la Iglesia, fruto de su amor, se caracteriza por aquella entrega originaria que es propia del esposo hacia su esposa, como tantas veces sugieren los textos sagrados. Jes�s es el verdadero esposo, que ofrece el vino de la salvaci�n a la Iglesia (cf. Jn 2, 11). �l, que es �Cabeza de la Iglesia, el salvador del Cuerpo� (Ef 5, 23), �am� a la Iglesia y se entreg� a s� mismo por ella, para santificarla, purific�ndola mediante el ba�o del agua, en virtud de la palabra, y present�rsela a s� mismo resplandeciente; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada� (Ef 5, 25-27). La Iglesia es, desde luego, el cuerpo en el que est� presente y operante Cristo Cabeza, pero es tambi�n la Esposa que nace, como nueva Eva, del costado abierto del Redentor en la cruz; por esto Cristo est� �al frente� de la Iglesia, �la alimenta y la cuida� (Ef 5, 29) mediante la entrega de su vida por ella. El sacerdote est� llamado a ser imagen viva de Jesucristo Esposo de la Iglesia.(49) Ciertamente es siempre parte de la comunidad a la que pertenece como creyente, junto con los otros hermanos y hermanas convocados por el Esp�ritu, pero en virtud de su configuraci�n con Cristo, Cabeza y Pastor, se encuentra en esta situaci�n esponsal ante la comunidad. �En cuanto representa a Cristo, Cabeza, Pastor y Esposo de la Iglesia, el sacerdote est� no s�lo en la Iglesia, sino tambi�n al frente de la Iglesia�.(50) Por tanto, est� llamado a revivir en su vida espiritual el amor de Cristo Esposo con la Iglesia esposa. Su vida debe estar iluminada y orientada tambi�n por este rasgo esponsal, que le pide ser testigo del amor de Cristo como Esposo y, por eso, ser capaz de amar a la gente con un coraz�n nuevo, grande y puro, con aut�ntica renuncia de s� mismo, con entrega total, continua y fiel, y a la vez con una especie de �celo� divino (cf.2 Cor 11, 2), con una ternura que incluso asume matices del cari�o materno, capaz de hacerse cargo de los �dolores de parto� hasta que �Cristo no sea formado� en los fieles (cf. G�l 4, 19).

23. El principio interior, la virtud que anima y gu�a la vida espiritual del presb�tero en cuanto configurado con Cristo Cabeza y Pastor es la caridad pastoral, participaci�n de la misma caridad pastoral de Jesucristo: don gratuito del Esp�ritu Santo y, al mismo tiempo, deber y llamada a la respuesta libre y responsable del presb�tero.

El contenido esencial de la caridad pastoral es la donaci�n de s�, la total donaci�n de s� a la Iglesia, compartiendo el don de Cristo y a su imagen. �La caridad pastoral es aquella virtud con la que nosotros imitamos a Cristo en su entrega de s� mismo y en su servicio. No es s�lo aquello que hacemos, sino la donaci�n de nosotros mismos lo que muestra el amor de Cristo por su grey. La caridad pastoral determina nuestro modo de pensar y de actuar, nuestro modo de comportarnos con la gente. Y resulta particularmente exigente para nosotros...�.(51)

El don de nosotros mismos, ra�z y s�ntesis de la caridad pastoral, tiene como destinataria la Iglesia. As� lo ha hecho Cristo �que am� a la Iglesia y se entreg� a s� mismo por ella� (Ef 5, 25); as� debe hacerlo el sacerdote. Con la caridad pastoral, que caracteriza el ejercicio del ministerio sacerdotal como �amoris officium�,(52) �el sacerdote, que recibe la vocaci�n al ministerio, es capaz de hacer de �ste una elecci�n de amor, para el cual la Iglesia y las almas constituyen su principal inter�s y, con esta espiritualidad concreta, se hace capaz de amar a la Iglesia universal y a aquella porci�n de Iglesia que le ha sido confiada, con toda la entrega de un esposo hacia su esposa�.(53) El don de s� no tiene l�mites, ya que est� marcado por la misma fuerza apost�lica y misionera de Cristo, el buen Pastor, que ha dicho: �tambi�n tengo otras ovejas, que no son de este redil; tambi�n a �sas las tengo que conducir y escuchar�n mi voz; y habr� un solo reba�o, un solo pastor� (Jn 10, 16).

Dentro de la comunidad eclesial, la caridad pastoral del sacerdote le pide y exige de manera particular y espec�fica una relaci�n personal con el presbiterio, unido en y con el Obispo, come dice expresamente el Concilio: �La caridad pastoral pide que, para no correr en vano, trabajen siempre los presb�teros en v�nculo de comuni�n con los Obispos y con los otros hermanos en el sacerdocio�.(54)

El don de s� mismo a la Iglesia se refiere a ella como cuerpo y esposa de Jesucristo. Por esto la caridad del sacerdote se refiere primariamente a Jesucristo: solamente si ama y sirve a Cristo, Cabeza y Esposo, la caridad se hace fuente, criterio, medida, impulso del amor y del servicio del sacerdote a la Iglesia, cuerpo y esposa de Cristo. �sta ha sido la conciencia clara y profunda del ap�stol Pablo, que escribe a los cristianos de la Iglesia de Corinto: somos �siervos vuestros por Jes�s� (2 Cor 4, 5). �sta es, sobre todo, la ense�anza expl�cita y program�tica de Jes�s, cuando conf�a a Pedro el ministerio de apacentar la grey s�lo despu�s de su triple confesi�n de amor e incluso de un amor de predilecci�n: �Le dice por tercera vez: "Sim�n de Juan, �me quieres?"... Pedro... le dijo: "Se�or, t� lo sabes todo; t� sabes que te quiero". Le dice Jes�s: "Apacienta mis ovejas"� (Jn 21, 17).

La caridad pastoral, que tiene su fuente espec�fica en el sacramento del Orden, encuentra su expresi�n plena y su alimento supremo en la Eucarist�a: �Esta caridad pastoral �dice el Concilio� fluye ciertamente, sobre todo, del sacrificio eucar�stico, que es, por ello, centro y ra�z de toda la vida del presb�tero, de suerte que el alma sacerdotal se esfuerce en reproducir en s� misma lo que se hace en el ara sacrificial�.(55) En efecto, en la Eucarist�a es donde se representa, es decir, se hace de nuevo presente el sacrificio de la cruz, el don total de Cristo a su Iglesia, el don de su cuerpo entregado y de su sangre derramada, como testimonio supremo de su ser Cabeza y Pastor, Siervo y Esposo de la Iglesia. Precisamente por esto la caridad pastoral del sacerdote no s�lo fluye de la Eucarist�a, sino que encuentra su m�s alta realizaci�n en su celebraci�n, as� como tambi�n recibe de ella la gracia y la responsabilidad de impregnar de manera �sacrificial� toda su existencia.

Esta misma caridad pastoral constituye el principio interior y din�mico capaz de unificar las m�ltiples y diversas actividades del sacerdote. Gracias a la misma puede encontrar respuesta la exigencia esencial y permanente de unidad entre la vida interior y tantas tareas y responsabilidades del ministerio, exigencia tanto m�s urgente en un contexto sociocultural y eclesial fuertemente marcado por la complejidad, la fragmentaci�n y la dispersi�n. Solamente la concentraci�n de cada instante y de cada gesto en torno a la opci�n fundamental y determinante de �dar la vida por la grey� puede garantizar esta unidad vital, indispensable para la armon�a y el equilibrio espiritual del sacerdote: �La unidad de vida �nos recuerda el Concilio� pueden construirla los presb�teros si en el cumplimiento de su ministerio siguieren el ejemplo de Cristo, cuyo alimento era hacer la voluntad de Aquel que lo envi� para que llevara a cabo su obra ... As�, desempe�ando el oficio de buen Pastor, en el mismo ejercicio de la caridad pastoral hallar�n el v�nculo de la perfecci�n sacerdotal, que reduzca a unidad su vida y acci�n�.(56)

La vida espiritual en el ejercicio del ministerio

24. El Esp�ritu del Se�or ha consagrado a Cristo y lo ha enviado a anunciar el Evangelio (cf. Lc 4, 18). La misi�n no es un elemento extr�nseco o yuxtapuesto a la consagraci�n, sino que constituye su finalidad intr�nseca y vital: la consagraci�n es para la misi�n. De esta manera, no s�lo la consagraci�n, sino tambi�n la misi�n est� bajo el signo del Esp�ritu, bajo su influjo santificador.

As� fue en Jes�s. As� fue en los ap�stoles y en sus sucesores. As� es en toda la Iglesia y en sus presb�teros: todos reciben el Esp�ritu como don y llamada a la santificaci�n en el cumplimiento de la misi�n y a trav�s de ella.(57)

Existe por tanto una relaci�n �ntima entre la vida espiritual del presb�tero y el ejercicio de su ministerio,(58) descrita as� por el Concilio: �Al ejercer el ministerio del Esp�ritu y de la justicia (cf. 2 Cor 3, 8-9), (los presb�teros) si son d�ciles al Esp�ritu de Cristo, que los vivifica y gu�a, se afirman en la vida del esp�ritu. Ya que por las mismas acciones sagradas de cada d�a, como por todo su ministerio, que ejercen unidos con el Obispo y los presb�teros, ellos mismos se ordenan a la perfecci�n de vida. Por otra parte, la santidad misma de los presb�teros contribuye en gran manera al ejercicio fructuoso del propio ministerio�.(59)

�Conforma tu vida con el misterio de la cruz del Se�or�. �sta es la invitaci�n, la exhortaci�n que la Iglesia hace al presb�tero en el rito de la ordenaci�n, cuando se le entrega las ofrendas del pueblo santo para el sacrificio eucar�stico. El �misterio�, cuyo �dispensador� es el presb�tero (cf. 1 Cor 4,1), es, en definitiva, Jesucristo mismo, que en el Esp�ritu Santo es fuente de santidad y llamada a la santificaci�n. El �misterio� requiere ser vivido por el presb�tero. Por esto exige gran vigilancia y viva conciencia. Y as�, el rito de la ordenaci�n antepone a esas palabras la recomendaci�n: �Considera lo que realizas�. Ya exhortaba Pablo al obispo Timoteo: �No descuides el carisma que hay en ti� (1 Tim 4, 14; cf. 2 Tim 1, 6).

La relaci�n entre la vida espiritual y el ejercicio del ministerio sacerdotal puede encontrar su explicaci�n tambi�n a partir de la caridad pastoral otorgada por el sacramento del Orden. El ministerio del sacerdote, precisamente porque es una participaci�n del ministerio salv�fico de Jesucristo, Cabeza y Pastor, expresa y revive su caridad pastoral, que es a la vez fuente y esp�ritu de su servicio y del don de s� mismo. En su realidad objetiva el ministerio sacerdotal es �amoris officium�, seg�n la ya citada expresi�n de San Agust�n. Precisamente esta realidad objetiva es el fundamento y la llamada para un ethos correspondiente, que es el vivir el amor, como dice el mismo San Agust�n: �Sit amoris officium pascere dominicum gregem�.(60) Este ethos, y tambi�n la vida espiritual, es la acogida de la �verdad� del ministerio sacerdotal como �amoris officium� en la conciencia y en la libertad, y por tanto en la mente y el coraz�n, en las decisiones y las acciones.

25. Es esencial, para una vida espiritual que se desarrolla a trav�s del ejercicio del ministerio, que el sacerdote renueve continuamente y profundice cada vez m�s la conciencia de ser ministro de Jesucristo, en virtud de la consagraci�n sacramental y de la configuraci�n con �l, Cabeza y Pastor de la Iglesia.

Esa conciencia no s�lo corresponde a la verdadera naturaleza de la misi�n que el sacerdote desarrolla en favor de la Iglesia y de la humanidad, sino que influye tambi�n en la vida espiritual del sacerdote que cumple esa misi�n. En efecto, el sacerdote es escogido por Cristo no como una �cosa�, sino como una �persona� No es un instrumento inerte y pasivo, sino un �instrumento vivo�, como dice el Concilio, precisamente al hablar de la obligaci�n de tender a la perfecci�n.(61) Y el mismo Concilio habla de los sacerdotes como �compa�eros y colaboradores� del Dios �santo y santificador�.(62)

En este sentido, en el ejercicio del ministerio est� profundamente comprometida la persona consciente, libre y responsable del sacerdote. Su relaci�n con Jesucristo, asegurada por la consagraci�n y configuraci�n del sacramento del Orden, instaura y exige en el sacerdote una posterior relaci�n que procede de la intenci�n, es decir, de la voluntad consciente y libre de hacer, mediante los gestos ministeriales, lo que quiere hacer la Iglesia. Semejante relaci�n tiende, por su propia naturaleza, a hacerse lo m�s profunda posible, implicando la mente, los sentimientos, la vida, o sea, una serie de �disposiciones� morales y espirituales correspondientes a los gestos ministeriales que el sacerdote realiza.

No hay duda de que el ejercicio del ministerio sacerdotal, especialmente la celebraci�n de los Sacramentos, recibe su eficacia salv�fica de la acci�n misma de Jesucristo, hecha presente en los Sacramentos. Pero por un designio divino, que quiere resaltar la absoluta gratuidad de la salvaci�n, haciendo del hombre un �salvado� a la vez que un �salvador� �siempre y s�lo con Jesucristo�, la eficacia del ejercicio del ministerio est� condicionada tambi�n por la mayor o menor acogida y participaci�n humana.(63) En particular, la mayor o menor santidad del ministro influye realmente en el anuncio de la Palabra, en la celebraci�n de los Sacramentos y en la direcci�n de la comunidad en la caridad. Lo afirma con claridad el Concilio: �La santidad misma de los presb�teros contribuye en gran manera al ejercicio fructuoso del propio ministerio; pues, si es cierto que la gracia de Dios puede llevar a cabo la obra de salvaci�n aun por medio de ministros indignos, sin embargo, Dios prefiere mostrar normalmente sus maravillas por obra de quienes, m�s d�ciles al impulso e inspiraci�n del Esp�ritu Santo, por su �ntima uni�n con Cristo y la santidad de su vida, pueden decir con el Ap�stol: "Pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en m�" (G�l 2, 20)�.(64)

La conciencia de ser ministro de Jesucristo, Cabeza y Pastor, lleva consigo tambi�n la conciencia agradecida y gozosa de una gracia singular recibida de Jesucristo: la gracia de haber sido escogido gratuitamente por el Se�or como �instrumento vivo� de la obra de salvaci�n. Esta elecci�n demuestra el amor de Jesucristo al sacerdote. Precisamente este amor, m�s que cualquier otro amor, exige correspondencia. Despu�s de su resurrecci�n Jes�s hace a Pedro una pregunta fundamental sobre el amor: �Sim�n de Juan, �me amas m�s que �stos?�. Y a la respuesta de Pedro sigue la entrega de la misi�n: �Apacienta mis corderos� (Jn 21, 15). Jes�s pregunta a Pedro si lo ama, antes de entregarle su grey. Pero es, en realidad, el amor libre y precedente de Jes�s mismo el que origina su pregunta al ap�stol y la entrega de �sus� ovejas. Y as�, todo gesto ministerial, a la vez que lleva a amar y servir a la Iglesia, ayuda a madurar cada vez m�s en el amor y en el servicio a Jesucristo, Cabeza, Pastor y Esposo de la Iglesia; en un amor que se configura siempre como respuesta al amor precedente, libre y gratuito, de Dios en Cristo. A su vez, el crecimiento del amor a Jesucristo determina el crecimiento del amor a la Iglesia: �Somos vuestros pastores (pascimus vobis), con vosotros somos apacentados (pascimur vobiscum). El Se�or nos d� la fuerza de amaros hasta el punto de poder morir real o afectivamente por vosotros (aut effectu aut affectu)�.(65)

26. Gracias a la preciosa ense�anza del Concilio Vaticano II,(66) podemos recordar las condiciones y exigencias, las modalidades y frutos de la �ntima relaci�n que existe entre la vida espiritual del sacerdote y el ejercicio de su triple ministerio: la Palabra, el Sacramento y el servicio de la Caridad.

El sacerdote es, ante todo, ministro de la Palabra de Dios; es el ungido y enviado para anunciar a todos el Evangelio del Reino, llamando a cada hombre a la obediencia de la fe y conduciendo a los creyentes a un conocimiento y comuni�n cada vez m�s profundos del misterio de Dios, revelado y comunicado a nosotros en Cristo. Por eso, el sacerdote mismo debe ser el primero en tener una gran familiaridad personal con la Palabra de Dios: no le basta conocer su aspecto ling��stico o exeg�tico, que es tambi�n necesario; necesita acercarse a la Palabra con un coraz�n d�cil y orante, para que ella penetre a fondo en sus pensamientos y sentimientos y engendre dentro de s� una mentalidad nueva: �la mente de Cristo� (1 Cor 2, 16), de modo que sus palabras, sus opciones y sus actitudes sean cada vez m�s una transparencia, un anuncio y un testimonio del Evangelio. Solamente �permaneciendo� en la Palabra, el sacerdote ser� perfecto disc�pulo del Se�or; conocer� la verdad y ser� verdaderamente libre, superando todo condicionamiento contrario o extra�o al Evangelio (cf. Jn 8, 31-32). El sacerdote debe ser el primer �creyente� de la Palabra, con la plena conciencia de que las palabras de su ministerio no son �suyas�, sino de Aquel que lo ha enviado. �l no es el due�o de esta Palabra: es su servidor. �l no es el �nico poseedor de esta Palabra: es deudor ante el Pueblo de Dios. Precisamente porque evangeliza y para poder evangelizar, el sacerdote, como la Iglesia, debe crecer en la conciencia de su permanente necesidad de ser evangelizado.(67) �l anuncia la Palabra en su calidad de ministro, part�cipe de la autoridad prof�tica de Cristo y de la Iglesia. Por esto, por tener en s� mismo y ofrecer a los fieles la garant�a de que transmite el Evangelio en su integridad, el sacerdote ha de cultivar una sensibilidad, un amor y una disponibilidad particulares hacia la Tradici�n viva de la Iglesia y de su Magisterio, que no son extra�os a la Palabra, sino que sirven para su recta interpretaci�n y para custodiar su sentido aut�ntico.(68)

Es sobre todo en la celebraci�n de los Sacramentos, y en la celebraci�n de la Liturgia de las Horas, donde el sacerdote est� llamado a vivir y testimoniar la unidad profunda entre el ejercicio de su ministerio y su vida espiritual: el don de gracia ofrecido a la Iglesia se hace principio de santidad y llamada a la santificaci�n. Tambi�n para el sacerdote el lugar verdaderamente central, tanto de su ministerio como de su vida espiritual, es la Eucarist�a, porque en ella �se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan vivo, que mediante su carne, vivificada y vivificante por el Esp�ritu Santo, da la vida a los hombres. As� son ellos invitados y conducidos a ofrecerse a s� mismos, sus trabajos y todas sus cosas en uni�n con �l mismo�.(69)

De los diversos Sacramentos y, en particular, de la gracia espec�fica y propia de cada uno de ellos, la vida espiritual del presb�tero recibe unas connotaciones particulares. En efecto, se estructura y es plasmada por las m�ltiples caracter�sticas y exigencias de los diversos Sacramentos celebrados y vividos.

Quiero dedicar unas palabras al Sacramento de la Penitencia, cuyos ministros son los sacerdotes, pero deben ser tambi�n sus beneficiarios, haci�ndose testigos de la misericordia de Dios por los pecadores. Repito cuanto escrib� en la Exhortaci�n Reconciliatio et paenitentia: �La vida espiritual y pastoral del sacerdote, como la de sus hermanos laicos y religiosos, depende, para su calidad y fervor, de la asidua y consciente pr�ctica personal del Sacramento de la Penitencia. La celebraci�n de la Eucarist�a y el ministerio de los otros Sacramentos, el celo pastoral, la relaci�n con los fieles, la comuni�n con los hermanos, la colaboraci�n con el Obispo, la vida de oraci�n, en una palabra toda la existencia sacerdotal sufre un inevitable decaimiento, si le falta, por negligencia o cualquier otro motivo, el recurso peri�dico e inspirado en una aut�ntica fe y devoci�n al Sacramento de la Penitencia. En un sacerdote que no se confesase o se confesase mal, su ser como sacerdote y su ministerio se resentir�an muy pronto, y se dar�a cuenta tambi�n la Comunidad de la que es pastor�.(70)

Por �ltimo, el sacerdote est� llamado a revivir la autoridad y el servicio de Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia, animando y guiando la comunidad eclesial, o sea, reuniendo �la familia de Dios, como una fraternidad animada en la unidad� y conduci�ndola �al Padre por medio de Cristo en el Esp�ritu Santo�.(71) Este �munus regendi� es una misi�n muy delicada y compleja, que incluye, adem�s de la atenci�n a cada una de las personas y a las diversas vocaciones, la capacidad de coordinar todos los dones y carismas que el Esp�ritu suscita en la comunidad, examin�ndolos y valor�ndolos para la edificaci�n de la Iglesia, siempre en uni�n con los Obispos. Se trata de un ministerio que pide al sacerdote una vida espiritual intensa, rica de aquellas cualidades y virtudes que son t�picas de la persona que preside y �gu�a� una comunidad; del �anciano� en el sentido m�s noble y rico de la palabra. En �l se esperan ver virtudes como la fidelidad, la coherencia, la sabidur�a, la acogida de todos, la afabilidad, la firmeza doctrinal en las cosas esenciales, la libertad sobre los puntos de vista subjetivos, el desprendimiento personal, la paciencia, el gusto por el esfuerzo diario, la confianza en la acci�n escondida de la gracia que se manifiesta en los sencillos y en los pobres (cf. Tit 1, 7-8).

Existencia sacerdotal y radicalismo evang�lico

27. �El Esp�ritu del Se�or sobre m� (Lc 4, 18). El Esp�ritu Santo recibido en el sacramento del Orden es fuente de santidad y llamada a la santificaci�n, no s�lo porque configura al sacerdote con Cristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia, y le conf�a la misi�n prof�tica, sacerdotal y real para que la lleve a cabo personificando a Cristo, sino tambi�n porque anima y vivifica su existencia de cada d�a, enriqueci�ndola con dones y exigencias, con virtudes y fuerzas, que se compendian en la caridad pastoral. Esta caridad es s�ntesis unificante de los valores y de las virtudes evang�licas y, a la vez, fuerza que sostiene su desarrollo hasta la perfecci�n cristiana.(72)

Para todos los cristianos, sin excepciones, el radicalismo evang�lico es una exigencia fundamental e irrenunciable, que brota de la llamada de Cristo a seguirlo e imitarlo, en virtud de la �ntima comuni�n de vida con �l, realizada por el Esp�ritu (cf. Mt 8, 18ss; 10, 37ss; Mc 8, 34-38; 10, 17-21; Lc 9, 57ss). Esta misma exigencia se presenta a los sacerdotes, no s�lo porque est�n �en� la Iglesia, sino tambi�n porque est�n �al frente� de ella, al estar configurados con Cristo, Cabeza y Pastor, capacitados y comprometidos para el ministerio ordenado, vivificados por la caridad pastoral. Ahora bien, dentro del radicalismo evang�lico y como manifestaci�n del mismo se encuentra un rico florecimiento de m�ltiples virtudes y exigencias �ticas, que son decisivas para la vida pastoral y espiritual del sacerdote, como, por ejemplo, la fe, la humildad ante el misterio de Dios, la misericordia, la prudencia. Expresi�n privilegiada del radicalismo son los varios consejos evang�licos que Jes�s propone en el Serm�n de la Monta�a (cf. Mt 5-7), y entre ellos los consejos, �ntimamente relacionados entre s�, de obediencia, castidad y pobreza:(73) el sacerdote est� llamado a vivirlos seg�n el estilo, es m�s, seg�n las finalidades y el significado original que nacen de la identidad propia del presb�tero y la expresan.

28. �Entre las virtudes m�s necesarias en el ministerio de los presb�teros, recordemos la disposici�n de �nimo para estar siempre prontos para buscar no la propia voluntad, sino el cumplimiento de la voluntad de aquel que los ha enviado (cf. Jn 4, 34; 5, 30; 6, 38)�.(74) Se trata de la obediencia, que, en el caso de la vida espiritual del sacerdote, presenta algunas caracter�sticas peculiares.

Es, ante todo, una obediencia �apost�lica�, en cuanto que reconoce, ama y sirve a la Iglesia en su estructura jer�rquica. En verdad no se da ministerio sacerdotal sino en la comuni�n con el Sumo Pont�fice y con el Colegio episcopal, particularmente con el propio Obispo diocesano, hacia los que debe observarse la �obediencia y respeto� filial, prometidos en el rito de la ordenaci�n. Esta sumisi�n a cuantos est�n revestidos de la autoridad eclesial no tiene nada de humillante, sino que nace de la libertad responsable del presb�tero, que acoge no s�lo las exigencias de una vida eclesial org�nica y organizada, sino tambi�n aquella gracia de discernimiento y de responsabilidad en las decisiones eclesiales, que Jes�s ha garantizado a sus ap�stoles y a sus sucesores, para que sea guardado fielmente el misterio de la Iglesia, y para que el conjunto de la comunidad cristiana sea servida en su camino unitario hacia la salvaci�n.

La obediencia cristiana, aut�ntica, motivada y vivida rectamente sin servilismos, ayuda al presb�tero a ejercer con transparencia evang�lica la autoridad que le ha sido confiada en relaci�n con el Pueblo de Dios: sin autoritarismos y sin decisiones demag�gicas. S�lo el que sabe obedecer en Cristo, sabe c�mo pedir, seg�n el Evangelio, la obediencia de los dem�s.

La obediencia del presb�tero presenta adem�s una exigencia comunitaria; en efecto, no se trata de la obediencia de alguien que se relaciona individualmente con la autoridad, sino que el presb�tero est� profundamente inserto en la unidad del presbiterio, que, como tal, est� llamado a vivir en estrecha colaboraci�n con el Obispo y, a trav�s de �l, con el sucesor de Pedro.(75)

Este aspecto de la obediencia del sacerdote exige una gran ascesis, tanto en el sentido de capacidad a no dejarse atar demasiado a las propias preferencias o a los propios puntos de vista, como en el sentido de permitir a los hermanos que puedan desarrollar sus talentos y sus aptitudes, m�s all� de todo celo, envidia o rivalidad. La obediencia del sacerdote es una obediencia solidaria, que nace de su pertenencia al �nico presbiterio y que siempre dentro de �l y con �l aporta orientaciones y toma decisiones corresponsables.

Por �ltimo, la obediencia sacerdotal tiene un especial �car�cter de pastoralidad�. Es decir, se vive en un clima de constante disponibilidad a dejarse absorber, y casi �devorar�, por las necesidades y exigencias de la grey. Es verdad que estas exigencias han de tener una justa racionalidad, y a veces han de ser seleccionadas y controladas; pero es innegable que la vida del presb�tero est� ocupada, de manera total, por el hambre del evangelio, de la fe, la esperanza y el amor de Dios y de su misterio, que de modo m�s o menos consciente est� presente en el Pueblo de Dios que le ha sido confiado.

29. Entre los consejos evang�licos �dice el Concilio�, �destaca el precioso don de la divina gracia, concedido a algunos por el Padre (cf. Mt 19, 11; 1 Cor 7, 7), para que se consagren s�lo a Dios con un coraz�n que en la virginidad y el celibato se mantiene m�s f�cilmente indiviso (cf. 1 Cor 7, 32-34). Esta perfecta continencia por el reino de los cielos siempre ha sido tenida en la m�s alta estima por la Iglesia, como se�al y est�mulo de la caridad y como un manantial extraordinario de espiritual fecundidad en el mundo�.(76) En la virginidad y el celibato la castidad mantiene su significado original, a saber, el de una sexualidad humana vivida como aut�ntica manifestaci�n y precioso servicio al amor de comuni�n y de donaci�n interpersonal. Este significado subsiste plenamente en la virginidad, que realiza, en la renuncia al matrimonio, el �significado esponsalicio� del cuerpo mediante una comuni�n y una donaci�n personal a Jesucristo y a su Iglesia, que prefiguran y anticipan la comuni�n y la donaci�n perfectas y definitivas del m�s all�: �En la virginidad el hombre est� a la espera, incluso corporalmente, de las bodas escatol�gicas de Cristo con la Iglesia, d�ndose totalmente a la Iglesia con la esperanza de que Cristo se d� a �sta en la plena verdad de la vida eterna�.(77)

A esta luz se pueden comprender y apreciar m�s f�cilmente los motivos de la decisi�n multisecular que la Iglesia de Occidente tom� y sigue manteniendo �a pesar de todas las dificultades y objeciones surgidas a trav�s de los siglos�, de conferir el orden presbiteral s�lo a hombres que den pruebas de ser llamados por Dios al don de la castidad en el celibato absoluto y perpetuo.

Los Padres sinodales han expresado con claridad y fuerza su pensamiento con una Proposici�n importante, que merece ser transcrita �ntegra y literalmente: �Quedando en pie la disciplina de las Iglesias Orientales, el S�nodo, convencido de que la castidad perfecta en el celibato sacerdotal es un carisma, recuerda a los presb�teros que ella constituye un don inestimable de Dios a la Iglesia y representa un valor prof�tico para el mundo actual. Este S�nodo afirma nuevamente y con fuerza cuanto la Iglesia Latina y algunos ritos orientales determinan, a saber, que el sacerdocio se confiera solamente a aquellos hombres que han recibido de Dios el don de la vocaci�n a la castidad c�libe (sin menoscabo de la tradici�n de algunas Iglesias orientales y de los casos particulares del clero casado proveniente de las conversiones al catolicismo, para los que se hace excepci�n en la enc�clica de Pablo VI sobre el celibato sacerdotal, n. 42). El S�nodo no quiere dejar ninguna duda en la mente de nadie sobre la firme voluntad de la Iglesia de mantener la ley que exige el celibato libremente escogido y perpetuo para los candidatos a la ordenaci�n sacerdotal en el rito latino. El S�nodo solicita que el celibato sea presentado y explicado en su plena riqueza b�blica, teol�gica y espiritual, como precioso don dado por Dios a su Iglesia y como signo del Reino que no es de este mundo, signo tambi�n del amor de Dios a este mundo, y del amor indiviso del sacerdote a Dios y al Pueblo de Dios, de modo que el celibato sea visto como enriquecimiento positivo del sacerdocio�.(78)

Es particularmente importante que el sacerdote comprenda la motivaci�n teol�gica de la ley eclesi�stica sobre el celibato. En cuanto ley, ella expresa la voluntad de la Iglesia, antes a�n que la voluntad que el sujeto manifiesta con su disponibilidad. Pero esta voluntad de la Iglesia encuentra su motivaci�n �ltima en la relaci�n que el celibato tiene con la ordenaci�n sagrada, que configura al sacerdote con Jesucristo, Cabeza y Esposo de la Iglesia. La Iglesia, como Esposa de Jesucristo, desea ser amada por el sacerdote de modo total y exclusivo como Jesucristo, Cabeza y Esposo, la ha amado. Por eso el celibato sacerdotal es un don de s� mismo en y con Cristo a su Iglesia y expresa el servicio del sacerdote a la Iglesia en y con el Se�or.

Para una adecuada vida espiritual del sacerdote es preciso que el celibato sea considerado y vivido no como un elemento aislado o puramente negativo, sino como un aspecto de una orientaci�n positiva, espec�fica y caracter�stica del sacerdote: �l, dejando padre y madre, sigue a Jes�s, buen Pastor, en una comuni�n apost�lica, al servicio del Pueblo de Dios. Por tanto, el celibato ha de ser acogido con libre y amorosa decisi�n, que debe ser continuamente renovada, como don inestimable de Dios, como �est�mulo de la caridad pastoral�,(79) como participaci�n singular en la paternidad de Dios y en la fecundidad de la Iglesia, como testimonio ante el mundo del Reino escatol�gico. Para vivir todas las exigencias morales, pastorales y espirituales del celibato sacerdotal es absolutamente necesaria la oraci�n humilde y confiada, como nos recuerda el Concilio: �Cuanto m�s imposible se considera por no pocos hombres la perfecta continencia en el mundo de hoy, tanto m�s humilde y perseverantemente pedir�n los presb�teros, a una con la Iglesia, la gracia de la fidelidad, que nunca se niega a los que la piden, empleando, al mismo tiempo, todos los medios sobrenaturales y naturales, que est�n al alcance de todos�.(80) Ser� la oraci�n, unida a los Sacramentos de la Iglesia y al esfuerzo asc�tico, los que infundan esperanza en las dificultades, perd�n en las faltas, confianza y �nimo en el volver a comenzar.

30. De la pobreza evang�lica los Padres sinodales han dado una descripci�n muy concisa y profunda, present�ndola como �sumisi�n de todos los bienes al Bien supremo de Dios y de su Reino�.(81) En realidad, s�lo el que contempla y vive el misterio de Dios como �nico y sumo Bien, como verdadera y definitiva Riqueza, puede comprender y vivir la pobreza, que no es ciertamente desprecio y rechazo de los bienes materiales, sino el uso agradecido y cordial de estos bienes y, a la vez, la gozosa renuncia a ellos con gran libertad interior, esto es, hecha por Dios y obedeciendo sus designios.

La pobreza del sacerdote, en virtud de su configuraci�n sacramental con Cristo, Cabeza y Pastor, tiene caracter�sticas �pastorales� bien precisas, en las que se han fijado los Padres sinodales, recordando y desarrollando las ense�anzas conciliares.(82) Afirman, entre otras cosas: �Los sacerdotes, siguiendo el ejemplo de Cristo que, siendo rico, se ha hecho pobre por nuestro amor (cf. 2 Cor 8, 9), deben considerar a los pobres y a los m�s d�biles como confiados a ellos de un modo especial y deben ser capaces de testimoniar la pobreza con una vida sencilla y austera, habituados ya a renunciar generosamente a las cosas superfluas (Optatam totius, 9; C.I.C., can. 282)�.(83)

Es verdad que �el obrero merece su salario� (Lc 10, 7) y que �el Se�or ha ordenado que los que predican el Evangelio vivan del Evangelio� (1 Cor 9, 14); pero tambi�n es verdad que este derecho del ap�stol no puede absolutamente confundirse con una especie de pretensi�n de someter el servicio del evangelio y de la Iglesia a las ventajas e intereses que del mismo puedan derivarse. S�lo la pobreza asegura al sacerdote su disponibilidad a ser enviado all� donde su trabajo sea m�s �til y urgente, aunque comporte sacrificio personal. �sta es una condici�n y una premisa indispensable a la docilidad que el ap�stol ha de tener al Esp�ritu, el cual lo impulsa para �ir�, sin lastres y sin ataduras, siguiendo s�lo la voluntad del Maestro (cf. Lc 9, 57-62; Mc 10, 17-22).

Inserto en la vida de la comunidad y responsable de la misma, el sacerdote debe ofrecer tambi�n el testimonio de una total �transparencia� en la administraci�n de los bienes de la misma comunidad, que no tratar� jam�s como un patrimonio propio, sino como algo de lo que debe rendir cuentas a Dios y a los hermanos, sobre todo a los pobres. Adem�s, la conciencia de pertenecer al �nico presbiterio lo llevar� a comprometerse para favorecer una distribuci�n m�s justa de los bienes entre los hermanos, as� como un cierto uso en com�n de los bienes (cf. Hch 2, 42-47).

La libertad interior, que la pobreza evang�lica custodia y alimenta, prepara al sacerdote para estar al lado de los m�s d�biles; para hacerse solidario con sus esfuerzos por una sociedad m�s justa; para ser m�s sensible y m�s capaz de comprensi�n y de discernimiento de los fen�menos relativos a los aspectos econ�micos y sociales de la vida; para promover la opci�n preferencial por los pobres; �sta, sin excluir a nadie del anuncio y del don de la salvaci�n, sabe inclinarse ante los peque�os, ante los pecadores, ante los marginados de cualquier clase, seg�n el modelo ofrecido por Jes�s en su ministerio prof�tico y sacerdotal (cf. Lc 4, 18).

No hay que olvidar el significado prof�tico de la pobreza sacerdotal, particularmente urgente en las sociedades opulentas y de consumo, pues �el sacerdote verdaderamente pobre es ciertamente un signo concreto de la separaci�n, de la renuncia y de la no sumisi�n a la tiran�a del mundo contempor�neo, que pone toda su confianza en el dinero y en la seguridad material�.(84)

Jesucristo, que en la cruz lleva a perfecci�n su caridad pastoral con un total despojo exterior e interior, es el modelo y fuente de las virtudes de obediencia, castidad y pobreza que el sacerdote est� llamado a vivir como expresi�n de su amor pastoral por los hermanos. Como escribe San Pablo a los Filipenses, el sacerdote debe tener �los mismos sentimientos� de Jes�s, despoj�ndose de su propio �yo�, para encontrar, en la caridad obediente, casta y pobre, la v�a maestra de la uni�n con Dios y de la unidad con los hermanos (cf. Flp 2, 5).

Pertenencia y dedicaci�n a la Iglesia particular

31. Como toda vida espiritual aut�nticamente cristiana, tambi�n la del sacerdote posee una esencial e irrenunciable dimensi�n eclesial: es participaci�n en la santidad de la misma Iglesia, que en el Credo profesamos como �Comuni�n de los Santos�. La santidad del cristiano deriva de la de la Iglesia, la expresa y al mismo tiempo la enriquece. Esta dimensi�n eclesial reviste modalidades, finalidades y significados particulares en la vida espiritual del presb�tero, en raz�n de su relaci�n especial con la Iglesia, bas�ndose siempre en su configuraci�n con Cristo, Cabeza y Pastor, en su ministerio ordenado, en su caridad pastoral.

En esta perspectiva es necesario considerar como valor espiritual del presb�tero su pertenencia y su dedicaci�n a la Iglesia particular, lo cual no est� motivado solamente por razones organizativas y disciplinares; al contrario, la relaci�n con el Obispo en el �nico presbiterio, la coparticipaci�n en su preocupaci�n eclesial, la dedicaci�n al cuidado evang�lico del Pueblo de Dios en las condiciones concretas hist�ricas y ambientales de la Iglesia particular, son elementos de los que no se puede prescindir al dibujar la configuraci�n propia del sacerdote y de su vida espiritual. En este sentido la �incardinaci�n� no se agota en un v�nculo puramente jur�dico, sino que comporta tambi�n una serie de actitudes y de opciones espirituales y pastorales, que contribuyen a dar una fisonom�a espec�fica a la figura vocacional del presb�tero.

Es necesario que el sacerdote tenga la conciencia de que su �estar en una Iglesia particular� constituye, por su propia naturaleza, un elemento calificativo para vivir una espiritualidad cristiana. Por ello, el presb�tero encuentra, precisamente en su pertenencia y dedicaci�n a la Iglesia particular, una fuente de significados, de criterios de discernimiento y de acci�n, que configuran tanto su misi�n pastoral, como su vida espiritual.

En el caminar hacia la perfecci�n pueden ayudar tambi�n otras inspiraciones o referencias a otras tradiciones de vida espiritual, capaces de enriquecer la vida sacerdotal de cada uno y de animar el presbiterio con ricos dones espirituales. Es �ste el caso de muchas asociaciones eclesiales �antiguas y nuevas�, que acogen en su seno tambi�n a sacerdotes: desde las sociedades de vida apost�lica a los institutos seculares presbiterales; desde las varias formas de comuni�n y participaci�n espiritual a los movimientos eclesiales. Los sacerdotes que pertenecen a �rdenes y a Congregaciones religiosas son una riqueza espiritual para todo el presbiterio diocesano, al que contribuyen con carismas espec�ficos y ministerios especializados; con su presencia estimulan la Iglesia particular a vivir m�s intensamente su apertura universal.(85)

La pertenencia del sacerdote a la Iglesia particular y su dedicaci�n, hasta el don de la propia vida, para la edificaci�n de la Iglesia ��in persona Christi�, Cabeza y Pastor�, al servicio de toda la comunidad cristiana, en cordial y filial relaci�n con el Obispo, han de ser favorecidas por todo carisma que forme parte de una existencia sacerdotal o est� cercano a la misma.(86)

Para que la abundancia de los dones del Esp�ritu Santo sea acogida con gozo y d� frutos para gloria de Dios y bien de la Iglesia entera, se exige por parte de todos, en primer lugar, el conocimiento y discernimiento de los carismas propios y ajenos, y un ejercicio de los mismos acompa�ado siempre por la humildad cristiana, la valent�a de la autocr�tica y la intenci�n �por encima de cualquier otra preocupaci�n�, de ayudar a la edificaci�n de toda la comunidad, a cuyo servicio est� puesto todo carisma particular. Se pide, adem�s, a todos un sincero esfuerzo de estima rec�proca, de respeto mutuo y de valoraci�n coordinada de todas las diferencias positivas y justificadas, presentes en el presbiterio. Todo esto forma parte tambi�n de la vida espiritual y de la constante ascesis del sacerdote.

32. La pertenencia y dedicaci�n a una Iglesia particular no circunscriben la actividad y la vida del presb�tero, pues, dada la misma naturaleza de la Iglesia particular(87) y del ministerio sacerdotal, aquellas no pueder reducirse a estrechos l�mites. El Concilio ense�a sobre esto: �El don espiritual que los presb�teros recibieron en la ordenaci�n no los prepara a una misi�n limitada y restringida, sino a la misi�n universal y ampl�sima de salvaci�n "hasta los confines de la tierra" (Hch 1, 8), pues cualquier ministerio sacerdotal participa de la misma amplitud universal de la misi�n confiada por Cristo a los Ap�stoles�.(88)

Se sigue de esto que la vida espiritual de los sacerdotes debe estar profundamente marcada por el anhelo y el dinamismo misionero. Corresponde a ellos, en el ejercicio del ministerio y en el testimonio de su vida, plasmar la comunidad que se les ha confiado para que sea una comunidad aut�nticamente misionera. Como he se�alado en la enc�clica Redemptoris missio, �todos los sacerdotes deben de tener coraz�n y mentalidad de misioneros, estar abiertos a las necesidades de la Iglesia y del mundo, atentos a los m�s lejanos y, sobre todo, a los grupos no cristianos del propio ambiente. Que en la oraci�n y, particularmente, en el sacrificio eucar�stico sientan la solicitud de toda la Iglesia por la humanidad entera�.(89)

Si este esp�ritu misionero anima generosamente la vida de los sacerdotes, ser� f�cil la respuesta a una necesidad cada d�a m�s grave en la Iglesia, que nace de una desigual distribuci�n del clero. En este sentido ya el Concilio se mostr� preciso y en�rgico: �Recuerden, pues, los presb�teros que deben llevar en su coraz�n la solicitud por todas las Iglesias. Por tanto, los presb�teros de aquellas di�cesis que son m�s ricas en abundancia de vocaciones, mu�strense de buen grado dispuestos, con permiso o por exhortaci�n de su propio Obispo, a ejercer su ministerio en regiones, misiones u obras que padecen escasez de clero�.(90)

�Renueva en sus corazones el Esp�ritu de santidad�

33. �El Esp�ritu del Se�or est� sobre m�, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva...� (Lc 4, 18). Jes�s hace resonar tambi�n hoy en nuestro coraz�n de sacerdotes las palabras que pronunci� en la sinagoga de Nazaret. Efectivamente, nuestra fe nos revela la presencia operante del Esp�ritu de Cristo en nuestro ser, en nuestro actuar y en nuestro vivir, tal como lo ha configurado, capacitado y plasmado el sacramento del Orden.

Ciertamente, el Esp�ritu del Se�or es el gran protagonista de nuestra vida espiritual. �l crea el �coraz�n nuevo�, lo anima y lo gu�a con la �ley nueva� de la caridad, de la caridad pastoral. Para el desarrollo de la vida espiritual es decisiva la certeza de que no faltar� nunca al sacerdote la gracia del Esp�ritu Santo, como don totalmente gratuito y como mandato de responsabilidad. La conciencia del don infunde y sostiene la confianza indestructible del sacerdote en las dificultades, en las tentaciones, en las debilidades con que puede encontrarse en el camino espiritual.

Vuelvo a proponer a todos los sacerdotes lo que, en otra ocasi�n, dije a un numeroso grupo de ellos, �La vocaci�n sacerdotal es esencialmente una llamada a la santidad, que nace del sacramento del Orden. La santidad es intimidad con Dios, es imitaci�n de Cristo, pobre, casto, humilde; es amor sin reservas a las almas y donaci�n a su verdadero bien; es amor a la Iglesia que es santa y nos quiere santos, porque �sta es la misi�n que Cristo le ha encomendado. Cada uno de vosotros debe ser santo, tambi�n para ayudar a los hermanos a seguir su vocaci�n a la santidad...

��C�mo no reflexionar... sobre la funci�n esencial que el Esp�ritu Santo ejerce en la espec�fica llamada a la santidad, propia del ministerio sacerdotal? Recordemos las palabras del rito de la Ordenaci�n sacerdotal, que se consideran centrales en la f�rmula sacramental: "Te pedimos, Padre todopoderoso, que confieras a estos siervos tuyos la dignidad del presbiterado; renueva en sus corazones el Esp�ritu de santidad; reciban de Ti el sacerdocio de segundo grado y sean, con su conducta, ejemplo de vida".

�Mediante la Ordenaci�n, amad�simos hermanos, hab�is recibido el mismo Esp�ritu de Cristo, que os hace semejantes a �l, para que pod�is actuar en su nombre y vivir en vosotros sus mismos sentimientos. Esta �ntima comuni�n con el Esp�ritu de Cristo, a la vez que garantiza la eficacia de la acci�n sacramental que realiz�is "in persona Christi", debe expresarse tambi�n en el fervor de la oraci�n, en la coherencia de vida, en la caridad pastoral de un ministerio dirigido incansablemente a la salvaci�n de los hermanos. Requiere, en una palabra, vuestra santificaci�n personal.�(91)

CAP�TULO IV

VENID Y LO VER�IS
La vocaci�n sacerdotal en la pastoral de la Iglesia

Buscar, seguir, permanecer

34. �Venid y lo ver�is� (Jn 1, 39). De esta manera responde Jes�s a los dos disc�pulos de Juan el Bautista, que le preguntaban donde viv�a. En estas palabras encontramos el significado de la vocaci�n.

As� cuenta el evangelista la llamada a Andr�s y a Pedro: �Al d�a siguiente, Juan se encontraba en aquel mismo lugar con dos de sus disc�pulos. De pronto vio a Jes�s, que pasaba por all�, y dijo: "��ste es el cordero de Dios!" Los dos disc�pulos le oyeron decir esto y siguieron a Jes�s. Jes�s se volvi� y, viendo que lo segu�an, les pregunt�: "�Qu� busc�is?" Ellos contestaron: "Rabb�, (que quiere decir Maestro) �d�nde vives?" �l les respondi�: "Venid y lo ver�is". Se fueron con �l, vieron d�nde viv�a y pasaron aquel d�a con �l. Eran como las cuatro de la tarde. Uno de los dos que siguieron a Jes�s era Andr�s, el hermano de Sim�n Pedro. Encontr� Andr�s en primer lugar a su propio hermano Sim�n y le dijo: "Hemos encontrado al Mes�as (que quiere decir Cristo)". Y lo llev� a Jes�s. Jes�s, al verlo, le dijo: "T� eres Sim�n, hijo de Juan: en adelante te llamar�s Cefas, (es decir, Pedro)"� (Jn 1, 35-42).

Esta p�gina del Evangelio es una de tantas de la Biblia en las que se describe el �misterio� de la vocaci�n; en nuestro caso, el misterio de la vocaci�n a ser ap�stoles de Jes�s. La p�gina de san Juan, que tiene tambi�n un significado para la vocaci�n cristiana como tal, adquiere un valor simb�lico para la vocaci�n sacerdotal. La Iglesia, como comunidad de los disc�pulos de Jes�s, est� llamada a fijar su mirada en esta escena que, de alguna manera, se renueva continuamente en la historia. Se le invita a profundizar el sentido original y personal de la vocaci�n al seguimiento de Cristo en el ministerio sacerdotal y el v�nculo inseparable entre la gracia divina y la responsabilidad humana contenido y revelado en esas dos palabras que tantas veces encontramos en el Evangelio: ven y s�gueme (cf. Mt 19, 21). Se le invita a interpretar y recorrer el dinamismo propio de la vocaci�n, su desarrollo gradual y concreto en las fases del buscar a Jes�s, seguirlo y permanecer con �l.

La Iglesia encuentra en este Evangelio de la vocaci�n el modelo, la fuerza y el impulso de su pastoral vocacional, o sea, de su misi�n destinada a cuidar el nacimiento, el discernimiento y el acompa�amiento de las vocaciones, en especial de las vocaciones al sacerdocio. Precisamente porque �la falta de sacerdotes es ciertamente la tristeza de cada Iglesia�,(92) la pastoral vocacional exige ser acogida, sobre todo hoy, con nuevo, vigoroso y m�s decidido compromiso por parte de todos los miembros de la Iglesia, con la conciencia de que no es un elemento secundario o accesorio, ni un aspecto aislado o sectorial, como si fuera algo s�lo parcial, aunque importante, de la pastoral global de la Iglesia. Como han afirmado repetidamente los Padres sinodales, se trata m�s bien de una actividad �ntimamente inserta en la pastoral general de cada Iglesia particular,(93) de una atenci�n que debe integrarse e identificarse plenamente con la lla mada "cura de almas" ordinaria,(94) de una dimensi�n connatural y esencial de la pastoral eclesial, o sea, de su vida y de su misi�n.(95)

La dimensi�n vocacional es esencial y connatural a la pastoral de la Iglesia. La raz�n se encuentra en el hecho de que la vocaci�n define, en cierto sentido, el ser profundo de la Iglesia, incluso antes que su actuar. En el mismo vocablo de Iglesia (Ecclesia) se indica su fisonom�a vocacional �ntima, porque es verdaderamente �convocatoria�, esto es, asamblea de los llamados: �Dios ha convocado la asamblea de aquellos que miran en la fe a Jes�s, autor de la salvaci�n y principio de unidad y de paz, y as� ha constituido la Iglesia, para que sea para todos y para cada uno el sacramento visible de esta unidad salv�fica�.(96)

Una lectura propiamente teol�gica de la vocaci�n sacerdotal y de su pastoral, puede nacer s�lo de la lectura del misterio de la Iglesia como mysterium vocationis.

La Iglesia y el don de la vocaci�n

35. Toda vocaci�n cristiana encuentra su fundamento en la elecci�n gratuita y precedente de parte del Padre, �que desde lo alto del cielo nos ha bendecido por medio de Cristo con toda clase de bienes espirituales. �l nos eligi� en Cristo antes de la creaci�n del mundo, para que fu�ramos su pueblo y nos mantuvi�ramos sin mancha en su presencia. Llevado de su amor, �l nos destin� de antemano, conforme al benepl�cito de su voluntad, a ser adoptados como hijos suyos, por medio de Jesucristo� (Ef 1, 3-5).

Toda vocaci�n cristiana viene de Dios, es don de Dios. Sin embargo nunca se concede fuera o independientemente de la Iglesia, sino que siempre tiene lugar en la Iglesia y mediante ella, porque, como nos recuerda el Concilio Vaticano II, �fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexi�n alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente�.(97)

La Iglesia no s�lo contiene en s� todas las vocaciones que Dios le otorga en su camino de salvaci�n, sino que ella misma se configura como misterio de vocaci�n, reflejo luminoso y vivo del misterio de la Sant�sima Trinidad. En realidad la Iglesia, �pueblo congregado por la unidad del Padre, del Hijo y del Esp�ritu Santo�,(98) lleva en s� el misterio del Padre que, sin ser llamado ni enviado por nadie (cf.Rom 11, 33-35), llama a todos para santificar su nombre y cumplir su voluntad; ella custodia dentro de s� el misterio del Hijo, llamado por el Padre y enviado para anunciar a todos el Reino de Dios, y que llama a todos a su seguimiento; y es depositaria del misterio del Esp�ritu Santo que consagra para la misi�n a los que el Padre llama mediante su Hijo Jesucristo.

La Iglesia, que por propia naturaleza es �vocaci�n�, es generadora y educadora de vocaciones. Lo es en su ser de �sacramento�, en cuanto �signo� e �instrumento� en el que resuena y se cumple la vocaci�n de todo cristiano; y lo es en su actuar, o sea, en el desarrollo de su ministerio de anuncio de la Palabra, de celebraci�n de los Sacramentos y de servicio y testimonio de la caridad.

Ahora se puede comprender mejor la esencial dimensi�n eclesial de la vocaci�n cristiana: �sta no s�lo deriva �de� la Iglesia y de su mediaci�n, no s�lo se reconoce y se cumple �en� la Iglesia, sino que �en el servicio fundamental de Dios� se configura necesariamente como servicio �a� la Iglesia. La vocaci�n cristiana, en todas sus formas, es un don destinado a la edificaci�n de la Iglesia, al crecimiento del Reino de Dios en el mundo.(99)

Esto que decimos de toda vocaci�n cristiana se realiza de un modo espec�fico en la vocaci�n sacerdotal. �sta es una llamada, a trav�s del sacramento del Orden recibido en la Iglesia, a ponerse al servicio del Pueblo de Dios con una peculiar pertenencia y configuraci�n con Jesucristo y que da tambi�n la autoridad para actuar en su nombre �et in persona� de quien es Cabeza y Pastor de la Iglesia.

En esta perspectiva se comprende lo que manifiestan los Padres sinodales: �La vocaci�n de cada uno de los presb�teros existe en la Iglesia y para la Iglesia, y se realiza para ella. De ah� se sigue que todo presb�tero recibe del Se�or la vocaci�n a trav�s de la Iglesia como un don gratuito, una gratia gratis data (charisma). Es tarea del Obispo o del superior competente no s�lo examinar la idoneidad y la vocaci�n del candidato, sino tambi�n reconocerla. Este elemento eclesi�stico pertenece a la vocaci�n, al ministerio presbiteral como tal. El candidato al presbiterado debe recibir la vocaci�n sin imponer sus propias condiciones personales, sino aceptando las normas y condiciones que pone la misma Iglesia, por la responsabilidad que a ella compete�.(100)

El di�logo vocacional: iniciativa de Dios y respuesta del hombre

36. La historia de toda vocaci�n sacerdotal, como tambi�n de toda vocaci�n cristiana, es la historia de un inefable di�logo entre Dios y el hombre, entre el amor de Dios que llama y la libertad del hombre que responde a Dios en el amor. Estos dos aspectos inseparables de la vocaci�n, el don gratuito de Dios y la libertad responsable del hombre, aparecen de manera clara y eficaz en las brev�simas palabras con las que el evangelista san Marcos presenta la vocaci�n de los doce: Jes�s �subi� a un monte, y llamando a los que quiso, vinieron a �l� (3, 13). Por un lado est� la decisi�n absolutamente libre de Jes�s y por otro, el �venir� de los doce, o sea, el �seguir� a Jes�s.

�ste es el modelo constante, el elemento imprescindible de toda vocaci�n; la de los profetas, ap�stoles, sacerdotes, religiosos, fieles laicos, la de toda persona.

Ahora bien, la intervenci�n libre y gratuita de Dios que llama es absolutamente prioritaria, anterior y decisiva. Es suya la iniciativa de llamar. Por ejemplo, �sta es la experiencia del profeta Jerem�as: �El Se�or me habl� as�: "Antes de formarte en el vientre te conoc�; antes que salieras del seno te consagr�, te constitu� profeta de las naciones"� (Jr 1, 4-5). Y es la misma verdad presentada por el ap�stol Pablo, que fundamenta toda vocaci�n en la elecci�n eterna en Cristo, hecha �antes de la creaci�n del mundo� y �conforme al benepl�cito de su voluntad� (Ef 1, 4. 5). La primac�a absoluta de la gracia en la vocaci�n encuentra su proclamaci�n perfecta en la palabra de Jes�s: �No me elegisteis vosotros a m�, sino que yo os eleg� a vosotros y os he destinado para que vay�is y deis fruto y que vuestro fruto permanezca� (Jn 15, 16).

Si la vocaci�n sacerdotal testimonia, de manera inequ�voca, la primac�a de la gracia, la decisi�n libre y soberana de Dios de llamar al hombre exige respeto absoluto, y en modo alguno puede ser forzada por presiones humanas, ni puede ser sustituida por decisi�n humana alguna. La vocaci�n es un don de la gracia divina y no un derecho del hombre, de forma que �nunca se puede considerar la vida sacerdotal como una promoci�n simplemente humana, ni la misi�n del ministro como un simple proyecto personal�.(101) De este modo, queda excluida radicalmente toda vanagloria y presunci�n por parte de los llamados (cf. Heb 5, 4 ss) los cuales han de sentir profundamente una gratitud admirada y conmovida, una confianza y una esperanza firmes, porque saben que est�n apoyados no en sus propias fuerzas, sino en la fidelidad incondicional de Dios que llama.

�Llam� a los que �l quiso y vinieron a �l� (Mc 3, 13). Este �venir�, que se identifica con el �seguir� a Jes�s, expresa la respuesta libre de los doce a la llamada del Maestro. As� sucede con Pedro y Andr�s; les dijo: �'Venid conmigo y os har� pescadores de hombres'. Y ellos al instante, dejaron las redes y le siguieron� (Mt 4, 19-20). Id�ntica fue la experiencia de Santiago y Juan (cf. Mt 4, 21-22). As� sucede siempre: en la vocaci�n brillan a la vez el amor gratuito de Dios y la exaltaci�n de la libertad del hombre; la adhesi�n a la llamada de Dios y su entrega a �l.

En realidad, gracia y libertad no se oponen entre s�. Al contrario, la gracia anima y sostiene la libertad humana, liber�ndola de la esclavitud del pecado (cf. Jn 8, 34-36), san�ndola y elev�ndola en sus capacidades de apertura y acogida del don de Dios. Y si no se puede atentar contra la iniciativa absolutamente gratuita de Dios que llama, tampoco se puede atentar contra la extrema seriedad con la que el hombre es desafiado en su libertad. As�, al �ven y s�gueme� de Jes�s, el joven rico contesta con el rechazo, signo �aunque sea negativo� de su libertad: �Pero �l, abatido por estas palabras, se march� entristecido, porque ten�a muchos bienes� (Mc 10, 22).

Por tanto, la libertad es esencial para la vocaci�n, una libertad que en la respuesta positiva se califica como adhesi�n personal profunda, como donaci�n de amor �o mejor como re-donaci�n al Donador: Dios que llama�, esto es, como oblaci�n. �A la llamada �dec�a Pablo VI� corresponde la respuesta. No puede haber vocaciones, si no son libres, es decir, si no son ofrendas espont�neas de s� mismo, conscientes, generosas, totales... Oblaciones; �ste es pr�cticamente el verdadero problema... Es la voz humilde y penetrante de Cristo, que dice, hoy como ayer y m�s que ayer: ven. La libertad se sit�a en su ra�z m�s profunda: la oblaci�n, la generosidad y el sacrificio�.(102)

La oblaci�n libre, que constituye el n�cleo �ntimo y m�s precioso de la respuesta del hombre a Dios que llama, encuentra su modelo incomparable, m�s a�n, su ra�z viva, en la oblaci�n lib�rrima de Jesucristo �primero de los llamados� a la voluntad del Padre: �Por eso, al entrar en este mundo, dice Cristo: "No has querido sacrificio ni oblaci�n, pero me has formado un cuerpo ... Entonces yo dije: He aqu� que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad"� (Heb 10, 5.7).

En �ntima uni�n con Cristo, Mar�a, la Virgen Madre, ha sido la criatura que m�s ha vivido la plena verdad de la vocaci�n, porque nadie como Ella ha respondido con un amor tan grande al amor inmenso de Dios.(103)

37. �Abatido por estas palabras, se march� entristecido, porque ten�a muchos bienes� (Mc 10, 22). El joven rico del Evangelio, que no sigue la llamada de Jes�s, nos recuerda los obst�culos que pueden bloquear o apagar la respuesta libre del hombre: no s�lo los bienes materiales pueden cerrar el coraz�n humano a los valores del esp�ritu y a las exigencias radicales del Reino de Dios, sino que tambi�n algunas condiciones sociales y culturales de nuestro tiempo pueden representar no pocas amenazas e imponer visiones desviadas y falsas sobre la verdadera naturaleza de la vocaci�n, haciendo dif�ciles, cuando no imposibles, su acogida y su misma comprensi�n.

Muchos tienen una idea de Dios tan gen�rica y confusa que deriva en formas de religiosidad sin Dios, en las cuales la voluntad de Dios se concibe como un destino inmutable e inevitable, al que el hombre debe simplemente adaptarse y resignarse con total pasividad. Pero no es �ste el rostro de Dios, que Jesucristo ha venido a revelarnos. En efecto, Dios es el Padre que, con amor eterno y precedente, llama al hombre y lo sit�a en un maravilloso y permanente di�logo con �l, invit�ndolo a compartir su misma vida divina como hijo. Es cierto que, con una visi�n equivocada de Dios, el hombre no puede reconocer ni siquiera la verdad sobre s� mismo, de tal forma que la vocaci�n no puede ser ni percibida ni vivida en su valor aut�ntico; puede ser sentida solamente como un peso impuesto e insoportable.

Tambi�n algunas ideas equivocadas sobre el hombre, sostenidas con frecuencia con aparentes argumentos filos�ficos o �cient�ficos�, inducen a veces al hombre a interpretar la propia existencia y libertad como totalmente determinadas y condicionadas por factores externos de orden educativo, psicol�gico, cultural o ambiental. Otras veces se entiende la libertad en t�rminos de absoluta autonom�a pretendiendo que sea la �nica e inexplorable fuente de opciones personales y consider�ndola a toda costa como afirmaci�n de s� mismo. Pero, de ese modo, se cierra el camino para entender y vivir la vocaci�n como libre di�logo de amor, que nace de la comunicaci�n de Dios al hombre y se concluye con el don sincero de s�, por parte del hombre.

En el contexto actual no falta tampoco la tendencia a concebir la relaci�n del hombre con Dios de un modo individualista e intimista, como si la llamada de Dios llegase a cada persona por v�a directa, sin mediaci�n comunitaria alguna, y tuviese como meta una ventaja, o la salvaci�n misma de cada uno de los llamados y no la dedicaci�n total a Dios en el servicio a la comunidad. Encontramos as� otra amenaza, m�s profunda y a la vez m�s sutil, que hace imposible reconocer y aceptar con gozo la dimensi�n eclesial inscrita originariamente en toda vocaci�n cristiana, y en particular en la vocaci�n presbiteral. En efecto, como nos recuerda el Concilio, el sacerdocio ministerial adquiere su aut�ntico significado y realiza la plena verdad de s� mismo en el servir y hacer crecer la comunidad cristiana y el sacerdocio com�n de los fieles.(104)

El contexto cultural al que aludimos, cuyo influjo no est� ausente entre los mismos cristianos y especialmente entre los j�venes, ayuda a comprender la difusi�n de la crisis de las mismas vocaciones sacerdotales, originadas y acompa�adas por crisis de fe m�s radicales. Lo han declarado expl�citamente los Padres sinodales, reconociendo que la crisis de las vocaciones al presbiterado tiene profundas ra�ces en el ambiente cultural y en la mentalidad y praxis de los cristianos.(105)

De aqu� la urgencia de que la pastoral vocacional de la Iglesia se dirija decididamente y de modo prioritario hacia la reconstrucci�n de la �mentalidad cristiana�, tal como la crea y sostiene la fe. M�s que nunca es necesaria una evangelizaci�n que no se canse de presentar el verdadero rostro de Dios �el Padre que en Jesucristo nos llama a cada uno de nosotros� as� como el sentido genuino de la libertad humana como principio y fuerza del don responsable de s� mismo. Solamente de esta manera se podr�n sentar las bases indispensables para que toda vocaci�n, incluida la sacerdotal, pueda ser percibida en su verdad, amada en su belleza y vivida con entrega total y con gozo profundo.

Contenidos y medios de la pastoral vocacional

38. Ciertamente la vocaci�n es un misterio inescrutable que implica la relaci�n que Dios establece con el hombre, como ser �nico e irrepetible, un misterio percibido y sentido como una llamada que espera una respuesta en lo profundo de la conciencia, esto es, en aquel �sagrario del hombre, en el que �ste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en la propia intimidad�.(106) Pero esto no elimina la dimensi�n comunitaria y, m�s en concreto, eclesial de la vocaci�n: la Iglesia est� realmente presente y operante en la vocaci�n de cada sacerdote.

En el servicio a la vocaci�n sacerdotal y a su camino, o sea, al nacimiento, discernimiento y acompa�amiento de la vocaci�n, la Iglesia puede encontrar un modelo en Andr�s, uno de los dos primeros disc�pulos que siguieron a Jes�s. Es el mismo Andr�s el que va a contar a su hermano lo que le hab�a sucedido: �Hemos encontrado al Mes�as (que quiere decir el Cristo)� (Jn 1, 41). Y la narraci�n de este �descubrimiento� abre el camino al encuentro: �Y lo llev� a Jes�s� (Jn 1, 42). No hay ninguna duda sobre la iniciativa absolutamente libre ni sobre la decisi�n soberana de Jes�s: es Jes�s el que llama a Sim�n y le da un nuevo nombre: �Jes�s, fijando su mirada en �l, le dijo: "T� eres Sim�n, el hijo de Juan; t� te llamar�s Cefas (que quiere decir Pedro)"� (Jn 1, 42). Pero tambi�n Andr�s ha tenido su iniciativa: ha favorecido el encuentro del hermano con Jes�s.

�Y lo llev� a Jes�s�. �ste es el n�cleo de toda la pastoral vocacional de la Iglesia, con la que cuida del nacimiento y crecimiento de las vocaciones, sirvi�ndose de los dones y responsabilidades, de los carismas y del ministerio recibidos de Cristo y de su Esp�ritu. La Iglesia, como pueblo sacerdotal, prof�tico y real, est� comprometida en promover y ayudar el nacimiento y la maduraci�n de las vocaciones sacerdotales con la oraci�n y la vida sacramental, con el anuncio de la Palabra y la educaci�n en la fe, con la gu�a y el testimonio de la caridad.

En su dignidad y responsabilidad de pueblo sacerdotal, la Iglesia encuentra en la oraci�n y en la celebraci�n de la liturgia los momentos esenciales y primarios de la pastoral vocacional. En efecto, la oraci�n cristiana, aliment�ndose de la Palabra de Dios, crea el espacio ideal para que cada uno pueda descubrir la verdad de su ser y la identidad del proyecto de vida, personal e irrepetible, que el Padre le conf�a. Por eso es necesario educar, especialmente a los muchachos y a los j�venes, para que sean fieles a la oraci�n y meditaci�n de la Palabra de Dios. En el silencio y en la escucha podr�n percibir la llamada del Se�or al sacerdocio y seguirla con prontitud y generosidad.

La Iglesia debe acoger cada d�a la invitaci�n persuasiva y exigente de Jes�s, que nos pide que �roguemos al due�o de la mies que env�e obreros a su mies� (Mt 9, 38). Obedeciendo al mandato de Cristo, la Iglesia hace, antes que nada, una humilde profesi�n de fe, pues al rogar por las vocaciones �mientras toma conciencia de su gran urgencia para su vida y misi�n� reconoce que son un don de Dios y, como tal, hay que pedirlo con s�plica incesante y confiada. Ahora bien, esta oraci�n, centro de toda la pastoral vocacional, debe comprometer no s�lo a cada persona sino tambi�n a todas las comunidades eclesiales. Nadie duda de la importancia de cada una de las iniciativas de oraci�n y de los momentos especiales reservados a �sta �comenzando por la Jornada Mundial anual por las Vocaciones� as� como el compromiso expl�cito de personas y grupos particularmente sensibles al problema de las vocaciones sacerdotales. Pero hoy, la espera suplicante de nuevas vocaciones debe ser cada vez m�s una pr�ctica constante y difundida en la comunidad cristiana y en toda realidad eclesial. As� se podr� revivir la experiencia de los ap�stoles, que en el Cen�culo, unidos con Mar�a, esperan en oraci�n la venida del Esp�ritu (cf. Hch 1, 14), que no dejar� de suscitar tambi�n hoy en el Pueblo de Dios �dignos ministros del altar, testigos valientes y humildes del Evangelio�.(107)

Tambi�n la liturgia, culmen y fuente de la vida de la Iglesia(108) y, en particular, de toda oraci�n cristiana, tiene un papel indispensable as� como una incidencia privilegiada en la pastoral de las vocaciones. En efecto, la liturgia constituye una experiencia viva del don de Dios y una gran escuela de la respuesta a su llamada. Como tal, toda celebraci�n lit�rgica, y sobre todo la eucar�stica, nos descubre el verdadero rostro de Dios; nos pone en comunicaci�n con el misterio de la Pascua, o sea, con la �hora� por la que Jes�s vino al mundo y hacia la que se encamin� libre y voluntariamente en obediencia a la llamada del Padre (cf. Jn 13, 1); nos manifiesta el rostro de la Iglesia como pueblo de sacerdotes y comunidad bien compacta en la variedad y complementariedad de los carismas y vocaciones. El sacrificio redentor de Cristo, que la Iglesia celebra sacramentalmente, da un valor particularmente precioso al sufrimiento vivido en uni�n con el Se�or Jes�s. Los Padres sinodales nos han invitado a no olvidar nunca que �a trav�s de la oblaci�n de los sufrimientos, tan frecuentes en la vida de los hombres, el cristiano enfermo se ofrece a s� mismo como v�ctima a Dios, a imagen de Cristo, que se inmol� a s� mismo por todos nosotros (cf. Jn 17, 19)�, y que �el ofrecimiento de los sufrimientos con esta intenci�n es de gran provecho para la promoci�n de las vocaciones�.(109)

39. En el ejercicio de su misi�n prof�tica, la Iglesia siente como urgente e irrenunciable el deber de anunciar y testimoniar el sentido cristiano de la vocaci�n: lo que podr�amos llamar �el Evangelio de la vocaci�n�. Tambi�n en este campo descubre la urgencia de las palabras del ap�stol: ��Ay de m� si no evangelizara!� (1 Cor 9, 16). Esta exclamaci�n resuena principalmente para nosotros pastores y se refiere, juntamente con nosotros, a todos los educadores en la Iglesia. La predicaci�n y la catequesis deben manifestar siempre su intr�nseca dimensi�n vocacional: la Palabra de Dios ilumina a los creyentes para valorar la vida como respuesta a la llamada de Dios y los acompa�a para acoger en la fe el don de la vocaci�n personal.

Pero todo esto, aun siendo importante y esencial, no basta. Es necesaria una predicaci�n directa sobre el misterio de la vocaci�n en la Iglesia, sobre el valor del sacerdocio ministerial, sobre su urgente necesidad para el Pueblo de Dios. (110) Una catequesis org�nica y difundida a todos los niveles en la Iglesia, adem�s de disipar dudas y contrastar ideas unilaterales o desviadas sobre el ministerio sacerdotal, abre los corazones de los creyentes a la espera del don y crea condiciones favorables para el nacimiento de nuevas vocaciones. Ha llegado el tiempo de hablar valientemente de la vida sacerdotal como de un valor inestimable y una forma espl�ndida y privilegiada de vida cristiana. Los educadores, especialmente los sacerdotes, no deben temer el proponer de modo expl�cito y firme la vocaci�n al presbiterado como una posibilidad real para aquellos j�venes que muestren tener los dones y las cualidades necesarias para ello. No hay que tener ning�n miedo de condicionarles o limitar su libertad; al contrario, una propuesta concreta, hecha en el momento oportuno, puede ser decisiva para provocar en los j�venes una respuesta libre y aut�ntica. Por lo dem�s, la historia de la Iglesia y la de tantas vocaciones sacerdotales, surgidas incluso en tierna edad, demuestran ampliamente el valor providencial de la cercan�a y de la palabra de un sacerdote; no s�lo de la palabra sino tambi�n de la cercan�a, o sea, de un testimonio concreto y gozoso, capaz de motivar interrogantes y conducir a decisiones incluso definitivas.

40. Como Pueblo real, la Iglesia se sabe enraizada y animada por la �ley del Esp�ritu que da la vida� (Rom 8, 2), que es esencialmente la ley regia de la caridad (cf. Sant 2, 8) o la ley perfecta de la libertad (cf. Sant 1, 25). Por eso cumple su misi�n cuando orienta a cada uno de los fieles a descubrir y vivir la propia vocaci�n en la libertad y a realizarla en la caridad.

En su misi�n educativa, la Iglesia procura con especial atenci�n suscitar en los ni�os, adolescentes y j�venes el deseo y la voluntad de un seguimiento integral y atrayente de Jesucristo. La tarea educativa, que corresponde tambi�n a la comunidad cristiana como tal, debe dirigirse a cada persona. En efecto, Dios con su llamada toca el coraz�n de cada hombre, y el Esp�ritu, que habita en lo �ntimo de cada disc�pulo (cf. 1 Jn 3, 24), es infundido a cada cristiano con carismas diversos y con manifestaciones particulares. Por tanto, cada uno ha de ser ayudado para poder acoger el don que se le ha dado a �l en particular, como persona �nica e irrepetible, y para escuchar las palabras que el Esp�ritu de Dios le dirige.

En esta perspectiva, la atenci�n a las vocaciones al sacerdocio se debe concretar tambi�n en una propuesta decidida y convincente de direcci�n espiritual. Es necesario redescubrir la gran tradici�n del acompa�amiento espiritual individual, que ha dado siempre tantos y tan preciosos frutos en la vida de la Iglesia. En determinados casos y bajo precisas condiciones, este acompa�amiento podr� verse ayudado, pero nunca sustituido, con formas de an�lisis o de ayuda psicol�gica.(111) Inv�tese a los ni�os, los adolescentes y los j�venes a descubrir y apreciar el don de la direcci�n espiritual, a buscarlo y experimentarlo, a solicitarlo con insistencia confiada a sus educadores en la fe. Por su parte, los sacerdotes sean los primeros en dedicar tiempo y energ�as a esta labor de educaci�n y de ayuda espiritual personal. No se arrepentir�n jam�s de haber descuidado o relegado a segundo plano otras muchas actividades tambi�n buenas y �tiles, si esto lo exig�a la fidelidad a su ministerio de colaboradores del Esp�ritu en la orientaci�n y gu�a de los llamados.

Finalidad de la educaci�n del cristiano es llegar, bajo el influjo del Esp�ritu, a la �plena madurez de Cristo� (Ef 4, 13). Esto se verifica cuando, imitando y compartiendo su caridad, se hace de toda la vida propia un servicio de amor (cf. Jn 13, 14-15), ofreciendo un culto espiritual agradable a Dios (cf. Rom 12, 1) y entreg�ndose a los hermanos. El servicio de amor es el sentido fundamental de toda vocaci�n, que encuentra una realizaci�n espec�fica en la vocaci�n del sacerdote. En efecto, �l es llamado a revivir, en la forma m�s radical posible, la caridad pastoral de Jes�s, o sea, el amor del buen Pastor, que �da su vida por las ovejas� (Jn 10, 11).

Por eso una pastoral vocacional aut�ntica no se cansar� jam�s de educar a los ni�os, adolescentes y j�venes al compromiso, al significado del servicio gratuito, al valor del sacrificio, a la donaci�n incondicionada de s� mismos. En este sentido, se manifiesta particularmente �til la experiencia del voluntariado, hacia el cual est� creciendo la sensibilidad de tantos j�venes. En efecto, se trata de un voluntariado motivado evang�licamente, capaz de educar al discernimiento de las necesidades, vivido con entrega y fidelidad cada d�a, abierto a la posibilidad de un compromiso definitivo en la vida consagrada, alimentado por la oraci�n; dicho voluntariado podr� ayudar a sostener una vida de entrega desinteresada y gratuita y, al que lo practica, le har� m�s sensible a la voz de Dios que lo puede llamar al sacerdocio. A diferencia del joven rico, el voluntario podr�a aceptar la invitaci�n, llena de amor, que Jes�s le dirige (cf. Mc 10, 21); y la podr�a aceptar porque sus �nicos bienes consisten ya en darse a los otros y �perder� su vida.

Todos somos responsables de las vocaciones sacerdotales

41. La vocaci�n sacerdotal es un don de Dios, que constituye ciertamente un gran bien para quien es su primer destinatario. Pero es tambi�n un don para toda la Iglesia, un bien para su vida y misi�n. Por eso la Iglesia est� llamada a custodiar este don, a estimarlo y amarlo. Ella es responsable del nacimiento y de la maduraci�n de las vocaciones sacerdotales. En consecuencia, la pastoral vocacional tiene como sujeto activo, como protagonista, a la comunidad eclesial como tal, en sus diversas expresiones: desde la Iglesia universal a la Iglesia particular y, an�logamente, desde �sta a la parroquia y a todos los estamentos del Pueblo de Dios.

Es muy urgente, sobre todo hoy, que se difunda y arraigue la convicci�n de que todos los miembros de la Iglesia, sin excluir ninguno, tienen la responsabilidad de cuidar las vocaciones. El Concilio Vaticano II ha sido muy expl�cito al afirmar que �el deber de fomentar las vocaciones afecta a toda la comunidad cristiana, la cual ha de procurarlo, ante todo, con una vida plenamente cristiana�.(112) Solamente sobre la base de esta convicci�n, la pastoral vocacional podr� manifestar su rostro verdaderamente eclesial, desarrollar una acci�n coordinada, sirvi�ndose tambi�n de organismos espec�ficos y de instrumentos adecuados de comuni�n y de corresponsabilidad.

La primera responsabilidad de la pastoral orientada a las vocaciones sacerdotales es del Obispo,(113) que est� llamado a vivirla en primera persona, aunque podr� y deber� suscitar abundantes tipos de colaboraciones. A �l, que es padre y amigo en su presbiterio, le corresponde, ante todo, la solicitud de dar continuidad al carisma y al ministerio presbiteral, incorporando a �l nuevos miembros con la imposici�n de las manos. �l se preocupar� de que la dimensi�n vocacional est� siempre presente en todo el �mbito de la pastoral ordinaria, es m�s, que est� plenamente integrada y como identificada con ella. A �l compete el deber de promover y coordinar las diversas iniciativas vocacionales.(114)

El Obispo sabe que puede contar ante todo con la colaboraci�n de su presbiterio. Todos los sacerdotes son solidarios y corresponsables con �l en la b�squeda y promoci�n de las vocaciones presbiterales. En efecto, como afirma el Concilio, �a los sacerdotes, en cuanto educadores en la fe, ata�e procurar, por s� mismos o por otros, que cada uno de los fieles sea llevado en el Esp�ritu Santo a cultivar su propia vocaci�n�.(115) �Este deber pertenece a la misi�n misma sacerdotal, por la que el presb�tero se hace ciertamente part�cipe de la solicitud de toda la Iglesia, para que aqu� en la tierra nunca falten operarios en el Pueblo de Dios�.(116) La vida misma de los presb�teros, su entrega incondicional a la grey de Dios, su testimonio de servicio amoroso al Se�or y a su Iglesia �un testimonio sellado con la opci�n por la cruz, acogida en la esperanza y en el gozo pascual�, su concordia fraterna y su celo por la evangelizaci�n del mundo, son el factor primero y m�s persuasivo de fecundidad vocacional.(117)

Una responsabilidad particular�sima est� confiada a la familia cristiana, que en virtud del sacramento del matrimonio participa, de modo propio y original, en la misi�n educativa de la Iglesia, maestra y madre. Como han afirmado los Padres sinodales, �la familia cristiana, que es verdaderamente "como iglesia dom�stica" (Lumen gentium, 11), ha ofrecido siempre y contin�a ofreciendo las condiciones favorables para el nacimiento de las vocaciones. Y puesto que hoy la imagen de la familia cristiana est� en peligro, se debe dar gran importancia a la pastoral familiar, de modo que las mismas familias, acogiendo generosamente el don de la vida humana, formen "como un primer seminario" (Optatam totius, 2) en el que los hijos puedan adquirir, desde el comienzo, el sentido de la piedad y de la oraci�n y el amor a la Iglesia�.(118) En continuidad y en sinton�a con la labor de los padres y de la familia est� la escuela, llamada a vivir su identidad de �comunidad educativa� incluso con una propuesta cultural capaz de iluminar la dimensi�n vocacional como valor propio y fundamental de la persona humana. En este sentido, si es oportunamente enriquecida de esp�ritu cristiano (sea a trav�s de presencias eclesiales significativas en la escuela estatal, seg�n las diversas legislaciones nacionales, sea sobre todo en el caso de la escuela cat�lica), puede infundir �en el alma de los muchachos y de los j�venes el deseo de cumplir la voluntad de Dios en el estado de vida m�s id�neo a cada uno, sin excluir nunca la vocaci�n al ministerio sacerdotal�.(119)

Tambi�n los fieles laicos, en particular los catequistas, los profesores, los educadores, los animadores de la pastoral juvenil, cada uno con los medios y modalidades propios, tienen una gran importancia en la pastoral de las vocaciones sacerdotales. Cuanto m�s profundicen en el sentido de su propia vocaci�n y misi�n en la Iglesia, tanto m�s podr�n reconocer el valor y el car�cter insustituible de la vocaci�n y de la misi�n sacerdotal.

En el �mbito de las comunidades diocesanas y parroquiales hay que apreciar y promover aquellos grupos vocacionales, cuyos miembros ofrecen su ayuda de oraci�n y de sufrimiento por las vocaciones sacerdotales y religiosas, as� como su apoyo moral y material.

Tambi�n hay que mencionar aqu� a los numerosos grupos, movimientos y asociaciones de fieles laicos que el Esp�ritu Santo hace surgir y crecer en la Iglesia, con vistas a una presencia cristiana m�s misionera en el mundo. Estas diversas agrupaciones de laicos est�n resultando un campo particularmente f�rtil para el nacimiento de vocaciones consagradas y son ambientes propicios de oferta y crecimiento vocacional. En efecto, no pocos j�venes, precisamente en el ambiente de estas agrupaciones y gracias a ellas, han sentido la llamada del Se�or a seguirlo en el camino del sacerdocio ministerial y han respondido a ella con generosidad.(120) Por consiguiente, hay que valorarlas para que, en comuni�n con toda la Iglesia y para el crecimiento de �sta, presten su colaboraci�n espec�fica al desarrollo de la pastoral vocacional.

Los diversos integrantes y miembros de la Iglesia comprometidos en la pastoral vocacional har�n tanto m�s eficaz su trabajo, cuanto m�s estimulen a la comunidad eclesial como tal �empezando por la parroquia-� para que sientan que el problema de las vocaciones sacerdotales no puede ser encomendado en exclusiva a unos �encargados� (los sacerdotes en general, los sacerdotes del Seminario en particular), pues, por tratarse de �un problema vital que est� en el coraz�n mismo de la Iglesia�,(121) debe hallarse en el centro del amor que todo cristiano tiene a la misma.

CAP�TULO V

INSTITUY� DOCE PARA QUE ESTUVIERAN CON �L
Formaci�n de los candidatos al sacerdocio

Vivir, como los ap�stoles, en el seguimiento de Cristo

42. �Subi� al monte y llam� a los que �l quiso: y vinieron donde �l. Instituy� Doce, para que estuvieran con �l, y para enviarlos a predicar con poder de expulsar los demonios� (Mc 3, 13-15).

�Que estuvieran con �l�. No es dif�cil entender el significado de estas palabras, esto es, �el acompa�amiento vocacional� de los ap�stoles por parte de Jes�s. Despu�s de haberlos llamado y antes de enviarlos, es m�s, para poder mandarlos a predicar, Jes�s les pide un �tiempo� de formaci�n, destinado a desarrollar una relaci�n de comuni�n y de amistad profundas con �l. Dedica a ellos una catequesis m�s intensa que al resto de la gente (cf. Mt 13, 11) y quiere que sean testigos de su oraci�n silenciosa al Padre (cf. Jn 17, 1-26; Lc 22, 39-45).

En su solicitud por las vocaciones sacerdotales la Iglesia de todos los tiempos se inspira en el ejemplo de Cristo. Han sido �y en parte lo son todav�a� muy diversas las formas concretas con las que la Iglesia se ha dedicado a la pastoral vocacional, destinada no s�lo a discernir, sino tambi�n a �acompa�ar� las vocaciones al sacerdocio. Pero el esp�ritu que debe animarlas y sostenerlas es id�ntico: el de promover al sacerdocio solamente los que han sido llamados y llevarlos debidamente preparados, esto es, mediante una respuesta consciente y libre que implica a toda la persona en su adhesi�n a Jesucristo, que llama a su intimidad de vida y a participar en su misi�n salv�fica. En este sentido el Seminario en sus diversas formas y, de modo an�logo, la casa de formaci�n de los sacerdotes religiosos, antes que ser un lugar o un espacio material, debe ser un ambiente espiritual, un itinerario de vida, una atm�sfera que favorezca y asegure un proceso formativo, de manera que el que ha sido llamado por Dios al sacerdocio pueda llegar a ser, con el sacramento del Orden, una imagen viva de Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia. Los Padres sinodales, en su Mensaje final, han expuesto de forma inmediata y profunda el significado original y espec�fico de la formaci�n de los candidatos al sacerdocio, diciendo que �vivir en el seminario, escuela del Evangelio, es vivir en el seguimiento de Cristo como los ap�stoles; es dejarse educar por �l para el servicio del Padre y de los hombres, bajo la conducci�n del Esp�ritu Santo. M�s a�n, es dejarse configurar con Cristo, buen Pastor, para un mejor servicio sacerdotal en la Iglesia y en el mundo. Formarse para el sacerdocio es aprender a dar una respuesta personal a la pregunta fundamental de Cristo: "�Me amas?" (Jn 21, 15). Para el futuro sacerdote, la respuesta no puede ser sino el don total de su vida�.(122)

Se trata pues de encarnar este esp�ritu �que nunca deber� faltar en la Iglesia� en las condiciones sociales, psicol�gicas, pol�ticas y culturales del mundo actual, tan variadas y complejas, como han puesto de relieve los Padres sinodales en relaci�n con las Iglesias particulares. Los mismos Padres, manifestando su grave preocupaci�n, pero tambi�n su grande esperanza, han podido conocer y reflexionar ampliamente sobre el esfuerzo de b�squeda y actualizaci�n de los m�todos de formaci�n de los aspirantes al sacerdocio, puestos en pr�ctica en todas sus Iglesias.

La presente Exhortaci�n intenta recoger el fruto de los trabajos sinodales, se�alando algunos objetivos logrados, mostrando algunas metas irrenunciables, poniendo a disposici�n de todos la riqueza de experiencias y de procesos formativos experimentados ya en modo positivo. En esta Exhortaci�n se exponen separadamente la formaci�n �inicial� y la formaci�n �permanente�, pero sin olvidar nunca la profunda relaci�n que tienen entre s� y que debe hacer de las dos un solo proyecto org�nico de vida cristiana y sacerdotal. La Exhortaci�n trata sobre las diversas dimensiones de la formaci�n, humana, espiritual, intelectual y pastoral, como tambi�n sobre los ambientes y sobre los responsables de la formaci�n de los candidatos al sacerdocio.

I. DIMENSIONES DE LA FORMACI�N SACERDOTAL

La formaci�n humana, fundamento de toda la formaci�n sacerdotal

43. �Sin una adecuada formaci�n humana, toda la formaci�n sacerdotal estar�a privada de su fundamento necesario�.(123) Esta afirmaci�n de los Padres sinodales expresa no solamente un dato sugerido diariamente por la raz�n y comprobado por la experiencia, sino una exigencia que encuentra sus motivos m�s profundos y espec�ficos en la naturaleza misma del presb�tero y de su ministerio.

El presb�tero, llamado a ser �imagen viva� de Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia, debe procurar reflejar en s� mismo, en la medida de lo posible, aquella perfecci�n humana que brilla en el Hijo de Dios hecho hombre y que se transparenta con singular eficacia en sus actitudes hacia los dem�s, tal como nos las presentan los evangelistas. Adem�s, el ministerio del sacerdote consiste en anunciar la Palabra, celebrar el Sacramento, guiar en la caridad a la comunidad cristiana �personificando a Cristo y en su nombre�, pero todo esto dirigi�ndose siempre y s�lo a hombres concretos: �Todo Sumo Sacerdote es tomado de entre los hombres y est� puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios� (Heb 5, 1). Por esto la formaci�n humana del sacerdote expresa una particular importancia en relaci�n con los destinatarios de su misi�n: precisamente para que su ministerio sea humanamente lo m�s cre�ble y aceptable, es necesario que el sacerdote plasme su personalidad humana de manera que sirva de puente y no de obst�culo a los dem�s en el encuentro con Jesucristo Redentor del hombre; es necesario que, a ejemplo de Jes�s que �conoc�a lo que hay en el hombre� (Jn 2, 25; cf. 8, 3-11), el sacerdote sea capaz de conocer en profundidad el alma humana, intuir dificultades y problemas, facilitar el encuentro y el di�logo, obtener la confianza y colaboraci�n, expresar juicios serenos y objetivos.

Por tanto, no s�lo para una justa y necesaria maduraci�n y realizaci�n de s� mismo, sino tambi�n con vistas a su ministerio, los futuros presb�teros deben cultivar una serie de cualidades humanas necesarias para la formaci�n de personalidades equilibradas, s�lidas y libres, capaces de llevar el peso de las responsabilidades pastorales. Se hace as� necesaria la educaci�n a amar la verdad, la lealtad, el respeto por la persona, el sentido de la justicia, la fidelidad a la palabra dada, la verdadera compasi�n, la coherencia y, en particular, el equilibrio de juicio y de comportamiento.(124) Un programa sencillo y exigente para esta formaci�n lo propone el ap�stol Pablo a los Filipenses: �Todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta� (Flp 4, 8). Es interesante se�alar c�mo Pablo se presenta a s� mismo como modelo para sus fieles precisamente en estas cualidades profundamente humanas: �Todo cuanto hab�is aprendido �sigue diciendo� y recibido y o�do y visto en m�, ponedlo por obra� (Flp 4, 9).

De particular importancia es la capacidad de relacionarse con los dem�s, elemento verdaderamente esencial para quien ha sido llamado a ser responsable de una comunidad y �hombre de comuni�n�. Esto exige que el sacerdote no sea arrogante ni pol�mico, sino afable, hospitalario, sincero en sus palabras y en su coraz�n,(125) prudente y discreto, generoso y disponible para el servicio, capaz de ofrecer personalmente y de suscitar en todos relaciones leales y fraternas, dispuesto a comprender, perdonar y consolar (cf. 1 Tim 3, 1-5; Tit 1, 7-9). La humanidad de hoy, condenada frecuentemente a vivir en situaciones de masificaci�n y soledad sobre todo en las grandes concentraciones urbanas, es sensible cada vez m�s al valor de la comuni�n: �ste es hoy uno de los signos m�s elocuentes y una de las v�as m�s eficaces del mensaje evang�lico.

En dicho contexto se encuadra, como cometido determinante y decisivo, la formaci�n del candidato al sacerdocio en la madurez afectiva, como resultado de la educaci�n al amor verdadero y responsable.

44. La madurez afectiva supone ser conscientes del puesto central del amor en la existencia humana. En realidad, como se�al� en la enc�clica Redemptor hominis, �el hombre no puede vivir sin amor. �l permanece para s� mismo un ser incomprensible, su vida est� privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y no lo hace propio, si no participa en �l vivamente�.(126)

Se trata de un amor que compromete a toda la persona, a nivel f�sico, ps�quico y espiritual, y que se expresa mediante el significado �esponsal� del cuerpo humano, gracias al cual una persona se entrega a otra y la acoge. La educaci�n sexual bien entendida tiende a la comprensi�n y realizaci�n de esta verdad del amor humano. Es necesario constatar una situaci�n social y cultural difundida que �"banaliza" en gran parte la sexualidad humana, porque la interpreta y la vive de manera reductiva y empobrecida, relacion�ndola �nicamente con el cuerpo y el placer ego�sta�.(127) Con frecuencia las mismas situaciones familiares, de las que proceden las vocaciones sacerdotales, presentan al respecto no pocas carencias y a veces incluso graves desequilibrios.

En un contexto tal se hace m�s dif�cil, pero tambi�n m�s urgente, una educaci�n en la sexualidad que sea verdadera y plenamente personal y que, por ello, favorezca la estima y el amor a la castidad, como �virtud que desarrolla la aut�ntica madurez de la persona y la hace capaz de respetar y promover el "significado esponsal" del cuerpo�.(128)

Ahora bien, la educaci�n para el amor responsable y la madurez afectiva de la persona son muy necesarias para quien, como el presb�tero, est� llamado al celibato, o sea, a ofrecer, con la gracia del Esp�ritu y con la respuesta libre de la propia voluntad, la totalidad de su amor y de su solicitud a Jesucristo y a la Iglesia. A la vista del compromiso del celibato, la madurez afectiva ha de saber incluir, dentro de las relaciones humanas de serena amistad y profunda fraternidad, un gran amor, vivo y personal, a Jesucristo. Como han escrito los Padres sinodales, �al educar para la madurez afectiva, es de m�xima importancia el amor a Jesucristo, que se prolonga en una entrega universal. As�, el candidato llamado al celibato, encontrar� en la madurez afectiva una base firme para vivir la castidad con fidelidad y alegr�a�.(129)

Puesto que el carisma del celibato, aun cuando es aut�ntico y probado, deja intactas las inclinaciones de la afectividad y los impulsos del instinto, los candidatos al sacerdocio necesitan una madurez afectiva que capacite a la prudencia, a la renuncia a todo lo que pueda ponerla en peligro, a la vigilancia sobre el cuerpo y el esp�ritu, a la estima y respeto en las relaciones interpersonales con hombres y mujeres. Una ayuda valiosa podr� hallarse en una adecuada educaci�n para la verdadera amistad, a semejanza de los v�nculos de afecto fraterno que Cristo mismo vivi� en su vida (cf. Jn 11, 5).

La madurez humana, y en particular la afectiva, exigen una formaci�n clara y s�lida para una libertad, que se presenta como obediencia convencida y cordial a la �verdad� del propio ser, al significado de la propia existencia, o sea, al �don sincero de s� mismo�, como camino y contenido fundamental de la aut�ntica realizaci�n personal.(130) Entendida as�, la libertad exige que la persona sea verdaderamente due�a de s� misma, decidida a combatir y superar las diversas formas de ego�smo e individualismo que acechan a la vida de cada uno, dispuesta a abrirse a los dem�s, generosa en la entrega y en el servicio al pr�jimo. Esto es importante para la respuesta que se ha de dar a la vocaci�n, y en particular a la sacerdotal, y para ser fieles a la misma y a los compromisos que lleva consigo, incluso en los momentos dif�ciles. En este proceso educativo hacia una madura libertad responsable puede ser de gran ayuda la vida comunitaria del Seminario.(131)

�ntimamente relacionada con la formaci�n para la libertad responsable est� tambi�n la educaci�n de la conciencia moral; la cual, al requerir desde la intimidad del propio �yo� la obediencia a las obligaciones morales, descubre el sentido profundo de esa obediencia, a saber, ser una respuesta consciente y libre �y, por tanto, por amor� a las exigencias de Dios y de su amor. �La madurez humana del sacerdote �afirman los Padres sinodales� debe incluir especialmente la formaci�n de su conciencia. En efecto, el candidato, para poder cumplir sus obligaciones con Dios y con la Iglesia y guiar con sabidur�a las conciencias de los fieles, debe habituarse a escuchar la voz de Dios, que le habla en su coraz�n, y adherirse con amor y firmeza a su voluntad�.(132)

La formaci�n espiritual: en comuni�n con Dios y a la b�squeda de Cristo

45. La misma formaci�n humana, si se desarrolla en el contexto de una antropolog�a que abarca toda la verdad sobre el hombre, se abre y se completa en la formaci�n espiritual. Todo hombre, creado por Dios y redimido con la sangre de Cristo, est� llamado a ser regenerado �por el agua y el Esp�ritu� (cf. Jn 3, 5) y a ser �hijo en el Hijo�. En este designio eficaz de Dios est� el fundamento de la dimensi�n constitutivamente religiosa del ser humano, intuida y reconocida tambi�n por la simple raz�n: el hombre est� abierto a lo trascendente, a lo absoluto; posee un coraz�n que est� inquieto hasta que no descanse en el Se�or.(133)

De esta exigencia religiosa fundamental e irrenunciable arranca y se desarrolla el proceso educativo de una vida espiritual entendida como relaci�n y comuni�n con Dios. Seg�n la revelaci�n y la experiencia cristiana, la formaci�n espiritual posee la originalidad inconfundible que proviene de la �novedad� evang�lica. En efecto, �es obra del Esp�ritu y empe�a a la persona en su totalidad; introduce en la comuni�n profunda con Jesucristo, buen Pastor; conduce a una sumisi�n de toda la vida al Esp�ritu, en una actitud filial respecto al Padre y en una adhesi�n confiada a la Iglesia. Ella se arraiga en la experiencia de la cruz para poder llevar, en comuni�n profunda, a la plenitud del misterio pascual�.(134)

Como se ve, se trata de una formaci�n espiritual com�n a todos los fieles, pero que requiere ser estructurada seg�n los significados y caracter�sticas que derivan de la identidad del presb�tero y de su ministerio. As� como para todo fiel la formaci�n espiritual debe ser central y unificadora en su ser y en su vida de cristiano, o sea, de criatura nueva en Cristo que camina en el Esp�ritu, de la misma manera, para todo presb�tero la formaci�n espiritual constituye el centro vital que unifica y vivifica su ser sacerdote y su ejercer el sacerdocio. En este sentido, los Padres del S�nodo afirman que �sin la formaci�n espiritual, la formaci�n pastoral estar�a privada de fundamento�(135) y que la formaci�n espiritual constituye �un elemento de m�xima importancia en la educaci�n sacerdotal�.(136)

El contenido esencial de la formaci�n espiritual, dentro del itinerario bien preciso hacia el sacerdocio, est� expresado en el decreto conciliar Optatam totius: �La formaci�n espiritual... debe darse de tal forma que los alumnos aprendan a vivir en trato familiar y asiduo con el Padre por su Hijo Jesucristo en el Esp�ritu Santo. Habiendo de configurarse a Cristo Sacerdote por la sagrada ordenaci�n, habit�ense a unirse a �l, como amigos, con el consorcio �ntimo de toda su vida. Vivan el misterio pascual de Cristo de tal manera que sepan iniciar en �l al pueblo que ha de encomend�rseles. Ens��eseles a buscar a Cristo en la fiel meditaci�n de la Palabra de Dios, en la activa comunicaci�n con los sacrosantos misterios de la Iglesia, sobre todo en la Eucarist�a y el Oficio divino; en el Obispo, que los env�a, y en los hombres a quienes son enviados, principalmente en los pobres, los ni�os, los enfermos, los pecadores y los incr�dulos. Amen y veneren con filial confianza a la Sant�sima Virgen Mar�a, a la que Cristo, muriendo en la cruz, entreg� como madre al disc�pulo�.(137)

46. El texto conciliar merece una meditaci�n detenida y amorosa, de la que f�cilmente se pueden sacar algunos valores y exigencias fundamentales del camino espiritual del candidato al sacerdocio.

Se requiere, ante todo, el valor y la exigencia de �vivir �ntimamente unidos� a Jesucristo. La uni�n con el Se�or Jes�s, fundada en el Bautismo y alimentada con la Eucarist�a, exige que sea expresada en la vida de cada d�a, renov�ndola radicalmente. La comuni�n �ntima con la Sant�sima Trinidad, o sea, la vida nueva de la gracia que hace hijos de Dios, constituye la �novedad� del creyente: una novedad que abarca el ser y el actuar. Constituye el �misterio� de la existencia cristiana que est� bajo el influjo del Esp�ritu; en consecuencia, debe encarnar el �ethos� de la vida del cristiano. Jes�s nos ha ense�ado este maravilloso contenido de la vida cristiana, que es tambi�n el centro de la vida espiritual, con la alegor�a de la vid y los sarmientos: �Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el vi�ador... Permaneced en m�, como yo en vosotros. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por s� mismo, si no permanece en la vid, as� tampoco vosotros si no permanec�is en m�. Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en m� y yo en �l, �se da mucho fruto; porque separados de m� no pod�is hacer nada� (Jn 15, 1. 4-5).

Cierto que, en la cultura actual, no faltan valores espirituales y religiosos, y el hombre �a pesar de toda apariencia contraria� sigue siendo incansablemente un hambriento y sediento de Dios. Pero con frecuencia la religi�n cristiana corre el peligro de ser considerada como una religi�n entre tantas o quedar reducida a una pura �tica social al servicio del hombre. En efecto, no siempre aparece su inquietante novedad en la historia: es �misterio�; es el acontecimiento del Hijo de Dios que se hace hombre y da a cuantos lo acogen el �poder de hacerse hijos de Dios� (Jn 1, 12); es el anuncio, m�s a�n, el don de una alianza personal de amor y de vida de Dios con el hombre. Los futuros sacerdotes solamente podr�n comunicar a los dem�s este anuncio sorprendente y gratificante si, a trav�s de una adecuada formaci�n espiritual, logran el conocimiento profundo y la experiencia creciente de este �misterio� (cf. 1 Jn 1, 1-4).

El texto conciliar, aun consciente de la absoluta trascendencia del misterio cristiano, relaciona la �ntima comuni�n de los futuros presb�teros con Jes�s con una forma de amistad. No es �sta una pretensi�n absurda del hombre. Es simplemente el don inestimable de Cristo, que dice a sus ap�stoles: �No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que o�do a mi Padre os lo he dado a conocer� (Jn 15, 15).

El texto conciliar prosigue indicando un segundo gran valor espiritual: la b�squeda de Jes�s. �Ens��eseles a buscar a Cristo�. Es �ste, junto al quaerere Deum, un tema cl�sico de la espiritualidad cristiana, que encuentra su aplicaci�n espec�fica precisamente en el contexto de la vocaci�n de los ap�stoles. Juan, cuando nos narra el seguimiento por parte de los dos primeros disc�pulos, muestra el lugar que ocupa esta �b�squeda�. Es el mismo Jes�s el que pregunta: ��Qu� busc�is?� Y los dos responden: �Rabb�... �D�nde vives?� Sigue el evangelista: �Les respondi�: "Venid y lo ver�is". Fueron, pues, vieron d�nde viv�a y se quedaron con �l aquel d�a� (Jn 1, 37-39). En cierto modo la vida espiritual del que se prepara al sacerdocio est� dominada por esta b�squeda: por ella y por el �encuentro� con el Maestro, para seguirlo, para estar en comuni�n con �l. Tambi�n en el ministerio y en la vida sacerdotal deber� continuar esta �b�squeda�, pues es inagotable el misterio de la imitaci�n y participaci�n en la vida de Cristo. As� como tambi�n deber� continuar este �encontrar� al Maestro, para poder mostrarlo a los dem�s y, mejor a�n, para suscitar en los dem�s el deseo de buscar al Maestro. Pero esto es realmente posible si se propone a los dem�s una �experiencia� de vida, una experiencia que vale la pena compartir. �ste ha sido el camino seguido por Andr�s para llevar a su hermano Sim�n a Jes�s: Andr�s, escribe el evangelista Juan, �se encuentra primeramente con su hermano Sim�n y le dice: "Hemos encontrado al Mes�as" �que quiere decir Cristo�. Y le llev� donde Jes�s� (Jn 1, 41-42). Y as� tambi�n Sim�n es llamado �como ap�stol� al seguimiento de Cristo: �Jes�s, al verlo, le dijo: "T� eres Sim�n, el hijo de Juan; en adelante te llamar�s Cefas" �que quiere decir, "Pedro"�� (Jn 1, 42).

Pero, �qu� significa, en la vida espiritual, buscar a Cristo? y �d�nde encontrarlo? �Maestro, �d�nde vives?� El decreto conciliar Optatam totius parece indicar un triple camino: la meditaci�n fiel de la palabra de Dios, la participaci�n activa en los sagrados misterios de la Iglesia, el servicio de la caridad a los �m�s peque�os�. Se trata de tres grandes valores y exigencias que nos delimitan ulteriormente el contenido de la formaci�n espiritual del candidato al sacerdocio.

47. Elemento esencial de la formaci�n espiritual es la lectura meditada y orante de la Palabra de Dios (lectio divina); es la escucha humilde y llena de amor que se hace elocuente. En efecto, a la luz y con la fuerza de la Palabra de Dios es como puede descubrirse, comprenderse, amarse y seguirse la propia vocaci�n; y tambi�n cumplirse la propia misi�n, hasta tal punto que toda la existencia encuentra su significado unitario y radical en ser el fin de la Palabra de Dios que llama al hombre, y el principio de la palabra del hombre que responde a Dios. La familiaridad con la Palabra de Dios facilitar� el itinerario de la conversi�n, no solamente en el sentido de apartarse del mal para adherirse al bien, sino tambi�n en el sentido de alimentar en el coraz�n los pensamientos de Dios, de forma que la fe, como respuesta a la Palabra, se convierta en el nuevo criterio de juicio y valoraci�n de los hombres y de las cosas, de los acontecimientos y problemas.

Pero es necesario acercarse y escuchar la Palabra de Dios tal como es, pues hace encontrar a Dios mismo, a Dios que habla al hombre; hace encontrar a Cristo, el Verbo de Dios, la Verdad que a la vez es Camino y Vida (cf. Jn 14, 6). Se trata de leer las �escrituras� escuchando las �palabras�, la �Palabra� de Dios, como nos recuerda el Concilio: �La Sagrada Escritura contiene la Palabra de Dios, y en cuanto inspirada es realmente Palabra de Dios�.(138) Y el mismo Concilio: �En esta revelaci�n Dios invisible (cf. Col 1, 15; 1 Tim 1,17), movido de amor, habla a los hombres como a amigos (cf. Ex 33, 11; Jn 15, 14-15), trata con ellos (cf. Bar 3, 38) para invitarlos y recibirlos en su compa��a�.(139)

El conocimiento amoroso y la familiaridad orante con la Palabra de Dios revisten un significado espec�fico en el ministerio prof�tico del sacerdote, para cuyo cumplimiento adecuado son una condici�n imprescindible, principalmente en el contexto de la �nueva evangelizaci�n�, a la que hoy la Iglesia est� llamada. El Concilio exhorta: �Todos los cl�rigos, especialmente los sacerdotes, di�conos y catequistas dedicados por oficio al ministerio de la palabra, han de leer y estudiar asiduamente la Escritura para no volverse "predicadores vac�os de la palabra, que no la escucha por dentro" (San Agust�n, Serm. 179, 1: PL 38, 966)�.(140)

La forma primera y fundamental de respuesta a la Palabra es la oraci�n, que constituye sin duda un valor y una exigencia primarios de la formaci�n espiritual. �sta debe llevar a los candidatos al sacerdocio a conocer y experimentar el sentido aut�ntico de la oraci�n cristiana, el de ser un encuentro vivo y personal con el Padre por medio del Hijo unig�nito bajo la acci�n del Esp�ritu; un di�logo que participa en el coloquio filial que Jes�s tiene con el Padre. Un aspecto, ciertamente no secundario, de la misi�n del sacerdote es el de ser �maestro de oraci�n�. Pero el sacerdote solamente podr� formar a los dem�s en la escuela de Jes�s orante, si �l mismo se ha formado y contin�a form�ndose en la misma escuela. Esto es lo que piden los hombres al sacerdote: �El sacerdote es el hombre de Dios, el que pertenece a Dios y hace pensar en Dios. Cuando la Carta a los Hebreos habla de Cristo, lo presenta como un Sumo Sacerdote "misericordioso y fiel en lo que toca a Dios" (Heb 2, 17)... Los cristianos esperan encontrar en el sacerdote no s�lo un hombre que los acoja, que los escuche con gusto y les muestre una sincera amistad, sino tambi�n y sobre todo un hombre que les ayude a mirar a Dios, a subir hacia �l. Es preciso, pues, que el sacerdote est� formado en una profunda intimidad con Dios. Los que se preparan para el sacerdocio deben comprender que todo el valor de su vida sacerdotal depender� del don de s� mismos que sepan hacer a Cristo y, por medio de Cristo, al Padre�.(141)

En un contexto de agitaci�n y bullicio como el de nuestra sociedad, un elemento pedag�gico necesario para la oraci�n es la educaci�n en el significado humano profundo y en el valor religioso del silencio, como atm�sfera espiritual indispensable para percibir la presencia de Dios y dejarse conquistar por ella (cf. 1 Re 19, 11ss.).

48. El culmen de la oraci�n cristiana es la Eucarist�a, que a su vez es �la cumbre y la fuente� de los Sacramentos y de la Liturgia de las Horas. Para la formaci�n espiritual de todo cristiano, y en especial de todo sacerdote, es muy necesaria la educaci�n lit�rgica, en el sentido pleno de una inserci�n vital en el misterio pascual de Jesucristo, muerto y resucitado, presente y operante en los sacramentos de la Iglesia. La comuni�n con Dios, soporte de toda la vida espiritual, es un don y un fruto de los sacramentos; y al mismo tiempo es un deber y una responsabilidad que los sacramentos conf�an a la libertad del creyente, para que viva esa comuni�n en las decisiones, opciones, actitudes y acciones de su existencia diaria. En este sentido, la �gracia� que hace �nueva� la vida cristiana es la gracia de Jesucristo muerto y resucitado, que sigue derramando su Esp�ritu santo y santificador en los sacramentos; igualmente la �ley nueva�, que debe ser gu�a y norma de la existencia del cristiano, est� escrita por los sacramentos en el �coraz�n nuevo�. Y es ley de caridad para con Dios y los hermanos, como respuesta y prolongaci�n del amor de Dios al hombre, significada y comunicada por los sacramentos. Se entiende el valor de esta participaci�n �plena, consciente y activa�(142) en las celebraciones sacramentales, gracias al don y acci�n de aquella �caridad pastoral� que constituye el alma del ministerio sacerdotal.

Esto se aplica sobre todo a la participaci�n en la Eucarist�a, memorial de la muerte sacrificial de Cristo y de su gloriosa resurrecci�n, �sacramento de piedad, signo de unidad, v�nculo de caridad�,(143) banquete pascual en el que �Cristo es nuestra comida, se celebra el memorial de su pasi�n, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria futura�.(144) Ahora bien, los sacerdotes, por su condici�n de ministros de las cosas sagradas, son sobre todo los ministros del Sacrificio de la Misa:(145) su papel es totalmente insustituible, porque sin sacerdote no puede haber sacrificio eucar�stico.

Esto explica la importancia esencial de la Eucarist�a para la vida y el ministerio sacerdotal y, por tanto, para la formaci�n espiritual de los candidatos al sacerdocio. Con gran sencillez y buscando la m�xima concreci�n deseo repetir que �es necesario que los seminaristas participen diariamente en la celebraci�n eucar�stica, de forma que luego tomen como regla de su vida sacerdotal la celebraci�n diaria. Adem�s, han de ser educados a considerar la celebraci�n eucar�stica como el momento esencial de su jornada, en el que participar�n activamente, sin contentarse nunca con una asistencia meramente habitual. F�rmese tambi�n a los aspirantes al sacerdocio seg�n aquellas actitudes �ntimas que la Eucarist�a fomenta: la gratitud por los bienes recibidos del cielo, ya que la Eucarist�a significa acci�n de gracias; la actitud donante, que los lleve a unir su entrega personal al ofrecimiento eucar�stico de Cristo; la caridad, alimentada por un sacramento que es signo de unidad y de participaci�n; el deseo de contemplaci�n y adoraci�n ante Cristo realmente presente bajo las especies eucar�sticas�.(146)

Es necesario y tambi�n urgente invitar a redescubrir, en la formaci�n espiritual, la belleza y la alegr�a del Sacramento de la Penitencia. En una cultura en la que, con nuevas y sutiles formas de autojustificaci�n, se corre el riesgo de perder el �sentido del pecado� y, en consecuencia, la alegr�a consoladora del perd�n (cf. Sal 51, 14) y del encuentro con Dios �rico en misericordia� (Ef 2, 4), urge educar a los futuros presb�teros en la virtud de la penitencia, alimentada con sabidur�a por la Iglesia en sus celebraciones y en los tiempos del a�o lit�rgico, y que encuentra su plenitud en el sacramento de la Reconciliaci�n. De aqu� provienen el significado de la ascesis y de la disciplina interior, el esp�ritu de sacrificio y de renuncia, la aceptaci�n de la fatiga y de la cruz. Se trata de elementos de la vida espiritual, que con frecuencia se presentan particularmente dif�ciles para muchos candidatos al sacerdocio, acostumbrados a condiciones de vida de relativa comodidad y bienestar, y menos propensos y sensibles a estos elementos a causa de modelos de comportamiento e ideales presentados por los medios de comunicaci�n social, incluso en los pa�ses donde las condiciones de vida son m�s pobres y la situaci�n de los j�venes m�s austera. Por esta raz�n, pero sobre todo para poner en pr�ctica �a ejemplo de Cristo, buen Pastor� �la donaci�n radical de s� mismo� propia del sacerdote, los Padres sinodales se�alan que �es necesario inculcar el sentido de la cruz, que es el centro del misterio pascual. Gracias a esta identificaci�n con Cristo crucificado, como siervo, el mundo puede volver a encontrar el valor de la austeridad, del dolor y tambi�n del martirio, dentro de la actual cultura imbuida de secularismo, codicia y hedonismo�.(147)

49. La formaci�n espiritual comporta tambi�n buscar a Cristo en los hombres.

En efecto, la vida espiritual, es vida interior, vida de intimidad con Dios, vida de oraci�n y contemplaci�n. Pero del encuentro con Dios y con su amor de Padre de todos, nace precisamente la exigencia indeclinable del encuentro con el pr�jimo, de la propia entrega a los dem�s, en el servicio humilde y desinteresado que Jes�s ha propuesto a todos como programa de vida en el lavatorio de los pies a los ap�stoles: �Os he dado ejemplo, para que tambi�n vosotros hag�is como yo he hecho con vosotros� (Jn 13, 15).

La formaci�n de la propia entrega generosa y gratuita, favorecida tambi�n por la vida comunitaria seguida en la preparaci�n al sacerdocio, representa una condici�n irrenunciable para quien est� llamado a hacerse epifan�a y transparencia del buen Pastor, que da la vida (cf. Jn 10, 11.15). Bajo este aspecto la formaci�n espiritual tiene y debe desarrollar su dimensi�n pastoral o caritativa intr�nseca, y puede servirse �tilmente de una justa �profunda y tierna, a la vez� devoci�n al Coraz�n de Cristo, como han indicado los Padres del S�nodo: �Formar a los futuros sacerdotes en la espiritualidad del Coraz�n del Se�or supone llevar una vida que corresponda al amor y al afecto de Cristo, Sacerdote y buen Pastor: a su amor al Padre en el Esp�ritu Santo, a su amor a los hombres hasta inmolarse entregando su vida�.(148)

Por tanto, el sacerdote es el hombre de la caridad y est� llamado a educar a los dem�s en la imitaci�n de Cristo y en el mandamiento nuevo del amor fraterno (cf. Jn 15, 12). Pero esto exige que �l mismo se deje educar continuamente por el Esp�ritu en la caridad del Se�or. En este sentido, la preparaci�n al sacerdocio tiene que incluir una seria formaci�n en la caridad, en particular en el amor preferencial por los �pobres�, en los cuales, mediante la fe, descubre la presencia de Jes�s (cf. Mt 25, 40) y en el amor misericordioso por los pecadores.

En la perspectiva de la caridad, que consiste en el don de s� mismo por amor, encuentra su lugar en la formaci�n espiritual del futuro sacerdote la educaci�n en la obediencia, en el celibato y en la pobreza.(149) En este sentido invitaba el Concilio: �Entiendan con toda claridad los alumnos que su destino no es el mando ni son los honores, sino la entrega total al servicio de Dios y al ministerio pastoral. Con singular cuidado ed�queseles en la obediencia sacerdotal, en el tenor de vida pobre y en el esp�ritu de la propia abnegaci�n, de suerte que se habit�en a renunciar con prontitud a las cosas que, aun siendo l�citas, no convienen, y a asemejarse a Cristo crucificado�.(150)

50. La formaci�n espiritual de quien es llamado a vivir el celibato debe dedicar una atenci�n particular a preparar al futuro sacerdote para conocer, estimar, amar y vivir el celibato en su verdadera naturaleza y en su verdadera finalidad, y, por tanto, en sus motivaciones evang�licas, espirituales y pastorales. Presupuesto y contenido de esta preparaci�n es la virtud de la castidad, que determina todas las relaciones humanas y lleva a experimentar y manifestar... un amor sincero, humano, fraterno, personal y capaz de sacrificios, siguiendo el ejemplo de Cristo, con todos y con cada uno�.(151)

El celibato de los sacerdotes reviste a la castidad con algunas caracter�sticas de las cuales ellos, �renunciando a la sociedad conyugal por el reino de los cielos (cf. Mt 19, 12), se unen al Se�or con un amor indiviso, que est� �ntimamente en consonancia con el Nuevo Testamento; dan testimonio de la resurrecci�n en el siglo futuro (cf. Lc 20, 36) y tienen a mano una ayuda important�sima para el ejercicio continuo de aquella perfecta caridad que les capacita para hacerse todo a todos en su ministerio sacerdotal�.(152) En este sentido el celibato sacerdotal no se puede considerar simplemente como una norma jur�dica ni como una condici�n totalmente extr�nseca para ser admitidos a la ordenaci�n, sino como un valor profundamente ligado con la sagrada Ordenaci�n, que configura a Jesucristo, buen Pastor y Esposo de la Iglesia, y, por tanto, como la opci�n de un amor m�s grande e indiviso a Cristo y a su Iglesia, con la disponibilidad plena y gozosa del coraz�n para el ministerio pastoral. El celibato ha de ser considerado como una gracia especial, como un don que �no todos entienden..., sino s�lo aqu�llos a quienes se les ha concedido� (Mt 19, 11).

Ciertamente es una gracia que no dispensa de la respuesta consciente y libre por parte de quien la recibe, sino que la exige con una fuerza especial. Este carisma del Esp�ritu lleva consigo tambi�n la gracia para que el que lo recibe permanezca fiel durante toda su vida y cumpla con generosidad y alegr�a los compromisos correspondientes. En la formaci�n del celibato sacerdotal deber� asegurarse la conciencia del �don precioso de Dios�,(153) que llevar� a la oraci�n y la vigilancia para que el don sea protegido de todo aquello que pueda amenazarlo.

Viviendo su celibato el sacerdote podr� ejercer mejor su ministerio en el pueblo de Dios. En particular, dando testimonio del valor evang�lico de la virginidad, podr� ayudar a los esposos cristianos a vivir en plenitud el �gran sacramento� del amor de Cristo Esposo hacia la Iglesia su esposa, as� como su fidelidad en el celibato servir� tambi�n de ayuda para la fidelidad de los esposos.(154)

La importancia y delicadeza de la preparaci�n al celibato sacerdotal, especialmente en las situaciones sociales y culturales actuales, han llevado a los Padres sinodales a una serie de cuestiones, cuya validez permanente est� confirmada por la sabidur�a de la madre Iglesia. Las propongo autorizadamente como criterios que deben seguirse en la formaci�n de la castidad en el celibato: �Los Obispos, junto con los rectores y directores espirituales de los seminarios, establezcan principios, ofrezcan criterios y proporcionen ayudas para el discernimiento en esta materia. Son de m�xima importancia para la formaci�n de la castidad en el celibato la solicitud del Obispo y la vida fraterna entre los sacerdotes. En el seminario, o sea, en su programa de formaci�n, debe presentarse el celibato con claridad, sin ninguna ambig�edad y de forma positiva. El seminarista debe tener un adecuado grado de madurez ps�quica y sexual, as� como una vida asidua y aut�ntica de oraci�n, y debe ponerse bajo la direcci�n de un padre espiritual. El director espiritual debe ayudar al seminarista para que llegue a una decisi�n madura y libre, que est� fundada en la estima de la amistad sacerdotal y de la autodisciplina, como tambi�n en la aceptaci�n de la soledad y en un correcto estado personal f�sico y psicol�gico. Para ello los seminaristas deben conocer bien la doctrina del Concilio Vaticano II, la enc�clica Sacerdotalis caelibatus y la Instrucci�n para la formaci�n del celibato sacerdotal, publicada por la Congregaci�n para la Educaci�n Cat�lica en 1974. Para que el seminarista pueda abrazar con libre decisi�n el celibato por el Reino de los cielos, es necesario que conozca la naturaleza cristiana y verdaderamente humana, y el fin de la sexualidad en el matrimonio y en el celibato. Tambi�n es necesario instruir y educar a los fieles laicos sobre las motivaciones evang�licas, espirituales y pastorales propias del celibato sacerdotal, de modo que ayuden a los presb�teros con la amistad, comprensi�n y colaboraci�n�.(155)

Formaci�n intelectual: inteligencia de la fe

51. La formaci�n intelectual, aun teniendo su propio car�cter espec�fico, se relaciona profundamente con la formaci�n humana y espiritual, constituyendo con ellas un elemento necesario; en efec to, es como una exigencia insustituible de la inteligencia con la que el hombre, participando de la luz de la inteligencia divina, trata de conseguir una sabidur�a que, a su vez, se abre y avanza al conocimiento de Dios y a su adhesi�n.(156)

La formaci�n intelectual de los candidatos al sacerdocio encuentra su justificaci�n espec�fica en la naturaleza misma del ministerio ordenado y manifiesta su urgencia actual ante el reto de la nueva evangelizaci�n a la que el Se�or llama a su Iglesia a las puertas del tercer milenio. �Si todo cristiano �afirman los Padres sinodales� debe estar dispuesto a defender la fe y a dar raz�n de la esperanza que vive en nosotros (cf. 1 Pe 3, 15), mucho m�s los candidatos al sacerdocio y los presb�teros deben cuidar diligentemente el valor de la formaci�n intelectual en la educaci�n y en la actividad pastoral, dado que, para la salvaci�n de los hermanos y hermanas, deben buscar un conocimiento m�s profundo de los misterios divinos�.(157) Adem�s, la situaci�n actual, marcada gravemente por la indiferencia religiosa y por una difundida desconfianza en la verdadera capacidad de la raz�n para alcanzar la verdad objetiva y universal, as� como por los problemas y nuevos interrogantes provocados por los descubrimientos cient�ficos y tecnol�gicos, exige un excelente nivel de formaci�n intelectual, que haga a los sacerdotes capaces de anunciar �precisamente en ese contexto� el inmutable Evangelio de Cristo y hacerlo cre�ble frente a las leg�timas exigencias de la raz�n huma na. A��dase, adem�s, que el actual fen�meno del pluralismo, acentuado m�s que nunca en el �mbito no s�lo de la sociedad humana sino tambi�n de la misma comunidad eclesial, requiere una aptitud especial para el discernimiento cr�tico: es un motivo ulterior que demuestra la necesidad de una formaci�n intelectual m�s s�lida que nunca.

Esta exigencia �pastoral� de la formaci�n intelectual confirma cuanto se ha dicho ya sobre la unidad del proceso educativo en sus varias dimensiones. La dedicaci�n al estudio, que ocupa una buena parte de la vida de quien se prepara al sacerdocio, no es precisamente un elemento extr�nseco y secundario de su crecimiento humano, cristiano, espiritual y vocacional; en realidad, a trav�s del estudio, sobre todo de la teolog�a, el futuro sacerdote se adhiere a la palabra de Dios, crece en su vida espiritual y se dispone a realizar su ministerio pastoral. Es �sta la finalidad m�ltiple y unitaria del estudio teol�gico indicada por el Concilio(158) y propuesta nuevamente por el Instrumentum laboris del S�nodo con las siguientes palabras: �Para que pueda ser pastoralmente eficaz, la formaci�n intelectual debe integrarse en un camino espiritual marcado por la experiencia personal de Dios, de tal manera que se pueda superar una pura ciencia nocion�stica y llegar a aquella inteligencia del coraz�n que sabe "ver" primero y es capaz despu�s de comunicar el misterio de Dios a los hermanos�.(159)

52. Un momento esencial de la formaci�n intelectual es el estudio de la filosof�a, que lleva a un conocimiento y a una interpretaci�n m�s profundos de la persona, de su libertad, de sus relaciones con el mundo y con Dios. Ello es muy urgente, no s�lo por la relaci�n que existe entre los argumentos filos�ficos y los misterios de la salvaci�n estudiados en teolog�a a la luz superior de la fe,(160) sino tambi�n frente a una situaci�n cultural muy difundida, que exalta el subjetivismo como criterio y medida de la verdad. S�lo una sana filosof�a puede ayudar a los candidatos al sacerdocio a desarrollar una conciencia refleja de la relaci�n constitutiva que existe entre el esp�ritu humano y la verdad, la cual se nos revela plenamente en Jesucristo. Tampoco hay que infravalorar la importancia de la filosof�a para garantizar aquella �certeza de verdad�, la �nica que puede estar en la base de la entrega personal total a Jes�s y a la Iglesia. No es dif�cil entender c�mo algunas cuestiones muy concretas �como lo son la identidad del sacerdote y su compromiso apost�lico y misionero� est�n profundamente ligadas a la cuesti�n, nada abstracta, de la verdad: si no se est� seguro de la verdad, �c�mo se podr� poner en juego la propia vida y tener fuerzas para interpelar seriamente la vida de los dem�s?

La filosof�a ayuda no poco al candidato a enriquecer su formaci�n intelectual con el �culto de la verdad�, es decir, una especie de veneraci�n amorosa de la verdad, la cual lleva a reconocer que �sta no es creada y medida por el hombre, sino que es dada al hombre como don por la Verdad suprema, Dios; que, aun con limitaciones y a veces con dificultades, la raz�n humana puede alcanzar la verdad objetiva y universal, incluso la que se refiere a Dios y al sentido radical de la existencia; y que la fe misma no puede prescindir de la raz�n ni del esfuerzo de �pensar� sus contenidos, como testimoniaba la gran mente de Agust�n: �He deseado ver con el entendimiento aquello que he cre�do, y he discutido y trabajado mucho�.(161)

Para una comprensi�n m�s profunda del hombre y de los fen�menos y l�neas de evoluci�n de la sociedad, en orden al ejercicio, �encarnado� lo m�s posible, del ministerio pastoral, pueden ser de gran utilidad las llamadas �ciencias del hombre�, como la sociolog�a, la psicolog�a, la pedagog�a, la ciencia de la econom�a y de la pol�tica, y la ciencia de la comunicaci�n social. Aunque s�lo sea en el �mbito muy concreto de las ciencias positivas o descriptivas, �stas ayudan al futuro sacerdote a prolongar la �contemporaneidad� vivida por Cristo. �Cristo, dec�a Pablo VI, se ha hecho contempor�neo a algunos hombres y ha hablado su lenguaje. La fidelidad a �l requiere que contin�e esta contemporaneidad�.(162)

53. La formaci�n intelectual del futuro sacerdote se basa y se construye sobre todo en el estudio de la sagrada doctrina y de la teolog�a. El valor y la autenticidad de la formaci�n teol�gica dependen del respeto escrupuloso de la naturaleza propia de la teolog�a, que los Padres sinodales han resumido as�: �La verdadera teolog�a proviene de la fe y trata de conducir a la fe�.(163) �sta es la concepci�n que constantemente ha ense�ado la Iglesia cat�lica mediante su Magisterio. �sta es tambi�n la l�nea seguida por los grandes te�logos, que enriquecieron el pensamiento de la Iglesia cat�lica a trav�s de los siglos. Santo Tom�s es muy expl�cito cuando afirma que la fe es como el habitus de la teolog�a, o sea, su principio operativo permanente,(164) y que �toda la teolog�a est� ordenada a alimentar la fe�.(165)

Por tanto, el te�logo es ante todo un creyente, un hombre de fe. Pero es un creyente que se pregunta sobre su fe (fides quaerens intellectum), que se pregunta para llegar a una comprensi�n m�s profunda de la fe misma. Los dos aspectos, la fe y la reflexi�n madura, est�n profundamente relacionados entre s�; precisamente su �ntima coordinaci�n y compenetraci�n es decisiva para la verdadera naturaleza de la teolog�a, y, por consiguiente, es decisiva para los contenidos, modalidades y esp�ritu seg�n los cuales hay que elaborar y estudiar la sagrada doctrina.

Adem�s, ya que la fe, punto de partida y de llegada de la teolog�a, opera una relaci�n personal del creyente con Jesucristo en la Iglesia, la teolog�a tiene tambi�n caracter�sticas cristol�gicas y eclesiales intr�nsecas, que el candidato al sacerdocio debe asumir conscientemente, no s�lo por las implicaciones que afectan a su vida personal, sino tambi�n por aquellas que afectan a su ministerio pastoral. Por ser la fe aceptaci�n de la Palabra de Dios, lleva a un �s� radical del creyente a Jesucristo, Palabra plena y definitiva de Dios al mundo (cf. Heb 1, 1ss.). Por consiguiente, la reflexi�n teol�gica tiene su centro en la adhesi�n a Jesucristo, Sabidur�a de Dios. La misma reflexi�n madura debe considerarse como una participaci�n de la �mente� de Cristo (cf. 1 Cor 2, 16) en la forma humana de una ciencia (scientia fidei). Al mismo tiempo la fe introduce al creyente en la Iglesia y lo hace part�cipe de su vida, como comunidad de fe. En consecuencia, la teolog�a posee una dimensi�n eclesial, porque es una reflexi�n madura sobre la fe de la Iglesia hecha por el te�logo, que es miembro de la Iglesia.(166)

Estas perspectivas cristol�gicas y eclesiales, que son connaturales a la teolog�a, ayudan a desarrollar en los candidatos al sacerdocio, adem�s del rigor cient�fico, un grande y vivo amor a Jesucristo y a su Iglesia: este amor, a la vez que alimenta su vida espiritual, les sirve de pauta para el ejercicio generoso de su ministerio. Tal era precisamente la intenci�n del Concilio Vaticano II, cuando ped�a la reforma de los estudios eclesi�sticos, mediante una m�s adecuada estructuraci�n de las diversas disciplinas filos�ficas y teol�gicas para hacer que �concurran armoniosamente a abrir cada vez m�s las inteligencias de los alumnos al misterio de Cristo, que afecta a toda la humanidad, influye constantemente en la Iglesia y act�a sobre todo por obra del ministerio sacerdotal�.(167)

La formaci�n intelectual teol�gica y la vida espiritual �en particular la vida de oraci�n� se encuentran y refuerzan mutuamente, sin quitar por ello nada a la seriedad de la investigaci�n ni al gusto espiritual de la oraci�n. San Buenaventura advierte: �Nadie crea que le baste la lectura sin la unci�n, la especulaci�n sin la devoci�n, la b�squeda sin el asombro, la observacion sin el j�bilo, la actividad sin la piedad, la ciencia sin la caridad, la inteligencia sin la humildad, el estudio sin la gracia divina, la investigaci�n sin la sabidur�a de la inspiraci�n sobrenatural�.(168)

54. La formaci�n teol�gica es una tarea sumamente compleja y comprometida. Ella debe llevar al candidato al sacerdocio a poseer una visi�n completa y unitaria de las verdades reveladas por Dios en Jesucristo y de la experiencia de fe de la Iglesia; de ah� la doble exigencia de conocer �todas� las verdades cristianas y conocerlas de manera org�nica, sin hacer selecciones arbitrarias. Esto exige ayudar al alumno a elaborar una s�ntesis que sea fruto de las aportaciones de las diversas disciplinas teol�gicas, cuyo car�cter espec�fico alcanza aut�ntico valor s�lo en la profunda coordinaci�n de todas ellas.

En su reflexi�n madura sobre la fe, la teolog�a se mueve en dos direcciones. La primera es la del estudio de la Palabra de Dios: la palabra escrita en el Libro sagrado, celebrada y transmitida en la Tradici�n viva de la Iglesia e interpretada aut�nticamente por su Magisterio. De aqu� el estudio de la Sagrada Escritura, �la cual debe ser como el alma de toda la teolog�a�:(169) de los Padres de la Iglesia y de la liturgia, de la historia eclesi�stica, de las declaraciones del Magisterio. La segunda direcci�n es la del hombre, interlocutor de Dios: el hombre llamado a �creer�, a �vivir� y a �comunicar� a los dem�s la fides y el ethos cristiano. De aqu� el estudio de la dogm�tica, de la teolog�a moral, de la teolog�a espiritual, del derecho can�nico y de la teolog�a pastoral.

La referencia al hombre creyente lleva la teolog�a a dedicar una particular atenci�n, por un lado, a las consecuencias fundamentales y permanentes de la relaci�n fe-raz�n; por otro, a algunas exigencias m�s relacionadas con la situaci�n social y cultural de hoy. Bajo el primer punto de vista se sit�a el estudio de la teolog�a fundamental, que tiene como objeto el hecho de la revelaci�n cristiana y su transmisi�n en la Iglesia. En la segunda perspectiva se colocan aquellas disciplinas que han tenido y tienen un desarrollo m�s decisivo como respuestas a problemas hoy intensamente vividos, como por ejemplo el estudio de la doctrina social de la Iglesia, que �pertenece al �mbito... de la teolog�a y especialmente de la teolog�a moral�,(170) y que es uno de los �componentes esenciales� de la �nueva evangelizaci�n�, de la que es instrumento;(171) igualmente el estudio de la misi�n, del ecumenismo, del juda�smo, del Islam y de otras religiones no cristianas.

55. La formaci�n teol�gica actual debe prestar particular atenci�n a algunos problemas que no pocas veces suscitan dificultades, tensiones, desorientaci�n en la vida de la Iglesia. Pi�nsese en la relaci�n entre las declaraciones del Magisterio y las discusiones teol�gicas; relaci�n que no siempre se desarrolla como deber�a ser, o sea, en la perspectiva de la colaboraci�n. Ciertamente �el Magisterio vivo de la Iglesia y la teolog�a �aun desempe�ado funciones diversas� tienen en definitiva el mismo fin: mantener al Pueblo de Dios en la verdad que hace libres y hacer de �l la "luz de las naciones". Dicho servicio a la comunidad eclesial pone en relaci�n rec�proca al te�logo con el Magisterio. Este �ltimo ense�a aut�nticamente la doctrina de los Ap�stoles y, sacando provecho del trabajo teol�gico, replica a las objeciones y deformaciones de la fe, proponiendo adem�s, con la autoridad recibida de Jesucristo, nuevas profundizaciones, explicitaciones y aplicaciones de la doctrina revelada. La teolog�a, en cambio, adquiere, de modo reflejo, una comprensi�n cada vez m�s profunda de la Palabra de Dios, contenida en la Escritura y transmitida fielmente por la Tradici�n viva de la Iglesia bajo la gu�a del Magisterio, a la vez que se esfuerza por aclarar esta ense�anza de la Revelaci�n frente a las instancias de la raz�n y le da una forma org�nica y sistem�tica�.(172) Pero cuando, por una serie de motivos, disminuye esta colaboraci�n, es preciso no prestarse a equ�vocos y confusiones, sabiendo distinguir cuidadosamente �la doctrina com�n de la Iglesia, de las opiniones de los te�logos y de las tendencias que se desvanecen con el pasar del tiempo (las llamadas "modas")�.(173) No existe un magisterio �paralelo�, porque el �nico magisterio es el de Pedro y los ap�stoles, el del Papa y los Obispos.(174)

Otro problema, que se da principalmente donde los estudios seminar�sticos est�n encomendados a instituciones acad�micas, se refiere a la relaci�n entre el rigor cient�fico de la teolog�a y su aplicaci�n pastoral, y, por tanto, la naturaleza pastoral de la teolog�a. En realidad, se trata de dos caracter�sticas de la teolog�a y de su ense�anza que no s�lo no se oponen entre s�, sino que coinciden, aunque sea bajo aspectos diversos, en el plano de una m�s completa �inteligencia de la fe�. En efecto, el caracter pastoral de la teolog�a no significa que �sta sea menos doctrinal o incluso que est� privada de su car�cter cient�fico; por el contrario, significa que prepara a los futuros sacerdotes para anunciar el mensaje evang�lico a trav�s de los medios culturales de su tiempo y a plantear la acci�n pastoral seg�n una aut�ntica vision teol�gica. Y as�, por un lado, un estudio respetuoso del car�cter rigurosamente cient�fico de cada una de las disciplinas teol�gicas contribuir� a la formaci�n m�s completa y profunda del pastor de almas como maestro de la fe; por otro lado, una adecuada sensibilidad en su aplicaci�n pastoral har� que sea el estudio serio y cient�fico de la teolog�a verdaderamente formativo para los futuros presb�teros.

Un problema ulterior nace de la exigencia �hoy intensamente sentida� de la evangelizaci�n de las culturas y de la inculturaci�n del mensaje de la fe. Es �ste un problema eminentemente pastoral, que debe ser incluido con mayor amplitud y particular sensibilidad en la formaci�n de los candidatos al sacerdocio: �En las actuales circunstancias, en que en algunas regiones del mundo la religi�n cristiana se considera como algo extra�o a las culturas, tanto antiguas como modernas, es de gran importancia que en toda la formaci�n intelectual y humana se considere necesaria y esencial la dimensi�n de la inculturaci�n.(175) Pero esto exige previamente una teolog�a aut�ntica, inspirada en los principios cat�licos sobre esa inculturaci�n. Estos principios se relacionan con el misterio de la encarnaci�n del Verbo de Dios y con la antropolog�a cristiana e iluminan el sentido aut�ntico de la inculturaci�n; �sta, ante las culturas m�s dispares y a veces contrapuestas, presentes en las distintas partes del mundo, quiere ser una obediencia al mandato de Cristo de predicar el Evangelio a todas las gentes hasta los �ltimos confines de la tierra. Esta obediencia no significa sincretismo, ni simple adaptaci�n del anuncio evang�lico, sino que el Evangelio penetra vitalmente en las culturas, se encarna en ellas, superando sus elementos culturales incompatibles con la fe y con la vida cristiana y elevando sus valores al misterio de la salvaci�n, que proviene de Cristo.(176) El problema de esta inculturaci�n puede tener un inter�s espec�fico cuando los candidatos al sacerdocio provienen de culturas aut�ctonas; entonces, necesitar�n m�todos adecuados de formaci�n, sea para superar el peligro de ser menos exigentes y desarrollar una educaci�n m�s d�bil de los valores humanos, cristianos y sacerdotales, sea para revalorizar los elementos buenos y aut�nticos de sus culturas y tradiciones�.(177)

56. Siguiendo las ense�anzas y orientaciones del Concilio Vaticano II y las normas de aplicaci�n de la Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis, ha tenido lugar en la Iglesia una amplia actualizaci�n de la ense�anza de las disciplinas filos�ficas y, sobre todo, teol�gicas en los seminarios. Aun necesitando en algunos casos ulteriores enmiendas o desarrollos, esta actualizaci�n ha contribuido en su conjunto a destacar cada vez m�s el proyecto educativo en el �mbito de la formaci�n intelectual. A este respecto, �los Padres sinodales han afirmado de nuevo, con frecuencia y claridad, la necesidad �m�s a�n, la urgencia-� de que se aplique en los seminarios y en las casas de formaci�n el plan fundamental de estudios, tanto el universal como el de cada naci�n o Conferencia episcopal�.(178)

Es necesario contrarrestar decididamente la tendencia a reducir la seriedad y el esfuerzo en los estudios, que se deja sentir en algunos ambientes eclesiales, como consecuencia de una preparaci�n b�sica insuficiente y con lagunas en los alumnos que comienzan el per�odo filos�fico y teol�gico. Esta misma situaci�n contempor�nea exige cada vez m�s maestros que est�n realmente a la altura de la complejidad de los tiempos y sean capaces de afrontar, con competencia, claridad y profundidad los interrogantes vitales del hombre de hoy, a los que s�lo el Evangelio de Jes�s da la plena y definitiva respuesta.

La formaci�n pastoral: comunicar la caridad de Jesucristo, buen Pastor

57. Toda la formaci�n de los candidatos al sacerdocio est� orientada a prepararlos de una manera espec�fica para comunicar la caridad de Cristo, buen Pastor. Por tanto, esta formaci�n, en sus diversos aspectos, debe tener un car�cter esencialmente pastoral. Lo afirma claramente el decreto conciliar Optatam totius, refiri�ndose a los seminarios mayores: �La educaci�n de los alumnos debe tender a la formaci�n de verdaderos pastores de las almas, a ejemplo de nuestro Se�or Jesucristo, Maestro, Sacerdote y Pastor. Por consiguiente, deben prepararse para el ministerio de la Palabra: para comprender cada vez mejor la palabra revelada por Dios, poseerla con la meditaci�n y expresarla con la palabra y la conducta; deben prepararse para el ministerio del culto y de la santificaci�n, a fin de que, orando y celebrando las sagradas funciones lit�rgicas, ejerzan la obra de salvaci�n por medio del sacrificio eucar�stico y los sacramentos; deben prepararse para el ministerio del Pastor: para que sepan representar delante de los hombres a Cristo, que "no vino a ser servido, sino a servir y dar su vida para redenci�n del mundo" (Mc 10, 45; cf. Jn 13, 12-17), y, hechos servidores de todos, ganar a muchos (cf. 1 Cor 9,19)�.(179)

El texto conciliar insiste en la profunda coordinaci�n que hay entre los diversos aspectos de la formaci�n humana, espiritual e intelectual; y, al mismo tiempo, en su finalidad pastoral espec�fica. En este sentido, la finalidad pastoral asegura a la formaci�n humana, espiritual e intelectual algunos contenidos y caracter�sticas concretas, a la vez que unifica y determina toda la formaci�n de los futuros sacerdotes.

Como cualquier otra formaci�n, tambi�n la formaci�n pastoral se desarrolla mediante la reflexi�n madura y la aplicaci�n pr�ctica, y tiene sus ra�ces profundas en un esp�ritu que es el soporte y la fuerza impulsora y de desarrollo de todo.

Por tanto, es necesario el estudio de una verdadera y propia disciplina teol�gica: la teolog�a pastoral o pr�ctica, que es una reflexi�n cient�fica sobre la Iglesia en su vida diaria, con la fuerza del Esp�ritu, a trav�s de la historia; una reflexi�n, sobre la Iglesia como �sacramento universal de salvaci�n�,(180) como signo e instrumento vivo de la salvaci�n de Jesucristo en la Palabra, en los Sacramentos y en el servicio de la caridad. La pastoral no es solamente un arte ni un conjunto de exhortaciones, experiencias y m�todos; posee una categor�a teol�gica plena, porque recibe de la fe los principios y criterios de la acci�n pastoral de la Iglesia en la historia, de una Iglesia que �engendra� cada d�a a la Iglesia misma, seg�n la feliz expresi�n de San Beda el Venerable: �Nam et Ecclesia quotidie gignit Ecclesiam�.(181) Entre estos principios y criterios se encuentra aquel especialmente importante del discernimiento evang�lico sobre la situaci�n sociocultural y eclesial, en cuyo �mbito se desarrolla la acci�n pastoral.

El estudio de la teolog�a pastoral debe iluminar la aplicaci�n pr�ctica mediante la entrega y algunos servicios pastorales, que los candidatos al sacerdocio deben realizar, de manera progresiva y siempre en armon�a con las dem�s tareas formativas; se trata de �experiencias� pastorales, que han de confluir en un verdadero �aprendizaje pastoral�, que puede durar incluso alg�n tiempo y que requiere una verificaci�n de manera met�dica.

Mas el estudio y la actividad pastoral se apoyan en una fuente interior, que la formaci�n deber� custodiar y valorarizar: se trata de la comuni�n cada vez m�s profunda con la caridad pastoral de Jes�s, la cual, as� como ha sido el principio y fuerza de su acci�n salv�fica, tambi�n, gracias a la efusi�n del Esp�ritu Santo en el sacramento del Orden, debe ser principio y fuerza del ministerio del presb�tero. Se trata de una formaci�n destinada no s�lo a asegurar una competencia pastoral cient�fica y una preparaci�n pr�ctica, sino tambi�n, y sobre todo, a garantizar el crecimiento de un modo de estar en comuni�n con los mismos sentimientos y actitudes de Cristo, buen Pastor: �Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo� (Flp 2, 5).

58. Entendida as�, la formaci�n pastoral no puede reducirse a un simple aprendizaje, dirigido a familiarizarse con una t�cnica pastoral. El proyecto educativo del seminario se encarga de una verdadera y propia iniciaci�n en la sensibilidad del pastor, a asumir de manera consciente y madura sus responsabilidades, en el h�bito interior de valorar los problemas y establecer las prioridades y los medios de soluci�n, fundados siempre en claras motivaciones de fe y seg�n las exigencias teol�gicas de la pastoral misma.

A trav�s de la experiencia inicial y progresiva en el ministerio, los futuros sacerdotes podr�n ser introducidos en la tradici�n pastoral viva de su Iglesia particular; aprender�n a abrir el horizonte de su mente y de su coraz�n a la dimensi�n misionera de la vida eclesial; se ejercitar�n en algunas formas iniciales de colaboraci�n entre s� y con los presb�teros a los cuales ser�n enviados. En estos �ltimos recae �en coordinaci�n con el programa del seminario� una responsabilidad educativa pastoral de no poca importancia.

En la elecci�n de los lugares y servicios adecuados para la experiencia pastoral se debe prestar especial atenci�n a la parroquia,(182) c�lula vital de dichas experiencias sectoriales y especializadas, en la que los candidatos al sacerdocio se encontrar�n frente a los problemas inherentes a su futuro ministerio. Los Padres sinodales han propuesto una serie de ejemplos concretos, como la visita a los enfermos, la atenci�n a los emigrantes, exiliados y n�madas, el celo de la caridad que se traduce en diversas obras sociales. En particular dicen: �Es necesario que el presb�tero sea testigo de la caridad de Cristo mismo que �pas� haciendo el bien� (Hch 10, 38); el presb�tero debe ser tambi�n el signo vis�ble de la solicitud de la Iglesia, que es Madre y Maestra. Y puesto que el hombre de hoy est� afectado por tantas desgracias, especialmente los que viven sometidos a una pobreza inhumana, a la violencia ciega o al poder abusivo, es necesario que el hombre de Dios, bien preparado para toda obra buena (cf. 2 Tim 3, 17), reivindique los derechos y la dignidad del hombre. Pero evite adherirse a falsas ideolog�as y olvidar, cuando trata de promover el bien, que el mundo es redimido s�lo por la cruz de Cristo�.(183)

El conjunto de estas y de otras actividades pastorales educa al futuro sacerdote a vivir como �servicio� la propia misi�n de �autoridad� en la comunidad, alej�ndose de toda actitud de superioridad o ejercicio de un poder que no est� siempre y exclusivamente justificado por la caridad pastoral.

Para una adecuada formaci�n es necesario que las diversas experiencias de los candidatos al sacerdocio asuman un claro car�cter �ministerial�, siempre en �ntima conexi�n con todas las exigencias propias de la preparaci�n al presbiterado y (por supuesto, sin menoscabo del estudio) relacionadas con el triple servicio de la Palabra, del culto y de presidir la comunidad. Estos servicios pueden ser la traducci�n concreta de los ministerios del Lectorado, Acolitado y Diaconado.

59. Ya que la actividad pastoral est� destinada por su naturaleza a animar la Iglesia, que es esencialmente �misterio�, �comuni�n�, y �misi�n�, la formaci�n pastoral deber� conocer y vivir estas dimensiones eclesiales en el ejercicio del ministerio.

Es fundamental el ser conscientes de que la Iglesia es �misterio�, obra divina, fruto del Esp�ritu de Cristo, signo eficaz de la gracia, presencia de la Trinidad en la comunidad cristiana; esta conciencia, a la vez que no disminuir� el sentido de responsabilidad propio del pastor, lo convencer� de que el crecimiento de la Iglesia es obra gratuita del Esp�ritu y que su servicio �encomendado por la misma gracia divina a la libre responsabilidad humana� es el servicio evang�lico del �siervo in�til� (cf. Lc 17, 10).

En segundo lugar, la conciencia de la Iglesia como �comuni�n� ayudar� al candidato al sacerdocio a realizar una pastoral comunitaria, en colaboraci�n cordial con los diversos agentes eclesiales: sacerdotes y Obispo, sacerdotes diocesanos y religiosos, sacerdotes y laicos. Pero esta colaboraci�n supone el conocimiento y la estima de los diversos dones y carismas, de las diversas vocaciones y responsabilidades que el Esp�ritu ofrece y conf�a a los miembros del Cuerpo de Cristo; requiere un sentido vivo y preciso de la propia identidad y de la de las dem�s personas en la Iglesia; exige mutua confianza, paciencia, dulzura, capacidad de comprensi�n y de espera; se basa sobre todo en un amor a la Iglesia m�s grande que el amor a s� mismos y a las agrupaciones a las cuales se pertenece. Es especialmente importante preparar a los futuros sacerdotes para la colaboraci�n con los laicos. �Oigan de buen grado �dice el Concilio� a los laicos, considerando fraternalmente sus deseos y reconociendo su experiencia y competencia en los diversos campos de la actividad humana, a fin de que, juntamente con ellos, puedan conocer los signos de los tiempos�.(184) El S�nodo ha insistido tambi�n en la atenci�n pastoral a los laicos: �Es necesario que el alumno sea capaz de proponer y ayudar a vivir a los fieles laicos, especialmente los j�venes, las diversas vocaciones (matrimonio, servicios sociales, apostolado, ministerios y responsabilidades en las actividades pastorales, vida consagrada, direcci�n de la vida pol�tica y social, investigaci�n cient�fica, ense�anza). Sobre todo es necesario ense�ar y ayudar a los laicos en su vocaci�n de impregnar y transformar el mundo con la luz del Evangelio, reconociendo su propio cometido y respet�ndolo�.(185)

Por �ltimo, la conciencia de la Iglesia como comuni�n �misionera� ayudar� al candidato al sacerdocio a amar y vivir la dimensi�n misionera esencial de la Iglesia y de las diversas actividades pastorales; a estar abierto y disponible para todas las posibilidades ofrecidas hoy para el anuncio del Evangelio, sin olvidar la valiosa ayuda que pueden y deben dar al respecto los medios de comunicaci�n social;(186) y a prepararse para un ministerio que podr� exigirle la disponibilidad concreta al Esp�ritu Santo y al Obispo para ser enviado a predicar el Evangelio fuera de su pa�s.(187)

II. AMBIENTES PROPIOS DE LA FORMACI�N SACERDOTAL

La comunidad formativa del Seminario mayor

60. La necesidad del Seminario mayor �y de una an�loga Casa religiosa de formaci�n� para la preparaci�n de los candidatos al sacerdocio, como fue afirmada categ�ricamente por el Concilio Vaticano II,(l88) ha sido reiterada por el S�nodo con estas palabras: �La instituci�n del Seminario mayor, como lugar �ptimo de formaci�n, debe ser confirmada como ambiente normal, incluso material, de una vida comunitaria y jer�rquica, es m�s, como casa propia para la formaci�n de los candidatos al sacerdocio, con superiores verdaderamente consagrados a esta tarea. Esta instituci�n ha dado much�simos frutos a trav�s de los siglos y contin�a d�ndolos en todo el mundo�.(189)

El seminario, que representa como un tiempo y un espacio geogr�fico, es sobre todo una comunidad educativa en camino: la comunidad promovida por el Obispo para ofrecer, a quien es llamado por el Se�or para el servicio apost�lico, la posibilidad de revivir la experiencia formativa que el Se�or dedic� a los Doce. En realidad, los Evangelios nos presentan la vida de trato �ntimo y prolongado con Jes�s como condici�n necesaria para el ministerio apost�lico. Esa vida exige a los Doce llevar a cabo, de un modo particularmente claro y espec�fico, el desprendimiento �propuesto en cierta medida a todos los disc�pulos� del ambiente de origen, del trabajo habitual, de los afectos m�s queridos (cf. Mc 1,16-20; 10, 28; Lc 9, 11. 27-28; 9, 57-62; 14, 25-27). Se ha citado varias veces la narraci�n de Marcos, que subraya la relaci�n profunda que une a los ap�stoles con Cristo y entre s�; antes de ser enviados a predicar y curar, son llamados �para que estuvieran con �l� (Mc 3, 14).

La identidad profunda del seminario es ser, a su manera, una continuaci�n en la Iglesia de la �ntima comunidad apost�lica formada en torno a Jes�s, en la escucha de su Palabra, en camino hacia la experiencia de la Pascua, a la espera del don del Esp�ritu para la misi�n. Esta identidad constituye el ideal formativo que �en las muy diversas formas y m�ltiples vicisitudes que como instituci�n humana ha tenido en la historia� estimula al seminario a encontrar su realizaci�n concreta, fiel a los valores evang�licos en los que se inspira y capaz de responder a las situaciones y necesidades de los tiempos.

El seminario es, en s� mismo, una experiencia original de la vida de la Iglesia; en �l el Obispo se hace presente a trav�s del ministerio del rector y del servicio de corresponsabilidad y de comuni�n con los dem�s educadores, para el crecimiento pastoral y apost�lico de los alumnos. Los diversos miembros de la comunidad del seminario, reunidos por el Esp�ritu en una sola fraternidad, colaboran, cada uno seg�n su propio don, al crecimiento de todos en la fe y en la caridad, para que se preparen adecuadamente al sacerdocio y por tanto a prolongar en la Iglesia y en la historia la presencia redentora de Jesucristo, el buen Pastor.

Incluso desde un punto de vista humano, el Seminario mayor debe tratar de ser �una comunidad estructurada por una profunda amistad y caridad, de modo que pueda ser considerada una verdadera familia que vive en la alegr�a�.(190) Desde un punto de vista cristiano, el Seminario debe configurarse �contin�an los Padres sinodales�, como �comunidad eclesial�, como �comunidad de disc�pulos del Se�or, en la que se celebra una misma liturgia (que impregna la vida del esp�ritu de oraci�n), formada cada d�a en la lectura y meditaci�n de la Palabra de Dios y con el sacramento de la Eucarist�a, en el ejercicio de la caridad fraterna y de la justicia; una comunidad en la que, en el progreso de la vida comunitaria y en la vida de cada miembro, resplandezcan el Esp�ritu de Cristo y el amor a la Iglesia�.(191) Confirmando y desarrollando concretamente esta esencial dimensi�n eclesial del Seminario, los Padres sinodales afirman: �como comunidad eclesial, sea diocesana o interdiocesana, o tambi�n religiosa, el Seminario debe alimentar el sentido de comuni�n de los candidatos con su Obispo y con su Presbiterio, de modo que participen en su esperanza y en sus angustias, y sepan extender esta apertura a las necesidades de la Iglesia universal�.(192)

Es esencial para la formaci�n de los candidatos al sacerdocio y al ministerio pastoral �eclesial por naturaleza� que se viva en el Seminario no de un modo extr�nseco y superficial, como si fuera un simple lugar de habitaci�n y de estudio, sino de un modo interior y profundo: como una comunidad espec�ficamente eclesial, una comunidad que revive la experiencia del grupo de los Doce unidos a Jes�s.(193)

61. El Seminario es, por tanto, una comunidad eclesial educativa, m�s a�n, es una especial comunidad educativa. Y lo que determina su fisonom�a es el fin espec�fico, o sea, el acompa�amiento vocacional de los futuros sacerdotes, y por tanto el discernimiento de la vocaci�n, la ayuda para corresponder a ella y la preparaci�n para recibir el sacramento del Orden con las gracias y responsabilidades propias, por las que el sacerdote se configura con Jesucristo, Cabeza y Pastor, y se prepara y compromete para compartir su misi�n de salvaci�n en la Iglesia y en el mundo.

En cuanto comunidad educativa, toda la vida del Seminario, en sus m�s diversas expresiones, est� intensamente dedicada a la formaci�n humana, espiritual, intelectual y pastoral de los futuros presb�teros; se trata de una formaci�n que, aun teniendo tantos aspectos comunes con la formaci�n humana y cristiana de todos los miembros de la Iglesia, presenta contenidos, modalidades y caracter�sticas que nacen de manera espec�fica de la finalidad que se persigue, esto es, de preparar al sacerdocio.

Ahora bien, los contenidos y formas de la labor educativa exigen que el Seminario tenga definido su propio plan, o sea, un programa de vida que se caracterice tanto por ser org�nico-unitario, como por su sinton�a o correspondencia con el �nico fin que justifica la existencia del Seminario: la preparaci�n de los futuros presb�teros.

En este sentido, escriben los Padres sinodales: �en cuanto comunidad educativa, (el Seminario) est� al servicio de un programa claramente definido que, como nota caracter��stica, tenga la unidad de direcci�n, manifestada en la figura del Rector y sus colaboradores, en la coherencia de toda la ordenaci�n de la vida y actividad formativa y de las exigencias fundamentales de la vida comunitaria, que lleva consigo tambi�n aspectos esenciales de la labor de formaci�n. Este programa debe estar al servicio �sin titubeos ni vaguedades� de la finalidad espec�fica, la �nica que justifica la existencia del Seminario, a saber, la formaci�n de los futuros presb�teros, pastores de la Iglesia.(194) Y para que la programaci�n sea verdaderamente adecuada y eficaz, es preciso que las grandes l�neas del programa se traduzcan m�s concretamente y al detalle, mediante algunas normas particulares destinadas a ordenar la vida comunitaria, estableciendo determinados instrumentos y algunos ritmos temporales precisos.

Otro aspecto que hay que subrayar aqu� es la labor educativa que, por su naturaleza, es el acompa�amiento de estas personas hist�ricas y concretas que caminan hacia la opci�n y la adhesi�n a determinados ideales de vida. Precisamente por esto la labor educativa debe saber conciliar arm�nicamente la propuesta clara de la meta que se quiere alcanzar, la exigencia de caminar con seriedad hacia ella, la atenci�n al �viandante�, es decir al sujeto concreto empe�ado en esta aventura y, consiguientemente, a una serie de situaciones, problemas, dificultades, ritmos diversos de andadura y de crecimiento. Esto exige una sabia elasticidad, que no significa precisamente transigir ni sobre los valores ni sobre el compromiso consciente y libre, sino que quiere decir amor verdadero y respeto sincero a las condiciones totalmente personales de quien camina hacia el sacerdocio. Esto vale no s�lo respecto a cada una de las personas, sino tambi�n en relaci�n con los diversos contextos sociales y culturales en los que se desenvuelven los Seminarios y con la diversa historia que cada uno de ellos tienen. En este sentido la obra educativa exige una constante renovaci�n. Por ello, los Padres sinodales han subrayado tambi�n con fuerza, en relaci�n con la configuraci�n de los Seminarios: �Salva la validez de las formas cl�sicas del Seminario, el S�nodo desea que contin�e el trabajo de consulta de las Conferencias Episcopales sobre las necesidades actuales de la formaci�n, como se mandaba en el decreto Optatan totius (n. 1) y en el S�nodo de 1967. Rev�sense oportunamente las Rationes de cada naci�n o rito, ya sea con ocasi�n de las consultas hechas por las Conferencias Episcopales, ya sea en las visitas apost�licas a los Seminarios de las diversas naciones, para integrar en ellas diversos modelos comprobados de formaci�n, que respondan a las necesidades de los pueblos de cultura as� llamada ind�gena, de las vocaciones de adultos, de las vocaciones misioneras, etc�.1(95)

62. La finalidad y la forma educativa espec�fica del Seminario mayor exige que los candidatos al sacerdocio entren en �l con alguna preparaci�n previa. Esta preparaci�n no creaba �al menos hasta hace alg�n decenio� problemas particulares, ya que los aspirantes proven�an habitualmente de los Seminarios menores y la vida cristiana de las comunidades eclesiales ofrec�a con facilidad a todos indistintamente una discreta instrucci�n y educaci�n cristiana.

La situaci�n en muchos lugares ha cambiado bastante. En efecto, se da una fuerte discrepancia entre el estilo de vida y la preparaci�n b�sica, de los chicos, adolescentes y j�venes �aunque sean cristianos e incluso comprometidos en la vida de la Iglesia�, por un lado, y, por otro, el estilo de vida del Seminario y sus exigencias formativas. En este punto, en comuni�n con los Padres sinodales, pido que haya un per�odo adecuado de preparaci�n que preceda la formaci�n del Seminario: �Es �til que haya un per�odo de preparaci�n humana, cristiana, intelectual y espiritual para los candidatos al Seminario mayor. Estos candidatos deben tener determinadas cualidades: la recta intenci�n, un grado suficiente de madurez humana, un conocimiento bastante amplio de la doctrina de la fe, alguna introducci�n a los m�todos de oraci�n y costumbres conformes con la tradici�n cristiana. Tengan tambi�n las aptitudes propias de sus regiones, mediante las cuales se expresa el esfuerzo de encontrar a Dios y la fe (cf. Evangelii nuntiandi, 48).(196)

�Un conocimiento bastante amplio de la doctrina de la fe�, de que hablan los Padres sinodales, se exige igualmente antes de la teolog�a, pues no se puede desarrollar una �intelligentia fidei� si no se conoce la �fides� en su contenido. Una tal laguna podr� ser m�s f�cilmente colmada mediante el pr�ximo Catecismo universal.

Mientras que, por una parte, se hace com�n el convencimiento de la necesidad de esta preparaci�n previa al Seminario mayor, por otra, se da diversa valoraci�n de sus contenidos y caracter�sticas, o sea: si la finalidad prioritaria ha de ser la formaci�n espiritual para el discernimiento vocacional, o la formaci�n intelectual o cultural. Adem�s, no pueden olvidarse las muchas y profundas diversidades que existen, no s�lo en relaci�n con cada uno de los candidatos, sino tambi�n en relaci�n con las varias regiones y pa�ses. Esto aconseja una fase todav�a de estudio y experimentaci�n, para que puedan definirse de una manera m�s oportuna y detallada los diversos elementos de esta preparaci�n previa o �per�odo proped�utico�: tiempo, lugar, forma, temas de este per�odo, que desde luego han de estar en coordinaci�n con los a�os sucesivos de la formaci�n en el Seminario.

En este sentido, asumo y propongo a la Congregaci�n para la Educaci�n Cat�lica la petici�n hecha por los Padres sinodales: �El S�nodo pide que la Congregaci�n para la Educaci�n Cat�lica recoja todas las informaciones sobre las primeras experiencias ya hechas o que se est�n haciendo. En su momento, la Congregaci�n comunique a las Conferencias Episcopales las informaciones sobre este tema�.(197)

El Seminario menor y otras formas de acompa�amiento vocacional

63. Como demuestra una larga experiencia, la vocaci�n sacerdotal tiene, con frecuencia, un primer momento de manifestaci�n en los a�os de la preadolescencia o en los primer�simos a�os de la juventud. E incluso en quienes deciden su ingreso en el Seminario m�s adelante, no es raro constatar la presencia de la llamada de Dios en per�odos muy anteriores. La historia de la Iglesia es un testimonio continuo de llamadas que el Se�or hace en edad tierna todav�a. Santo Tom�s de Aquino, por ejemplo, explica la predilecci�n de Jes�s hacia el ap�stol Juan �por su tierna edad� y saca de ah� la siguiente conclusi�n: �esto nos da a entender c�mo ama Dios de modo especial a aquellos que se entregan a su servicio desde la primera juventud�.(198)

La Iglesia, con la instituci�n de los Seminarios menores, toma bajo su especial cuidado, discerniendo y acompa�ando, estos brotes de vocaci�n sembrados en los corazones de los muchachos. En varias partes del mundo estos Seminarios contin�an desarrollando una preciosa labor educativa, dirigida a custodiar y desarrollar los brotes de vocaci�n sacerdotal, para que los alumnos la puedan reconocer m�s f�cilmente y se hagan m�s capaces de corresponder a ella. Su propuesta educativa tiende a favorecer oportuna y gradualmente aquella formaci�n humana, cultural y espiritual que llevar� al joven a iniciar el camino en el Seminario mayor con una base adecuada y s�lida.

Prepararse �a seguir a Cristo Redentor con esp�ritu de generosidad y pureza de intenci�n�: �ste es el fin del Seminario menor indicado por el Concilio en el decreto Optatam totius, donde se describe de la siguiente forma su car�cter educativo: los alumnos �bajo la direcci�n paterna de sus superiores, secundada por la oportuna cooperaci�n de los padres, lleven un g�nero de vida que se avenga bien con la edad, esp�ritu y evoluci�n de los adolescentes, y se adapte de lleno a las normas de la sana psicolog�a, sin dejar a un lado la razonable experiencia de las cosas humanas y el trato con la propia familia�.(199)

El Seminario menor podr� ser tambi�n en la di�cesis un punto de referencia de la pastoral vocacional, con oportunas formas de acogida y oferta de informaciones para aquellos adolescentes que est�n en b�squeda de la vocaci�n o que, decididos ya a seguirla, se ven obligados a retrasar el ingreso en el Seminario por diversas circunstancias, familiares o escolares.

64. Donde no se d� la posibilidad de tener el Seminario menor -��necesario y muy �til en muchas regiones�� es preciso crear otras �instituciones�,(200) como podr�an ser los grupos vocacionales para adolescentes y j�venes. Aunque no sean permanentes, estos grupos podr�n ofrecer en un ambiente comunitario una gu�a sistem�tica para el an�lisis y el crecimiento vocacional. Incluso viviendo en familia y frecuentando la comunidad cristiana que les ayude en su camino formativo, estos muchachos y estos j�venes no deben ser dejados solos. Ellos tienen necesidad de un grupo particular o de una comunidad de referencia en la que apoyarse para seguir el itinerario vocacional concreto que el don del Esp�ritu Santo ha comenzado en ellos.

Como siempre ha sucedido en la historia de la Iglesia, y con alguna caracter�stica de esperanzadora novedad y frecuencia en las actuales circunstancias, se constata el fen�meno de vocaciones sacerdotales que se dan en la edad adulta, despu�s de una m�s o menos larga experiencia de vida laical y de compromiso profesional. No siempre es posible, y con frecuencia no es ni siquiera conveniente, invitar a los adultos a seguir el itinerario educativo del Seminario mayor. Se debe m�s bien programar, despu�s de un cuidadoso discernimiento sobre la autenticidad de estas vocaciones, cualquier forma espec�fica de acompa�amiento formativo, de modo que se asegure, mediante adaptaciones oportunas, la necesaria formaci�n espiritual e intelectual.(201) Una adecuada relaci�n con los otros aspirantes al sacerdocio y los per�odos de presencia en la comunidad del Seminario mayor, podr�n garantizar la inserci�n plena de estas vocaciones en el �nico presbiterio, y su �ntima y cordial comuni�n con el mismo.

III. PROTAGONISTAS DE LA FORMACI�N SACERDOTAL

La Iglesia y el Obispo

65. Puesto que la formaci�n de los aspirantes al sacerdocio pertenece a la pastoral vocacional de la Iglesia, se debe decir que la Iglesia como tal es el sujeto comunitario que tiene la gracia y la responsabilidad de acompa�ar a cuantos el Se�or llama a ser sus ministros en el sacerdocio.

En este sentido, la lectura del misterio de la Iglesia nos ayuda a precisar mejor el puesto y la misi�n que sus diversos miembros �individualmente y tambi�n como miembros de un cuerpo� tienen en la formaci�n de los aspirantes al presbiterado.

Ahora bien, la Iglesia es por su propia naturaleza la �memoria�, el �sacramento� de la presencia y de la acci�n de Jesucristo en medio de nosotros y para nosotros. A su misi�n salvadora se debe la llamada al sacerdocio; y no s�lo la llamada, sino tambi�n el acompa�amiento para que la persona que se siente llamada pueda reconocer la gracia del Se�or y responda a ella con libertad y con amor. Es el Esp�ritu de Jes�s el que da la luz y la fuerza en el discernimiento y en el camino vocacional. No hay, por tanto, aut�ntica labor formativa para el sacerdocio sin el influjo del Esp�ritu de Cristo. Todo formador humano debe ser plenamente consciente de esto. �C�mo no ver una �riqueza� totalmente gratuita y radicalmente eficaz, que tiene su �peso� decisivo en el trabajo formativo hacia el sacerdocio? �Y c�mo no gozar ante la dignidad de todo formador humano, que, en cierto sentido, se presenta al aspirante al sacerdocio como visible representante de Cristo? Si la preparaci�n al sacerdocio es esencialmente la formaci�n del futuro pastor a imagen de Jesucristo, buen Pastor �qui�n mejor que el mismo Jes�s, mediante la infusi�n de su Esp�ritu, puede donar y llevar hasta la madurez aquella caridad pastoral que �l ha vivido hasta el don total de s� mismo (cf. Jn 15, 13; 10, 11) y que quiere que sea vivida tambi�n por todos los presb�teros?

El primer representante de Cristo en la formaci�n sacerdotal es el Obispo. Del Obispo, de cada Obispo, se podr�a afirmar lo que el evangelista Marcos nos dice en el texto reiteradamente citado: �Llam� a los que �l quiso: y vinieron donde �l. Instituy� Doce, para que estuvieran con �l, y para enviarlos...� (Mc 3, 13-14). En realidad la llamada interior del Esp�ritu tiene necesidad de ser reconocida por el Obispo como aut�ntica llamada. Si todos pueden �acercarse� al Obispo, porque es Pastor y Padre de todos, lo pueden de un modo particular sus presb�teros, por la com�n participaci�n al mismo sacerdocio y ministerio. El Obispo �dice el Concilio� debe considerarlos y tratarlos como �hermanos y amigos�.(202) Y esto se puede decir, por analog�a, de cuantos se preparan al sacerdocio. Por lo que se refiere al �estar con �l� �del texto evang�lico�, esto es, con el Obispo, es ya un gran signo de la responsabilidad formativa de �ste para con los aspirantes al sacerdocio el hecho de que los visite con frecuencia y en cierto modo �est� con ellos.

La presencia del Obispo tiene un valor particular, no s�lo porque ayuda a la comunidad del Seminario a vivir su inserci�n en la Iglesia particular y su comuni�n con el Pastor que la gu�a, sino tambi�n porque autentifica y estimula la finalidad pastoral, que constituye lo espec�fico de toda la formaci�n de los aspirantes al sacerdocio. Sobre todo, con su presencia y con la co-participaci�n con los aspirantes al sacerdocio de todo cuanto se refiere a la pastoral de la Iglesia particular, el Obispo contribuye fundamentalmente a la formaci�n del �sentido de Iglesia�, como valor espiritual y pastoral central en el ejercicio del ministerio sacerdotal.

La comunidad educativa del Seminario

66. La comunidad educativa del Seminario se articula en torno a los diversos formadores: el rector, el director o padre espiritual, los superiores y los profesores. Ellos se deben sentir profundamente unidos al Obispo, al que, con diverso t�tulo y de modo distinto representan, y entre ellos debe existir una comuni�n y colaboraci�n convencida y cordial. Esta unidad de los educadores no s�lo hace posible una realizaci�n adecuada del programa educativo, sino que tambi�n y sobre todo ofrece a los futuros sacerdotes el ejemplo significativo y el acceso a aquella comuni�n eclesial que constituye un valor fundamental de la vida cristiana y del ministerio pastoral.

Es evidente que gran parte de la eficacia formativa depende de la personalidad madura y recia de los formadores, bajo el punto de visto humano y evang�lico. Por esto son particularmente importantes, por un lado, la selecci�n cuidada de los formadores y, por otro, el estimularles para que se hagan cada vez m�s id�neos para la misi�n que les ha sido confiada. Conscientes de que precisamente en la selecci�n y formaci�n de los formadores radica el porvenir de la preparaci�n de los candidatos al sacerdocio, los Padres sinodales se han detenido ampliamente a precisar la identidad de los educadores. En particular, han escrito: �La misi�n de la formaci�n de los aspirantes al sacerdocio exige ciertamente no s�lo una preparaci�n especial de los formadores, que sea verdaderamente t�cnica, pedag�gica, espiritual, humana y teol�gica, sino tambi�n el esp�ritu de comuni�n y colaboraci�n en la unidad para desarrollar el programa, de modo que siempre se salve la unidad en la acci�n pastoral del Seminario bajo la gu�a del rector. El grupo de formadores d� testimonio de una vida verdaderamente evang�lica y de total entrega al Se�or. Es oportuno que tenga una cierta estabilidad, que resida habitualmente en la comunidad del Seminario y que est� �ntimamente unido al Obispo, como primer responsable de la formaci�n de los sacerdotes�.(203)

Son los Obispos los primeros que deben sentir su grave responsabilidad en la formaci�n de los encargados de la educaci�n de los futuros presb�teros. Para este ministerio deben elegirse sacerdotes de vida ejemplar y con determinadas cualidades: �la madurez humana y espiritual, la experiencia pastoral, la competencia profesional, la solidez en la propia vocaci�n, la capacidad de colaboraci�n, la preparaci�n doctrinal en las ciencias humanas (especialmente la psicolog�a), que son propias de su oficio, y el conocimiento del estilo peculiar del trabajo en grupo�.(204)

Respetando la distinci�n entre foro interno y externo, la conveniente libertad para escoger confesores, y la prudencia y discreci�n del ministerio del director espiritual, la comunidad presbiteral de los educadores debe sentirse solidaria en la responsabilidad de educar a los aspirantes al sacerdocio. A ella, siempre contando con la conjunta valoraci�n del Obispo y del rector, corresponde en primer lugar la misi�n de procurar y comprobar la idoneidad de los aspirantes en lo que se refiere a las dotes espirituales, humanas e intelectuales, principalmente en cuanto al esp�ritu de oraci�n, asimilaci�n profunda de la doctrina de la fe, capacidad de aut�ntica fraternidad y carisma del celibato.(205)

Teniendo presente �como tambi�n lo han recordado los Padres sinodales� las indicaciones de la Exhortaci�n Christifideles laici(206) y de la Carta Apost�lica Mulieris dignitatem, que advierten la utilidad de un sano influjo de la espiritualidad laical y del carisma de la feminidad en todo itinerario educativo, es oportuno contar tambi�n �de forma prudente y adaptada a los diversos contextos culturales� con la colaboraci�n de fieles laicos, hombres y mujeres, en la labor formativa de los futuros sacerdotes. Habr�n de ser escogidos con particular atenci�n, en el cuadro de las leyes de la Iglesia y conforme a sus particulares carismas y probadas competencias. De su colaboraci�n, oportunamente coordenada e integrada en las responsabilidades educativas primarias de los formadores de los futuros presb�teros, es l�cito esperar buenos frutos para un crecimiento equilibrado del sentido de Iglesia y para una percepci�n m�s exacta de la propia identidad sacerdotal, por parte de los aspirantes al presbiterado.(207)

Los profesores de teolog�a

67. Cuantos introducen y acompa�an a los futuros sacerdotes en la sagrada doctrina mediante la ense�anza teol�gica tienen una particular responsabilidad educativa, que con frecuencia �como ense�a la experiencia� es m�s decisiva que la de los otros educadores, en el desarrollo de la personalidad presbiteral.

La responsabilidad de los profesores de teolog�a, antes que en la relaci�n de docencia que deben entablar con los aspirantes al sacerdocio, radica en la concepci�n que ellos deben tener de la naturaleza de la teolog�a y del ministerio sacerdotal, como tambi�n en el esp�ritu y estilo con el que deben desarrollar su ense�anza teol�gica. En este sentido, los Padres sinodales han afirmado justamente que el �te�logo debe ser siempre consciente de que a su ense�anza no le viene la autoridad de �l mismo, sino que debe abrir y comunicar la inteligencia de la fe �ltimamente en el nombre del Se�or Jes�s y de la Iglesia. As�, el te�logo, aun en el uso de todas las posibilidades cient�ficas, ejerce su misi�n por mandato de la Iglesia y colabora con el Obispo en el oficio de ense�ar. Y porque los te�logos y los Obispos est�n al servicio de la misma Iglesia en la promoci�n de la fe, deben desarrollar y cultivar una confianza rec�proca y, con este esp�ritu, superar tambi�n las tensiones y los conflictos (cf. m�s ampliamente la Instrucci�n de la Congregaci�n para la Doctrina de la Fe sobre La vocaci�n eclesial del te�logo)�.(208)

El profesor de teolog�a, como cualquier otro educador, debe estar en comuni�n y colaborar abiertamente con todas las dem�s personas dedicadas a la formaci�n de los futuros sacerdotes, y presentar con rigor cient�fico, generosidad, humildad y entusiasmo su aportaci�n original y cualificada, que no es s�lo la simple comunicaci�n de una doctrina �aunque �sta sea la doctrina sagrada�, sino que es sobre todo la oferta de la perspectiva que, en el designio de Dios, unifica todos los diversos saberes humanos y las diversas expresiones de vida.

En particular, la fuerza espec�fica e incisiva de los profesores de teolog�a se mide, sobre todo, por ser �hombres de fe y llenos de amor a la Iglesia, convencidos de que el sujeto adecuado del conocimiento del misterio cristiano es la Iglesia como tal, persuadidos por tanto de que su misi�n de ense�ar es un aut�ntico ministerio eclesial, llenos de sentido pastoral para discernir no s�lo los contenidos, sino tambi�n las formas mejores en el ejercicio de este ministerio. De modo especial, a los profesores se les pide la plena fidelidad al Magisterio porque ense�an en nombre de la Iglesia y por esto son testigos de la fe�.(209)

Comunidades de origen, asociaciones, movimientos juveniles

68. Las comunidades de las que proviene el aspirante al sacerdocio, aun teniendo en cuenta la separaci�n que la opci�n vocacional lleva consigo, siguen ejerciendo un influjo no indiferente en la formaci�n del futuro sacerdote. Por eso deben ser conscientes de su parte espec�fica de responsabilidad.

Recordemos, en primer lugar, a la familia: los padres cristianos, como tambi�n los hermanos, hermanas y otros miembros del n�cleo familiar, no deben nunca intentar llevar al futuro presb�tero a los l�mites estrechos de una l�gica demasiado humana, cuando no mundana, aunque a esto sea un sincero afecto lo que los impulse (cf. Mc 3, 20-21. 31-35). Al contrario, animados ellos mismos por el mismo prop�sito de �cumplir la voluntad de Dios�, sepan acompa�ar el camino formativo con la oraci�n, el respeto, el buen ejemplo de las virtudes dom�sticas y la ayuda espiritual y material, sobre todo en los momentos dif�ciles. La experiencia ense�a que, en muchos casos, esta ayuda m�ltiple ha sido decisiva para el aspirante al sacerdocio. Incluso en el caso de padres y familiares indiferentes o contrarios a la opci�n vocacional, la confrontaci�n clara y serena con la posici�n del joven y los incentivos que de ah� se deriven, pueden ser de gran ayuda para que la vocaci�n sacerdotal madure de un modo m�s consciente y firme.

En estrecha relaci�n con las familias est� la comunidad parroquial: ambas se unen en el plano de la educaci�n en la fe; adem�s, con frecuencia, la parroquia, mediante una espec�fica pastoral juvenil y vocacional, ejerce un papel de suplencia de la familia. Sobre todo, por ser la realizaci�n local m�s inmediata del misterio de la Iglesia, la parroquia ofrece una aportaci�n original y particularmente preciosa a la formaci�n del futuro sacerdote. La comunidad parroquial debe continuar sintiendo como parte viva de s� misma al joven en camino hacia el sacerdocio, lo debe acompa�ar con la oraci�n, acogerlo entra�ablemente en los tiempos de vacaciones, respetar y favorecer la formaci�n de su identidad presbiteral, ofreci�ndole ocasiones oportunas y est�mulos vigorosos para probar su vocaci�n a la misi�n.

Tambi�n las asociaciones y los movimientos juveniles, signo y confirmaci�n de la vitalidad que el Esp�ritu asegura a la Iglesia, pueden y deben contribuir a la formaci�n de los aspirantes al sacerdocio, en particular de aquellos que surgen de la experiencia cristiana, espiritual y apost�lica de estas instituciones. Los j�venes que han recibido su formaci�n de base en ellas y las tienen como punto de referencia para su experiencia de Iglesia, no deben sentirse invitados a apartarse de su pasado y cortar las relaciones con el ambiente que ha contribuido a su decisi�n vocacional ni tienen por qu� cancelar los rasgos caracter�sticos de la espiritualidad que all� aprendieron y vivieron, en todo aquello que tienen de bueno, edificante y enriquecedor.(210) Tambi�n para ellos este ambiente de origen contin�a siendo fuente de ayuda y apoyo en el camino formativo hacia el sacerdocio.

Las oportunidades de educaci�n en la fe y de crecimiento cristiano y eclesial que el Esp�ritu ofrece a tantos j�venes a trav�s de las m�ltiples formas de grupos, movimientos y asociaciones de variada inspiraci�n evang�lica, deben ser sentidas y vividas como regalo del esp�ritu que anima la instituci�n eclesial y est� a su servicio. En efecto, un movimiento o una espiritualidad particular �no es una estructura alternativa a la instituci�n. Al contrario, es fuente de una presencia que continuamente regenera en ella la autenticidad existencial e hist�rica. Por esto, el sacerdote debe encontrar en el movimiento eclesial la luz y el calor que lo hacen ser fiel a su Obispo y dispuesto a los deberes de la instituci�n y atento a la disciplina eclesi�stica, de modo que sea m�s f�rtil la vibraci�n de su fe y el gusto de su fidelidad�.(211)

Por tanto, es necesario que, en la nueva comunidad del Seminario �que el Obispo ha congregado�, los j�venes provenientes de asociaciones y movimientos eclesiales aprendan �el respeto a los otros caminos espirituales y el esp�ritu de di�logo y cooperaci�n�, se atengan con coherencia y cordialidad a las indicaciones formativas del Obispo y de los educadores del Seminario, confi�ndose con actitud sincera a su direcci�n y a sus valoraciones.(212) Dicha actitud prepara y, de alg�n modo, anticipa la genuina opci�n presbiteral de servicio a todo el Pueblo de Dios, en la comuni�n fraterna del presbiterio y en obediencia al Obispo.

La participaci�n del seminarista y del presb�tero diocesano en espiritualidades particulares o instituciones eclesiales es ciertamente, en s� misma, un factor beneficioso de crecimiento y de fraternidad sacerdotal. Pero esta participaci�n no debe obstaculizar sino ayudar el ejercicio del ministerio y la vida espiritual que son propios del sacerdote diocesano, el cual �sigue siendo siempre pastor de todo el conjunto. No s�lo es el "hombre permanente", siempre disponible para todos, sino el que va al encuentro de todos �en particular est� a la cabeza de las parroquias� para que todos descubran en �l la acogida que tienen derecho a esperar en la comunidad y en la Eucarist�a que los congrega, sea cual sea su sensibilidad religiosa y su dedicaci�n pastoral�.(213)

El mismo aspirante

69. Por �ltimo, no se puede olvidar que el mismo aspirante al sacerdocio es tambi�n protagonista necesario e insustituible de su formaci�n: toda formaci�n -incluida la sacerdotal es en definitiva una auto-formaci�n. Nadie nos puede sustituir en la libertad responsable que tenemos cada uno como persona.

Ciertamente tambi�n el futuro sacerdote ��l el primero� debe crecer en la conciencia de que el Protagonista por antonomasia de su formaci�n es el Esp�ritu Santo, que, con el don de un coraz�n nuevo, configura y hace semejante a Jesucristo, el buen Pastor; en este sentido, el aspirante fortalecer� de una manera m�s radical su libertad acogiendo la acci�n formativa del Esp�ritu. Pero acoger esta acci�n significa tambi�n, por parte del aspirante al sacerdocio, acoger las �mediaciones� humanas de las que el Esp�ritu se sirve. Por esto la acci�n de los varios educadores resulta verdadera y plenamente eficaz s�lo si el futuro sacerdote ofrece su colaboraci�n personal, convencida y cordial.

CAP�TULO VI

TE RECOMIENDO QUE REAVIVES EL CARISMA DE DIOS QUE EST� EN TI
Formaci�n permanente de los sacerdotes

Razones teol�gicas de la formaci�n permanente

70. �Te recomiendo que reavives el carisma de Dios que est� en ti� (2 Tim 1, 6).

Las palabras del Ap�stol al obispo Timoteo se pueden aplicar leg�timamente a la formaci�n permanente a la que est�n llamados todos los sacerdotes en raz�n del �don de Dios� que han recibido con la ordenaci�n sagrada. Ellas nos ayudan a entender el contenido real y la originalidad inconfundible de la formaci�n permanente de los presb�teros. Tambi�n contribuye a ello otro texto de san Pablo en la otra carta a Timoteo: �No descuides el carisma que hay en ti, que se te comunic� por intervenci�n prof�tica mediante la imposici�n de las manos del colegio de presb�teros. Oc�pate en estas cosas; vive entregado a ellas para que tu aprovechamiento sea manifiesto a todos. Vela por ti mismo y por la ense�anza; persevera en estas disposiciones, pues obrando as�, te salvar�s a ti mismo y a los que te escuchen� (1 Tim 4, 14-16).

El Ap�stol pide a Timoteo que �reavive�, o sea, que vuelva a encender el don divino, como se hace con el fuego bajo las cenizas, en el sentido de acogerlo y vivirlo sin perder ni olvidar jam�s aquella �novedad permanente� que es propia de todo don de Dios, �que hace nuevas todas las cosas (cf. Ap 21, 5)� y, consiguientemente, vivirlo en su inmarcesible frescor y belleza originaria.

Pero este �reavivar� no es s�lo el resultado de una tarea confiada a la responsabilidad personal de Timoteo ni es s�lo el resultado de un esfuerzo de su memoria y de su voluntad. Es el efecto de un dinamismo de la gracia, intr�nseco al don de Dios: es Dios mismo, pues, el que reaviva su propio don, m�s a�n, el que distribuye toda la extraordinaria riqueza de gracia y de responsabilidad que en �l se encierran.

Con la efusi�n sacramental del Esp�ritu Santo que consagra y env�a, el presb�tero queda configurado con Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia, y es enviado a ejercer el ministerio pastoral. Y as�, al sacerdote, marcado en su ser de una manera indeleble y para siempre como ministro de Jes�s y de la Iglesia, e inserto en una condici�n de vida permanente e irreversible, se le conf�a un ministerio pastoral que, enraizado en su propio ser y abarcando toda su existencia, es tambi�n permanente. El sacramento del Orden confiere al sacerdote la gracia sacramental, que lo hace part�cipe no s�lo del �poder� y del �ministerio� salv�fico de Jes�s, sino tambi�n de su �amor�; al mismo tiempo, le asegura todas aquellas gracias actuales que le ser�n concedidas cada vez que le sean necesarias y �tiles para el digno cumplimiento del ministerio recibido.

De esta manera, la formaci�n permanente encuentra su propio fundamento y su raz�n de ser original en el dinamismo del sacramento del Orden.

Ciertamente no faltan tambi�n razones simplemente humanas que han de impulsar al sacerdote a la formaci�n permanente. Ello es una exigencia de la realizaci�n personal progresiva, pues toda vida es un camino incesante hacia la madurez y �sta exige la formaci�n continua. Es tambi�n una exigencia del ministerio sacerdotal, visto incluso bajo su naturaleza gen�rica y com�n a las dem�s profesiones, y por tanto como servicio hecho a los dem�s; porque no hay profesi�n, cargo o trabajo que no exija una continua actualizaci�n, si se quiere estar al d�a y ser eficaz. La necesidad de �mantener el paso� con la marcha de la historia es otra raz�n humana que justifica la formaci�n permanente.

Pero estas y otras razones quedan asumidas y especificadas por las razones teol�gicas que se han recordado y que se pueden profundizar ulteriormente.

El sacramento del Orden, por su naturaleza de �signo�, propia de todos los sacramentos, puede considerarse �como realmente es� Palabra de Dios. Palabra de Dios que llama y env�a es la expresi�n m�s profunda de la vocaci�n y de la misi�n del sacerdote. Mediante el sacramento del Orden Dios llama 'coram Ecclesia' al candidato al sacerdocio. El �ven y s�gueme� de Jes�s encuentra su proclamaci�n plena y definitiva en la celebraci�n del sacramento de su Iglesia: se manifiesta y se comunica mediante la voz de la Iglesia, que resuena en los labios del Obispo que ora e impone las manos. Y el sacerdote da respuesta, en la fe, a la llamada de Jes�s: �vengo y te sigo�. Desde este momento comienza aquella respuesta que, como opci�n fundamental, deber� renovarse y reafirmarse continuamente durante los a�os del sacerdocio en otras numeros�simas respuestas, enraizadas todas ellas y vivificadas por el �s� del Orden sagrado.

En este sentido, se puede hablar de una vocaci�n �en� el sacerdocio. En realidad, Dios sigue llamando y enviando, revelando su designio salv�fico en el desarrollo hist�rico de la vida del sacerdote y de las vicisitudes de la Iglesia y de la sociedad. Y precisamente en esta perspectiva emerge el significado de la formaci�n permanente; �sta es necesaria para discernir y seguir esta continua llamada o voluntad de Dios. As�, el ap�stol Pedro es llamado a seguir a Jes�s incluso despu�s de que el Resucitado le ha confiado su grey: �Le dice Jes�s: 'Apacienta mis ovejas'. 'En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven, t� mismo te ce��as e ibas adonde quer�as; pero cuando llegues a viejo, extender�s tus manos y otro te ce�ir� y te llevar� a donde t� no quieras'. Con esto indicaba la clase de muerte con que iba a glorificar a Dios. Dicho esto, a�adi�: 'S�gueme'� (Jn 21, 17-19). Por tanto, hay un �s�gueme� que acompa�a toda la vida y misi�n del ap�stol. Es un �s�gueme� que atestigua la llamada y la exigencia de fidelidad hasta la muerte (cf. Jn 21, 22), un �s�gueme� que puede significar una�sequela Christi� con el don total de s� en el martirio.(214)

Los Padres sinodales han expuesto la raz�n que muestra la necesidad de la formaci�n permanente y que, al mismo tiempo, descubre su naturaleza profunda, consider�ndola como �fidelidad� al ministerio sacerdotal y como �proceso de continua conversi�n�.(215) Es el Esp�ritu Santo, infundido con el sacramento, el que sostiene al presb�tero en esta fidelidad y el que lo acompa�a y estimula en este camino de conversi�n constante. El don del Esp�ritu Santo no excluye, sino que estimula la libertad del sacerdote para que coopere responsablemente y asuma la formaci�n permanente como un deber que se le conf�a. De esta manera, la formaci�n permanente es expresi�n y exigencia de la fidelidad del sacerdote a su ministerio, es m�s, a su propio ser. Es, pues, amor a Jesucristo y coherencia consigo mismo. Pero es tambi�n un acto de amor al Pueblo de Dios, a cuyo servicio est� puesto el sacerdote. M�s a�n, es un acto de justicia verdadera y propia: �l es deudor para con el Pueblo de Dios, pues ha sido llamado a reconocer y promover el �derecho� fundamental de ser destinatario de la Palabra de Dios, de los Sacramentos y del servicio de la caridad, que son el contenido original e irrenunciable del ministerio pastoral del sacerdote. La formaci�n permanente es necesaria para que el sacerdote pueda responder debidamente a este derecho del Pueblo de Dios.

Alma y forma de la formaci�n permanente del sacerdote es la caridad pastoral: el Esp�ritu Santo, que infunde la caridad pastoral, inicia y acompa�a al sacerdote a conocer cada vez m�s profundamente el misterio de Cristo, insondable en su riqueza (cf. Ef 3, 14 ss.) y, consiguientemente, a conocer el misterio del sacerdocio cristiano. La misma caridad pastoral empuja al sacerdote a conocer cada vez m�s las esperanzas, necesidades, problemas, sensibilidad de los destinatarios de su ministerio, los cuales han de ser contemplados en sus situaciones personales concretas, familiares y sociales.

A todo esto tiende la formaci�n permanente, entendida como opci�n consciente y libre que impulse el dinamismo de la caridad pastoral y del Esp�ritu Santo, que es su fuente primera y su alimento continuo. En este sentido la formaci�n permanente es una exigencia intr�nseca del don y del ministerio sacramental recibido, que es necesaria en todo tiempo, pero hoy lo es particularmente urgente, no s�lo por los r�pidos cambios de las condiciones sociales y culturales de los hombres y los pueblos, en los que se desarrolla el ministerio presbiteral, sino tambi�n por la �nueva evangelizaci�n�, que es la tarea esencial e improrrogable de la Iglesia en este final del segundo milenio.

Los diversos aspectos de la formaci�n permanente

71. La formaci�n permanente de los sacerdotes, tanto diocesanos como religiosos, es la continuaci�n natural y absolutamente necesaria de aquel proceso de estructuraci�n de la personalidad presbiteral iniciado y desarrollado en el Seminario o en la Casa religiosa, mediante el proceso formativo para la Ordenaci�n.

Es de mucha importancia darse cuenta y respetar la intr�nseca relaci�n que hay entre la formaci�n que precede a la Ordenaci�n y la que le sigue. En efecto, si hubiese una discontinuidad o incluso una deformaci�n entre estas dos fases formativas, se seguir�an inmediatamente consecuencias graves para la actividad pastoral y para la comuni�n fraterna entre los presb�teros, particularmente entre los de diferente edad. La formaci�n permanente no es una repetici�n de la recibida en el Seminario y que ahora es sometida a revisi�n o ampliada con nuevas sugerencias pr�cticas, sino que se desarrolla con contenidos y sobre todo a trav�s de m�todos relativamente nuevos, como un hecho vital unitario que, en su progreso �teniendo sus ra�ces en la formaci�n del Seminario� requiere adaptaciones, actualizaciones y modificaciones, pero sin rupturas ni soluci�n de continuidad.

Y viceversa, desde el Seminario mayor es preciso preparar la futura formaci�n permanente y fomentar el �nimo y el deseo de los futuros presb�teros en relaci�n con ella, demostrando su necesidad, ventajas y esp�ritu, y asegurando las condiciones de su realizaci�n.

Precisamente porque la formaci�n permanente es una continuaci�n de la del Seminario, su finalidad no puede ser una mera actitud, que podr�a decirse, �profesional�, conseguida mediante el aprendizaje de algunas t�cnicas pastorales nuevas. Debe ser m�s bien el mantener vivo un proceso general e integral de continua maduraci�n, mediante la profundizaci�n, tanto de los diversos aspectos de la formaci�n �humana, espiritual, intelectual y pastoral�, como de su espec�fica orientaci�n vital e �ntima, a partir de la caridad pastoral y en relaci�n con ella.

72. Una primera profundizaci�n se refiere a la dimensi�n humana de la formaci�n sacerdotal. En el trato con los hombres y en la vida de cada d�a, el sacerdote debe acrecentar y profundizar aquella sensibilidad humana que le permite comprender las necesidades y acoger los ruegos, intuir las preguntas no expresadas, compartir las esperanzas y expectativas, las alegr�as y los trabajos de la vida ordinaria; ser capaz de encontrar a todos y dialogar con todos. Sobre todo conociendo y compartiendo, es decir, haciendo propia, la experiencia humana del dolor en sus m�ltiples manifestaciones, desde la indigencia a la enfermedad, desde la marginaci�n a la ignorancia, a la soledad, a las pobrezas materiales y morales, el sacerdote enriquece su propia humanidad y la hace m�s aut�ntica y transparente, en un creciente y apasionado amor al hombre.

Al hacer madurar su propia formaci�n humana, el sacerdote recibe una ayuda particular de la gracia de Jesucristo; en efecto, la caridad del buen Pastor se manifest� no s�lo con el don de la salvaci�n a los hombres, sino tambi�n con la participaci�n de su vida, de la que el Verbo, que se ha hecho �carne� (cf. Jn 1, 14), ha querido conocer la alegr�a y el sufrimiento, experimentar la fatiga, compartir las emociones, consolar las penas. Viviendo como hombre entre los hombres y con los hombres, Jesucristo ofrece la m�s absoluta, genuina y perfecta expresi�n de humanidad; lo vemos festejar las bodas de Can�, visitar a una familia amiga, conmoverse ante la multitud hambrienta que lo sigue, devolver a sus padres hijos que estaban enfermos o muertos, llorar la p�rdida de L�zaro...

Del sacerdote, cada vez m�s maduro en su sensibilidad humana, ha de poder decir el Pueblo de Dios algo parecido a lo que de Jes�s dice la Carta a los Hebreos: �No tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado� (Heb 4, 15).

La formaci�n del presb�tero en su dimensi�n espiritual es una exigencia de la vida nueva y evang�lica a la que ha sido llamado de manera espec�fica por el Esp�ritu Santo infundido en el sacramento del Orden. El Esp�ritu, consagrando al sacerdote y configur�ndolo con Jesucristo, Cabeza y Pastor, crea una relaci�n que, en el ser mismo del sacerdote, requiere ser asimilada y vivida de manera personal, esto es, consciente y libre, mediante una comuni�n de vida y amor cada vez m�s rica, y una participaci�n cada vez m�s amplia y radical de los sentimientos y actitudes de Jesucristo. En esta relaci�n entre el Se�or Jes�s y el sacerdote �relaci�n ontol�gica y psicol�gica, sacramental y moral� est� el fundamento y a la vez la fuerza para aquella �vida seg�n el Esp�ritu� y para aquel �radicalismo evang�lico� al que est� llamado todo sacerdote y que se ve favorecido por la formaci�n permanente en su aspecto espiritual. Esta formaci�n es necesaria tambi�n para el ministerio sacerdotal, su autenticidad y fecundidad espiritual. ��Ejerces la cura de almas?�, preguntaba san Carlos Borromeo. Y respond�a as� en el discurso dirigido a los sacerdotes: �No olvides por eso el cuidado de ti mismo, y no te entregues a los dem�s hasta el punto de que no quede nada tuyo para ti mismo. Debes tener ciertamente presente a las almas, de las que eres pastor, pero sin olvidarte de ti mismo. Comprended, hermanos, que nada es tan necesario a los eclesi�sticos como la meditaci�n que precede, acompa�a y sigue todas nuestras acciones: Cantar�, dice el profeta, y meditar� (cf. Sal 100, 1). Si administras los sacramentos, hermano, medita lo que haces. Si celebras la Misa, medita lo que ofreces. Si recitas los salmos en el coro, medita a qui�n y de qu� cosa hablas. Si gu�as a las almas, medita con qu� sangre han sido lavadas; y todo se haga entre vosotros en la caridad (1 Cor 16, 14). As� podremos superar las dificultades que encontramos cada d�a, que son innumerables. Por lo dem�s, esto lo exige la misi�n que se os ha confiado. Si as� lo hacemos, tendremos la fuerza para engendrar a Cristo en nosotros y en los dem�s�.(216)

En concreto, la vida de oraci�n debe ser �renovada� constantemente en el sacerdote. En efecto, la experiencia ense�a que en la oraci�n no se vive de rentas; cada d�a es preciso no s�lo reconquistar la fidelidad exterior a los momentos de oraci�n, sobre todo los destinados a la celebraci�n de la Liturgia de las Horas y los dejados a la libertad personal y no sometidos a tiempos fijos o a horarios del servicio lit�rgico, sino que tambi�n se necesita, y de modo especial, reanimar la b�squeda continuada de un verdadero encuentro personal con Jes�s, de un coloquio confiado con el Padre, de una profunda experiencia del Esp�ritu.

Lo que el ap�stol Pablo dice de los creyentes, que deben llegar �al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo� (Ef 4, 13), se puede aplicar de manera especial a los sacerdotes, llamados a la perfecci�n de la caridad y por tanto a la santidad, porque su mismo ministerio pastoral exige que sean modelos vivientes para todos los fieles.

Tambi�n la dimensi�n intelectual de la formaci�n requiere que sea continuada y profundizada durante toda la vida del sacerdote, concretamente mediante el estudio y la actualizaci�n cultural seria y comprometida. El sacerdote, participando de la misi�n prof�tica de Jes�s e inserto en el misterio de la Iglesia, Maestra de verdad, est� llamado a revelar a los hombres el rostro de Dios en Jesucristo y, por ello, el verdadero rostro del hombre.(217) Pero esto exige que el mismo sacerdote busque este rostro y lo contemple con veneraci�n y amor (cf. Sal 26, 8; 41, 2); s�lo as� puede darlo a conocer a los dem�s. En particular, la perseverancia en el estudio teol�gico resulta tambi�n necesaria para que el sacerdote pueda cumplir con fidelidad el ministerio de la Palabra, anunci�ndola sin titubeos ni ambig�edades, distingui�ndola de las simples opiniones humanas, aunque sean famosas y difundidas. As�, podr� ponerse de verdad al servicio del Pueblo de Dios, ayud�ndolo a dar raz�n de la esperanza cristiana a cuantos se la pidan (cf. 1 Pe 3, 15). Adem�s, �el sacerdote, al aplicarse con conciencia y constancia al estudio teol�gico, es capaz de asimilar, de forma segura y personal, la genuina riqueza eclesial. Puede, por tanto, cumplir la misi�n que lo compromete a responder a las dificultades de la aut�ntica doctrina cat�lica y superar la inclinaci�n, propia y de otros, al disenso y a la actitud negativa hacia el magisterio y hacia la tradici�n�.(218)

El aspecto pastoral de la formaci�n permanente queda bien expresado en las palabras del ap�stol Pedro: �Que cada cual ponga al servicio de los dem�s la gracia que ha recibido, como buenos administradores de las diversas gracias de Dios� (1 Pe 4, 10). Para vivir cada d�a seg�n la gracia recibida, es necesario que el sacerdote est� cada vez m�s abierto a acoger la caridad pastoral de Jesucristo, que le confiri� su Esp�ritu Santo con el sacramento recibido. As� como toda la actividad del Se�or ha sido fruto y signo de la caridad pastoral, de la misma manera debe ser tambi�n para la actividad ministerial del sacerdote. La caridad pastoral es un don y un deber, una gracia y una responsabilidad, a la que es preciso ser fieles, es decir, hay que asumirla y vivir su dinamismo hasta las exigencias m�s radicales. Esta misma caridad pastoral, como se ha dicho, empuja y estimula al sacerdote a conocer cada vez mejor la situaci�n real de los hombres a quienes ha sido enviado; a discernir la voz del Esp�ritu en las circunstancias hist�ricas en las que se encuentra; a buscar los m�todos m�s adecuados y las formas m�s �tiles para ejercer hoy su ministerio. De este modo, la caridad pastoral animar� y sostendr� los esfuerzos humanos del sacerdote para que su actividad pastoral sea actual, cre�ble y eficaz. Mas esto exige una formaci�n pastoral permanente.

El camino hacia la madurez no requiere s�lo que el sacerdote contin�e profundizando los diversos aspectos de su formaci�n sino que exige tambi�n, y sobre todo, que sepa integrar cada vez m�s arm�nicamente estos mismos aspectos entre s�, alcanzando progresivamente la unidad interior, que la caridad pastoral garantiza. De hecho, �sta no s�lo coordina y unifica los diversos aspectos, sino que los concretiza como propios de la formaci�n del sacerdote, en cuanto transparencia, imagen viva y ministro de Jes�s, buen Pastor.

La formaci�n permanente ayuda al sacerdote a superar la tentaci�n de llevar su ministerio a un activismo finalizado en s� mismo, a una prestaci�n impersonal de servicios, sean espirituales o sagrados, a una especie de empleo en la organizaci�n eclesi�stica. S�lo la formaci�n permanente ayuda al �sacerdote� a custodiar con amor vigilante el �misterio� del que es portador para el bien de la Iglesia y de la humanidad.

Significado profundo de la formaci�n permanente

73. Los aspectos diversos y complementarios de la formaci�n permanente nos ayudan a captar su significado profundo que es el de ayudar al sacerdote a ser y a desempe�ar su funci�n en el esp�ritu y seg�n el estilo de Jes�s buen Pastor.

�La verdad hay que vivirla! El ap�stol Santiago nos exhorta de esta manera: �Poned por obra la Palabra y no os content�is s�lo con o�rla, enga��ndoos a vosotros mismos� (Sant 1, 22). Los sacerdotes est�n llamados a �vivir la verdad� de su ser, o sea, a vivir �en la caridad� (cf. Ef 4, 15) su identidad y su ministerio en la Iglesia y para la Iglesia; est�n llamados a tomar conciencia cada vez m�s viva del don de Dios y a recordarlo continuamente. He aqu� la invitaci�n de Pablo a Timoteo: �Conserva el buen dep�sito mediante el Esp�ritu Santo que habita en nosotros� (2 Tim 1, 14).

En el contexto eclesial, tantas veces recordado, podemos considerar el profundo significado de la formaci�n permanente del sacerdote en orden a su presencia y acci�n en la Iglesia �mysterium, communio et missio�.

En la Iglesia �misterio� el sacerdote est� llamado, mediante la formaci�n permanente, a conservar y desarrollar en la fe la conciencia de la verdad entera y sorprendente de su propio ser, pues �l es �ministro de Cristo y administrador de los misterios de Dios� (cf. 1 Cor 4, 1). Pablo pide expresamente a los cristianos que lo consideren seg�n esta identidad; pero �l mismo es el primero en ser consciente del don sublime recibido del Se�or. As� debe ser para todo sacerdote si quiere permanecer en la verdad de su ser. Pero esto es posible s�lo en la fe, s�lo con la mirada y los ojos de Cristo.

En este sentido, se puede decir que la formaci�n permanente tiende, desde luego, a hacer que el sacerdote sea una persona profundamente creyente y lo sea cada vez m�s; que pueda verse con los ojos de Cristo en su verdad completa. Debe custodiar esta verdad con amor agradecido y gozoso; debe renovar su fe cuando ejerce el ministerio sacerdotal: sentirse ministro de Jesucristo, sacramento del amor de Dios al hombre, cada vez que es mediador e instrumento vivo de la gracia de Dios a los hombres; debe reconocer esta misma verdad en sus hermanos sacerdotes. Este es el principio de la estima y del amor hacia ellos.

74. La formaci�n permanente ayuda al sacerdote, en la Iglesia �comuni�n�, a madurar la conciencia de que su ministerio est� radicalmente ordenado a congregar a la familia de Dios como fraternidad animada por la caridad y a llevarla al Padre por medio de Cristo en el Esp�ritu Santo.(219)

El sacerdote debe crecer en la conciencia de la profunda comuni�n que lo vincula al Pueblo de Dios; �l no est� s�lo �al frente de� la Iglesia, sino ante todo �en� la Iglesia. Es hermano entre hermanos. Revestido por el bautismo con la dignidad y libertad de los hijos de Dios en el Hijo unig�nito, el sacerdote es miembro del mismo y �nico cuerpo de Cristo (cf. Ef 4, 16). La conciencia de esta comuni�n lleva a la necesidad de suscitar y desarrollar la corresponsabilidad en la com�n y �nica misi�n de salvaci�n, con la diligente y cordial valoraci�n de todos los carismas y tareas que el Esp�ritu otorga a los creyentes para la edificaci�n de la Iglesia. Es sobre todo en el cumplimiento del ministerio pastoral, ordenado por su propia naturaleza al bien del Pueblo de Dios, donde el sacerdote debe vivir y testimoniar su profunda comuni�n con todos, como escrib�a Pablo VI: �Hace falta hacerse hermanos de los hombres en el momento mismo que queremos ser sus pastores, padres y maestros. El clima del di�logo es la amistad. M�s todav�a, el servicio�.(220)

Concretamente, el sacerdote est� llamado a madurar la conciencia de ser miembro de la Iglesia particular en la que est� incardinado, o sea, incorporado con un v�nculo a la vez jur�dico, espiritual y pastoral. Esta conciencia supone y desarrolla el amor especial a la propia Iglesia. �sta es, en realidad, el objetivo vivo y permanente de la caridad pastoral que debe acompa�ar la vida del sacerdote y que lo lleva a compartir la historia o experiencia de vida de esta Iglesia particular en sus valores y debilidades, en sus dificultades y esperanzas, y a trabajar en ella para su crecimiento. Sentirse, pues, enriquecidos por la Iglesia particular y comprometidos activamente en su edificaci�n, prolongando cada sacerdote, y unido a los dem�s, aquella actividad pastoral que ha distinguido a los hermanos que les han precedido. Una exigencia imprescindible de la caridad pastoral hacia la propia Iglesia particular y hacia su futuro ministerial es la solicitud del sacerdote por dejar a alguien que tome su puesto en el servicio sacerdotal.

El sacerdote debe madurar en la conciencia de la comuni�n que existe entre las diversas Iglesias particulares, una comuni�n enraizada en su propio ser de Iglesias que viven en un lugar determinado la Iglesia �nica y universal de Cristo. Esta conciencia de comuni�n intereclesial favorecer� el �intercambio de dones�, comenzando por los dones vivos y personales, como son los mismos sacerdotes. De aqu� la disponibilidad, es m�s, el empe�o generoso por llegar a una justa distribuci�n del clero.(221) Entre estas Iglesias particulares hay que recordar a las que, �privadas de libertad, no pueden tener vocaciones propias�, como tambi�n las �Iglesias recientemente salidas de la persecuci�n y las Iglesias pobres a las que, ya desde hace tiempo, muchos, con esp�ritu generoso y fraterno, han enviado ayudas y contin�an envi�ndolas�.(222)

Dentro de la comuni�n eclesial, el sacerdote est� llamado de modo particular, mediante su formaci�n permanente, a crecer en y con el propio presbiterio unido al Obispo. El presbiterio en su verdad plena es un mysterium: es una realidad sobrenatural, porque tiene su ra�z en el sacramento del Orden. Es su fuente, su origen; es el �lugar� de su nacimiento y de su crecimiento. En efecto, �los presb�teros, mediante el sacramento del Orden, est�n unidos con un v�nculo personal e indisoluble a Cristo, �nico Sacerdote. El Orden se confiere a cada uno en singular, pero quedan insertos en la comuni�n del presbiterio unido con el Obispo (Lumen gentium, 28; Presbyterorum ordinis, 7 y 8)�.(223)

Este origen sacramental se refleja y se prolonga en el ejercicio del ministerio presbiteral: del mysterium al ministerium. �La unidad de los presb�teros con el Obispo y entre s� no es algo a�adido desde fuera a la naturaleza propia de su servicio, sino que expresa su esencia como solicitud de Cristo Sacerdote por su Pueblo congregado por la unidad de la Sant�sima Trinidad�.(224) Esta unidad del presbiterio, vivida en el esp�ritu de la caridad pastoral, hace a los sacerdotes testigos de Jesucristo, que ha orado al Padre �para que todos sean uno� (Jn 17, 21).

La fisonom�a del presbiterio es, por tanto, la de una verdadera familia, cuyos v�nculos no provienen de carne y sangre, sino de la gracia del Orden: una gracia que asume y eleva las relaciones humanas, psicol�gicas, afectivas, amistosas y espirituales entre los sacerdotes; una gracia que se extiende, penetra, se revela y se concreta en las formas m�s variadas de ayuda mutua, no s�lo espirituales sino tambi�n materiales. La fraternidad presbiteral no excluye a nadie, pero puede y debe tener sus preferencias: las preferencias evang�licas reservadas a quienes tienen mayor necesidad de ayuda o de aliento. Esta fraternidad �presta una atenci�n especial a los presb�teros j�venes, mantiene un di�logo cordial y fraterno con los de media edad y los mayores, y con los que, por razones diversas, pasan por dificultades. Tambi�n a los sacerdotes que han abandonado esta forma de vida o que no la siguen, no s�lo no los abandona, sino que los acompa�a a�n con mayor solicitud fraterna�.(225)

Tambi�n forman parte del �nico presbiterio, por razones diversas, los presb�teros religiosos residentes o que trabajan en una Iglesia particular. Su presencia supone un enriquecimiento para todos los sacerdotes y los diferentes carismas particulares que ellos viven, a la vez que son una invitaci�n para que los presb�teros crezcan en la comprensi�n del mismo sacerdocio, contribuyen a estimular y acompa�ar la formaci�n permanente de los sacerdotes.

El don de la vida religiosa, en la comunidad diocesana, cuando va acompa�ado de sincera estima y justo respeto de las particularidades de cada Instituto y de cada espiritualidad tradicional, ampl�a el horizonte del testimonio cristiano y contribuye de diversa manera a enriquecer la espiritualidad sacerdotal, sobre todo respecto a la correcta relaci�n y rec�proco influjo entre los valores de la Iglesia particular y los de la universalidad del Pueblo de Dios. Por su parte, los religiosos procuren garantizar un esp�ritu de verdadera comuni�n eclesial, una participaci�n cordial en la marcha de la di�cesis y en los proyectos pastorales del Obispo, poniendo a disposici�n el propio carisma para la edificaci�n de todos en la caridad.(226)

Por �ltimo, en el contexto de la Iglesia comuni�n y del presbiterio, se puede afrontar mejor el problema de la soledad del sacerdote, sobre la que han reflexionado los Padres sinodales. Hay una soledad que forma parte de la experiencia de todos y que es algo absolutamente normal. Pero hay tambi�n otra soledad que nace de dificultades diversas y que, a su vez, provoca nuevas dificultades. En este sentido, �la participaci�n activa en el presbiterio diocesano, los contactos peri�dicos con el Obispo y con los dem�s sacerdotes, la mutua colaboraci�n, la vida com�n o fraterna entre los sacerdotes, como tambi�n la amistad y la cordialidad con los fieles laicos comprometidos en las parroquias, son medios muy �tiles para superar los efectos negativos de la soledad que algunas veces puede experimentar el sacerdote�.(227)

Pero la soledad no crea s�lo dificultades, sino que ofrece tambi�n oportunidades positivas para la vida del sacerdote: �aceptada con esp�ritu de ofrecimiento y buscada en la intimidad con Jesucristo, el Se�or, la soledad puede ser una oportunidad para la oraci�n y el estudio, como tambi�n una ayuda para la santificaci�n y el crecimiento humano�.(228) Se podr�a decir que una cierta forma de soledad es elemento necesario para la formaci�n permanente. Jes�s con frecuencia se retiraba solo a rezar (cf. Mt 14, 23). La capacidad de mantener una soledad positiva es condici�n indispensable para el crecimiento de la vida interior. Se trata de una soledad llena de la presencia del Se�or, que nos pone en contacto con el Padre a la luz del Esp�ritu. En este sentido, fomentar el silencio y buscar espacios y tiempos �de desierto� es necesario para la formaci�n permanente, tanto en el campo intelectual, como en el espiritual y pastoral. De este modo, se puede afirmar que no es capaz de verdadera y fraterna comuni�n el que no sabe vivir bien la propia soledad.

75. La formaci�n permanente est� destinada a hacer crecer en el sacerdote la conciencia de su participaci�n en la misi�n salv�fica de la Iglesia. En la Iglesia como misi�n, la formaci�n permanente del sacerdote es no s�lo condici�n necesaria, sino tambi�n medio indispensable para centrar constantemente el sentido de la misi�n y garantizar su realizaci�n fiel y generosa. Con esta formaci�n se ayuda al sacerdote a descubrir toda la gravedad, pero al mismo tiempo toda la maravillosa gracia de una obligaci�n que no puede dejarlo tranquilo �como dec�a Pablo: �Predicar el Evangelio no es para m� ning�n motivo de gloria; es m�s bien un deber que me incumbe. Y �ay de m� si no predicara el Evangelio!� (1 Cor 6, 16)� y es tambi�n, una exigencia, expl�cita o impl�cita, que surge fuertemente de los hombres, a los que Dios llama incansablemente a la salvaci�n.

S�lo una adecuada formaci�n permanente logra mantener al sacerdote en lo que es esencial y decisivo para su ministerio, o sea, como dice el ap�stol Pablo, la fidelidad: �Ahora bien, lo que en fin de cuentas se exige de los administradores es que sean fieles� (1 Cor 4, 2). A pesar de las diversas dificultades que encuentra, el sacerdote ha de ser fiel �incluso en las condiciones m�s adversas o de comprensible cansancio�, poniendo en ello todas las energ�as disponibles; fiel hasta el final de su vida. El testimonio de Pablo debe ser ejemplo y est�mulo para todo sacerdote: �A nadie damos ocasi�n alguna de tropiezo �escribe a los cristianos de Corinto�, para que no se haga mofa del ministerio, antes bien, nos recomendamos en todo como ministros de Dios: con mucha constancia en tribulaciones, necesidades y angustias; en azotes, c�rceles, sediciones; en fatigas, desvelos, ayunos; en pureza, ciencia, paciencia, bondad; en el Esp�ritu Santo, en caridad sincera, en la palabra de verdad, en el poder de Dios; mediante las armas de la justicia: las de la derecha y las de la izquierda; en gloria e ignominia, en calumnia y en buena fama; tenidos por impostores, siendo veraces; como desconocidos, aunque bien conocidos; como quienes est�n a la muerte, pero vivos; como castigados, aunque no condenados a muerte; como tristes, pero siempre alegres; como pobres, aunque enriquecemos a muchos; como quienes nada tienen, aunque todo lo poseemos� (2 Cor 6, 3-10).

En cualquier edad y situaci�n

76. La formaci�n permanente, precisamente porque es �permanente�, debe acompa�ar a los sacerdotes siempre, esto es, en cualquier per�odo y situaci�n de su vida, as� como en los diversos cargos de responsabilidad eclesial que se les conf�en; todo ello, teniendo en cuenta, naturalmente, las posibilidades y caracter�sticas propias de la edad, condiciones de vida y tareas encomendadas.

La formaci�n permanente es un deber, ante todo, para los sacerdotes j�venes y ha de tener aquella frecuencia y programaci�n de encuentros que, a la vez que prolongan la seriedad y solidez de la formaci�n recibida en el Seminario, lleven progresivamente a los j�venes presb�teros a comprender y vivir la singular riqueza del �don� de Dios �el sacerdocio� y a desarrollar sus potencialidades y aptitudes ministeriales, tambi�n mediante una inserci�n cada vez m�s convencida y responsable en el presbiterio, y por tanto en la comuni�n y corresponsabilidad con todos los hermanos.

Si bien es comprensible una cierta sensaci�n de �saciedad�, que ante ulteriores momentos de estudio y de reuniones puede afectar al joven sacerdote apenas salido del Seminario, ha de rechazarse como absolutamente falsa y peligrosa la idea de que la formaci�n presbiteral concluya con su estancia en el Seminario.

Participando en los encuentros de la formaci�n permanente, los j�venes sacerdotes podr�n ofrecerse una ayuda mutua, mediante el intercambio de experiencias y reflexiones sobre la aplicaci�n concreta del ideal presbiteral y ministerial que han asimilado en los a�os del Seminario. Al mismo tiempo, su participaci�n activa en los encuentros formativos del presbiterio podr� servir de ejemplo y est�mulo a los otros sacerdotes que les aventajan en a�os, testimoniando as� el propio amor a todo el presbiterio y su afecto por la Iglesia particular necesitada de sacerdotes bien preparados.

Para acompa�ar a los sacerdotes j�venes en esta primera delicada fase de su vida y ministerio, es m�s que nunca oportuno �e incluso necesario hoy� crear una adecuada estructura de apoyo, con gu�as y maestros apropiados, en la que ellos puedan encontrar, de manera org�nica y continua, las ayudas necesarias para comenzar bien su ministerio sacerdotal. Con ocasi�n de encuentros peri�dicos, suficientemente prolongados y frecuentes, vividos si es posible en ambiente comunitario y en residencia, se les garantizar�n buenos momentos de descanso, oraci�n, reflexi�n e intercambio fraterno. As� ser� m�s f�cil para ellos dar, desde el principio, una orientaci�n evang�licamente equilibrada a su vida presbiteral. Y si algunas Iglesias particulares no pudieran ofrecer este servicio a sus sacerdotes j�venes, ser�a oportuno que colaboraran entre s� las Iglesias vecinas para juntar recursos y elaborar programas adecuados.

77. La formaci�n permanente constituye tambi�n un deber para los presb�teros de media edad. En realidad, son muchos los riesgos que pueden correr, precisamente en raz�n de la edad, como por ejemplo un activismo exagerado y una cierta rutina en el ejercicio del ministerio. As�, el sacerdote puede verse tentado de presumir de s� mismo como si la propia experiencia personal, ya demostrada, no tuviese que ser contrastada con nada ni con nadie. Frecuentemente el sacerdote sufre una especie de cansancio interior peligroso, fruto de dificultades y fracasos. La respuesta a esta situaci�n la ofrece la formaci�n permanente, una continua y equilibrada revisi�n de s� mismo y de la propia actividad, una b�squeda constante de motivaciones y medios para la propia misi�n; de esta manera, el sacerdote mantendr� el esp�ritu vigilante y dispuesto a las constantes y siempre nuevas peticiones de salvaci�n que recibe como �hombrede Dios�.

La formaci�n permanente debe interesar tambi�n a los presb�teros que, por la edad avanzada, podemos denominar ancianos, y que en algunas Iglesias son la parte m�s numerosa del presbiterio; �ste deber� mostrarles gratitud por el fiel servicio que han prestado a Cristo y a la Iglesia, y una solidaridad particular dada su situaci�n. Para estos presb�teros la formaci�n permanente no significar� tanto un compromiso de estudio, actualizaci�n o di�logo cultural, cuanto la confirmaci�n serena y alentadora de la misi�n que todav�a est�n llamados a llevar a cabo en el presbiterio; no s�lo porque contin�an en el ministerio pastoral, aunque de maneras diversas, sino tambi�n por la posibilidad que tienen, gracias a su experiencia de vida y apostolado, de ser valiosos maestros y formadores de otros sacerdotes.

Tambi�n los sacerdotes que, por cansancio o enfermedad, se encuentran en una condic��n de debilidad f�sica o de cansancio moral, pueden ser ayudados con una formaci�n permanente que los estimule a continuar, de manera serena y decidida, su servicio a la Iglesia; a no aislarse de la comunidad ni del presbiterio; a reducir la actividad externa para dedicarse a aquellos actos de relaci�n pastoral y de espiritualidad personal, capaces de sostener las motivaciones y la alegr�a de su sacerdocio. La formaci�n permanente les ayudar�, en particular, a mantener vivo el convencimiento que ellos mismos han inculcado a los fieles, a saber, la convicci�n de seguir siendo miembros activos en la edificaci�n de la Iglesia, especialmente en virtud de su uni�n con Jesucristo doliente y con tantos hermanos y hermanas que en la Iglesia participan en la Pasi�n del Se�or, reviviendo la experiencia espiritual de Pablo que dec�a: �Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo� (Col 1, 24).(229)

Los responsables de la formaci�n permanente

78. Las condiciones en las que, con frecuencia y en muchos lugares, se desarrolla actualmente el ministerio de los presb�teros no hacen f�cil un compromiso serio de formaci�n: el multiplicarse de tareas y servicios; la complejidad de la vida humana en general y de las comunidades cristianas en particular; el activismo y el ajetreo t�pico de tantos sectores de nuestra sociedad, privan con frecuencia a los sacerdotes del tiempo y energ�as indispensables para �velar por s� mismos� (cf. 1 Tim 4, 16).

Esto ha de hacer crecer en todos la responsabilidad para que se superen las dificultades e incluso que �stas sean un reto para programar y llevar a cabo un plan de formaci�n permanente, que responda de modo adecuado a la grandeza del don de Dios y a la gravedad de las expectativas y exigencias de nuestro tiempo.

Por ello, los responsables de la formaci�n permanente de los sacerdotes hay que individuarlos en la Iglesia �comuni�n�. En este sentido, es toda la Iglesia particular la que, bajo la gu�a del Obispo, tiene la responsabilidad de estimular y cuidar de diversos modos la formaci�n permanente de los sacerdotes. �stos no viven para s� mismos, sino para el Pueblo de Dios; por eso, la formaci�n permanente, a la vez que asegura la madurez humana, espiritual, intelectual y pastoral de los sacerdotes, representa un bien cuyo destinatario es el mismo Pueblo de Dios. Adem�s, el mismo ejercicio del ministerio pastoral lleva a un continuo y fecundo intercambio rec�proco entre la vida de fe de los presb�teros y la de los fieles. Precisamente la participaci�n de vida entre el presb�tero y la comunidad, si se ordena y lleva a cabo con sabidur�a, supone una aportaci�n fundamental a la formaci�n permanente, que no se puede reducir a un episodio o iniciativa aislada, sino que comprende todo el ministerio y vida del presb�tero.

En efecto, la experiencia cristiana de las personas sencillas y humildes, los impulsos espirituales de las personas enamoradas de Dios, la valiente aplicaci�n de la fe a la vida por parte de los cristianos comprometidos en las diversas responsabilidades sociales y civiles, son acogidas por el presb�tero y, a la vez que las ilumina con su servicio sacerdotal, encuentra en ellas un precioso alimento espiritual. Incluso las dudas, crisis y demoras ante las m�s variadas situaciones personales y sociales; las tentaciones de rechazo o desesperaci�n en momentos de dolor, enfermedad o muerte; en fin, todas las circunstancias dif�ciles que los hombres encuentran en el camino de su fe, son vividas fraternalmente y soportadas sinceramente en el coraz�n del presb�tero que, buscando respuestas para los dem�s, se siente estimulado continuamente a encontrarlas primero para s� mismo.

De esta manera, todos los miembros del Pueblo de Dios pueden y deben ofrecer una valiosa ayuda a la formaci�n permanente de sus sacerdotes. A este respecto, deben dejar a los sacerdotes espacios de tiempo para el estudio y la oraci�n; pedirles aquello para lo que han sido enviados por Cristo y no otras cosas; ofrecerles colaboraci�n en los diversos �mbitos de la misi�n pastoral, especialmente en lo que ata�e a la promoci�n humana y al servicio de la caridad; establecer relaciones cordiales y fraternas con ellos; ayudar a los sacerdotes a ser conscientes de que no son �due�os de la fe�, sino �colaboradores del gozo� de todos los fieles (cf. 2 Cor 1, 24).

La responsabilidad formativa de la Iglesia particular en relaci�n con los sacerdotes se concretiza y especifica en relaci�n con los diversos miembros que la componen, comenzando por el sacerdote mismo.

79. En cierto modo, es precisamente cada sacerdote el primer responsable en la Iglesia de la formaci�n permanente, pues sobre cada uno recae el deber �derivado del sacramento del Orden� de ser fiel al don de Dios y al dinamismo de conversi�n diaria que nace del mismo don. Los reglamentos o normas de la autoridad eclesi�stica al respecto, como tambi�n el mismo ejemplo de los dem�s sacerdotes, no bastan para hacer apetecible la formaci�n permanente si el individuo no est� personalmente convencido de su necesidad y decidido a valorar sus ocasiones, tiempos y formas. La formaci�n permanente mantiene la juventud del esp�ritu, que nadie puede imponer desde fuera, sino que cada uno debe encontrar continuamente en su interior. S�lo el que conserva siempre vivo el deseo de aprender y crecer posee esta �juventud�.

Fundamental es la responsabilidad del Obispo y, con �l, la del presbiterio. La del Obispo se basa en el hecho de que los presb�teros reciben su sacerdocio a trav�s de �l y comparten con �l la solicitud pastoral por el Pueblo de Dios. El Obispo es el responsable de la formaci�n permanente, destinada a hacer que todos sus presb�teros sean generosamente fieles al don y al ministerio recibido, como el Pueblo de Dios los quiere y tiene el �derecho� de tenerlos. Esta responsabilidad lleva al Obispo, en comuni�n con el presbiterio, a hacer un proyecto y establecer un programa, capaces de estructurar la formaci�n permanente no como un mero episodio, sino como una propuesta sistem�tica de contenidos, que se desarrolla por etapas y tiene modalidades precisas. El Obispo vivir� su responsabilidad no s�lo asegurando a su presbiterio lugares y momentos de formaci�n permanente, sino haci�ndose personalmente presente y participando en ellos convencido y de modo cordial. Con frecuencia ser� oportuno, o incluso necesario, que los Obispos de varias Di�cesis vecinas o de una Regi�n eclesi�stica se pongan de acuerdo entre s� y unan sus fuerzas para poder ofrecer iniciativas de mayor calidad y verdaderamente atrayentes para la formaci�n permanente, como son cursos de actualizaci�n b�blica, teol�gica y pastoral, semanas de convivencia, ciclos de conferencias, momentos de reflexi�n y revisi�n del programa pastoral del presbiterio y de la comunidad eclesial.

El Obispo cumplir� con su responsabilidad pidiendo tambi�n la ayuda que puedan dar las facultades y los institutos teol�gicos y pastorales, los Seminarios, los organismos o federaciones que agrupan a las personas �sacerdotes, religiosos y fieles laicos� comprometidas en la formaci�n presbiteral.

En el �mbito de la Iglesia particular corresponde a las familias un papel significativo; ellas, como �Iglesias dom�sticas�, tienen una relaci�n concreta con la vida de las comunidades eclesiales animadas y guiadas por los sacerdotes. En particular, hay que citar el papel de la familia de origen, pues ella, en uni�n y comuni�n de esfuerzos, puede ofrecer a la misi�n del hijo una ayuda espec�fica importante. Llevando a cabo el plan providencial que la ha hecho ser cuna de la semilla vocacional, e indispensable ayuda para su crecimiento y desarrollo, la familia del sacerdote, en el m�s absoluto respeto de este hijo que ha decidido darse a Dios y a sus hermanos, debe seguir siendo siempre testigo fiel y alentador de su misi�n, sosteni�ndola y comparti�ndola con entrega y respeto.

Momentos, formas y medios de la formaci�n permanente

80. Si todo momento puede ser un �tiempo favorable� (cf. 2 Cor 6, 2) en el que el Esp�ritu Santo lleva al sacerdote a un crecimiento directo en la oraci�n, el estudio y la conciencia de las propias responsabilidades pastorales, hay sin embargo momentos �privilegiados�, aunque sean m�s comunes y establecidos previamente.

Hay que recordar, ante todo, los encuentros del Obispo con su presbiterio, tanto lit�rgicos (en particular la concelebraci�n de la Misa Crismal el Jueves Santo), como pastorales y culturales, dedicados a la revisi�n de la actividad pastoral o al estudio sobre determinados problemas teol�gicos.

Est�n asimismo los encuentros de espiritualidad sacerdotal, como los Ejercicios espirituales, los d�as de retiro o de espiritualidad. Son ocasi�n para un crecimiento espiritual y pastoral; para una oraci�n m�s prolongada y tranquila; para una vuelta a las ra�ces de la identidad sacerdotal; para encontrar nuevas motivaciones para la fidelidad y la acci�n pastoral.

Son tambi�n importantes los encuentros de estudio y de reflexi�n com�n, que impiden el empobrecimiento cultural y el aferrarse a posiciones c�modas incluso en el campo pastoral, fruto de pereza mental; aseguran una s�ntesis m�s madura entre los diversos elementos de la vida espiritual, cultural y apost�lica; abren la mente y el coraz�n a los nuevos retos de la historia y a las nuevas llamadas que el Esp�ritu dirige a la Iglesia.

81. Son muchas las ayudas y los medios que se pueden usar para que la formaci�n permanente sea cada vez m�s una valiosa experiencia vital para los sacerdotes. Entre �stos hay que recordar las diversas formas de vida com�n entre los sacerdotes, siempre presentes en la historia de la Iglesia, aunque con modalidades y compromisos diferentes: �Hoy no se puede dejar de recomendarlas vivamente, sobre todo entre aquellos que viven o est�n comprometidos pastoralmente en el mismo lugar. Adem�s de favorecer la vida y la acci�n apost�lica, esta vida com�n del clero ofrece a todos, presb�teros y laicos, un ejemplo luminoso de caridad y de unidad�.(230)

Tambi�n pueden ser de ayuda las asociaciones sacerdotales, en particular los institutos seculares sacerdotales, que tienen como nota espec�fica la diocesaneidad, en virtud de la cual los sacerdotes se unen m�s estrechamente al Obispo y forman �un estado de consagraci�n en el que los sacerdotes, mediante votos u otros v�nculos sagrados, se consagran a encarnar en la vida los consejos evang�licos�.(231) Todas las formas de �fraternidad sacerdotal� aprobadas por la Iglesia son �tiles no s�lo para la vida espiritual, sino tambi�n para la vida apost�lica y pastoral.

Igualmente, la pr�ctica de la direcci�n espiritual contribuye no poco a favorecer la formaci�n permanente de los sacerdotes. Se trata de un medio cl�sico, que no ha perdido nada de su valor, no s�lo para asegurar la formaci�n espiritual, sino tambi�n para promover y mantener una continua fidelidad y generosidad en el ejercicio del ministerio sacerdotal. Como dec�a el Cardenal Montini, futuro Pablo VI, �la direcci�n espiritual tiene una funci�n hermos�sima y, podr�a decirse indispensable, para la educaci�n moral y espiritual de la juventud, que quiera interpretar y seguir con absoluta lealtad la vocaci�n, sea cual fuese, de la propia vida; �sta conserva siempre una importancia beneficiosa en todas las edades de la vida, cuando, junto a la luz y a la caridad de un consejo piadoso y prudente, se busca la revisi�n de la propia rectitud y el aliento para el cumplimiento generoso de los propios deberes. Es medio pedag�gico muy delicado, pero de grand�simo valor; es arte pedag�gico y psicol�gico de grave responsabilidad en quien la ejerce; es ejercicio espiritual de humildad y de confianza en quien la recibe�.(232)

CONCLUSI�N

82. �Os dar� pastores seg�n mi coraz�n� (Jer 3, 15).

Esta promesa de Dios est�, todav�a hoy, viva y operante en la Iglesia, la cual se siente, en todo tiempo, destinataria afortunada de estas palabras prof�ticas y ve c�mo se cumplen diariamente en tantas partes del mundo, mejor a�n, en tantos corazones humanos, sobre todo de j�venes. Y desea, ante las graves y urgentes necesidades propias y del mundo, que en los umbrales del tercer milenio se cumpla esta promesa divina de un modo nuevo, m�s amplio, intenso, eficaz: como una extraordinaria efusi�n del Esp�ritu de Pentecost�s.

La promesa del Se�or suscita en el coraz�n de la Iglesia la oraci�n, la petici�n confiada y ardiente en el amor del Padre que, igual que ha enviado a Jes�s, el buen Pastor, a los Ap�stoles, a sus sucesores y a una multitud de presb�teros, siga as� manifestando a los hombres de hoy su fidelidad y su bondad.

Y la Iglesia est� dispuesta a responder a esta gracia. Siente que el don de Dios exige una respuesta comunitaria y generosa: todo el Pueblo de Dios debe orar intensamente y trabajar por las vocaciones sacerdotales; los candidatos al sacerdocio deben prepararse con gran seriedad a acoger y vivir el don de Dios, conscientes de que la Iglesia y el mundo tienen absoluta necesidad de ellos; deben enamorarse de Cristo, buen Pastor; modelar el propio coraz�n a imagen del suyo; estar dispuestos a salir por los caminos del mundo como imagen suya para proclamar a todos a Cristo, que es Camino, Verdad y Vida.

Una llamada particular dirijo a las familias: que los padres, y especialmente las madres, sean generosos en entregar sus hijos al Se�or, que los llama al sacerdocio, y que colaboren con alegr�a en su itinerario vocacional, conscientes de que as� ser� m�s grande y profunda su fecundidad cristiana y eclesial, y que pueden experimentar, en cierto modo, la bienaventuranza de Mar�a, la Virgen Madre: �Bendita t� entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno� (Lc 1, 42).

Tambi�n digo a los j�venes de hoy: sed m�s d�ciles a la voz del Esp�ritu; dejad que resuenen en la intimidad de vuestro coraz�n las grandes expectativas de la Iglesia y de la humanidad; no teng�is miedo en abrir vuestro esp�ritu a la llamada de Cristo, el Se�or; sentid sobre vosotros la mirada amorosa de Jes�s y responded con entusiasmo a la invitaci�n de un seguimiento radical.

La Iglesia responde a la gracia mediante el compromiso que los sacerdotes asumen para llevar a cabo aquella formaci�n permanente que exige la dignidad y responsabilidad que el sacramento del Orden les confiri�. Todos los sacerdotes est�n llamados a ser conscientes de la especial urgencia de su formaci�n en la hora presente: la nueva evangelizaci�n tiene necesidad de nuevos evangelizadores, y �stos son los sacerdotes que se comprometen a vivir su sacerdocio como camino espec�fico hacia la santidad.

La promesa de Dios asegura a la Iglesia no unos pastores cualesquiera, sino unos pastores �seg�n su coraz�n�. El �coraz�n� de Dios se ha revelado plenamente a nosotros en el Coraz�n de Cristo, buen Pastor. Y el Coraz�n de Cristo sigue hoy teniendo compasi�n de las muchedumbres y d�ndoles el pan de la verdad, del amor y de la vida (cf. Mc 6, 30 ss.), y desea palpitar en otros corazones �los de los sacerdotes�: �Dadles vosotros de comer� (Mc 6, 37). La gente necesita salir del anonimato y del miedo; ser conocida y llamada por su nombre; caminar segura por los caminos de la vida; ser encontrada si se pierde; ser amada; recibir la salvaci�n como don supremo del amor de Dios; precisamente esto es lo que hace Jes�s, el buen Pastor; �l y sus presb�teros con �l.

Y ahora, al terminar esta Exhortaci�n, dirijo mi mirada a la multitud de aspirantes al sacerdocio, de seminaristas y de sacerdotes que �en todas las partes del mundo, en situaciones incluso las m�s dif�ciles y a veces dram�ticas, y siempre en el gozoso esfuerzo de fidelidad al Se�or y del incansable servicio a su grey� ofrecen a diario su propia vida por el crecimiento de la fe, de la esperanza y de la caridad en el coraz�n y en la historia de los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

Vosotros, amad�simos sacerdotes, hac�is esto porque el mismo Se�or, con la fuerza de su Esp�ritu, os ha llamado a presentar de nuevo, en los vasos de barro de vuestra vida sencilla, el tesoro inestimable de su amor de buen Pastor.

En comuni�n con los Padres sinodales y en nombre de todos los Obispos del mundo y de toda la comunidad eclesial, os expreso todo el reconocimiento que vuestra fidelidad y vuestro servicio se merecen.(233)

Y mientras deseo a todos vosotros la gracia de renovar cada d�a el carisma de Dios recibido con la imposici�n de las manos (cf. 2 Tim 1, 6); de sentir el consuelo de la profunda amistad que os vincula con Cristo y os une entre vosotros; de experimentar el gozo del crecimiento de la grey de Dios en un amor cada vez m�s grande a �l y a todos los hombres; de cultivar el sereno convencimiento de que el que ha comenzado en vosotros esta obra buena la llevar� a cumplimiento hasta el d�a de Cristo Jes�s (cf. Flp 1, 6); con todos y cada uno de vosotros me dirijo en oraci�n a Mar�a, madre y educadora de nuestro sacerdocio.

Cada aspecto de la formaci�n sacerdotal puede referirse a Mar�a como la persona humana que mejor que nadie ha correspondido a la vocaci�n de Dios; que se ha hecho sierva y disc�pula de la Palabra hasta concebir en su coraz�n y en su carne al Verbo hecho hombre para darlo a la humanidad; que ha sido llamada a la educaci�n del �nico y eterno Sacerdote, d�cil y sumiso a su autoridad materna. Con su ejemplo y mediante su intercesi�n, la Virgen sant�sima sigue vigilando el desarrollo de las vocaciones y de la vida sacerdotal en la Iglesia.

Por eso, nosotros los sacerdotes estamos llamados a crecer en una s�lida y tierna devoci�n a la Virgen Mar�a, testimoni�ndola con la imitaci�n de sus virtudes y con la oraci�n frecuente.

Oh Mar�a,
Madre de Jesucristo y Madre de los sacerdotes:
acepta este t�tulo con el que hoy te honramos
para exaltar tu maternidad
y contemplar contigo
el Sacerdocio de tu Hijo unig�nito y de tus hijos,
oh Santa Madre de Dios.

Madre de Cristo,
que al Mes�as Sacerdote diste un cuerpo de carne
por la unci�n del Esp�ritu Santo
para salvar a los pobres y contritos de coraz�n:
custodia en tu seno y en la Iglesia a los sacerdotes,
oh Madre del Salvador.

Madre de la fe,
que acompa�aste al templo al Hijo del hombre,
en cumplimiento de las promesas
hechas a nuestros Padres:
presenta a Dios Padre, para su gloria,
a los sacerdotes de tu Hijo,
oh Arca de la Alianza.

Madre de la Iglesia,
que con los disc�pulos en el Cen�culo
implorabas el Esp�ritu
para el nuevo Pueblo y sus Pastores:
alcanza para el orden de los presb�teros
la plenitud de los dones,
oh Reina de los Ap�stoles.

Madre de Jesucristo,
que estuviste con �l al comienzo de su vida
y de su misi�n,
lo buscaste como Maestro entre la muchedumbre,
lo acompa�aste en la cruz,
exhausto por el sacrificio �nico y eterno,
y tuviste a tu lado a Juan, como hijo tuyo:
acoge desde el principio
a los llamados al sacerdocio,
prot�gelos en su formaci�n
y acompa�a a tus hijos
en su vida y en su ministerio,
oh Madre de los sacerdotes. Am�n.

Dado en Roma, junto a san Pedro, el 25 de marzo �solemnidad de la Anunciaci�n del Se�or� del a�o 1992, d�cimo cuarto de mi Pontificado.