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 Desde Magisterio de Juan Pablo II - Escatología: Catequesis para jóvenes que se preparan a la confirmación

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Eduardo Dante Reyes Pariona
4° de Teología 2013
Pontificia Facultad de Teología
"Redemptoris Mater"

 

 

Escatología - Muerte - Juicio - Cielo - Infierno

 

Queridos jóvenes:

El día de hoy hablaremos de la escatología, ¿ahora qué es esto? ¡Es hablar del "más allá"! Como plenitud del Camino de Dios. Es el "más allá" el conocimiento de las cosas últimas. Las "postrimerías", es lanzar tu mirada de las cosas al final de la vida humana. Son los "Novísimos" o sea las cosas nuevas. El mismo nos dice: "Hago nuevo todas las cosas" Ap 21, 5; 2 Cor 5,17, Esto es lo que se nos ha revelado por medio de Cristo y de su Iglesia.

Hay tres formas de poder hablar del más allá, veámoslo ahora:

La Escatología Universal: Es la vuelta gloriosa de Cristo al fin del mundo y de la plenitud del Reino de Dios. Para la humanidad, para todos los hombres, para el mundo creado hay una escatología y una plenitud de vida. Esto sucederá al fin del mundo. También la humanidad tiene sus postrimerías, su juicio final, su salvación o condena colectiva, sus nuevos cielos y sus nuevas tierras,

La Escatología Individual: Muerte de cada ser humano y su destino eterno, plenitud de vida para cada hombre singular al fin de sus días. Cada uno tiene sus postrimerías, su muerte, su juicio y su sanción. "La Iglesia celeste, constituida por las almas que están con Jesús y María, gozan de la bienaventuranza eterna y ven a Dios como Él es que consiste en la visión de Dios intuitiva, inmediata, y de todas las cosas de Dios, y en la alegría, gozo, que sigue a esta visión, El cielo será para nosotros la perfecta vida de unión con Cristo, ya desvelada, sin impedimento alguno para la identificación total". La solemne Profesión de Fe de Paulo VI. La Escatología Intermedia: Abarca desde la muerte de cada persona hasta su resurrección en el último día. La perspectiva del futuro absoluto domina plenamente al hombre, y por ello, toda nuestra fe adquiere un matiz distinto ante los últimos acontecimientos, ante la meta definitiva hacia la cual se dirigen los individuos y la historia humana.

Lo que existe al término de esta vida es la vida plena, total y absoluta del hombre. La vida eterna. La vida eterna es la que comienza inmediatamente después de la muerte. Esta vida no tendrá fin; será precedida para cada uno por un juicio particular por parte de Cristo, juez de vivos y muertos, y será ratificada en el juicio final. CEC. 1020. 1051. "El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día" (Jn 6,54). Comp. E.C. 207.

Al morir cada hombre recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular por Cristo, juez de vivos y de muertos.

El cielo. Por cielo se entiende el estado de felicidad suprema y definitiva. Todos aquellos que mueren en gracia de Dios y no tienen necesidad de posterior purificación, son reunidos en torno a Jesús, a María, a los ángeles y a los santos, formando así la Iglesia del cielo, donde ven a Dios «cara a cara» (1 Co 13, 12), viven en comunión de amor con la Santísima Trinidad e interceden por nosotros. CEC.1023-1026, 1053. Comp. E.C. 209.

«La vida subsistente y verdadera es el Padre que, por el Hijo y en el Espíritu Santo, derrama sobre todos sin excepción los dones celestiales. Gracias a su misericordia, nosotros también, hombres, hemos recibido la promesa indefectible de la vida eterna» (San Cirilo de Jerusalén).

... El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha. CEC 1024... (Jn 17,21-23). Pero desde ahora somos llamados a ser habitados por la Santísima Trinidad: "Si alguno me ama -dice el Señor- guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él" (Jn 14,23). CEC 260.., "El cielo"... puede designar el firmamento (Sal 19, 2), pero también el "lugar" propio de Dios: "nuestro Padre que está en los cielos" (Mt 5, 16; Sal 115, I6), y por consiguiente también el "cielo", que es la gloria escatológica... CEC 326... Son para siempre semejantes a Dios, porque lo ven "tal cual es" (1 Jn 3, 2), cara a cara (1 Co 13, 12; Ap 22, 4). CEC 1023... Vivir en el cielo es "estar con Cristo" (Jn 14, 3; Flp 1, 23; 1 Ts 4,17), Los elegidos viven "en El", aún más, tienen allí, o mejor, encuentran allí su verdadera identidad, su propio nombre (Ap 2, 17). CEC 1025... El cielo es una manera de ser; no el alejamiento de Dios sino su majestad. Dios Padre no está "fuera", sino "más allá de todo" lo que acerca de la santidad divina puede el hombre concebir, Como es tres veces Santo, está totalmente cerca del corazón humilde y contrito. CEC 2794...

Las Sagradas Escrituras, el cielo. ¿Ahora qué es el cielo? La biblia nos dice que el «cielo» es entendido como la morada de Dios, que se diferencia en eso de los hombres (cf. Sal, 104, 2 s; 115, 16; Is 66, I), Dios, desde lo alto del cielo, ve y juzga (ver Sal 113, 4-9) y viene cuando se le invoca (ver. Sal 18, 7. 10; 144, 5). Pero, la forma de hablar de la biblia da a entender que Dios ni se identifica con el cielo ni puede ser encerrado en el cielo (ver. 1R 8, 27); y eso es verdad, a pesar de que en algunos pasajes del primer libro de los Macabeos «el cielo» es un nombre de Dios (ver. 1M 3, 18. 19. 50. 60; 4, 24. 55), A la representación del cielo como morada trascendente del Dios vivo, se le agrega la de lugar al que también los creyentes pueden, por gracia, llegar, como lo muestra en el A.T. las historias de Enoc (ver. Gn 5, 24) y Elías (ver. 2R 2, 11). Así, el cielo resulta figura de la vida en Dios. En este sentido, Jesús habla de «recompensa en los 1 cielos» (Mt 5, 12) y exhorta a «amontonar tesoros en el cielo» (Mt 6, 20; ver, 19, 21). En el N, T. se profundiza esta idea del cielo también en relación con el misterio de Cristo. Y así indicar qué el sacrificio del Redentor asume valor perfecto y definitivo, ésta carta a los Hebreos afirma que Jesús «penetró los cielos» (Hb 4, 14) y «no penetró en un santuario hecho por mano de hombre, en una reproducción del verdadero, sino en el mismo cielo» (Hb 9, 24). Luego, los creyentes, en cuanto amados de modo especial por el Padre, son resucitados con Cristo y hechos ciudadanos del cielo.

Escuchemos lo que a este respecto nos dice san Pablo al respecto: «Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros pecados, nos vivificó juntamente con Cristo —por gracia habéis sido salvados— y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús, a fin de mostrar en los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús» (Ef 2, 4-7). Así experimentaremos a Dios como Padre, rico en misericordia, a través del amor del Hijo de Dios, crucificado y resucitado, que está sentado en los cielos a la derecha del Padre. Y es nuestro Señor. Luego del itinerario de nuestra vida terrena será nuestra plena participación íntima con el Padre, que pasa por la inserción en el misterio pascual de Cristo, San Pablo marca con una imagen muy intensa este nuestro caminar hacia Cristo en los cielos al fmal de los tiempos: «Después nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en nubes, junto con ellos (con los que serán resucitados), al encuentro del Señor en los aires. Y así estaremos siempre con el Señor. Consolados, pues, mutuamente con estas palabras» (1 Ts 4, 17-18).

Por la Revelación se sabe que el «cielo» o la «bienaventuranza» en la que nos encontraremos no son una abstracción, una entelequia ni tampoco un lugar fisico entre las nubes, sino una relación viva y personal con la santísima Trinidad. Es el encuentro con el Padre, que se realiza en Cristo resucitado gracias a la comunión del Espíritu Santo. Siempre es necesaria cierta moderación al describir estas realidades últimas, ya que su representación resulta siempre inadecuada. El lenguaje de adhesión a la persona logra reflejar de una forma menos impropia la situación de felicidad y paz, el privilegio de la comunión definitiva con Dios,

En síntesis la enseñanza de la Iglesia sobre esta verdad afirmando que, «Jesucristo por su muerte y su resurrección, nos ha abierto» el cielo. La vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo, que asocia a su glorificación celestial a quienes han creído en él y han permanecido fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a él» CEC 1026.

Ante esta realidad del final se puede esperar de algún modo hoy ahora, tanto en la vida sacramental, cuyo centro y culmen es la Eucaristía, como en el don de sí mismo mediante la caridad total y absoluta entre los nosotros. Si sabemos gozar ordenadamente de los bienes que el Señor nos regala cada día, experimentaremos ya la alegría y la paz de que un día gozaremos plenamente, Sabemos que aquí en la tierra todo tiene límite; pero el pensamiento de las realidades últimas nos ayuda a vivir bien las realidades penúltimas. Se sabe de qué mientras caminamos en este mundo estamos llamados a buscar «las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios» (Col 3, 1), para estar con él en el deber escatológico, cuando en el Espíritu él reconcilie totalmente con el Padre «lo que hay en la tierra y en los cielos» (Col 1, 20).'

El infierno. Consiste en la condenación eterna de todos aquellos que mueren, por libre elección, en pecado mortal. La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios, en quien únicamente encuentra el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira. Cristo mismo expresa esta realidad con las palabras «Alejaos de mí, malditos al fuego eterno» (Mt 25, 4I), CEC, I033­I035. 1056-1057. Comp. E.C. 212,

La existencia del infierno con la infinita bondad de Dios. Dios quiere que «todos lleguen a la conversión» (2 P 3, 9), pero, habiendo creado al hombre libre y responsable, respeta sus decisiones, Por tanto, es el hombre mismo quien, con plena autonomía, se excluye voluntariamente de la comunión con Dios si, en el momento de la propia muerte, persiste en el pecado mortal, rechazando el amor misericordioso de Dios. CEC, 1036-1037. Comp. E.C, 2I3,

El infierno es el rechazo definitivo de Dios

Es el rechazo de Dios que es Padre infinitamente bueno y misericordioso, Pero, por desgracia, tú y yo, llamados a responderle en la libertad, podemos elegirle rechazarle definitivamente su amor y su perdón, renunciando así para siempre a la comunión gozosa con él. Ciertamente esta trágica situación es lo que señala la doctrina cristiana cuando habla de condenación eterna del infierno. No se trata de un castigo de Dios infligido desde el exterior, sino del desarrollo de una propuesta nuestra por esta vida. La misma dimensión de infelicidad que conlleva esta oscura condición puede intuirse, por nuestra experiencia de muerte, que convierten la vida en «un infierno».

En sentido teológico, el infierno es algo muy distinto: es la última consecuencia del pecado mismo, que se vuelve contra quien lo ha cometido. Es la situación en que nos encontramos cuando rechazamos de forma definitiva la misericordia del Padre incluso en el último instante de nuestra vida.

La Sagrada Escritura lo describe y utiliza un lenguaje simbólico, que se precisará progresivamente. En el AT., la condición de los muertos no estaba aun plenamente iluminada por la Revelación, Por lo general, se pensaba que la causa era de que los muertos se reunían en el sheol, un lugar de tinieblas (cf. Ez 28, 8; 31, 14; Jb 10, 21 ss; 38, I7; Sal 30, 10; 88, 7. 13), una fosa de la que no se puede salir (cf. Jb 7, 9), donde es imposible dar gloria a Dios (cf. Is 38, 18; Sal 6, 6).

El NT., dirige una nueva luz sobre la condición de los muertos, sobre todo anunciando que Cristo, con su resurrección, ha vencido la muerte y ha extendido su poder liberador también en el reino de los muertos. Pero, no obstante, la redención sigue siendo un ofrecimiento de salvación que nos corresponde acoger con libertad. Por eso, cada uno será juzgado «de acuerdo con sus obras» (Ap 20, 13), Recurriendo a imágenes, el NT presenta el lugar destinado a los obradores de iniquidad como un horno ardiente, donde «será el llanto y el rechinar de dientes» (Mt 13, 42; cf. 25, 30. 41) o como la gehenna de «fuego que no se apaga» (Mc 9, 43), Todo ello es expresado, con forma de narración, en la parábola del rico epulón, en la que se precisa que el infierno es el lugar de pena definitiva, sin posibilidad de retorno o de mitigación del dolor (cf. Lc I6, 19-31). Ahora el Apocalipsis representa plásticamente en un «lago de fuego» a los que no se hallan inscritos en el libro de la vida, yendo así al encuentro de una «segunda muerte» (Ap 20, I3 ss). Por consiguiente, quienes se obstinan en no abrirse al Evangelio, se predisponen a «una ruina eterna, alejados de la presencia del Señor y de la gloria de su poder» (2 Ts 1,9).

Las imágenes con las que la Sagrada Escritura nos presenta el infierno que deben interpretarse correctamente. Ellas expresan la completa frustración y vaciedad de una vida sin Dios. El infierno, más que un lugar, indica la situación un estado de vida en el que llega a encontrarse quien libre y definitivamente se aleja de Dios, manantial de vida y alegría. Así es como resume los datos de la fe sobre este tema el Catecismo de la Iglesia Católica: «Morir en pecado mortal sin estar arrepentidos ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra infierno» (n, 1033).

No se podemos atribuirle a la iniciativa de Dios la «condenación», dado que en su amor misericordioso él no puede querer sino la salvación de los seres que ha creado, En realidad, somos nosotros los que nos cerramos a su amor. La «condenación» consiste precisamente en que uno mismo se aleja definitivamente de Dios, porque libremente elegimos ciertamente y se confirma con la muerte, que sella para siempre esa opción. La sentencia de Dios ratifica ese estado.

La fe cristiana enseña que, en el riesgo del «sí» y del «no» que caracteriza la libertad de las criaturas, alguien ha dicho ya «o». Se trata de las criaturas espirituales que se rebelaron contra el amor de Dios y a las que se llama demonios (cf. concilio IV de Letrán: DS 800-801). Para nosotros, los seres humanos, esa historia resuena como una advertencia: nos exhorta continuamente a evitar la tragedia a la que llega el pecado y a vivir nuestra vida según el modelo de Jesús, que siempre dijo «sí» a Dios. Lo que sí es una posibilidad real es la condenación y hasta hoy lo sigue siendo, pero no se nos es dado conocer, sin una especial revelación divina, en las cuáles nosotros quedamos implicados efectivamente en ella. El pensamiento del infierno —y mucho menos la utilización impropia de las imágenes bíblicas— no debe ponernos neuróticos o angustiados; pero esto representa una exhortación necesaria y saludable a la libertad, pues, Jesucristo ha resucitado y ha vencido a Satanás, venciendo con ella la muerte y el pecado y nos ha llamado a estar con él para ser sus discípulos y enviamos a anunciar esta Buena Noticia y nos ha dado el Espíritu de Dios, que nos hace invocar «Abbá, Padre» (Rm 8, 15; Ga 4, 6). Esta perspectiva, llena de esperanza, prevalece en el anuncio cristiano. Se refleja eficazmente en la tradición litúrgica de la Iglesia, como lo atestiguan, por ejm., las palabras del Canon Romano: «Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa (...), líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos». 2

El purgatorio:

El purgatorio es el estado de los que mueren en amistad con Dios pero, aunque están seguros de su salvación eterna, necesitan aún de purificación para entrar en la eterna bienaventuranza. (1Co 3,15; 1Pe 1,7). CEC. 1030-1031, 1054. Comp. E.C. 210. La purificación de las almas del purgatorio. En virtud de la comunión de los santos, los fieles que peregrinan aún en la tierra pueden ayudar a las almas del purgatorio

ofreciendo por ellas oraciones de sufragio, en particular el sacrificio de la Eucaristía, pero también limosnas, indulgencias y obras de penitencia. (2Ma 12,46) CEC. 1032. Comp. E.C. 211.

Es necesario purificarnos para el encuentro con Dios, Es definitivamente libre nuestra elección por Dios o contra Dios, tú y yo nos encontramos ante una alternativa: o vivimos con Él en la bienaventuranza eterna, o permanecemos alejados de su presencia.

Si nos encontramos en la condición de apertura a Dios, pero de un modo imperfecto, el camino hacia la bienaventuranza plena requiere una purificación, que la fe de la Iglesia ilustra mediante la doctrina del «purgatorio» (Cf. Catecismo de la Iglesia católica, nn. 1030-1032).

En la Sagrada Escritura se pueden percibir algunos elementos que ayudan a comprender el sentido de esta doctrina, aunque no esté enunciada de modo explícito. Expresan el convencimiento de que no se puede acceder a Dios sin pasar a través de algún modo de purificación. De acuerdo a la legislación religiosa del AT., lo que está destinado a Dios debe ser perfecto. Por lo tanto, también la integridad fisica es particularmente exigida para las realidades que entran en contacto con Dios en el plano sacrificial, como, por ejemplo, los animales para inmolar (cf. Lv 22, 22), o en el institucional, como en el caso de los sacerdotes, ministros del culto (cf. Lv 21, 17-23). A esta integridad fisica debe corresponder una entrega total, tanto de las personas o sea de todo el pueblo (cf. 1R 8, 61), al Dios de la alianza de acuerdo con las grandes enseñanzas del Deuteronomio (cf. Dt 6, 5), Se trata de amar a Dios con todo el ser, con pureza de corazón y con el testimonio de las obras (cf. Dt 10, 12 s).

La exigencia de integridad se impone evidentemente después de la muerte, para entrar en la comunión perfecta y definitiva con Dios. Quien no tiene esta integridad debe pasar por la purificación.

San Pablo lo sugiere, el apóstol habla del valor de la obra de cada uno, que se revelará el día del juicio, y dice: «Aquel, cuya obra, construida sobre el cimiento (Cristo), resista, recibirá la recompensa. Más aquel, cuya obra quede abrasada, sufrirá el daño. Él, no obstante, quedará a salvo, pero como quien pasa a través del fuego» (ICo 3, 14-I5),

Para alcanzar un estado de integridad perfecta es necesaria, a veces, la intercesión o la mediación de una persona. Por ejemplo, Moisés obtiene el perdón del pueblo con una súplica, en la que evoca la obra salvífica rea izada por Dios en el pasado e invoca si fidelidad al juramento hecho a los padres (cf. Ex 32, 30 y vv. 11) La figura del Siervo del Señor, delineada por el libro de Isaías, se caracteriza también por su función de interceder y expiar en favor de muchos; al término de sus sufrimientos, él «verá la luz» y «justificará a muchos», cargando con sus culpas (cf Is 52, 13-53, 12, especialmente, 53, 11). El Salmo 51 puede considerarse, desde la visión del Antiguo Testamento, una síntesis del proceso de reintegración: el pecador confiesa y reconoce la propia culpa (v. 6), y pide insistentemente ser purificado o «lavado» (vv, 4. 9. 12 y 16), para poder proclamar la alabanza divina (v. 17).

El NT presenta a Cristo como el intercesor, que presta las funciones del sumo sacerdote el día de la expiación (cf Hb 5, 7; 7, 25). Pero en él el sacerdocio presenta una configuración nueva y definitiva. Él entra una sola vez en el santuario celestial para interceder ante Dios en favor nuestro (cf Hb 9, 23-26, especialmente el v. 24). Es Sacerdote y, al mismo tiempo, «víctima de propiciación» por los pecados de todo el mundo (cf 1 Jn 2, 2). Jesús, como el gran intercesor que expía por nosotros, se revelará plenamente al final de nuestra vida, cuando se manifieste con el ofrecimiento de misericordia, pero también con el juicio inevitable para quien rechaza el amor y el perdón del Padre. Su amor oblativo y misericordioso no excluye el deber de presentarnos puros o íntegros ante Dios, ricos de esa caridad que Pablo llama «vínculo de la perfección» (Col 3, 14). En el tránsito de esta vida terrena, el evangelio nos persuade a ser perfectos como el Padre celestial lo es (cf. Mt 5, 48), estamos llamados a crecer en el amor, para hallarnos firmes e irreprensibles en presencia de Dios Padre, en el momento de «la venida de nuestro Señor Jesucristo, con todos sus santos» (lTs 3, 12 s), Por otra parte, estamos invitados a «purificamos de toda mancha de la carne y del espíritu» (2Co 7, 1; cf. 1 Jn 3, 3), porque el encuentro con Dios requiere una pureza absoluta.

Tenemos que eliminar todo vestigio de apego al mal y corregir toda imperfección del alma. La purificación debe ser completa, y precisamente esto es lo que enseña la doctrina de la Iglesia sobre el purgatorio. Este término no indica un lugar, sino una condición de vida. Quienes después de la muerte viven en un estado de purificación ya están en el amor de Cristo, que los libera de los residuos de la imperfección (cf. concilio ecuménico de Florencia, Decretum pro Graecis: Denzinger-Schónmetzer, 1304; concilio ecuménico de Trento, Decretum de justificatione y Decretum de purgatorio: ib., 1580 y 1820).

La enseñanza de la Iglesia a este propósito es inequívoca, y ha sido reafirmada por el concilio Vaticano 11, que enseña: «Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente en vela. Así, terminada única carrera que es nuestra vida en tierra (cf. Hb 9, 27), mereceremos entrar con él en la boda y ser contados entre los santos y no nos mandarán ir, como siervos malos y perezosos al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde "habrá llanto y rechinar de dientes" (Mt 22, 13 y 25, 30)» (Lumen gentium, 48),

Hay que proponer hoy de nuevo un último aspecto importante, que la tradición de la Iglesia siempre ha puesto de relieve: la dimensión comunitaria. En efecto, quienes se encuentran en la condición de purificación están unidos tanto a los bienaventurados, que ya gozan plenamente de la vida eterna, como a nosotros, que caminamos en este mundo hacia la casa del Padre (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n, I032),

Así como en la vida terrena los creyentes están unidos entre sí en el único Cuerpo místico, así también después de la muerte los que viven en estado de purificación experimentan la misma solidaridad eclesial que actúa en la oración, en los sufragios y en la caridad de los demás hermanos en la fe, La purificación se realiza en el vínculo esencial que se crea entre quienes viven la vida del tiempo presente y quienes ya gozan de la bienaventuranza eterna. 3

La Resurrección

La comunión escatológica del hombre con Dios. "En la resurrección... ni se casarán ni se darán en casamiento, sino que serán como ángeles en el cielo' (Mt 22,30; análogamente Mc 12, 25); '... son semejantes a los ángeles e hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección' (Lc 20, 36).

La comunión escatológica del hombre con Dios, constituida gracias al amor de una perfecta unión, estará alimentada por la visión 'cara a cara': la contemplación de esa comunión más perfecta, puramente divina, que es la comunión trinitaria de las personas divinas en la unidad de la misma divinidad.

Las palabras de Cristo referidas por los evangelios sinópticos nos permiten deducir que los que participen del 'otro mundo' conservarán en esta unión con el Dios vivo que brota de la visión beatífica de su unidad y comunión trinitaria no sólo su auténtica subjetividad, sino que la adquirirán en medida mucho más perfecta que en la vida terrena. Así quedará confirmada, además, la ley del orden integral de la persona, según el cual la perfección de la comunión no sólo está condicionada por la perfección o madurez espiritual del sujeto, sino también, a su vez, la determina, Los que participarán en el 'mundo futuro', esto es, en la perfecta comunión con el Dios vivo, gozarán de una subjetividad perfectamente madura, Si en esta perfecta

subjetividad, aun conservando en su cuerpo resucitado, es decir, glorioso, la masculinidad y la feminidad, 'no tomarán mujer ni marido', esto se explica no sólo porque ha terminado la historia, sino también y sobre todo por la 'autenticidad escatológica' de la respuesta a esa 'comunicación' del sujeto divino, que constituirá la experiencia beatificante del don de sí mismo por parte de Dios, absolutamente superior a toda experiencia propia de la vida terrena.

El recíproco don de sí mismo a Dios don en el que el hombre concentrará y expresará todas las energías de la propia subjetividad personal y, a la vez, psicosomática será la respuesta al don de sí mismo por parte de Dios al hombre(*), En este recíproco don de sí mismo por parte del hombre, don que se convertirá, hasta el fondo y definitivamente, en beatificante, como respuesta digna de un sujeto personal al don de sí por parte de Dios, la 'virginidad', o mejor, el estado virginal del cuerpo, se manifestará plenamente como cumplimiento escatológico del significado 'esponsalicio' del cuerpo, como el signo específico y la expresión auténtica de toda la subjetividad personal. Así, pues, esa situación escatológica en la que 'no tomarán mujer ni marido', tiene su fundamento sólido en el estado futuro del sujeto personal, cuando después de la visión de Dios 'cara a cara' nacerá en él un amor de tal profundidad y fuerza de concentración en Dios mismo, que absorberá completamente toda su subjetividad psicosomática.

Esta concentración del conocimiento ('visión') y del amor en Dios mismo concentración que no puede ser sino la plena participación en la vida íntima de Dios, esto es, en la misma realidad trinitaria será, al mismo tiempo, el descubrimiento en Dios de todo el 'mundo' de las relaciones constitutivas de su orden perenne ('cosmos'). Esta concentración será, sobre todo, del descubrimiento de sí por parte del hombre, no sólo en la profundidad de la propia persona, sino también en la unión que es propia del mundo de las personas en su constitución psicosomática. Ciertamente, ésta es una unión de Comunión, La concentración del conocimiento y del amor sobre Dios mismo en la comunión trinitaria de las personas puede encontrar una respuesta beatificante en los que llevarán a ser partícipes del 'otro mundo' únicamente a través de la realización de la comunión reciproca proporcionada a personas creadas. Y por esto profesamos la fe en la 'comunión de los santos' (communio sanctorum), y la profesamos en conexión orgánica con la fe en la 'resurrección de los muertos'. Las palabras con las que Cristo afirma que en el 'otro mundo... no tomarán mujer ni marido', constituyen la base de estos contenidos de nuestra fe y al mismo tiempo requieren una adecuada interpretación precisamente a la luz de la fe. Debemos pensar en la realidad del 'otro mundo' con las categorías del descubrimiento de una nueva, perfecta subjetividad de cada uno y, a la vez, del descubrimiento de una nueva, perfecta intersubjetividad de todos. Así, esta realidad significa el verdadero y definitivo cumplimiento de la subjetividad humana, y, sobre esta base, la definitiva realización del significado 'esponsalicio' del cuerpo. La total concentración de la subjetividad creada, redimida y glorificada en Dios mismo no apartará al hombre de esta realización, sino que, por el contrario, lo introducirá y lo consolidará en ella. Finalmente, se puede decir que así la realidad escatológica se convertirá en fuente de la perfecta realización del 'orden trinitario' en el mundo creado de las personas.

Las palabras con las que Cristo se remite a la resurrección futura palabras confirmadas de modo singular por su resurrección completan lo que en las reflexiones precedentes solíamos llamar 'revelación del cuerpo'. Esta revelación penetra de algún modo en el corazón mismo de la realidad que experimentamos, y esta realidad es, sobre todo, el hombre, su cuerpo, el cuerpo del hombre 'histórico', A la vez, esta revelación nos permite sobrepasar la esfera de esta experiencia en dos direcciones, Ante todo, en la dirección de ese 'principio' al que Cristo hace referencia en su conversación con los fariseos respecto a la indisolubilidad del matrimonio (Cfr, Mt 19, 39); en segundo lugar, en la dirección del 'otro mundo', sobre el que el Maestro llama la atención de sus oyentes en presencia de los saduceos, que 'niegan la resurrección' (Mt 22, 23). Estas dos 'aplicaciones' de la esfera de la experiencia del cuerpo (si así se puede decir) no son completamente accesibles a nuestra comprensión (obviamente teológica) del cuerpo, Lo que es el cuerpo humano en el ámbito de la experiencia histórica del hombre, no queda totalmente anulado por esas dos dimensiones de su existencia reveladas mediante la palabra de Cristo.

Es claro que aquí se trata no tanto del 'cuerpo' en abstracto, sino del hombre, que es, a la vez, espiritual y corpóreo. Prosiguiendo en las dos direcciones indicadas por la palabra de Cristo y volviendo a la consideración de la experiencia del cuerpo en la dimensión de nuestra existencia terrena (por lo tanto, en la dimensión histórica), podemos hacer una cierta reconstrucción teológica de lo que habría podido ser la experiencia del cuerpo según el 'principio' revelado del hombre, y también de lo que él será en la dimensión del 'otro mundo'. La posibilidad de esta reconstrucción, que amplía nuestra experiencia del hombre cuerpo, indica, al menos indirectamente, la coherencia de la imagen teológica del hombre en estas tres dimensiones, que concurren juntamente a la constitución de la teología del cuerpo.

Al interrumpir por hoy las reflexiones sobre este tema, os invito a dirigir vuestros pensamientos a los días santos del Adviento que estamos viviendo. 4



1 Catequesis del Papa Juan Pablo II. Sobre el Cielo, El «cielo» como plenitud de intimidad con Dios, Miércoles 21 de julio 1999.
2 Catequesis del Papa Juan Pablo II sobre el Infierno, El infierno como rechazo defmitivo de Dios, Miércoles 28 de julio 1999
3 Catequesis del Papa sobre el Purgatorio, El purgatorio: purificación necesaria para el encuentro con Dios, Miércoles 4 de agosto 1999

4 Catequesis de Juan Pablo 11 sobre la Resurrección, la Comunión escatológica del hombre con Dios, 16 de diciembre 1981




 


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