La  Pasión de Cristo I


Primera predicación de Cuaresma
Reflexiones sobre algunos aspectos
de la Pasión de Cristo
«Preso de la angustia,
oraba más intensamente»
(Lc 22, 44)
 Raniero Cantalamessa O.F.M.Cap.



1. Bautizados en su muerte

En las meditaciones de Adviento procuré sacar a la luz la necesidad que tenemos, en el momento actual, de redescubrir el kerygma, esto es, ese núcleo original del mensaje cristiano en presencia del cual florece normalmente el acto de fe. De este núcleo, la Pasión y muerte de Cristo representa su elemento fundamental.

Desde el punto de vista objetivo o de la fe, es la resurrección, no la muerte de Cristo, el elemento calificador: «No es gran cosa creer que Jesús ha muerto, escribe San Agustín; esto lo creen también los paganos y los réprobos; todos lo creen. Pero lo verdaderamente grande es creer que él ha resucitado. La fe de los cristianos es la resurrección de Cristo» [1]. Pero desde el punto de vista subjetivo o de la vida, es la pasión, no la resurrección, el elemento para nosotros más importante: «De las tres cosas que constituyen el sacratísimo triduo – crucifixión, sepultura y resurrección del Señor -, nosotros, escribe también San Agustín, realizamos en la vida presente el significado de la crucifixión, mientras tenemos por fe y esperanza lo que significan la sepultura y la resurrección» [2].

Se ha escrito que los Evangelios son «relatos de la Pasión precedidos de una larga introducción» (M. Kahler). Pero lamentablemente ésta, que es la parte más importante de los Evangelios, es también la menos valorada en el curso del año litúrgico, pues se lee una sola vez al año, en Semana Santa, cuando por la duración de los ritos, es además imposible detenerse a explicarla y comentarla. En un tiempo la predicación sobre la Pasión ocupaba un lugar de honor en toda misión popular; hoy, que estas ocasiones han pasado a ser raras, muchos cristianos llegan al final de su vida sin haber subido jamás al Calvario...

Con nuestras reflexiones cuaresmales nos proponemos colmar, al menos en pequeña medida, esta laguna. Queremos estar un poco con Jesús en Getsemaní y en el Calvario para llegar preparados a la Pascua. Está escrito que en Jerusalén había una piscina milagrosa y el primero que se zambullía en ella, cuando sus aguas se agitaban, era sanado. Nosotros debemos arrojarnos ahora, en espíritu, en esta piscina, o en este océano, que es la pasión de Cristo.

En el bautismo hemos sido «bautizados en su muerte», «con él sepultados» (Rm 6, 3 s): aquello que sucedió una vez místicamente en el sacramento, debe realizarse existencialmente en la vida. Debemos darnos un baño saludable en la pasión para ser renovados por ella, revigorizados, transformados. «Me sepulté en la pasión de Cristo, escribe la Beata Angela de Foligno, y se me dio la esperanza de que en ella encontraría mi liberación» [3].

2. Getsemaní, un hecho histórico

Nuestro viaje a través de la Pasión empieza, como el de Jesús, desde Getsemaní. La agonía de Jesús en el Huerto de los Olivos es un hecho afirmado, en los Evangelios, sobre cuatro columnas, esto es, por los cuatro evangelistas. Juan, en efecto, también habla de ello, a su manera, cuando pone en boca de Jesús las palabras: «Ahora mi alma está turbada» (que recuerdan «mi alma está triste», de los sinópticos) y las palabras: «¡Padre, líbrame de esta hora!» (que recuerdan el «aparta de mí este cáliz», de los sinópticos) (Jn 12, 27 s.). También hay un eco de ello, como veremos, en la Carta a los Hebreos.

Es algo completamente extraordinario que un hecho tan poco «apologético» haya encontrado un puesto tan relevante en la tradición. Sólo un acontecimiento histórico, fuertemente afirmado, explica la relevancia dada a este momento de la vida de Jesús. Cada uno de los evangelistas dio al episodio una coloración diferente según su propia sensibilidad y las necesidades de la comunidad para la que escribía. Pero no añadieron nada verdaderamente «ajeno» al hecho; más bien cada uno sacó a la luz algunas de las infinitas implicaciones espirituales del hecho. No hicieron, como se dice hoy, eis-egesis, sino exegesis.

Las que, según la letra, son, en los Evangelios, afirmaciones contrastantes y excluyentes recíprocamente, no lo son según el Espíritu. Si está ausente una coherencia exterior y material, no falta en cambio una profunda concordia. Los Evangelios son cuatro ramas de un árbol, separadas en la copa, pero unidas en el tronco (la tradición común oral de la Iglesia) y, a través de él, en la raíz, que es el Jesús histórico. La incapacidad de muchos estudiosos de la Biblia de ver las cosas a esta luz depende, en mi opinión, de la ignorancia respecto a lo que sucede en los fenómenos espirituales y místicos. Son dos mundos regidos por leyes distintas. Es como si uno quisiera explorar los cuerpos celestes con los instrumentos de exploración submarina.

Un eminente exégeta católico, Raymond Brown, quien supo conjugar de forma ejemplar rigor científico y sensibilidad espiritual en el estudio de la Biblia, resume así el contenido del episodio inicial de la Pasión:

«Jesús que se separa de sus discípulos, la angustia de su alma al rogar que el cáliz se apartara de él, la amorosa respuesta del Padre que envía un ángel para sostenerle, la soledad del Maestro que tres veces encuentra a sus discípulos dormidos en lugar de orar con él, el valor expresado en la resolución final de ir al encuentro del traidor: tomada de los diversos evangelios esta combinación de dolor humano, apoyo divino y ofrecimiento solitario de sí ha contribuido mucho a hacer que los creyentes en Jesús le amen, convirtiéndose en objeto de arte de meditación» [4].

El núcleo originario en torno al cual se desarrolló toda la escena de Getsemaní parece haber sido el de la oración de Jesús. El recuerdo de una lucha de Jesús en la oración ante la inminencia de su Pasión hunde sus raíces en una tradición antiquísima, de la que dependen tanto Marcos como las otras fuentes [5], y es en este aspecto sobre el que deseamos reflexionar en la presente meditación.

Los gestos que él hace son los de una persona que se debate en una angustia mortal: «caía en tierra», se levanta para ir donde sus discípulos, vuelve a arrodillarse, después se alza de nuevo... suda como gotas de sangre (Lc 22, 44). De sus labios sale la súplica: «¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mi este cáliz» (Mc 14, 36). La «violencia» de la oración de Jesús en la inminencia de su muerte destaca sobre todo en la Carta a los Hebreos, en la que se dice que Cristo, «en los días de su vida mortal, ofreció ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte» (Hb 5, 7).

Jesús está solo, ante la perspectiva de un dolor enorme que está a punto de caer sobre él. La «hora» esperada y temida del combate final con las fuerzas del mal, de la gran prueba (peirasmos), ha llegado. Pero la causa de su angustia es más profunda aún: él se siente cargado de todo el mal y las indignidades del mundo. Él no ha cometido este mal, pero es lo mismo, porque lo ha asumido libremente: «Él llevó nuestros pecados en su cuerpo» (1 P 2, 24), esto es (según el sentido que esta palabra tiene en la Biblia), en su propia persona, alma, cuerpo y corazón a la vez. Jesús es el hombre «hecho pecado», dice San Pablo (2 Co 5, 21).

3. Dos formas distintas de luchar con Dios

Para quitar todo pretexto a la herejía arriana, algunos antiguos Padres explicaron el episodio de Getsemaní en clave pedagógica con la idea de la «concesión» (dispensatio): Jesús no experimentó verdaderamente angustia y pavor, sólo quiso enseñarnos cómo vencer con la oración nuestras resistencias humanas. En Getsemaní, escribe San Hilario de Poitiers, «Cristo no está triste por sí y no ruega por sí, sino por aquellos a quienes advierte de que oren con atención, para que no se cierna sobre