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A su disposición

Exégesis: Alois Stöger - Bautismo de Jesús (Lc 3, 21-22)

Comentario Teológico: San Juan Pablo II - Con su Bautismo, comienza la vida pública del Redentor

Santos Padres: San Ambrosio - El Bautismo del Señor

Santos Padres: San Juan Crisóstomo - El Espíritu Santo descendió sobre Jesús en forma de paloma

Aplicación: San Juan Pablo II - El bautismo es el sacramento primero y fundamental de la Iglesia

Aplicación: R.P. Alfredo Sáenz, S.J. - El Bautismo del Señor

Aplicación: Beato Dom Columba Marmion - El Bautismo del Señor

Aplicación: Benedicto XVI - El Bautismo del Señor

Aplicación: Benedicto XVI - Bautismo de Jesús punto de partida

Aplicación P. Gustavo Pascual, I.V.E. - El Testimonio del Padre sobre Jesús en su bautismo

Directorio Homilético: El Bautismo de Jesús

Ejemplos



 

La Palabra de Dios y yo - cómo acogerla
Falta un dedo: Celebrarla

 

comentarios a Las Lecturas del Domingo


Exégesis: Alois Stöger - Bautismo de Jesús (Lc 3, 21-22)


El bautismo de Jesús sólo se menciona de paso; se halla en segundo término. La proclamación divina que glorifica a Jesús ocupa el primer plano del relato. Dios se manifiesta después del bautismo, pero este hecho va precedido de una triple humillación. Jesús es uno del pueblo, uno de tantos que acude a bautizarse; se ha convertido en uno cualquiera. Jesús recibe el bautismo de conversión y penitencia para el perdón de los pecados como uno de tantos pecadores. Ora como oran los hombres que tienen necesidad de ayuda. El bautismo de penitencia y la plegaria preparan para la recepción del Espíritu. Pedro dice: «Convertíos, y que cada uno de vosotros se bautice en el nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo» (Hec 2:38). El padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan (Luc 11:13). El Espíritu Santo es enviado y opera mientras se ora.

La triple humillación va seguida de una triple exaltación. El cielo se abre sobre Jesús. Se espera que en el tiempo final se abra el cielo que hasta ahora estaba cerrado: «¡Oh si rasgaras los cielos y bajaras, haciendo estremecer las montañas!» (Isa 64:1). Jesús es, el Mesías. En él viene Dios. él mismo es el lugar de la manifestación de Dios en la tierra, el Betel neotestamentario (cf. Jua 50:51), donde se abrió la puerta del cielo y Dios se hizo presente a Jacob (Gen 28:17).

El Espíritu Santo descendió sobre Jesús. Vino en forma corporal, en forma de paloma. Según Lucas, el acontecimiento del Jordán es un hecho que se puede observar. La paloma desempeña gran papel en el pensamiento religioso. El Espíritu de Dios se cernía sobre las aguas cuando comenzó la obra de la creación. La imagen de esta representación la ofrecía la paloma que se posa sobre sus crías. La voz de Dios se comparaba con el arrullo de la paloma. Si se buscaba un símbolo del alma, elemento vivificante del hombre, se recurría a la imagen de la paloma, considerada también como símbolo de la sabiduría. De ahora en adelante, el Espíritu de Dios hace en Jesús la obra mesiánica, que causa nueva creación, revelación, vida y sabiduría.

Jesús, como engendrado por el Espíritu, posee el Espíritu (1,35). Lo recibirá del Padre cuando sea elevado a la diestra de Dios (Hec 2:33), y ahora lo recibe también. El Espíritu no se da a Jesús gradualmente, pero las diferentes etapas de su vida desarrollan cada vez más la posesión del Espíritu. Dios es quien determina este desarrollo.

La voz de Dios declara a Jesús, Hijo de Dios. Como es engendrado por Dios, por eso es ya su Hijo (Hec 1:32.35). Después de su resurrección se le proclama solemnemente como tal: «Dios ha resucitado a Jesús, como ya estaba escrito en el salmo segundo: Hijo mío eres tú; hoy te he engendrado» (Hec 13:33). La voz del cielo clama aplicando a Jesús este mismo salmo que canta al Mesías como rey y sacerdote. En el «hoy» de la hora de la salvación lo da Dios a la humanidad como rey y sacerdote mesiánico. A esta hora miraban los tiempos pasados, a ella volvemos nosotros los ojos.
(STÖGER, A., El Evangelio de San Lucas, en El Nuevo Testamento y su mensaje, Herder, Barcelona, 1969)



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Comentario Teológico: San Juan Pablo II - Con su Bautismo, comienza la vida pública del Redentor

Queridos hermanos y hermanas:

1. La fiesta litúrgica del Bautismo de Jesús, nos recuerda el acontecimiento que inauguró la vida pública del Redentor, y comenzó así a manifestarse el misterio ante el pueblo.

El relato evangélico pone de relieve la conexión que hay, desde el comienzo, entre la predicación de Juan Bautista y la de Jesús. Al recibir aquel bautismo de penitencia, Jesús manifiesta la voluntad de establecer una continuidad entre su misión y el anuncio que el Precursor había hecho de la proximidad de la venida mesiánica. Considera a Juan Bautista como el último de la estirpe de los Profetas y "más que un profeta" (Mt 11, 9), ya que fue encargado de abrir el camino al Mesías.

En este acto del Bautismo aparece la humildad de Jesús: Él, el Hijo de Dios, aunque es consciente de que su misión transformará profundamente la historia del mundo, no comienza su ministerio con propósitos de ruptura con el pasado, sino que se sitúa en el cauce de la tradición judaica, representada por el Precursor. Esta humildad queda subrayada especialmente en el Evangelio de San Mateo, que refiere las palabras de Juan Bautista: "Soy yo quien debe ser por Tí bautizado, ¿y vienes Tú a mí?" (3, 14). Jesús responde, dejando entender que en ese gesto se refleja su misión de establecer un régimen de justicia, o sea, de santidad divina, en el mundo: "Déjame hacer ahora, pues conviene que cumplamos toda justicia" (3, 15).

2. La intención de realizar a través de su humanidad una obra de santificación, anima el gesto del bautismo y hace comprender su significado profundo. El bautismo que administraba Juan Bautista era un bautismo de penitencia con miras a la remisión de los pecados. Era conveniente para los que, reconociendo sus culpas, querían convertirse y retornar a Dios. Jesús, absolutamente santo e inocente, se halla en una situación diversa. No puede hacerse bautizar para la remisión de sus pecados. Cuando Jesús recibe un bautismo de penitencia y de conversión, es para la remisión de los pecados de la humanidad. Ya en el Bautismo comienza a realizarse todo lo que se había anunciado sobre el siervo doliente en el oráculo del libro de Isaías: allí el siervo es representado como un justo que llevaba el peso de los pecados de la humanidad y se ofrecía en sacrificio para obtener a los pecadores el perdón divino (53, 4-12).

El Bautismo de Jesús es, pues, un gesto simbólico que significa el compromiso en el sacrificio para la purificación de la humanidad.

El hecho de que en ese momento se haya abierto el Cielo, nos hace comprender que comienza a realizarse la reconciliación entre Dios y los hombres. El pecado había hecho que el Cielo se cerrase; Jesús restablece la comunicación entre el Cielo y la tierra. El Espíritu Santo desciende sobre Jesús para guiar toda su misión, que consistirá en instaurar la alianza entre Dios y los hombres.

3. Como nos relatan los Evangelios, el Bautismo pone de relieve la filiación divina de Jesús: el Padre lo proclama su Hijo predilecto, en el que se ha complacido. Es clara la invitación a creer en el misterio de la Encarnación y, sobre todo, en el misterio de la Encarnación redentora, porque está orientada hacia el sacrificio que logrará la remisión de los pecados y ofrecerá la reconciliación al mundo. Efectivamente, no podemos olvidar que Jesús presentará más tarde este sacrificio como un bautismo, cuando pregunte a dos de sus discípulos: "¿Podéis beber el cáliz que Yo he de beber o ser bautizados con el bautismo con que Yo he de ser bautizado?" (M 10, 38). Su Bautismo en el Jordán es sólo una figura; en la Cruz recibirá el Bautismo que va a purificar al mundo.

Mediante este Bautismo, que primero tuvo expresión en las aguas del Jordán y que luego fue realizado en el Calvario, el Salvador puso el fundamento del bautismo cristiano. El Bautismo que se practica en la Iglesia se deriva del sacrificio de Cristo.

Es el Sacramento con el cual, a quien se hace cristiano y entra en la Iglesia, se le aplica el fruto de este sacrificio: la comunicación de la vida divina con la liberación del estado de pecado.

El rito del Bautismo, rito de purificación con el agua, evoca en nosotros el Bautismo de Jesús en el Jordán. En cierto modo reproduce ese primer Bautismo, el del Hijo de Dios, para conferir la dignidad de la filiación divina a los nuevos bautizados. Sin embargo, no se debe olvidar que el rito bautismal produce actualmente su efecto en virtud del sacrificio ofrecido en la Cruz. A los que reciben el Bautismo se les aplica la reconciliación obtenida en el Calvario.

He aquí, pues, la gran verdad: el Bautismo, al hacernos partícipes de la Muerte y Resurrección del Salvador, nos llena de una vida nueva. En consecuencia, debemos evitar el pecado o, según la expresión del Apóstol Pablo, "estar muertos al pecado", y "vivir para Dios en Cristo Jesús" (Rom 6, 11).

En toda nuestra existencia cristiana el Bautismo es fuente de una vida superior, que se otorga a los que, en calidad de hijos del Padre en Cristo, deben llevar en sí mismos la semejanza divina.



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Santos Padres: San Ambrosio - El Bautismo del Señor

83. Y aconteció, al tiempo que todo el pueblo era bautizado, que, habiendo sido también bautizado y estando en oración, se abrió el cielo, y descendió el Espíritu Santo en figura corporal a manera de paloma sobre El, y una voz vino del cielo: Tú eres mi Hijo amado; en ti me agradé. El Señor ha sido, pues, bautizado: No quería El ser purificado, sino purificar las aguas, a fin de que, limpias por la carne de Cristo, que jamás conoció el pecado, tu­viesen el poder de bautizar. Así el que viene al bautismo de Cristo deja allí sus pecados. Bellamente el evangelista San Lucas se ha propuesto resumir lo que habían dicho los otros y ha dado a entender que el Señor fue bautizado por Juan, más que dejarlo expresado. En cuanto a la causa de este bautismo del Señor, el mis­mo Señor nos lo explica con estas palabras: Déjame hacer ahora, pues así nos cumple realizar plenamente toda justicia (Mt 3,15).

84. Habiendo hecho tanto Dios por un favor divino, que, para la edificación de su Iglesia, después de los patriarcas, de los profetas y de los ángeles, descendiese el Hijo Unigénito de Dios y viniese al bautismo, ¿no reconoceremos nosotros con cuánta verdad y divinamente se ha dicho de la Iglesia: Si el Señor no edifica su casa, en vano trabajan los que la construyen? No hay que extrañarse que el hombre no pueda edificar si no puede cus­todiar: Si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los que la guardan (Ps 162,1). Por mi parte me atrevo a decir aún que el hombre no puede andar en un camino si el Señor no le ha pre­cedido antes; así está escrito: Marcharás en pos del Señor tu Dios (Deut 13,4) y el Señor es el que conduce los pasos del hombre (Prov 20,24). Finalmente, aquél, más perfecto, que comprendía que sin el Señor no podía marchar, ha dicho: Enseñadme vues­tros caminos (Ps 24,4). Y, para venir a la historia —pues no debe­mos sacar sólo la simple serie de los hechos, sino también ordenar nuestras acciones conforme lo que está escrito—, de Egipto salió el pueblo. Ignoraba el camino que conducía a la Tierra santa; Dios envía una columna de fuego a fin de que, durante la noche, conociera el pueblo su camino; envió también durante el día una columna de nubes para que no se desviasen ni a derecha ni a izquierda. Mas no eres tal, ¡oh hombre!, que merezcas también tú una columna de fuego; tú no tienes a Moisés; no tienes el signo; pues ahora, que ha venido el Señor, se exige la fe y son retirados los signos. Teme al Señor y cuenta sobre el Señor; pues el Señor enviará a sus ángeles en torno de los que le temen y los librará (Ps 33,8). Observa atentamente que siempre el poder del Señor colabora con los esfuerzos del hombre, de suerte que nadie puede construir sin el Señor, nadie custodiar sin el Señor ni em­prender cosa alguna sin el Señor. Por eso, según el Apóstol: Ora comáis, ora bebáis, hacedlo todo a la gloria de Dios (1 Cor 10,31), en el nombre de nuestro Señor Jesucristo; pues en dos epístolas nos prescribe obrar: en una, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo (Col 3,17), y en otra, a la gloria de Dios, para que entiendas que el Padre y el Hijo tienen la misma gloria y el mismo poder, que no existe diferencia alguna en cuanto a la divinidad entre el Padre y el Hijo, que, para ayudarnos, no están en desacuerdo.

David me enseñó que nadie sin el Señor construye la casa ni guarda la ciudad.

85. Moisés me ha enseñado que nadie más que Dios ha hecho el mundo; pues al principio hizo Dios el cielo y la tierra (Gen 1,1). Igualmente me ha enseñado que Dios creó al hombre con su trabajo, y no sin motivo ha escrito: Hizo Dios al hombre del barro de la tierra y le sopló en su rostro un soplo de vida (ibíd., 2,7), para que adviertas la actividad de Dios en la creación del hombre como una especie de trabajo corporal. Me ha enseñado también que Dios ha hecho a la mujer: pues Dios infundió un sueño a Adán y se durmió, y tomó Dios una costilla de su costado y la llenó de carne, Y el Señor transformó en mujer la costilla que tomó de Adán (ibíd., 2,21ss). No en vano, he dicho, Moisés ha mostrado a Dios trabajando en la creación de Adán y Eva como con manos de carne. Para el mundo, Dios ordena que sea hecho y fue hecho, y por esta sola palabra indica la Escritura que la obra del mundo fue acabada; al venir al hombre, el profeta ha cuidado de mostrarnos, por decirlo así, las manos mismas de Dios en el trabajo.

86. Este trabajo de Dios en estas obras me obliga a entender aquí yo no sé qué cosas más de las que leo. El Apóstol viene en ayuda de mi aturdimiento, y lo que yo no entendía qué era: Hueso de mis huesos y carne de mi carne y ésta se llamará mujer, porque ha sido tomada del varón, me lo ha revelado en el Espíritu Santo, diciendo: Esto es un gran misterio. ¿Qué misterio? Porque serán los dos en una sola carne, y dejará el hombre a su padre y a su madre, para unirse a su mujer, y porque nosotros somos miembros de su cuerpo, hechos de su carne y de sus huesos (Eph 5,30.32). ¿Quién es este hombre por el cual ha de dejar la mujer a sus padres? La Iglesia ha dejado a sus padres, ha reunido a los pue­blos de la gentilidad, a la cual se ha dicho proféticamente: Olvida a tu pueblo y la casa de tus padres (Ps 44,11). ¿Por qué hombre? ¿No será por Aquel del cual ha dicho Juan: Detrás de mí viene un hombre que ha sido hecho antes que yo? (Jn 1,30). De su costado, mientras dormía, Dios ha tomado una costilla; pues él mismo es el que durmió, descansó y resucitó, porque el Señor lo levantó. ¿Cuál es su costilla, sino su poder? Pues en el mismo momento en que un soldado abrió su costado, al instante salió agua y sangre, que se derramó para la vida del mundo (Jn 19,34).Esta vida del mundo es el costado de Cristo, el costado del se­gundo Adán; ya que el primer Adán fue alma viviente, el segundo espíritu vivificante (1 Cor 15,45); el segundo Adán es Cristo, el costado de Cristo es la vida de la Iglesia. Nosotros somos, pues, miembros de su cuerpo, hechos de su carne y de sus huesos (Eph 5,30). Y tal vez éste es el costado del cual se ha dicho: Yo siento un poder que sale de mí (Lc 8,46); ésta es la costilla que salió de Cristo, y no ha disminuido su cuerpo; pues no es una costilla corporal, sino espiritual, ya que el espíritu no se divide, sino que divide a cada uno según su agrado (1 Cor 12,11). He aquí a Eva, madre de todos los vivientes. Si entiendes: Buscas al que vive entre los muertos (Lc 24,5), entiendes que están muertos los que están sin Cristo, que no participan de la vida; es decir, que no participan de Cristo, pues Cristo es vida. La madre de los vivien­tes es, pues, la Iglesia que Dios ha construido teniendo por piedra angular al mismo Jesucristo, en el cual toda estructura compacta se levanta para formar un templo (Eph 2,20).

87. Que Dios venga, pues; que cree a la mujer: aquélla para la ayuda de Adán, ésta para Cristo; no porque Cristo tenga necesidad de una auxiliar, sino porque nosotros buscamos y desea­mos ir a la gracia de Cristo por la Iglesia. Ahora la mujer es construida, ahora es formada, ahora toma figura, ahora es creada. Por eso la Escritura ha adoptado una expresión nueva, que nos­otros somos edificados sobre el fundamento de los apóstoles y los profetas (Eph 2,20). Ahora la casa espiritual se levanta para un sacerdocio santo (1 Petr 2,5). Ven, Señor Dios, forma esta mujer, construye la ciudad. Que venga también tu siervo; pues yo creo en tu palabra: El mismo edificará para mí la ciudad (Is 44,13).

88. He aquí a la mujer, madre de todos; he aquí la mansión espiritual, he aquí la ciudad que vive eternamente, pues no sabe morir. Es la ciudad de Jerusalén, que ahora se ve en la tierra, pero que será transportada por encima de Elías —Elías era una uni­dad—, transportada por encima de Enoch, de cuya muerte nada se encuentra; pues fue arrebatado para que la maldad no cambiase su corazón (Sap 4,11), mientras que ésta es amada por Cristo como gloriosa, santa, inmaculada, sin arruga (Eph 5,27). ¡Y cuán­to todo el cuerpo no tiene más títulos que el ser elevado! Tal es en efecto la esperanza de la Iglesia. Será ciertamente transpor­tada, elevada y conducida al cielo. He aquí que Elías fue tranportado en un carro de fuego, y la Iglesia será transportada. ¿No me crees? Cree al menos a Pablo, en el cual ha hablado Cristo. Nosotros, dice, seremos arrebatados sobre las nubes al aire hacia el encuentro del Señor y así siempre estaremos con el Señor (1 Thess 4,17).

89. Para construida (la Iglesia) han sido enviados muchos: han sido enviados los patriarcas, los profetas, el arcángel Gabriel; innumerables ángeles se han aplicado a esa misión, y la multitud de los ejércitos celestiales alababa a Dios porque se acercaba la construcción de esta ciudad. Muchos han sido enviados, mas sólo Cristo la ha construido; en verdad no está solo, porque está presente el Padre, y, si El sólo la construye, no reivindica para sí solo el mérito de tal construcción. Se ha escrito del templo de Dios que construyó Salomón, y que figuraba a la Iglesia, que eran setenta mil los que transportaban sobre sus espaldas y ochenta mil los canteros (2 Sam 3). Que vengan los ángeles, que vengan los canteros, que tallen lo superfluo de nuestras piedras y pulimenten sus asperezas; que vengan también los que las llevan sobre sus espaldas; pues está escrito: Serán llevados sobre las espaldas (Is 49,22).

90. Vino, pues, a Juan —pues lo demás lo conocéis—. Vino al bautismo de Juan. Mas el bautismo de Juan llevaba consigo el arrepentimiento de los pecados. Y por eso se lo impide Juan, diciendo: Yo debo ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí? (Mt 3,14). ¿Por qué vienes a mí tú, que no tienes pecado? Debe ser bautizado el que es pecador, más el que no ha cometido pecados, ¿por qué habría de pedir un bautismo de penitencia? Deja por el momento —es decir, mientras construyo la Iglesia—, pues así nos cumple realizar toda justicia (ibíd., 15). ¿Qué es la justicia, sino la misericordia?, pues Él ha distribuido, ha dado a los pobres, su justicia permanece eternamente (Ps 111,9). Él me ha dado a mí, pobre, me ha dado a mí, indigente, la gracia que antes no tenía: su justicia permanece eternamente. ¿Qué es la justicia, sino que tú comiences primero lo que quieres que otro haga y animar a los demás con tu ejemplo? ¿Qué es la justicia, sino que, habiendo tomado carne, lejos de excluir como Dios la sensibilidad o los servicios de la carne, triunfó de la carne como hombre, para enseñarme a triunfar de ella? Pues me ha enseñado de qué ma­nera yo podría dar a esta carne, sujeta a los vicios de la tierra, la sepultura en cuanto a los crímenes y la renovación de las virtudes.

91. ¡Oh providencia verdaderamente divina en la misma humillación del Señor! Pues cuanto más profundo ha sido su abatimiento más divina ha sido su providencia. Dios se entrega por el exceso de sus injurias; y para el empleo de sus remedios, no tiene El necesidad de ningún remedio, se afirma Dios. ¿Hay cosa más divina, para llamar a los pueblos, que nadie rehúya el bautismo de gracia, cuando el mismo Cristo no ha rehuido el bautismo de penitencia? Nadie se considere exento de pecado cuando Cristo ha venido para remedio de los pecadores. Si Cristo se bautizó por nosotros, más aún, si nos bautizó en su cuerpo, ¿cuánto más debemos lavar nuestros delitos? ¿Qué obra más grande, qué mayor misterio muestra a Dios, aunque Dios esté en todos, que éste: a través del mundo entero donde se ha di­seminado la raza y el género humano, a través de las distancias y de los espacios que separan los países, en un momento, en un solo cuerpo, Dios quita el fraude del antiguo error y derrama la gracia del Reino de los cielos? Uno sólo ha sido sumergido, pero ha levantado a todos; uno descendió para que todos ascendiesen, uno recibió los pecados, para que en El fueran lavados los pecados de todos. Purificaos, dice el apóstol (Iac 4,8), puesto que ha sido purificado por nosotros Aquél que no tiene necesidad de purifi­cación. Estas cosas para nosotros.

92. Ahora consideremos el misterio de la Trinidad. Decimos que Dios es uno, mas alabamos al Padre y alabamos al Hijo. Pues, cuando se ha escrito: Amarás al Señor, tu Dios, y a Él sólo servirás (Deut 10,20), el Hijo ha declarado que no está solo, al decir: Mas yo no estoy solo, pues mi Padre está conmigo (Jn 16,32). En este momento tampoco está El solo: pues el Padre da testimonio de su presencia. Está presente el Espíritu Santo; pues nunca la Trinidad puede ser separada: El cielo se abrió y des­cendió el Espíritu Santo, en figura corporal, a manera de paloma. ¿Cómo, pues, dicen los herejes que Él está solo en el cielo, cuando no lo está en la tierra? Prestemos atención al misterio. ¿Por qué como una paloma? Es que para la gracia del bautismo se requiere la simplificación, de suerte que nosotros seamos simples como pa­loMas (Mt 10,16). La gracia del bautismo requiere la paz, que, según la figuración antigua, una paloma la llevó al arca, que sola se salvó del diluvio. Lo que figuraba esta paloma, lo he apren­dido de Aquel que ahora se ha dignado descender bajo la figura de una paloma: Él me ha enseñado que por este ramo y por esta arca eran figuradas la paz y la Iglesia, y que, en medio de los cataclismos del mundo, el Espíritu Santo lleva a su Iglesia la paz fructuosa. También me lo ha enseñado David cuando, al ver en una inspiración profética el misterio del bautismo, ha dicho: ¿Quién me dará alas como a la paloma? (Ps 54,7).

93. El Espíritu Santo ha venido; mas estad atentos al mis­terio. Ha venido a Cristo, pues, todo ha sido creado por El y sub­siste en El (Col 1,16). Observa la benevolencia del Señor, que solo se ha sometido a las afrentas y solo Él no ha buscado el honor. ¿Y cómo ha construido la Iglesia? Yo rogaré al Padre, dice, y os dará otro Consolador, que esté con vosotros perpetua­mente: El Espíritu de verdad, que el mundo no puede recibir, -porque no le ve ni le conoce (Jn 14,16-17). Con razón, pues, se ha mostrado corporalmente, pues en la sustancia de su divinidad no se le ve.

94. Nosotros hemos visto al Espíritu Santo, pero bajo una forma corporal. Veamos también al Padre. Más, como no pode­mos verle, escuchémosle. Pues está allí como Dios bienhechor; no dejará a su templo; quiere construir toda alma y darla forma para la salvación; quiere transportar las piedras vivas de la tierra al cielo. Ama a su templo, y nosotros amémosle. Amar a Dios es observar sus mandamientos; amarle es conocerle, pues el que dice que le conoce y no guarda sus mandamientos es mentiroso (1 Jn 2,4). ¿Cómo se puede amar, en efecto, a Dios si no se ama la verdad, siendo Dios la verdad? (ibíd., 5,6).

Escuchemos, pues, al Padre; pues el Padre es invisible. Pero el Hijo es igualmente invisible en su divinidad, pues nadie ha visto jamás a Dios (Jn 1,18); pues siendo el Hijo Dios, en tanto que es Dios, no se ve el Hijo. Mas Él ha querido mostrarse en un cuerpo; y como el Padre no tiene cuerpo, quiso probar que está presente en el Hijo, al decir: Tú eres mi Hijo, en ti me he complacido. Si quieres aprender que el Hijo está siempre presente con el Padre, lee la palabra del Hijo que dice: Si subo al cielo, allí estás; si desciendo al abismo, allí estás presente (Ps 133,8). Si deseas el testimonio del Padre, lo has oído de Juan: ten con­fianza en aquel a quien Cristo se ha confiado para ser bautizado, ante el cual el Padre ha acreditado al Hijo con una voz venida del cielo, al decir: Este es mi Hijo muy amado, en el cual me he complacido.

95. ¿Dónde están los arrianos, a los que desagrada este Hijo en el cual se complace el Padre? Esto no lo digo yo ni lo ha dicho hombre alguno; pues Dios no lo ha manifestado por un hombre, ni por los ángeles, ni por los arcángeles, sino que el mismo Pa­dre lo ha indicado con la voz venida del cielo. Por lo demás, el mismo Padre lo ha repetido, al decir: Este es mi Hijo muy amado, en el cual me he complacido; escuchadle (Mt 17,5); sí, escuchadle cuando dice: Mi padre y yo somos una misma cosa (lo 10,30). No creer en el Hijo es, pues, no creer en el Padre. Testigo es El del Hijo. Si se duda del Hijo, tampoco se cree en el testimonio paterno. En fin, cuando dice: En el cual me he complacido, no alaba cosa ajena en su Hijo, sino lo suyo. ¿Qué es decir: En el cual me he complacido, sino que todas las cosas que tiene el Hijo son mías, como el Hijo dice: Todas las cosas que tiene el Padre son mías (Jn 16,15). El poder de una divini­dad sin diferencia hace que no exista diversidad entre el Padre y el Hijo, sino que el Padre y el Hijo tienen parte en un mismo poder. Creamos al Padre, cuya voz dejaron oír los elementos; creamos al Padre, a cuya voz prestaron los elementos su ministe­rio. El mundo ha creído en los elementos, crea también en los hombres; ha creído por los objetos inanimados, crea también por los vivientes; ha creído por lo que es mudo, crea también por aquellos que hablan; ha creído por esto que no tiene inteligencia, crea también por los que han recibido la inteligencia para conocer a Dios.
(SAN AMBROSIO, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (1), nn. 83-95, BAC, Madrid, 1966, pp. 135-145)



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Santos Padres: San Juan Crisóstomo (c 345-407), sacerdote en Antioquía, después obispo de Constantinopla, doctor de la Iglesia - Homilía sobre el evangelio de Mateo, n° 12; PG 57, 201

“El Espíritu Santo descendió sobre Jesús en forma de paloma”
Consideremos el gran milagro que se produjo después del bautismo del Salvador; es el preludio de los que iban a venir. No se abre el antiguo Paraíso, sino el mismo cielo: " tan pronto como Jesús fue bautizado, se abrieron los cielos " (Mt 3,16). ¿Por qué razón, pues, se abren los cielos?—Para que os deis cuenta que también en vuestro bautismo se abre el cielo, os llama Dios a la patria de arriba y quiere que no tengáis ya nada de común con la tierra... Sin embargo, aun cuando ahora no se den esos signos sensibles, nosotros aceptamos lo que ellos pusieron una vez de manifiesto.

La paloma apareció entonces para señalar como con el dedo a los allí presentes y a Juan mismo, que Jesús era Hijo de Dios. Más no sólo para eso, sino para que tú también adviertas que en tu bautismo viene también sobre ti el Espíritu Santo. Pero ahora ya no necesitamos de visión sensible, pues la fe nos basta totalmente.

Pero ¿por qué apareció el Espíritu Santo en forma de paloma? —Porque la paloma es un ave mansa y pura. Como el Espíritu Santo es espíritu de mansedumbre aparece bajo la forma de paloma. La paloma por otra parte, nos recuerda también la antigua historia. Porque bien sabéis que cuando nuestro linaje sufrió el naufragio universal y estuvo a punto de desaparecer, apareció la paloma para señalar el final de la tormenta, y, llevando un ramo de olivo, anunció la buena nueva de la paz sobre toda la tierra. Todo lo cual era figura de lo por venir... Y, en efecto, cuando entonces las cosas habían llegado a un estado de desesperación, todavía hubo solución y remedio.

Lo que llegó en otro tiempo por el diluvio de las aguas, llega hoy como por un diluvio de gracia y de misericordia... No es tan solo a un hombre, a quien la paloma llama a salir del arca para repoblar la tierra: atrae a todos los hombres hacia el cielo. En lugar de una rama de olivo, trae a los hombres la dignidad de su adopción como niños de Dios.

 

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Aplicación: San Juan Pablo II - El bautismo es el sacramento primero y fundamental de la Iglesia

«Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19).

La Iglesia celebra hoy la fiesta del Bautismo de Cristo, y también este año tengo la alegría de administrar en esta circunstancia, el sacramento del bautismo a algunos recién nacidos: diez niñas y nueve niños, de los cuales catorce son italianos, dos polacos, uno español, uno mexicano y uno indio. ¡Sed bienvenidos queridos padres que habéis venido aquí con vuestros hijos! También saludo a los padrinos y a las madrinas, así como a todos los presentes.

Amadísimos hermanos y hermanas, antes de administrar el sacramento a estos niños recién nacidos quisiera detenerme a reflexionar con vosotros en la palabra de Dios que acabamos de escuchar. El evangelio de san Marcos, como los demás sinópticos, narra el bautismo de Jesús en el río Jordán. La liturgia de la Epifanía recuerda este acontecimiento, presentándolo en un tríptico que comprende también la adoración de los Magos de Oriente y las bodas de Caná. Cada uno de estos tres momentos de la vida de Jesús de Nazaret constituye una revelación particular de su filiación divina. Las Iglesias orientales subrayan particularmente esta celebración, denominada simplemente «Jordán». La consideran un momento de la «manifestación» de Cristo estrechamente relacionado con la Navidad. Más aún, la liturgia oriental pone más de relieve la revelación de Jesús como Hijo de Dios que su nacimiento en Belén. Esa revelación tuvo lugar con singular intensidad precisamente durante su bautismo en el Jordán.

Lo que Juan el Bautista confería a orillas del Jordán era un bautismo de penitencia, para la conversión y el perdón de los pecados. Pero anunciaba: «Detrás de mí viene el que puede más que yo (...). Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo» (Mc 1, 7-8). Anunciaba esto a una multitud de penitentes, que se le acercaban confesando sus pecados, arrepentidos y dispuestos a enmendar su vida.

De muy diferente naturaleza es el bautismo que imparte Jesús y que la Iglesia, fiel a su mandato, no deja de administrar. Este bautismo libera al hombre de la culpa original y perdona sus pecados, lo rescata de la esclavitud del mal y marca su renacimiento en el Espíritu Santo; le comunica una vida nueva que es participación en la vida de Dios Padre y que nos ofrece su Hijo unigénito, hecho hombre, muerto y resucitado.

Cuando Jesús sale del agua, el Espíritu Santo desciende sobre él como una paloma y, tras abrirse el cielo, desde lo alto se oye la voz del Padre: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco» (Mc 1, 11). Por tanto, el acontecimiento del bautismo de Cristo no es sólo revelación de su filiación divina sino también, al mismo tiempo revelación de toda la santísima Trinidad: el Padre --la voz de lo alto-- revela en Jesús al Hijo unigénito consustancial con él, y todo esto se realiza en virtud del Espíritu Santo que bajo la forma de paloma desciende sobre Cristo, el consagrado del Señor.

Los Hechos de los Apóstoles nos hablan del bautismo que el apóstol Pedro administró al centurión Cornelio y a sus familiares. De este modo, Pedro realiza el mandato de Cristo resucitado a sus discípulos: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19). El bautismo con el agua y el Espíritu Santo es el sacramento primero y fundamental de la Iglesia, sacramento de la vida nueva en Cristo.

Amadísimos hermanos y hermanas, también estos niños dentro de poco recibirán ese mismo bautismo y se convertirán en miembros vivos de la Iglesia. Ante todo, serán ungidos con el óleo de los catecúmenos, signo de la suave fortaleza de Cristo, que se les da para luchar contra el mal. Luego, se derramará sobre ellos el agua bendita, signo de la purificación interior mediante el don del Espíritu Santo, que Jesús nos hizo al morir en la cruz. Inmediatamente después recibirán una segunda y más importante unción con el «crisma», para indicar que son consagrados a imagen de Jesús, el ungido del Padre. Por último, al papá de cada uno se le entregará una vela para encenderla en el cirio pascual, símbolo de la luz de la fe que los padres los padrinos y las madrinas deberán custodiar y alimentar continuamente, con la gracia vivificante del Espíritu.

Queridos padres, padrinos y madrinas, encomendemos a estas criaturas a la intercesión materna de la Virgen María. Pidámosle a ella que, revestidos de las vestiduras blancas, signo de su nueva dignidad de hijos de Dios, sean durante toda su vida auténticos cristianos y testigos valientes del Evangelio.
Amén.
(BEATO JUAN PABLO II, Homilía en la fiesta del Bautismo del Señor, 12 de enero de 1997)



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Aplicación: R.P. Alfredo Sáenz, S.J. - El Bautismo del Señor


En Jesucristo culminan las instituciones y figuras del Antiguo Testamento. De manera más particular, con su Bautismo, terminan las muchas abluciones y purificaciones judaicas, descansando así los bosquejos inquietos que lo figuraban.

¿Cuáles fueron las grandes figuras del Antiguo Testamento que preludiaron el misterio del Bautismo en el Jordán? Señalemos, entre otras, la liberación del Pueblo elegido de la tiranía del Faraón, su paso por las aguas del Mar Rojo y su peregrinar a la patria de la promesa. Asimismo el Diluvio, donde las aguas se muestran bajo una doble razón: de muerte y de salvación. En efecto, las aguas torrenciales arrasaron a la humanidad pecadora, pero, a su vez, sirvieron de liberación para Noé y su familia, ya que prestaron sus lomos para el Arca. Símbolo de paz lo constituyó, entonces, la paloma que trajo una rama de olivo en su pico, mencionando la terminación del caos producido por el agua.

Éstas, y otras tantas figuras del Antiguo Testamento, culminan hoy en el Mesías que se sumerge en las aguas del Jordán. A eses mismas aguas accedía el pueblo, para recibir la purificación predicada por el Bautista. No se trataba de un mero lavado extintor del cuerpo, al modo de tantas abluciones estiladas por los judíos, sino de una purificación que invitaba al recambio de vida por medio de la penitencia. El Bautista exhortaba a convertirse del vicio a la virtud. Sin embargo, su bautismo, por noble que fuera, no producía la regeneración por medio de la gracia del Espíritu Santo.

Como lo relata el Evangelio de hoy, aconteció que también fue bautizado Jesús, internándose con su Cuerpo santísimo en las aguas del Jordán. Al contacto con esa carne bendita, las aguas resultaron purificadas. El Señor, con su poder divino, santificó las aguas, para que ellas sirviesen de ablución permanente a su descendencia. Allí, la Cabeza de la Iglesia hizo lo que convenía al Cuerpo, para que éste se incorporara realmente a Ella. El Señor nos dio el ejemplo. Él no necesitaba purificarse, ni desarraigar vicios propios, ni corregir sendas torcidas. Si entró al agua, aparentando ser pecador, necesitado de purificación, fue para darnos ejemplo.

Hemos de apreciar en este Misterio, la humildísima actitud del Salvador. Siendo Él el Santo de los Santos, que no conoció ni la sombra del pecado, se muestra acá como pecador. ¿Acaso no venía a tomar todo lo nuestro? Y lo propio de nosotros es el pecado. ¿No lo veremos más tarde en su Cruz, hecho maldición por nuestros pecados?

En su Humanidad quiso recapitular toda la larga progenie adámica, necesitada del germen de vida. Cargando sobre sí al viejo Adán, lo sumerge en el agua, sepultando allí su condición pecadora, y lo levanta victorioso. Entonces el nuevo Adán puede decir, como antaño el sirio Naamán, que ha sido rejuvenecido en los miembros de su cuerpo, por la sanación de la lepra del pecado.

Así nos regenera el Señor. Desde su escuela de humildad, solicita a todos los pecadores que se dejen bañar en las aguas del bautismo, reconociéndose raza pecadora y deudora frente a Dios.

Con su Bautismo, el Señor nos regala el Bautismo cristiano. Y desde entonces, las aguas cumplen con su doble propósito que manifestaron a lo largo de la historia de la salvación, es decir, ser sepultura y salvación. Porque en el Bautismo quedó sepultada nuestra condición pecadora, de manera similar a como Cristo reposó en el sepulcro, pero allí también encontramos la regeneración y la victoria, a semejanza de Cristo resucitado. No en vano decía San Cirilo que las aguas bautismales son "sepulcro y madre". Sepulcro para el viejo Adán, madre para el engendrado. Y todo esto gracias al poder que Cristo otorgó al sacramento por su muerte y resurrección.

De esta manera, el Bautismo cristiano, cumpliendo con su cometido histórico, realiza lo simbolizado en las figuras. Porque también las aguas del mar Rojo fueron sepulcro para el Faraón y sus tropas, y madre libertadora para el Pueblo de Dios. También ellas fueron, en el Diluvio, entierro para los pecadores y salvación para el justo Noé y su familia.

El Bautismo, como todos los sacramentos de la Nueva Ley, recuerdan y recapitulan el pasado, realizando en el presente lo que significan, pero además son como promesas para el futuro. Si es cierto que el Bautismo resucita nuestras almas, también nos da la esperanza de que algún día nuestros propios cuerpos resucitarán del sepulcro, como el Señor lo hizo. Será entonces cuando bendeciremos eternamente las maravillas que Dios produjo por medio del agua.

El relato evangélico nos dice que el Espíritu Santo bajó sobre Jesús en forma de paloma. La presencia del Espíritu, en el momento del Bautismo del Señor, nos induce a comprender que la paz ha comenzado. Algo semejante sucedió en el Diluvio, cuando al término del huracán y de las lluvias incesantes, expresión de la cólera de Dios, sucedió la bonanza, apareciendo una paloma con una ramita de olivo en su pico. El caos producido por el pecado ha terminado. Hoy comienzan "los cielos nuevos y la tierra nueva". Se inaugura la tranquilidad tan esperada por innúmeras generaciones. También el Padre quiso estar presente, haciéndose oír por medio de una voz testimoniante: "Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección". Desde siempre Él se ha complacido en la suma Bondad de su Hijo. Si dice ahora estas palabras es por nosotros, para que tomemos cuenta de ello. Ampliando los horizontes, podría decir que la complacencia del Padre no recae sólo en su Hijo natural, sino también en cada uno de sus hijos adoptivos, regenerados en el Bautismo. Cada uno de nosotros debe suscitar la complacencia del Padre, debe ser "la alegría de sus pupilas". Él nos ve en el Hijo, y nos reconoce como hijos. Él nos ama en su Hijo, y está dispuesto a concedernos lo que dio a su Hijo. Entre otras cosas, el Espíritu Santo, Don del amor, y la herencia del cielo.

Hemos de ser conscientes de lo que significa haber nuevamente nacido. No según la carne, sino según el espíritu. Hemos sido engendrados para vivir desde la tierra una vida según el cielo. Por eso nos dice el Apóstol que desde ya somos ciudadanos de la Jerusalén celestial.

Por la sepultura del agua hemos muerto al pecado. Debemos vivir así: como muertos. ¿En qué sentido? Muertos al pecado. Un muerto no piensa, no siente, no habla. Así el cristiano no debe pensar, ni sentir, ni hablar nada que tenga el vestigio del pecado. Será nuestra gran tarea, nunca del todo terminada, concrucificarnos con Cristo, morir cada día siempre de nuevo, como decía San Pablo.

Sin embargo, este es el aspecto negativo de nuestra justificación. No sólo hemos de luchar para ir muriendo progresivamente al pecado, sino que hemos de vivir, ya desde ahora, la alegría de la libertad de los hijos de Dios. En el Paraíso terrenal, Adán y Eva eran como niños felices, que gozaban de la amistad con su Creador. Hoy esto es posible por medio de la gracia. Nuevamente hemos recuperado la dignidad de hijos de Dios, pertenecemos a la Familia Trinitaria. Hemos de vivir como domésticos de su Casa. Debemos mantener con Dios un trato realmente familiar. En razón del Bautismo, Dios mismo ha querido dignarse tomar nuestra pobre morada, alma y cuerpo, como su más preciado tabernáculo. Somos, pues, al decir de San Ignacio de Antioquía, Medianos, es decir "portadores de Dios", tema muy meditado en la primitiva Iglesia.

Refiriéndose a nuestra dignidad recuperada por el agua, decía San León Magno: "Sé consciente, cristiano, de tu dignidad, y puesto que participas de la naturaleza divina, no vuelvas a los errores de tu conducta pasada. Recuerda quién es tu Cabeza y de qué Cuerpo eres miembro. Recuerda que has sido arrancado del poder de las tinieblas y transportado a la luz y al Reino de Dios. Por el sacramento del Bautismo te has hecho templo del Espíritu Santo. Procura no alejar a un huésped tan grande con tus malas acciones, cayendo así nuevamente bajo el dominio del demonio. El precio de tu salvación es la Sangre de Cristo". Seamos conscientes de nuestra dignidad de hijos de tal Padre, de hermanos de Jesucristo, de amigos y consortes de Dios, de Templos vivos consagrados para siempre al dominio del Espíritu. Tratemos cosas de amores con Aquel que, aunque a veces parece esconderse, siempre está en nuestra alma por la gracia, más íntimo a nosotros que nuestra propia intimidad, según expresión de San Agustín.

Si en el Bautismo del Señor se abrió el cielo y se produjo esa admirable Teofanía o manifestación de la Santísima Trinidad, ¡qué Teofanía magnífica y nunca bien comprendida en su magnitud es aquella que se da en el alma, cuando está en gracia de Dios! Mientras somos peregrinos, nuestra gran tarea será la de conocer por el Espíritu a Jesucristo, el Enviado del Padre. Él, a su vez, nos llevará como de la mano al conocimiento del Padre. En la última Cena el Señor le dijo a Felipe: "El que me ha visto a Mí, ha visto al Padre". La gran promesa de Jesús fue hacerse camino para mostramos al Padre celestial. Esforcémonos, pues, por conocer cada día mejor al Padre y ser siempre hijos de su complacencia, viviendo con la dignidad que nos ha regalado por su Hilo.

El Bautismo nos capacita para ir progresando en el conocimiento del gran Misterio Trinitario, por el cual ha comenzado nuestra peregrinación hacia la luz. Dicho Misterio se develará de manera peculiar a aquellos que se hacen como niños; ya que de ellos es el Reino de los cielos. Con todo, sólo cuando se caiga el velo que nos separa de Dios, sólo entonces lo conoceremos y amaremos de manera plena en aquella ciudadanía eternamente feliz.

Mientras tanto, no se nos concede que, asestando un solo golpe, lograremos matar definitivamente al hombre viejo. Aunque sepultado en el agua, constantemente intenta reflotar para apoderarse una vez más de nosotros. Tengamos paciencia, si estamos trabajando, y confiemos en la acción de la gracia. Ella hará que resurja, cada vez con más fuerzas, la crisálida del hombre nuevo, hasta que un día podamos decir con el Apóstol: "Ya no vivo yo, sino Cristo vive en mí".
(ALFREDO SÁENZ, SJ, Palabra y Vida Homilías dominicales y Festivas, Ciclo C, Ed. Gladius, Buenos Aires, 1994, pp. 63-67)



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Aplicación: Beato Dom Columba Marmion - El Bautismo del Señor


En el bautismo de Jesús, por el que inicia su vida pública, oímos al Padre entronizar a Cristo, "como Hijo muy amado" (Mt 3, 17; Mc 1,11; Lc 3,22), y la enseñanza de Jesús a las almas, durante los tres años de su ministerio exterior, es como continuo comentario de aquel testimonio. Veremos a Cristo manifestarse en sus actos, y palabras, no como Hijo adoptivo de Dios, no como un sujeto escogido para especial misión ante su pueblo, cual lo habían sido los simples profetas, sino como el propio Hijo de Dios, Hijo por naturaleza; de consiguiente, con las mismas prerrogativas divinas, los mismos derechos absolutos del Ser soberano, por lo cual exige de nosotros la fe en el carácter divino de su obra y de su persona.

Quien atentamente lee el Evangelio, luego ve que Cristo habla y obra, no sólo como hombre, sino como Dios y superior a toda criatura.

[…]

Si nos preguntamos ahora por qué Cristo testifica así su divinidad, nos convenceremos de que es para afianzar nuestra fe; verdad que tenéis harto sabida, pero que por ser tan capital, la hemos de considerar muy despacio, pues toda nuestra vida sobrenatural y toda nuestra santidad estriba en la fe, y ella, a su vez, se funda en los testimonios que demuestran, la divinidad del Salvador. San Pablo nos exhorta a que consideremos a Nuestro Señor como Apóstol y Pontífice de nuestra fe. Considerate apostolum et pontificem confessionis nostrae Jesum (Heb 3,11). “Por tanto, hermano santos, partícipes de una vocación celestial, considerad al apóstol y Sumo Sacerdote de nuestra fe, a Jesús…” “Apóstol” significa aquel que es enviado para cumplir una misión, y San Pablo dice que Cristo es el Apóstol de nuestra fe. ¿De qué manera?

El Verbo encarnado, en expresión de la Iglesia, es Magni consilii Angelus (Intorito de la Tercera Misa de Navidad), el enviado del gran consejo, que se halla en medio de los resplandores de la divinidad. ¿Para qué es enviado? Para revelar al mundo "el misterio oculto en Dios desde todos los siglos", el misterio de la salvación del mundo por el Hombre-Dios.

Tal es la verdad fundamental de la cual tiene Cristo que dar testimonio: Ego in hoc natus sum et ad hoc veni in mundum, ut testimonium perhibeam veritati (Jn 18, 37). “Para esto he nacido yo y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad”

La gran misión de Jesús, en especial durante su vida pública fue manifestar su divinidad al mundo: Ipse enarravit (Jn 1, 18). “ Él lo ha contado” Toda su enseñanza, su vida, sus milagros propenden a grabar esta verdad en el espíritu de sus oyentes. Vedle, por ejemplo, en el sepulcro de Lázaro: antes de resucitar a su amigo, Cristo levanta los ojos al cielo. "¡Oh Padre! —exclama— gracias te doy porque siempre me has oído; bien es verdad que yo sabía que siempre me oyes: mas lo he dicho por razón de este pueblo que me rodea, para que crean que tú eres el que me has enviado” Ut credant quia tu me misiti (Jn 11, 41-42).”Para que crean que tú me has enviado” Nuestro Señor, sin duda, va poco a poco insinuando esta verdad; a fin de no atacar de frente las ideas monoteístas de los judíos, va como revelándose por grados; pero con admirable táctica, lo encauza todo hacia esa manifestación de su filiación divina. Al fin de su vida, cuando los espíritus rectos están ya bastante preparados, ya no repara en proclamar su divinidad a boca llena y ante sus mismos jueces, aún a riesgo de perder la vida.

Jesús es el Rey de los mártires, de todos aquellos que, derramando su sangre, profesaron la fe en su divinidad; es el primero que fue entregado e inmolado por haberse proclamado Hijo único de Dios.

En su última oración, parece que da cuenta al Padre de su misión, y la resume en estas palabras; “Padre, cumplido he la obra que me encomendaste”. Más ¿qué logró con todo ello? "Mis discípulos, aceptaron por su parte mi testimonio; y han reconocido con certidumbre que yo salí de Ti, y han creído que Tú eres el que me enviaste": Pater, opus consummavi, quod dedisti mihi tu faciam et ipsi acceperunt et cogverunt vere quia a te exivi et crediderunt quia tu me misisti (Jn 17, 4, 8). “ Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar. Ahora Padre, glorifícame tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado antes de que el mundo fuese. He manifestado tu Nombre a los que me has dado sacándolos del mundo. Tuyos era y tú me los has dado, y han guardado tu Palabra. Ahora ya saben que todo lo que me has dado viene de ti, porque yo les he comunicado lo que tú me comunicaste, ellos han aceptado que verdaderamente vengo de ti, y han creído que tú me has enviado”.

De ahí que esta fe en la divinidad de su Hijo es, según la palabra misma de Jesús, la obra por excelencia que Dios exige de nosotros: Hoc est opus Dei, ut credatis in eum quem misit ille (Jn 6, 29) “Esta es la obra de Dios, que creáis en quien Él ha enviado”.

Esta fe consigue la curación de muchos enfermos: Secundum fidem vestram fiat vobis; Mc, 5, 34; “Hija tu fe te ha sanado vete en paz y queda curada de tu enfermedad” “Hágase en vosotros según vuestra fe” (Mt 9, 29); a Magdalena, el perdón de sus pecados: Fides tua te salvan fecit; vade in pace (Lc 7,50); constituye a Pedro fundamento indestructible de la Iglesia, hace a los Apóstoles gratos al Padre y objeto de su amor: Pater amat vos, quia vos me amastis, et credidistis (Jn 16, 27) “Pues el Padre mismo os quiere, porque me habéis queridoa mí y habéis creído que salí de Dios”.

Esta fe, además, nos hace nacer hijos de Dios: His qui credunt in nomine ejus (Jn 1,12)” Pero a todos lo que lo recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios a los que creen en su nombre”; hace brotar en nuestros corazones las fuentes divínales de la. gracia del Espíritu Santo: Qui credit in me, flumina de ventee ejus fluent aquae vivae ( Jn 7,38) El que crea en Mí, como dice la Escritura, de su seno correrán ríos de agua viva”; disipa las tinieblas de la muerte: Veni ut omnis qui credit in me in tenebris non maneat (Jn 3, 15) “Para que todo el que crea tenga por Él vida Eterna”; nos comunica la vida divina, porque hasta tal punto amó Dios al mundo, que nos dio su único Hijo, a fin de que todos cuantos en El creyeren, no perezcan, sino que posean la vida eterna": Ut omnis qui credit in ipsum non pereat, sed habeat vitam aeternam (Jn 12, 46). “Todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna”.

Por no haber tenido esta fe los enemigos de Jesús, perecieron, "Si Yo no hubiera venido y no les hubiera predicado, no tuvieran culpa por no creer; mas ahora no tienen excusa de su pecado” ( Jn 15, 22); por tanto, el que no cree en Jesús, Hijo único de Dios, está ya desde ahora juzgado y condenado: Qui autem non credit, jam fudicatus est: quia non credit in nomine Unigeniti Filii Dei (Jn 3, 18). “El que cree en Él no es condenado, pero el que no cree ya está condenado, porque no ha creído en el nombre (persona) del Hijo Único de Dios.

Véis, pues, cómo todo se compendia en la fe en Jesucristo, Hijo eterno del Padre; ella es la base de toda nuestra vida espiritual, la raíz profundísima de toda justificación, la condición esencial de todo progreso, el medio seguro para llegar a la cumbre esencial de toda santidad.

Postrémonos a los pies de Jesús y digámosle: "¡Oh divino Jesús, Verbo encarnado, descendido del cielo para revelarnos los secretos que, como Hijo único de Dios, contemplas continuamente en el seno del Padre!" creo y confieso, que eres Dios como Él e igual a Él"; creo en Ti, creo ''en tus obras'', creo en tu persona; creo que procedes de Dios", y eres "uno con el Padre"; que el "que te ve, le ve a Él"; creo que "eres la resurrección y la vida", Sí, lo creo, y al creerlo, te adoro y consagro todo mi ser a tu servicio, con toda mi actividad y toda mi vida. En Ti, creo, Jesús mío, aumenta mi fe. ¡Credo, Domine, sed adjuva incredulitatem meum!

Al revelar Cristo al mundo el dogma de su filiación eterna, lo hizo mediante su santa Humanidad en la cual nos manifiesta las perfecciones de su naturaleza divina. Aunque es verdadero Hijo de Dios, prefiere llamarse "Hijo del hombre", dándose este mismo título en las ocasiones más solemnes en las que reclama y defiende las prerrogativas del Ser divino.

En efecto, siempre que entramos en contacto con Él; nos hallarnos en presencia de este sublime misterio: unión de dos naturalezas -divina y humana- en una sola y misma persona, sin mezcla ni confusión de naturalezas, ni división de la persona.

He aquí el misterio inicial que continuamente debernos tener ante los ojos cuando contemplamos a Nuestro Señor. Cada uno de sus misterios hace resaltar, o la unidad de su persona, o la verdad de su naturaleza divina, o la realeza de su naturaleza humana.


Uno de los aspectos más profundos, y, a la vez, más tiernos del misterio de la Encarnación, es la manifestación de las divinas perfecciones hecha a los hombres mediante la naturaleza humana. Los atributos de Dios, sus perfecciones eternas, que en este mundo nos son incomprensibles y exceden a nuestro mezquino saber, los descubre el Verbo encarnado, haciéndose hombre, aún a los espíritus más sencillos, con las palabras salidas de sus labios humanos, con las obras realizadas en su naturaleza de hombre. Haciéndolas sentir a nuestras almas por medio de acciones sensibles, nos embelesa y no atrae. Ut dum visibiliter Deum cognoscimus, per hunc in invisibilium amorem rapiamur. Durante la vida pública de Jesús es donde, sobre todo se declara y realiza esta economía sapientísima y de infinita misericordia.

Entre todas las divinas perfecciones, el amor es, sin duda, la que el Verbo encarnado con más insistencia se complace en revelar. Para que el corazón humano llegue a entrever el amor inmenso que excede a todo humano cálculo, necesita un amor tangible. Y es, que nada seduce tanto a nuestro pobre corazón como contemplar a Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, traduciendo con hechos humanos la eterna bondad. Al verle derramar con profusión, en derredor suyo, inagotables tesoros de compasión, innumerables riquezas de misericordia, podemos en alguna manera concebir la infinidad de este océano de bondad divina, de donde la Humanidad sacratísima saca tantos bienes para nosotros.

Fijémonos en algunos rasgos y comprobaremos la extraña condescendencia de nuestro Salvador que se rebaja hasta la humana miseria en todas sus formas, hasta la de pecado; y no olvidéis que, aún cuando se inclina hacia nosotros, persevera siendo el Hijo de Dios y Dios mismo, el Ser Todopoderoso que, fijando todas las cosas en la verdad, nada hace que no sea cabal y perfecto. De este modo comunica, a las palabras de bondad que profiere y a los actos de misericordia que realiza, un precio inestimable que los realza sobremanera, y acaba, sobre todo, por subyugar a nuestras almas, manifestándonos los dulcísimos hechizos del corazón de nuestro Salvador y nuestro Dios.
(COLUMBA MARMION, Cristo en sus misterios, Ed. LUMEN, Chile, pp. 247-256)



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Aplicación: Benedicto XVI - El Bautismo del Señor


Queridos hermanos y hermanas:

Las palabras que el evangelista san Marcos menciona al inicio de su evangelio: "Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco" (Mc 1, 11), nos introducen en el corazón de la fiesta de hoy del Bautismo del Señor, con la que se concluye el tiempo de Navidad. El ciclo de las solemnidades navideñas nos permite meditar en el nacimiento de Jesús anunciado por los ángeles, envueltos en el esplendor luminoso de Dios. El tiempo navideño nos habla de la estrella que guía a los Magos de Oriente hasta la casa de Belén, y nos invita a mirar al cielo que se abre sobre el Jordán, mientras resuena la voz de Dios. Son signos a través de los cuales el Señor no se cansa de repetirnos: "Sí, estoy aquí. Os conozco. Os amo. Hay un camino que desde mí va hasta vosotros. Hay un camino que desde vosotros sube hacia mí". El Creador, para poder dejarse ver y tocar, asumió en Jesús las dimensiones de un niño, de un ser humano como nosotros. Al mismo tiempo, Dios, al hacerse pequeño, hizo resplandecer la luz de su grandeza, porque, precisamente abajándose hasta la impotencia inerme del amor, demuestra cuál es la verdadera grandeza, más aún, qué quiere decir ser Dios.

El significado de la Navidad, y más en general el sentido del año litúrgico, es precisamente el de acercarnos a estos signos divinos, para reconocerlos presentes en los acontecimientos de todos los días, a fin de que nuestro corazón se abra al amor de Dios. Y si la Navidad y la Epifanía sirven sobre todo para hacernos capaces de ver, para abrirnos los ojos y el corazón al misterio de un Dios que viene a estar con nosotros, la fiesta del Bautismo de Jesús nos introduce, podríamos decir, en la cotidianidad de una relación personal con él. En efecto, Jesús se ha unido a nosotros, mediante la inmersión en las aguas del Jordán. El Bautismo es, por decirlo así, el puente que Jesús ha construido entre él y nosotros, el camino por el que se hace accesible a nosotros; es el arco iris divino sobre nuestra vida, la promesa del gran sí de Dios, la puerta de la esperanza y, al mismo tiempo, la señal que nos indica el camino por recorrer de modo activo y gozoso para encontrarlo y sentirnos amados por él.

Queridos amigos, estoy verdaderamente feliz porque también este año, en este día de fiesta, tengo la oportunidad de bautizar a algunos niños. Sobre ellos se posa hoy la "complacencia" de Dios. Desde que el Hijo unigénito del Padre se hizo bautizar, el cielo realmente se abrió y sigue abriéndose, y podemos encomendar toda nueva vida que nace en manos de Aquel que es más poderoso que los poderes ocultos del mal. En efecto, esto es lo que implica el Bautismo: restituimos a Dios lo que de él ha venido. El niño no es propiedad de los padres, sino que el Creador lo confía a su responsabilidad, libremente y de modo siempre nuevo, para que ellos le ayuden a ser un hijo libre de Dios. Sólo si los padres maduran esta certeza lograrán encontrar el equilibrio justo entre la pretensión de poder disponer de sus hijos como si fueran una posesión privada, plasmándolos según sus propias ideas y deseos, y la actitud libertaria que se expresa dejándolos crecer con plena autonomía, satisfaciendo todos sus deseos y aspiraciones, considerando esto un modo justo de cultivar su personalidad.

Si con este sacramento el recién bautizado se convierte en hijo adoptivo de Dios, objeto de su amor infinito que lo tutela y defiende de las fuerzas oscuras del maligno, es preciso enseñarle a reconocer a Dios como su Padre y a relacionarse con él con actitud de hijo. Por tanto, según la tradición cristiana, tal como hacemos hoy, cuando se bautiza a los niños introduciéndolos en la luz de Dios y de sus enseñanzas, no se los fuerza, sino que se les da la riqueza de la vida divina en la que reside la verdadera libertad, que es propia de los hijos de Dios; una libertad que deberá educarse y formarse con la maduración de los años, para que llegue a ser capaz de opciones personales responsables.

Queridos padres, queridos padrinos y madrinas, os saludo a todos con afecto y me uno a vuestra alegría por estos niños que hoy renacen a la vida eterna. Sed conscientes del don recibido y no ceséis de dar gracias al Señor que, con el sacramento que hoy reciben, introduce a vuestros hijos en una nueva familia, más grande y estable, más abierta y numerosa que la vuestra: me refiero a la familia de los creyentes, a la Iglesia, una familia que tiene a Dios por Padre y en la que todos se reconocen hermanos en Jesucristo. Así pues, hoy vosotros encomendáis a vuestros hijos a la bondad de Dios, que es fuerza de luz y de amor; y ellos, aun en medio de las dificultades de la vida, no se sentirán jamás abandonados si permanecen unidos a él. Por tanto, preocupaos por educarlos en la fe, por enseñarles a rezar y a crecer como hacía Jesús, y con su ayuda, "en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres" (Lc 2, 52).

Volviendo ahora al pasaje evangélico, tratemos de comprender aún más lo que sucede hoy aquí. San Marcos narra que, mientras Juan Bautista predica a orillas del río Jordán, proclamando la urgencia de la conversión con vistas a la venida ya próxima del Mesías, he aquí que Jesús, mezclado entre la gente, se presenta para ser bautizado. Ciertamente, el bautismo de Juan es un bautismo de penitencia, muy distinto del sacramento que instituirá Jesús. Sin embargo, en aquel momento ya se vislumbra la misión del Redentor, puesto que, cuando sale del agua, resuena una voz desde cielo y baja sobre él el Espíritu Santo (cf. Mc 1, 10): el Padre celestial lo proclama como su hijo predilecto y testimonia públicamente su misión salvífica universal, que se cumplirá plenamente con su muerte en la cruz y su resurrección. Sólo entonces, con el sacrificio pascual, el perdón de los pecados será universal y total. Con el Bautismo, no nos sumergimos simplemente en las aguas del Jordán para proclamar nuestro compromiso de conversión, sino que se efunde en nosotros la sangre redentora de Cristo, que nos purifica y nos salva. Es el Hijo amado del Padre, en el que él se complace, quien adquiere de nuevo para nosotros la dignidad y la alegría de llamarnos y ser realmente "hijos" de Dios.

Dentro de poco reviviremos este misterio evocado por la solemnidad que hoy celebramos; los signos y símbolos del sacramento del Bautismo nos ayudarán a comprender lo que el Señor realiza en el corazón de estos niños, haciéndolos "suyos" para siempre, morada elegida de su Espíritu y "piedras vivas" para la construcción del edificio espiritual que es la Iglesia. La Virgen María, Madre de Jesús, el Hijo amado de Dios, vele sobre ellos y sobre sus familias y los acompañe siempre, para que puedan realizar plenamente el proyecto de salvación que, con el Bautismo, se realiza en su vida. Y nosotros, queridos hermanos y hermanas, acompañémoslos con nuestra oración; oremos por los padres, los padrinos y las madrinas y por sus parientes, para que les ayuden a crecer en la fe; oremos por todos nosotros aquí presentes para que, participando devotamente en esta celebración, renovemos las promesas de nuestro Bautismo y demos gracias al Señor por su constante asistencia. Amén.
(BENEDICTO XVI, Homilía del Domingo 11 de enero de 2009)

 



Aplicación Benedicto XVI  Bautismo el comienzo punto de partida

Queridos hermanos y hermanas:
Se celebra hoy la fiesta del Bautismo del Señor, con la que concluye el tiempo de Navidad. La liturgia nos propone el relato del bautismo de Jesús en el Jordán según la redacción de san Lucas (cf. Lc 3, 15-16. 21-22). El evangelista narra que, mientras Jesús estaba en oración, después de recibir el bautismo entre las numerosas personas atraídas por la predicación del Precursor, se abrió el cielo y, en forma de paloma, bajó sobre él el Espíritu Santo. En ese momento resonó una voz de lo alto: "Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto" (Lc 3, 22).

Todos los evangelistas, aunque con matices diversos, recuerdan y ponen de relieve el bautismo de Jesús en el Jordán. En efecto, formaba parte de la predicación apostólica, ya que constituía el punto de partida de todo el arco de los hechos y de las palabras de que los Apóstoles debían dar testimonio (cf. Hch 1, 21-22; 10, 37-41). La comunidad apostólica lo consideraba muy importante, no sólo porque en aquella circunstancia, por primera vez en la historia, se había producido la manifestación del misterio trinitario de manera clara y completa, sino también porque desde aquel acontecimiento se había iniciado el ministerio público de Jesús por los caminos de Palestina.

El bautismo de Jesús en el Jordán es anticipación de su bautismo de sangre en la cruz, y también es símbolo de toda la actividad sacramental con la que el Redentor llevará a cabo la salvación de la humanidad. Por eso la tradición patrística se interesó mucho por esta fiesta, la más antigua después de la Pascua. "Cristo es bautizado —canta la liturgia de hoy— y el universo entero se purifica; el Señor nos obtiene el perdón de los pecados: limpiémonos todos por el agua y el Espíritu" (Antífona del Benedictus, oficio de Laudes).

Hay una íntima correlación entre el bautismo de Cristo y nuestro bautismo. En el Jordán se abrió el cielo (cf. Lc 3, 21) para indicar que el Salvador nos ha abierto el camino de la salvación, y nosotros podemos recorrerlo precisamente gracias al nuevo nacimiento "de agua y de Espíritu" (Jn 3, 5), que se realiza en el bautismo. En él somos incorporados al Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia, morimos y resucitamos con él, nos revestimos de él, como subraya repetidamente el apóstol san Pablo (cf. 1 Co 12, 13; Rm 6, 3-5; Ga 3, 27).

Por tanto, del bautismo brota el compromiso de "escuchar" a Jesús, es decir, de creer en él y seguirlo dócilmente, cumpliendo su voluntad. De este modo cada uno puede tender a la santidad, una meta que, como recordó el concilio Vaticano II, constituye la vocación de todos los bautizados. Que María, la Madre del Hijo predilecto de Dios, nos ayude a ser siempre fieles a nuestro bautismo.
(Fiesta del Bautismo del Señor, Domingo 7 de enero de 2007)


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Directorio Homilético El Bautismo de Jesús

535 El comienzo (cf. Lc 3, 23) de la vida pública de Jesús es su bautismo por Juan en el Jordán (cf. Hch 1, 22). Juan proclamaba "un bautismo de conversión para el perdón de los pecados" (Lc 3, 3). Una multitud de pecadores, publicanos y soldados (cf. Lc 3, 10-14), fariseos y saduceos (cf. Mt 3, 7) y prostitutas (cf. Mt 21, 32) viene a hacerse bautizar por él. "Entonces aparece Jesús". El Bautista duda. Jesús insiste y recibe el bautismo. Entonces el Espíritu Santo, en forma de paloma, viene sobre Jesús, y la voz del cielo proclama que él es "mi Hijo amado" (Mt 3, 13-17). Es la manifestación ("Epifanía") de Jesús como Mesías de Israel e Hijo de Dios.

536 El bautismo de Jesús es, por su parte, la aceptación y la inauguración de su misión de Siervo doliente. Se deja contar entre los pecadores (cf. Is 53, 12); es ya "el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo" (Jn 1, 29); anticipa ya el "bautismo" de su muerte sangrienta (cf Mc 10, 38; Lc 12, 50). Viene ya a "cumplir toda justicia" (Mt 3, 15), es decir, se somete enteramente a la voluntad de su Padre: por amor acepta el bautismo de muerte para la remisión de nuestros pecados (cf. Mt 26, 39). A esta aceptación responde la voz del Padre que pone toda su complacencia en su Hijo (cf. Lc 3, 22; Is 42, 1). El Espíritu que Jesús posee en plenitud desde su concepción viene a "posarse" sobre él (Jn 1, 32-33; cf. Is 11, 2). De él manará este Espíritu para toda la humanidad. En su bautismo, "se abrieron los cielos" (Mt 3, 16) que el pecado de Adán había cerrado; y las aguas fueron santificadas por el descenso de Jesús y del Espíritu como preludio de la nueva creación.

537 Por el bautismo, el cristiano se asimila sacramentalmente a Jesús que anticipa en su bautismo su muerte y su resurrección: debe entrar en este misterio de rebajamiento humilde y de arrepentimiento, descender al agua con Jesús, para subir con él, renacer del agua y del Espíritu para convertirse, en el Hijo, en hijo amado del Padre y "vivir una vida nueva" (Rm 6, 4):

Enterrémonos con Cristo por el Bautismo, para resucitar con él; descendamos con él para ser ascendidos con él; ascendamos con él para ser glorificados con él (S. Gregorio Nacianc. Or. 40, 9).

Todo lo que aconteció en Cristo nos enseña que después del baño de agua, el Espíritu Santo desciende sobre nosotros desde lo alto del cielo y que, adoptados por la Voz del Padre, llegamos a ser hijos de Dios. (S. Hilario, Mat 2).


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Ejemplos Predicables


La palabra de Dios no engaña

Fe es creer lo que no vemos, pero además es creer más que si lo viéramos. ¡Menguada sería nuestra fe, si su certeza no fuera más firme que la que nos ofrecen unos sentidos engañadores!

Un día nos sentamos a la orilla de un río. En una rama saliente de un árbol, se posa una paloma blanca. El sol deja caer sus rayos en el cuello esponjoso y ¡qué colores! ; ¡qué azul de ilusión, qué verde esperanza, qué rojo de amor! De pronto el sol se oculta, y en aquel cuello no hay más que una blancura de nieve. ¡Eran engaños de la luz!

Si viéramos los misterios de la fe, pudieran engañarnos los ojos. Creyéndolos no nos engaña nunca la Palabra de Dios.
(ROMERO, F., Recursos Oratorios, Editorial Sal Terrae, Santander, 1959, p. 11)


cortesía: ive.org et alii



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