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Cuaresma Domingo 3 Ciclo B: Comentarios de Sabios y Santos -preparemos con ellos la acogida de la Palabra proclamada en la celebración el Domingo

 

Recursos adicionales para la preparación

 

 

¿Cómo acoger la Palabra de Dios?
La Palabra de Dios y yo - cómo acogerla
Falta un dedo: Celebrarla

 

 

a SU DISPOSICIÓN

Exégesis: R.P. José María Solé Roma, C.M.F. (3 lecturas)


Exégesis: Manuel de Tuya - La expulsión de los vendedores del Templo

Comentario Teológico: DR. ISIDRO GOMÁ Y TOMÁ - JESÚS EN EL TEMPLO - PRIMERA EXPULSIÓN DE LOS MERCADERES

Comentario Teológico: J.M. Casciaro Ramírez: Del Templo de Jerusalén a Jesucristo

Comentario Teológico: V. Vilar Hueso: Descripción Del Templo de Jerusalén

Santos Padres: San Juan Crisóstomo - El celo por mi Casa me consumirá

Santos Padres: San Agustín - El Templo de Jerusalén Figura del Templo verdadero

Aplicación: Mons. Fulton Sheen - El Templo de su Cuerpo

Aplicación: Masillon - SOBRE EL RESPETO EN LOS TEMPLOS

Aplicación: R.P. R. Cantalamessa OFMCap - El culto a la vida o el decálogo hoy

Aplicación: R. P. R. Cantalamessa OFMCap - Los diez mandamientos

EJEMPLOS






Exégesis: R.P. José María Solé Roma, C.M.F. (3 lecturas)

Sobre la Primera Lectura (Éxodo 20, 1-17)

En este pasaje del Éxodo se nos narra la solemne promulgación del Decálogo:

- El Decálogo (= Diez Palabras = Diez Mandamientos) es el núcleo y síntesis de la Ley mosaica. Se presenta en dos formas o recensiones; La del Éxodo y la del Deuteronomio (4, 13; 10, 4). Hay que leerlo e interpretarlo como las normas que dimanan de la Alianza: Relaciones del Pueblo de la Alianza con su Dios; Relaciones entre los miembros del Pueblo de la Alianza.

- Ellos, Pueblo de la Alianza, nunca deben caer en la servidumbre de La idolatría. Vivirán en el culto del Dios Único Yahvé (1-3 Mandamientos). Dado que forman todos y cada uno la comunidad de la Alianza, comunidad teocrática, convivirán en amor, armonía, paz y libertad, cual cumple al Pueblo de Dios (4-8 Mandamientos). Y para que sean santos y justos en sus obras deben serlo en sus pensamientos y corazón (9-10 Mandamientos).

- Si Israel se mantiene fiel, nunca será esclavo: ni de los ídolos, ni de las pasiones, ni de las seducciones: Pueblo Santo-Sacerdotal-Regio. Desgraciadamente, Israel no entró en el 'espíritu' de esta Ley de la Alianza. Consideró la Ley como código de normas duras y molestas; o como un privilegio racista de inmunidad; o como un artificio mágico para doblegar a Dios y ganarlo a su favor. Los Profetas claman y protestan ante estas desviaciones e hipocresías. Exigen que sean Pueblo de Dios, en verdad, con interioridad, sinceridad y fidelidad. Con la doctrina y con el 'Espíritu Santo' que nos dará Cristo de la Nueva Alianza se realizará lo que prenuncia Jeremías (31, 31-34): Renovados y purificados los corazones, el mismo Espíritu Santo será la Ley escrita en ellos: 'Pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré'.


Sobre la Segunda Lectura (1 Cor 1, 22-25)

La 'Cruz' de Cristo es suma Sabiduría y sumo poder de Dios:

- Para Israel que esperaba un Mesías prepotente, político y dominador, la 'Cruz' era un escándalo. En El tropezó también Pablo. Pero la luz de Damasco le transmudó: 'He propuesto no saber otra cosa que Jesucristo, y Este crucificado’ (1 Cor 2, 2) - Humillóse con la oración, el ayuno, el bautismo, y lo elevó la divina misericordia (cfr. Colecta).

- En Corinto, metrópoli de la retórica, elocuencia y filosofía, la 'Cruz' es una necedad inaceptable. De hecho, han llegado ya a Corinto predicadores que disimulan el escándalo de la Cruz. Pablo, temeroso de que quede adulterado el mensaje del Evangelio, escribe a los neófitos de Corinto este bello tratado de la 'debilidad' y 'necedad' de la Cruz, suma Sabiduría y suma Fuerza de Dios. Las formulas paradójicas y concisas que usa pasarán a ser patrimonio universal de la cultura cristiana.

- Plan humano (v 22): Prodigios (judíos) y Sabiduría (paganos). Este plan humano tropieza con Cristo Crucificado: Escándalo (judíos) y necedad (paganos). Plan de Dios: Cristo Crucificado (debilidad y necedad) es Poder superior a todo humano poder, y Sabiduría superior a toda humana sabiduría (v. 25): Poder sumo y Sabiduría suma de Dios (v. 23). Es la misma doctrina de las parábolas del 'Grano de mostaza' y del 'Fermento' (Mt 13, 31-32).


Sobre el Evangelio (Jn 2, 13-25)

En La Nueva Alianza será Jesús Nuestro Templo y Sacerdote, y Sacrificio, y Culto:

- Este pasaje evangélico presenta a Jesús dando cumplimiento a las profecías mesiánicas de purificación del sacerdocio levítico (Mt 3, 2-5) y del Templo (Jer 7, 11; Zac 14, 21: 'Y no habrá aquel día mercaderes en la Casa de Yahvé de los Ejércitos').

- Pero esta purificación y santificación va a tener una plenitud y radicalidad insospechadas. Caerá el Templo y su Culto. Se erigirá un Templo nuevo: El nuevo Templo, y el Nuevo Pontífice de la Nueva Alianza será Cristo. Es la preciosa enseñanza teológica que se desprende del hecho y del diálogo que narran los vv. 18-22: A los sacerdotes del Templo que la exigen a Jesús presente los títulos y poderes del auto o 'signo' que acaba de realizar (15-16) les responde El remitiéndoles el milagro de su Resurrección: 'Destruid este Santuario'. - El 'Santuario' es el propio Cuerpo de Cristo, Cuerpo del Verbo de Dios. Lo destruirán ellos. El lo reedificará en tres días; y será el 'Santuario' nuevo del nuevo culto 'en espíritu y en verdad' (4, 21-24; Ap 21, 22). Los judíos nada entienden. Los Apóstoles lo entenderán tras la Resurrección y a la luz de Pentecostés (v. 22).

- Ni el Templo de Jerusalén, ni el sacerdocio de Aarón, ni los innumerables sacrificios de animales tienen valor alguno. Cristo Resucitado es el verdadero Santuario-Pontífice y Sacrificio. Cristo es nuestro Templo; y nuestro culto es espiritual, filial, intimo; es verdad, amor, vida. Y 'en Cristo somos nosotros Templo santo, morada de Dios en el Espíritu Santo' (Ef 2, 22). Cristo nos ha asociado a ser en El un Cuerpo, un Templo: ‘Nosotros somos la Casa-Templo de Cristo' (Heb 3, 6). '¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? ¿No sabéis que vuestro cuerpo es Santuario del Espíritu Santo? Glorificad, por tanto, a Dios con vuestro cuerpo' (1 Cor 6, 15.19).
(SOLÉ ROMA, J. M., Ministros de la Palabra. Ciclo B, Herder, Barcelona, 1979)

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Exégesis: Manuel de Tuya - La expulsión de los vendedores del Templo


En la fiesta de la Pascua se había de ofrecer por todo israelita un sacrificio, consistente en un buey o en una oveja, por los ricos, y en una paloma, por los pobres (Lev 5,7; 15,14.29; 17,3, etc.), aparte de los sacrificios que se ofrecían en todo tiempo como votos. Además, todo israelita debía pagar anualmente al templo, llegado a los veinte años (Neh 10,33-35; Mt 17,23.24) 73, medio siclo, pero conforme a la moneda del templo (Ex 30,13).

Para facilitar a los peregrinos adquirir en Jerusalén las materias de los sacrificios: bueyes, corderos, palomas, lo mismo que las materias que ritualmente acompañaban a éstos: incienso, harina, aceite, etc.; así como para facilitar a todos, y especialmente a los judíos de la Diáspora, el cambio de sus monedas locales por la moneda que regía en el templo, se había permitido por los sacerdotes instalar puestos de venta y cambio en el mismo recinto del templo, en el atrio de los gentiles.

El cuadro de abusos a que esto dio lugar era deplorable: balidos de ovejas, mugidos de bueyes, estiércol de animales..., disputas, regateos, altercados de vendedores 74.Los cambistas allí establecidos realizaban frecuentemente sus cambios cobrando una sobrecarga llamada kóllybos, que subía del 5 al 10 por 100. De aquí llamar kollybistés al mercader de este tráfico.

Con esto, el recinto del templo, el atrio de los gentiles, había sido transformado en un mercado, en un gran bazar oriental. Y todo ello con autorización y connivencia de los sacerdotes. Pero los sacerdotes saduceos veían en ello una buena fuente de ingresos.

Entrando Jesús en el templo, encontró a "los vendedores de bueyes, de ovejas y de palomas", con sus ganados, que serían en cada uno pequeños rebaños, y, en conjunto, todo aquello un pequeño parque de ganado. También encontró allí a los "cambistas sentados". Tenían delante de ellos sus pequeños puestos, seguramente al estilo de los pequeños puestos de cambio establecidos en las calles, tales como los que se aparecen en El Cairo y Jerusalén.

Cristo, al ver aquel espectáculo, hizo de cuerdas un "flagelo". Sólo Jn es el que transmite este detalle. La palabra griega es traducción de la latina flagellum. Pero aquí no es el terrible instrumento del suplicio de la "flagelación". Aquí el "flagelo" fue una especie de varios látigos unidos en haz, hecho con cuerdas que se hallasen tiradas por el suelo, de las usadas para sujetar aquellos comercios de ganados, y que le sirviese para ahuyentar a los profanadores. Era, como traduce la Vulgata, aunque no está en el texto griego crítico, un "quasi flagellum".

Jn describe el aspecto del templo, profanado por estos mercaderes, cuando Jesús entra en él, y cuya descripción minuciosa omitirá luego, al relatar la expulsión, pero momento en que los sinópticos se fijan más. Los elementos de los cuatro evangelistas se pueden reducir a los siguientes grupos:

a) "Echó a todos (los mercaderes) del templo" (Jn). Los sinópticos acusan este acto repetido o mantenido, dirigiéndose a un lugar y a otro, ordenando que desalojasen el templo (Mc-Lc); o como más gráficamente dice aún Mt: El mismo "expulsó" a todos los comerciantes. Con ellos fueron arrojados "las ovejas y los bueyes" (Jn). Pero también se dirá que fueron expulsados "todos los que vendían y compraban" (Mt-Mc). Debe querer indicarse con ello que Cristo expulsó todo aquello que, de hecho, venía a ser causa de profanación. Tanto Mt como Jn ponen que Cristo expulsó a "todos" del recinto del templo. Pero esto tiene un sentido de frase redonda, que ha de valorarse según la naturaleza de las cosas en estos casos.

b) A los "cambistas" (kermatistás, v.14, de kérma, moneda pequeña = kollybistás, v.15, de kóllybos, pequeña moneda, sobrecarga en cambio), no sólo los expulsó del templo, sino que también "les derribó las mesas" (Mt-Mc-Jo) y les "desparramó el dinero" (Jn). Este resaltar Jn que "desparramó el dinero y volcó las mesas" indica bien cómo con su mano aventó las monedas que estaban sobre los pequeños mostradores, y cómo también, al pasar, les volcaba las mesitas de sus puestos.

c) Los evangelistas destacan también la conducta que tuvo con los vendedores de palomas. ¿Tiene esto un significado específico y distinto, de consideración con ellos? ¿Es que acaso vendían a precio justo su mercancía y no profanaban así el templo? En Jn se dice que les mandó que ellos mismos desalojasen el templo; Mt y Mc, en cambio, lo ponen en la misma línea de los cambistas: que derribó los "asientos de los vendedores de palomas" (Mt). Esta divergencia puede explicarse bien por ser una citación "quoad sensum". El sentido de esta escena no está tanto en los abusos comerciales a que se prestaba aquel comercio cuanto en el hecho mismo de haberse establecido aquí estas ventas. Por eso, se concibe muy bien el hecho histórico así: Jesús, en su obra de purificación del templo, no se limita a "desparramar el dinero" de las mesas de los cambistas y a "derribar" éstas, sino que parece lo más natural que fuese derribando mesas y monedas de cambistas, y "asientos-puestos de vendedores de palomas".

d) Marcos es el único que destaca otra prohibición que Jesús hacía: "no permitía que nadie llevase objetos por el templo" (Mc 11,16). En el Talmud se prohibía esto; antes se citó el texto. Pero no dejaba de ser una prohibición ideal. Cristo quiere imponerla realidad de la veneración a la casa de Dios.

Y en esta obra de purificación mediante la expulsión de mercaderes, decía repetidas veces, como está en la psicología de estos hechos, y que Mc incluso literariamente destaca: "y los enseñaba y decía" que estaba dicho en la Escritura: "Mi casa es casa de oración", y aún añade: "para todas las gentes". La forma de Mt: "mi casa será llamada casa de oración", no tiene otro valor que el de "llamar" en sentido semita, que es de reconocer por tal el ser. Por eso es totalmente equivalente a la forma en que lo transmiten Mc y Lc.

Esta cita de "mi casa es casa de oración" solamente la traen los tres sinópticos, aunque en el relato de Jn, en las palabras con que Cristo se dirige a los mercaderes, todavía se ve una alusión a este pasaje de la Escritura. La cita está tomada de Isaías (56,7). En ella Isaías anuncia el mesianismo universal.

Debiendo ser esto el templo, "casa de oración", ellos la han convertido en una "cueva de ladrones". La expresión está tomada del profeta Jeremías (7,11). En el profeta no tiene un sentido exclusivo y especifico de gentes que roban, aunque en ella se incluye también esto (Jer 7,6.9), cuanto que es expresión genérica sinónima de maldad. Por eso, al ingresar en el templo cargados de maldad, lo transformaban en una cueva de maldad. Pero en boca de Cristo, en este momento, la expresión del profeta cobraba un realismo extraordinario, puesto que aquellos mercaderes debían de ser verdaderos usureros y explotadores del pueblo y de los peregrinos.

El sentido, pues, de esta obra de Cristo es claro: hacer que se dé al templo, lugar santísimo de la morada de Dios, la veneración que le corresponde. Es la purificación de toda profanación en la morada de Dios.

Pero ¿acaso hay otro intento superpuesto a éste en la mente de Cristo? Algunos autores así lo piensan. La venta de estos mercaderes se refería a la materia de los sacrificios. Pero, con este acto, "Jesús va a echar fuera estos animales y anunciar, con la destrucción del templo, un sacrificio mejor: el de su propia muerte". No sería improbable esto en el intento de Cristo o en el de Juan. Pero habría de serlo en un aspecto secundario y parcial.

Jn trae un matiz de gran importancia teológica. Pone en boca de Cristo, al derribar mesas y expulsar mercaderes, las siguientes palabras: "No hagáis de la casa de mi Padre casa de contratación".

En el A. T. se llamaba al templo la "casa de Dios". Dios era considerado como Padre de Israel colectivamente. En época más tardía se ve también la relación individual de Dios como Padre (Sab 2,16.18; 5,5; 14,3) Pero era lo menos frecuente. Y la literatura rabínica insiste en que se le invoque como Padre común. Pero nunca, aun en la invocación personal, Dios era llamado Padre especialmente de uno. Sin embargo, el Mesías era considerado como el Hijo de Dios por antonomasia. El judaísmo, fuera de algunas facciones menores o tardías, no consideró al Mesías como divino. Por eso, cuando Cristo proclama en el evangelio de Jn que el templo es la casa de su Padre, en un sentido personal y único, no sólo se proclama Mesías, sino también Hijo de Dios. ¿A qué judío se le hubiese ocurrido llamar al templo "mi casa" y "la casa de mi Padre" en un sentido personal, excepcional y único? Sólo podría decirlo el Mesías. Pero esta frase, interpretada a la luz del evangelio de Jn, es la proclamación de la divinidad de Cristo.

Además, estaba en el ambiente que la manifestación del Mesías sería en el templo. A esto responde, en las "tentaciones" de Cristo, el llevarle el demonio al "pináculo del templo" (Mt 4,5.6; par.), lo mismo que, en la multiplicación de los panes, las turbas querían "arrebatarle para hacerle rey" (Jn 6,15), llevándole en caravana a Jerusalén.

Jn es el único que añade que, ante todas estas cosas, los "discípulos recordaron" que en los Libros Sagrados estaba escrito: "El celo de tu casa me devorará".

Estas palabras están tomadas del salmo 69,10. Las solas palabras sugieren en él un celo interior que le consume por la gloria de Dios. Pero el otro hemistiquio del verso habla de un celo que hace caer sobre el salmista dolores y vituperios. Esto orienta preferentemente, no sólo al celo ardiente interior que Cristo ahora tiene, sino también a las consecuencias que de este celo se seguirán un día en Cristo, cayendo sobre él. Como el original pone esto en un tiempo pasado, si Jn toma el futuro "me devorará" (katafágetai) de los mejores manuscritos de los LXX, o si lo modifica él, es para indicar bien cuál es el intento de este celo que consumirá a Cristo. Es muy probable que, en el pensamiento del evangelista, este versículo contenga un anuncio de la pasión. Este celo por la casa de Dios, como parte de toda una actuación mesiánico-divina, le acarreará un día la muerte. Además, son muchas las citas de este salmo que se hacen en el N. T. relacionándolo con la pasión, tanto en Jn (15,25; 19,28) como en otros escritos neotestamentarios (Act 1,20; Rom 11, 9; 15,3, etc.).

Los "discípulos" se "acordaron" de este pasaje de la Escritura, pero ¿cuándo? ¿Entonces mismo o después de la resurrección? Probablemente después de la resurrección, al pensar en los hechos de su vida. Antes su mentalidad no se acusa preparada para esto. En cambio, es lo que les pasó, a propósito semejante, en otras ocasiones, después de la resurrección (Jn 2,22; 20,9; Lc 24,45). Fue seguramente después de la resurrección de Cristo, al meditar las enseñanzas y la vida de Cristo, cuando se recordaron de estas palabras de un salmo mesiánico y cuando vieron la relación mesiánica que había en aquella escena de Cristo, lleno de "celo" por la obra mesiánica, y lo que se decía del "celo" del Mesías en este salmo.

¿Cómo se explica esta expulsión de los mercaderes del templo? Se quiere explicar este gesto de Cristo, imponiéndose a aquellos mercaderes y expulsándolos del templo, por motivos humanos. La turba, explotada y vejada por aquellos comerciantes, se une a un caudillo que aparece de pronto. Máxime si la escena tuvo lugar en la última Pascua, cuando la persona de Cristo era suficientemente conocida. Aunque en la hipótesis de la primera Pascua el prestigio de Cristo hubo de ser muy grande, pues hacía muchos "milagros" y "muchos creyeron en El" (Jn 2,23). Interpretado en forma naturalista, la turba aplaudiría, y coaccionaría moral y hasta físicamente a aquellos comerciantes. Sería para ella una hora de revancha.

No se niega la parte que la turba haya podido significar en aquel momento. Pero el texto sagrado vincula la escena a Cristo, que se impone y derriba mesas y monedas de cambistas, asientos de vendedores, y, látigo en mano, amenaza a todos aquellos profanadores del templo. ¿Cómo se explicaría este primer gesto de Cristo imponiéndose a los mercaderes? No sólo la letra del texto, sino el espíritu del mismo, lo relaciona con la autoridad de Cristo. Cuando poco después los dirigentes judíos interrogan a Cristo por esta obra, no aluden a lo que hizo la "turba", sino a lo que hizo El: "¿Qué señal das para obrar así?" (v. 18).

Si ordinariamente Cristo quería pasar inadvertido, en algunos momentos dejaba irradiar más su majestad, apareciendo entonces su persona avasalladora. Es un caso análogo a la escena que el mismo Jn relata cuando, yendo los ministros del sanedrín a prenderle, al llegar a Él se encuentran subyugados, y a los sacerdotes y fariseos, que les preguntan: "¿Por qué no le habéis traído?", responden admirados: "porque jamás hombre alguno habló como éste" (Jn 7, 45.46). Es la misma causa, según la interpretación ordinaria, que hace en Getsemaní retroceder y caer en tierra a los que van a prenderle (Jn 18,2-8). Se ha expresado muy bien el motivo de aquel efecto: "Aquella majestuosa y repentina aparición de la santidad indignada llenó de espanto a todos los presentes" .

Los tres sinópticos nada más dicen de esta escena. Es Jn el que narra el final de la misma.

(Profesores de Salamanca, Manuel de Tuya, Biblia Comentada,
B.A.C., Madrid, 1964, pág. 1015-1020)



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Comentario Teológico: DR. ISIDRO GOMÁ Y TOMÁ  - JESUS EN EL TEMPLO - PRIMERA EXPULSION DE LOS MERCADERES

Explicación. - El hecho que en este fragmento se refiere es uno de los dos análogos que tuvieron lugar en el templo de Jerusalén; con él empieza Jesús su público ministerio en la ciudad santa. La otra expulsión tendrá lugar tres años más tarde, en los mismos días de la Pascua, última que celebrará Jesús. Las ocasiones son: el abuso, introducido después de la cautividad de Babilonia, de convertir los espaciosos atrios del templo, especialmente el de los gentiles, con sus pórticos o galerías, en una feria inmensa en que se vendía todo lo necesario para los sacrificios, cruentos e incruentos, numerosísimos en la semana de Pascua. A Jerusalén confluían no sólo los judíos de la Palestina, sino los de la Diáspora, quienes, por venir de lejanas tierras, no podían traer lo necesario para los sacrificios. Al amparo de la tolerancia de sacerdotes y levitas, que de ello sacaban pingües ganancias, se convertía el templo en público mercado, donde se vendían toda suerte de reses, bueyes, carneros, corderos, cabras; las especies de los sacrificios incruentos, aceite, sal, harina, etc. Numerosos cambistas facilitaban las transacciones, cambiando la moneda extranjera por la judía, y facilitando el didracma que todo judío venía obligado a pagar al Templo desde los 20 años: no hubiese sido digna de la santidad del tesoro sagrado la moneda acuñada por griegos y romanos, que ostentaban signos de falsas divinidades.

La expulsión (l3-17).- En Cafarnaúm, donde había pasado algunos días con su Madre, parientes y discípulos, se incorporaría Jesús a la caravana que salía de la Galilea para Jerusalén, próxima ya la fiesta de la Pascua. Es éste el primero de los cinco viajes que menciona San Juan hechos por Jesús a Jerusalén durante su ministerio público (2, 13; 5, 1; 7, 10; 10, 22; 12, 12). Los sinópticos no recuerdan explícitamente más que uno. Fue a Jerusalén, seguramente según costumbre de los demás años, ya para cumplir el precepto legal, ya para empezar su ministerio, cumpliendo la profecía de Malaquías (3, 1-3): Y estaba cerca la Pascua de los judíos, y subió Jesús a Jerusalén , que está a mayor altitud que Cafarnaúm, unos 1.000 metros, y a unos 150 kilómetros de distancia.

La primera visita de Jesús en la ciudad es al Santuario, para orar. Pero, al entrar en el inmenso recinto vio la gran profanación de aquel lugar sagrado: Y halló en el templo a los que vendían bueyes y ovejas y palomas, y a los cambistas sentados . Bueyes y ovejas servían para los sacrificios de los ricos; palomas y tórtolas, para los de los pobres. Usureros y cambistas facilitaban la adquisición de moneda de oro, plata, bronce, cobrándose un escote que oscilaba entre el 5 y el 10 por 100. Fácil es comprender, más que imaginar, la confusión y gritería de la multitud inmensa y abigarrada, hablando toda la lengua, contratando y discutiendo a gritos, a guisa de los orientales, mezclándolos con los balidos y mugidos de animales. Dentro del mismo recinto se celebrará el culto solemne de aquellos sagrados días.

Fuego de santo celo encendió de indignación el pecho de Jesús. Y haciendo de cuerdas como un azote, de las mismas seguramente que allí tendrían esparcidas los vendedores, los echó a todos del templo, y las ovejas y los bueyes, y arrojó por tierra el dinero de los cambistas y derribó sus mesas . La mayor parte de sus intérpretes creen que el azote no sirvió más que para amedrentar, castigándolos, a los animales, no a los negociantes. De éstos, los propietarios de reses saldrían con ellas. Quedaban allí los dueños de las jaulas de palomas; a ellos se dirige en su indignación, dándoles la razón de la propia conducta e increpándoles por la de ellos: Y dijo a los que vendían las palomas: Quitad esto de aquí, y no convirtáis la casa de mi Padre en casa de tráfico.

Con ello se revela Jesús como hombre que tiene una relación especial con Dios: se hace Hijo de Dios. Nunca en los sagrados libros usó profeta alguno este lenguaje. En el hecho de la expulsión de los mercaderes hay una triple manifestación de Jesús como Mesías: se declara tal por la venganza que toma de la impiedad, según Malaquías (3, 1-3); por el poder extraordinario que manifiesta, hasta el punto que San Jerónimo llame a este hecho el milagro más admirable del Señor, cuando nadie hubo que se atreviese a resistir la faz y el gesto de un desconocido que se atreve contra tantos mercaderes, gente grosera e interesada, contra una vieja costumbre, contra los intereses de sacerdotes y levitas; y en tercer lugar, porque se hace Hijo de Dios.

Fruto natural de esta triple manifestación, y seguramente de la visión de la majestad de Jesús en este momento, es la impresión que hace a sus discípulos, quienes se acordaron que estaba predicho por los profetas el ardor del celo del Mesías por el honor de la casa de Dios (Ps. 68, 10), con lo que se arraigaría más su fe: Y se acordaron los discípulos que está escrito: El celo de tu casa me comió. Es metáfora común: el celo ardiente, hijo del grande amor, rasa y devora las entrañas.

Diálogo con los judíos (18-22). - La enérgica conducta de Jesús al condenar en forma violenta un abuso que la pasividad o connivencia de los primates de los sacerdotes y levitas había hasta entonces consentido o autorizado, excitó la indignación de aquél acto de Jesús era la pública reprobación de su conducta: la invasión de lo que juzgaban ellos jurisdicción suya exclusiva: la probable pérdida de un negocio; todo por un hombre que no había estado sus poderes para ello: para obrar como un profeta reformador se requería la garantía de una misión divina.

Por ello se acercaron a Jesús los poderosos del Templo, y respondiendo a una cuestión que en sus espíritus se habían planteado, se dirigen bruscamente a Jesús: Y los judíos le respondieron, y dijeron: ¿Qué señal nos muestras para hacer estas cosas? Pídenle inútilmente un milagro, cuando habían visto el milagro de su poder sobre aquella multitud de mercaderes. No reprueban la actitud de Jesús al mirar por el honor del templo y de la religión: se hubieran enajenado la voluntad de los piadosos israelitas, para quienes era el Templo lugar sacratísimo. Pero tampoco pueden consentir, sin exhibición de credenciales, la intrusión de un forastero, hombre civil, en funciones que eran propias de los sacerdotes, cuya tolerancia quedaba en mal lugar, con la enérgica actitud de Jesús.

A una pregunta llena de mala fe, responde Jesús en forma enigmática, dando a la palabra "templo" un sentido metafórico, y dejando que sus interlocutores lo tomaran a la letra, del mismo Templo que ante ellos se levantaba: Jesús les respondió, y dijo: Destruid este templo, y en tres días lo levantaré: respuesta desconcertante, porque no les niega el milagro, pero ellos deben antes derribar el Templo. La frase de Jesús quedará profundamente grabada en el alma rencorosa de los servidores del Templo; tres años más tarde harán que reviva la frase para acusar a Jesús ante Caifás. Pero Jesús, desde los comienzos de su ministerio, en el primer choque con ellos, les había dado la prueba más irrefutable de su Divinidad, su resurrección, que tendrá lugar no lejos de aquel sitio. Escabúllense como pueden los adversarios de Jesús, seguramente ante los oyentes que presenciarían la escena, llevando a otro terreno la cuestión: Los judíos le dijeron: En cuarenta y seis años fue hecho este templo. ¿Y tú lo levantarás en tres días? En efecto, comenzadas por Herodes las obras de engrandecimiento del Templo el año 734 de la fundación de Roma, hacía cuarenta y seis años que no se habían interrumpido; no se terminarán hasta el año 64 de nuestra era, poco antes de su destrucción.

Podían todavía los judíos urgir su pregunta ante la respuesta enigmática de Jesús, haciéndole concretar los términos de su aserción, pero interrumpen bruscamente el diálogo. Y añade el Evangelista por su cuenta: Mas él hablaba del templo de su cuerpo: templo santísimo en que mora la plenitud de la divinidad, por razón de la unión hipostática de la naturaleza humana y, por lo mismo, del cuerpo del Señor, a la Persona del Verbo; templo que será destruido en las horas tremendas de la pasión y rehecho por la propia virtud divina de Jesús a los tres días, según la profecía que acaba de pronunciar. Los mismos discípulos no interpretaron entonces el pensamiento de su Maestro. Fue providencial su ignorancia, porque así recordaron mejor los dichos de Jesús, y se acreció su fe al contrastar la promesa pasada con el hecho presente. Y cuando resucitó de entre los muertos, se acordaron sus discípulos que por esto lo decía: y creyeron a la Escritura, y a la palabra que dijo Jesús: a la Escritura, porque pudieron aplicar a Jesús-Mesías las antiguas profecías de la resurrección (Ps. 15, 10; Is. 53, 10-12); a la palabra de Jesús, porque vieron que sabía las cosas antes que sucedieran.

Efectos en el pueblo (23-25).-Otros milagros haría Jesús en Jerusalén, en esta ocasión, que el Evangelista no nos narra. Por estos milagros, viendo que realmente era mayor que el Bautista, que de él había dado testimonio, muchos creyeron que era el Mesías anunciado: Y estando en Jerusalén el día solemne de la Pascua , todos los días de la solemnidad para la que había subido a Jerusalén, muchos creyeron en su nombre, viendo los milagros que hacía y que los Evangelios no puntualizan. Con todo, porque esperaban ellos un Mesías que restaurase el trono de David por el poder militar, expulsando a los extraños, Jesús no se fiaba de ellos, de los que empezaron a creer; como no debía manifestarse en la forma que ellos pretendían, le hubiesen abandonado si les hubiese tratado como discípulos: Mas el mismo Jesús no se fiaba de ellos, porque los conocía a todos : conocía que eran carnales y que no se hubiesen compenetrado con su doctrina y espíritu. Para conocerles no era preciso se le manifestaran claramente: escrutador de los corazones, penetraba con su mirada de Dios los íntimos sentimientos de todos ellos: Y porque él no había menester que alguno le diese testimonio del hombre , de ningún hombre; porque sabía por sí mismo lo que había en el hombre , en lo más profundo y secreto de todo hombre.

Lecciones morales. - A) v. 14. - Y halló en el Templo a los que vendían... -La profanación del Templo movió a santa indignación al mansísimo Jesús: ¿por qué? Porque el templo es una parcela que Dios, creador y dueño de todo el mundo, se ha acotado en esta tierra para recibir allí los homenajes de adoración y de alabanza y las oraciones de los hombres. En el templo está Dios con una especial presencia, dispuesto a que los hombres traten con Él y a condescender con los hombres. Todo lo que no sea el negocio de los negocios, que es el de la religión, es decir, de las relaciones entre Dios y el hombre, es una verdadera profanación, porque es falsear la naturaleza y los destinos de la casa de Dios: y Dios es celoso de la gloria de su casa. Y si esto sucedió en el Templo de Jerusalén, mayor es toda profanación de nuestros templos cristianos: porque aquél no era más que una sombra de la dignidad y grandeza de los nuestros. En ellos está personalmente Jesús; y se oye su palabra santísima, y se reproduce a diario el Sacrificio del Calvario, y se administran y hacen los sacramentos, y viene en ellos abundante el Espíritu de Dios con sus gracias y los fieles. No profanemos jamás nuestros templos con pensamientos, palabras y acciones ajenas a los santísimos misterios que en ellos se obran. Y entremos en los sentimientos de celo de Jesús, corrigiendo, en la forma que debamos y podamos, a los que no guardan con la casa de Dios el debido respeto.

B) v. 15 .- Los echó a todos del templo... -La indignación de Jesús en este episodio no nos debe extrañar: es la manifestación de un estado de su alma santísima; es un estado pasional derivado de la visión de los abusos que en la casa de su Padre se cometían. Que Jesús se manifestara apasionado, no nos debe extrañar, porque el elemento pasional es natural en el hombre, como los puros sentidos, como la pura inteligencia. Sólo que en Jesús las pasiones estuvieron ordenadísimas, sujetas siempre en todo a los dictados de su inteligencia soberana y a las normas santísimas de la ley de Dios. Tomó todo lo nuestro, menos el pecado. Así pudo santificar nuestras pasiones, y dejarnos admirables ejemplos de la manera de gobernarlas o contenerlas. Como Jesús, todas las debemos utilizar para el bien. No hay pasiones malas; sólo lo son porque las dejamos extraviar. El ojo no es malo; pero se hace malo mirando lo vedado. Así las pasiones: son malas cuando salen de las normas debidas. Pueden, por el contrario, ser grandes auxiliares para el bien. Vigilemos e imitemos a Jesús en este punto.

C) v. l8 .- ¿Qué señal nos muestras para hacer estas cosas? - La pregunta que los judíos hacen a Jesús supone una gran perfidia. Hartas señales había ya dado Jesús de su misión divina. Pocos días hacía que una misión, salida seguramente del mismo Templo, había ido a Betania transjordánica para que diera Juan testimonio de sí: Juan lo da, estupendo y clarísimo, de Jesús. El milagro de Caná y los que haría posteriormente en Cafarnaúm y en Jerusalén, según se desprende del Evangelio; el mismo estupendo milagro que acababan de presenciar, de arrojar, Él solo, del Templo a los mercaderes, debía humillarles hasta el reconocimiento de su divinidad, o a lo menos de su mesianidad. No quieren: es el orgullo del espíritu, las preocupaciones, los intereses materiales, los que endurecen el espíritu y no le dejan salir del estado de protervia y rebeldía contra el mismo Dios, una de las desgracias mayores que el pecado puede acarrear al hombre. ¡Cuántos endurecidos incrédulos en nuestros días, a pesar de que hiere sus ojos una luz mucho más clara que la que iluminó a sacerdotes y levitas del templo!

D) v. 19 .- Destruid este templo... - El templo a que alude aquí Jesús, dice Orígenes, no es sólo el templo de su cuerpo, sino la santa Iglesia que, construida de piedras vivas y elegidas, que somos todos los cristianos, cada día se destruye en ellas, porque cada día mueren los hijos de la Iglesia; y cada día de la historia parece que muere como institución, porque en conjunto está sujeta a todas las tribulaciones y aparentes disoluciones de las cosas humanas. Con todo, resurge siempre, como el cuerpo muerto de Jesús. Resurge en este mundo, porque a las horas de tormenta y de las aparentes derrotas, sucede la calma y el triunfo esplendoroso. Resurgirá definitivamente cuando venga el tiempo del cielo nuevo y de la tierra nueva, de que nos habla el Apocalipsis, por la resurrección de todos sus miembros, que somos nosotros. Seamos miembros de Cristo, suframos con Él y muramos con Él: es la condición indispensable para resucitar con Él. Es doctrina inculcada varias veces por el Apóstol. Vivamos en esta santa fe y dulce esperanza.

E) v. 24 .- Mas el mismo Jesús no se fiaba de ellos... -Jesús no se fiaba de aquellos creyentes incipientes que le habían conquistado sus milagros en Jerusalén. Es que Jesús quiere nuestro abandono, de pensamiento y voluntad, a sus direcciones; no quiere que nos conservemos en el egoísmo espiritual de quienes le regatean pensamiento y voluntad. Jesús lo sabe todo: no necesita testimonio de hombre, porque penetra con su mirada hasta el fondo de nuestro pensamiento y corazón. No nos excusemos, y rindámonos generosamente a sus gracias.

(Dr. D. Isidro Gomá y Tomás, El Evangelio Explicado , Vol. I, Ed. Acervo, 6ª ed., Barcelona, 1966, p. 381-387)


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Comentario Teológico: J.M. Casciaro Ramírez: Del Templo de Jerusalén a Jesucristo

1. El primitivo Santuario del desierto. En la religión revelada del A. T., el culto externo, que es "deber colectivo de toda la comunidad humana... ya que también ella depende de la suprema autoridad de Dios" (Pío XII, Enc. Mediator Dei, 20 feb. 1947: AAS 39, 1947, 530-531), fue instituido incluso en detalle. Dios ordenó a Moisés la fabricación del antiguo Santuario portátil del desierto, donde manifestaría de modo especial su presencia en medio del pueblo, éste le tributaría el culto debido y se conservarían las tablas de la Ley, testimonio perenne de la Alianza de Yahwéh con el pueblo israelita. Los textos del Pentateuco explican la rica significación religiosa del antiguo Santuario: muchos insisten en una especial manifestación de la presencia de Dios (p. ej., Ex 40, 34); otros especifican que el Santuario era el lugar de encuentro de Yahwéh con Moisés, donde le daba las instrucciones y los mandatos para gobernar santamente al pueblo (Num 1, 1); detallan que Moisés oía la voz de Yahwéh, que le hablaba desde encima del Arca, entre los querubines (Num 7, 89); el conjunto sacro de arca, propiciatorio (tapa del Arca) y ambas figuras aladas de querubines constituía una representación del trono celestial de Yahwéh, viniendo a ser de alguna manera su trono en la tierra (2Reg 19, 15; Ps 79, 2; Is 37, 16; Dan 3, 55); otros, en fin, aluden a varios aspectos religiosos y teológicos del Santuario, que tienen como eje principal el ser el lugar de culto prescrito por Dios (Ex 33, 7-11; 40, 36 ss.; Num 14, 10; 16, 19; Ex 29, 42-46).

2. Del Santuario del desierto al proyecto davídico del Templo. Tras el establecimiento de Israel en la tierra prometida, el Santuario fue fijado sucesivamente en varios lugares: Guilgal, Siquem, Silo (1Sam 1-4). En ellos conservaba su configuración nómada (desmontable como tienda de campaña). Después de la conquista de Jerusalén y su transformación en capital del reino, David concibe la idea de trasladar allí el Santuario y albergarlo dentro de un gran Templo de piedra (2Sam 7, 1-4). Pero Dios se opone, en un principio, al proyecto; en cambio, en premio a su piedad, le hace la gran promesa mesiánica: no será David quien construya la casa (=Templo) a Yahwéh, sino que será Yahwéh quien edifique una casa (=dinastía) a David (2Sam 7, 5-17). David no llevará a cabo el proyecto del Templo, pero sí Salomón, su hijo y sucesor en la nueva dinastía.

3. El Templo de Salomón. El Templo construido por Salomón guardaba en su interior el antiguo Santuario: tabernáculo, con el arca de la alianza, los querubines, altar de los sacrificios, altar del incienso, etc. Dios manifestó visiblemente su complacencia en el nuevo Templo, al bajar la gloria de Yahwéh en forma de nube y llenar toda la estancia sagrada, como en los antiguos años del desierto (1Reg 8, 10-13). Desde el día de su dedicación o consagración, el Templo de Jerusalén será el centro religioso del pueblo de Israel, que acudirá a él "para contemplar el rostro de Dios" (Ps 42, 3); el Templo será objeto de un tierno amor para los israelitas piadosos (Ps 24; Ps 122). No constituye un culto idolátrico a Yahwéh, a la manera de los templos de los gentiles, pues el israelita sabe que la morada de Dios son los cielos (Ps 2,4; 103,19; 115,3). La misma oración dedicatoria de Salomón, aun entusiasmado por la presencia de la gloria de Dios, que ya ha llenado "la casa del Señor", expresa el alto concepto de la trascendencia divina: "¿Pero de verdad morará Dios sobre la tierra? Los cielos y los cielos de los cielos no son capaces de contenerte. ¡Cuánto menos la casa que yo he edificado!" (1Reg 8, 27). En efecto, Dios habita en los cielos (1Reg 8, 30), pero en el Templo será escuchada de modo especial la súplica del pueblo (ib.), pues Dios ha declarado: "Mi Nombre estará aquí" (1Reg 8, 29), y el culto que se desarrollará en él poseerá valor oficial: en él los sacerdotes realizarán en adelante el culto que el pueblo y el rey teocráticos rinden a Dios.

4. Del Templo de piedra al templo del espíritu. Siguiendo la misma línea pedagógica general de la Revelación, por medio de sus profetas, Dios irá desvelando el misterio del Templo, haciendo ver que ese edificio de piedra es más bien un signo que ayudará al hombre a alcanzar una conciencia de la presencia de Dios. No por ello el Templo de piedra pierde su valor de medio y de signo, pero el pueblo deberá ir aprendiendo ese valor sólo instrumental y relativo del Templo de Jerusalén, con vistas a poner en un primer plano la religión del corazón (Dt 6, 4 ss.; ler 31, 31). En tal progresivo caminar hacia la luz habrá sus dificultades: el hombre tenderá a quedarse en la exterioridad del culto y del Templo, con una gravitación hacia una cierta idolatría. Esa tendencia será recia y frecuentemente corregida por Dios a través de la predicación de los profetas y con la intervención providencial en la historia, es decir, en concreto, con la destrucción del mismo Templo, cuya construcción había aceptado complacido. Así, Isaías, no obstante su visión de la majestad de Dios precisamente en el Templo (Is 6), denuncia con fuerza el carácter superficial del culto que en él se realiza (Is 1, 11-17). Y lo mismo hacen Jeremías (Ier 6, 20) y Ezequiel, que incluso delata prácticas verdaderamente idolátricas (Ez 8, 7-18).

Ante la resistencia del hombre a comprender la Revelación, Dios recurre a la amenaza y al castigo: la gloria de Yahwéh abandona su morada del Templo (Ier 7; Ez 10, 4.8) y el Templo es materialmente destruido por Nabucodonosor (2Reg 25, 8-17). Con la destrucción del Templo y el destierro a Babilonia (586 a. C.) Dios da la lección inaprendida. Así se corrige el desviado apegamiento al Templo de piedra (Is 66, 1 ss.). Ezequiel ve la gloria de Yahwéh en el destierro (Ez 1) y comprende que Dios está presente en toda la tierra y recibe complacido en cualquier lugar el culto que sale del interior del corazón (Ez 11, 16; Is 66, 2; Tob 3, 16). El Templo de la tierra no es sino una imagen imperfecta del trono de Dios en los cielos (Sap 9, 8). Y aunque, a la vuelta del exilio, los judíos reconstruyan pobremente el Templo (Templo de Zorobabel), la Revelación de Dios se ha abierto el camino para enseñar el verdadero orden de los valores: primero está la presencia de Dios en los corazones; después los signos sensibles y auxiliares de esta presencia, el Templo y su culto público, que también ayuda, pero es solamente eso, auxiliar de la verdadera piedad. De esta forma se ha preparado el camino hacia el templo espiritual y, con ello, para la Revelación de Jesucristo.

5. Jesucristo, Nuevo Templo. El orden entre la religión del corazón y la veneración por el Templo, a que hemos aludido a propósito de los profetas, se observa de modo semejante en Jesucristo: aparte de cumplir el rito de la presentación y rescate de los primogénitos (Lc 2, 22-39), Jesús siente, ya de niño, la atracción de la "casa de su Padre" (Lc 2, 41-50) y, de mayor, el celo por el Templo como "casa de oración", mancillada por los negociantes (Mt 21, 12-13; Mc 11, 11.15-17; Lc 19, 45-46; Io 2, 13-17; cfr. Is 56, 7; Ier 7, 11). Aprueba los cultos a Dios allí practicados, aunque denuncia la superficialidad que se ha infiltrado (Mt 5, 23 ss.; 12, 3-7; 23, 16-22; etc.). Pero, llevando a su culmen las predicciones de los antiguos profetas anuncia, no sin dolor, la ruina definitiva del Templo (del tercer Templo, edificado por Herodes el Grande), del que, ante el asombro de los Doce, predice que no quedará piedra sobre piedra, como en efecto sucedería unos treinta años después (el 70 d. C.).

La revelación más profunda y misteriosa sobre el Templo la expone Jesús después de la expulsión de los vendedores, cuando los judíos le preguntan qué señal les da para actuar así (lo 2, 18). S. Juan nos ha conservado esta respuesta de Jesús: "Destruid este Templo y en tres días lo levantaré" (lo 2, 19). El mismo Evangelista continúa: "Los judíos le replicaron: en cuarenta y seis años fue edificado este Templo y ¿tú lo vas a levantar en tres días? Pero Él hablaba del templo de su cuerpo. Por eso, cuando resucitó de entre los muertos, sus discípulos se acordaron que ya lo había dicho, y creyeron en la Escritura y en la palabra de Jesús" (lo 2, 20-22).

La antigua profecía, tantas veces repetida por Dios, de que habitaría en medio de los hombres (Ex 25, 8; 13, 14; Ier 7, 3-7; Ez 43, 9; Ps 5, 12) se cumple de manera plena e inimaginada en el Cuerpo de Cristo, "porque en Él habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente" (Col 2, 9). El mismo término habitar es el empleado por S. Juan, al comienzo de su Evangelio, para resumir el misterio de la Encarnación: "El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros" (lo 1, 14). No puede negarse el sentido de cumplimiento que tiene para el autor sagrado la frase que ha escrito bajo la inspiración divina: el habitaré de la promesa veterotestamentaria se ha cumplido plenamente en Jesucristo, y puede emplear el aoristo "habitó entre nosotros". Jesús, es pues, el nuevo Templo, el verdadero Templo, "no hecho por mano de hombres" (Mc 14, 58; cfr. 2Cor 5, 1; Heb 9, 24; Act 17, 24), y del cual el antiguo Templo de Jerusalén era sólo una figura o signo anticipado.

6. La Eucaristía, Templo nuevo perenne en la tierra. Cristo resucita, primicias de la resurrección final de todos, a la vida gloriosa en los cielos "sentado a la diestra del Padre" (Act 2, 33; 3, 7; Rom 8, 34; Eph 1, 20; Col 3, 1; etc.). Pero por su divino poder hace que su cuerpo glorioso ascendido a los cielos permanezca real, admirable y verdaderamente en la tierra, haciéndose presente en todos los lugares entre los hombres hasta el fin de los tiempos. El Cuerpo eucarístico de Cristo será la realidad viviente de la perpetuidad del cumplimiento de la antigua promesa "habitaré en medio de ellos".

El culto público que los antiguos israelitas rendían a Dios en el Santuario y después en el Templo es sustituido por el culto supremo y público, definitivo, que el hombre puede dar a Dios: el Sacrificio por excelencia, la Santa Misa, en el que Jesucristo, sacerdote principal y víctima al mismo tiempo, renueva el Sacrificio único y para siempre de la Cruz. En este sentido adquieren su valor los innumerables templos cristianos, dentro de los cuales y a su abrigo se renueva el Sacrificio y guardan en sí el verdadero Templo, que es Cristo.

Bibliografía:
Fuentes: Libro del Éxodo, espec. caps. 25-28; Levítico; 1Reg cap. 8; Ps 24 y 122; Is cap. 1; 6; Ex cap. 1; Hebr. caps. 9-10; Jn 2,13-17; Act caps. 7 y 17.
Magisterio y Doctores: Pío XII, Enc. Mediator Dei, AAS 39 (1947) espec. 530-531; S. Agustín, In Heptateuchum (PL 34); S. Jerónimo, Epistola 64; S. Tomás de Aquino, Suma Teológica, 1 q. 42; 1-2 gl. 02; 2-2 q. 81 a. 6-7.
(Casciaro Ramírez, J. M., Voz Templo II. Sagrada Escritura. A., Gran Enciclopedia Rialp, Ediciones Rialp, Madrid 1991)


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Comentario Teológico: V. Vilar Hueso: Descripción Del Templo de Jerusalén

Como se acaba de ver, el Templo de Jerusalén fue preparatorio del nuevo y definitivo Templo, Jesucristo. Construido primero por Salomón, fue el santuario nacional y real de todo Israel, y después del cisma de Jeroboam, que escindió el antiguo reino en dos, sólo lo fue del reino de Judá. Fue reconstruido, tras los trabajos iniciales de Sesbazar, por Zorobabel entre los años 520 y 515 a. C. Fue rehecho por Herodes I el Grande entre 19 y 9 a. C., si bien las obras continuaron en sus últimos pormenores hasta el 64 d. C. Finalmente fue destruido en el año 70 d. C.

1. Templo de Salomón

Prescindiendo de los proyectos y planes de David, fue en realidad Salomón quien construyó el primer Templo. Para ello contrató obreros especializados y maderamen, fundamentalmente de cedro, de Fenicia: 1Reg 5, 15 s. 20.27 ss. Los sillares fueron extraídos de las canteras próximas a la ciudad: 1Reg 5, 29 y 31. La descripción del Templo aparece en 1Reg 6-7; este texto es difícil de interpretar por no haber podido la arqueología hallar en Jerusalén ningún resto del antiguo Templo, dado el carácter sacro del lugar.

Ubicación: Tanto. Zorobabel como Herodes mantuvieron la situación del Templo anterior en sus reconstrucciones; no hay posibilidad de duda: el Templo de Salomón se alzaba dentro de lo que hoy es llamado Haram crs-garif, plataforma artificial que domina el valle del Cedrón, desde el oeste. Su perímetro es de 1.380 m.; de forma ligeramente trapezoidal, con dimensiones máximas de 475 m. de norte a sur, y 300 de este a oeste. Hoy en su centro aproximado se eleva la Cúpula de la Roca, Qubat as-Sajra, para venerar la roca sagrada para los musulmanes. Sobre ella, según algunos autores, se elevaba el altar de los holocaustos; o el "santo de los santas", como opinan otros con R. De Vaux, que parece más acertado.

Descripción: La plataforma era el temenos, y en su centro se alzaba el edificio del santuario, alargado de este a oeste, abierto hacia el este, y que constaba de tres piezas con sus accesos en el mismo eje: vestíbulo, o Ulam; sala de culto, o Hekal, de doble longitud, como su etimología sumeria sugiere, y la recámara, o Debir, de igual longitud que el Ulam. Todas eran de igual anchura. El Ulam era abierto, el Hekal fue llamado "santo", y el Debir, "santo de los santos". Delante del Ulam se hallaban, enhiestas, dos columnas exentas, cuyos nombres son intraducibles, Yakin y Boaz: massebot o estelas.

A los tres lados cerrados del santuario hubo adosada una construcción de planta en U, que con el tiempo constó de tres plantas, aunque originalmente pudo no tener más que la primera: almacén de ofrendas y tesoro del Templo. Alrededor del santuario se extendía el patio interior (1Reg 7, 12), distinto del gran patio exterior que englobaba el Templo y el palacio real.

En el "Santo de los santos", o Santísimo, se hallaba el Arca de la Alianza, cofre que guardaba las tablas de la Ley, que era al mismo tiempo como escabel del trono de Yahwéh, formado por los dos querubines, esculturas en forma de esfinges aladas, representación estilizada de la corte celestial. En el Hekal, o Santo, se hallaba el altar de los perfumes, o gran pebetero, de madera chapada en oro; la mesa de la proposición, también cubierta de oro, y diez candelabros de oro situados junto a las paredes largas simétricamente.

En el patio interior, y cerca del Ulam, se elevaba el altar de Yahwéh, que era de bronce (1Reg 8, 54 y 64) y podía moverse. Con el tiempo se llamó altar de los holocaustos. Al norte del altar se encontraba el "mar de Bronce", gran depósito de agua sostenido por doce toros, igualmente de bronce, para las purificaciones de los sacerdotes; y diez depósitos pequeños y móviles para purificación de las víctimas.

Arqueología: Fuera de Jerusalén, pero en su área geográfica e histórica, se han hallado santuarios que ayudan a comprender la antigua fábrica del Templo de Salomón: en Tel Tainat y en Alalaj, cuenca del río Orontes, y en Hazor, en el valle alto del Jordán. Todos construidos entre los s. XIII y IX a. C. La disposición o planta del edificio, la técnica arquitectónica y el ajuar cúltico ilustran los correspondientes elementos del Templo de Salomón. La Biblia habla de la construcción del Templo con sillería, ladrillos y madera de forma que queda esclarecida por estos paralelos, especialmente por los de Hazor: sobre unas hiladas de sillares, ortostáticos, se hincaban unos pies derechos a distancias regulares. Entre ellos se construía la pared de ladrillos, que la madera consolidaba. El paramento era después cubierto con planchas de madera para su embellecimiento.

Historia: Poco después de su consagración ya fue objeto de pillaje el Templo de Salomón: Esonq, en su campaña asiática, se apropió de tesoros del Templo en tiempo de Roboam, ca. 926. Según De Vaux, los pisos superiores del edificio adyacente al santuario fueron añadidos por Asa, a fines del s. X a. C., si no eran salomónicos. Josafat (primera mitad del s. IX) unió al patio existente otro nuevo de cota más baja. Amasías de Israel volvió a pillar el Templo a mediados del s. VIII. En su restauración, Yotam, años después, unió los dos patios con una rica puerta a la que se llegaba por una rampa.

La sumisión a Asiria repercutió en el Templo a partir, sobre todo, de Ajaz: se desmontan elementos para pagar los tributos (2Reg 16, 17); se suprime el estrado regio; y se acaba introduciendo altares a los dioses de Asur. Ezequías, en un momento de debilidad asiria, purifica el Templo; pero, bajo el peso de Senaquerib, él mismo en sus últimos años, o su hijo Manasés, más probablemente, repone los dioses asirios en el Templo (690 a. C.). Yosías aprovecha el ocaso asirio para purificar y restaurar de nuevo el Templo con esplendidez y celo (2Reg 23, 4-14; 625 a. C.); pero muy pronto será saqueado primero (598 a. C.) y destruido después (587 a. C.) por Nabucodonosor (v.; 2Reg 24, 13 y 25, 13 ss.). Durante el destierro, pese a la destrucción, se siguen ofreciendo sacrificios, acaso sobre un altar improvisado (como indica ler 41, 5).

2. Templo de Zorobabel

Amparados por el edicto de Ciro, los primeros repatriados inician las obras de restauración 537 a. C. Pero tuvieron que interrumpirlas muy pronto para recomenzar bajo Zorobabel, gobernador; Ageo, profeta, y Josué, sacerdote, en 520. En 515 se consagra. Poco sabemos de este Templo, pero podemos asegurar que el santuario coincidía en ubicación, plano y dimensiones con el Templo de Salomón. Se conservaron los dos patios y el edificio anejo. Apenas sabemos del ajuar cúltico: desaparecida el Arca es sustituida por el kaporet, con unos nuevos querubines, y el Debir es designado "sala del kaporet" en 1Par 28, 11. Seguramente el candelabro de los siete brazos sustituye ya a los diez primitivos. Las descripciones de Josefo y Carta de Aristeas son excesivamente enfáticas. Pero en ellas se habla por vez primera de un velo del Templo.

Fue profanado como el Templo de Salomón con altares idolátricos: el de Zeus Olímpico, que erigió Antíoco Epifanes, es considerado como "abominación desoladora" (cfr. Dan 9, 27). Poco después fue purificado el Templo por Judas Macabeo en la gran fiesta de la Hanukah (1Mac 6, 35).

3. Templo de Herodes

Construido por el rey idumeo para ganarse la benevolencia de sus nuevos súbditos, el Templo de Herodes ganó en belleza y suntuosidad a todas las edificaciones del hijo de Antipater. Josefo lo describe dos veces y también es descrito por la Misnah, pero estas descripciones están muy lejos de coincidir; la arqueología ayuda solamente, sobre todo tras las últimas excavaciones, a conocer las infraestructuras del temenos, sus accesos, puertas y pórticos.

Siguió, escrupulosamente, la misma distribución del antiguo Templo, aunque el santuario era de mayor altura, merced a un piso alto sobre todo él, y con un Ulam más ancho. Además de los patios existentes aparecen otros dos: el de los gentiles y el de las mujeres, separados por un muro en el que se hallaban las célebres inscripciones prohibiendo el paso bajo peligro de muerte a los extranjeros. El límite oriental del temenos estaba limitado por el pórtico llamado de Salomón, por ser anterior a los trabajos de Herodes. Probablemente éste lo prolongó siguiendo los límites norte y sur. El Debir, o Santísimo, estaba completamente vacío y separado del Hekal, o santo, por uno o dos velos. Otro velo separaba las otras dos piezas. El ajuar era el ya conocido.

Bibliografía:
R. de Vaux, Bible et Orient, París 1967, 203-216, 231-260 y 303-318; A. Parrot, El Templo de Jerusalén, Barcelona 1963; A. Rolla, Templo de Jerusalén, en Enc. Bibl. V1, 908-915; V. Vilar, Hasor, ib. IV, 1074-1084; L. Meliá, Crónica Arqueológica, "Estudios Bíblicos" XXXII (1973) 189 ss.
(Vilar Hueso, V., Voz Templo II, Sagrada Escritura B., Gran Enciclopedia Rialp, Ediciones Rialp, Madrid 1991)



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Santos Padres: San Juan Crisóstomo - El celo por mi Casa me consumirá

Otro evangelista cuenta que Jesús, al expulsar a toda aquella gente, les dijo: «No hagáis de la casa de mi Padre una cueva de ladrones». El nuestro (Evangelio según San Juan), sin embargo, habla de «casa de comercio». No dicen cosas contradictorias, sino que nos dan a entender que Él hizo aquello una segunda vez, pero no en un breve espacio de tiempo, sino una vez al comienzo de su predicación y la otra cuando ya se aproximaba su Pasión. En esta segunda ocasión fue cuando, usando palabras más fuertes, la llamó «cueva», mientras que al principio de sus milagros no dijo eso, sino que les reprochó con palabras más moderadas, circunstancia ésta por la que se llega a deducir también que realizó dos veces esta misma acción.

Me preguntaréis: ¿por qué Cristo obró de esa manera y demostró con esos severidad y dureza tales como en ninguna otra ocasión, ni siquiera cuando fue insultado, cuando se burlaron de Él o le llamaron «samaritano» y «endemoniado»? Pues, no contentándose con las palabras, hizo un látigo de cuerdas y los echó por ese medio. Cuando Jesús hace el bien a sus hermanos, los judíos protestan y se enfadan. En cambio, cuando les riñe con aspereza, no se enfurecen, como sería de esperar, ni pronuncian palabra injuriosa ninguna al ver aquello, sino que se limitan a preguntarle: «¿Qué signo nos das para comportarte así?». Tanta era su envidia que no podían soportar los beneficios a otros concedidos. Por lo que hace al Salvador, una vez dijo que habían convertido el templo en una cueva de ladrones, queriendo indicar así que todo lo allí vendido era fruto del robo, de rapiñas y de especulaciones ilícitas. La otra vez, por el contrario, dijo sólo que habían convertido el templo en una casa de comercio, denunciando con sus palabras la bajeza de sus negociaciones.

Pero, ¿qué le movió a obrar así? Como se disponía a sanar enfermos en sábado y a hacer otras cosas que eran consideradas por éstos transgresiones a la ley, para no aparecer como enemigo de Dios y como si hubiera venido a obrar todo eso como rival del Padre, el Salvador se comporta desde el primer momento de manera que claramente refute una idea tan desatinada. Jesús, que tanto celo demostraba por el honor del templo, no podía ser adversario del dueño del templo, de quien era adorado en él. Bastaban, por otra parte, los años ya pasados, durante los cuales Él había vivido en un absoluto respeto a la ley, para demostrar su obediencia y reverencia al autor de la ley y que no había venido para combatir ésta. Pero como, probablemente, aquellos años serían olvidados, porque no eran conocidos a todos, pues Él se crió en una familia humilde y modesta, en presencia de todos realizó esta obra, no sin grave peligro, en presencia de la multitud que allí se hallaba presente porque había acudido a la fiesta. No se limitó a echarlos, sino que, además, volcó sus mesas y derramó por tierra el dinero para convencerles de que quien corría tales riesgos por defender el honor de aquella casa, ciertamente no podía ser que despreciara a su dueño. Si al obrar así estuviera fingiendo, se habría contentado con amonestarles, pero exponerse a tanto peligro es, en verdad, una gran muestra de valor. No era cosa pequeña exponerse a la furia de los mercaderes y exponerse a provocar la reacción de una muchedumbre de hombres embrutecidos de alguien que quiere disimular, sino el de quien está dispuesto a padecer y correr peligros por defender el honor del templo. De ese modo, demuestra el Salvador que está completamente de acuerdo con el Padre tanto con las palabras como con las obras. No llamó al templo «casa santa», sino «casa de mi Padre». Llama a Dios su Padre y, al principio, los judíos no reaccionan ante esto, pues no entienden que haya que dar importancia especial a esas palabras. Pero como luego, a lo largo de su discurso, se expresó más claramente, llegando a declarar su perfecta igualdad con el Padre, se enfurecieron. ¿Qué le preguntaron entonces? «¿Qué signo nos das para comportarte así?» ¡Qué desatada locura! ¿Qué necesidad había de un signo para que dejaran de obrar y libraran el templo de tanta vergüenza? El gran celo por la casa de Dios de que hizo gala, ¿no era ya, acaso, un signo evidentísimo de ser sobrehumana su virtud? Así lo reconocieron los más prudentes, incapaces de engañarse sobre este particular. «Sus discípulos recordaron entonces lo que está escrito: el celo de tu casa me devora». Los judíos, en cambio, no se acordaron de la profecía y preguntaron: «¿Qué signo nos das?», pues les afligía la pérdida de su indigno negocio y esperaban evitar su pérdida invitándole a darles un signo que luego pudieran rebatir. Por lo cual, Él no les dio signo ninguno. Cuando por primera vez se le acercaron para solicitar de Él una señal, les dijo: «Esta generación perversa y adúltera pide una señal, pero no les será dada otra que la de Jonás». En esa ocasión se pronuncia más claramente, mientras que aquí lo hace con cierta reserva y ello en razón de su ignorancia. Quien socorría al que nada le había pedido y quien por doquier hacía prodigios no habría rechazado su solicitud de no haber comprendido cuán perversa y fraudulenta era el alma de aquéllos.

Querría que ahora penséis cómo es, en efecto, pérfida su demanda. Deberían haber alabado su diligencia y su celo y admirarse ante tal prueba de amor por la casa de Dios. Sin embargo, lo acusan y pretenden defender la licitud de vender y hacer tratos en ese lugar, requiriéndole que dé una señal. ¿Qué les responde Cristo? «Destruid este templo y lo reconstruiré en tres días». Es frecuente que Cristo diga cosas de este género, incomprensibles para sus oyentes, pero que llegarán a hacerse claras a quienes vivan en épocas posteriores. ¿Por qué? Porque cuando se viniera a cumplir lo predicho por El, se haría también evidente que Él había conocido ese hecho desde hacía tiempo. Tal sucede con esa profecía. Dice el evangelista, que «cuando resucitó, sus discípulos recordaron que Él había dicho esto y creyeron en la Escritura y en la palabra dicha por Jesús». En cambio, en el momento en que fueron pronunciadas esas palabras, algunos se quedaron desconcertados sin saber su verdadero significado y otros le contestaron diciendo: «Han hecho falta cuarenta y seis años para construir este templo, ¿y tú lo vas a reconstruir en tres días?». Al hablar de cuarenta y seis años se referían a la última reconstrucción del templo, pues para la construcción originaria sólo hicieron falta veinte años.

¿Por qué no resolvió este enigma? ¿Por qué no dijo: no hablo de este templo, sino de mi cuerpo? ¿Y por qué, si Él calló entonces sobre el significado de sus palabras, lo explicó el evangelista al escribir su evangelio mucho tiempo después? ¿Por qué calló? Porque no habrían dado crédito a sus palabras. Los propios discípulos eran incapaces de entender lo que decía y mucho más incapaz aún era la multitud. Pero, dice el evangelista, «cuando resucitó de entre los muertos, se acordaron y creyeron en la Escritura y en la palabra dicha por Jesús». Dos eran las verdades que en aquel momento fueron propuestas a su fe: primero, la resurrección y luego, lo que es todavía mayor: la inhabitación de Dios en El. A ambas alude cuando dice: «destruid este templo y lo reconstruiré en tres días». También San Pablo advierte que es éste un signo y no pequeño de su divinidad: «Él fue establecido por Dios con gran poder, según el espíritu de santificación, mediante la resurrección de la muerte. Digo Jesucristo, Señor nuestro...» Pues Él aquí, y en otro lugar y por doquier, propone éste como el signo por excelencia, ora diciendo: «Cuando sea levantado», ora «cuando levantéis al Hijo del Hombre entenderéis quién soy yo», ora «no se os dará ningún signo, sino el de Jonás» y, en nuestro caso, «en tres días lo reconstruiré». Y hace esto porque con este argumento, más que con ningún otro, se demuestra que no era un simple hombre, pues podía triunfar sobre la muerte y poner así término a su larga tiranía y a aquella difícil guerra. Por eso dice: «entonces entenderéis». ¿Cuándo? Cuando después de haber resucitado atraiga a mí a todo el mundo entonces sabréis que yo, Dios y verdadero Hijo de Dios, he hecho todo eso para vengar la ofensa infligida al Padre. ¿Por qué no dijo qué signos eran menester para exterminar el mal, aunque dijo que daría una señal? Porque, de haberlo hecho, les habría irritado más, mientras que obrando como lo hizo, les dejó temerosos. Ellos no respondieron nada. Les parecía estar escuchando algo imposible y no quisieron preguntarle más sino que, considerando que se trataba de algo inverosímil, evitaron en adelante tocar ese asunto. Aunque por entonces todo eso les parecía imposible, si hubieran sido prudentes, le habrían preguntado y le habrían rogado que resolviera sus dudas, al menos cuando vieron que había obrado ya muchos prodigios. Pero como eran unos insensatos, no prestaron atención a algunas de las cosas que dijo y otras las malinterpretaron, escuchándolas con malas disposiciones. Por eso Cristo les habló de ese modo tan enigmático.

Propongámonos ahora otra cuestión: ¿cómo es que los discípulos no sabían que Él resucitaría de entre los muertos? Porque todavía no eran dignos de recibir la gracia del Espíritu. Por eso, aunque a menudo oían hablar de la resurrección, no entendían nada, y daban vueltas en su interior acerca de qué podría significar. Lo que se decía, que uno podía resucitarse a sí mismo, era, desde luego, una cosa sobremanera extraordinaria e inaudita. A este propósito, y por causa de su ignorancia respecto a la resurrección, el propio Pedro fue reprobado cuando dijo: «Nunca te suceda eso». Por otra parte, tampoco Cristo se la reveló claramente antes de que se cumpliera, para no escandalizar a quienes, al principio, experimentaban dificultades para aceptar las verdades que se les decían, porque les parecía sorprendentes y ni siquiera sabían a ciencia cierta quién era Él. Nadie se habría negado, desde luego, a creer en palabras avaladas por los hechos. Pero era de esperar que algunos permanecerían incrédulos ante afirmaciones que se basaran sólo en palabras. Por eso, al principio permitió Él que las cosas siguieran ocultas. Cuando confirmaba con hechos la veracidad de sus palabras, entonces les concedía comprender las palabras y tanta abundancia del Espíritu, que ellos inmediatamente captaban su significado de modo pleno. Está escrito que «Él os desentrañará todo». Quienes en una sola noche perdieron la alta estima en que le tenían, huyeron y negaron que lo hubieran conocido nunca, ni siquiera de vista, difícilmente se habrían acordado de todo lo sucedido y de cuanto había sido dicho mucho tiempo antes, a no ser que hubieran alcanzado con abundancia la gracia del Espíritu. Me preguntaréis, sin embargo: si debían ser instruidos en todo por el Espíritu, ¿qué razón había para que convivieran con Cristo, cuando no entendían lo que les decía? La respuesta estriba en el hecho de que el Espíritu no les enseñó todas esas cosas, sino que se limitó a evocar en su memoria las verdades dichas por Cristo. Además, contribuía, y no poco, a la gloria de Cristo el hecho de que les enviara al Espíritu Santo para que les desentrañara cuanto Él había enseñado anteriormente.

Es verdad que, al principio, por especial disposición de Dios, la gracia del Espíritu se derramó con gran abundancia. Mas luego es debido a su virtud el que hayan conservado ese don. Fue la vida suya de una resplandeciente santidad, manifestaron gran sabiduría, afrontaron enormes fatigas y despreciaron esta vida terrenal, sin tener para nada en cuenta las cosas humanas y mostrándose superiores a todas ellas. Volando hacia lo alto cual ligerísimas águilas, tocaron el mismo cielo con sus obras y por eso recibieron la gracia sobrenatural del Espíritu. Imitémosles también nosotros: no permitamos que nuestras lámparas se apaguen. Mantengámoslas siempre encendidas mediante la limosna. Sólo así continuará siempre brillando la luz de ese fuego. Recojamos aceite en nuestros vasos para poder vivir, porque tras nuestra partida no podremos ya comprarlo y no lo recibiremos de otras manos que no sean las de los pobres. Recojámoslo, repito, con abundancia aquí abajo si es que queremos entrar en compañía del esposo, pues, de lo contrario, deberemos permanecer fuera de la casa donde las nupcias se celebran. Es imposible, repito, imposible, entrar en el umbral del reino de los cielos si no hemos hecho limosnas, aunque hayamos cumplido otras innumerables obras buenas. Por lo cual, hagamos con abundancia generosas limosnas, para así poder gozar de los bienes inefables que esperamos alcanzar todos, por la gracia y la bondad de nuestro Señor Jesucristo, a quien la gloria por doquier y el reino, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.
(San Juan Crisóstomo, Biblioteca de Patrística 15, Editorial Ciudad Nueva, Madrid, pp. 282-28)



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Santos Padres: San Agustín -  El Templo de Jerusalén Figura del Templo verdadero

4. ¿Qué sigue luego? Y estaba cerca la Pascua de los judíos. Y pasa a narrar otra cosa según él recordaba. Y halló en el templo vendedores de bueyes y ovejas y palomas, y a los cambistas sentados, y haciendo un látigo de ramales, los echó a todos del templo, las ovejas y los bueyes, y derramó la moneda, y volcó las mesas de los cambistas. Y a los que vendían palomas le dijo: Quitad eso de aquí y no hagáis de la casa de mi Padre centro de contratación. ¿Qué hemos oído, hermanos? Ved que aquel templo no era todavía más que figura, y echa el Señor de él a todos los que buscaban su interés y habían ido a traficar. ¿Y qué es lo que vendían allí? Las cosas necesarias para los sacrificios de aquel tiempo. Pues sabe vuestra Caridad que a aquel pueblo carnal y de corazón de piedra se le ordenó aquella clase de sacrificios, a fin de que no recurriesen a los ídolos, e inmolaban allí bueyes, ovejas y palomas. Lo sabéis, lo habéis leído. No era, pues, gran pecado vender en el templo lo que se compraba para ofrecerlo en el templo, y no obstante, los arrojó. ¿Qué hiciera si encontrara allí borrachos? Si a los que vendían las cosas lícitas y justas (puesto que lo que lícitamente se compra lícito es venderlo) los echó, no obstante, y no toleró que la casa de oración se convirtiese en casa de tráfico; si no se debe hacer casa de negociación, ¿deberá hacerse de embriagueces? Hay quien rechina los dientes contra nosotros al oírnos hablar así. Rechinaron contra mí sus dientes.

También nosotros sabemos dónde encontrar el remedio, aunque se repitan los azotes a Cristo, porque flagelan su palabra: Descargaron contra Mi azotes a porfía sin miramiento alguno. Flageláronle los judíos con azotes; flagelando los falsos cristianos con sus blasfemias cada día. Amontonan cada día ultrajes sobre ultrajes contra el Señor sin reparar en ello. Hagamos nosotros cuanto el Señor nos conceda, y digamos: Pero yo, mientras ellos me afligían, me cubría de cilicio y humillaba mi alma con el ayuno.
5. Mas tampoco El los perdonó a ellos. ¿ Por qué? Porque, haciendo un látigo de varios ramales, azotó primero a aquella gente carnal y de dura cerviz por la cual había de ser luego azotado y crucificado.

Y en ese látigo de muchos cordeles, ¿qué nos enseña a todos el Señor? Que todo el que peca se teje a sí mismo una maroma que está tirando de él hacia el infierno. ¡Ay de aquellos que van arrastrando sus pecados como una larga maroma!. ¿Quiénes son los que arrastran largas maromas y pesadas cadenas? Los que añaden pecados a pecados, encubriendo muchas veces el pecado anterior con el siguiente. Hizo tal hombre un hurto, y para que no le descubran va a buscar remedio en el astrólogo. ¿No te contentas con hurtar? ¿Por qué quieres añadir pecado a pecado?

He aquí ya dos pecados. Te prohíbe el Obispo acudir al astrólogo, y maldices al Obispo. He aquí tres pecados. Si oyes: Echadlo de la Iglesia, dices: Me voy al partido de Donato. Cuarto pecado. Engruesa y alárgase más y más la maroma. Teme a la maroma. Lo que a ti te está bien es sacar de los azotes la corrección y la enmienda, no sea que, de otro modo, la resolución final sea ésta: Atado de pies y manos, arrojadlo a las tinieblas exteriores, y las trenzadas crines de sus pecados constriñen al impío. Aquello el Señor lo dijo, esto otra Escritura. Pero ambas cosas las dice el Señor. Los pecados ligan al hombre y lo arrastran a las tinieblas exteriores; allí será el eterno llanto y el crujir de dientes.


6. ¿Y quiénes son los vendedores de bueyes? ¿De quiénes son figura los que en el templo venden ovejas y palomas? Son aquellos que en la Iglesia no buscan los intereses de Jesucristo. Todo lo venden esos hombres que no quieren ser redimidos, no quieren ser comprados; vender es lo que quieren. Bien les estaría ser redimidos por la sangre de Cristo, si quieren llegar a la paz de Cristo. Porque, ¿qué aprovecha adquirir y amontonar en este mundo cualquier cosa temporal y transitoria, sean dineros, sean deleites del vientre y del gusto, sean honores y distinciones humanas? ¿Todas esas cosas son más que viento y humo? ¿No pasan todas, corren y vuelan? Y ¡ay! de los que se apeguen a los bienes pasajeros, porque pasarán junto con ellos!. ¿Son acaso, otra cosa que impetuoso torrente que en el mar se precipita? ¡Ay de quien en él caiga, que será arrastrado a la mar! Hay que refrenar, pues, todos esos afectos, todas esas concupiscencias. Hermanos míos, los que tal cosa buscan, venden. Para eso quería aquel Simón Mago comprar el Espíritu Santo, para venderlo. Figurábase que los Apóstoles eran mercaderes al mismo talle que los que echó el Señor del templo. Tal era él, que quería comprar el Espíritu Santo para traficar con El. De aquellos era que venden palomas, pues en forma de paloma apareció el Espíritu Santo.

Los que venden palomas, pues, ¿quiénes son, hermanos, sino los que dicen: Nosotros damos al Espíritu Santo? Pues ¿por qué dicen esto y a qué precio lo venden? Al precio de sus honores y dignidades. Reciben como precio y paga cátedras temporales, que no parecen sino vendedores de palomas. Teman el látigo de varios ramales. No es venal la paloma: gratis se da, pues su nombre es gracia. ¿No veis, hermanos míos, cómo encomian y pregonan sus mercancías esos vendedores; como cada buhonero alaba sus agujas? ¡Cuánto comercio, cuánta tienda! Una tiene abierta en Cartago Príamo, otra Maximiano, otra, en Mauritania, Rogato; otra y otra, en Numidia, Fulano, Mengano y Perengano, que no hay ya quien sea capaz de retener tanto nombre. ¿Va, pues, alguno gritando de tienda en tienda para comparar la paloma? Pues... cada cual por su parte alaba su mercancía. Aparte su corazón de todo mercader, deles de mano a todos y venga adonde se da de balde. Y no se avergüenzan de verse divididos en cien parcialidades, a causa de sus amargas y maliciosas disensiones, con que se engríen creyéndose algo no siendo nada. Mas, por no querer enmendarse y corregirse, ¿qué ha venido a suceder sino cumplirse en ellos lo que habéis oído del salmo: Se ven desmenuzados en mil sectas, mas no arrepentidos ni enmendados?.

7. ¿Quiénes son, pues, los que venden los bueyes? Por bueyes se entienden aquellos que no repartieron las santas Escrituras. Bueyes eran los Apóstoles, bueyes los Profetas. De donde dice el Apóstol: No le pondrás bozal al buey que trilla. ¿Qué le importa a Dios de los bueyes? ¿O lo dicen más bien por nosotros? Ni más ni menos, por nosotros lo dice, pues debe con esperanzas arar el que ara, y el que trilla con esperanza de tener su parte. Aquellos bueyes, pues, no dejaron el memorial de las Escrituras, porque buscaron la gloria del Señor. ¿Qué es lo que habéis oído en el salmo? Y digan siempre los que desean la paz de su siervo: Glorificado sea el Señor". El siervo de Dios es el pueblo de Dios; la Iglesia de Dios. Los que quieren la paz de la Iglesia de Dios, glorifiquen al Señor, no al siervo, y digan siempre: glorificado sea Dios. ¿Quiénes lo han de decir? Los que quieren la paz de su siervo. Del pueblo mismo, del siervo mismo es aquella voz clara que habéis oído en las lamentaciones del salmo, y os conmovíais al oírla porque sois de allí. Lo que uno solo cantaba, eco tenía en los corazones de todos. ¡Dichosos aquellos que en aquellos gritos, como en un espejo, se reconocían a sí mismos! ¿Quiénes son pues, los que desean la paz de su siervo, la paz de su pueblo, la paz de aquella una a quien llama única y a quien quiere librar del león: Libre mi única de las garras de los canes?. Los que dicen siempre: Glorificado sea el Señor. Luego aquellos bueyes al Señor glorificaron, no a sí mismos. Mira a un buey que glorifica a su Señor, pues reconoció el buey a su dueño. Reparad en un buey que siente que abandonen al dueño del rebaño, y al mismo tiempo pongan su gloria y su esperanza en el buey; cómo fustiga y amedrenta a los que quieren poner en él su esperanza. ¿Por ventura fue Pablo crucificado por vosotros, o habéis sido bautizados en el nombre de Pablo?. Lo que os he dado no os lo he dado yo; de balde lo habéis recibido; la paloma del cielo bajó. Yo planté, dice: Apolo regó; mas el crecimiento Dios lo dio. Ni el que planta es algo, ni el que riega, sino el que da el crecimiento, que es Dios. Y digan siempre los que desean la paz de su siervo: Glorificado sea el Señor.

8. Estos, al contrario, con las Escrituras mismas engañan a los pueblos, buscando alabanza y honor, no la conversión de los hombres, a la verdad. Mas como a las mismas Escritura engañan a los pueblos en quienes buscan honores, venden bueyes, venden ovejas; esto es, los pueblos mismos. Y ¿a quién se los venden sino al mismo diablo? Porque, hermanos míos, si es única la Iglesia de Cristo, también es una; a todo lo que de ella se corta y desgarra, ¿quién se lo lleva sino aquel león rugiente que anda girando alrededor buscando a quien devora? ¡Ay de aquellos que se desgajan!, que ella íntegra quedará siempre. Pues Dios conoce los que son suyos 36. Sin embargo, en cuanto está de su parte, venden bueyes y ovejas, y venden palomas; miren bien y consideren el látigo que se preparan con sus pecados. Y cuando, a causa de sus iniquidades, sufren tales castigos, reconozcan que ha hecho Dios látigo de ramales y les manda esos avisos para que se enmienden y no sean traficantes, pues si así no lo hicieren, oirán la sentencia final: Ligados de pies y manos, arrojadlos a las tinieblas exteriores.

9. Entonces se acordaron los discípulos que estaba escrito. El celo de tu casa me devoró; pues por el celo de la casa de Dios arrojó el Señor a aquellos del templo. Hermanos míos, a todo cristiano debe devorarle el celo por la casa de Dios, procurando el bien de sus hermanos, los miembros de Cristo a imitación de Nuestro Salvador, Maestro y modelo, Jesús. ¿Y quién es devorado de este celo de la casa de Dios? El que procura reformar, enmendar y corregir cuanto en ella encuentra deformado, depravado, trastornado y caído, y no descansa hasta verlo remediado, próspero y puesto en orden; y si no puede conseguirlo, lo tolera y gime y ora al Señor de esta casa.
No se saca el grano de la era intempestivamente; se aguanta que siga allí mezclado con la paza hasta que, despejado, vaya limpio a los graneros. Tu, si eres grano, procura que no te arrojen de la era para que no te coman las aves antes de ser conducido al granero. Porque las aves del cielo, las potestades espirituales de las regiones aéreas, están acechando para arrebatar algo de la era, y no arrebatan sino lo que es arrojado fuera de ella. Que te devore, pues, el celo de esta casa; y a cada uno de los cristianos lo devore este celo de la casa de Dios, cuyo miembro es. Porque no es más tuya la casa de acá abajo en que habitas que la casa en donde tienes la sempiterna salud. En tu casa entras y vives para el descanso temporal; en la casa de Dios entras para el descanso sempiterno. Si, pues, tanto te afanas para que no se haga ni suceda perversidad y desorden alguno en tu casa de acá, en la casa de Dios, en donde tienes ofrecido y preparado el descanso sin fin, ¿has de tolerar, en cuanto de ti dependa, que haya desórdenes y perversidades? Verbigracia, si ves a tu hermano ir a malos teatros y escandalosas exhibiciones y representaciones y sensuales conciertos, amonéstalo, apártalo, siéntelo, si el celo de la casa de Dios te devora. ¿Ves a otros correr a embriagarse e intentar en los lugares santos lo que en parte ninguna es lícito y decente? Estórbaselo a los que puedas, contenlos, atemorizalos, atrae con suaves halagos a cuantos puedas, y no te des punto de reposo. ¿Es amigo? Avísale cariñoso y afable. ¿Es tu mujer? Refrénala severísimamente. ¿Es tu criada? Recurre hasta los azotes para reprimirla. Haz todo lo posible, según tu condición, estado y dignidad, y habrás cumplido con aquello: El celo de tu casa me devoró. Mas si eres frío, lánguido e indolente, mirándote únicamente a ti, diciendo entre ti: Bástame cuidar de mí. ¿Qué tengo yo que ver con los pecados ajenos? Bástame mi alma. ¡Así la entregue yo a Dios íntegra y pura! ¿No te acuerdas de aquel siervo que escondió el talento de su señor y no quiso negociar con él? ¿Por ventura se le reprendió por haberlo perdido y no por haberlo guardado sin ganar nada con él? Oíd, pues, hermanos míos, la palabra de Dios de manera que no emperecéis. Os voy a dar un consejo. Ojalá os lo dé el que está dentro, que, aunque lo dé por medio de mí, al fin El es quien lo da. Bien sabéis tratar cada uno en vuestras casas con vuestros amigos, vecinos inquilinos, clientes, con los mayores, con los menores, según que el Señor os abre camino con su palabra; no la malogréis, no paréis en ganar para Cristo, porque vosotros habéis sido ganados por Cristo?

10. Pero los judíos se dirigieron a Él y le preguntaron. ¿Qué señal nos das de tu autoridad para hacer estas cosas? Respondióles el Señor: Destruid este templo,. y Yo en tres días lo reedificaré. Los judíos le dijeron: Cuarenta y seis años se han gastado en la reedificación de este templo, ¿y Tú lo vas a levantar en tres días? Carne eran, carnales eran sus pensamientos; pero El habla espiritualmente. ¿Quién podía entender de qué templo hablaba? Nosotros no tenemos necesidad de fatigarnos mucho; por el Evangelista nos lo declaró: Mas El hablaba del templo de su cuerpo. Y es cosa manifiesta que, matado el Señor, resucitó al tercer día. De esta manera para todos nosotros es esto cosa clara; y si para los judíos es cosa cenada y oscura, porque están fuera, para nosotros es cosa manifiesta, pues sabemos en quién creemos. Pronto vamos a celebrar el aniversario de la destrucción y de la reedificación de este templo, a la cual os exhortamos a vosotros, los que sois catecúmenos, que os preparéis para recibir la gracia; ahora ya es tiempo; ya es tiempo de prepararse para renacer aquel día...


11. A este cuerpo que el Señor tomó de Adán lo resucitó al tercero día. De Adán era la carne de Cristo; de Adán el templo que, destruido por los judíos, resucitó el Señor en tres días, puesto que resucitó su carne. Pero fijaos que era igual al Padre. Hermanos, dice el Apóstol: Que lo resucitó de entre los muertos. ¿De quién habla? Del Padre: Se hizo obediente, dice, hasta la muerte y muerte de cruz, por lo cual lo resucitó Dios de entre los muertos y le dio un nombre que, es, sobre todo, nombre. Fue el Señor resucitado y exaltado. ¿Quién lo resucitó? El Padre, a quien El dijo en los salmos: Pero tú, Señor, ten piedad de Mí y levántame, que Yo les daré a ellos su merecido. Luego lo resucitó el Padre. ¿Y no se resucitó El a sí mismo? ¿Pues qué cosa hace el Padre sin su Verbo? ¿Qué hace sin su Unigénito? Oye, pues, que también El era Dios: Destruid ese templo y en tres días lo levanto. ¿Dijo, acaso, destruir este templo y en tres días lo resucita el Padre? Mas, así como lo resucita el Padre, así también el Hijo lo resucita. Así cuando el Hijo lo resucita, también con El lo resucita el Padre, porque el Hijo dijo: El Padre y Yo somos una sola cosa.


12. Bendecimos a Dios Nuestro Señor, que nos ha juntado aquí para una espiritual alegría. Permanezcamos siempre en humildad de corazón y sea en él nuestro gozo. No nos engriamos de ninguna dicha de este mundo, sino pensemos que nuestra felicidad no será sino cuando pasen todas estas cosas. Ahora, hermanos míos, sea nuestro gozo en esperanza; ninguno se goce como en cosa ya presente, no sea que enrede en el camino. Todo gozo sea de la esperanza futura; todo deseo sea de la vida eterna. Todos nuestros anhelos y suspiros se dirijan a Cristo. Deseemos a aquel hermosísimo, que cuando éramos feos nos amó para hacernos hermosos; a Él sólo corramos, a El vayan nuestros gemidos, y los que buscan su paz digan siempre: Glorificado sea el Señor.
(Tratado X de San Agustín, El Evangelio de San Juan I, Apostolado Mariano, Madrid, Pág. 104-111)


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Aplicación: Mons. Fulton Sheen - El Templo de su Cuerpo

Un templo es un lugar en el que Dios habita. ¿Cuándo existió, pues, el verdadero templo de Dios? ¿Fue el gran templo de Jerusalén, con toda su grandeza física, el verdadero templo? La respuesta a esta pregunta habría parecido obvia a los judíos; pero nuestro Señor iba a insinuar precisamente que existía además otro templo. Multitud de peregrinos subían a Jerusalén para celebrar la pascua, y entre ellos se encontraba nuestro Señor y sus primeros discípulos después de haber permanecido breve tiempo en Cafarnaúm. El templo ofrecía una vista realmente magnífica, sobre todo desde que Herodes lo había reconstruido casi todo por completo y enriquecido con toda riqueza de elementos artísticos. Un año más tarde, los mismos apóstoles, desde el monte Olivete, se sentirían tan impresionados por su aspecto esplendoroso en medio del sol matutino, que no podrían menos de pedir al Señor que dirigiera a él sus miradas y admirase su belleza.

Resultaba, por supuesto, un problema para todo el que venía a ofrecer un sacrificio procurarse los materiales para él. Luego, además, había que someter a inspección las víctimas ofrecidas para ver si respondían a las condiciones exigidas por las normas levíticas. Por consiguiente, había un floreciente comercio de reses de sacrificio de todas clases. Poco a poco, los vendedores de ovejas y palomas se habían ido acercando cada vez más a los edificios del templo, llenando las avenidas que a él conducían, hasta que incluso algunos de ellos, sobre todos los hijos de Adán, llegaron a ocupar el interior el pórtico de Salomón, donde vendían sus palomas y reses vacunas y cambiaban moneda. Todo el que asistía a las fiestas estaba obligado a pagar medio siclo para contribuir a sufragar los gastos del templo. Como no se aceptaba moneda extranjera, los hijos de Anás, según refiere Flavio Josefo, traficaban con el cambio de monedas. Seguramente con beneficios muy considerables. Un par de palomas llegaron a valer en cierto momento una moneda de oro, que en dinero americano representaría aproximadamente dos dólares y medio. Sin embargo, este abuso fue corregido por el nieto del gran Hilel, el cual redujo el precio a una quinta parte aproximadamente del indicado anteriormente. Alrededor del Templo circulaba toda clase de monedas de Tiro, Siria, Egipto, Grecia y Roma, siendo ocasión de un próspero mercado negro entre los cambistas. La situación era lo suficientemente deplorable para que Cristo llamara al templo “cueva de ladrones”; efectivamente, el mismo Talmud protestaba contra aquellos que de tal modo profanaban el santo lugar.

Entre los peregrinos se produjo el más vivo interés cuando nuestro Señor entró por primera vez en el sagrado recinto. Ésta era al mismo tiempo su primera aparición pública ante la nación y su primera visita al templo en calidad de Mesías. Ya había obrado su primer milagro en Caná; ahora iba a la casa de su Padre para reclamar sus derechos de Hijo. Nuestro Señor, al encontrarse ante aquella absurda escena, en que los orantes se hallaban mezclados con las blasfemas ofertas de los mercaderes, y donde el tintineo del dinero se confundía con los mugidos de los novillos, se sintió invadido de ardiente celo por la casa de su Padre. Cogiendo algunas cuerdas que había por allí, y que probablemente servían para sujetar las reses por el cuello, hizo un pequeño látigo. Con este látigo procedió a expulsar a los animales y a los aprovechados mercaderes. La impopularidad de tales exploradores y su temor al escándalo público fueron probablemente la causa de que no opusieran resistencia al Salvador. Una escena de indescriptible confusión se produjo entonces, con las reses corriendo de un lado para otro y los cambistas recogiendo afanosos las monedas que habían rodado por el suelo cuando el Salvador les volcó las mesas. Jesús abrió las jaulas de las palomas y las soltó.

“¡Quitad estas cosas de aquí! ¡No hagáis de la casa de mi Padre una casa de comercio!”. (Jn 2, 16)

Incluso las personas que se hallaban más íntimamente unidas al Salvador debieron de mirarle asombrados cuando, con el látigo en alto y los ojos llameantes, decía:

“Mi casa será llamada casa de oración por todas las naciones; pero vosotros la habéis convertido en cueva de ladrones”. (Mc 11, 17)

Y sus discípulos se acordaron de que estaba escrito:

“El celo por tu casa me consume”. (Jn 2, 17)

Aquella parte del templo de la cual nuestro Señor expulsó a los mercaderes era conocida como el pórtico de Salomón, la parte oriental del atrio de los Gentiles. Esta sección del templo debía servir como símbolo de que todas las naciones del mundo eran bien recibidas, pero los comerciantes la estaban profanando. Cristo demostró que el templo no era sólo para Jerusalén, sino para todas las naciones; era una casa de oración tanto para los magos como para los pastores, tanto para las misiones extranjeras como para las misiones nacionales.

Él llamó al templo “la casa de mi Padre”, afirmando al propio tiempo su parentesco de hijo con el Padre celestial. Los que fueron echados del templo no pusieron sus manos sobre Él ni le reprocharon que estuviera haciendo algo malo. Simplemente le pidieron una señal de garantía que justificara su manera de obrar. Viéndole allí majestuosamente erguido, en medio de las monedas esparcidas por el suelo y las reses y palomas que huían de un lado para otro, le preguntaron:

“¿Qué señal nos muestras ya que haces estas cosas?” (Jn 2 ,18)

Estaban desconcertados ante su capacidad de justa indignación (que constituía el reverso del carácter benévolo manifestado en Caná), y le pedían una señal. Ya les había dado una señal que era Dios, puesto que les había dicho que profanaban la casa de su Padre. Pedirle otra cosa era como pedir una luz para ver otra luz. Pero les dio una segunda señal:

“Destruid este templo y yo en tres días lo edificaré”. (Jn 2, 19)

La gente que escuchó estas palabras no las olvidó nunca más. Tres años más tarde, durante el proceso, volverían a hacer mención de ellas, tergiversándolas ligeramente, al acusarle de haber dicho.

“Yo derribaré este templo, que es hecho de mano, y en tres días edificaré otro no hecho de mano”. (Mc 14,58)

Recordaron de nuevo sus palabras cuando Él pendía de la cruz:
“¡Ea!, tú que derribas el templo de Dios, y en tres días lo reedificas, ¡Sálvate a ti mismo, y desciende de la cruz!”. (Mc 15, 29)

Estaban obsesionados todavía por sus palabras cuando pidieron a Pilato que tomara precauciones poniendo una guardia en su sepulcro. Entonces comprendieron que se había referido no precisamente a su templo de piedra, sino a su propio cuerpo.

“Nos acordamos de que aquel impostor dijo mientras vivía aún: después de tres días resucitaré. Manda, pues, asegurar el sepulcro hasta el día tercero; no sea que vengan de noche sus discípulos y le hurten”. (Mt 27, 63-64)

El tema del templo resonó de nuevo en el proceso del martirio de San Esteban, cuando los perseguidores le acusaron de que:

“Este hombre no cesa de hablar blasfemias contra este santo lugar”.(Hch 27, 63-64)

En realidad, les estaba desafiando al decirles “destruid”. No les dijo “Si destruís…” Les estaba desafinado directamente a que pusieran a prueba su poder de rey y de sacerdote por medio de la crucifixión, y Él les respondería por medio de la resurrección.

Es importante advertir que en el texto griego original del evangelio nuestro Señor no usó la palabra hieron, que era el término griego corriente para designar el templo, sino más bien empleó la palabra naos, que significaba el lugar santísimo del templo. Había estado diciendo, en efecto: “El templo es el lugar en que Dios habita. Vosotros habéis profanado el antiguo templo; pero existe otro Templo. Destruid este nuevo Templo, crucificándome, y en tres días lo levantaré de nuevo. Aunque vosotros queráis destruir mi cuerpo, que es la casa de mi Padre, por medio de mi resurrección yo haré que todas las naciones entren en posesión del nuevo Templo”. Es muy probable que nuestro Señor señalara con un ademán hacia su cuerpo al decir tales palabras. Los templos pueden construirse de carne y de huesos de la misma manera que se construyen de piedra y madera. El cuerpo de Cristo era un Templo, porque en Él estaba morando corporalmente la plenitud de Dios. Sus provocadores le respondieron al punto con esta otra pregunta:

“Cuarenta y seis años estuvo edificándose este templo: ¿Y tú en tres días lo levantarás?”(Jn 2 ,21)

Probablemente se referían al templo de Zorobabel, cuya edificación había durado cuarenta y seis años. Fue comenzado en el primer año del reinado de Ciro, en 559 a. de J.C., el año noveno de Darío. También es posible que se refieran a las reformas efectuadas por Herodes, y que quizá habían durado hasta entonces cuarenta y seis años. Las reformas habían empezado hacia el año 2 a. de J.C. y no terminaron hasta el año 63 d. J.C. Pero, según Juan escribió:

“Él hablaba del templo de su cuerpo; y cuando hubo resucitado de entre los muertos, acordáronse sus discípulos de que había dicho esto”.(Jn 2, 22)

El primer templo de Jerusalén, se hallaba asociado a la idea de grandes reyes, tales como David, que lo había preparado, y Salomón, que lo había construido. El segundo templo evocaba los grandes caudillos del regreso de la cautividad; este templo estaba vinculado a la casa real de Herodes. Todas aquellas sombras de templos habían de ser superadas por el verdadero Templo, que ellos destruirían el día de viernes santo. En el momento en que lo destruyeran, el velo que cubría el lugar santísimo sería rasgado de arriba abajo; y el velo de su carne también sería desgarrado, revelando de esta manera el verdadero lugar santísimo, el sagrado corazón del Hijo de Dios.

Usaría la misma figura del templo en otra ocasión en que habló a los fariseos y les dijo:
“Mas yo os digo que en este lugar hay uno mayor que el templo”. (Mt 12, 6)

Ésta fue la respuesta que les dio cuando le pidieron una señal. Ésta sería su muerte y resurrección. Posteriormente prometería a los fariseos la misma señal, bajo el símbolo de Jonás. Su autoridad no sería demostrada solamente por medio de su muerte, sino también por medio de su resurrección. La muerte sería producida a la vez por el corazón malvado de los hombres y por la propia voluntad de Él; la resurrección sería únicamente obra del poder omnímodo de Dios.

En aquel momento estaba llamando al templo la casa de su propio Padre. Al abandonarlo por última vez tres años más tarde, ya no le llamó la casa de su Padre, puesto que el pueblo le había rechazado a Él, sino que dijo:

“Pues bien: vuestra casa quedará desierta”. (Mt 23, 38)

Ya no era la casa de su Padre, era la casa de ellos. El templo terrenal deja de ser la morada de Dios tan pronto como se convierte en centro de intereses mercenarios. Sin Él, ya no era templo alguno.

Aquí, como en otras partes, nuestro Señor estaba demostrando que Él era el único que vino a este mundo para morir. La cruz no era algo que viniera al fin de su vida; era algo que se cernía sobre Él desde el mismo comienzo. Él les dijo: “Destruid”, y le dijeron ellos: “Seas crucificado”. Ningún templo fue más sistemáticamente destruido que su cuerpo. La cúpula de su Templo, su cabeza, fue coronada de espinas; los cimientos, sus sagrados pies, fueron desgarrados con clavos; los cruceros, sus manos, fueron extendidas en forma de cruz; el santo de los santos, su corazón, fue traspasado con una lanza.

Satán le tentó a que realizara un sacrificio visible pidiéndole que se arrojara desde el pináculo del templo. Nuestro Señor rechazó esta forma espectacular de sacrificio. Pero, cuando los que habían profanado la casa de su Padre, le pidieron una señal, Él les ofreció una clase de señal diferente, la de su sacrificio en la cruz. Satán le pidió que se precipitara de lo alto; ahora nuestro Señor estaba diciendo que, efectivamente, sería arrojado al abismo de la muerte. Su sacrificio, sin embargo, no sería una exhibición, sino un acto de humillación de sí mismo, humillación redentora. Satán le propuso que expusiera su Templo a una posible ruina por exhibicionismo, para deslumbrar a la gente; pero nuestro Señor expuso el Templo de su cuerpo a cierta ruina por la salvación y expiación. En Caná dijo que la hora de la cruz le llevaría a su resurrección. Su vida pública daría cumplimiento a estas profecías.
(Mons. Fulton Sheen, Vida de Cristo, Herder, Barcelona. 7 ma Ed. 1996, pp. 82-87)


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Aplicación: Masillon  - SOBRE EL RESPETO EN LOS TEMPLOS

Entró Jesús en su templo, y echó
de él a todos los que allí compraban y vendían.
(Matth. c. XXI, v. 12.)

¿De qué proviene hoy, católicos en Jesucristo, este celo y esta indignación que manifiesta en su rostro? ¿No es este aquel rey pacífico que se había de manifestar en Sión acompañado solamente de su agrado? ¿No le vimos juzgar a una mujer adúltera sin condenarla? ¿No vimos a sus pies a la pecadora de la ciudad, perdonándola con mansedumbre sus desórdenes y escándalos? Cuando sus discípulos quisieron hacer que bajase fuego del cielo sobre una ciudad ingrata e infiel, ¿no los reprendió diciendo que aún no conocían el nuevo espíritu de clemencia y de caridad que había venido a traer a la tierra? Acaba de derramar lágrimas por las desgracias que amenazan a Jerusalén, a aquella ciudad pecadora, homicida de los profetas, que va a sellar el decreto de su reprobación con la injusta muerte que muy pronto ha de dar al que Dios había enviado para ser su Salvador. En todas partes se manifiesta compasivo y misericordioso; y su grande afabilidad es causa de que le llamen amigo de los pecadores y de los publicanos.

Pues ¿qué ultrajes son estos que hoy triunfan de toda su clemencia, y arman sus manos benéficas con la vara del furor y la justicia? Son, católicos, los ultrajes que profanan su santo templo; que deshonran la casa de su Padre; que hacen del lugar de oración y del sagrado asilo de los penitentes, cueva de ladrones, y casa de negociación y de avaricia; esto es lo que arma sus ojos de rayos, cuando sólo quisiera derramar sobre los pecadores sus misericordias. Esto lo que obliga a acabar un ministerio de amor y de reconciliación, con una acción de severidad y de indignación, semejante a aquella con que había empezado. Porque debéis advertir, católicos, que lo que aquí hace Jesucristo al tiempo de acabar su carrera, lo había ya hecho otra vez, cuando después de treinta y tres años de una vida retirada, entró la primera vez en Jerusalén para empezar allí su misión, y cumplir con la obra de su Padre. Parecía que él mismo se había olvidado de aquel espíritu de afabilidad y de longanimidad que debía distinguir su ministerio del de la antigua, como le hablan anunciado los profetas.

Sin duda, que en aquella ciudad sucedían otros muchos escándalos además de los que se veían en el templo, y que no eran menos dignos del celo y de los castigos del Salvador; pero pudo disimularlos por algún tiempo, y dilatar su castigo, como si mancharan menos la gloria de su Padre. No se declara desde luego contra la hipocresía de los fariseos, y la corrupción de los escribas y pontífices, pero no puede dilatar el castigo de los profanadores de su templo. Su celo no sufre dilación en este punto, y apenas entra en Jerusalén cuando va corriendo a aquel santo lugar a vengar el honor de su Padre, que es ultrajado en él, y la gloria de su casa, a la que allí se afrenta.

A la verdad, católicos, que entre todas las culpas que ultrajan la grandeza de Dios no hallo otra más digna de sus castigos que la profanación de sus templos; y estas culpas son tanto más graves, cuanto deben ser más santas las disposiciones que nos pide la religión para asistir a ellos.

Porque, católicos, supuesto que nuestros templos son un nuevo cielo en donde habita Dios con los hombres, debemos estar en ellos con las mismas disposiciones que los bienaventurados en el templo celestial: es decir, que siendo el altar de la tierra el mismo que el del cielo, y siendo el mismo el cordero que en él se ofrece y sacrifica, también deben de ser semejantes las disposiciones de los que le rodean: la primera disposición de los bienaventurados que asisten delante del trono de Dios, y del altar del cordero, es una disposición de pureza y de inocencia: Sine macula enim usut ante thronum Dei (Apoc. 14, 5). La segunda, una disposición de religión y de abatimiento interior: Et ceciderunt in conspectu throni in facies suas (Apoc. 7, 15). Finalmente, la última, una disposición de decencia y de modestia en el exterior: Amicti stoli albis (Apoc. 12, 9). Tres disposiciones en que se en cierran todos los pensamientos de fe que nos deben acompañar en los templos; una disposición de pureza y de inocencia; de adoración y abatimiento interior, y una disposición de decencia y de modestia exterior en el adorno.


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Todo el universo es un templo que llena Dios con su gloria y su presencia. En cualquiera parte que estemos, dice el Apóstol, siempre está cerca de nosotros; "en él vivimos, nos movemos y existimos"; si subimos a los cielos está allí; si bajamos a los abismos allí le encontramos; si subimos sobre las alas de los vientos y atravesamos los mares, su mano es quien nos guía, y es el Dios de las islas remotas en donde no le conocen, como de los reinos y regiones que le invocan.

No obstante esto, los hombres le han consagrado siempre ciertos lugares que él ha honrado con su especial presencia. Los patriarcas le levantaron altares en algunos lugares en donde se les había aparecido: los israelitas en el desierto miraban al tabernáculo como el lugar en donde continuamente residía su gloria y su presencia: y habiendo llegado después a Jerusalén, solamente le invocaban con la solemnidad de los inciensos y de las víctimas en el augusto templo que después le edificó Salomón: este fue el primer templo que los hombres consagrados al verdadero Dios: este era el más santo lugar del universo; el único en que era permitido ofrecer al Señor dones y sacrificios: los israelitas estaban obligados a ir a adorarle allí desde todos los parajes de la tierra: estando cautivos en los reinos extraños, volvían continuamente hacia aquel: Santo Lugar su vista, sus votos y sus respetos: en medio de Babilonia, Jerusalén y su templo eran siempre el único motivo de sus alegrías y de sus penas, y el objeto de su culto y de sus oraciones. Daniel quiso más exponerse al furor de los leones, que faltar a esta debida obligación y privarse de este consuelo: aun muchas veces vio Jerusalén ir a los príncipes infieles; atraídos de la santidad y fama de su templo, y tributar adoraciones a un Dios que no conocían; y el mismo Alejandro, admirado de la majestad de aquel lugar, y de la augusta gravedad de su venerable pontífice, se acordó de que era hombre, y humilló su soberbia cabeza delante del Dios de los ejércitos que allí se adoraba. En los principios de la ley de gracia las casas de los fieles sirvieron de iglesias domésticas. La crueldad de los tiranos obligaba a aquellos primeros discípulos de la fe a buscar lugares obscuros y escondidos para ocultarse del furor de las persecuciones, celebrar en ellos los santos misterios, e invocar el nombre del Señor: la majestad de las ceremonias no se introdujo en la Iglesia hasta los Césares: la religión tuvo sus Davides y Salomones, que se avergonzaron de habitar en palacios soberbios, al mismo tiempo que el Señor no tenía donde reclinar su cabeza; levantáronse poco a poco suntuosos edificios en nuestras ciudades; el Dios del cielo y de la tierra volvió, si es lícito decirlo así, a tomar posesión de sus derechos, y los mismos templos en que tanto tiempo había sido invocado el demonio, le fueron restituidos como a su legitimo dueño, y consagrados a su culto, se hicieron su morada.

Pero nuestros templos, católicos, no están vacíos como el de Jerusalén, en el que todo era sombra y figura: el Señor, entonces, aún habitaba en los cielos, como dice el profeta, y su trono estaba sobre las nubes; pero después que se dignó manifestarse a la tierra, hablar con los hombres, y dejarnos en las místicas bendiciones la verdadera prenda de su Cuerpo y de su Sangre, que realmente se contiene debajo de estos sagrados signos, el altar del cielo ya no excede al nuestro; la víctima que en él sacrificamos es el Cordero de Dios; el pan que en él comemos es el sustento inmortal de los ángeles y de los bien aventurados espíritus; el vino místico que en él bebemos, es aquella nueva bebida con que santamente se embriagan en el reino del Padre celestial; el sagrado cántico que en él cantamos es el que en la armonía del cielo resuena sin cesar alrededor del trono del Cordero; finalmente, nuestros templos son aquellos nuevos cielos que el profeta prometía a los hombres. Es verdad que no vemos en ellos con claridad todo lo que se ve en la celestial Jerusalén, porque acá en la tierra no vemos sino por entre un velo, y como en enigma; pero le poseemos, le gustamos, y el cielo no tiene cosa alguna en que haga ventaja a la tierra.

Digo, pues, católicos, que siendo nuestros templos un nuevo cielo, a quien el Señor llena con su gloria y su presencia, la pureza y la inocencia deben ser la primera disposición que nos dan derecho para presentarnos en ellos, como a los bienaventurados en el templo eterno: Sine macula enim sunt ante thronum Dei (Apoc. 14, 5), porque el Dios en cuya presencia estamos es un Dios santo.

Verdaderamente, católicos, la santidad de Dios esparcida por todo el universo es uno de los mayores motivos que nos propone la religión para obligarnos a proceder en todas partes con inocencia y pureza, como que estamos en su presencia. Como todas las criaturas están santificadas con la íntima residencia de la divinidad que habita en ellas, y como todos los lugares están llenos de su gloria y de su inmensidad, las divinas Escrituras nos amonestan continuamente que en todas partes respetemos la presencia de Dios que nos ve, y nos está mirando; que no presentemos a sus ojos cosa alguna que sea capaz de ofender la santidad de su vista; y que no manchemos con nuestros delitos la tierra, pues toda es templo suyo y habitación de su gloria . El pecador que vive con una conciencia impura, es una especie de profanador, indigno de vivir en la tierra, porque en todas partes, solamente con el estado de su corazón corrompido, deshonra la presencia de un Dios santo, que siempre está junto a él y profana todos los lugares en que comete sus delitos, porque todos están santificados con la inmensidad del Dios que los llena y los consagra.

Pero si por estar Dios presente en todas partes debemos en todas ellas presentarnos a su vista puros y sin mancha, es indubitable que aquellos lugares que le están particularmente consagrados en este mundo; nuestros santos templos, en los que, por decirlo así, reside la misma divinidad corporalmente, piden con mucha más razón que nos presentemos en ellos puros y sin mancha, para no deshonrar la santidad del Dios que los ocupa y habita en ellos.

Por eso, católicos, cuando el Señor permitió a Salomón que levantase a su gloria aquel templo tan famoso por su magnificencia, y tan venerable por el esplendor de su culto y majestad de sus ceremonias, ¿qué precauciones tan severas no tomó para que no abusasen los hombres del favor que les hacía en escoger entre ellos una mansión especial, y para que no se atreviesen a parecer en su presencia cubiertos de manchas e inmundicias? ¿Qué barrera no puso entre sí y el hombre, por decirlo así? Y cuando se acercó a nosotros, ¿qué distancia no dejó su santidad entre el lugar que llenaba con su presencia, y aquel en donde el pueblo le invocaba con sus súplicas?

Oídlo, católicos. En el recinto de aquel vasto edificio que consagró Salomón a la majestad del Dios de sus padres, sólo escogió el Señor para su morada el lugar más retirado e inaccesible este era el Sancta Sanctorum , esto es, el único lugar de aquel inmenso templo que se miraba como mansión y templo del Señor en la tierra. Aún más. ¿Con qué terrible precauciones prohibía la entrada? Rodeábale un muro exterior y muy apartado, al que solamente podían arrimarse los gentiles y extranjeros que querían instruirse en la ley. En segundo lugar, le ocultaba también otra muralla aún mucho más apartada, y allí solamente tenían derecho para entrar los israelitas, y para esto era preciso que no estuviesen manchados, y que hubiesen cuidado de purificarse con la virtud de los ayunos y de las abluciones señaladas, antes de que se atreviesen a acercarse a un lugar que todavía distaba tanto del Sancta Sanctorum . En tercer lugar, otra muralla más interior le separaba también de lo restante del templo, y allí solamente entraban los sacerdotes para ofrecer todos los días sacrificios y renovar los panes sagrados que estaban sobre el altar. Cualquiera otro israelita que se atreviese a acercarse, mandaba la ley que fuese apedreado como profanador y sacrílego; y aun un rey de Israel, el temerario Ozias, que amparado de la dignidad real, creyó poder entrar a ofrecer inciensos, quedó inmediatamente cubierto de lepra, degradado de la dignidad real y separado para siempre de la sociedad y comercio de los hombres. Finalmente, después de tantas barreras y separaciones estaba el Sancta Sanctorum , aquel lugar tan terrible y tan oculto, cubierto con un velo impenetrable e inaccesible a todos los mortales, a todos los justos, a todos los profetas, y aun a todos los ministros del Señor, menos al Soberano Pontífice, y aun éste no podía entrar allí más que una vez al año, después de mil severas y religiosas precauciones, y llevando en sus manos la sangre de la víctima, la que únicamente le abría las puertas de aquel lugar.

Y no obstante esto, ¿qué había en el Sancta Sanctorum , en aquel lugar tan formidable y tan inaccesible? Las tablas de la Ley, el maná y la vara de Aarón, figuras vacías y sombras de lo por venir. El Santo Dios, que algunas veces anunciaba él mismo allí sus oráculos, todavía no habitaba en él, como habita en el Santuario de los cristianos, cuyas puertas se abren sin distinción a todos los fieles.

En verdad, católicos, que la bondad de Dios en la ley de amor y de gracia no ha puesto estas terribles barreras entre su majestad y nosotros; que destruyó aquel muro de separación, que tanto le apartaba del hombre; y que permite a todos los fieles que se acerquen al Sancta Sanctorum, en donde ahora habita él mismo pero no por eso pide su santidad menos pureza e inocencia en los que vienen a ponerse a su vista. Su fin ha sido solamente el hacernos más puros, más santos y más fieles, y darnos a conocer cuál deba ser la santidad del cristiano, pues tiene precisión de sufrir todos los días al pie del altar, y del Santuario terrible, la presencia del Dios a quien invoca y adora.

Por eso el apóstol San Pedro llama a todos los cristianos una nación santa: Gens sancta (1 Pe. 2, 9), porque todos tienen derecho para venir a presentarse delante del altar santo; una descendencia escogida, porque todos están separados del mundo y de todos los usos profanos; consagrados al Señor y destinados únicamente a su culto y a su servicio: Genus electum (1 Pe., 2). Y finalmente, un real sacerdocio, porque todos participan, en algún modo, del sacerdocio de su hijo, gran sacerdote de la nueva ley y porque el privilegio de entrar en el Sancta Sanctorum , que antiguamente sólo estaba concedido al Soberano Pontífice; es ya como derecho común y diario de todos los fieles: regale Sacerdotium (1 Pe., 2).

Y así solamente la santidad de nuestro bautismo y de nuestra consagración es la que nos abre estas sagradas puertas (…).

Antiguamente no concedía la Iglesia sepultura a los cuerpos de los fieles en el recinto de sus sagrados muros; no admitía los despojos de su mortalidad en este santo lugar; solamente las preciosas reliquias de los mártires tenían derecho para ser colocadas en él, y la parecía que el templo de Dios, este nuevo cielo, que llena con su presencia y su gloria , no debía servir de asilo á las cenizas de los que no contaba todavía en el número de los bienaventurados.

También los penitentes públicos estaban excluidos por mucho tiempo de la asistencia á los santos misterios. Postrados a las puertas del templo, cubiertos de ceniza y de cilicio, estaban privados de concurrir con los demás fieles como anatemas. Solamente sus lágrimas y maceraciones les abrían, por último, aquellas sagradas puertas; y así ¡qué alegría no experimentaban, cuando después de haber gemido mucho tiempo, y pedido su reconciliación, se hallaban en el templo entre sus hermanos; cuando volvían a ver aquellos altares, aquel Santuario, aquellas reliquias de los mártires; aquellos ministros ocupados con tanta devoción en los terribles misterios; cuando oían pronunciar sus nombres en el altar con los demás fieles, y cuando cantaban con ellos himnos y cánticos! ¡Qué lágrimas de gozo y de religión no derraman entonces! ¡Qué pesar no tenían de haber estado privados tanto tiempo de tan suave consuelo! Un solo día, ¡oh Dios mío!, pasado en vuestra santa casa, exclamaban con el profeta, consuela más el corazón que años enteros pasados en los deleites, y en los tabernáculos de los pecadores! Estos eran antiguamente los templos de los cristianos. Apartaos de estos sagrados muros, decía entonces en alta voz el ministro desde lo alto del altar a toda la congregación de los fieles, vayan fuera de estos sagrados muros los inmundos, los impuros, los sectarios de los demonios, los adora dores de los ídolos, las almas que han vuelto a su vómito, y los partidarios de la mentira y de la vanidad: Foris canes, et benefici, et impudici, et homicidae, et idolis servientes, et omnis qui amat, et facit mendacium (Apoc. 22, 15).


Es verdad que la Iglesia no hace ya esta severa distinción, porque siendo ya imposible por la multitud de fieles, y por la depravación de las costumbres, abre indistintamente las puertas de nuestros templos a los justos y a los pecadores, quita el velo de su santuario aun delante de los ojos profanos, y sus ministros no esperan a que los pecadores y los inmundos hayan salido para empezar los terribles misterios; pero la Iglesia supone que si no estáis justificados cuando venís aquí a presentaros delante de la majestad de un Dios santo, venís a lo menos con deseos de justicia y de penitencia: supone que si aún no estáis purificados de todos vuestros delitos, a lo menos estáis movidos a penitencia; que venís a llorar al pie de los altares, y que vuestra confusión y el sincero arrepentimiento de vuestras culpas darán aquí principio a vuestra justificación y vuestra inocencia.

Los deseos de una vida más cristiana, si sois pecador, son los que únicamente os pueden autorizar y dar derecho para presentaros aquí en el santo lugar: si no venís a él a llorar vuestros delitos; si llegáis al pie de los altares con la voluntad depravada, aunque es verdad que la Iglesia que no ve los corazones, y que no juzga de lo oculto, no os cierra estas sagradas puertas, Dios os desprecia invisiblemente; sois a su vista un anatema y un excomulgado; no tenéis derecho al altar y a los sacrificios; venís a manchar con vuestra presencia la santidad de los terribles misterios; a poneros en un lugar que no os pertenece, del que el ángel del Señor, que vela a la puerta del templo, os arroja invisiblemente, como arrojó en otro tiempo al primer pecador de aquel lugar de inocencia y santidad que santificaba el Señor con su presencia.

Y a la verdad, católicos, que el conocerse reos de los más vergonzosos delitos, y venir aquí a presentarse en el lugar más santo de la tierra, venir a parecer delante de Dios, sin traer a lo menos algún movimiento de vergüenza y de dolor, sin pensar en los medios de salir de un estado tan deplorable, sin desearlo por lo menos, y sin formar algunos pensamientos de religión, traer al pie de los altares los cuerpos y las almas manchadas; pretender que los ojos del mismo Dios, por decirlo así, se familiaricen con el pecado, sin manifestarle lo menos el dolor que se tiene de venir de este modo a su presencia cubierto de confusión y de oprobios, sin decirle como Pedro:

Apartaos de mí, Señor, porque soy un hombre pecador (Lc. 5, 8); o como el profeta: Apartad, Señor, vuestra vista de mis iniquidades, y cread en mí un corazón puro (Ps., 5, 11-12), para que yo me haga digno de parecer aquí en vuestra presencia, es profanar el templo de Dios, ultrajar su gloria , su majestad y la santidad de sus misterios.

Porque, amados oyentes míos, seáis quien fuereis los que aquí asistís, vosotros venís a ofrecer espiritualmente con el sacerdote el terrible sacrificio; venís aquí a presentar a Dios la sangre de su Hijo como precio de vuestros pecados; venís a aplacar su justicia con la dignidad y excelencia de estas santas ofrendas, y a representarle el derecho que tenéis a sus misericordias, después que la sangre de su Hijo os ha purificado, y que en cierto modo formáis con él un mismo sacerdote y una misma víctima. Pero cuando os presentáis aquí con un corazón corrompido y obstinado, sin pensamiento alguno de fe, sin deseo alguno de arrepentimiento, estáis contradiciendo el ministerio del sacerdote que ofrece por vosotros; contradecís las oraciones que dirige al Señor, con las que suplicáis por boca del sacerdote que mire con ojos propicios las santas ofrendas que están sobre el altar, y que las acepte como precio y abolición de vuestros delitos; insultáis al mismo amor de Jesucristo, que renueva el gran sacrificio de vuestra redención, y os ofrece a su Padre como una porción de esta Iglesia pura y sin mancha que ha lavado con su sangre; insultáis a la piedad de la Iglesia, que creyéndoos unidos a su fe y a su caridad, os pone en la boca, por medio de los cánticos con que acompaña los santos misterios, expresiones de dolor, de religión y de penitencia; engañáis, finalmente, la fe y la piedad de los justos que aquí están presentes, y que os miran cómo que formáis con ellos un mismo corazón, un mismo espíritu y un mismo sacrificio; se unen a vosotros y ofrecen al Señor vuestra fe, vuestros deseos y vuestras oraciones como bienes propios suyos. Estáis, pues, allí como un anatema, separado de todo el resto de vuestros hermanos; como un impostor, que niega en secreto todo lo que está pasando en público; y venís a insultar la religión, y a participar de la redención y del sacrificio de Jesucristo, al mismo tiempo que él renueva su memoria, y ofrece el precio de él a su Padre.

¿Qué se infiere de aquí, católico? ¿Acaso el que los pecadores se deben desterrar de nuestros santos templos? No lo permita Dios. ¡Ah! Por lo mismo deben venir a solicitar al pie de los altares las misericordias del Señor, que está siempre dispuesto para oír en ellos a los pecadores. Por lo mismo deben valerse de todos los socorros que aquí ofrece la religión a la fe para excitar en nosotros algunos movimientos de arrepentimiento y devoción; y ¿dónde hemos de ir, católicos, cuando por nuestra miseria hemos caído en la desgracia de Dios, ni qué otro recurso puede quedarnos? Aquí es donde solamente hallan asilo los pecadores: aquí corren las aguas vivas de los sacramentos, las únicas que tienen fuerza para purificar sus conciencias: aquí están formados los tribunales de, misericordia, a cuyos pies se les perdonan sus pecados y se les Liberta de sus cadenas: aquí se ofrece por ellos el sacrificio de propiciación, el que únicamente es capaz de aplacar la justicia de Dios irritada con sus delitos: aquí las verdades de salud eterna, introducidas en sus corazones, les inspiran el aborrecimiento al pecado, y el amor a la justicia: aquí se ilustra su ignorancia, se disipan sus errores, se alienta su flaqueza y se fortifican sus buenos deseos. Aquí, en una palabra, ofrece la religión remedios a todos sus males. Luego los pecadores son los que con más frecuencia deben venir a los templos santos, y cuanto más antiguas e inveteradas sean sus llagas, más prisa deben darse a venir a buscar aquí su salud.

Esta es la primera disposición que aquí nos pide a nosotros, como a los bienaventurados en el cielo, la presencia de un Dios Santo: Sine macula enim ante thronum Dei .

Pero si solamente el estar en pecado sin remordimiento, sin deseo alguno de mudar de vida, y con una voluntad actual de perseverar en él, es una especie de irreverencia que profana la santidad de nuestros templos y de nuestros misterios, ¿qué será, ¡oh gran Dios! el escoger estos lugares santos, y la hora de los terribles misterios, para venir a inspirar aquí pasiones vergonzosas; para permitirse en ellos la licencia de unas miradas impuras; para formar en ellos deseos pecaminosos; para buscar en ellos unas ocasiones que solamente la decencia impide en otras partes; para hallar acaso en ellos unos objetos que en todos los demás lugares aparta de nuestra vista la vigilancia de los que nos gobiernan? ¿Qué será el hacer que lo más santo de la religión sirva para facilitar el pecado, y el escoger vuestra presencia, ¡oh gran Dios!, para ocultar el secreto de una pasión impura y hacer de vuestro santo temple casa de iniquidad y un lugar más peligroso que aquellas asambleas de pecado que la religión prohíbe a los fieles? ¡Qué delito el venir a crucificar de nuevo a Jesucristo en el mismo lugar en que todos los días se le ofrece por nosotros a su Padre! ¡Qué delito es el valerse para facilitar nuestra perdición, de la misma hora en que se celebran los misterios de eterna salud y de la redención de todos los hombres! ¡Qué locura el escoger la presencia de nuestro juez para hacerle testigo de nuestros delitos y hacer de su presencia el motivo más funesto de nuestra condenación! ¡Qué abandono de Dios y qué señal de reprobación el mudar los sagrados asilos de nuestra reconciliación en ocasiones de desorden y de libertad!

¡Gran Dios! Cuando os ultrajaron en el Calvario, en donde aún erais un Dios que padecía, se abrieron los sepulcros que estaban alrededor de Jerusalén y resucitaron los muertos, como para venir a reprender a sus descendientes el horror de su sacrilegio. ¡Ah! Vivificad las cenizas de nuestros padres, que en este santo templo esperan la feliz inmortalidad: haced que salgan sus cadáveres de estos soberbios sepulcros que les ha fabricado nuestra vanidad, y que inflamados con una santa indignación contra las irreverencias que de nuevo os crucifican, y que profanan el sagrado asilo de los despojos de su mortalidad, se dejan ver sobre esos sepulcros; pues son inútiles nuestras instrucciones y amenazas, ¡vengan ellos mismos á reprender á sus descendientes su irreligión y sus sacrilegios!

Pero ¡oh Dios mío! si el terror de vuestra presencia no basta a contenerlos en el debido respeto, no serán más religiosos ni más fieles aunque resucitaran los muertos, como vos mismo dijisteis.

Pero si la presencia de un Dios santo nos pide aquí, como a los bienaventurados en cielo, una disposición de pureza e inocencia, la presencia de un Dios terrible y lleno de majestad pide una disposición de temor y de recogimiento; segunda disposición, que está señalada en el profundo abatimiento con que están los bienaventurados en el templo celestial. Et ceciderunt in conspectu throni in facies suas (Apoc. 7, 11).

Dios es espíritu y verdad: y por eso principalmente quiere que le honremos en espíritu y verdad; y así, esta disposición de abatimiento profundo que le debemos en nuestros templos, no consiste solamente en la postura exterior de nuestros cuerpos, sino que incluye también en si, como la de los bienaventurados en el cielo, un espíritu de adoración, de alabanza, de oración y de acción de gracias: Benedictio, et claritas, et gra tiarum actio (Apoc. 7, 12). Este es el espíritu de religión y de abatimiento que nos pide Dios en el templo santo, semejante al de los bienaventurados en el templo celestial. Et ceciderunmt in cunspectu throni in facies suas (Apoc. 7, 12).

Dije un espíritu de adoración; porque como aquí es donde Dios manifiesta sus maravillas y su suprema grandeza, y adonde baja desde el cielo para recibir nuestros respetos, el primer pensamiento que debe formarse en nosotros, cuando entramos en este santo lugar, es un pensamiento de silencio, de recogimiento profundo, y de abatimiento interior a vista de la majestad del Altísimo y de nuestra propia bajeza; no pensar más que en el Dios que se nos manifiesta;.sentir todo el peso de su presencia y de su gloria ; recoger toda nuestra atención, todos nuestros pensamientos, todos nuestros deseos, toda nuestra alma para ofrecérsela y ponerla toda entera a los pies del Dios que adoramos; olvidar todas las grandezas de la tierra; no mirar más que a él, no pensar más que en él, no conocer cosa mayor que él y confesar con nuestro profundo abatimiento, como los bienaventurados en el cielo, que él solo es poderoso, solo inmortal, solo grande, solo digno de todo nuestro amor y de nuestros respetos (…).
(Masillon, Sermones de Cuaresma , Ed. Leocadio López, 2ª ed., Madrid, pp. 122-136)

 

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Aplicación: R.P. R. Cantalamessa OFMCap - El culto a la vida o el decálogo hoy


Cuaresma es tiempo de conversión y de renovación. Pero no se da una renovación auténtica y concreta si no pasa por una reflexión valiente de la propia vida moral y de la propia vida litúrgica. En palabras más sencillas, de las propias costumbres y de la propia oración.
La liturgia atrae hoy nuestra atención precisamente sobre estos dos aspectos importantísimos de la vida cristiana. Se trata de una catequesis muy práctica: no cosas nuevas para aprender, si no cosas viejas para hacer.
Comencemos por la segunda cosa: la reforma de la vida cultual o litúrgica. De ésta nos habló el pasaje evangélico. Jesús, un día, subió al templo de Jerusalén; encontró allí gente que vendía, gritaba y contrataba, como sucede habitualmente en los mercados. Jesús se enojó y hizo un látigo, no sabemos de qué, comenzó a derribar los bancos y las jaulas de los animales gritando: Saquen esto de aquí y no hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio, porque ella es "casa de oración" (Mc. 11,17). Hay quien quiso ver en este episodio el comienzo de una rebelión de carácter social y político guiada por Jesús. Pero sin razón. La importancia del episodio (es uno de los pocos relatados en forma concordante por los 4 evangelistas) es de orden religioso. Está más en la palabra (Mi casa es casa de oración) que en el hecho.
La purificación del templo es un gesto mesiánico. Quiere indicar el comienzo de una nueva era, escatológica, en la que se ofrece finalmente a Dios una oblación según justicia (Mal. 3,1 ssq) y se adora en espíritu y en verdad (Jn. 4,23). En la discusión que sigue con los judíos, Jesús precisa en qué consiste este nuevo culto y cuál es su centro y su lugar: Destruyan este templo y en tres días lo reconstruiré. El hablaba del templo de su cuerpo. Jesús resucitado es el templo del nuevo culto. Toda oración y toda ofrenda hecha a Dios debe ser hecha, de ahora en adelante "en Cristo Jesús" para que sea un culto espiritual viviente, santo y agradable a Dios (cfr. Rom. 12,1).
Pero hay una segunda condición para que el culto del hombre sea agradable a Dios: que no sea hipócrita, es decir, que sea expresión de una vida totalmente orientada a Dios y obediente a su ley y no un momento desprendido del resto, un honrar a Dios con los labios, teniendo el corazón (y la vida) lejos de él: ¿Qué me importan sus sacrificios sin número?", dice el Señor, "Dejen de presentar ofrendas inútiles, no puedo soportar delito y solemnidades"(Is. 1,11 ssq).
Recordando estas severas admoniciones de la Escritura, la liturgia nos propone de nuevo, en la primera lectura de hoy, el decálogo: no pronunciar el nombre de Dios en vano; acuérdate de santificar la fiesta; honra al padre y a la madre; no matar; no cometer adulterio; no robar; no decir falso testimonio; no desear cosas de tu prójimo; no desear la mujer de tu prójimo.
Estos diez mandamientos han sido el gozne de la vida moral, primero del pueblo hebreo y después del pueblo cristiano. No contienen toda la ley; su forma negativa (no hacer) indica que se trata de algunos "signos limítrofes" que delimitan un ámbito moral más que describirlo positivamente. Dentro se encuentran "toda la ley y los profetas" y en particular el mandamiento del amor que los resume todos (cfr. Mt. 22,40). Es precisamente este carácter negativo el que asegura a los mandamientos su actualidad por ende inmutable.
Al comienzo no fueron considerados ni siquiera como ley si no como acontecimiento: el pueblo entra en alianza con Dios y los mandamientos son signo de su pertenencia a Yahvé, son la proclamación de su carácter de pueblo elegido, diverso de todos, es decir, santo. De ahí el hecho, sorprendente para nosotros, de que Israel no habla de la ley como de un peso o una imposición, son como de un don grandísimo, de una "luz para los pasos del hombre" (cfr. Sal. 119,105): habla de ella con arrobamiento (como en el salmo responsorial de hoy) y con ilimitado orgullo: Felices de nosotros, oh Israel, porque lo que place a Dios nos ha sido revelado (Bar. 4,4).
El decálogo es una opción de vida que Dios propone al hombre: Yo pongo hoy delante de ti la vida y la muerte, es decir, el bien y el mal. Te mando que observes los mandamientos para que vivas (cfr. Deut. 30,15). El decálogo es para el hombre, no contra él. No quiere atar o limitar su libertad, sino liberarla. Lo que prohíbe no es algo caprichoso que desagrada a Dios y no se sabe por qué, sino que es lo que compromete ante todo al mismo hombre y su posibilidad de mantener relaciones equilibradas con los demás, de ser, en otras palabras, auténticamente hombre. El reposo del sábado, por ejemplo, es útil al hombre (para que no se vea reducido a una bestia de carga) más de lo que lo requiere Dios y es requerido por Dios precisamente porque es un bien para el hombre.
El decálogo es también "laico" en el sentido de que atañe a las situaciones cotidianas, profanas, de la vida: la familia, las relaciones sociales, el trabajo, la vida sexual. Cumple, en realidad, la tarea de autenticar el culto con la vida que hemos oído proclamar tan fuertemente con palabras de Dios.
La palabra de Dios que hemos tratado de explicar hasta aquí, interpela en muchos puntos nuestra vida y se convierte en estímulo poderoso de renovación. Sobre todo a nivel de comprensión o de fe. La segunda lectura (Nosotros predicamos a Cristo crucificado... poder de Dios y sabiduría de Dios) nos ha hecho comprender que ahora todo -incluso la ley- cobra sentido a partir de Cristo. Nosotros no estamos ya solos frente a la ley para gemir como san Pablo por nuestra impotencia para observarla (cfr. Rom. 7,7 ssq.); entre nosotros y el decálogo está Cristo crucificado y resucitado. El es la "sabiduría de Dios para nosotros, es decir, nuestra ley: Hemos sido liberados de la ley, estando muertos a lo que nos tenía prisioneros de manera que podamos servir a Dios con un espíritu nuevo y no según una letra envejecida (Rom. 7,6). Esta ley del Espíritu (se entiende, del Espíritu de Jesús) no es menos exigente que la antigua. Al contrario, lo es mucho más (Han oído que se ha dicho... pero yo les digo...), pero es una ley interior que no se limita a prescribir el bien, sino que lo obra con nosotros.
Otro punto en el cual la palabra de hoy interpela la vida se refiere a nuestro culto. ¿En qué relación está nuestro culto con nuestra vida (se entiende la vida moral y la vida de santidad)?Por que si nuestras manos chorrean sangre -o violencia- si no buscan la justicia y no socorren al oprimido, Dios nos repite también a nosotros, como decía en el Antiguo Testamento: Dejen de presentar las ofrendas inútiles; ¡no puedo soportar delito y solemnidades!
Si no honramos al padre y a la madre, sino que los abandonamos en su vejez, confinándolos a la soledad de un geriátrico, sin ir casi nunca a visitarlos; si los tenemos en casa pero casi sin ningún respeto y sin amor, sólo para añadir al balance la plata de su pensión, Dios nos repite también cuando venimos a la iglesia: Dejen de presentar ofrendas inútiles: ¡no puedo soportar delito y solemnidades!
Si nuestra vida se desenvuelve entre continuos falsos testimonios, es decir, entre mentiras y trampas: frente a la sociedad (por ejemplo en pagar los impuestos), frente a la ley, con los clientes en el comercio, con los dependientes en el trabajo, con los lectores en relatar y comentar los hechos, Dios nos repite: Dejen de presentar ofrendas inútiles; ¡no puedo soportar delito y solemnidades!
Si nuestra vida sexual es turbia y desenfrenada, si corre detrás de cada deseo perverso de la carne, sin detenerse siquiera ante el adulterio, Dios nos repite también: Dejen de presentar ofrendas inútiles; ¡No puedo soportar delito y solemnidades!
He aquí cómo la palabra de Dios se convierte hoy en ocasión de renovación cuaresmal. Nos impulsa con fuerza desacostumbrada a lavarnos, a purificarnos, a quitar el mal que haya en nuestras acciones (cfr. 15. 1,16); a quitar el fermento viejo para ser una pasta nueva y celebrar así, en breve, la fiesta del Señor con ázimos de sinceridad y de verdad (cfr. 1 Cor. 5,7 ssq).

(Raniero Cantalamessa, La Palabra y la Vida-Ciclo B , Ed. Claretiana, Bs. As., 1994, pp. 68-71)

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Aplicación: R. P. R. Cantalamessa OFMCap - Los diez mandamientos


El Evangelio del tercer domingo de Cuaresma tiene como tema el templo.
Jesús purifica el antiguo templo, expulsando del mismo, con un látigo de cuerdas, a vendedores y mercaderías; entonces se presenta a sí mismo como el nuevo templo de Dios que los hombres destruirán, pero que Dios hará resurgir en tres días.

Pero esta vez desearía detenerme en la primera lectura, porque contiene un texto importante: el decálogo, los diez mandamientos de Dios. El hombre moderno no comprende los mandamientos; los toma por prohibiciones arbitrarias de Dios, por límites puestos a su libertad. Pero los mandamientos de Dios son una manifestación de su amor y de su solicitud paterna por el hombre. "Cuida de practicar lo que te hará feliz" (Dt 6, 3; 30, 15 s): éste, y no otro, es el objetivo de los mandamientos.

En algunos pasos peligrosos del sendero que lleva a la cumbre del Sinaí, donde los diez mandamientos fueron dados por Dios, para evitar que algún distraído o inexperto se salga del camino y se precipite al vacío, se han colocado señales de peligro, barandillas o se han creado barreras. El objetivo de los mandamientos no es diferente a eso. Los mandamientos se pueden comparar también a los diques o a una presa. Se sabe lo que ocurrió en los años cincuenta cuando el Po reventó los diques en Polesine, o lo que sucedió en 1963 cuando cayó la presa de Vajont y pueblos enteros quedaron sumergidos por la avalancha de agua y barro. Nosotros mismos vemos qué pasa en la sociedad cuando se pisotean sistemáticamente ciertos mandamientos, como el de no matar o no robar...

Jesús resumió todos los mandamientos, es más, toda la Biblia, en un único mandamiento, el del amor a Dios y al prójimo. "De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas" (Mt 22, 40). Tenía razón San Agustín al decir: "Ama y haz lo que quieras". Porque si uno ama de verdad, todo lo que haga será para bien. Incluso si reprocha y corrige, será por amor, por el bien de otro.

Pero los diez mandamientos hay que observarlos en conjunto; no se pueden observar cinco y violar los otros cinco, o incluso uno solo de ellos. Ciertos hombres de la mafia honran escrupulosamente a su padre y a su madre; pero se permitirían "desear la mujer del prójimo", y si un hijo suyo blasfemia le reprochan ásperamente, pero no matar, no mentir, no codiciar los bienes ajenos, son tema aparte. Deberíamos examinar nuestra vida para ver si también nosotros hacemos algo parecido, esto es, si observamos escrupulosamente algunos mandamientos y transgredimos alegremente otros, aunque no sean los mismos de los mafiosos.

Desearía llamar la atención en particular sobre uno de los mandamientos que, en algunos ambientes, se transgrede con mayor frecuencia: "No tomarás el nombre de Dios en vano". "En vano" significa sin respeto, o peor, con desprecio, con ira, en resumen, blasfemando. En ciertas regiones hay gente que usa la blasfemia como una especie de intercalación en sus conversaciones, sin tener en absoluto en cuenta los sentimientos de quienes escuchan. Además muchos jóvenes, especialmente si están en compañía, blasfeman repetidamente con la evidente convicción de impresionar así a las chicas presentes. Pero un chaval que no tiene más que este medio para causar impresión en las chicas, quiere decir que está realmente mal. Se emplea mucha diligencia para convencer a un ser querido de que deje de fumar, diciendo que el tabaco perjudica la salud; ¿por qué no hacer lo mismo para convencerle de que deje de blasfemar?


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Ejemplos Predicables

El hombre más feliz
Solía contarlo San Alfonso María de Ligorio, y lo repite uno de sus hijos, gran apóstol de la Palabra de Dios. Escuchadlo, mis hermanos, y aprended.
Un monje sabio tenía una verdadera curiosidad. Muchas veces interrogaba al Señor:
— “Señor, ¿quién será hoy en el mundo el hombre más santo?, ¿Quién será el hombre más feliz?”.
Eran las horas de la mañana, y repitiendo la misma oración, oyó una voz que le decía:
— “¡Vete al templo, y en el atrio te lo dirán!”
El monje metió las manos en las anchas mangas, se echó la capucha sobre la cabeza, atravesó los largos patios, y se asomó al atrio de la santa abadía. Allí sobre un banco de piedra, había pasado la noche un pobre mendigo. En aquel mismo momento se despertaba y se santiguaba devotamente.
— “Buenos días, hermano” —le dijo el monje.
— “Buenos días” —contestó alegre el pobre pordiosero.
— “Alegre os levantáis, por lo visto” —replicó el monje
— “Padre —contestó el mendigo—, yo siempre estoy alegre”.
— “¿Alegre? No lo creo”.
— “Siempre alegre, padre; siempre alegre”.
— “Entonces, ¿tú eres hombre feliz?”.
— “Completamente feliz”.
— “Y en los días del invierno cuando cae la nieve, y tú vas pasando de puerta en puerta, como los pajarillos saltan de rama en rama, ¿eres feliz?”.
— “Padre, completamente feliz. Porque pienso que mi Padre Dios quiere que pase un poco de frío. También Él lo pasó; pero, mire usted, nunca me falta un pajar donde dormir y calentarme”.
— “Dime, y cuando tienes hambre, y pides de puerta en puerta, y no te dan ni un mendrugo de pan, ¿eres feliz?”.
— “Padre, completamente feliz. Porque pienso que mi Padre Dios quiere que pase un poquito de hambre. Él también la pasó. Pero nunca falta un pedacillo de pan”.
El monje le miraba estupefacto de arriba abajo.
— “Hermano —le dijo al fin—, ¡tú me engañas! ¡Tú no eres un pobre!”.
— “Padre, claro que no; yo no soy un pobre”.
— “Entonces, ¿tú quién eres?”.
— “¡Un rey!”.
— “¿Un rey? ¿Con ese zurrón y esos harapos?”.
— “¡Pues, Padre, con zurrón y harapos, rey soy!”.
— “¿Y cuál es tu reino?”.
— “Mi corazón, donde mando sobre mis pasiones. Pero todavía tengo otro reino. Padre, ¿ve usted ese sol que ahora mismo sale en su carroza de luz? ¿Ve usted esos montes? ¿Ve usted esos campos? Todo ello es de mi Padre Dios. Yo le digo muchas veces al día: ¡Padre nuestro que estás en los cielos! Y me digo: ¡Qué Padre tan grande tengo! Todo es suyo. Como yo soy su hijo, es mío también. Deje, Padre, que pase la vida. Entonces tiro al sepulcro mi cayado, mis harapos y mi zurrón, ¡y al cielo me voy! Allí tengo mi palacio. ¡Allí está mi Padre Dios!”.
El monje no quiso oír más. Volvió al convento: rezó en el coro. Entonces comprendió que aquel pobre mendigo era el hombre más feliz y aprendió el secreto de la felicidad.
(ROMERO, F., Recursos Oratorios, Editorial Sal Terrae, Santander, 1959, pp. 519 - 520)

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Dominio de sí: a ejemplo de Cristo
El Abad Heleno
Del abad Heleno se cuenta que en uno de los viajes pasó por junto a un árbol, en un hueco del cual unas abejas habían establecido una colmena. La miel desprendía un olor tan agradable, que el abad y su compañero de camino se detuvieron un instante para gozarse de tan delicada fragancia. Con el olor le fue viniendo el deseo de probar la miel. Se acercó al árbol muy resuelto a tomar un trozo de panal, pero, casi al instante que le tomaba con la mano, retrocedió súbitamente, exclamando: "¡Apártate concupiscencia!" Su compañero le dijo entonces: "No hay nada malo en gustar un poco de miel". Y le contestó el abad: "Es verdad, no hay nada malo, pero conviene no dejarnos mandar por nuestros deseos, al contrario, nosotros debemos tenerlos bien sujetos". Prosiguió luego el Abad su camino tranquilamente y mientras andaban iba diciendo a su compañero: "El privarnos a veces de algún gusto que no está permitido, es algo muy prudente y recomendable, pues así, en la lucha con la tentación, con la costumbre de dominarnos que tendremos adquirida, más fácilmente nos llevaremos la victoria".
Un hombre que no sabe dominar su carácter es un niño caprichoso.
(Spirago, Catecismo en Ejemplos , Ed. Políglota, 2ª ed., Barcelona, 1931, pp. 291-292)

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El monje y el pastor
Un monje llamado Tauber, famoso por su mucha virtud, encontrase un día con un pobre pastor de ovejas. El buen monje se puso a charlar con él. A la pregunta de quién era, contestó el pastor: "Yo soy un rey". El monje añadió enseguida: "Y ¿dónde están vuestros reinos?". Y el pastor: "Mi reino está en mi corazón". El monje prosiguió: "¿Y vuestros súbditos?". Y el pastor: "Mis súbditos son mis deseos, inclinaciones y pasiones, a los que procuro dominar con mano dura". Maravillado en extremo se quedo el monje al oír unas palabras tan llenas de prudencia en boca de aquel rústico, que sin duda las oyó en algún sermón o las leyó en alguna parte. Ocupado el espíritu por aquellas palabras del pastor, prosiguió el buen monje su camino mientras andaba diciendo para sus adentros: "¡Ojalá hubiese muchos reyes de estos y yo fuese uno de ellos!". Quien acierta a dominar los impulsos desordenados de su propio corazón, es verdaderamente un rey.
(Spirago, Catecismo en ejemplos , Ed. Políglota, 2ª Ed., Barcelona, 1931, pp. 292)

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El Abad y el Rey en el bosque
Quien quiera ser feliz, debe esforzarse en ello. Esta verdad fue expuesta un día por el abad Zenón a un poderoso de la tierra. EL Abad moraba en el desierto y servía a Dios con penitencias y privaciones, cuando una vez se encontró con un caballero ricamente vestido y con aire de ser hombre poderoso. Era el rey de Macedonia, quien preguntó al penitente qué hacía por aquellas soledades tan poco frecuentadas por los seres humanos. Zenón le contestó: "Y tú que haces aquí con un arma arrojadiza en las manos". Repuso el rey: "Voy de caza". Y el Abad: "También yo voy de caza; voy en pos del Dios Eterno y no terminaré hasta que lo posea para siempre". El afanarse para alcanzar la felicidad eterna, es cosa muy semejante a una cacería, porque ambas cosas requieren ímpetu y ardor en la persecución de lo que se desea. San Pablo compara muy justamente la vida del cristiano a una justa en la que debemos procurar llevarnos la victoria, o una carrera de carros en la que nos es forzoso llevar la delantera si no queremos perdernos (1 Cor. 9, 24).
(Spirago, Catecismo en ejemplos , Ed. Políglota, 2ª Ed., Barcelona, 1931, pp. 278)

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El silencio
Leemos en el Antiguo Testamento, que cuando los israelitas ofrecían sus sacrificios, en los que sólo se inmolaban toros, corderos y otros animales, admiraba el ver la atención, el silencio y veneración con que asistían a aquellas solemnidades. Aunque el número de asistentes fuese inmenso y los ministros y sacrificadores llegasen a setecientos, parecía, sin embargo, que el templo estaba vacío; tanto era el cuidado con que cada uno procuraba no hacer el más pequeño ruido. Pues bien; si tanta era la veneración con que se celebraban estos sacrificios que, al fin, no eran más que una sombra y simple figura del nuestro, ¿con qué respeto, con qué devoción y religioso silencio no debemos asistir a la celebración de la Santa Misa, en que el Cordero sin mancha, el Verbo Divino se inmola por nosotros? Muy bien lo comprendía San Ambrosio. Cuando celebraba el Santo Sacrificio, según refiere Cesáreo, y concluido el Evangelio, se volvía al pueblo, y después de haber exhortado a los fieles a un recogimiento profundo, les ordenaba que guardasen el más riguroso silencio, y así consiguió que no solamente pusiesen un freno a su lengua, no pronunciando la menor palabra, sino, lo que aún es más admirable, que se abstuviesen de toser y de moverse con ruido. Estas prescripciones se cumplían con exactitud, y por eso todos los que asistían a la Santa Misa sentíanse como embargados de un santo temor y profundamente conmovidos, de manera que conseguían muchos frutos y aumento de gracia.
(San Leonardo de Porto-Maurizio, El tesoro escondido de la Santa Misa,  Editorial ICTION, Buenos Aires, 1980, pp. 74)

+ + +

Así quería ser Pie. Un hombre de coraje, hombre sin temor a nada ni a nadie. Pero ¿no sabe con quién se mide, decían algunos, no tiene miedo? Y respondía, como le placía hacerlo, con frases de su predecesor San Hilarlo: "Sí, verdaderamente tengo miedo; tengo miedo de los peligros que corre el mundo: Mihi metus est de mundi periculo; tengo miedo de la terrible responsabilidad que pesaría sobre mí por la connivencia, por la complicidad de mí silencio: Mihi metus de mundi periculo, de silentii mei reatu; tengo por fin miedo del juicio de Dios, tengo miedo por mis hermanos que se apartaron del camino de la verdad, tengo miedo por mí, porque es deber mío conducirlos allí: Mihi metus de mundi periculo, de silentii mei reatu, de judicio Dei (Ad Constant. August. II, 3)
(Alfredo Sáenz, El Cardenal Pie, Lucidez y coraje al servicio de la Verdad,
Editorial Gladius, Buenos Aires, 2007, pag. 197)

(cortesía: iveargentina.org et alii)


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