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Domingo 4 de Cuaresma B - Comentarios de Sabios y Santos II: con ellos preparamos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la celebración de la Misa dominical

Recursos adicionales para la preparación

 



A su disposición
Comentario Teológico:  Directorio Homilético - el Domingo IV de Cuaresma

Aplicación: P. Alfredo Sáenz,S.J. - El Hijo del hombre será elevado

Aplicación: San Juan Pablo II  - Alégrate

Aplicación: Benedicto XVI - Cómo acoger la misericordia de Dios

Aplicación: P. Jorge Loring S.I. - ¿Por qué Dios nos ama tanto?

Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - Cristo - Luz Jn 3, 14-21

Ejemplos

¿Cómo acoger la Palabra de Dios?
La Palabra de Dios y yo - cómo acogerla
Falta un dedo: Celebrarla

 

 

comentarios a Las Lecturas del Domingo II

 

Comentario Teológico:  Directorio Homilético - el Domingo IV de Cuaresma

Aviso: Recordemos que hoy, cuarto domingo de Cuaresma del ciclo B, se puede leer el evangelio del ciclo A, el ciego de nacimiento (Jn 9,1-41). En
realidad, dicho evangelio del ciclo A armoniza mejor con el carácter
bautismal de la Cuaresma. La cuaresma es el recorrido que los catecúmenos
realizan para recibir el bautismo en el día de Pascua. Por esta razón el
Directorio Homilético, al hablar del cuarto domingo de Cuaresma y pensando
en los tres ciclos, comenta el evangelio del ciego de nacimiento.


73. El IV domingo de Cuaresma está irradiado de luz, una luz evidenciada en
este domingo «Laetare» por las vestiduras litúrgicas de tonalidad más clara
y por las flores que adornan la iglesia. La relación entre el Misterio
Pascual, el Bautismo y la luz, viene acogida sintéticamente por un versículo
de la segunda lectura: «Despierta tú que duermes, levántate de entre los
muertos y Cristo será tu luz». Esta relación resuena y encuentra una
elaboración posterior en el prefacio: «Que se hizo hombre para conducir al
género humano, peregrino en tinieblas, al esplendor de la fe; y a los que
nacieron esclavos del pecado, los hizo renacer por el Bautismo,
transformándolos en hijos adoptivos del Padre». Esta iluminación, inaugurada
con el Bautismo, viene fortalecida cada vez que recibimos la Eucaristía,
momento enfatizado por las palabras del ciego referidas en la antífona de
comunión: «El Señor me puso barro en los ojos, me lavé y veo, y he empezado
a creer en Dios».

74. Todavía no es un cielo sin nubes, lo que contemplamos en este domingo.
El proceso del «ver» es, en la práctica, mucho más complejo de cómo viene
descrito en la concisa narración del ciego. La primera lectura

nos advierte: «No te fijes en las apariencias ni en su buena estatura …
porque Dios no ve como los hombres, que ven la apariencia; el Señor ve el
corazón». Se trata de una advertencia salvadora tanto para los elegidos, en
los que crece la espera mientras se acercan a la Pascua, como para el resto
de la comunidad. La oración después de la comunión afirma que Dios ilumina a
todo hombre que viene a este mundo, pero el reto proviene del hecho que, de
modo más o menos intenso, nos dirijamos a la luz o, por el contrario, nos
alejemos de ella. El homileta puede invitar a quien le escucha a notar cómo
el hombre nacido ciego comienza a ver progresivamente y la creciente ceguera
de los adversarios de Jesús. El hombre curado inicia la descripción de su
sanador como «ese hombre que se llama Jesús»; después profesa que es un
profeta; y finalmente proclama: «¡Creo, Señor!», y adora a Jesús. Los
fariseos, por su parte, se convierten poco a poco en más ciegos;
inicialmente admiten que se ha producido el milagro, después llegan a negar
que se haya tratado de un milagro y, finalmente, expulsan fuera de la
sinagoga al hombre que se ha curado. A lo largo de la narración, los
fariseos afirman con seguridad lo que saben, mientras el ciego admite su
propia ignorancia. El pasaje del Evangelio se cierra con Jesús que advierte
cómo su venida ha generado una crisis en el sentido literal del término, es
decir, un juicio; Él otorga la vista al ciego pero los que ven se convierten
en ciegos. En respuesta a la objeción de los fariseos, él dice: «Si
estuvierais ciegos, no tendríais pecado; pero como decís que veis. Vuestro
pecado persiste». La iluminación recibida en el Bautismo tiene que
expandirse entre las luces y sombras de nuestra peregrinación y, de este
modo, después de la Comunión, rezamos: «Señor Dios … ilumina nuestro
espíritu con la claridad de tu gracia, para que nuestros pensamientos sean
dignos de ti y aprendamos a amarte de todo corazón».
(Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos,
Directorio Homilético, 2014, nº 73 - 74)



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Aplicación: P. Alfredo Sáenz,S.J. - El Hijo del hombre será elevado

El texto evangélico que acabamos de escuchar constituye el trozo final del
espléndido diálogo que, en horas de la noche, mantuviera Jesús con Nicodemo.
En el transcurso de esa conversación, Jesús le había enseñado la necesidad
de nacer de nuevo, de nacer de lo alto, de renacer del agua y del Espíritu,
para poder entrar en el Reino de Dios. Y luego le siguió diciendo, ya en la
parte que hemos escuchado hoy: "De la misma manera que Moisés levantó en
alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo del
hombre sea levantado en alto, para que todos los que creen en él tengan vida
eterna". Jesús parece decir a Nicodemo que, gracias a una misteriosa
exaltación del Hijo del hombre, el bautismo de agua y de Espíritu adquiriría
su eficacia sobrenatural de dar la vida eterna. Probablemente Nicodemo no
comprendió a fondo lo que Jesús acababa de revelarle, si bien algo habrá
podido barruntar. Respecto a él nosotros somos privilegiados porque estamos
en condiciones de captar mejor el significado de las palabras del Señor.

Alude Jesús a la serpiente de bronce que Moisés hizo erigir en el desierto.
Sucedió cuando los judíos, que por allí peregrinaban, cansados ya de tantas
tribulaciones, comenzaron a murmurar contra Dios y contra Moisés: "¿Por qué
nos habéis hecho subir del Egipto para morir en el desierto...?". Dios,
indignado, envió contra el pueblo terribles serpientes, muriendo mucha gente
de Israel. Entonces recurrieron a Moisés para que intercediese por ellos
delante de Dios. Conmovido por la súplica del caudillo, el Señor le
respondió que hiciera una serpiente de bronce y la colocara sobre un poste
de tal modo que si alguien fuera mordido por una víbora le bastase con mirar
a la imagen de bronce para evitar la muerte. Fue una manifestación del poder
de Dios, capaz de librar de todo mal. Pues bien, el Señor se aplica a sí
mismo la imagen de la serpiente del Antiguo Testamento: también El será
elevado en el mástil de la cruz, de manera parecida a la serpiente de bronce
y con efectos similares.

Como se ve, la crucifixión de Cristo no tiene solamente un aspecto doloroso
sino que es, a la vez, el comienzo de su glorificación. Según lo consigna el
evangelista San Juan, autor del texto que hoy nos ocupa, el mismo Señor dijo
en otra ocasión: "Cuando hayáis elevado al Hijo del hombre, entonces sabréis
que yo soy". Y también: "Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a
todos hacia mí". La "elevación" de Cristo es, así, el comienzo de su
victoria: desde la cruz, como un imán divino, ejercería una influencia
universal, todo lo atraería hacia Sí. Jesús sería allí la nueva serpiente,
no como aquella del Génesis que en el Paraíso terrenal sedujo a nuestros
primeros padres, y siguió seduciendo al pueblo elegido a lo largo de su
historia. Jesús se hizo a sí mismo serpiente para librarnos de la antigua
serpiente por cuya envidia la muerte se introdujo en el mundo. Se hizo
muerte para libramos de la muerte. Por eso su elevación sobre la cruz es ya
el preludio de la victoria. Esa elevación, al mismo tiempo efecto de nuestro
pecado y causa de vida eterna, no puede ser considerada independientemente
del proceso de glorificación que culmina en la Ascensión, donde también
Jesús se "elevaría a lo alto", esta vez de manera definitiva. Tal es la
esencia del Misterio Pascual: proceso de muerte y de glorifica-ción. Del
Seno del sepulcro brota la vida. Vida que de la tierra se eleva, asciende,
hasta el cielo.

Durante la Cuaresma, amados hermanos, nos encaminamos a la celebración de
este misterio inefable, que encuentra su momentomás relevante en la Semana
Santa: Levantemos los ojos hacia Cristo, elevado en Cruz, con la misma
confianza con que los judíos del desierto miraron a la serpiente de bronce.
Y así no pereceremos. Miremos a Cristo y creamos firmemente en El, porque
como nos dice el evangelio de hoy: "Dios amó tanto al mundo que entregó a su
Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga vida
eterna". Nuestra mirada a Cristo en Cruz habrá de ser, pues, una mirada de
fe, una mirada de confianza, sabiendo que Dios no envió a su Hijo al mundo
para condenar a los hombres, sino para que los hombres, acogiendo la sangre
que cae redentoramente de la Cruz, se salven por El. Es cierto que si los
hombres se niegan a ser salvados, esa sangre cae igualmente, pero no para
redimir sino para condenar. Recordemos aquel grito terrible: "Caiga su
sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos". Porque, como nos dice el
evangelio de hoy, Cristo ha venido para un "juicio"; su luz ha brillado en
el mundo: algunos la aceptan, pero otros prefieren las tinieblas a la luz,
porque sus obras son malas, y no quieren acercarse a la luz para que sus
obras no queden de manifiesto. Acerquémonos nosotros a Cristo, nuestra luz,
nuestra serpiente, como lo llama San Ambrosio, con toda confianza, con toda
humildad, mirémosle en los ojos... y creamos.

Pronto llegará el momento de la consagración y de la elevación. Una vez más
Cristo será "levantado en alto", esta vez por el sacerdote, para atraer a
todos hacia Sí. La misa es la renovación del sacrificio de la Cruz, de ese
sacrificio que implicó la primera y cruel "elevación" de tres horas
interminables, en la cima del monte Calvario. Luego nos acercaremos a
recibir el Cuerpo del Señor inmolado. Su luz va a penetrar en nosotros. Que
ilumine todas las regiones oscuras de nuestra alma. Que como la serpiente
del desierto se eleve bien alto en nuestro corazón para que siempre sea el
centro de nuestra mirada interior. Y que la contemplación de sus misterios
pascuales sea para nosotros fuente de vida y de salvación.
(SÁENZ, A., Palabra y vida, Gladius, Buenos Aires 1993, p. 97-99)





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Aplicación: San Juan Pablo II  - Alégrate


La liturgia dominical de hoy comienza con la palabra: Laetare: “¡Alégrate!”,
es decir con la invitación a la alegría espiritual.

Vengo para adorar en espíritu el misterio de la cruz del Señor. Hacia este
misterio nos orienta el coloquio de Cristo con Nicodemo... Jesús tiene ante
sí a un escriba, un perito en la Escritura, un miembro del Sanedrín y, al
mismo tiempo, un hombre de buena voluntad. Por esto decide encaminarlo al
misterio de la cruz. Recuerda, pues, en primer lugar, que Moisés levantó en
el desierto la serpiente de bronce durante el camino de cuarenta años de
Israel desde Egipto a la Tierra Prometida. Cuando alguno a quien había
mordido la serpiente en el desierto, miraba aquel signo, quedaba con vida
(cf. Num, 21,4-9). Este signo, que era la serpiente de bronce, preanunciaba
otra Elevación: “Es preciso -dice, desde luego, Jesús- que sea levantado el
Hijo del Hombre- y aquí habla de la elevación sobre la cruz- para todo el
que creyere en Él tenga la vida eterna” (Jn 3,14-15). ¡La cruz: ya no sólo
la figura que preanuncia, sino la Realidad misma de la salvación!

Y he aquí que Cristo explica hasta el fondo a su interlocutor, estupefacto
pero al mismo tiempo pronto a escuchar y a continuar el coloquio, el
significado de la cruz:

“Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su Unigénito Hijo, para que todo
el que cree en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna” (Jn 3,16).

La cruz es una nueva revelación de Dios. Es la revelación definitiva. En el
camino del pensamiento humano, en el camino del conocimiento de Dios, se
realiza un vuelco radical. Nicodemo, el hombre noble y honesto, y al mismo
tiempo discípulo y conocedor del Antiguo Testamento, debió sentir una
sacudida interior. Para todo Israel, Dios era sobre todo Majestad y Justicia
interior. Era considerado como Juez que recompensa o castiga. Dios, de quien
habla Jesús, es Dios que envía a su propio Hijo no “para que juzgue al
mundo, sino para que el mundo sea salvo por Él” (Jn 3,17). Es Dios del amor,
el Padre que no retrocede ante el sacrificio del Hijo para salvar al hombre.

San Pablo, con la mirada fija en la misma revelación de Dios, repite hoy por
dos veces en la Carta a los Efesios: “De gracia habéis sido salvados” (Ef
2,5). “De gracia habéis sido salvados por la fe” (Ef 2,8). Sin embargo, este
Pablo, así como también Nicodemo, hasta su conversión fue hombre de la Ley
Antigua. En el camino de Damasco se reveló Cristo y desde ese momento Pablo
entendió de Dios lo que proclama hoy: “...Dios, que es rico en misericordia,
por el gran amor que nos amó, y estando nosotros muertos por nuestros
delitos, nos dio vida por Cristo -de gracia habéis sido salvados-” (Ef.
2,4-5).

¿Qué es la gracia? “Es un don de Dios”. El don que se explica con su amor. Y
el amor que se revela mediante la cruz, es precisamente la gracia. En ella
se revela el más profundo rostro de Dios. Él no es sólo el juez. Es Dios de
infinita majestad y de extrema justicia. Es Padre, que quiere que el mundo
se salve; que entienda el significado de la cruz. Esta es la elocuencia más
fuerte del significado de la ley y de la pena. Es la palabra que habla de
modo diverso a las conciencias humanas. Es la palabra que obliga de modo
diverso a las palabras de la ley y a la amenaza de la pena. Para entender
esta palabra es preciso ser un hombre transformado. El de la gracia y de la
verdad.

¡La gracia es un don que compromete! ¡El don de Dios vivo, que compromete al
hombre para la vida nueva! Y precisamente en esto consiste ese juicio del
que habla también Cristo a Nicodemo: la cruz salva y, al mismo tiempo,
juzga. Juzga diversamente. Juzga más profundamente. “Porque todo el que obra
el mal, aborrece la luz”...-¡Precisamente esta luz estupenda que emana de la
cruz!- “Pero el que obra la verdad viene a la luz” (Jn 3,20-21). Viene a la
cruz. Se somete a las exigencias de la gracia. Quiere que lo comprometa ese
inefable don de Dios. Que forje toda su vida. Este hombre oye en la cruz la
voz de Dios, que dirige la palabra a los hijos de esta tierra nuestra, del
mismo modo que habló una vez a los desterrados de Israel mediante Ciro, rey
de Persia, con la invocación de esperanza.

Es preciso que nosotros reunidos en esta estación cuaresmal de la cruz de
Cristo, nos hagamos estas preguntas fundamentales, que fluyen de la cruz
hacia nosotros. ¿Qué hemos hecho y que hacemos para conocer mejor a Dios?
Este Dios que nos ha revelado Cristo. ¿Quién es Él para nosotros? ¿Qué lugar
ocupa en nuestra conciencia, en nuestra vida?

Preguntémonos por este lugar, porque tantos factores y tantas circunstancias
quitan a Dios este puesto en nosotros. ¿No ha venido a ser Dios para
nosotros ya sólo algo marginal? ¿No está cubierto su nombre en nuestra alma
con un montón de otras palabras? ¿No ha sido pisoteado como aquella semilla
caída “junto al camino” (Mc 4,4)? ¿No hemos renunciado interiormente a la
redención mediante la cruz de Cristo, poniendo en su lugar otros programas
puramente temporales, parciales, superficiales?

Confesemos con humildad nuestras culpas, nuestras negligencias, nuestra
indiferencia en relación con este Amor que se ha revelado en la cruz. Y a la
vez, renovémonos en el espíritu con gran deseo de la vida, de la vida de
gracia, que eleva continuamente al hombre, lo fortifica, lo compromete. Esa
gracia que da plena dimensión a nuestra existencia sobre la tierra.
Así sea.
(Homilía en la Parroquia Romana de Santa Cruz de Jerusalén, 25 de marzo de
1979)



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Aplicación: Benedicto XVI - Cómo acoger la misericordia de Dios

Queridos hermanos y hermanas:
Este IV domingo de Cuaresma, tradicionalmente designado como "domingo
Laetare", está impregnado de una alegría que, en cierta medida, atenúa el
clima penitencial de este tiempo santo: "Alégrate Jerusalén —dice la
Iglesia en la antífona de entrada—, (...) gozad y alegraos vosotros, que por
ella estabais tristes". De esta invitación se hace eco el estribillo del
salmo responsorial: "El recuerdo de ti, Señor, es nuestra alegría". Pensar
en Dios da alegría.

Surge espontáneamente la pregunta: pero ¿cuál es el motivo por el que
debemos alegrarnos? Desde luego, un motivo es la cercanía de la Pascua, cuya
previsión nos hace gustar anticipadamente la alegría del encuentro con
Cristo resucitado. Pero la razón más profunda está en el mensaje de las
lecturas bíblicas que la liturgia nos propone hoy y que acabamos de
escuchar. Nos recuerdan que, a pesar de nuestra indignidad, somos los
destinatarios de la misericordia infinita de Dios. Dios nos ama de un modo
que podríamos llamar "obstinado", y nos envuelve con su inagotable ternura.

Esto es lo que resalta ya en la primera lectura, tomada del libro de las
Crónicas del Antiguo Testamento (cf. 2 Cr 36, 14-16. 19-23): el autor
sagrado propone una interpretación sintética y significativa de la historia
del pueblo elegido, que experimenta el castigo de Dios como consecuencia de
su comportamiento rebelde: el templo es destruido y el pueblo, en el exilio,
ya no tiene una tierra; realmente parece que Dios se ha olvidado de él. Pero
luego ve que a través de los castigos Dios tiene un plan de misericordia.

Como hemos dicho, la destrucción de la ciudad santa y del templo, y el
exilio, tocarán el corazón del pueblo y harán que vuelva a su Dios para
conocerlo más a fondo. Y entonces el Señor, demostrando el primado absoluto
de su iniciativa sobre cualquier esfuerzo puramente humano, se servirá de un
pagano, Ciro, rey de Persia, para liberar a Israel.

En el texto que hemos escuchado, la ira y la misericordia del Señor se
confrontan en una secuencia dramática, pero al final triunfa el amor, porque
Dios es amor. ¿Cómo no recoger, del recuerdo de aquellos hechos lejanos, el
mensaje válido para todos los tiempos, incluido el nuestro? Pensando en los
siglos pasados podemos ver cómo Dios sigue amándonos incluso a través de los castigos. Los designios de Dios, también cuando pasan por la prueba y el
castigo, se orientan siempre a un final de misericordia y de perdón.

Eso mismo nos lo ha confirmado, en la segunda lectura, el apóstol san Pablo,
recordándonos que "Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos
amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con
Cristo" (Ef 2, 4-5). Para expresar esta realidad de salvación, el Apóstol,
además del término "misericordia", eleos, utiliza también la palabra "amor",
agape, recogida y amplificada ulteriormente en la bellísima afirmación que
hemos escuchado en la página evangélica: "Tanto amó Dios al mundo, que
entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él,
sino que tengan vida eterna" (Jn 3, 16).

Sabemos que esa "entrega" por parte del Padre tuvo un desenlace dramático:
llegó hasta el sacrificio de su Hijo en la cruz. Si toda la misión histórica
de Jesús es signo elocuente del amor de Dios, lo es de modo muy singular su
muerte, en la que se manifestó plenamente la ternura redentora de Dios. Por
consiguiente, siempre, pero especialmente en este tiempo cuaresmal, la cruz
debe estar en el centro de nuestra meditación; en ella contemplamos la
gloria del Señor que resplandece en el cuerpo martirizado de Jesús.
Precisamente en esta entrega total de sí se manifiesta la grandeza de Dios,
que es amor.

Todo cristiano está llamado a comprender, vivir y testimoniar con su
existencia la gloria del Crucificado. La cruz —la entrega de sí mismo del
Hijo de Dios— es, en definitiva, el "signo" por excelencia que se nos ha
dado para comprender la verdad del hombre y la verdad de Dios: todos hemos
sido creados y redimidos por un Dios que por amor inmoló a su Hijo único.
Por eso, como escribí en la encíclica Deus caritas est, en la cruz "se
realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida
al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical" (n. 12).

¿Cómo responder a este amor radical del Señor? El evangelio nos presenta a
un personaje de nombre Nicodemo, miembro del Sanedrín de Jerusalén, que de
noche va a buscar a Jesús. Se trata de un hombre de bien, atraído por las
palabras y el ejemplo del Señor, pero que tiene miedo de los demás, duda en
dar el salto de la fe. Siente la fascinación de este Rabbí, tan diferente de
los demás, pero no logra superar los condicionamientos del ambiente
contrario a Jesús y titubea en el umbral de la fe.

¡Cuántos, también en nuestro tiempo, buscan a Dios, buscan a Jesús y a su
Iglesia, buscan la misericordia divina, y esperan un "signo" que toque su
mente y su corazón! Hoy, como entonces, el evangelista nos recuerda que el
único "signo" es Jesús elevado en la cruz: Jesús muerto y resucitado es el
signo absolutamente suficiente. En él podemos comprender la verdad de la
vida y obtener la salvación. Este es el anuncio central de la Iglesia, que
no cambia a lo largo de los siglos. Por tanto, la fe cristiana no es
ideología, sino encuentro personal con Cristo crucificado y resucitado. De
esta experiencia, que es individual y comunitaria, surge un nuevo modo de
pensar y de actuar: como testimonian los santos, nace una existencia marcada
por el amor.

Queridos amigos, este misterio es particularmente elocuente en vuestra
parroquia, dedicada a "Dios, Padre misericordioso". Como sabemos bien, fue
querida por mi amado predecesor Juan Pablo II en recuerdo del gran jubileo
del año 2000, para que sintetizara de manera eficaz el significado de aquel
extraordinario acontecimiento espiritual. Al meditar sobre la misericordia
del Señor, que se reveló de modo total y definitivo en el misterio de la
cruz, me viene a la memoria el texto que Juan Pablo II había preparado para
la cita con los fieles el domingo 3 de abril, domingo in Albis, del año
pasado. En los designios divinos estaba escrito que él nos iba a dejar
precisamente en la víspera de aquel día, el sábado 2 de abril —todos lo
recordamos bien—, y por eso no pudo pronunciar aquellas palabras, que me
complace volver a proponeros a vosotros, queridos hermanos y hermanas.
Escribió lo siguiente: "A la humanidad, que a veces parece extraviada y
dominada por el poder del mal, del egoísmo y del miedo, el Señor resucitado
le ofrece como don su amor que perdona, reconcilia y suscita de nuevo la
esperanza. Es un amor que convierte los corazones y da la paz". El Papa, en
ese último texto, que es como un testamento, añadió: "¡Cuánta necesidad
tiene el mundo de comprender y acoger la Misericordia divina!" (Regina
Caeli, n. 2: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 8 de abril
de 2005, p. 5).

Comprender y acoger el amor misericordioso de Dios: que este sea vuestro
compromiso sobre todo en el seno de las familias y también en todos los
ámbitos del barrio.

Dirigiendo la mirada a María, "Madre de la santa alegría", pidámosle que nos
ayude a profundizar las razones de nuestra fe, para que, como nos exhorta la
liturgia hoy, renovados en el espíritu y con corazón alegre correspondamos
al amor eterno e infinito de Dios. Amén.
(Homilía en la Parroquia Romana de Dios, Padre Misericordioso, IV Domingo de Cuaresma, 26 de marzo de 2006)





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Aplicación: P. Jorge Loring S.I. - ¿Por qué Dios nos ama tanto?


1.- El Evangelio de hoy narra parte de lo que Jesús le dijo a Nicodemo.

2.- Sus palabras son misteriosas: «Tanto ama Dios a la humanidad que ha
entregado a su Hijo para redimirla».

3.- ¿Por qué Dios nos ama tanto? Porque nos ha hecho hijos suyos.

4.- Nos ha hecho «a su imagen y semejanza» dándonos un alma espiritual,
semejante a Él que es espíritu. Dios creador no tiene cuerpo. Jesucristo sí.

5.- Por la gracia santificante nos da su naturaleza, lo mismo que un padre
da su naturaleza a su hijo.

6.- Dios quiere que todos sus hijos se salven, y como somos pecadores manda
a su HIJO NATURAL para que nos redima.

7.- La redención es un don gratuito, pero la aplicación a cada uno está en
nuestra mano. Es para los que creen en Él. Pero hay personas que prefieren
las tinieblas a la luz, porque, como dice el Evangelio de hoy, «sus obras
son malas».

8.- El hombre es libre para aceptar a Dios o rechazarlo. Dios nos ofrece la
salvación, pero si yo no la acepto, Dios respeta mi libertad. En el cielo no
se entra a empujones.

9.- El camino de la salvación es a veces duro. Pero Dios me ayuda si yo
pongo de mi parte. «Dios pone el “casi todo”, yo pongo mi «casi nada»; pero
Dios no pone su “casi todo” si yo no pongo mi “casi nada”».

10.- Dice San Agustín: «Dios quiere que yo haga lo que pueda y le pida lo
que no pueda, que Él me ayudará para que pueda».





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Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - Cristo - Luz   Jn 3, 14-21


¿Por qué la gente hoy obra cosas malas a plena luz? ¿Será que la luz ha
cambiado de naturaleza o será que las obras ya no son malas? La luz sigue
siendo la misma porque la luz es Cristo y Cristo no cambia[1]. Por otra
parte, las obras que son malas siguen siendo malas. Las enseñanzas de Cristo
no cambian, “el cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”[2].
El adulterio, hoy sigue siendo adulterio, aunque se lo viva a la luz del día
como un segundo matrimonio de divorciados, legalmente. ¡Hoy la injusticia
sigue siendo injusticia aunque se muestre a la luz del día como programa del
partido! ¡Hoy la falta de respeto a los mayores sigue siendo deshonra de los
padres aunque se diga a la luz del día que el niño tiene sus derechos o el
padre ya no es autoridad en casa porque todos son libres!

El problema es que la luz de nuestro cuerpo, que es el ojo, está oscurecida.
La conciencia está mal formada, es decir, a oscuras en el mejor de los casos
y en el peor enceguece a los demás y los hace tropezar.

Si los faros del auto no alumbran y seguimos conduciendo así, vamos mal y si
vamos al mecánico y nos coloca en vez de la luz correspondiente, luz negra,
que ciega a los demás, vamos peor.

Si dejamos que nuestra conciencia la formen mal, primero tropezamos, es
decir, nos encandilamos. Después obramos libremente y a la luz del día las
obras malas, es decir, encandilamos a los autos que vienen hacia nosotros.
Encandilamos, cegamos a los demás.

Los medios de comunicación y la opinión pública son guías, “guías de ciegos”
y si un ciego guía a otro ciego, ambos caen en el pozo. La opinión pública
está manejada por los enemigos de Cristo y de la Iglesia.

¿Cómo, entonces, formarnos la conciencia? Dejándonos iluminar por la luz y
la luz es Cristo: “Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la
oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida”[3].

La fe en Jesús es la que ilumina la conciencia y la va haciendo cada vez más
luminosa. Si queremos tener una conciencia limpia debemos imitar a Jesús.
Ella se debe ir simplificando cada vez más hasta ser un reflejo vivo de
Jesús.

Muchos hombres prefieren hoy andar a oscuras, aunque se estrellen muchas
veces, por no dejarse iluminar por Jesús. Prefieren estar a oscuras y así
seguir haciendo obras contrarias a las enseñanzas de Jesús-Luz porque es un
reproche para ellos.

El juicio es que los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, que es
Jesús. Y ¿cuál fue el resultado? Quedarse a oscuras y sin vida, separados de
Dios.

¡Qué lindo es obrar a plena luz sin ningún miedo ni remordimiento! Obrar así
manifiesta la verdadera libertad, el obrar con verdad, la conciencia simple.
Obrar todo a la luz y delante de todos sin ocultar nada. El que así obra es
porque sus obras están hechas según Dios.

La conciencia, iluminada y buena, es la que pasa el examen de Jesús-luz.

Nuestra alma es como una habitación cuyas ventanas tenemos que abrir
nosotros mismos para que entre la luz de Jesús. Ella irá alumbrando todas
las telarañas, los rincones sucios, las basuritas, para que podamos ir
limpiando cada vez mejor la habitación. Cuando esté todo limpio e iluminado,
la habitación será también luz y todo en ella será transparente y claro.

El mundo de hoy obra cosas malas a la luz porque su conciencia está
destruida. Ha atado y amordazado la voz de Dios en su interior. Ha hecho un
nido subterráneo con luz artificial y tienta a los hijos de la luz, para que
bajen a él.

La fe en Cristo es la luz de nuestra alma, pero la fe es siempre la misma,
como la luz. No podemos hacer de la fe un sentimiento. Hoy es así, mañana es
asá, hoy creo esto, mañana no lo siento y no lo creo.

La fe es la luz y la luz a veces no nos gusta, por ejemplo, cuando tenemos
que levantarnos. La fe es luz y en ella tenemos que caminar. Ella nos enlaza
a la luz que es Cristo, ella es la luz que nos eleva a la Luz.





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Ejemplos



Él nos ama y nos cuida

Una niña estaba comiendo pan junto a su ventana, observando a los pajarillos
que esperaban ansiosos que cayera una migajita. Brincaban de una rama a
otra, impacientes, listos para atrapar el delicioso bocado.

Para ellos una migaja debía ser como un pan entero. Entonces esparció más
migajitas en el suelo. Inmediatamente, los pajarillos se amontonaron para
comerlas.

La niña se quedó observando a un pajarito que se había posado en la ventana.
Lo pilló distraído y lo atrapó, sintió su corazoncito que latía muy fuerte.
¿Se daría cuenta el pajarito de que ella era quien le arrojaba las migajas?

No entendía por qué la temía. El pajarillo se debatía por escapar de su mano
y se estaba lastimando, así que decidió soltarlo y éste salió volando hacia
un árbol.

Tomó otro pedazo de pan y lo desmoronó, las migajas cayeron al suelo, pero
ahora los pajarillos sentían desconfianza, no querían ser atrapados como su
compañero, así es que ella se apartó y observó por detrás de la ventana.

Entonces, los pajarillos bajaron y comenzaron a comer. La niña se puso un
poco triste, hubiera querido que comprendieran que no quería hacerles ningún
daño.

Durante toda la primavera y el verano la niña estuvo alimentando a los
pájaros, detrás de la ventana.

Ellos acudían todos los días para recibir las migajitas; no les importaba de
dónde provenían ni quién se las arrojaba.

Empezaron los días fríos y los pájaros comenzaron a emigrar, hasta que un
día, las migajitas quedaron esparcidas sobre el suelo, sin que nadie las
tocara.

Pasaron los meses y llegó por fin el día en que surgió el primer brote
anunciando la primavera. La niña esperaba ansiosa la llegada de sus amigos.

Cuando en los árboles comenzaron a aparecer pequeñas flores blancas, pudo
oír nuevamente los dulces trinos de los pájaros.

Echó migajitas en el suelo y se ocultó tras la ventana.

Pasaron los años, la niña se convirtió en una hermosa muchacha, pero nunca
dejó de alimentar a sus amigos de la infancia, los pajarillos.

Seguramente ahora eran otros pajarillos, quizá hijos y nietos de los
anteriores, quién sabe, pero eran iguales a sus antecesores, sólo
interesados en recibir su alimento, sin importar quién se lo proveía.

A veces los seres humanos nos comportamos como los pajarillos, solo nos
interesa recibir y recibir, pero no queremos acercarnos a Quien nos lo da
todo.

No queremos saber nada del que nos ha dado la vida, nos ha dado ojos para
ver las maravillas de la naturaleza, brazos para abrazar a nuestros hijos,
piernas para ir hacia nuestra casa, boca para comunicarnos con nuestros
seres queridos, y para decirles cuánto los amamos.

Sólo nos ponemos bajo la ventana para recibir el sustento diario, pero no
dejamos que Él la abra y se acerque a nosotros... Sin embargo, Él sigue
dándonos todo. Su corazón está contento, porque nos ama, a pesar de nuestra
ingratitud.

Se nos hace tan fácil despertar en las mañanas y recibir todo lo que viene
de Dios: el aire para respirar, la fuerza para caminar, la vista para ver
por dónde vamos, el oído para llenarlo de música, el trabajo, el sustento…

¿Qué haríamos si un día, al despertar, no pudiéramos ver o no pudiéramos
caminar, hablar o escuchar?

Empezamos nuestra jornada a carreras, pensando solo en lo que vamos a hacer
ese día.

Si alguien nos quiere hablar de Dios, le decimos que no tenemos tiempo,
siendo que el tiempo nos lo da Él y todo lo demás también.

A pesar de ser tan frágiles e insignificantes en medio de este universo,
Dios tiene cuidado de nosotros.

Somos una especie privilegiada, ¡somos el ser humano! el único ser de la
naturaleza a quien el Creador puso un espíritu para unirse con El.

¿Por qué lo dejamos tras la ventana? Él quiere que nos acerquemos, que
hablemos con Él.

Traspasa la ventana, no te conformes con migajas. ¡Él tiene el pan entero!
Acércate a Dios.

Dale gracias porque en estos momentos puedes estar leyendo esto con tus
maravillosos ojos, increíblemente diseñados por Él.

No olvides agradecerle cada día por ellos y por todo lo demás,
principalmente por Su infinito amor.

Yo soy el pan de vida. El que a Mí viene nunca pasará hambre, nunca más
volverá a tener sed. Juan 6,35





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