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Viernes Santo: Comentarios de Sabios y Santos I - Preparemos con ellos la acogida de la Palabra de Dios

Recursos adicionales para la preparación

 

A su disposición

Exégesis: R.P. Lic. José Marconi I.V.E. -  La manifestación suprema de Cristo a través de su vida dolorosa y gloriosa

Comentario Teológico: Cardenal Antonio Cañizares -  «Mirarán al que traspasaron»

Comentario Teológico: R.P. Leonardo Castellani - Acerca de la legalidad de la muerte de Jesús

Santos Padres: San Juan Crisóstomo - La paciencia y el silencio de Jesús en su Pasión

Aplicación - R.P. Carlos Miguel Buela, I.V.E. - La Cruz

Aplicación: Padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap. - "Estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos" (Ap. 1,18)

Aplicación: San Roberto Belarmino - Sobre las siete Palabras de Cristo pronunciadas en la Cruz

Aplicación: Mons. Fulton Sheen I - Las siete palabras a la Cruz

   Primera palabra a la Cruz

  
Segunda palabra a la Cruz.

  
Tercera palabra a la Cruz.

  
Cuarta palabra a la Cruz.

  
Quinta palabra a la Cruz.

  
Sexta palabra a la Cruz.

  
Séptima palabra a la Cruz.

Aplicación: Mons. Fulton Sheen II - El costado traspasado

Ejemplos

 

 


¿Cómo acoger la Palabra de Dios?
La Palabra de Dios y yo - cómo acogerla
Falta un dedo: Celebrarla

 

COMENTARIOS A LAS LECTURAS DE LA SOLEMNIDAD



Exégesis: R.P. Lic. José A. Marcone, I.V.E. - Parte Segunda del Evangelio de San Juan - El Libro de la Hora

La manifestación suprema de Cristo a través de su vida dolorosa y gloriosa (Cap. 12-21)


Sección primera: Las revelaciones íntimas hechas a los discípulos y su robustecimiento en la fe (cap. 13-17): El capítulo 13 señala un cambio importante en el desarrollo de la vida de Jesús, tal como la concibe el autor del cuarto evangelio: hasta este momento constantemente se esperaba la hora fijada por el Padre para la glorificación de su Hijo y la culminación de la obra vivificadora de Jesús; ahora ha llegado esa hora.

A los grandes acontecimientos de la pasión, Juan ha hecho preceder larga instrucciones dadas por Jesús a sus discípulos. También los sinópticos traen estas revelaciones especiales de Jesús, pero están diseminadas a lo largo del relato de la pasión.

Los discursos propiamente dichos van precedidos de la escena del lavatorio de los pies (13,2-20), que ha dado lugar a múltiples explicaciones. Algunos lo ven como un sencillo ejemplo de humildad y caridad, otros como un rito de purificación en el que está presente un verdadero Bautismo; otros como un símbolo del bautismo o también de la eucaristía. La interpretación que a nosotros nos parece más adecuada es la que considera el lavatorio de los pies no como un ejemplo cualquiera de humildad dado a los discípulos, sino como un anuncio simbólico de las grandes humillaciones redentoras de la pasión. Además es necesario notar que la escena del lavatorio de los pies sigue inmediatamente a la frase ‘los amó hasta el extremo’; el lavatorio de los pies está en relación con esta frase. De acuerdo a esto el significado de dicho lavatorio es doble: el anuncio de las grandes humillaciones redentoras de la pasión y la causa fundamental de estas humillaciones es el amor de Dios hacia los hombres. No es contradictorio con lo que acabamos de decir considerar que el lavatorio de los pies es también prefiguración del bautismo1.

Los discursos que siguen a la cena forman una unidad literaria que se destaca netamente del resto del evangelio. Un modo que nos parece apropiado de estructurar estos discursos es el siguiente:

A) El precepto del amor (13,34-35)

A’) La comunión de los discípulos entre sí (15,12-21)

B) Jesús consolará a los suyos de su partida (14,1-31)

B’) La consolación de los discípulos (16,5-33)

C) La unión de Jesús y de los creyentes (15,1-11)

C’) Oración sacerdotal por la consumación de la unidad (cap.17)


Las enseñanzas después de la cena se reducen a tres temas fundamentales: la ágape, la consolación, la unión.

1) La ágape: a la vida y a la luz, nociones claves de los doce primeros capítulos, suceden ahora las palabras amor (ágape) y amar (agapán). Estas palabras se hallan solo 6 veces en los capítulos 1-12, y 31 veces en los capítulos 13-17. Indiscutiblemente, Juan aporta una profundización considerable a la noción cristiana de ágape, dándole raíces metafísicas, en cuanto la caridad entre los hombres se funda en su participación de la vida de Jesús.

2) La consolación: la consolación prometida es triple: a) Jesús volverá; b) Jesús enviará el Paráclito (consolador); c) Durante el tiempo de la separación, los discípulos serán objeto de una solicitud especial por parte del Padre.

3) La unión: Esta unión tal como la presenta S. Juan en los discursos de la cena, tiene como dos caras: unión de Jesús y de los creyentes en la alegoría de la vid (15,1-8); unión de los discípulos entre sí, en la llamada oración sacerdotal, en la cual Jesús, sumo sacerdote de la Nueva Alianza, pide la santificación de los suyos (cap.17; cf. Heb.2,11; 10,10; 13,12).


Sección segunda: la pasión (cap. 18-19): El relato joánico de la pasión, aun concordando en lo esencial con el de los sinópticos, lleva, sin embargo el sello del genio joánico. Partiendo de los mismos hechos esenciales logra Juan una exposición tan impresionante como la de los sinópticos, pero al mismo tiempo muy diferente.

En los sinópticos, el relato de la pasión tiene como natural punto culminante la muerte de Jesús rodeada de las circunstancias más sorprendentes (la tierra se cubre de tinieblas desde la hora de sexta hasta la nona; el velo del templo se rasga; los espectadores quedan sobrecogidos de terror; en Mateo los muertos resucitan). La narración joánica este orientada francamente hacia la idea de la fundación de la Iglesia y de la entrada en acción de los sacramentos figurados por el agua (el bautismo) y la sangre (la eucaristía), que brotan del costado abierto del salvador (19,31-37).

Tiene también, sin duda, un sentido eclesiológico la repartición de las vestiduras, en que la túnica inconsútil y no rasgada de Jesús es figura de la unidad de la Iglesia (19,23-24; 1Re.11,29-31). También en la escena de adiós del Salvador crucificado (19,25-27), la intimidad establecida por él entre su madre y el discípulo amado, simbolizan las relaciones que deben existir entre la Iglesia y sus hijos.

Finalmente, hay que mencionar la majestad regia de Cristo doliente: la palabra basileus (rey) se halla doce veces, frente a cuatro en Mateo y seis en Marcos. En S. Juan, la pasión no sólo es presentada como voluntariamente aceptada por Jesús, sino que viene a ser una epifanía de Cristo rey; triunfo aparente de las tinieblas y de la incredulidad, pero en que realidad es su derrota.

Sección tercera: La resurrección (cap. 20-21): La resurrección, segunda fase del retorno de Jesús al Padre (cf. Jn.20,17; la primera fue la pasión), aporta a los discípulos el Espíritu Santo, la paz y el gozo prometidos en el discurso de después de la cena (20,19-23). La resurrección funda definitivamente la fe cristiana (20,28); de ahí la insistencia en todo lo que pueda garantizar su historicidad: el descubrimiento del sepulcro vacío, la realidad del cuerpo resucitado que se dejan ver y tocar por los que habrán de ser los testigos oficiales de su vuelta a la vida.

Además, la idea de la Iglesia, aún más que con la pasión, esa ligada indisolublemente con la resurrección. Paradojalmente, sólo después de su resurrección y su partida al Padre, cuando los creyentes no estén más en contacto sensible con el maestro, podrá operarse la consumación de la unidad entre Jesús y sus discípulos, en lo cual consiste la Iglesia, unidad que se dará por la fe y los sacramentos.

Son frutos de la resurrección dos de los dones fundamentales de Jesús a la Iglesia y que pasan a ser elementos constitutivos de la misma: el poder de perdonar los pecados dado a los apóstoles (20,19-23) y el primado de la Iglesia dado a Pedro (21,15-17). Por otro lado el relato de la pesca milagrosa (21,1-14), es símbolo de la conquista apostólica de la iglesia de Cristo, perspectiva con que se cierran también los evangelios sinópticos.

1 Dice Benedicto XVI: “El lavatorio de los pies adquiere (…), más allá de su simbolismo esencial, también un significado más concreto que nos remite a la praxis de la vida de la Iglesia primitiva. ¿De qué se trata? El «baño completo» que se da por supuesto no puede ser otro que el Bautismo, con el cual el hombre queda inmerso en Cristo de una vez por todas y recibe su nueva identidad del ser en Cristo. (Joseph Ratzinger – BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret. Desde la Entrada en Jerusalén hasta la Resurrección, Ediciones Encuentro – Editorial Planeta, 2011, Madrid, p. 92).



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Comentario Teológico: Cardenal Antonio Cañizares -  «Mirarán al que traspasaron»


Él entró en un vacío que nosotros somos incapaces de colmar; lo hizo para quitarnos nuestros pecados a fin de que quedásemos libres y reconciliados.

Estamos en plena Semana Santa, que comenzamos con el Domingo de Ramos. Una semana para contemplar el rostro de Cristo. Estos días nos acercan «al aspecto más paradójico de su misterio, como se ve en la hora extrema, la hora de la Cruz. Misterio en el misterio, ante el cual el ser humano ha de postrarse en adoración. Pasa ante nuestra mirada la intensidad de la escena de la agonía en el huerto de los Olivos. Jesús, abrumado por la previsión de la prueba que le espera, solo ante Dios, lo invoca con su habitual y tierna expresión de confianza: «¡Abba, Padre!» Le pide que le aleje de Él, si es posible, la copa del sufrimiento. Pero el Padre parece que no quiere escuchar la voz del Hijo. Para devolver al hombre el rostro del Padre, Jesús debió no sólo asumir el rostro del hombre, sino cargarse incluso del «rostro» del pecado. «Quien no conoció pecado, se hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en Él». Nunca acabaremos de conocer la profundidad de este misterio. Es toda la aspereza de esta paradoja la que emerge en el grito de dolor, aparentemente desesperado, que Jesús da en la Cruz: «Eloí, Eloí, ¿lama sabaktaní?»; que quiere decir: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» «¿Es posible imaginar un sufrimiento mayor una oscuridad más densa?» (Juan Pablo II).

Miremos y contemplemos a Jesucristo en su pasión. Mirémosle y contemplémosle en aquellas horas amargas, las más decisivas de la historia de la humanidad. Al final de esta contemplación, escuchémosle una vez más, aprendamos de Él. Quien le ve suspendido de la Cruz ve al Padre. Su rostro escarnecido, su santa faz que no parecía de hombre pues tan desfigurada estaba, sus espaldas heridas por los azotes, sus rodillas sangrantes por las caídas, sus sienes manantes de sangre, sus manos y sus pies taladrados, su pecho traspasado, su despojo, su desnudez, ese condenado en medio de otros dos condenados, ése es el Predilecto del Padre, ése es la Palabra única de Dios, ése es su única imagen. Miradlo ahí, clavado y suspendido del leño; miradlo como cordero degollado; miradlo ensangrentado y exangüe; miradlo agonizando y abandonado de los hombres; miradlo con el costado abierto; mirad sus heridas, su soledad, su sed y su inmenso dolor. Y todo ello por nosotros. ¿Hay acaso un amor más grande? «Verdaderamente este Hombre era Hijo de Dios», dijo el centurión. «Verdaderamente este Hombre era, es el Hijo único de Dios», decimos también nosotros al contemplarlo en su silencio de la cruz donde nos lo dice todo. Ahí nos revela todo el secreto de su persona y de su vida, ahí nos desvela el secreto de Dios: el secreto de un amor infinito que se entrega todo por nosotros para que tengamos vida plena y eterna. Y ahí está el hombre, que sufriente, maltratado por el pecado, es así amado, hasta el extremo.

Había ya expirado. Todo estaba cumplido. Uno de los soldados con su lanza le abrió el costado, de donde brotó sangre y agua. Desde entonces, ya dos mil años, todos miran al que traspasaron. ¿Por qué? ¿Por qué recordamos esta muerte? Ninguna muerte ha influido en la historia de la humanidad, hasta hoy, como la de Jesús, crucificado por rebelde y pretendiente mesiánico, por decirse y ser Hijo único de Dios, a las puertas de Jerusalén, hacia el año 30 de nuestra era.

Cientos de judíos fueron crucificados por los prefectos y los posteriores procuradores romanos en los sesenta años desde que Judea fue convertida en provincia romana, hasta el fin de la revuelta judía con la destrucción del Templo. Estos centenares de judíos han sido olvidados; sólo Jesús, entre ellos, ha superado el olvido. La noticia de su muerte no sólo se ha extendido por todas partes; la muerte de este judío por el suplicio espantoso e infamante de la crucifixión se ha convertido en el centro del mensaje y acontecimiento cristiano de salvación universal. Dios entregó a su propio Hijo a la muerte por nosotros. Dios asume libremente por amor el extrañamiento, la enajenación, la humillación y el sufrimiento de Jesús.

Murió por nuestros pecados. Esto quiere decir que nuestros pecados, la lejanía de Dios causada por nuestra culpa, fue la causa primera por la que el Mesías debió sufrir y morir. Él entró en un vacío que nosotros somos incapaces de colmar; lo hizo para quitarnos nuestros pecados a fin de que quedásemos libres y reconciliados. Lo que le es imposible al hombre, por mucho que se esfuerce, lo logra la muerte del Señor.

El Mesías murió por nuestros pecados. Pero, ¿cómo tuvo que suceder esto? A esta inquietante pregunta el mensaje cristiano ha respondido siempre que Dios entregó a su Hijo Jesús a la muerte en favor de nuestra salvación y liberación. A la inquietante pregunta responde el mensaje, la revelación cristiana con una respuesta aún más inquietante: el incomprensible amor santo de Dios.

Nuestra salvación procede de la iniciativa del amor de Dios hacia nosotros porque «Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados». «En Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo». La redención y salvación de la Cruz radica en que Cristo nos ha amado en ella hasta el extremo, ha dado su vida en rescate por muchos. Del Crucificado mana esa fuente de agua purificadora que da la vida y de esa sangre que es reconciliación y alianza definitiva de Dios con los hombres. ¿Quién podrá apartarnos de este amor de Dios manifestado y entregado en Cristo? Miremos, una vez más, en esta Semana Santa a Cristo crucificado y veremos la gloria de Dios. Puesto que la gloria de Dios es que el hombre viva, que el hombre se salve, que el hombre, todo hombre querido por Él, sea arrancado de los poderes del pecado y de la muerte. Su gloria es su amor. Y ese amor es su Hijo único en persona, entregado por nosotros.

 

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Comentario Teológico: R.P. Leonardo Castellani - Acerca de la legalidad de la muerte de Jesús

El segundo comentario al Passio de San Mateo que habíamos prometido versa sobre la legalidad de la muerte de Cristo.

Hace tiempo leímos en un diario yanqui una noticia curiosa: que los israelitas de Nueva York querían hacer una revisión jurídica del proceso a Cristo; es decir, reunir otra vez el Sinedrio, rever testimonios y pruebas, y dictar sentencia definitiva. No sé si se hizo. Lo curioso sería que lo hubiesen hecho y hubiesen condenado de nuevo a muerte al Nazareno ése, que tanto ha dado que hacer. La verdad es que en todo rigor debían hacer eso; porque si llegaran a absolverlo, tenían que volverse todos cristianos; o mejor dicho, ya lo serían1.

Pero si lo han hecho, lo probable es que la sentencia no ha sido ni guilty, ni non guilty; sino una sentencia de notproven o out of legality: nulo por irregularidad de forma jurídica. El proceso de Cristo ha sido altamente ilegal.

El P. Luis de la Palma S.J. en su clásica obra Historia de la Pasión ha reseñado en una página maestra las ilegalidades de ese rabioso proceso, que fue una monstruosidad jurídica. El Sinedrio o Tribunal Supremo se reunió en el tiempo pascual, cosa que les estaba vedada; se produjeron testigos falsos y contradictorios; no hubo testigos de descargo; no se dio al reo un defensor; al responder a una pregunta del juez, el acusado fue abofeteado; se tomó una respuesta del reo como prueba y el juez se convirtió en fiscal; la respuesta del Sinedrio no se dio por votación; se celebraron dos sesiones en el mismo día, sin la interrupción legal mandada entre la audición y la sentencia; el sentenciado fue diferido a la autoridad romana, que ellos no reconocían como legítima y que –como les advirtió el mismo Pilatos– no entendía jurisdiccionalmente de delitos religiosos; la acusación promovida en el Pretorio (“Éste se ha hecho Dios y por eso debe morir”) no era delito en ese Tribunal; el reo fue tundido a azotes, que era el comienzo de la crucifixión, antes de la sentencia prolata; el delito de conspiración contra el César, que promovieron después, no era pasible de crucifixión, ni siquiera de muerte, como lo era la sedición a mano armada y la traición al ejército imperial, cosas que manifiestamente no hizo Cristo; y finalmente dejando otras dos irregularidades menores, el pazguato de Pilato no profirió la sentencia oficial: Ibis ad cruce”., sino que dijo malhumorado: “Agárrenlo ustedes y hagan lo que quieran”, cosa que un juez no puede hacer, porque es abdicar su oficio; después de haber hecho la fantochada de lavarse las manos con lo que creyó quedar bien con Dios, con los judíos y con su mujer; y después de haber proclamado públicamente la inocencia del acusado: “Non invenio in eo culpam” (“No encuentro culpa en él”), lo mandó al patíbulo.

No sé si olvido alguna porque cito de memoria; pero con la mitad de estas irregularidades el proceso es archinulo; y el juez tenía el deber estrictísimo de absolver al acusado; hacer administrar cuarenta menos uno a Caifás por los malos tratamientos que había permitido infligirle; y hacer barrer a golpe de lictor a la turba con Barrabás y todo, que al pie de la escala de mármol –no querían pisar el pretorio para no mancharse y poder comer la Pascua, los angelitos– bramaban como leones y toros (“Toros bravos me han cercado, líbrame de la boca del león”, dijo el Profeta), y atropellaban el decoro del Procónsul con amenazas absurdas. Lo único que hay que anotarle al pollerudo de Pilato es que no recibió ninguna coima –no se acordó– cosa que no se puede decir de todos los jueces cristianos.

Pero donde se equivoca La Palma es en enrostrar a los fariseos todas estas fallas del “procedimiento”; en este caso no tienen importancia maldita2. Si Cristo no era lo que Él decía, había que darle muerte por encima de todo procedimiento; y eso en virtud del sentimiento religioso. Era un blasfemo; y por cierto, el blasfemo más extraordinario que ha existido. Por eso, ellos no tuvieron reparos en des-responsablar a Pilato: “Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos.” Esto era un juramento tremendo, que los latinos llamaban exsecración. En eso se sentían seguros: “Creían –perversamente- hacer un obsequio a Dios.” Si el Nazareno no era Dios; ni el pastor Eróstrato que incendió el templo de Diana de Efeso, ni Calígula que violó una Vestal, ni Enrique II que hizo matar a Santo Tomás Beckett en su catedral y durante su misa, han hecho una blasfemia y un sacrilegio comparable: “Reo es de muerte; nosotros sabemos que es reo de muerte; poco importa lo que le digamos a este romanacho incircunciso”... Si la acusa de conspiración contra el César y la subsiguiente amenaza no hubiesen surtido el apetecido efecto poco les hubiera importado acusar a Cristo de haber pagado tres asesinos para matar a Pilato, su mujer y su hijo3.

Porque la cuestión en causa no era la sedición contra el César –que ellos deseaban con toda el alma, los hipócritas– ni si Cristo había dicho que iba a destruir el Templo y reedificarlo en tres días –que ellos sabían no había dicho– ni nada por el estilo. La cuestión real era: ¿Cristo es lo que él dijo o no? Ésta es la cuestión más tremenda que se ha puesto en la historia de la humanidad: cuestión de vida o muerte.

Todavía se pone y se pone continuamente; y la prueba son los honestos judíos de Nueva York. El proceso de Cristo se reproduce continuamente en el alma de cada hombre: Cristo es acusado, da testimonio de sí, deponen contra él falsos testigos, malos sacerdotes lo juzgan y condenan, Judas lo besa, inmundos heredes se burlan de él, y muchos pilatillos lo crucificamos. Es la cuestión de un simplicísimo sí o no que se produce en lo más profundo del alma: “Sí, es Dios. No, no es mi Dios”. Si no es mi Dios, es reo de muerte... ¡Que desaparezca, que sea crucificado, que sea sepultado y sellado su cadáver y que no sepa más de él ni de su memoria!... Tremendo pensamiento.

Los cristianos creemos que la dispersión secular del pueblo judío –que ahora se está por terminar– es la respuesta a aquella exsecración de los fariseos: “Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos”. ¿Por qué “sobre nuestros hijos”? ¿No es injusto eso? Aquí hay un misterio. En realidad, todo Judío que por su culpa no se vuelve cristiano, da su aquiescencia a la condenación de Cristo; porque ellos tienen en sus manos las Escrituras con todas las profecías (la pieza maestra del proceso, el testigo que no se llamó) y nadie tan bien como ellos puede entender de esta causa. Decir esto parece duro y tremendo; y en realidad lo es. Pero la cuestión es ésta: o fue Dios o no fue Dios, y no hay evasiva ni respuesta intermedia posible. O blasfemo, o mi Creador y Señor.

Dejemos en paz a los judíos si no es para rogar por ellos, como ruega la Iglesia el Viernes Santo: demasiado han sufrido. Lo malo es la segunda crucifixión de Cristo (“Rursum crucifigentes Filium Dei”) que hacemos los cristianos. En mi propia vida tengo bastante que considerar; pero eso no es para contarlo aquí. Pero en la vida pública de las naciones llamadas cristianas, desde la Reforma acá, un largo e infausto Vía Crucis ejecuta al Cuerpo Místico de Cristo. Los caifás, los judas, los pedros, los herodes, los pilatos se multiplican; y todos los gestos de aquella nefasta hazaña se reproducen simbólicamente: se lo niega, se lo calumnia, se lo impreca, se lo azota y se lo crucifica. Y se lo sepulta.

Las naciones parecen en camino de crucificar nuevamente a Cristo, y de gritar al cielo: “que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos”.

Hasta el cielo en dolor anegado
llega el grito de un ruego execrable,
cubre el ángel su rostro espantado,
dice Dios: “Yo lo voy a cumplir”.
Y esa sangre, que el padre imprecaba,
a la prole infeliz aún enlima
que hace siglos la lleva y de encima
no la pudo hasta hoy sacudir...
“Padre nuestro, pues tanto le cuesta
por Él cese tu ardor vengativo
de los ciegos la insana respuesta
vuelve en bien, oh piadoso Señor”.
Sí, esa sangre sobre ellos descienda
pero en lluvia que limpie sus lodos.
Todos hemos errado, y de todos
esa sangre redima el error 4.
(CASTELLANI, L., El Evangelio de Jesucristo, Ediciones Dictio, Buenos Aires, 1977, pp. 195-199)
Notas
[1] Esta noticia ha dado origen a una obra dramática: El Proceso de Jesús, que se está viendo mucho ahora, año 1957, en Buenos Aires.
2 Esta sentencia es de Santo Tomás de Aquino.
3 Pilato no tuvo hijos en vida; aunque después de muerto ha tenido muchos hijos adoptivos.
4 En la Argentina se ha visto mucho una película “holliwoodense” llamada El Manto Sagrario, en la cual el proceso de Cristo y sus promotores está escamoteado; y la idea que saca el vulgo es que a Cristo lo mataron los romanos; es decir, ¡los fascistas!; y que Cristo murió por la “democracia”. Han aplicado a la teología la técnica de los dibujos animados: el manto (no la túnica, que es lo que los soldados echaron a suertes) obra brujerías; pero no se sabe si Cristo es Dios, o qué. La “cinta” está inspirada por ese neomahometismo culto que parece ser la teología de una gran parte del pueblo yanqui; conforme a lo que predijo hace más de un siglo y medio el conde Joseph de Maistre: “El protestantismo vuelto sociniano -negada la divinidad de Cristo- no se diferencia ya esencialmente del mahometismo.
También se ha visto muchísimo aquí El Proceso a Jesús, de Diego Fabbri, pieza teatral que como obra de arte es muy deficiente y como sermón en pro de Jesucristo –intención del autor– nos parece ineficaz.



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Santos Padres: San Juan Crisóstomo - La paciencia y el silencio de Jesús en su Pasión

Admirable cosa es la paciencia, pues al alma, liberada de las tempestades que suscitan los espíritus malignos, la establece en un puerto tranquilo. Cristo nos la enseñó y nos la enseña, sobre todo ahora que es llevado y traído para juicio. Llevado a Anás, respondió con gran mansedumbre; y al criado que lo hirió, le contestó de un modo capaz de reprimir toda soberbia. Desde ahí fue llevado a Caifás y luego a Pilato, gastándose en eso toda la noche; y en todas partes y ocasiones se presentó con gran mansedumbre.

Cuando lo acusaron de facineroso, cosa que no le podían probar, El, de pie, lo toleró todo en silencio. Cuando se le preguntó acerca del reino, le respondió a Pilato, pero adoctrinándolo y levantándole sus pensamientos a cosas mayores. Mas ¿por qué Pilato no examina a Jesús delante de los judíos sino en el interior del pretorio? Porque tenía gran estima de Jesús y quería examinar la causa cuidadosamente, lejos del tumulto. Cuando le preguntó: ¿Qué has hecho? Jesús nada le responde; en cambio, sí le responde acerca del reino. Le dice: Mi reino no es de este mundo, que era lo que más anhelaba saber el presidente. Como si le dijera: En verdad soy rey, pero no como tú lo sospechas, sino rey mucho más espléndido. Por aquí y por lo que sigue le declara no haber hecho nada malo. Pues quien asegura: Yo para esto he nacido y a esto vine, para dar testimonio de la verdad, claramente dice no haber hecho nada malo.

Y cuando dice: Todo el que es discípulo de la verdad oye mi voz, invita a Pilato y lo persuade a oír sus palabras. Como si le dijera: Si alguno es veraz y anhela la verdad, sin duda me escuchará. Con estas pocas palabras lo excita hasta el punto de que Pilato le pregunta: ¿Qué es la verdad? Pero mientras hace esa pregunta, a Pilato lo insta y oprime lo urgente del momento, pues advierte que semejante pregunta necesitaba tiempo para responderse, mientras que a él lo urgía el ansia de librar a Jesús del furor de los judíos. Por tal motivo salió afuera. Y ¿qué les dice?: Yo no encuentro en él delito alguno. Observa cuán prudentemente lo hace. Porque no dijo: Puesto que ha pecado, es digno de muerte, pero ceded a la solemnidad. Sino que primero lo declaró libre de toda culpa; y hasta después, a mayor abundamiento, les ruega que si no quieren dejarlo libre como a inocente, a lo menos por la solemnidad lo perdonen como a pecador. Por tal motivo añade: Tenéis vosotros la costumbre de que en la Pascua se os dé libre un prisionero. Luego, como quien suplica, dice: ¿Queréis, pues, que os suelte al rey de los judíos? Vociferaron todos: No a ése, sino a Barrabás. ¡Oh mentes execrables! ¡Dejan libres a criminales como ellos y de sus mismas costumbres y en cambio ordenan castigar al que es inocente! ¡Antigua era en ellos semejante costumbre! Pero tú considera la benignidad del Señor.

Y ordenó Pilato que lo azotaran, quizá para salvarlo, una vez aplacado así el furor de los judíos. Como por los medios anteriores no logró arrancárselo de las manos, esperando que con esto otro terminaría el daño, ordenó que lo azotaran y permitió que le vistieran la clámide y le pusieran la corona, a fin de amansar con esto la ira de los judíos. Por igual motivo, una vez coronado, lo sacó hacia ellos, para que viendo los ultrajes que se le habían inferido, reprimieran los judíos sus furores y vomitaran todo el veneno. Mas ¿por qué sin mandato del pretor los soldados hicieron todo esto? Para congraciarse con los judíos. También sin órdenes de él, durante la noche fueron al huerto: con ese motivo y para recibir la paga se atrevieron a todo. Y en medio de tantas y tan crueles injurias, Jesús permanecía callado, como lo estuvo también cuando nada respondió a Pilato, que lo interrogaba.

Pero tú no te contentes con oír estas cosas, sino tenlas constantemente presentes, viendo al que es rey de la tierra y de los ángeles burlado por los soldados con palabras y con obras; y cómo todo lo tolera en silencio, y procura imitarlo de verdad. Como oyeron los soldados que Pilato lo había llamado rey de los judíos, lo revistieron de un paramento risible. Y Pilato lo sacó afuera y dijo: No encuentro en él delito alguno. Salió, pues, Jesús llevando su corona; pero ni aun así se aplacó el furor de los judíos, sino que clamaban: ¡Crucifícalo, crucifícalo! Como viera Pilato que en vano intentaba todos los caminos, les dijo: ¡Tomadlo allá y crucificadlo! Por aquí se ve que las afrentas anteriores fueron una concesión hecha a la ira de los judíos.

Dice Pilato: Yo no encuentro en él delito alguno. Observa de cuántos modos lo justifica el juez y con cuánta frecuencia rechaza los crímenes que se le achacan. Pero nada podía alejar de la presa aquellos canes. Las expresiones: Tomadlo allá vosotros y crucificadlo son propias de quien está ya fastidiado y de quien finalmente los empuja a una cosa ilícita. Los judíos lo habían llevado al juez para que condenado por su sentencia quedara perdido por ellos. Pero sucedió lo contrario, que por sentencia del juez fue absuelto. Entonces ellos, puestos en vergüenza por ese modo, respondieron al juez: Nosotros tenemos una Ley, y según la Ley debe morir, pues se ha hecho Hijo de Dios.

Pero entonces, ¿por qué cuando el juez dijo: Tomadlo allá vosotros y según vuestra ley juzgadlo, le respondisteis: A nosotros no nos es lícito dar la muerte a nadie; y en cambio ahora acudís a vuestra ley? Advierte además la acusación: Pues se ha hecho Hijo de Dios. Pero decidme: ¿Es cosa de recriminar a quien hace obras de Hijo de Dios el que a Sí mismo se llame Hijo de Dios? ¿Qué hacía mientras Cristo? En tanto que ellos así dialogaban, él hacía verdadero el dicho del profeta: No abrirá su boca. En su humildad fue arrebatado del juicio1; El callaba. Cuando Pilato les oyó decir que Jesús se hacía Hijo de Dios, temió; y con el miedo de que fuera verdad lo que decían, tembló de parecer que obraba con injusticia. En cambio los judíos, aun sabiendo ser eso verdad por la doctrina y las obras, no temblaron sino que lo llevaron a la muerte, por los mismos motivos por los que debían adorarlo.

Pilato ya no le pregunta: ¿Qué has hecho? Conmovido por el temor cuida de interrogarlo sobre cosas más altas y le dice: ¿Eres tú el Cristo? Pero Jesús nada le respondió. Ya había oído Pilato decir: Yo para esto nací y para esto he venido; y también: Mi reino no es de este mundo. Era pues su deber oponerse a los judíos y arrancarles a Cristo de sus manos. Pero no lo hizo, sino que se dejó llevar del impulso de los judíos. Estos, una vez refutados en todo, se acogen a la acusación de un crimen político y dicen a Pilato: Quien se proclama rey se rebela contra el César. Convenía por lo tanto examinar también este capítulo con diligencia y ver si anhelaba Cristo convertirse en tirano y echar del trono al César. Pero Pilato no lo examina acerca de eso; y por lo mismo tampoco Cristo le responde, pues sabía que el pretor inútilmente preguntaba.

Por lo demás no quería Cristo, estando en pie el testimonio de sus obras, vencer con el de sus palabras ni defenderse por este medio, demostrando con esto que voluntariamente se encontraba en aquel paso. Como El callaba, Pilato le dice: ¿No sabes que tengo poder para crucificarte? ¿Adviertes cómo a sí mismo de antemano se condena? Pues si todo está en tu mano ¿por qué no lo das libre, ya que no has encontrado en El crimen alguno? Pronunciada así la sentencia contra sí mismo, finalmente le dice Cristo: El que me entregó a ti tiene más grave pecado, con lo que avisaba al pretor que tampoco él estaba libre de pecado.

Luego, reprimiéndole su arrogancia y soberbia, le añadió: No tendrías potestad si no se te hubiera dado. Le declaraba así que todo iba sucediendo, no según el curso natural de las cosas, sino de un modo misterioso. Y para que Pilato al oír: Si no se te hubiera dado, no se creyera libre de crimen, añade Cristo: El que me entregó a ti tiene mayor pecado. Dirás: pero si se le había dado poder, ni él ni los judíos eran reos de pecado. Vanamente te expresas así; porque aquí la palabra dado es lo mismo que concedido. Como si dijera: Han permitido que esto sucediera, mas no por eso vosotros quedáis sin culpa. Aterrorizó Jesús a Pilato con semejantes palabras, y al mismo tiempo El claramente se justificó. Por lo cual Pilato intentó librarlo.

Mas los judíos de nuevo clamaban: Si dejas libre a éste, no eres amigo del César. Puesto que con presentar infracciones contra la ley de ellos nada habían aprovechado, astutamente acuden a las leyes civiles y dicen: Todo el que se hace rey se rebela contra el César. Pero ¿en dónde apareció Cristo anhelando ser rey? ¿Cómo podéis comprobarlo? ¿Por la púrpura? ¿Por la diadema, por el vestido, por los soldados? ¿Acaso no andaba siempre con solos los doce discípulos? ¿Acaso no usaba de alimentos, vestido, habitación más humildes que todos? Pero ¡oh impudentes! ¡Oh miedo inmotivado! Pilato, temeroso del peligro si en eso del reino se descuidaba, salió como quien va a examinar las acusaciones (porque esto da a entender el evangelista cuando dice que se sentó al tribunal); pero luego, sin instituir examen alguno, puso a Jesús en manos de los judíos, creyendo que así los doblegaría.

Que éste fuera su pensamiento, óyelo por sus palabras: ¡He aquí a vuestro rey! Y como ellos clamaran: ¡Crucifícalo! todavía les dijo: ¿A vuestro rey he de crucificar? Pero ellos gritaban: No tenemos otro rey que el César. Espontáneamente se sujetaron al castigo. Por eso Dios los entregó a sus enemigos, ya que ellos primero se habían sustraído a su providencia y protección; y pues de común consentimiento negaron a su rey, permitió Dios que por sus mismos votos se arruinaran.

Todo el curso de lo que se había ido ventilando debía haberles calmado la ira; pero temían que si Jesús quedaba libre de nuevo congregaría al pueblo; de manera que ponían todos los medios para que eso no sucediera. Grave cosa es la ambición; grave y tal que puede perder las almas. Por tal motivo ellos nunca dieron oídos a Jesús. Pilato con oírlo, por solas sus palabras se inclina a dejarlo ir libre; pero ellos instan y claman: ¡Crucifícalo! ¿Por qué tenían tan gran empeño en darle muerte? ¡Muerte ignominiosa era aquella! Temerosos por lo mismo de que su memoria perdurara en lo futuro, cuidan de que se le aplique este suplicio ignominioso, sin caer en la cuenta de que la verdad precisamente por los obstáculos más resplandece y se alza. Y que esto fuera lo que sospechaban, oye cómo lo dicen: Nosotros hemos oído que aquel engañador dijo: Después de tres días resucitaré2. Por tal motivo todo lo agitaban y revolvían con el objeto de borrar en lo futuro todo recuerdo de Jesús. Y gritaban repetidas veces: ¡Crucifícalo! Los príncipes habían corrompido a la turba desordenada.

Por nuestra parte, no únicamente leamos estas cosas, sino llevemos en nuestro pensamiento la corona de espinas, la clámide, la caña hueca, las bofetadas, los golpes dados en los ojos, los salivazos y las burlas. Tales cosas, si frecuentemente las meditamos, pueden apagar toda la ira. Aun cuando se burlen de nosotros, aun cuando suframos injusticias, repitamos muchas veces: No es el siervo más que su señor3. Traigamos a la memoria lo que los judíos rabiosos le decían a Jesús: Eres poseso, eres samaritano; en nombre de Beelzebul arroja los demonios. Todo esto lo sufrió El para que sigamos sus huellas, soportando las afrentas, que es la cosa que más duele a las almas.

En realidad El no sólo padeció estas cosas, sino que puso todos los medios para librar del castigo preparado a quienes las perpetraron y maquinaron. Así les envió para su salvación a los apóstoles. Y a éstos les oímos que les dicen a los judíos: Sabemos que procedisteis por ignorancia4; y así los atraen a penitencia. Imitemos estas cosas. Nada hay que aplaque a Dios como el amar a los enemigos y hacer bien a los que nos dañan. Cuando alguno te molesta, no te fijes en él, sino en el demonio que es quien lo mueve, e irrítate grandemente contra éste. En cambio al que éste ha movido, compadécelo. Si la mentira viene del demonio, mucho más proviene de él irritarse sin motivo. Cuando veas al que de ti se burla, piensa que es el demonio quien lo incita, puesto que semejantes burlas no son propias de cristianos.

Ciertamente aquel a quien se le ha ordenado llorar y ha oído aquella palabra: ¡Ay de vosotros los que reís a carcajadas!5 Ese tal, cuando echa injurias a la cara o se burla o se irrita, no es digno de injurias sino de lágrimas. También Cristo se conmovió pensando en Judas. Cuidemos de poner por obra estas cosas. Si no lo hacemos, en vano hemos venido a este mundo, o mejor dicho, para nuestra desgracia. No puede la fe sin obras introducir al Cielo. Al revés, puede servir para mayor condenación de quienes viven desordenadamente.

Dice Cristo: Quien conoce la voluntad de su señor y no la cumple, será reciamente, abundantemente azotado. Y también: Si Yo no hubiera venido y no les hubiera hablado, no tendrían pecado6. Pues bien, qué excusa tendremos los que habitando en los palacios reales, penetrando en el santuario, hechos partícipes de los misterios que redimen de los pecados, somos peores que los gentiles que no disfrutan de ninguna de esas cosas? Si los paganos por la gloria vana dieron tantas muestras de alta sabiduría y virtudes, mucho más conveniente es que nosotros por la voluntad de Dios ejercitemos toda clase de virtud.

Pero ahora, ni siquiera despreciamos los dineros cuando esos paganos con frecuencia despreciaron la vida; y en las guerras ofrecieron a la insania de los demonios a sus propios hijos, y para honrarlos pasaron por sobre lo que pedía la humana naturaleza. Nosotros ni siquiera despreciamos la plata por Cristo, ni deponemos la ira para agradar a Dios, sino, que nos ponemos furiosos y en nada diferimos de los delirantes atacados de la fiebre. Pues así como éstos, a causa de su enfermedad están ardiendo, así nosotros como ahogados por un fuego, nunca logramos contener la codicia, sino que acrecentamos la avaricia y la cólera.

Por tal motivo me avergüenzo y me admiro sobre manera cuando veo entre los gentiles gentes que desprecian las riquezas, mientras que acá entre nosotros todos andamos enloquecidos por la codicia. Pues aun cuando veamos entre vosotros a algunos que las desprecian, pero esos tales son por otra parte víctimas de otros vicios, como son la ira y la envidia: cosa difícil es encontrar quienes limpiamente ejerciten todas las virtudes. Y la razón es que no cuidamos de tomar los remedios que nos ofrecen las Sagradas Escrituras, ni atendemos a su lectura con el corazón contrito y con lágrimas, sino que cuando tenemos algún descanso las leemos, pero muy de ligero, y por encima.

Por tal motivo, y habiendo entrado ya en el alma todo un aluvión de cosas seculares, éste la inunda y arrastra consigo y destruye el fruto que se haya podido conseguir. No puede ser que quien tiene una llaga y le aplica la medicina, pero no la liga cuidadosamente sino que deja que el remedio se caiga y expone su úlcera al agua y al polvo, al calor y a otros incontables elementos, capaces de exacerbar la llaga, aproveche algo. Y no acontece tal cosa por falta de eficacia del remedio, sino por la desidia del enfermo. Y es lo que suele acontecernos cuando apenas si atendemos un poco a las divinas palabras, mientras que, por el contrario, continuamente nos damos a los negocios del siglo. La simiente queda ahogada y no produce fruto.

Para que esto no suceda, abramos siquiera un poquito los ojos y levantémoslos al cielo; y de ahí abajémoslos luego a los sepulcros y a las tumbas de los muertos. La misma muerte nos espera a todos y la misma necesidad de salir de este mundo se nos echa encima, quizá incluso antes de que llegue la noche. Preparémonos para semejante partida, puesto que necesitamos abundante viático; porque allá al otro lado hay grandes calores, mucho bochorno y gran soledad. Allá no se puede demorar en la hospedería ni comprar en la plaza: todo hay que llevarlo preparado desde acá. Oye lo que dicen las vírgenes prudentes del evangelio: Id a los vendedores7. Oye lo que dice Abraham: Grande abismo hay entre vosotros y nosotros8. Escucha lo que clama Ezequiel en referencia a ese día último: Ni Noé, ni Job, ni Daniel librarán a sus hijos9.

Pero... lejos de nosotros que vayamos a oír tales palabras; sino que habiendo apañado acá todo el viático necesario para la vida eterna, ojalá contemplemos al Señor nuestro Jesucristo, con el cual sean al Padre, juntamente con el Espíritu Santo, la gloria, el poder y el honor, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.
(SAN JUAN CRISÓSTOMO, Explicación del Evangelio de San Juan, Homilía LXXXIV (LXXXIII), Tradición S.A. México 1981, Tomo 2, pp. 345-352)

[1] Is 53, 7-8
2 Mt 23, 63
3 Jn 13, 16
4 Hch 3, 17
5 Lc 6, 25
6 Jn 15, 22
7 Mt 25, 9
8 Lc 16, 26
9 Ez 14, 14



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Aplicación - R.P. Carlos Miguel Buela, I.V.E. - La Cruz

a. Sentido literal

Probablemente, la palabra cruz deriva del sánscrito krugga = cayado; los hebreos la llaman ‘ês = árbol; los griegos traducen staurós = palo, estaca. Parecieran indicar el origen primitivo de la cruz como suplicio. Sería el árbol o palo (el stipes o palus) donde fijaban al condenado.

Después le añadieron el palo transversal u horizontal, la horca de las eras o patíbulo (el patibulum). Así lo llamaban los romanos porque al principio era la tranca de las puertas de casa1.

El condenado al suplicio de la cruz era llamado «cruciarius », lo normal era que llevase sólo el «patibulum», al hombro o por detrás del cuello con los brazos atados a él. Era acompañado por 4 soldados, «milites» o «tetradion»2 encargados de llevarle al lugar de la crucifixión, crucificarle y custodiarle hasta la muerte. Estaban mandados por un centurión llamado «exactor mortis».

Se lo llevaba por los lugares más transitados para escarmiento y ejemplaridad de la pena. Se los solía crucificar fuera de la ciudad, incluso en Roma. Generalmente los azotaban por el camino. Llevaban una tabla, a veces emblanquecida, con la causa de la condena3.


b. Sentido figurado

En el caso del mandato del Señor: Tome su cruz cada día... (Lc 9,23) dice el Card. Gomá y Tomás: «la locución es figurada»4. La palabra cruz denota una idea diversa de la que recta y literalmente significa. En este sentido, cruz significa humillación, afrentas, tormentos, muerte, pena, pesadumbre.


c. Sentido simbólico

Para algunos, la cruz es el tercero de los símbolos fundamentales, con el centro, el círculo y el cuadrado. Establece una relación con los otros tres: por la intersección de sus dos rectas, que coincide con el centro, abre éste al exterior; se inscribe en el círculo y lo divide en cuatro segmentos; engendra el cuadrado y el triángulo, cuando sus extremidades se encuentran con cuatro rectas. La simbólica del cuatro se liga en gran parte a la cruz, pero sobre todo cuando designa un cierto juego de relaciones en el interior del cuatro y del cuadrado. La cruz es el más totalizante de los símbolos5.

La cruz, dirigida hacia los cuatro puntos cardinales, es el principio de todos los símbolos de orientación. El cruce de ambos ejes mayores realiza la cruz de la orientación total. El centro del cuadrado coincide con el centro del círculo. Este punto común es la gran encrucijada de lo imaginario6. Es la gran vía de comunicación. Es la cruz que recorta, ordena y mide los espacios sagrados, como los templos; dibuja las plazas de las ciudades; atraviesa los campos y los cementerios; la intersección de sus ramas marca las encrucijadas; en este punto central se eleva un altar, una piedra, un mástil. Centrípeto, su poder es también centrífugo. La cruz explicita el misterio del centro. Es difusión, emanación, pero también reunión, recapitulación7.

Para algunos marca el reparto de los cuatro elementos: aire, tierra, fuego y agua, y sus cualidades: caliente, seco, húmedo y frío. Para otros es la convergencia de las direcciones y de las oposiciones, lugar de su equilibrio, el centro de la cruz corresponde al vacío del cubo de la rueda. El símbolo de la cruz es una unión de contrarios8.

Podemos también decir que es una figura con dos líneas y un punto, que se cortan pero se unen; donde se encuentran y se separan la vertical y la horizontal; la una toca al cielo y a la tierra, la otra abraza a todo lo humano. Son cuatro, da razón a lo cuádruple y al cuadrángulo, tiene brazos que abarcan 360º, son aspas de molino, su signo es el + que indica lo sumo, su cruce es un nudo. De tal modo que nos encontramos con una figura y un punto formado por dos líneas, perpendicular o vertical y horizontal o transversal, que forman ángulo recto con la otra línea y atraviesan de un lado a otro, formando 4 ángulos rectos.

Como dice Chesterton, la cruz es símbolo al mismo tiempo de la salvación y del misterio; es centrífugo porque se vuelca hacia afuera; pese a tener en su centro una fusión y una contradicción, puede prolongar hasta siempre sus cuatro brazos, sin alterar su estructura; puede agrandarse sin cambiar nunca, porque en su centro yace una paradoja; la cruz abre sus brazos a los cuatro vientos; es el indicador de los viajeros libres9.

Por eso la vieja copla dice: «Sin cruz no hay gloria ninguna, ni con cruz eterno llanto; santidad y cruz es una; no hay cruz que no tenga santo, ni santo sin cruz alguna».


d. Sentido metafórico o moral

Es el sentido de la enseñanza de Jesús: Decía a todos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame» (Lc 9,23). Por eso es adaptado a la vida del cristiano de «cada día». Para Maldonado es un hebraísmo que alude a la cruz de Cristo y al hecho de que tenemos que estar preparados por amor de Cristo, no sólo a morir, sino también a ser crucificados10.

A este sentido se refieren todos los santos. Ellos han vivido con tal plenitud la cruz de Cristo, que dicen de ella cosas admirables, por ejemplo: San Juan de la Cruz como siempre hace honor a su nombre: «Cuando se ofreciere algún sinsabor o disgusto, acuérdese de Cristo crucificado y calle»11. «Crucificada interior y exteriormente con Cristo [...] bástele Cristo crucificado y con Él sufra y descanse [...]. El que no busca la cruz de Cristo, no busca la gloria de Cristo»12. «Conviene que no nos falte cruz, como a nuestro Amado hasta la muerte de amor»13.

San Juan de Ávila se inspira en la cruz de Cristo para enardecer su celo apostólico, de esta manera: «Oh cruz, hazme lugar, y recibe mi cuerpo y deja el de mi Señor! ¡Ensánchate, corona (de espinas), para que pueda yo ahí poner mi cabeza! ¡Dejad, clavos, esas manos inocentes, y atravesad mi corazón, y llagadlo de compasión y amor! [...] ¿Qué has hecho, Amor dulcísimo? ¿Qué has querido hacer en mi corazón? Vine aquí para curarme, ¿y me has herido? Vine para que me enseñases a vivir, ¿y me haces loco? ¡Oh sapientísima locura, no me vea yo jamás sin ti!»14.

San Pablo de la Cruz encuentra toda la fecundidad apostólica en la cruz: «Queréis que muera con vos sobre la cruz [...] Mi corazón ya no será mío [...] Mío sólo será Dios. ¡He aquí mi amor! [...] Deseando morir así en la cruz, con la que mueren en el Calvario con el Esposo de las almas enamoradas [...] para resucitar después con Jesús triunfante en el cielo»15.

También Santa Teresita del Niño Jesús, patrona de las Misiones, anhelaba con todas las fuerzas de su alma la cruz: «La muerte de amor que deseo es la de Jesús en la cruz»16.

La Santa mártir Edith Stein enseña la realidad de la cruz en su libro La Ciencia de la cruz y en otros escritos: «Yo estoy contenta con todo. Una ciencia de la cruz sólo puede lograrse cuando uno llega a experimentar del todo la cruz»17.

La sierva de Dios Concepción Cabrera de Armida dice: «Si quieres salvar almas, transfórmate en la cruz»18. Y en otra obra: «La cruz fecunda cuanto toca [...] Ese amor amasado con el dolor es el amor salvador [...] La cruz es el pulso del amor, y para saber sufrir, saber amar»19.

La sierva de Dios María Inés Teresa Arias afirma que es la fuente de la maternidad espiritual y que Cristo «quiere que ames la cruz y que, con tus dolores, cualesquiera que ellos sean, le compres innumerables almas. La maternidad, aún la espiritual, se compra a base de sacrificios». Ella quería de sus misioneras «una hermosa escultura de Jesús crucificado»20.

Luminosamente, como siempre, testimonia Juan Pablo II: «Cada uno está llamado a seguirlo (a Cristo) llevando su propia cruz: la cruz intelectual que doblega la razón humildemente ante los misterios de Dios; la cruz de la ley moral, por la que es preciso guardar todos los mandamientos; la cruz del propio deber, de las situaciones contingentes, de los sufrimientos y las pruebas, que exigen paciencia y confianza en la Providencia»21.

¡No!, las armas de nuestro combate no son carnales, antes bien, para la causa de Dios, son capaces de arrasar fortalezas. Deshacemos sofismas y toda altanería que se subleva contra el conocimiento de Dios y reducimos a cautiverio todo entendimiento para obediencia de Cristo (2 Cor 10,4-5). ¡Todo ello gracias a la cruz de Cristo!


e. Cruz y bienaventuranzas

Para terminar esta reflexión sobre la cruz, quiero referirme a un aspecto que, para mí, es esencial.

No hay cruz sin bienaventuranzas, ni bienaventuranzas sin cruz. Y cuando digo bienaventuranzas me refiero a todo el Sermón de la Montaña. Ambas nos empujan a la santidad y a la misión. La cruz es la verificación de las bienaventuranzas y es la garantía de su autenticidad, novedad, vigencia, urgencia y valor imperecedero. La cruz son las bienaventuranzas en su fulcro, en su ápice; es su pleroma. La cruz son las bienaventuranzas en acción y en acto. El monte Calvario remite al de las Bienaventuranzas y éste a aquél. Cruz y bienaventuranzas van siempre juntas. La ciencia de la cruz ilumina las bienaventuranzas y la alegría de las bienaventuranzas enardece la alegría de la cruz. Ambas son el cielo en la tierra.

Además, en la cruz nos da el más maravilloso ejemplo de vivir en plenitud el Sermón de la Montaña22, en especial, las bienaventuranzas evangélicas. En efecto, Cristo no sólo las enseñó, sino que, también, en toda su vida las practicó, llegando en la cruz a su punto más alto. Por eso decía San Agustín: «El madero en que están fijos los miembros del que sufre es también la cátedra del maestro que enseña»23. Sobre todo nosotros, los religiosos que «queremos dar el “testimonio de que el mundo no puede ser transformado ni ofrecido a Dios sin el espíritu de las bienaventuranzas”24» 25.

¿Quién más perseguido por la justicia que Jesús? Es la octava bienaventuranza confirmación de todas las anteriores. Es el Mártir por excelencia. Grande fue su recompensa: mereció para sí el ensalzamiento de la resurrección, de la ascensión, de sentarse al lado del Padre y de ser Juez de vivos y muertos; y para nosotros todas las gracias necesarias para la salvación eterna: ...conducíos con temor durante el tiempo de vuestro destierro, sabiendo que habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo, predestinado antes de la creación del mundo y manifestado en los últimos tiempos a causa de vosotros (1 Pe 1,17-20). Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros (Mt 5,10-12).

¿Quién más pobre? Ni siquiera tuvo vestiduras en la cruz: Le desnudaron (Mt 27,28; passim): Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos (Mt 5,3).

¿Quién más manso que Jesús? Como oveja fue llevado al matadero: Fue llevado como una oveja al matadero; y como cordero, mudo delante del que lo trasquila, así Él no abre la boca. En su humillación le fue negada la justicia; ¿quién podrá contar su descendencia? Porque su vida fue arrancada de la tierra26. El eunuco preguntó a Felipe: «Te ruego me digas de quién dice esto el profeta: ¿de sí mismo o de otro?» Felipe entonces, partiendo de este texto de la Escritura, se puso a anunciarle la Buena Nueva de Jesús (Hech 8,32-35); Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra (Mt 5,4).

¿Quién más penitente que Jesús? Su último lecho fue el árbol de la cruz. Ni siquiera quiso beber, sólo le mojaron los labios –y eso que estaba abrasado por la sed traumática–, para que se cumpliese la Escritura: Está seco mi paladar como una teja y mi lengua pegada a mi garganta; tú me sumes en el polvo de la muerte (Sal 22,16); Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados (Mt 5,5). ¿Quién más deseoso de santidad que Jesús? El hambre y sed de justicia no es otra cosa que hambre y sed de santidad, ¿no murió, acaso, para que seamos santos?: Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados (Mt 5,6).

¿Quién más misericordioso que Jesús? Misericordia quiero [...] Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores (Mt 9,13); Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia (Mt 5,7). ¿Quién más puro que Jesús? ¿Quién le puede argüir de pecado?: Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios (Mt 5,8).

¿Quién más amante de la paz que Jesús? Perdonó hasta a sus enemigos: Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios (Mt 5,9). Asimismo, esas obras excelentes más propias de los dones del Espíritu Santo que de las virtudes, se manifiestan, elocuentemente, en esa perpetuación de la cruz que es la Santa Misa. En efecto: ¿Quién más pobre que Jesús en la Eucaristía? No tiene ni siquiera su figura propia, está en especie ajena.

¿Quién más manso que Jesús en la Eucaristía? No grita, no vocifera, no reta a nadie, no protesta. Mudo, no abre la boca.

¿Quién más penitente que Jesús en la Eucaristía? Está presente allí con el triple anonadamiento: 1º el de la Encarnación; 2º el de la Pasión, porque está en estado de Víctima, es el Christus passus; 3º el de rebajarse bajo las especies.

¿Quién más deseoso de santidad que Jesús en la Eucaristía? Allí nos alimenta, nos perdona, nos permite dar gracias, nos alcanza sus favores, nos hace crecer en la gracia santificante, nos da la vida eterna. Nos une con Dios y con nuestros hermanos.

¿Quién más misericordioso que Jesús en la Eucaristía? Quiso quedarse sustancialmente presente con cuerpo entregado y su sangre derramada «para el perdón de los pecados»27.

¿Quién más puro que Jesús en la Eucaristía? Nada manchado hay en ella. La Eucaristía forma a los puros, a los castos, en la juventud, en el matrimonio y en la viudez, a los célibes, a los vírgenes. Concede a muchos la gracia de envejecer en la virginidad como decía San Agustín28. Por eso uno de los nuestros escribió:

«Señor, quiero ser una hostia.
Blanca, sin mancha, por tu gracia y para Ti.
Frágil, sólo fuerte en Ti»29.

¿Quién más amante de la paz que Jesús en la Eucaristía? Él se forja allí un ejército pacífico, un escuadrón de amantes de la paz que sólo Él puede dar.

¿Quién tolera tanto como Jesús en la Eucaristía? Tolera a los blasfemos, a los sacrílegos, a los que lo reciben en pecado grave, a los desagradecidos, a los distraídos, a los indiferentes. Ahora, igual que en la cruz. Se entrega al Padre por todos. Es el amor llevado a las últimas consecuencias: Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo (Jn 13,1). Nos amó hasta el extremo de la Eucaristía. La Eucaristía es la cosa más extremosa que hay sobre la tierra, tan extremosa como la cruz.
(BUELA, C., Las Servidoras, (Tomo I), Editrice del Verbo Incarnato, Segni (Roma), 2007, pp. 107 – 117)

[1] Cf. ALEJANDRO DÍAZ MACHO, «Cruz», en Enciclopedia de la Biblia, T. II, Ed. Garriga, Barcelona 1969, 687.
2 Cf. Hech.12,4
3 Cf. MANUEL DE TUYA, OP, Del Cenáculo al Calvario, 480ss.
4 CARD. GOMÁ Y TOMÁS, El Evangelio explicado, T. III, Ed. Casulleras, Barcelona 1949, 52.
5 Cf. Diccionario de los símbolos, Editorial Herder, Barcelona 1991, 365.
6 Cf. Ibid., 366.
7 Cf. Ibid., 365.
8 Cf. Ibid., 362-370.
9 Cf. G. K. CHESTERTON, Ortodoxia.
10 Cf. JUAN DE MALDONADO, Comentarios a los Evangelios, T. I, BAC, Madrid 1954, 419.
11 SAN JUAN DE LA CRUZ, Carta XX; varias de las citas de santos, beatos y siervos de Dios, las tomamos de MONS. JUAN ESQUERDA BIFET, «Fecundidad misionera de la Cruz», L’Osservatore Romano (en adelante lo citaremos OR), 21/04/1995, 12.
12 SAN JUAN DE LA CRUZ, Avisos, nn. 86-101 (citado por Mons. Juan Esquerda Bifet).
13 SAN JUAN DE LA CRUZ, Carta XI (citado por Mons. Juan Esquerda Bifet).
14 SAN JUAN DE ÁVILA, Tratado del amor de Dios (citado por Mons. Juan Esquerda Bifet).
15 SAN PABLO DE LA CRUZ, Muerte mística (citado por Mons. Juan Esquerda Bifet).
16 SANTA TERESA DE LISIEUX, De sus últimas palabras (citado por Mons. Juan Esquerda Bifet).
17 SANTA EDITH STEIN, La Ciencia de la Cruz, Werke IX, 167 (citado por Mons. Juan Esquerda Bifet).
18 SIERVA DE DIOS CONCEPCIÓN CABRERA DE ARMIDA, Cuenta de conciencia, 4/197-199 (citado por Mons. Juan Esquerda Bifet).
19 SIERVA DE DIOS CONCEPCIÓN CABRERA DE ARMIDA, Cadena de amor, 14,15 (citado por Mons. Juan Esquerda Bifet).
20 MARÍA INÉS TERESA ARIAS, La lira del corazón de la misionera clarisa (pro-manuscrito), (citado por Mons. Juan Esquerda Bifet).
21 JUAN PABLO II, «Homilía durante la Santa Misa en la gruta de Lourdes en los jardines vaticanos», el 25 de junio de 1995; OR, 30/06/1995, 2 (paréntesis nuestro).
22 Cf. Mt 5.6.7.
23 SAN AGUSTÍN, citado por SANTO TOMÁS, S. Th., III, 46, 4.
24 CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO II, Lumen gentium, n. 31.
25 [1].
26 Este texto pertenece al vaticinio de Isaías 52,13-53,12.
27 Misal Romano, Plegarias eucarísticas.
28 Cf. SANAGUSTÍN, Confesiones, BAC, Madrid 1946, lib. 8, c. 2, n. 27, 643.
29 MARCELO JAVIER MORSELLA, en su agenda.



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Aplicación: Padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap. - "Estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos" (Ap. 1,18)


Algunos padres de la Iglesia han encerrado en una imagen todo el misterio de la redención. Imaginemos, decían, que tenga lugar en el estadio una lucha épica. Un valiente ha enfrentado al cruel tirano que tenía esclavizada la ciudad, y con enorme esfuerzo y sufrimiento, lo ha vencido. Tú estabas en las graderías, no has luchado, ni te has esforzado ni te han herido. Pero si admiras al valiente, si te alegras con él por su victoria, si le tejes coronas, provocas y agitas a la asamblea por él, si te inclinas con alegría por el vencedor, le besas la cabeza y le das la mano, en definitiva, si tanto deliras por él, hasta considerar como tuya su victoria, te digo ciertamente que tú tendrás parte en el premio del vencedor.

Pero aún hay más: supongamos que el vencedor no tenga ninguna necesidad del premio que ganó, pero quiera más que nada, ver honrado a su sostenedor y considerar el premio por el que luchó, como la coronación del amigo. ¿En tal caso aquel hombre no obtendrá quizás la corona, incluso si no ha luchado ni ha sido herido? ¡Por supuesto que sí![1]

Así, dicen estos padres, sucede entre Cristo y nosotros. "Él, en la cruz, ha vencido a su antiguo enemigo". "Nuestras espadas --exclama san Juan Crisóstomo--, no están ensangrentadas, no estábamos en la lucha, no tenemos heridas, la batalla ni siquiera la hemos visto, y he aquí que obtenemos la victoria. Suya fue la lucha, nuestra la corona. Y visto que hemos ganado también nosotros, debemos imitar lo que hacen los soldados en estos casos: con voces de alegría exaltamos la victoria, entonamos himnos de alabanza al Señor"[2].

No se podría explicar de una manera mejor el significado de la liturgia que estamos celebrando.

¿Pero lo que estamos haciendo es también eso una imagen, la representación de una realidad del pasado, o es la misma realidad? ¡Las dos cosas! "Nosotros, --decía san Agustín al pueblo--, sabemos y creemos con fe certera que Cristo murió una sóla vez por nosotros [...]. Sabéis perfectamente que todo esto sucedió una sola vez y sin embargo la solemnidad lo renueva periódicamente [...]. Verdad histórica y solemnidad litúrgica no están en conflicto entre sí, como si la segunda fuera falsa y sólo la primera correspondiera con la verdad. De aquello que la historia afirma que ha sucedido, en realidad, una sola vez, la solemnidad a menudo lo renueva en los corazones de los fieles".[3]

La liturgia "renueva" el evento: ¡Cuántas discusiones, durante cinco siglos, sobre el significado de esta palabra, especialmente cuando se aplica al sacrificio de la cruz y a la misa! Pablo VI utilizó un verbo que podría allanar el camino para un entendimiento ecuménico sobre este tema: el verbo "representar", entendido en el sentido fuerte de re-presentar, es decir, hacer nuevamente presente y operante el hecho.[4]

Hay una diferencia sustancial entre la representación de la muerte de Cristo y aquella, por ejemplo, de la muerte de Julio César en la tragedia homónima de Shakespeare. Nadie atiende, siendo vivo, al aniversario de su muerte; Cristo sí, porque Él ha resucitado. Sólo él puede decir, como lo hace en el Apocalipsis: "Estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos". (Ap. 1,18). Debemos estar atentos en este día, al visitar los llamados "Repositorios" o al participar en las procesiones del Cristo muerto, no merezcamos el reproche que Cristo resucitado dirige a las pías mujeres en la mañana de Pascua: "¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo?" (Lc. 24,5).

Es una afirmación osada, pero verdadera la de ciertos autores ortodoxos. “La anamnesi, o sea el memorial litúrgico vuelve al evento más verdadero de lo que sucedió históricamente la primera vez”. En otras palabras es más verdadero y real para nosotros que lo revivimos “según el Espíritu” de lo que era para quienes lo vivían “según la carne”, antes que el Espíritu Santo le revelara a la iglesia el significado pleno.

Nosotros no estamos celebrando solamente un aniversario, sino un misterio. Y nuevamente san Agustín explica la diferencia entre las dos cosas. La celebración “como en un aniversario”, no pide otra cosa –dice– si no la de “indicar con una solemnidad religiosa el día del año en el que se fija el recuerdo de este hecho”; en la celebración como un misterio (“en sacramento”), “no solamente se conmemora un hecho sino que se hace de tal manera que se entienda su significado y sea acogido santamente”.[5]

Esto cambia todo. No se trata solamente de asistir a una representación, sino de “acoger” el significado, de pasar de espectadores a actores. Nos toca a nosotros por lo tanto elegir qué parte queremos representar en el drama, quién queremos ser: si Pedro, Judas, Pilato, la muchedumbre, el Cirineo, Juan, María… Ninguno puede quedarse neutral; no tomar posición es pretender una bien precisa: la de Pilatos que se lava las manos, o la de la muchedumbre que desde lejos “estaba mirando” (Lc 23,35). Si volviendo a casa esta noche alguien nos pregunta: “¿De dónde vienes, dónde has estado?” respondamos al menos en nuestro corazón: “¡En el Calvario!”.

Todo esto no se realiza automáticamente, solamente por el hecho de haber participado de esta liturgia. Se trata, decía san Agustín, de “acoger” el significado del misterio. Esto se realiza con la fe. No hay música si no existe un oído que escuche, por más que la música de la orquesta toque fuerte; no hay gracia allá donde no hay una fe que la acoja.

En una homilía pascual del siglo IV, el obispo pronunciaba estas palabras extraordinariamente modernas y se diría existencialistas: “Para cada hombre, el principio de la vida es aquel, a partir del cual Cristo fue inmolado por él. Pero Cristo se ha inmolado por él en cuanto él reconoce la gracia y se vuelve consciente de la vida que le ha dado aquella inmolación”.[6]

Esto sucedió sacramentalmente en el bautismo, pero tiene que suceder conscientemente y siempre de nuevo en la vida. Antes de morir debemos tener el coraje y hacer un acto de audacia, casi un golpe de mano: apropiarse de la victoria de Cristo. !Una apropiación indebida! Una cosa lamentablemente común en la sociedad en la que vivimos, pero que con Jesús ésta no solamente no nos está prohibida, sino que se nos recomienda. “Indebida” que significa que no nos es debida, que no la hemos merecido nosotros, pero que nos es dada gratuitamente por la fe.

Más bien vayamos a lo seguro, escuchemos a un doctor de la iglesia. “Yo –escribe san Bernardo– lo que no puedo obtener por mi mismo, me lo apropio (literalmente, !lo usurpo!) con confianza del costado traspasado del Señor, porque está lleno de misericordia. Mi mérito por lo tanto es la misericordia de Dios. No soy pobre de méritos mientras Él sea rico de misericordia. Pues si la misericordia del Señor es mucha (Sal 119, 156), yo tendré abundancia de méritos. ¿Y que es de mi justicia? Oh Señor, me acordaré solamente de tu justicia. De hecho esa es también la mía, porque tú eres para mí justicia de parte de Dios”. (cf. 1 Cor 1, 30).[7]

¿Acaso este modo de concebir la santidad volvió a san Bernardo menos celoso de las buenas obras, menos empeñado en adquirir la virtud? Quizás descuidaba la mortificación de su cuerpo y de reducirlo a esclavitud (cf. 1 Cor 9,27), el apóstol Pablo quien antes que todos y más que todos había hecho de esta apropiación de la justicia de Cristo la finalidad de su vida y de su predicación (cf. Fil 3, 7-9).

En Roma, como en todas las ciudades grandes existen los que no tienen un techo. Tienen un nombre en todos los idiomas: homeless, clochards, barboni, mendigos: personas humanas que lo único que tienen son unos pocos trapos que visten y algún objeto que llevan en bolsas de plástico.

Imaginemos que un día se difunde esta voz: en via Condotti (¡todos saben lo que significa en Roma la via Condotti!), está la dueña de una boutique de lujo que, por alguna razón desconocida, por interés o generosidad, invita a todos los mendigos de la estación Termini a ir a su negocio, a dejar sus trapos sucios, a ducharse y después a elegir el vestido que deseen entre los que están expuestos y llevárselos, así, gratuitamente.

Todos dicen en su corazón: “¡Esta es una fábula, no sucederá nunca!”. Es verdad, pero lo que no sucede nunca entre los hombres es lo que puede suceder cada día entre los hombres y Dios, porque, ¡delante de Él, aquellos mendigos somos nosotros! Esto es lo que sucede con una buena confesión: te despojas de tus trapos sucios, los pecados; recibes el baño de la misericordia y te levantas “cubierto por ropas de fiesta, envuelto en manto de victoria” (Is. 61, 10).

El publicano de la parábola que fue al templo a rezar dijo simplemente, pero desde lo profundo de su corazón: “¡Oh Dios, ten piedad de mí, que soy pecador!”, y “volvió a su casa justificado”. (Lc. 18,14), reconciliado, hecho nuevo, inocente. Igual, si tenemos su fe y su arrepentimiento, podrán decirlo de nosotros volviendo a casa después de esta liturgia.


Entre los personajes de la pasión con los cuales podemos identificarnos me doy cuenta que he omitido uno, que más que todos espera a quien quiera seguir su ejemplo: el buen ladrón. El buen ladrón confiesa completamente su pecado; le dice a su compañero que insulta a Jesús: “¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros con razón porque nos lo hemos merecido por nuestros hechos; en cambio este, nada malo ha hecho” (Lc. 23, 40s.). El buen ladrón se muestra como un excelente teólogo. Solamente Dios, de hecho, sufre absolutamente como inocente; cada persona que sufre debe decir: “Yo sufro justamente”, porque aunque si no es el responsable de la acción que le viene imputada, no está enteramente libre de culpa. Solamente el dolor de los niños inocentes se asemeja al de Dios y por esto es así misterioso y sagrado.

Cuántos delitos atroces se quedaron, en los últimos tiempos, sin un culpable, ¡Cuánto casos no resueltos! El buen ladrón lanza un llamado a los responsables: hagan como yo, salgan al descubierto, confiesen su culpa; experimentareis también vosotros la alegría que yo he sentido cuando escuché la palabra de Jesús: “¡Hoy estarás conmigo en el paraíso!” (Lc 23,43).

Cuántos reos confesos pueden confirmar que fue así también con ellos: que pasaron del infierno al paraíso el día que tuvieron el coraje de arrepentirse y confesar su culpa. También yo he conocido a alguno. El paraíso prometido es la paz de conciencia, la posibilidad de mirarse en el espejo y mirar a los propios hijos sin necesidad de tener que despreciarse.

No lleváis a la tumba vuestro secreto; os procuraría una condena más temible que aquella humana. Nuestro pueblo no es despiadado con quien se ha equivocado, si reconoce el mal realizado, sinceramente, no solamente por conveniencia. Por el contrario, está listo a apiadarse y acompañar al arrepentido en su camino de redención (que en todo caso se vuelve más breve). “Dios perdona muchas cosas, por una obra buena”, dice Lucía en “Los Novios” de Alessandro Manzoni, al hombre que la había raptado. Aún más, tenemos que decir, Él perdona muchas cosas debido a un acto de arrepentimiento. Lo ha prometido solemnemente: “Aunque fuesen sus pecados rojos como la grana, como nieve blanquearán; y así rojeasen como el carmesí, como lana quedarán” (Is. 1, 18).

Volvamos ahora a hacer lo que hemos escuchado al inicio, que es nuestra tarea en este día: con voces de júbilo exaltemos la victoria de la cruz, entonemos himnos de alabanza al Señor. “O Redemptor, sume carmen temet concinentium”.[8] Y tú, Redentor nuestro, acoge el canto que elevamos hasta ti.

Notas
[1] Nicola Cabasilas, Vida en Christo, I, 9 (PG 150, 517)
[2] S. Juan Crisostomo, De coemeterio et de cruce (PG, 49, 596)
[3] S. Agustín, Sermone 220 (PL 38, 1089)
[4] Cf. Paolo VI, Mysterium fidei (AAS 57, 1965, p. 753ss)
[5] S. Agustín, Epistola 55, 1, 2 (CSEL 34, 1, p. 170)
[6] Homilía pascual del año 387 (SCh 36, p. 59s.)
[7] S. Bernardo de Claravalle, Sermones sobre el Cantar, 61, 4-5 (PL 183, 1072).
[8] Himno del Domingo de las Ramas y de la Misa Crísmale del Jueves Santo.

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Aplicación: Mons. Fulton Sheen I - Las siete palabras a la Cruz


Nuestro Señor dijo siete palabras desde la cruz, pero hubo también siete palabras dirigidas a nuestro Señor en la Cruz.

Primera palabra a la Cruz.

Hay personas que nunca permanece junto a la cruz el tiempo suficiente para absorber la misericordia que del crucificado emana. Tales personas son los transeúntes, “los que pasaban”.

“…y los que pasaban le decían injurias, meneando sus cabezas,
y diciendo; Tú que derribas el templo, y en tres días lo reedificas,
¡Sálvate a ti mismo! ¡Si eres Hijo de Dios, desciende de la Cruz!” (Mt, 27, 39 ss)

Apenas estaba el Señor en la cruz, cuando ya le pedían que bajara de ella. “Desciende de la cruz” es la petición más típica de un mundo regenerado frente a la abnegación, una religión sin cruz. Mientras Él, el hijo de Dios, estaba rogando por sus verdugos: “Padre, perdónalos…”, ellos se mofaban de Él diciendo: “Si eres Hijo de Dios…” Si les hubiera obedecido y hubiera bajado efectivamente de la cruz ¿en quién habrían creído? ¿Cómo podía el amor ser amor, si nada costaba al Amante? Si Cristo hubiera descendido, habría habido la cruz, más no el crucifijo. La cruz de contradicción; la crucifixión es la solución de la contradicción de la vida y la muerte, al mostrar que la muerte es la condición de una vida superior.

Los que pasaban repetía desvergonzadamente la vieja acusación que en el proceso se había hecho a Jesús, diciendo que quería destruir el templo de Jerusalén y luego hacer otro en res días aunque sabían que hablaba del templo de su cuerpo. Esta acusación estaba tan infiltrada en sus mentes, que la repetirían incluso cuando fuera lapidado Esteban, el primero de los mártires. Por las burlas constituyen uno de los ingredientes del cáliz de la amargura, y ¿cómo podrían tener fuerzas para resistir sus seguidores en pruebas semejantes, si antes Él no las hubiera soportado con paciencia? La crueldad de los labios forma parte de la herencia del pecado, lo mismo que la crueldad e las manos que clavan. en el monte de la tentación Satán empleó la misma técnica cuando dijo al Señor hambriento que cambiara en pan las piedras. ¡Era tan poco adecuado al hijo de Dios tener hambre! Ahora tampoco le sentaba bien al Hijo de Dios el que padeciese.

¿Por qué los transeúntes no tenían la paciencia de esperar aquellos “Tres días” a que en sus mofas estaban aludiendo? los escépticos esperan siempre milagros tales como el de descender de la cruz, pero nunca el milagro mayor del perdón.


Segunda palabra a la Cruz.

El mundo tiene siempre sitio para los mediocres; jamás para los que son muy buenos o lo que son muy malos. Los buenos constituyen una censura para los mediocres, y los malos molestan a éstos. De ahí que en el Calvario la bondad fuera crucificada entredós ladrones. Ésta es su verdadera posición: entre los indignos y los rechazados. Él es el hombre adecuado en el lugar adecuado. El que dijo que vendría como ladrón en la noche, se encuentra ahora entre ladrones; el médico entre los leprosos, el Redentor se halla entre los redimidos.

El buen ladrón, conmovido por los sufrimientos de Cristo, habló así al Salvador crucificado:
“Señor, acuérdate de mi cuando vinieres en tu reino”. (Lc 23, 42)

Ésta fue la segunda palabra dirigida a la cruz, que no era un reproche. Mientras los que pasaban estaban juzgando la divinidad de nuestro Señor desde el punto de vista de la liberación del dolor, el buen ladrón estaba pidiendo la liberación del pecado. El que cree no pide pruebas; tampoco se puso el buen ladrón esta condición; “si eres Hijo de Dios”. Sus palabras daban a entender que creía que el que podía introducirle en un reino era capaz de suavizar su dolor y quitarle los clavos si tal hubiera querido.

El modo de comportarse todos los que rodeaban la cruz constituía la negación de la misma fe que el buen ladrón manifestaba; sin embargo, éste creía lo que los otros no creían. El ladrón arrepentido le llamó “Señor”, es decir, uno que poseía autoridad para gobernar; le atribuía un reino que ciertamente no era de este mundo, puesto que él no ostentaba señal externa alguna de realeza. Víctima y Señor eran para el ladrón términos que no se excluían. Un ladrón moribundo llegó a comprender esta verdad antes que los apóstoles. Ésta es la única conversación in articulo mortis que nos citan los evangelios, pero estuvo precedida por el sufrimiento. Había que recordar lo que el buen ladrón había pedido. mas, ¿por qué había de ser recordado, si no era para que el perdón que Cristo había ofrecido a sus verdugos pudiera ser aplicado también a él? Tampoco hubo para el ladrón una palabra de reproche, porque su corazón estaba ya suficientemente quebrantado. Ésta fue la única de las palabras dirigidas a la cruz que recibió respuesta, y fue la promesa que Jesús hizo aquel mismo día al ladrón que de que entraría en el paraíso.


Tercera palabra a la Cruz.

La tercera palabra a la cruz vino del ladrón de la izquierda:
“Si tú eres el Cristo sálvate a ti mismo y a nosotros”. (Lc 23, 39)

El hombre típicamente egoísta, que nunca tiene conciencia de haber obrado mal, pregunta: “¿Por qué Dios me ha hecho esto a mí?” Juzga el poder salvador de Dios desde el punto de vista de librar de las pruebas. Aquel ladrón de la izquierda fue el primer comunista. Mucho antes que Marx, estaba diciendo: “La religión es el opio del pueblo” Si no puede aliviar de las pruebas, ¿para qué sirve?” Una religión que piensa en las almas cuando los hombres están muriendo, que los invita a mirar hacia Dios en el momento en que los tribunales están cometiendo injusticias, que habla del paraíso o de “pajarracos volando” cuando los estómagos están vacíos, y los cuerpos se retuercen de dolor, que discurre acerca de perdón cuando los desheredados de la fortuna, dos ladrones y un carpintero de pueblo, están muriendo en el patíbulo… tal religión es el “opio del pueblo”.

La única salvación que el ladrón de la izquierda era capaz de entender no era espiritual o moral, sino física: “¡Sálvate a ti mismo y a nosotros!” ¿Salvar qué? ¿Nuestras almas? ¡No! ¡El hombre no tiene alma! ¡Salva nuestros cuerpos! ¿De qué sirve la religión, si no puede suprimir el dolor? ¡Baja del patíbulo! ¡Rescata a una clase social! El cristianismo o bien es un evangelio social o bien es una droga. Tal fue su exclamación.

Varios hombres pueden hallarse en circunstancias idénticas y reaccionar de maneras totalmente distintas. Ambos ladrones tenía igualmente depravado el corazón y, sin embargo, cada uno reaccionó de modo diferente frente al hombre que tenían en medio de ellos. De nada sirven los medios externos, los buenos ejemplos, para convertir a una persona, a menos que se opere un cambio en su corazón. Este ladrón era ciertamente un judío, puesto que basaba el aceptar al Mesías o Cristo únicamente en su poder de bajarle a él de la cruz. Pero supongamos que Cristo le hubiera desclavado de la cruz, hubiera restañado sus heridas y devuelto el vigor y frescor a su cuerpo, ¿el resto de su vida terrenal habría sido acaso una demostración de fe en Cristo… o tal vez una continuación de su vida de ladrón? Si nuestro Señor hubiera sido solamente un hombre que quería mantener su prestigio y reputación, habría demostrado su poder allí mismo y en aquel instante; pero, como era Dios y conocía los secretos de todos los corazones, por ello guardó silencio. Dios no contesta a las oraciones de los hombres solamente para demostrar su poder.


Cuarta palabra a la Cruz.

Esta palabra procedió de los intelectuales de la época, o sea de los príncipes de los sacerdotes, de los escribas y fariseos.
“A otros salvó, y así mismo no se puede salvar.
Si es el rey de Israel, descienda ahora de la cruz, creeremos en él.
Confió en Dios; líbrele ahora, si le quiere, porque ha dicho: de Dios soy hijo”. (Mt 27, 42 ss)

Los intelectuales saben siempre de religión lo suficiente para tergiversarla; de ahí que tomaran cada uno de los tres títulos que Jesucristo había reclamado – “Salvador”-, “Rey de Israel” e “Hijo de Dios”- y lo ridiculizaran.

“Salvador”: Así le llamaban los samaritanos. Ahora ellos admitirían que había salvado a otros, probablemente a la hija de Jairo, al hijo de la viuda de Naim y a Lázaro. Ahora podía resistirse a admitirlo, puesto que el Salvador mismo se hallaba necesitado de salvación: “A otros salvó, y a sí mismo no se puede salvar”. El milagro concluyente todavía faltaba.

¡Claro que no podía salvarse a sí mismo! ¡La lluvia no puede salvarse a sí misma si está destinada a reverdecer los campos! El sol no puede salvarse a sí mismo si ha de alumbrar al mundo; el soldado no puede salvarse a sí mismo si ha de salvar a su patria. ¡Y Cristo no puede salvarse a sí mismo si ha de salvar a sus criaturas!

“Rey de Israel” Tal es el título que le dio la muchedumbre después que Jesús la hubo alimentado y, luego, se dirigió a la montaña Él solo. El mismo título le dieron el domingo de Ramos, cuando esparcieron ramas debajo de sus pies. Ahora se mofaban del tal título y decían sarcásticamente: “Si es el rey de Israel, no tiene que hacer sino bajar de la cruz.”

¿Es que todos los reyes de la tierra han de estar sentados en tronos de oro? Supongamos que el rey de Israel decidiera gobernar desde la cruz, ser rey no de los cuerpos por medio del poder, sino de los corazones por medio del amor. La propia literatura de ellos sugeriría la idea de un rey que habría de llegar a la gloria a través de la humillación. ¡Cuán insensato resultaba burlarse de un rey porque se negaba a bajar de su trono! Y si hubiera descendido habrían sido los primeros en decir, como habían dicho ya en otra ocasión, que lo hacía por obra de Belcebú.

Las fuerzas irreligiosas tienen su día de fiesta en los momentos de grandes catástrofes. En tiempo de guerra preguntan: “¿Dónde está Dios ahora?” ¿Cómo es que en los momentos de prueba se juzga siempre a Dios, y no a los hombres? ¿Por qué en la guerra han de cambiar sus puestos respectivos el juez y el reo, al preguntar el hombre por qué Dios no pone fin a la guerra?

¡Tales eran las burlas que tuvo que escuchar Jesucristo! Ellos no sabían que ya estaban perdidos. Creían que era Él quien lo estaba. Por lo tanto, ellos, los que estaban realmente condenados, se mofaban del único que creían condenado. El infierno estaba triunfando de lo humano. Realmente, ésta era la hora del poder de los dominios infernales.

Decían que creerían si bajaba de la cruz. Pero no creyeron cuando le vieron resucitar a Lázaro de entre los muertos. Tampoco creerían aun cuando le vieran a Él mismo resucitar. Entonces prohibirían a los apóstoles que predicaran la resurrección que ellos mismos conocían como un hecho. Si hubiera descendido de la cruz, no hubiese sido el medio adecuado para ganar a los hombres. Bajar habría sido humano; estar allí colgado era algo divino.


Quinta palabra a la Cruz.

Cuando las tinieblas cubrieron la tierra, nuestro Señor profirió un grito que suscitó la quinta palabra a la cruz:

“Elói, Eloi, lamma sabcthani?” (Mc 15, 34)
que significa:
“¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?
Al oír estas palabras, algunos de los que allí estaban decían;
¡Dejad, veamos si viene Elías para bajarle!
¡He aquí que llama a Elías!...”(Mc 15, 35 ss)

No sabemos si interpretaban mal voluntariamente la exclamación del Señor, de suerte que entendían Elías en vez de Eloí, pero ciertamente se trataba de una mofa, puesto que los judíos tenían la creencia, por haberlo profetizado Malaquías, de Elías había de preceder a nuestro Señor. Sus palabras significaban que Él no podía ser el Señor, puesto que Elías aun no había venido. De eta manera hacían, como si el presunto Mesías estuviera llamando al hombre que había de precederle en su venida. Realmente, Elías ya había venido en espíritu en la persona de Juan Bautista. Antes de que naciera Juan, el ángel se apareció a su padre Zacarías diciendo que el hijo que había de nacerle

“A muchos de los hijos de Israel hará volver al Señor su Dios.
E irá delante de su faz, en el espíritu y el poder de Elías”. (Lc 1, 16)

Era evidente que el espíritu de Elías se hallaba en Juan, puesto que el primer sermón que el Bautista predicó fue el de “¡Arrepentíos!”. Ésta era la manera como Malaquías había profetizado que el precursor del Señor anunciaría a éste. Además, el género de vida y las vestiduras de Juan Señalaban la íntima semejanza que tenía respecto a aquel gran profeta. El Señor estaba en la cruz; Elías había venido en espíritu. Los burladores sin duda alguna aludían a que nuestro Señor había hecho referencia a Elías durante su vida púbica. Dijo a los enviados de parte de Juan que el recibir cualquier verdad que Él enseñaba dependía del estado de voluntad de cada uno. De ahí que aceptar a Juan como Elías significara aceptar el arrepentimiento que Juan iba a despertar en las almas:

“Y si queréis recibirlo, éste es el Elías que ha de venir”. (Mt 11, 14)

Si sus conciencias eran como debían ser, les decía, aceptarían a Juan en el espíritu de Elías. Transcurrieron dos años, y sus conciencias quedaron al descubierto cuando Cristo pendía en la cruz. Habían criticado a Juan por su ascetismo y abnegación; criticaban ahora a Jesús porque estaba clavado en la cruz. De la misma manera que el pueblo esperaba otra clase de Elías como precursor, también esperaba un Cristo diferente. El grito a la cruz de parte de aquellos que interpretaban mal una palabra era figura simbólica de muchos que piensan que la religión es algo distinto de lo que es realmente. En toda la crucifixión, el único motivo unificador era: “Desciende de la cruz” Satán no quería que Cristo subiera a ella; Pedro se escandalizó sólo al oírla nombrar. Incluso aquellos que creen que Cristo era una persona humana no quieren su cruz. El mundo sigue esperando a Elías para hacer bajar a Cristo de su cruz. El Cristo sin crucificar es el deseo de la gente mundana. Negarse a bajar de la cruz será siempre el reproche a Jesús de los que quieren un Cristo alfeñique, con manos blancas y sin llagas.


Sexta palabra a la Cruz.

La sexta palabra a la cruz procedía de los soldados:
“Los soldados también hacían burla de El, llegándose, y ofreciéndole vinagre,
y diciendo: ‘Si tú eres el rey de los judíos sálvate a ti mismo’”. (Lc 23,36 ss)

Estos hombres no eran judíos, ni tampoco ciudadanos de la vencida nación de Israel; eran orgullosos legionarios de Roma. ¿Por qué entonces se burlaban de Él como rey de los judíos? Porque, ateniéndose al espíritu del paganismo, pensaban que todos los dioses eran dioses nacionales. Babilonia tenía sus dioses; los medos y los persas tenían los suyos; y los suyos tenían asimismo los romanos. Querían dar a entender que, de todos los dioses nacionales, ninguno parecía más pobre y desvalido que el Dios de Israel, el cual no podía salvarse del árbol en que había sido clavado. También es probable que en sus burlas los soldados se inspirasen en la inscripción de la cruz, hecha en tres idiomas, y que decía:

“Jesús nazareno, rey de los judíos”. (Jn 19,19)

Otros le habían dicho que bajara de la cruz o que se salvara a sí mismo, pero los soldados, igual que el ladrón de la izquierda, le desafiaban a que se “salvara a sí mismo”. También ellos tenían interés por la salvación, pero sólo la salvación física, no espiritual. En sus palabras encerraba la secreta jactancia de lo bien que habían realizado su trabajo, puesto que el reo no podía desclavarse.

Los soldados habían echado ya suertes sobre la túnica de Jesús. Caifás había rasgado sus vestiduras sacerdotales, pero no fueron rasgadas las vestiduras del sumo sacerdote de la cruz. Abandonó a sus profanadores militares su túnica inconsútil y la creencia de que no le era posible salvarse a sí mismo. Estarían apostados junto al sepulcro la mañana de pascua para ver cuán equivocados estaban y por qué no había querido salvarse a sí mismo.

Esto soldados pertenecían a un Imperio en el que se tenía en alta estima a un general que por una gloria temporal sacrificaba millares de soldados; pero se mofaban del capitán de la salvación que moría para que los demás pudieran vivir. Éste es uno de los pocos pasajes del Nuevo Testamento donde se habla desfavorablemente de los soldados. Les costaba trabajo darse cuenta de que negarse a salvarse a sí mismo era debido no a debilidad, sino a obediencia a la ley del sacrificio. Su vida les obligaba a someterse al deber de morir, si necesario fuere, para salvar a su patria. Pero no podían comprender el mismo sacrificio elevado por encima del plano militar. Sólo podían ver los acontecimientos en sucesión; pero Él los había ordenado todos desde el comienzo. Vino a este mundo para “dar su vida en rescate por muchos”. Si, para obedecer a lo que ellos le decían, se hubiera salvado a sí mismo, los hombres no se habrían salvado.


Séptima palabra a la Cruz.

Cuando Cristo fue crucificado, el sol escondió sus rayos; cuando murió, la tierra tembló llena de tristeza. En aquel terremoto se hendieron las peñas, abriéronse las tumbas y muchos cuerpos de los santos que habían estado durmiendo salieron de sus sepulturas y se aparecieron a muchas personas en la Ciudad Santa. Si cuando Dios liberó a su pueblo de la esclavitud de Egipto la tierra dio muestras de reconocimiento al separar las aguas del mar Rojo, con mayor razón manifestaba ahora su reconocimiento al liberar el Señor a los hombres de la esclavitud del pecado. Aunque los corazones de los hombres no podían ser hendidos, sí podían serlo las peñas.

El centurión que tenía a su cargo los soldados, al observar el terremoto y recordar la manera como había muerto aquel crucificado, empezó a reflexionar. Luego este sargento del ejército romano dio testimonio, no en el terreno de los sueños, como había hecho Claudia, también pagana, sino con la expresión propia e un hombre razonable:

“Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios”. (Mc 15, 39)

El Cristo que había sido totalmente abandonado por sus discípulos, salvo uno de ellos, al pie de la cruz; el que no había oído una sola voz que se elevara para defenderle, más que la voz de una mujer, y que no había encontrado a nadie que se adelantara reconocerle, al morir hallaba por fin a uno que le reconocía, a un soldado aguerrido que era el que había mandado y presidido la ejecución. Sin duda aquel centurión había sacrificado a muchos hombres anteriormente, pero observó que había algo misterioso en este sufriente que rogaba por sus enemigos y era tan fuerte en su último suspiro que demostraba ser dueño de la vida que voluntariamente entregaba. Viendo que toda la naturaleza se animaba y daba testimonio, su propia mente comprendió que las acusaciones habían sido burdas calumnias y que aquel hombre era justo e inocente; más aún, proclamó incluso su divinidad.

La cruz comenzaba a dar frutos: un ladrón judío había pedido ya y recibido la salvación; y ahora un soldado del césar se inclinaba para adorar al divino paciente. Aquella extraña combinación que se revelaba por doquier en la vida pública de nuestro Señor manifestábase ahora en la cruz: humillación y poder. Mientras otros le condenaban como blasfemo, el centurión le adoraba como Hijo de Dios.
(MONS. FULTON SHEEN, Vida de Cristo, Barcelona, Ed. Herder, 1996, pp. 430-437)



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Aplicación: Mons. Fulton Sheen II - El costado traspasado

Cuando nuestro Señor exhaló su último suspiro, a los dos ladrones les rompieron los huesos para apresurar su muerte. La ley ordenaba que el cuerpo de un crucificado, y por lo tanto maldito de Dios no podía permanecer en la cruz durante la noche. Además, siendo inminente el sábado de la semana de pascua, los observantes de la ley tenían prisa por matar a los ladrones y enterrar a todos los que estuvieran crucificados. Faltaba cumplirse una profecía concerniente al Mesías. El cumplimiento tuvo efecto cuando

“Uno de los soldados traspasó su costado con una lanza, y en el acto salió sangre y agua”. (Jn 19, 34)

La divina víctima había reservado algunas preciosas gotas de su sangre para derramar después de haber entregado su espíritu, y manifestar así que su amor era más fuerte que la muerte. Salió sangre y agua de su costado; sangre: precio de la redención y símbolo de la eucaristía; agua: símbolo de regeneración y bautismo. San Juan, que había sido testigo de cómo el soldado había traspasado el corazón de Cristo, escribió más tarde lo siguiente:

“Éste es Jesucristo, aquel que vino por agua y sangre,
no con el agua solamente, sino con el agua y con la sangre”. (1Jn 5, 6)

Aquí se trata de algo más que un fenómeno natural, pues juan le atribuye un significado misterioso y sacramental. El agua se encontraba al comienzo del misterio de nuestro Señor, cuando fue bautizado; la sangre se encontró al fin del mismo, como oblación inmaculada. Lo uno y lo otro se convirtió en la base de la fe, puesto que en el bautismo el Padre declaró que Jesús era su Hijo y en la resurrección volvió a testificar su divinidad.

El mensajero del Padre fue empalado con el mensaje de amor escrito en su propio corazón. La lanzada fue la última profanación que tuvo que sufrir el Buen Pastor de Dios. Aunque se le perdonó la brutalidad de quebrarle las piernas, sin embargo, hubo cierto misterioso propósito divino en el hecho de que le fuera abierto el sagrado corazón. Este hecho fue registrado convenientemente en su evangelio por el apóstol San Juan, el discípulo que se había recostado en el pecho del maestro la noche de la última cena. En el diluvio, Noé practicó una puerta en el costado del arca, por la cual entraron en ella los animales para que pudieran escapar a la inundación; ahora una nueva puerta se abre en el corazón de Dios para que por ella puedan entrar los hombres y de este modo escapar a la inundación del pecado. Cuando Adán fue asumido en profundo sueño, Eva fue hecha de carne tomada de su costado llamada madre de todos los vivientes. Ahora, cuando el segundo Adán inclinó la cabeza y se durmió en la cruz, bajo la figura de la sangre y el agua surgió de us costado su esposa. La Iglesia. El corazón abierto vino a cumplir las palabras de Jesús:

“Yo soy la puerta: por mí, si alguno entrare, será salvado”. (Jn 10, 9)

San Agustín y otros escritores de los primeros tiempos del cristianismo escriben que Longino, el soldado que abrió los tesoros del sagrado corazón de Jesús, fue curado de la ceguera; más adelante, Longino falleció siendo obispo mártir de la Iglesia, y su fiesta se celebra el quince de marzo. Al ver cómo con la lanza era traspasado el corazón de Jesús, el apóstol Juan se acordó al punto de la profecía de Zacarías, emitida seis siglos atrás:

“Mirarán a aquel que traspasaron”. (Jn 19, 37)

No es que primero aparezca el dolor y luego se mire a la cruz, sino que más bien el dolor de los pecados surge al contemplar la cruz. Todos los pretextos quedan arrinconados cuando de la manera más conmovedora se nos revela la vileza del pecado. Pero la flecha del pecado que hiere y crucifica lleva al mismo tiempo el bálsamo del perdón que cura. Pedro vio al Maestro y en seguida salió y lloró amargamente. De la misma manera que aquellos que miraban la serpiente de bronce quedaban curados de la mordedura ponzoñosa, ahora la figura se convierte en realidad y los que levantan los ojos hacia aquel que parecía un pecador, pero no lo era, quedan curados de la enfermedad del pecado.

Todos deben hacer esto, tanto si les gusta como si no. El Cristo traspasado se yergue en las encrucijadas del mundo. Algunos miran y son ablandados por la penitencia; otros miran y se alejan pesarosos, pero sin arrepentirse, como hizo aquella muchedumbre que en el Calvario “se fue a su casa golpeándose el pecho” Aquí golpearse el pecho era señal de impenitencia, negábase a mirar a aquel que había traspasado. El mea culpa es el golpear el pecho que salva.

Aunque los verdugos atravesaron su costado, no le rompieron ningún hueso de su cuerpo, como había sido profetizado. El Éxodo había dicho que al cordero pascual no se le rompería ningún hueso. Aquel cordero era solamente figura típica del cumplimiento el Cordero de Dios.

“Estas cosas sucedieron para que se cumpliese la Escritura: no romperéis ninguno de sus huesos”. (Jn 19, 36)

Esta profecía se cumplió a despecho de los enemigos de Cristo, quienes pedían lo contrario. Así como el cuerpo físico de Cristo tuvo heridas externas, contusiones y llagas, y, sin embargo, su estructura interna permaneció intacta, de la misma manera parecía predecir que, aunque su cuerpo místico, la Iglesia, tuviera sus heridas y llagas morales de escándalos e infidelidades, sin embargo, ni un solo hueso de su cuerpo le sería jamás quebrantado.
(MONS. FULTON SHEEN, Vida de Cristo, Barcelona, Ed. Herder, 1996, pp. 441 ss.)



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Ejemplos Predicables

La muerte de Jesús.

Quinta, sexta y séptima palabras de Jesús en la cruz

A la pálida luz del sol, el cuerpo de Jesús se veía más lívido y pálido que antes, por la pérdida de sangre. Agonizaba, tenía la lengua seca: «Tengo sed», dijo.

Sus amigos entonces dieron dinero a los soldados para obtener permiso para darle un poco de agua; ellos no se lo dieron, pero uno de ellos mojó una esponja en vinagre y hiel, y colocándola en la punta de una lanza, la puso delante de la boca del Señor. Entre otras palabras que Jesús dijo entonces, recuerdo éstas: «Cuando mi voz no se oiga más, las bocas de los muertos hablarán.» Algunos gritaron: «Blasfema todavía.» Abenadar los mandó callar.

La hora de Nuestro Señor había llegado: la agonía había comenzado, y un sudor frío cubrió sus miembros. Juan estaba al pie de la cruz y limpiaba los pies de Jesús con un paño. Magdalena, rota de dolor, se apoyaba contra la cruz por la parte de atrás. La Virgen Santísima estaba de pie, entre Jesús y el buen ladrón, y, sostenida por Salomé y María de Cleofás, levantaba los ojos hacia su Hijo agonizante.

Entonces Jesús dijo: «Todo se ha cumplido».

Después alzó la cabeza y gritó con voz potente: «Padre mío, en tus manos encomiendo mi espíritu.» Fue un grito a la vez suave y fuerte, que se oyó en el cielo y la tierra.

Después de eso, Nuestro Señor inclinó la cabeza y entregó su espíritu. Juan y las santas mujeres cayeron a tierra cubriéndose la cara.

El centurión Abenadar, de origen árabe, que bautizado más tarde se llamaba Ctesifón, estaba a caballo, cerca de donde estaba clavada la cruz. Miraba conmovido y fijamente la cara desfigurada de Jesús, coronada de espinas.

Cuando el Señor exhaló su último suspiro, la tierra tembló y se partió el suelo de roca entre la cruz del Salvador y la cruz del mal ladrón. La lúgubre Naturaleza dio testimonio de una manera tremenda e inequívoca de que Jesucristo era el Hijo de Dios. Todo se había cumplido. La tierra tembló cuando el alma de Jesús abandonó su cuerpo; ella le reconoció como su Salvador, mientras el corazón de sus amigos era traspasado por una espada de dolor.

La gracia iluminó a Abenadar, su corazón duro se resquebrajó como el peñasco del Calvario; arrojó la lanza, se dio un fuerte golpe en el pecho y, con la voz de un hombre nuevo, gritó: «Bendito sea el Dios Todopoderoso, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob; este hombre era inocente; era verdaderamente el Hijo de Dios.» Muchos soldados se convirtieron también al oír estas palabras de su jefe.

Abenadar, convertido en un nuevo hombre desde ese momento, y habiendo rendido homenaje al Hijo de Dios, no quería seguir más al servicio de sus enemigos. Dio su caballo y su lanza a Casio, el segundo oficial, llamado después Longino, que tomó el mando, dijo algunas palabras a los soldados y bajó del Calvario. Se fue por el valle de Gihón, hacia las grutas del valle de Hinón y anunció a los discípulos allí escondidos, la muerte del Señor. A continuación, se fue a la ciudad con intención de ver a Pilatos. También otras personas se convirtieron en el Calvario, entre ellos algunos fariseos que habían llegado hacia el final.

Mucha gente regresaba a casa dándose golpes de pecho y llorando. Otros rasgaban sus vestiduras y se echaban polvo sobre los cabellos. Todos estaban llenos de miedo y espanto. Juan se levantó y, con algunas de las santas mujeres, se llevaron a la Santísima Madre a cierta distancia de la cruz.

Cuando Jesús, el Dios de la vida y de la muerte, encomendó su alma humana a Dios, su Padre, y la muerte tomó posesión de Él su cuerpo sagrado se estremeció y se puso de un blanco lívido, y sus innumerables heridas, que habían sangrado profusamente, parecían manchas oscuras; sus mejillas se hundieron, su nariz se afiló, y sus ojos, anegados en sangre, se abrieron a medias. Levantó un instante la pesada cabeza coronada de espinas, por última vez, y la dejó caer de nuevo con dolores de agonía; mientras sus agrietados y lívidos labios entreabiertos mostraban su ensangrentada e hinchada lengua. Sus manos, que hasta el momento de la muerte habían estado contraídas por los clavos, se abrieron y volvieron a su postura natural, al igual que los brazos; todo Él se aflojó y todo el peso de su cuerpo cayó sobre los pies, sus rodillas se doblaron y, lo mismo que sus pies, giraron un poco hacia un lado.

¿Con qué palabras podría expresar la profundísima pena de María al ver a su Hijo muerto? Su vista se oscureció, el color lívido de la muerte la cubría, sus pies temblaban, sus oídos no oían; ella cayó al suelo, mientras Magdalena, Juan y los otros se desplomaban también y, con la cara tapada, se abandonaban a su indecible dolor. Cuando fueron a ayudar a la más dulce y triste de todas las madres, ella vio aquel cuerpo, concebido sin mancha por el Espíritu Santo, carne de su carne, hueso de sus huesos, corazón de su corazón; la obra sagrada de sus entrañas, formado por obra divina, ese cuerpo que colgaba de una cruz, entre dos ladrones.

Crucificado, deshonrado, maltratado, condenado por todos aquellos a quienes había venido a la tierra a redimir. Bien se la podía llamar en aquellos momentos la reina de los mártires.

Eran poco más de las tres cuando Jesús expiró. La luz del sol era todavía débil y estaba velada por una bruma rojiza, el aire se hizo sofocante y bochornoso mientras duró el temblor de la tierra, mas después refrescó sensiblemente. Cuando se produjo el temblor de tierra, los fariseos estaban muy alarmados pero después se recobraron; algunos se acercaron a la grieta que se había abierto en el peñasco del Calvario, tiraron piedras y querían medir su profundidad con cuerdas, pero, al no haber podido llegar al fondo, se quedaron pensativos. Advirtieron con inquietud los gemidos del pueblo, sus signos de arrepentimiento, y se alejaron. Muchos de los presentes se habían verdaderamente convertido y muchos de ellos regresaron a Jerusalén, llenos de temor. Los soldados romanos montaron guardia en las puertas de la ciudad y otros lugares principales para prevenir una posible insurrección. Casio se quedó en el Calvario con cincuenta soldados. Los amigos de Jesús rodeaban la cruz, contemplaban a Nuestro Señor y lloraban. Algunas de las santas mujeres se marcharon a sus casas y todo quedó silencioso y sumido en la pena. Desde lejos, en el valle y sobre las alturas opuestas, se veían acá y allá algunos discípulos que miraban la cruz con una curiosidad inquieta, y desaparecían si se les acercaba alguien.
(BEATA ANA CATALINA EMMERICK, La amarga pasión de Cristo, Editorial Planeta, Barcelona, 2004, pp. 107-109)

(cortesía: iveargentina.org et alii)

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