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Domingo 5 del Tiempo Ordinario A - 'Ustedes son la luz del mundo' -Comentarios de Sabios y Santos II: con ellos preparamos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la celebración de la Misa Dominical

A su disposición
Exégesis: W. Trilling - Sal de la tierra y luz del mundo (Mt 5,13-16)

Comentario Teológico: San Alberto Hurtado - La educación para el heroísmo

Santos Padres: San Juan Crisóstomo - Sal de la tierra y luz del mundo

Aplicación: P. José A. Marcone, I.V.E. - Sal de la tierra y luz del mundo (Mt 5,13-16)

Aplicación: San Juan Pablo II - Vosotros sois la sal... la luz

Aplicación: Benedicto XVI - El sentido de la misión y del testimonio

Aplicación: S.S. Francisco p.p. - Eran pescadores, gente sencilla

Directorio Homilético: Quinto domingo del Tiempo Ordinario

 

La Palabra de Dios y yo - cómo acogerla
Falta un dedo: Celebrarla

 

COMENTARIOS A LAS LECTURAS DEL DOMINGO




Exégesis: W. Trilling - Sal de la tierra y luz del mundo (Mt 5,13-16)

Ahora se continúa el tratamiento directo en segunda persona, que empezó en los v. 11 y 12. Jesús emplea dos imágenes para mostrar lo que son sus discípulos: la sal (v. 13) y la luz (v. 14s). Una aplicación explícita concluye el pasaje (v. 16).

13 Vosotros sois la sal de la tierra; pero, si la sal pierde su sabor, ¿con qué salarla? Para nada vale ya, sino para arrojarla fuera y que la pise la gente.

Tenemos ante la vista la imagen del hombre que han descrito las bienaventuranzas. Es una imagen de la perfección y de una sublime exigencia. A esta sublime exigencia corresponde una gran recompensa, la mayor de todas, la perfecta recompensa. Sin embargo, esta imagen no es una pintura romántica que transfigure la amarga realidad, desconozca al hombre y muestre un dechado de virtud que sea pura fantasía. Especialmente en los últimos v. (10-12) se pone en claro que al discípulo no se le evita ninguna molestia y que ha de tomar precauciones para pesadas cargas. El afán por el reino de Dios traerá como consecuencia insultos y persecuciones. Pero cuando esto ocurra, entonces los discípulos serán «la sal de la tierra». La sal sirve al hombre para condimentar los manjares. Los alimentos desprovistos de sal son insípidos y desabridos. La sal es como una fuerza interna y condimento de toda la nutrición que tomamos. Pero ocurre que la señora de la casa ya no puede emplear la sal, porque es insípida, se ha licuado, perdió su virtud. Por tanto, es totalmente inservible, se tiene que tirar.

Vosotros sois la sal de la tierra. Como el manjar necesita sal, así también la tierra, es decir toda la humanidad. Aguarda que la vigoricen y sazonen. ésta es la vocación de los discípulos. Si hacen todo lo que antes se ha dicho, es decir, si son pobres y misericordiosos, mansos y limpios de corazón, si son pacíficos y se regocijan en todas las persecuciones, entonces son la fuerza de la humanidad desvaída. Esta existencia pura que vive del reino de Dios y confía en él, es el vigor interno de la humanidad...

La frase tiene además un acento monitorio. Jesús añade en seguida: «Si la sal pierde su sabor, ¿con qué salarla?» Así pues, la vocación puede debilitarse, se pueden fatigar las fuerzas de esta vida que confían en Dios. Entonces no solamente se desmorona la propia vida del discípulo, considerada en sí misma, sino que con ella también se derrumba la fuerza para los demás. No hay ninguna otra sal fuera de ésta. Es la única sal, de la que necesita «la tierra», es la sal que tiene que meterse en la humanidad, sin que pueda ser sustituida por otra. Se arroja la sal insípida, los hombres la pisotean.

En la imagen relampaguea en lontananza la reprobación del discípulo infiel. Arrojarle fuera. Estas palabras recuerdan el invitado sin vestido de boda, que es arrojado fuera por los sirvientes (cf. 22,12). Y al criado inútil, que escondió en la tierra el talento de su señor y es lanzado «a la obscuridad, allá afuera» (cf. 25,30). Es una vocación excelsa y gloriosa, para el discípulo y para los hombres, para quienes él debe ser sal; pero también es una vocación que puede ser malograda, que puede debilitarse, escurrirse y perecer en la indiferencia, y entonces se inutiliza por completo, incluso tiene que contar con el castigo...

14 Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte; 15 ni encienden una lámpara y la colocan debajo de un almud, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa.

La segunda metáfora es todavía mayor: luz-del-mundo. Para nosotros el sol es la luz del mundo, sin la cual estamos en las tinieblas y andamos a tientas en la obscuridad. Sin su luz no hay ningún color ni belleza, no se ve el camino ni el mundo de las cosas. El mundo necesita esta luz externa, pero con mucha mayor urgencia necesita la luz interna, el conocimiento adecuado, la verdad. Antes se llamó a los discípulos sal de la tierra, aquí se los llama luz del mundo. Ésta es la expresión más amplia. En ambos casos se alude a lo mismo, a saber, al mundo de los hombres y de su vida, al orbe al que se ha dado vida y que está habitado. Pero la palabra griega kósmos, mundo, produce todavía con más fuerza la impresión de la amplitud y del conjunto, de la totalidad del ser terreno.

¡Qué reivindicación! En el Evangelio de san Juan, Jesús dice de sí mismo que es la luz del mundo (Jua_8:12). Aquí los discípulos son luz del mundo. Eso sólo puede significar que los discípulos son la luz del mundo, porque llevan la luz de la verdad, que Jesús ha traído. Los discípulos pertenecen a Jesús de una forma tan estrecha y están tan llenos de él, que ellos mismos se convierten en luz. Cuando la luz realmente ha llegado, entonces también resplandece de una manera inextinguible, y nada puede oponerse a este fulgor; con él todo se ilumina e irradia. De un modo muy semejante a lo que sucede en la ciudad, que está situada a gran altura en la cima de un monte, y se ve desde todas partes; así como un castillo domina el campo, o el alto campanario de una iglesia desde todas partes denota la ciudad. El israelita tenía que pensar en seguida en la sola ciudad, edificada en lo alto (Sal_121:3): Jerusalén. Desde lejos la veían los peregrinos.

Dios había elegido para sí este lugar, el monte santo de Sión, como hogar de su nombre, y como sitio de la gracia. En la visión de los profetas Sión también se convierte en el centro de los sucesos de la salvación en el tiempo final: los pueblos paganos partirán hacia este monte al fin de los tiempos y dirán: «Ea, subamos al monte del Señor, y a la casa del Dios de Jacob, y él nos mostrará sus caminos, y por sus sendas andaremos; porque de Sión saldrá la ley, y de Jerusalén la palabra del Señor (Isa_2:3). La metáfora de los profetas ha continuado, su contenido es nuevo: los discípulos, que tienen hambre y sed de la verdadera justicia, y que se han convertido en la luz del mundo, serán la ciudad que no puede permanecer oculta. Ya no hay que designar como portador de la salvación para el mundo a este único lugar geográfico, sino a personas vivientes, que en sí tienen la luz. En cualquier parte en que estén, allí también está la «ciudad situada en la cima de un monte»...

Por segunda vez se dilucida la palabra luz: la señora de la casa tampoco coloca una luz debajo del almud -es decir, de un barril o jarra que sirve como medida de granos- sino sobre el candelero. Sería necio quien encendiera una luz, y en seguida la hiciera ineficaz, poniendo encima una jarra. La luz es para iluminar o bien no tiene ningún sentido. La vela que enciende la señora de la casa es para que «alumbre a todos los que están en la casa». ¿No es semejante lo que sucede en los discípulos? De nuevo está -de forma bien consciente- la palabra «todos». La tierra, el mundo, todos, siempre es la misma humanidad, toda la humanidad. Pero con la frase «todos los que están en la casa» aquí quizás se piense especialmente en los compañeros de la comunidad cristiana. Porque la luz no es solamente la luz de la misión para los paganos, sino también la luz de la edificación y del modelo para los que viven en la propia casa.

16 Alumbre así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos.

En la explicación, se añade que la luz son las buenas obras. Esto no es fácil de entender. En primer lugar, la luz no son ideas ni pensamientos. Los discípulos no deben llevar a los hombres nuevos conceptos del mundo, nuevas filosofías o enseñanzas de la sabiduría, sino acciones vivas que puedan ser oídas y vistas. Así pues, ¿se trata de «buenas obras» según la piadosa manera católica de entender? ¿Las limosnas para la hucha de la cáritas, el donativo para el día de la vejez, el cuidado de los ornamentos de la iglesia o el ayuno de las témporas? Puede ser todo eso, pero también infinitamente más. Las obras son simplemente la luz infiltrada en la vida, la luz que se ha realizado. Son la verdad configurada, la fe vivida.

Las buenas obras no están junto a la fe ni la acompañan como una calle ribereña va bordeando el río, tampoco son mérito propio, como los protestantes con frecuencia reprochan. Las buenas obras, en suma, son la vida cristiana activa, dedicada a las obras, que fluye constantemente como de un volcán. Aquí se concibe la luz del mundo por así decir con su más intenso resplandor. Sólo irradia de veras la luz que produce incesantemente tales obras y con ellas da testimonio de sí. Con las últimas palabras se quita todo pensamiento de propio mérito o ambición hipócrita. La luz que fluye no debe reflejarse en nosotros. No debemos alumbrar para que los hombres elogien nuestra luz. No se hacen las obras para ser alabados, sino única y solamente para que Dios sea ensalzado. El Padre que está en los cielos es el que debe ser reconocido. La luz del discípulo, a través de él, debe remitir al origen, al «Padre de las luces» (cf. Stg_1:17). Esta es la última finalidad y el motivo más profundo de la vocación del discípulo: hacer ostensible a Dios con toda la existencia, con la vida iluminada por el amor, con las obras nacidas de la verdad...
(Trilling, W., El Evangelio según San Mateo, en El Nuevo Testamento y su mensaje, Herder, Barcelona, 1969)

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Comentario Teológico: San Alberto Hurtado - La educación para el heroísmo

Más aguda que la crisis económica, que es atroz, más grave incluso que el conflicto internacional, el más sanguinario que ha conmovido a la humanidad es la actual crisis de hombres.

Relajación, superficialidad, falta de disciplina para la vida. Los jóvenes de nuestro tiempo no dan la impresión en general de ser como los fuertes robles, sino como los fofos ombúes. Su continente no es el del militar puro nervio, cuyas piernas parecen de piedra al adoptar la posición firme, o cuando virilmente marcha con paso de parada, sino más bien la actitud débil del que es pura carne, de mirada indolente y de aire desmazalado.

La Patria necesita un nuevo tipo de hombre. No se puede tallar la efigie del Chile nuevo en madera podrida. Una personalidad decadente no puede ser el sostén de una humanidad mejor. La nueva concepción del hombre que saldrá después de esta atroz guerra tendrá que diferir sustancialmente de la concepción de la mayoría de nuestros contemporáneos. Merecería el calificativo de loco quien imaginara que con simples paliativos, con un poco de reboque y unos puntales podrá adaptarse la actual construcción ideológica a la nueva humanidad que ha de nacer si el mundo no llega a su fin.

Y esta nueva era se presiente... Todos la desean, menos unos cuantos explotadores del vicio; todos comprenden que así se va a la ruina, y parecen estar todos esperando como el alumbramiento de una humanidad mejor, una nueva manera de vida, una nueva civilización. Pero esto engendra en nosotros, cristianos, una responsabilidad formidable, como pocas veces la hubo en la historia: quizás antes de la caída del Imperio Romano, y fue correspondida, y antes del Renacimiento y fue desatendida. Somos nosotros los depositarios de la verdad, los portadores de la luz, los que poseemos la vida. Y si nuestra verdad no se manifiesta, si nuestra luz no alumbra, nuestra vida no enciende otras vidas, la culpa será nuestra, exclusivamente nuestra. ¡Vosotros los que tenéis la luz! ¿qué habéis hecho de la luz? se nos podrá preguntar con trágica amargura...

Los que profesan la ley de Jesucristo, los que concurren a los templos, los que declaran abiertamente que son católicos, y se ofenderían si se les tachara de paganos, ellos son los que con su ejemplo han de recordar el concepto de la auténtica cristiandad, los que han de mostrar al mundo más con su ejemplo que con sus palabras la belleza de la doctrina de Cristo, su eterna juventud, y cómo es la solución de los problemas que se presentan en todos los campos de la vida, en el terreno económico no menos que en el artístico, en el científico no menos que en el estrictamente religioso. Eso es ser sal de la tierra, levadura de toda la masa, luz puesta en lo alto del monte que ilumina toda la tierra.

Para que el cristiano pueda cumplir con su misión regeneradora tiene que tomar una posición heroica, salir de su concepción burguesa que es la antítesis de la primera, en otros términos tomar al pie de la letra las enseñanzas totalitarias de Cristo: el reino de los cielos padece violencia y sólo los esforzados lo arrebatan; el que quiera venir en pos de Mí tome su cruz y sígame cargado con ella; el grano de trigo que aspira a dar fruto, muera primero; sólo así dará fruto en abundancia. El que ama a su padre o a su madre más que a Mí, no es digno de Mí... El que pone la mano al arado y vuelve los ojos atrás no es apto para el Reino de los cielos. Sentimientos éstos que han sido admirablemente interpretados por este librito popular en la piedad cristiana, cual ningún otro después del Evangelio, la Imitación de Cristo: "Déjalo todo y lo hallarás todo... Tanto aprovecharás cuanta violencia te hicieres... Sal de ti y me hallarás a Mí".

Esta es la doctrina del cristianismo auténtico combativa contra sí mismo, viril, austera que se complace en mirar con ojos enternecidos la imagen de su Cristo "el de las carnes en gajos abiertos, el de las venas vaciadas en ríos..." Así lo representa su piedad y en esa imagen encuentra el valor de las grandes renunciamientos. "Me amó, y se entregó a la muerte por mí, también por mí". Este pensamiento volvía loco el corazón de Paulo de Tarso de la primera generación de cristianos, que entregó virilmente su cabeza al hacha del verdugo después de haber padecido azotes, naufragios, cárceles, veneno por Cristo.

 No menores renunciamientos han sufrido los auténticos cristianos de nuestra generación, como un Manuel Bonilla de San Martín crucificado un Viernes Santo por los perseguidores de Cristo en México y que escribe a su novia minutos antes del suplicio, un pensamiento de fe tan ardiente y tan viril como el de Paulo: "Amada Luz: En los postreros momentos de mi existencia te escribo las presentes letras... Ha querido Dios aceptar el sacrificio de mi vida... Mi sangre se derramará hasta la última gota por confesar la fe de quien es el Creador de todo lo existente. El recuerdo mío jamás se borre de tu memoria, amada mía. Sufro porque te abandono. Me cogieron prisionero y dentro de poco me fusilarán. No hay poder humano que me salve. Estoy en las manos de Dios y El sabrá lo que decida de mi vida. Confórmate porque así lo ha querido Dios. Recibe el recuerdo de un corazón que te amó hasta la muerte y te seguirá amando en la eternidad".

Y entre Pablo de Tarso y Manuel Bonilla de San Martín, veinte siglos de cristianismo que ha producido en los seguidores auténticos de Cristo el mismo espíritu heroico que llevaba a Ignacio de Antioquía a pedir que no le compraran la liberación del martirio porque aspiraba a ser triturado como trigo entre los dientes de los leones para ser ofrecido como una hostia en unión con Cristo.

El heroísmo es algo permanente en la Iglesia. El pasado siglo el P. Damián de Veuster marcha a la leprosería consciente de que iba a contraer la lepra pero salvaría así las almas de esos pobres.

Al descubrir en sí la horrible enfermedad, escribe a su Provincial: "Como ya le escribí, mi muy reverendo Padre, hace una decena de años que yo suponía que ya tenía los gérmenes de esta terrible enfermedad en mi organismo, consecuencia natural y prevista de un largo tiempo de permanencia entre los leprosos. Así es que no se entristezca al saber que uno de sus hijos espirituales ha sido condecorado no solamente con la real cruz de honor, sino también con la cruz un poco más pesada y menos honrosa, de la lepra, con que ha querido permitir el Señor que yo sea estigmatizado".

Ese es el auténtico sentido del cristianismo. Este es el que en cada período de la historia se han encargado los santos de recordar a una humanidad que, llevada por la ley de la inercia, ha decaído de sus altos ideales a una concepción egoísta y sensual.

Una generación de santos se impone para que en nuestra época se despierte en la masa de los cristianos el sentido heroico de su fe,,y arrastre en pos de sí a sus contemporáneos haciendo nacer una nueva civilización.

El mundo actual está muy lejos del heroísmo... Me refiero a la masa de nuestros contemporáneos. Se han instalado en el placer, en el hedonismo; su Dios es el confort, su ambición; el dinero que compra el confort, su miedo supremo; el dolor y la muerte. Nuestros contemporáneos se han arrellenado lo más cómodamente posible en este mundo, buscando el relajamiento muscular y espiritual. La vida burguesa es un baño tibio, la del héroe la racha de lluvia helada que azota el rostro. El burgués se distrae en la vida, el héroe se inquieta; espera, busca, mientras el primero se adormece en el placer. El burgués ama las aventuras que lo entretienen: sus autores son Zola, Ibsen, Dumas, las carnalidades de D'Annunzio, o una insulsa revista pornográfica, mientras el héroe no tiene tiempo ni humor para esas letras muertas cuando ve el mundo lleno de almas que salvar, de hombres que regenerar.
(San Alberto Hurtado, Puntos de educación, 1942)

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Santos Padres: San Juan Crisóstomo - Sal de la tierra y luz del mundo

“VOSOTROS SOIS LA SAL DE LA TIERRA”

Habiéndolos, pues, exhortado como convenía, ahora los anima dirigiéndoles una alabanza. Y es que, como les había dado tan sublimes preceptos, de mucha mayor perfección que los de la Antigua Ley; porque no se turbaran ni alteraran y pu­dieran acaso objetarle: — ¿Cómo podemos practicar eso?, oíd lo que ahora les dice: Vosotros sois la sal de la tierra. Con lo que les pone delante la necesidad de lo que les ha mandado. Porque vosotros viene a decirles—no habéis de tener cuenta solamente con vuestra propia vida, sino con la de toda la tierra. A vosotros no os envío, como hice con los profetas, a dos ciudades, ni a diez, ni a veinte, ni siquiera a una sola nación. No. Vuestra misión se extenderá a la tierra y el mar, sin más límites que los del mundo mismo.

Y a una tierra que hallaréis mal dis­puesta. En efecto, por el hecho mismo de decir: Vosotros sois la sal de la tierra, el Señor les hizo ver que toda la humana natu­raleza estaba insípida y totalmente podrida por sus pecados. De ahí justamente que de ellos exija aquellas virtudes que se­ñaladamente son necesarias y útiles para el aprovechamiento de los otros. En efecto, el que es manso, modesto, misericor­dioso y justo, no encierra para sí solo estas virtudes, sino que hace que estas bellas fuentes se derramen también copio­samente para provecho de los demás. Del mismo modo, el lim­pio de corazón, y el pacífico, y el que es perseguido por causa de la verdad, para común utilidad dispone también su vida, No penséis—dice el Señor a sus discípulos—que os lanzo a com­bates sin importancia y que os encomiendo negocios de poco más o menos. No.

Vosotros sois la sal de la tierra. ¿Pues qué? ¿Curaron los apóstoles lo ya podrido? De ninguna manera. Lo ya corrompido no podemos recuperarlo por más sal que es­parzamos encima. Tampoco hicieron eso los apóstoles. Lo que el Señor renovaba y a ellos entregaba; lo que Él libraba del mal olor de la podredumbre, eso salaban ellos, conservándolo y manteniéndolo en la novedad que del Señor había recibido. Porque librar de la podredumbre de los pecados fue hazaña exclusiva de Cristo; hacer, empero, que los hombres no volvie­ran a pecar fue ya obra del celo y trabajo de sus apóstoles.

¿Veis cómo poco a poco les va el Señor haciendo ver que ellos son superiores a los profetas? Porque no los llama maes­tros de sola la Palestina, sino de la tierra entera; y no sólo los hace maestros, sino temibles. Porque ahí está la maravilla: los apóstoles no se hicieron amables a todo el mundo porque adu­laran y halagaran a todos, sino picando vivamente como la sal. No os sorprendáis, pues les dice—, si, dejando por un mo­mento a los demás, hablo ahora con vosotros y os convido a tamaños peligros. Considerad, en efecto, a cuántas ciudades, y pueblos, y naciones os quiero enviar como maestros. Por eso no quiero que seáis prudentes vosotros solos, sino que hagáis también prudentes a los otros. ¡Y qué prudencia no habrán me­nester aquellos en quienes periclita la salvación de los demás! ¡Y qué abundancia de virtud los que han de ser de provecho para los otros! Porque, si no sois tales que podáis aprovechar a los demás, tampoco os bastaréis para vosotros mismos,

EL PELIGRO DEL APOSTOLADO: LA SAL INSÍPIDA

7. No os irritéis, pues, como si lo que os digo fuera cosa molesta. Si los otros se tornan insípidos, vosotros les podáis volver su sabor; más, si eso os pasara a vosotros, con vuestra pérdida arrastraríais también a los demás. Así, cuantos mayores negocios lleváis entre manos, de mayor fervor y celo necesitáis. De ahí que les diga: Mas si la sal se torna insípida, ¿con qué se la salará? Ya no vale para nada, sino para ser arrojada a la calle y que la gente la pisotee.

Los otros, en efecto, aun cuando mil veces caigan, mil veces pueden obtener perdón; pero, si cae el maestro, no tiene defensa posible y habrá de sufrir el último suplicio. Había el Señor dicho a sus discípulos: Cuando os insulten y persigan y digan toda palabra mala contra vos­otros... Pues bien, porque no se acobardaran al oír esto y rehusaran salir al campo, parece ahora decirles: "Si para todo eso no estáis apercibidos, vana ha sido vuestra elección. Por­que lo que hay que temer no es que se os maldiga, sino que apa­recierais envueltos en la común hipocresía. En ese caso os ha­bríais vuelto insípidos y seríais pisoteados por la gente. Más si vosotros seguís frotando con sal y por ello os maldicen, ale­graos entonces. Ésa es efectivamente la función de la sal: picar y molestar a los corrompidos. La maledicencia habrá de segui­ros forzosamente, pero ningún daño os hará; más bien dará testimonio de vuestra firmeza. Mas, si por miedo a la maledi­cencia abandonáis la vehemencia que os conviene, sufriréis más graves daños. Primero, que se os maldecirá lo mismo, y luego, que seréis la irrisión de todo el mundo. Porque eso quiere decir ser pisoteado".

"VOSOTROS SOIS LA LUZ DEL MUNDO"

El Señor pasa ahora a otra comparación más alta: Vosotros sois la luz del mundo. Nuevamente se nos habla del mundo; no de una sola nación, ni de veinte ciudades, sino de la tierra ente­ra; se nos habla de una luz inteligible, mucho más preciosa que los rayos del sol, como también la sal había que entenderla en sentido espiritual. Y pone el Señor primero la sal, luego la luz, porque te des cuenta de la utilidad de las palabras enérgicas y el provecho de una enseñanza seria. Ella nos ata fuertemente y no nos permite disolvernos. Ella nos hace abrir los ojos, lle­vándonos como de la mano hacia la virtud.

LA CIUDAD SOBRE EL MONTE

No puede ocultarse una ciudad situada sobre un monte ni enciende nadie una luz para ponerla debajo del celemín. Por estas comparaciones incita nuevamente el Señor a sus discípu­los a la perfección de vida y a que estén siempre apercibido; para el combate, como quienes están puestos ante los ojos de todos y luchan en el palenque mismo de toda la tierra. No miréis, no, les dice, que estamos ahora sentados aquí ocupando una porción mínima de un rincón de la tierra: Vosotros habéis de estar un día tan patentes a todos, como si fuerais una ciudad situada en la cima de un monte, como una luz que brilla en casa sobre el candelero. ¿Dónde están ahora los que niegan fe al poder de Cristo?

Oigan esto y, maravillados de la fuerza de esta profecía, póstrense y adoren el poder de quien la hizo. Considerad, en efecto, qué promesas hizo el Señor a quienes no eran conocidos ni en su propia tierra: La tierra y el mar habían de saber de ellos, su fama había de llegar a los confines del orbe, y no sólo su fama, sino también el beneficio de su acción. Porque no fué sólo la fama la que, volando por don­dequiera, los hizo notorios, sino señaladamente las obras que ellos realizaron.

Pues fue así que, como si estuvieran dotados de alas, con más celeridad que los rayos del sol, recorrieron la tierra entera, esparciendo la luz de la religión. Aquí, empero, a mi entender, de lo que trata el Señor es de infundirles con­fianza. Porque decirles: No puede estar oculta una ciudad si­tuada sobre un monte, era como manifestarles su propio poder: Como no hay manera de que tal ciudad esté oculta, así tampo­co es posible que se calle y oculte mi predicación. Como les había antes hablado de persecuciones, de maledicencias, de in­sidias y de guerras, porque no pensaran que todo eso había de poder hacerlos callar, los anima diciendo que su doctrina no sólo no quedará oculta, sino que ella iluminará toda la tierra. Y eso justamente los haría a ellos famosos y conocidos.

"BRILLE VUESTRA LUZ ANTE LOS HOMBRES"

Ahora bien, si con lo anteriormente dicho les hace ver el Señor su propio poder, con lo que sigue les exige de su parte franqueza y libertad, diciéndoles: Nadie enciende una lámpara y la pone debajo del celemín, sino sobre el candelero, y brilla para todos los de la casa. Así brille vuestra luz delante de los hom­bres, a fin de que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos.

Como si dijera: La luz, yo la he encendido; pero que siga ardiendo, depende ya de vuestro celo. Y eso no sólo por motivos de vuestra propia salvación, sino también por la de aquellos que han de gozar de su res­plandor y ser así conducidos de la mano hacia la verdad. Las calumnias, ciertamente, no han de poder echar una sombra so­bre vuestro resplandor, como vosotros viváis con perfección y cual conviene a quienes tienen misión de convertir a todo el mundo. Llevad, pues, una vida digna de la gracia, a fin de que, así como la gracia se predica en todas partes, pareja con la gracia corra vuestra vida. Luego, a par de la salvación de los hombres, señálales el Señor otro provecho bastante por sí solo para incitarlos al combate y llevarlos al más intenso fervor. Porque, viviendo rectamente—les viene a decir, no sólo corregiréis a toda la tierra, sino que glorificaréis a Dios; así como, si no vivís con perfección, no sólo perderéis a los hombres, sino que haréis que sea blasfemado el nombre de Dios.

UNA GRAN VIRTUD NO PUEDE ESTAR OCULTA

8. ¿Y cómo—piensan ellos—ha de ser Cristo glorificado por causa nuestra, si los hombres nos han de maldecir? —No to­dos os maldecirán, y aun los que lo hagan, será por envidia, y aun los que por envidia os maldigan, os admirarán y alaba­rán en lo íntimo de su conciencia. Exactamente como los que públicamente adulan a los que viven mal, que íntimamente los condenan. --¿Qué es, pues, lo que nos mandas: que vivamos para la ostentación y ambición de honores? — ¡Ni mucho menos! No es eso lo que yo digo. Yo no os he dicho: “Esforzaos por sa­car a relucir vuestras buenas obras". Yo no os he dicho: "Haced alarde de ellas", sino: Brille vuestra luz. Es decir, haya grande virtud, haya fuego abundante, brille una luz indecible. Porque cuando la virtud alcanza ese grado, por más que quiera ocultarla entre las sombras el mismo que la practica, es imposible quede definitivamente oculta. Llevad, pues, una vida irreprochable; no deis motivo alguno verdadero a maledicencia, y, aunque sean miles y miles los que os calumnien, no serán capaces de echar una sombra sobre vosotros. Y muy bien habló el Señor de la luz, pues nada hace al hombre tan ilustre, por mucho que él quiera ocultarse, como la práctica de la virtud.

Es como si el hombre se revistiera de la luz misma, y aun brilla tanto más intensamente que ella, que no sólo aparecen sus rayos sobre la tierra, sino que traspasan el cielo mismo. De aquí toma el Señor otro motivo de mayor consuelo para sus discípulos. Porque, si es cierto --les dice—que sentiréis veros maldecidos por unos; otros muchos, empero, habrá que alabarán a Dios por causa vuestra. De uno y otro lado habéis de cosechar vuestra paga: porque es Dios alabado por causa vuestra y porque sois vosotros mal­decidos por causa de Dios. Sin embargo, no porque sepamos que las injurias tienen su recompensa hemos de buscar adrede ser injuriados. De ahí que no habló el Señor de modo absoluto, sino que puso dos condiciones: que se nos injurie mentirosamente y que sea por Dios. Además, nos muestra el Señor que no sólo la injuria, sino también la alabanza nos puede procu­rar gran provecho, con tal de que toda la gloria redunde en Dios.

Y sobre ello les da las más bellas esperanzas. Porque no tendrá—les dice—tanta fuerza la maledicencia de los malos que llegue a cegar también a los demás para que no vean vuestra luz. Sólo si os volvéis insípidos seréis pisoteados por las gentes; no si, viviendo vosotros rectamente, sois calumniados por los malvados. Entonces justamente serán más los que os admira­rán, no sólo a vosotros, sino también, por causa vuestra, a vuestro Padre. Y el haber dicho ''a vuestro Padre" en lugar de "a Dios", era como echar ya de antemano la semilla de la futura nobleza que había de darles. Luego, para demostrar su igual­dad con el Padre, antes había dicho: No tengáis pena de que se hable mal de vosotros, pues os basta que se hable así por causa mía. Y ahora pone a su Padre, con lo que por todas partes nos hace ver su igualdad con Él.

SEAMOS IRREPROCHABLES EN NUESTRA VIDA

Conscientes, pues, del bien que se nos sigue de una vida fer­vorosa y del peligro a que nos exponemos con nuestra desidia —no sólo nuestra propia perdición, sino, lo que es más grave, que el que es Señor nuestro sea blasfemado por causa nuestra--, seamos irreprochables para judíos y gentiles y para la Iglesia de Dios. Sea nuestra vida más brillante que el sol, y, si hay guiar tenga ganas de maldecimos, no tanto sintamos que se hable mal de nosotros cuanto que pudiera hablarse mal y con razón. Y es así que, si vivimos en la maldad, aun cuando nadie hable mal de nosotros, somos los más desgraciados del mundo; mas, si trabajamos por la virtud, aun cuando el mundo entero nos ca­lumnie, siempre seremos dignos de envidia y acabaremos por atraer a nosotros a cuantos de verdad quieren salvarse.

Pues no atenderán tanto a las calumnias de los malvados como a la virtud de nuestra vida. Porque la demostración fundada en las obras es más clara que la voz de la trompeta, y una vida pura, por más que haya infinitos que intenten calumniarla, es más brillante que la luz misma. Si poseemos las virtudes antedichas: si somos mansos, humildes, y misericordiosos, y limpios de co­razón, y pacíficos; si, al ser injuriados, no contestamos injuria con injuria, sino que nos alegramos, atraeremos no menos que con milagros a los que nos contemplen, y, aun cuando fue­ran fieras, aun cuando fueran demonios u otra cualquiera cosa todos acudirán a nosotros. Mas, si aún hubiere alguno que habla mal de ti, aun cuando públicamente te insulten, no te turbes por ello. Penetra un poco en tu conciencia, y verás cómo allí te aplauden, y te admiran, y te tributan infinitas ala­banzas. Mirad, si no, cómo Nabucodonosor terminó alabando a los jóvenes a quienes él mismo mandara arrojar al horno. Era su enemigo y les había declarado la guerra; mas, después que los vio resistir valerosamente, los proclama triunfadores y él mismo los corona, no por otro motivo sino porque le habían desobedecido a él, a trueque de mantenerse obedientes a Dios. Porque cuando el diablo ve que no consigue nada, termina por retirarse definitivamente, pues teme ser él mismo la causa de más espléndida corona nuestra. Y una vez retirado el diablo, disipada aquella niebla, el hombre más perverso y corrompido reconocerá nuestra virtud. Mas, en fin, aun suponiendo que los hombres se engañen, la alabanza y admiración que Dios nos rendirá será mayor todavía.

LA FUERZA IRRESISTIBLE DEL EJEMPLO

9. No os apenéis, pues, ni os abatáis. También los apósto­les eran para unos olor de muerte, y para otros olor de vida. No demos nosotros asidero alguno a la maledicencia, y estaremos libres de toda culpa, o, por decir mejor, nuestra felicidad será mayor. Brille, pues, nuestra vida y no hagamos caso alguno de los maldicientes. No es posible, no, que el hombre que de ver­dad se ocupa en la virtud, deje de tener muchos enemigos.

Mas al hombre virtuoso, nada ha de importársele de ello, pues eso ha de abrillantar más la corona de su gloria. Considerando todo esto, sólo en una cosa hemos de poner nuestra mira: en ordenar con perfección nuestra propia vida. Si esto hay, conduciremos la vida celeste a los que están sentados en las tinieblas. Porque la virtud de esta luz no está sólo en brillar, sino en conducir allá a los que la siguen. Porque, si nos ven que despreciamos todo lo presente y nos preparamos para lo eterno, mejor que a cualquier discurso, creerán a nuestras obras. ¿Quién será, en efecto, tan insensato que, viendo a un hombre que ayer nadaba en delicias y riquezas y que hoy se despoja de todo y, como si tuviera alas, vuela al hambre, y a la pobreza, y a todo género de asperezas, y a los peligros, y a la sangre, y al degüello, y todo lo que parece ser más espantoso; ¿quién, digo, será tan insensato que no vea ahí una prueba patente de los bienes futuros? Mas, si nos ven enredados en las cosas presentes y que nos hundimos más y más en ellas, ¿cómo podrá nadie persuadir­se que vamos de viaje hacia otra patria?
(SAN JUAN CRISÓSTOMO, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo (I), homilía 15, 6-9, BAC Madrid 1955, 287-97)


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Aplicación: P. José A. Marcone, I.V.E. - Sal de la tierra y luz del mundo (Mt 5,13-16)

Introducción

El domingo pasado, domingo IV del Tiempo Ordinario, la Iglesia ha comenzado la lectura del famoso Sermón de la Montaña, que es la predicación en donde Jesucristo expone toda la doctrina moral del cristianismo, y que se encuentra en los capítulos del 5 al 7 del evangelio de San Mateo. El domingo pasado leímos el núcleo y como el resumen de esta predicación, las Bienaventuranzas. Ellas son como la concentración de toda la doctrina moral del cristianismo y por eso se las ha llamado ‘el evangelio del Evangelio’.

Durante cinco domingos más, incluido el actual, leeremos trozos del Sermón de la Montaña. Éste empeño de la Iglesia en que se proclame con cierto detalle la mencionada predicación de Jesucristo, nos habla de su importancia.

El trozo de evangelio que leemos hoy es corto y, aparentemente, sin mayor relieve. Pareciera que se tratara sólo de una cierta comparación o una simple ilustración dicha en términos poéticos que sólo toca significados periféricos de la doctrina de Jesucristo. Sin embargo, las dos comparaciones que usa hoy Jesucristo, ser sal y ser luz, tocan el nervio de la misión del cristiano y el núcleo fundamental de la moral del Nuevo Testamento. Además, expresan la profunda relación que existe entre el cristianismo y el mundo en general, entre la Iglesia y el mundo pagano en medio del cual ella vive.

Tocan el nervio de la misión del cristiano porque si no es sal y si no es luz el bautizado traiciona la finalidad para la cual existe. Tocan el núcleo más fundamental del evangelio porque el ser sal y el ser luz son dos consecuencias necesarias de la práctica de las Bienaventuranzas; si no se es sal y si no se es luz es porque no se han cumplido las Bienaventuranzas. Este punto es importantísimo. El evangelio que hemos leído hoy está inmediatamente después de las Bienaventuranzas y guardan una relación textual muy fuerte con ellas. Es casi como si Jesucristo dijera: “Si cumplís las Bienaventuranzas seréis sal de la tierra y luz del mundo”.

Y expresan la profunda relación que hay entre Iglesia y mundo porque si el bautizado no es sal y no es luz, el mundo, entonces, sencillamente, se muere.

El tema fundamental, entonces, del evangelio de hoy es la dimensión social que tiene la vida individual del cristiano. O, dicho de otro modo, el valor comunitario que tiene la vida privada del bautizado. Veamos cómo se concreta esto en las palabras que hoy nos dice Jesucristo.

1. Ustedes son la sal de la tierra

El uso de la sal tiene en los hábitos alimenticios de los hombres, fundamentalmente, tres funciones:

En primer lugar, para darle sabor a los alimentos.

En segundo lugar, para conservar y transformar los alimentos. Esto lo hace en función del ‘fuego’ que guarda en sí la sal. La sal quema y por eso, de alguna manera, cocina los alimentos y otras sustancias.

En tercer lugar, una función esencial en la salud corporal del hombre. En efecto, la sal es sustancial para el ser humano. La sal no sólo es un aderezo, sino que ella, en sí misma, es un alimento. La sal vigoriza el cuerpo. El elemento principal que proporciona la sal al cuerpo es el sodio. De hecho la definición química de la sal es cloruro de sodio. El sodio es lo que permite el mantenimiento de la presión de la sangre. Además, sin la sal se perturba el delicado equilibrio del agua en el organismo y se produce la muerte por deshidratación. El cuerpo humano posee en su misma composición unos 250 gr. de sal. Los habitantes de zonas áridas y las nómades y peregrinos, no podían vivir sin llevar permanentemente consigo una bolsita con sal, ya que ello le aseguraba evitar el peligro de deshidratación. El Gatorade no es un invento actual.

Por estas razones, desde siempre la sal ha sido un elemento importantísimo en toda civilización.

“Ustedes son la sal de la tierra”: ¿Qué quiere decir con esto Jesucristo? Quiere decir lo siguiente: cada uno de nosotros, cristianos bautizados, somos esenciales para que el mundo viva. Cada uno de nosotros, cristianos bautizados, si no somos pobres de espíritu, si no lloramos los pecados (los nuestros y los del mundo) y sus consecuencias, si no somos dulces y mansos, si no nos esforzamos realmente en ser santos, si no somos misericordiosos, si no tenemos un corazón puro, si no trabajamos por la paz, si no nos alegramos en medio de las persecuciones sufridas por Cristo, entonces, no sólo no seremos bienaventurados en el cielo, sino que, además, el mundo se morirá. Eso es lo que Jesucristo quiere decir. En las Bienaventuranzas se subraya el premio eterno que tendrá el que las cumple. En el evangelio de hoy se subraya el valor social o la dimensión comunitaria en el tiempo presente que tiene el hecho de cumplir las Bienaventuranzas. El que cumple las Bienaventuranzas se convierte para sus contemporáneos en transmisor de vida sobrenatural, como la sal con el cuerpo humano.

¿Cómo es sal el cristiano para el mundo? En que la tierra, el mundo, el conjunto de los hombres reciben vida y unidad de los cristianos que se comportan como tales. Un antiguo y famoso escrito cristiano antiguo, la Carta a Diogneto, expresa con palabras elocuentes lo que es el cristianismo, la Iglesia Católica para el mundo: “Lo que es el alma al cuerpo, eso son los cristianos en el mundo”.

Viviendo como cristianos en medio del mundo, los bautizados son lo que el alma al cuerpo, es decir la forma sustancial del cuerpo. Por eso también se dice que la Iglesia es forma mundi. La forma es lo que hace que una cosa sea esa cosa. El alma es forma del cuerpo. El cristianismo vivido coherentemente es lo que mantiene la cohesión del mundo.

Para darle sabor a la comida basta con un poquito de sal. El cuerpo humano necesita sal, pero no mucha; bastan unos gramos diarios. Así también para sazonar y conservar el mundo basta un pequeño rebañito de cristianos; en el mundo los católicos, aproximadamente, son el 17 %. Lo mismo puede aplicarse a comunidades más pequeñas: el barrio, el ambiente de trabajo, la familia. Recuerdo que, en Santiago del Estero, Argentina, donde estaba realizando una misión popular, había un pueblo que respondía muy bien a los llamados de los misioneros y aprovechaban bien la gracia de Dios. Y un sacerdote más experimentado me decía: “Debe ser porque en este pueblo hay un alma santa que atrae las gracias de Dios”. Un alma santa puede bastar para que Dios se apiade de toda una comunidad. Sólo diez justos, diez santos hubieran bastado para salvar a Sodoma (Gén 18,32).

Jesús no se contenta con predicar la doctrina positiva (“Deben cumplir las Bienaventuranzas para irse al cielo y para dar vida al mundo”), sino que advierte y amonesta en tono monitorio que hay que vigilar porque es posible que el cristiano, por comodidad y egoísmo, abandone su misión de ser sal. Y esta monición debemos tomarla en serio: “Si la sal pierde su sabor, ¿con qué se la volverá a salar? Ya no sirve para nada, sino para ser tirada y pisada por los hombres”.

Para decir ‘pierde su sabor’ el texto original griego usa una sola palabra, el verbo moranthê, una forma del verbo moraíno. El verbo moraíno significa, en su sentido propio, ‘ser necio’, ‘entontecerse’, ‘volverse loco’, ‘volverse estúpido’, ‘perder la razón’. La traducción literal sería, entonces: “Si la sal se vuelve estúpida, ¿quién la volverá salinizar (halisthésetai)?”. El verbo moraíno aplicado a la sal que se desaliniza es un uso que también aparece en el griego clásico. El sentido último del verbo moraíno aplicado a la sal quiere decir: dejar de ser lo que se es por naturaleza, dejar de ser sal. Por eso es que la Biblia de Jerusalén traduce bien cuando traduce: “Si la sal se desvirtúa…” También se podría traducir: “Si la sal se desnaturaliza…”

De todas maneras, es imposible no ver aquí una alusión al cristiano que, por haber perdido la gracia divina y haber abandonado la misión conferida en el bautismo, se vuelve necio. El adjetivo que proviene de este verbo, el adjetivo morós, es una palabra fuertísima en boca de Jesús. En el mismo Sermón de la Montaña Jesucristo aclara: “El que diga morós (‘loco’, traduce Nácar-Colunga) a su hermano, es reo de muerte” (Mt 5,22). Y califica de morós (insensato, necio) al hombre que no edificó su casa sobre roca sino sobre arena (Mt 7,26). Y si bien Jesucristo prohíbe decir morós a un hermano para insultarlo, sin embargo, Él mismo se la va a aplicar a los fariseos y les dirá: “¡Moroí! (¡insensatos!) (Mt 23,17). El cristiano que abandona su misión y deja de ser sal se convierte en un necio, en un insensato.

La sal se desvirtúa. Por ejemplo, la sal con que se cubre los jamones de un cerdo para que cocine con su acción la carne, una vez transcurrido un tiempo y luego de haber hecho su acción, pierde su fuerza. Se desnaturaliza. Ya no sirve para preparar otro jamón. Esa sal debe ser tirada. En la época de Cristo se arrojaba en los caminos, pues el cristal de la sal aplaca el polvo y suaviza el camino. En pleno siglo XXI yo he visto con mis propios ojos cómo, un camino de tierra del centro de Chile, era cubierto de sal que, con el paso de los vehículos, convertía la carretera en una superficie lisa y fácil de transitar.

La consecuencia del cristiano que deja de ser sal es tremenda: sólo sirve para ser pisoteado por los hombres. Debe correr la misma suerte que corre la sal que se desvirtúa. El cristiano que se desnaturaliza y abandona su misión de cristiano es despreciado por los hombres.

2. Ustedes son la luz del mundo

Esta es una comparación para resaltar de nuevo el papel social de la vida espiritual del cristiano individual. La diferencia con la comparación anterior es que aquí Jesucristo nos dice explícitamente en qué consiste ser luz: en las obras. Al decir obras Jesucristo se refiere a la vida práctica del cristiano. Si tu vida práctica refleja con evidencia que tu vida está informada por Cristo, entonces eres luz del mundo. Lo dice explícitamente: “Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el cielo” (Mt 5,16).

La luz es un elemento todavía más esencial que la sal para la vida del hombre. Lo primero que creó Dios fue la luz (Gen 1,3). Lo que sacó al mundo del caos, de la confusión y de la oscuridad fue la luz (Gen 1,2). Eso sólo ya nos habla de la importancia de la luz. Cuando pensamos en la luz no debemos pensar en primer lugar en la luz artificial que alumbra la noche, sino en aquella luz que permite que el día no sea noche: el sol. Jesucristo también usa la imagen de la luz artificial de una ciudad que alumbra en la noche, pero la luz por antonomasia es la del sol. Es tan imposible la vida del mundo sin el ejemplo del cristiano como es imposible la vida de los hombres sin el sol. He aquí la importancia radical del testimonio de vida del cristiano y, por lo tanto, la importancia radical del evangelio de hoy.

Nadie puede coaccionar la libertad del otro de tal manera que lo obligue a creer en Cristo y en la Iglesia Católica. Pero puede mostrarle un modelo que al que no cree o al que está en duda le sirva de llamada y estímulo. Cuando un bautizado muestra, con su vida, sin palabras, que cree en Cristo y en la Iglesia Católica, se convierte en un modelo para los demás. A esto llamamos testimonio. Y en esto consiste, precisamente, el ser luz del mundo.

El testimonio de aquel que demuestra que cree en Cristo a través de la plasmación en su vida de los mandatos de Cristo es el único modo que existe de inducir legítimamente a alguien, sin coaccionar su libertad, a que también él acepte a Cristo, acepte su revelación y lo siga por el camino de sus mandatos, y así llegue a la salvación eterna. Por eso es correcto aquel refrán: “Las palabras empujan, el ejemplo arrastra”.

El conocer y el creer por el testimonio de otro es un modo absolutamente humano de adherir a la verdad. El conocimiento que se logra a través del testimonio de un testigo creíble es algo que nos permite, de una manera absolutamente humana y racional, alcanzar la verdad. Este conocimiento por el testimonio se funda sobre la confianza interpersonal, porque se confía en la verdad que el otro nos manifiesta. La capacidad y la opción de confiarse uno mismo y la propia vida a otra persona constituyen uno de los actos humanos más intensos y más racionales.

La verdad sobre la revelación de Cristo, que es una verdad vital y esencial para la vida del hombre, no se logra solamente a través de una vía intelectual (= palabras), sino también mediante el abandono confiado en otras personas, que pueden garantizar la certeza y la autenticidad de la verdad misma. Pero esas personas garantizan la certeza y la autenticidad de la verdad cristiana no a través de palabras sino a través del resplandor de sus obras coherentes con los principios cristianos. Este modo de conocimiento de la verdad cristiana y su consiguiente aceptación pertenecen a la misma naturaleza del ser humano y por eso es irreemplazable.

Por esta razón, si se quita el testimonio de vida cristiana se quita la luz al mundo, se quita la posibilidad de que otros crean, se quita la posibilidad de que el cristianismo se extienda, se quita la posibilidad de que otros lleguen a creer en Cristo y a unirse a Él.

Santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein), había dejado consciente y libremente de rezar a los 14 años. Dios desapareció del horizonte de su vida. Y una de los hechos que la conmovió profundamente y la hizo plantearse otra vez la posibilidad de la existencia de Dios fue ver entrar a la gran catedral de Colonia a una señora que venía del mercado, con sus bolsas de frutas y verduras, para rezar. Dios mezclado en medio de la vida cotidiana fue para ella un testimonio y este testimonio concreto de un cristiano fue luz para su mente.

Por eso es que el ser luz del mundo está directamente relacionado con las obras, las cuales son efecto de la fe en Cristo. Se trata de obras externas y visibles, que puedan ser percibidos por los que no creen o los que tienen una fe débil o inconsecuente

Testimonio y obras, son, en este caso, sinónimo de luz. Y sin ellas el mundo no encuentra a Cristo y por lo tanto no encuentra la salvación. Como dice el Catecismo de la Iglesia Católica: “La fidelidad de los bautizados es una condición primordial para el anuncio del evangelio y para la misión de la Iglesia en el mundo. Para manifestar ante los hombres su fuerza de verdad y de irradiación, el mensaje de la salvación debe ser autentificado por el testimonio de vida de los cristianos. "El mismo testimonio de la vida cristiana y las obras buenas realizadas con espíritu sobrenatural son eficaces para atraer a los hombres a la fe y a Dios" (AA 6)” (CEC, 2044).

Por esta razón es que la Iglesia pone como primera lectura el texto del profeta Isaías donde se subraya que la verdadera justicia está en hacer las obras de misericordia corporales. Y culmina diciendo: “Entonces despuntará tu luz como la aurora (…); delante de ti avanzará tu justicia y detrás de ti irá la gloria del Señor” (Is 58,8). Así el cristiano se convierte en lámpara y, más aún, en una ciudad iluminada magníficamente y puesta en la cumbre de un monte.

Otra vez, al igual que en el caso de la comparación de la sal, Jesucristo advierte sobre la posibilidad de frustrar esa vocación a ser luz. Para hacerlo usa otra comparación: no se enciende una lámpara para ponerla adentro de una tinaja para medir trigo, sino para ponerla sobre un candelero. La palabra del original griego que se traduce como ‘lámpara’ es lýjnon. Esta palabra designa a “una lámpara portátil generalmente puesta sobre un soporte” consistente en una “vasija pequeña que contiene aceite de oliva y una mecha, usada para alumbrar en la oscuridad”. La palabra del original griego que usamos como ‘tinaja’ es módion. Esta palabra griega designa un recipiente (normalmente de arcilla cocida) que se usaba para medir granos. Tuggy dice que tenía una capacidad de 25 litros. Otro autor, Vine, dice que tenía una capacidad de 9 litros. Swanson dice que tenía una capacidad de 8 litros. Las Biblias en español, algunas traducen como ‘celemín’ que es una medida de casi 5 litros. Otras traducen como ‘almud’ que es una medida de unos 25 litros. Pero lo único importante es tratar de captar bien la imagen: no se enciende la mecha de una lámpara de mano para meterla adentro de una tinaja. Un cristiano no ha sido bautizado para tener pensamientos elevados y decir hermosas palabras, sino para dar testimonio a través de su vida configurada por el evangelio.

Conclusión

Sal y luz son dos cosas esenciales en la vida del hombre. El testimonio individual del cristiano es tan esencial para el mundo como la sal y la luz. Si yo no soy fiel a mi vocación dada en el bautismo (vivir en gracia, vida transformada y transfigurada, vivencia de las bienaventuranzas) no solamente me caigo yo, sino que conmigo caen todos aquellos que están a mi alrededor. Si la sal deja de ser sal, el hombre se muere. Si la luz no brilla, si el sol no brilla, tampoco hay vida. Si el cristiano deja de llevar una vida según Cristo, deja de ser sal y deja de ser luz y, por lo tanto, el mundo se muere.

Pidámosle a la Virgen María la gracia de ser sal de la tierra y luz del mundo.

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Pensemos, por ejemplo, en el pescado disecado con sal, la carne disecada con sal (en la Puna, por ejemplo) o el jamón.
Carta a Diogneto, cap. 5; Funk 1,319.
Moraíno se usa cuatro veces en el NT: aquí, en el paralelo de Lc 14,34; en Rm 1,22 (“jactándose de sabios se volvieron estúpidos”); y en 1Cor 1,20 (“Dios entonteció la sabiduría del mundo”).
Cf. Schenkl F.-Brunetti F., Dizionario Greco-Italiano-Greco, Fratelli Melita Editori, La Spezia, 1990, p. 575.
De este tema habla San Juan Pablo II en la Encíclica Fides et Ratio, nº 32-33.
Vine, en Multiléxico 3088.
Swanson 3304, en Multiléxico 3088.
Ver las voces ‘celemín’ y ‘almud’ en el Diccionario de la Real Academia Española. No responde a la realidad lo expresado por Benoit, P., en Nota a Mt 5,15, en Biblia de Jerusalén, Ediciones Desclée du Brouwer, Bilbao, 1975, p. 1393.
Los paralelos de Mc y Lc agregan también ‘debajo de la cama’(Mc 4,21: Lc 8,16).


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Aplicación: San Juan Pablo II - Vosotros sois la sal... la luz

“Vosotros sois la sal de la tierra, vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5,13-14). Con estas palabras Cristo definió a sus discípulos y, al mismo tiempo, les asignó una tarea: explicó cómo deben ser, puesto que se trata de sus discípulos.

¿Por qué el Señor Jesús ha llamado a sus discípulos “la sal de la tierra”? Él mismo nos da la respuesta si consideramos, por una parte, las circunstancias en que pronuncia estas palabras y, por otra, el significado inmediato de la imagen de la sal. Como sabéis la afirmación de Jesús se inserta en el sermón de la montaña, cuya lectura comenzó el domingo pasado con el texto de las ocho bienaventuranzas: Jesús rodeado de una gran muchedumbre, está enseñando a sus discípulos (cfr. Mt 5,1), y precisamente a ellos, como de improviso, les dice no que “deben ser”, sino que “son” la sal de la tierra. En una palabra, se diría que Él, sin excluir obviamente el concepto de deber, designa una condición normal y estable del discipulado: no se es verdadero discípulo suyo, si no se es sal de la tierra.

Por otra parte, resulta fácil la interpretación de la imagen: la sal es la sustancia que se usa para dar sabor a las comidas y para preservarlas, además, de la corrupción. El discípulo de Cristo, pues, es sal en la medida en que ofrece realmente a los otros hombres, más aún, a toda la sociedad humana, algo que sirva como un saludable fermento moral, algo que dé sabor y que tonifique. Este fermento solo puede ser el conjunto de las virtudes indicadas en la serie de las bienaventuranzas.

Se comprende, pues, cómo estas palabras de Jesús valen para todos los discípulos. Por tanto, es necesario, que cada uno de nosotros las entienda como referidas a sí mismo. Ahora, después de la explicación que de estas palabras he hecho, debéis sentiros comprendidos en ellas todos. ¡Porque todos sois discípulos de Cristo!

Y ahora la segunda pregunta: ¿Por qué el Señor llamó a sus discípulos la “luz del mundo”? Él mismo nos da la respuesta, basándonos siempre en las circunstancias a que hemos aludido y en el valor peculiar de la imagen. Efectivamente la imagen de la luz se presenta como complementaria e integrante respecto a la imagen de la sal: si la sal sugiere la idea de la penetración en profundidad, la de la luz sugiere la idea de la difusión en sentido de extensión y de amplitud, porque -diré con las palabras del gran poeta italiano y cristiano- “La luz rápida cae como lluvia de cosa en cosa, y suscita varios colores dondequiera que se posa” (A. Manzoni).

El cristiano, pues, para ser fiel discípulo de Cristo, debe iluminar con su ejemplo, con sus virtudes, con esas “bellas obras” (Kala Erga), de las que habla el texto evangélico de hoy (Mt 5,16), y las cuales puedan ser vistas por los hombres. Debe iluminar precisamente porque es seguidor de Aquél que es “la luz verdadera que viniendo a este mundo, ilumina a todo hombre” (Jn 1,9), y que se autodefine “luz del mundo” (Jn 8,12). El lunes pasado hemos celebrado la fiesta de “La Candelaria”, cuyo nombre exacto es el de “Presentación del Señor”. Al llevar al Niño al templo, fue saludado proféticamente por el anciano Simeón como “luz para alumbrar a las naciones” (Luc 2,32). Ahora bien, ¿no nos dice nada esta “persistencia de imagen” en la óptica de los evangelistas? Si Cristo es luz, el esfuerzo de la imitación y la coherencia de nuestra profesión cristiana jamás podrá prescindir de un ideal y, al mismo tiempo, de la semejanza real con Él.

También esta segunda imagen configura una situación normal y universal, válida para la vida cristiana: se presenta y se impone como una obligación de estado y debe tener, por tanto, una realización práctica y detallada, de modo que en ella se encuentren todos. Igual que todos están invitados a hacerse discípulos de Cristo, así también todos pueden y deben hacerse, en sus obras concretas, sal y luz para los demás hombres.

Y ahora escuchemos la confesión del auténtico discípulo de Cristo.

He aquí que habla San Pablo con las palabras de su carta a los Corintios. Lo vemos mientras se presenta a sus destinatarios, y oímos que lo ha hecho “débil y temeroso” (1 Cor 2,3). ¿Por qué?

Esta actitud de debilidad y temor nace del hecho de que él sabe que choca con la mentalidad corriente, la sabiduría puramente humana y terrena, que sólo se satisface con las cosas materiales y mundanas. Él, en cambio, anuncia a Cristo y a Cristo crucificado, esto es, predica una sabiduría que viene de lo alto. Para hacer esto, para ser auténtico discípulo de Cristo, vive interiormente todo el misterio de Cristo, toda la realidad de su cruz y de su resurrección. Además, es preciso notar que así también la intensa vida interior se convierte, casi de modo natural en lo que el Apóstol llama “el testimonio de Dios” (1Cor 2,1). Así, pues, en la vida práctica, un auténtico discípulo de Cristo debe siempre ser tal en el sentido de la aceptación interior del misterio de Cristo, que es algo totalmente “original”, no mezclado con la ciencia “humana” y con la “sabiduría de este mundo.

Viviendo de este modo tendremos ciertamente el “conocimiento” de él y también la capacidad de actuar según él. Pero es necesario que en relación con los compromisos de naturaleza laical, nuestra fe no se funde en sabiduría humana, sino en el poder de Dios (1 Cor 2,5).

¿Qué consecuencias prácticas nos conviene sacar de las lecturas litúrgicas de hoy? Me parece que deben ser éstas: ante todo, la profundización en la fe y en la vida interior; en segundo lugar, un empeño serio en la actividad apostólica: “para que los hombres vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el Cielo” (Mt 5,16); y finalmente la disponibilidad de ayudar a los otros, como bien dice la primera lectura con las palabras de Isaías: “Parte tu pan con el hambriento, hospeda a los pobres sin techo, viste al que va desnudo, y no te cierres a tu propia carne. Entonces romperá tu luz con la aurora, enseguida te brotará la carne sana; te abrirá camino la justicia, detrás irá la gloria del Señor. Entonces clamarás al Señor y te responderá. Gritarás y te dirá: Aquí estoy” (Is. 58,7-9).

Ante todo, deseo que renovéis en vosotros la conciencia personal y comunitaria: soy discípulo, quiero ser discípulo de Cristo. Esto es una cosa maravillosa: ¡Ser discípulo de Cristo! ¡Seguir su llamada y su Evangelio! Os deseo que podáis sentir esto más profundamente, y que la vida de cada uno de vosotros y de todos adquiera, gracias a esta conciencia, su pleno significado.

En las palabras de Isaías se contiene una promesa particular: el Señor escucha a los que le obedecen. El responde “Aquí estoy” a los que se hallan ante Él con la misma disponibilidad y dicen con su conducta el mismo “aquí estoy”. Os deseo que vuestra relación con Jesucristo nuestro Señor, Redentor y Maestro, se regule de este modo. Deseo que Cristo esté con vosotros, y que, mediante vosotros esté con los demás: y que se realice así la vocación de sus verdaderos discípulos, los cuales deben ser “la sal de la tierra”.
(Homilía en la parroquia de San Carlos y San Blas)


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Aplicación: Benedicto XVI - El sentido de la misión y del testimonio

Queridos hermanos y hermanas:
En el Evangelio de este domingo el Señor Jesús dice a sus discípulos: «Vosotros sois la sal de la tierra... Vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5, 13.14). Mediante estas imágenes llenas de significado, quiere transmitirles el sentido de su misión y de su testimonio. La sal, en la cultura de Oriente Medio, evoca varios valores como la alianza, la solidaridad, la vida y la sabiduría. La luz es la primera obra de Dios creador y es fuente de la vida; la misma Palabra de Dios es comparada con la luz, como proclama el salmista: «Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero» (Sal 119, 105).

Y también en la liturgia de hoy, el profeta Isaías dice: «Cuando ofrezcas al hambriento de lo tuyo y sacies el alma afligida, brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad como el mediodía» (58, 10). La sabiduría resume en sí los efectos benéficos de la sal y de la luz: de hecho, los discípulos del Señor están llamados a dar nuevo «sabor» al mundo, y a preservarlo de la corrupción, con la sabiduría de Dios, que resplandece plenamente en el rostro del Hijo, porque él es la «luz verdadera que ilumina a todo hombre» (Jn 1, 9). Unidos a él, los cristianos pueden difundir en medio de las tinieblas de la indiferencia y del egoísmo la luz del amor de Dios, verdadera sabiduría que da significado a la existencia y a la actuación de los hombres.
(Ángelus, Plaza de San Pedro, Domingo 6 de febrero de 2011)


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Aplicación: S.S. Francisco p.p. - Vosotros sois la sal... la luz

En el Evangelio de este domingo, que está inmediatamente después de las Bienaventuranzas, Jesús dice a sus discípulos: «Vosotros sois la sal de la tierra... Vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5, 13.14). Esto nos maravilla un poco si pensamos en quienes tenía Jesús delante cuando decía estas palabras. ¿Quiénes eran esos discípulos? Eran pescadores, gente sencilla... Pero Jesús les mira con los ojos de Dios, y su afirmación se comprende precisamente como consecuencia de las Bienaventuranzas. Él quiere decir: si sois pobres de espíritu, si sois mansos, si sois puros de corazón, si sois misericordiosos... seréis la sal de la tierra y la luz del mundo.

Para comprender mejor estas imágenes, tengamos presente que la Ley judía prescribía poner un poco de sal sobre cada ofrenda presentada a Dios, como signo de alianza. La luz, para Israel, era el símbolo de la revelación mesiánica que triunfa sobre las tinieblas del paganismo. Los cristianos, nuevo Israel, reciben, por lo tanto, una misión con respecto a todos los hombres: con la fe y la caridad pueden orientar, consagrar, hacer fecunda a la humanidad. Todos nosotros, los bautizados, somos discípulos misioneros y estamos llamados a ser en el mundo un Evangelio viviente: con una vida santa daremos «sabor» a los distintos ambientes y los defenderemos de la corrupción, como lo hace la sal; y llevaremos la luz de Cristo con el testimonio de una caridad genuina. Pero si nosotros, los cristianos, perdemos el sabor y apagamos nuestra presencia de sal y de luz, perdemos la eficacia. ¡Qué hermosa misión la de dar luz al mundo! Es una misión que tenemos nosotros. ¡Es hermosa! Es también muy bello conservar la luz que recibimos de Jesús, custodiarla, conservarla.

El cristiano debería ser una persona luminosa, que lleva luz, que siempre da luz. Una luz que no es suya, sino que es el regalo de Dios, es el regalo de Jesús. Y nosotros llevamos esta luz. Si el cristiano apaga esta luz, su vida no tiene sentido: es un cristiano sólo de nombre, que no lleva la luz, una vida sin sentido. Pero yo os quisiera preguntar ahora: ¿cómo queréis vivir? ¿Como una lámpara encendida o como una lámpara apagada? ¿Encendida o apagada? ¿Cómo queréis vivir? [la gente responde: ¡Encendida!] ¡Lámpara encendida! Es precisamente Dios quien nos da esta luz y nosotros la damos a los demás. ¡Lámpara encendida! Ésta es la vocación cristiana.
(Ángelus, Plaza de San Pedro, Domingo 9 de febrero de 2014)

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Directorio Homilético: Quinto domingo del Tiempo Ordinario

CEC 782: el pueblo de Dios, sal de la tierra y luz del mundo
CEC 2044-2046: vida moral y testimonio misionero
CEC 2443-2449: la atención a las obras de misericordia, amor a los pobres
CEC 1243: los bautizados (neófitos) están llamados a ser luz del mundo
CEC 272: Cristo crucificado es Sabiduría de Dios

782 El Pueblo de Dios tiene características que le distinguen claramente de todos los grupos religiosos, étnicos, políticos o culturales de la Historia:

– Es el Pueblo de Dios: Dios no pertenece en propiedad a ningún pueblo. Pero El ha adquirido para sí un pueblo de aquellos que antes no eran un pueblo: "una raza elegida, un sacerdocio real, una nación santa" (1 P 2, 9).

– Se llega a ser miembro de este cuerpo no por el nacimiento físico, sino por el "nacimiento de arriba", "del agua y del Espíritu" (Jn 3, 3-5), es decir, por la fe en Cristo y el Bautismo.

– Este pueblo tiene por jefe a Jesús el Cristo [Ungido, Mesías]: porque la misma Unción, el Espíritu Santo fluye desde la Cabeza al Cuerpo, es "el Pueblo mesiánico".

– "La identidad de este Pueblo, es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo".

– "Su ley, es el mandamiento nuevo: amar como el mismo Cristo mismo nos amó (cf. Jn 13, 34)". Esta es la ley "nueva" del Espíritu Santo (Rm 8,2; Ga 5, 25).

– Su misión es ser la sal de la tierra y la luz del mundo (cf. Mt 5, 13-16). "Es un germen muy seguro de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano".

– "Su destino es el Reino de Dios, que el mismo comenzó en este mundo, que ha de ser extendido hasta que él mismo lo lleve también a su perfección" (LG 9).

III VIDA MORAL Y TESTIMONIO MISIONERO

2044 La fidelidad de los bautizados es una condición primordial para el anuncio del evangelio y para la misión de la Iglesia en el mundo. Para manifestar ante los hombres su fuerza de verdad y de irradiación, el mensaje de la salvación debe ser autentificado por el testimonio de vida de los cristianos. "El mismo testimonio de la vida cristiana y las obras buenas realizadas con espíritu sobrenatural son eficaces para atraer a los hombres a la fe y a Dios" (AA 6).

2045 Los cristianos, por ser miembros del Cuerpo, cuya Cabeza es Cristo (cf Ef 1,22), contribuyen, mediante la constancia de sus convicciones y de sus costumbres, a la edificación de la Iglesia. La Iglesia aumenta, crece y se desarrolla por la santidad de sus fieles (cf LG 39), "hasta que lleguemos al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud en Cristo" (Ef 4,13).

2046 Mediante un vivir según Cristo, los cristianos apresuran la venida del Reino de Dios, "Reino de justicia, de verdad y de paz" (MR, Prefacio de Jesucristo Rey). Sin embargo, no abandonan sus tareas terrenas; fieles al Maestro, las cumplen con rectitud, paciencia y amor.

VI EL AMOR DE LOS POBRES

2443 Dios bendice a los que ayudan a los pobres y reprueba a los que se niegan a hacerlo: "a quien te pide da, al que desee que le prestes algo no le vuelvas la espalda" (Mt 5,42). "Gratis lo recibisteis, dadlo gratis" (Mt 10,8). Jesucristo reconocerá a sus elegidos en lo que hayan hecho por los pobres (cf Mt 25,31-36). La buena nueva "anunciada a los pobres" (Mt 11,5; Lc 4,18) es el signo de la presencia de Cristo.

2444 "El amor de la Iglesia por los pobres...pertenece a su constante tradición " (CA 57). Está inspirado en el Evangelio de las bienaventuranzas (cf Lc 6,20-22), en la pobreza de Jesús (cf Mt 8,20), y en su atención a los pobres (cf Mc 12,41-44). El amor a los pobres es también uno de los motivos del deber de trabajar, con el fin de "hacer partícipe al que se halle en necesidad" (Ef 4,28). No abarca sólo la pobreza material, sino también las numerosas formas de pobreza cultural y religiosa (cf CA 57).

2445 El amor a los pobres es incompatible con el amor desordenado de las riquezas o su uso egoísta:

Ahora bien, vosotros, ricos, llorad y dad alaridos por las desgracias que están para caer sobre vosotros. Vuestra riqueza está podrida y vuestros vestidos están apolillados; vuestro oro y vuestra plata están tomados de herrumbre y su herrumbre será testimonio contra vosotros y devorará vuestras carnes como fuego. Habéis acumulado riquezas en estos días que son los últimos. Mirad: el salario que no habéis pagado a los obreros que segaron vuestros campos está gritando; y los gritos de los segadores han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos. Habéis vivido sobre la tierra regaladamente y os habéis entregado a los placeres; habéis hartado vuestros corazones en el día de la matanza. Condenasteis y matasteis al justo; él no os resiste (St 5,1-6).

2446 S. Juan Crisóstomo lo recuerda vigorosamente: "No hacer participar a los pobres de los propios bienes es robarles y quitarles la vida. Lo que tenemos no son nuestros bienes, sino los suyos" (Laz. 1,6). "Satisfacer ante todo las exigencias de la justicia, de modo que no se ofrezca como ayuda de caridad lo que ya se debe a título de justicia" (AA 8):

Cuando damos a los pobres las cosas indispensables no les hacemos liberalidades personales, sino que les devolvemos lo que es suyo. Más que realizar un acto de caridad, lo que hacemos es cumplir un deber de justicia (S. Gregorio Magno, past. 3,21).

2447 Las obras de misericordia son acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales (cf. Is 58,6-7; Hb 13,3). Instruir, aconsejar, consolar, confortar, son obras de misericordia espiritual, como perdonar y sufrir con paciencia. Las obras de misericordia corporal consisten especialmente en dar de comer al hambriento, dar techo a quien no lo tiene, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y a los presos, enterrar a los muertos (cf Mt 25,31-46). Entre estas obras, la limosna hecha a los pobres (cf Tb 4, 5-11; Si 17,22) es uno de los principales testimonios de la caridad fraterna; es también una práctica de justicia que agrada a Dios (cf Mt 6,2-4):

El que tenga dos túnicas que las reparta con el que no tiene; el que tenga para comer que haga lo mismo (Lc 3,11). Dad más bien en limosna lo que tenéis, y así todas las cosas serán puras para vosotros (Lc 11,41). Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y alguno de vosotros les dice: "id en paz, calentaos o hartaos", pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? (St 2,15-16; cf. 1 Jn 3,17).

2448 "Bajo sus múltiples formas -indigencia material, opresión injusta, enfermedades físicas o síquicas y, por último, la muerte- la miseria humana es el signo manifiesto de la debilidad congénita en que se encuentra el hombre tras el primer pecado y de la necesidad de salvación. Por ello, la miseria humana atrae la compasión de Cristo Salvador, que la ha querido cargar sobre sí e identificarse con los `más pequeños de sus hermanos' . También por ello, los oprimidos por la miseria son objeto de un amor de preferencia por parte de la Iglesia, que, desde los orígenes, y a pesar de los fallos de muchos de sus miembros, no ha cesado de trabajar para aliviarlos, defenderlos y liberarlos. Lo ha hecho mediante innumerables obras de beneficencia, que siempre y en todo lugar continúan siendo indispensables" (CDF, instr. "Libertatis conscientia" 68).

2449 En el Antiguo Testamento, toda una serie de medidas jurídicas (año jubilar, prohibición del préstamo a interés, retención de la prenda, obligación del diezmo, pago del jornalero, derecho de rebusca después de la vendimia y la siega) responden a la exhortación del Deuteronomio: "Ciertamente nunca faltarán pobres en este país; por esto te doy yo este mandamiento: debes abrir tu mano a tu hermano, a aquel de los tuyos que es indigente y pobre en tu tierra" (Dt 15,11). Jesús hace suyas estas palabras: "Porque pobres siempre tendréis con vosotros; pero a mí no siempre me tendréis" (Jn 12,8). Con esto, no hace caduca la vehemencia de los oráculos antiguos: "comprando por dinero a los débiles y al pobre por un par de sandalias..." (Am 8,6), sino nos invita a reconocer su presencia en los pobres que son sus hermanos (cf Mt 25,40):

El día en que su madre le reprendió por atender en la casa a pobres y enfermos, Santa Rosa de Lima le contestó: "cuando servimos a los pobres y a los enfermos, servimos a Jesús. No debemos cansarnos de ayudar a nuestro prójimo, porque en ellos servimos a Jesús".

1243 La vestidura blanca simboliza que el bautizado se ha "revestido de Cristo" (Ga 3,27): ha resucitado con Cristo. El cirio que se enciende en el cirio pascual, significa que Cristo ha iluminado al neófito. En Cristo, los bautizados son "la luz del mundo" (Mt 5,14; cf Flp 2,15).

El nuevo bautizado es ahora hijo de Dios en el Hijo Unico. Puede ya decir la oración de los hijos de Dios: el Padre Nuestro.

(cortesia: ive argentina)

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