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Domingo 13 del Tiempo Ordinario A - Comentarios de Sabios y Santos: con ellos preparamos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la celebración de la Misa dominical

Recursos adicionales para la preparación

 

A su disposición

Directorio Homilético: Decimotercer domingo del Tiempo Ordinario

Exégesis: P. José María Solé - Roma, C.F.M. - Decisión en favor de Jesús (Mt 10,34-39)

Comentario Teológico:P. Julio Meinvielle - El cristianismo y la apostasía

Santos Padres: San Juan Crisóstomo - Amor sobre todo amor

Aplicación: Mons. Felipe Bacarreza Rodríguez - Entregar la vida por Cristo (Mt 10,37–42)

Aplicación: P. José A. Marcone, I.V.E. - He venido a traer la espada (Mt 10,37-42)

Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - Ser discípulo de Jesús Mt 10, 37-42

Ejemplo


¿Cómo acercarse a la Palabra de Dios?
La Palabra de Dios y yo - cómo acogerla

Falta un dedo: Celebrarla


COMENTARIOS A LAS LECTURAS DEL DOMINGO


Directorio Homilético: Decimotercer domingo del Tiempo Ordinario

CEC 2232-2233: la primera vocación del cristiano es seguir a Jesús
CEC 537, 628, 790, 1213, 1226-1228, 1694: el Bautismo, sacrificarse a sí mismo, vivir para Cristo
CEC 1987: la gracia nos justifica mediante el Bautismo y la fe

2232 Los vínculos familiares, aunque son muy importantes, no son absolutos. A la par el hijo crece, hacia una madurez y autonomía humanas y espirituales, la vocación singular que viene de Dios se afirma con más claridad y fuerza. Los padres deben respetar esta llamada y favorecer la respuesta de sus hijos para seguirla. Es preciso convencerse de que la vocación primera del cristiano es seguir a Jesús (cf Mt 16,25): "El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mi" (Mt 10,37).

2233 Hacerse discípulo de Jesús es aceptar la invitación a pertenecer a la familia de Dios, a vivir en conformidad con su manera de vivir: "El que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, éste es mi hermano, mi hermana y mi madre" (Mt 12,49).

Los padres deben acoger y respetar con alegría y acción de gracias el llamamiento del Señor a uno de sus hijos para que le siga en la virginidad por el Reino, en la vida consagrada o en el ministerio sacerdotal.


537 Por el bautismo, el cristiano se asimila sacramentalmente a Jesús que anticipa en su bautismo su muerte y su resurrección: debe entrar en este misterio de rebajamiento humilde y de arrepentimiento, descender al agua con Jesús, para subir con él, renacer del agua y del Espíritu para convertirse, en el Hijo, en hijo amado del Padre y "vivir una vida nueva" (Rm 6, 4):

Enterrémonos con Cristo por el Bautismo, para resucitar con él; descendamos con él para ser ascendidos con él; ascendamos con él para ser glorificados con él (S. Gregorio Nacianc. Or. 40, 9).
Todo lo que aconteció en Cristo nos enseña que después del baño de agua, el Espíritu Santo desciende sobre nosotros desde lo alto del cielo y que, adoptados por la Voz del Padre, llegamos a ser hijos de Dios. (S. Hilario, Mat 2).


"Sepultados con Cristo ... "

628 El Bautismo, cuyo signo original y pleno es la inmersión, significa eficazmente la bajada del cristiano al sepulcro muriendo al pecado con Cristo para una nueva vida: "Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva" (Rm 6,4; cf Col 2, 12; Ef 5, 26).


“Un solo cuerpo”

790 Los creyentes que responden a la Palabra de Dios y se hacen miembros del Cuerpo de Cristo, quedan estrechamente unidos a Cristo: "La vida de Cristo se comunica a a los creyentes, que se unen a Cristo, muerto y glorificado, por medio de los sacramentos de una manera misteriosa pero real" (LG 7). Esto es particularmente verdad en el caso del Bautismo por el cual nos unimos a la muerte y a la Resurrección de Cristo (cf. Rm 6, 4-5; 1 Co 12, 13), y en el caso de la Eucaristía, por la cual, "compartimos realmente el Cuerpo del Señor, que nos eleva hasta la comunión con él y entre nosotros" (LG 7).


Artículo 1 EL SACRAMENTO DEL BAUTISMO

1213 El santo Bautismo es el fundamento de toda la vida cristiana, el pórtico de la vida en el espíritu ("vitae spiritualis ianua") y la puerta que abre el acceso a los otros sacramentos. Por el Bautismo somos liberados del pecado y regenerados como hijos de Dios, llegamos a ser miembros de Cristo y somos incorporados a la Iglesia y hechos partícipes de su misión (cf Cc. de Florencia: DS 1314; CIC, can 204,1; 849; CCEO 675,1): "Baptismus est sacramentum regenerationis per aquam in verbo" ("El bautismo es el sacramento del nuevo nacimiento por el agua y la palabra", Cath. R. 2,2,5).

(…)

El bautismo en la Iglesia

1226 Desde el día de Pentecostés la Iglesia ha celebrado y administrado el santo Bautismo. En efecto, S. Pedro declara a la multitud conmovida por su predicación: "Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo" (Hch 2,38). Los Apóstoles y sus colaboradores ofrecen el bautismo a quien crea en Jesús: judíos, hombres temerosos de Dios, paganos (Hch 2,41; 8,12-13; 10,48; 16,15). El Bautismo aparece siempre ligado a la fe: "Ten fe en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu casa", declara S. Pablo a su carcelero en Filipos. El relato continúa: "el carcelero inmediatamente recibió el bautismo, él y todos los suyos" (Hch 16,31-33).

1227 Según el apóstol S. Pablo, por el Bautismo el creyente participa en la muerte de Cristo; es sepultado y resucita con él:

¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva (Rm 6,3-4; cf Col 2,12).

Los bautizados se han "revestido de Cristo" (Ga 3,27). Por el Espíritu Santo, el Bautismo es un baño que purifica, santifica y justifica (cf 1 Co 6,11; 12,13).

1228 El Bautismo es, pues, un baño de agua en el que la "semilla incorruptible" de la Palabra de Dios produce su efecto vivificador (cf. 1 P 1,23; Ef 5,26). S. Agustín dirá del Bautismo: "Accedit verbum ad elementum, et fit sacramentum" ("Se une la palabra a la materia, y se hace el sacramento", ev. Io. 80,3).


1694 Incorporados a Cristo por el bautismo (cf Rom 6,5), los cristianos están "muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús" (Rom 6,11), participando así en la vida del Resucitado (cf Col 2,12). Siguiendo a Cristo y en unión con él (cf Jn 15,5), los cristianos pueden ser "imitadores de Dios, como hijos queridos y vivir en el amor" (Ef 5,1), conformando sus pensamientos, sus palabras y sus acciones con "los sentimientos que tuvo Cristo" (Flp 2,5) y siguiendo sus ejemplos (cf Jn 13,12-16).


Artículo 2 GRACIA Y JUSTIFICACION

I LA JUSTIFICACION

1987 La gracia del Espíritu Santo tiene el poder de santificarnos, es decir, de lavarnos de nuestros pecados y comunicarnos "la justicia de Dios por la fe en Jesucristo" (Rm 3,22) y por el Bautismo (cf Rm 6,3-4):

Y si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él, sabiendo que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, y que la muerte no tiene ya señorío sobre él. Su muerte fue un morir al pecado, de una vez para siempre; mas su vida, es un vivir para Dios. Así también vosotros, consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús (Rm 6, 8-11).


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Exégesis: P. José María Solé - Roma, C.F.M. - Decisión en favor de Jesús (Mt 10,34-39)

34 No creáis que vine a traer paz a la tierra; no vine a traer paz, sino espada.

En conmovida queja el profeta Miqueas había descrito la perdición de su pueblo: se quebrantaban las disposiciones del derecho, los ministros de la justicia se habían convertido en seres corruptibles, un desconcierto general había destruido los vínculos familiares. Cada hombre es el enemigo de su prójimo. Éste podría ser el título de la queja de Miqueas (/Mi/07/01-07). En este cuadro ve el profeta una actuación anticipada del tribunal de Dios. Los hombres llegan a conocer, en su propio cuerpo, las consecuencias de su apostasía de Yahveh.

Jesús tiene presentes las palabras del profeta. El juicio de Dios, cuyas consecuencias había visto Miqueas, ha llegado a su momento crítico, por efecto de la venida de Jesús, enviado para traer el mensaje del reino de Dios. Más aún: el reino llega con Jesús. Viene como separación, como espada. Es la espada del juicio, que separa lo malo de lo bueno, los creyentes de los que rehúsan creer, también es la espada de la decisión, ante la que se pone al hombre. Esto es lo primero que dice Jesús. Lo contrario de esta separación es la paz. Solamente puede ser una paz opuesta a este juicio de la decisión. Y sería una paz corrompida, que lo deja todo tal como estaba, que hace desaparecer los frentes, tapa y encubre la oposición entre Dios y Satán, y por tanto sería en último término la paz entre Dios y Satán, que nunca puede darse (Aquí Jesús no dice nada sobre la paz entre Dios y los hombres ni sobre la paz de los hombres entre sí. De ello habla extensamente la Escritura en otros pasajes, sobre todo en san Pablo, que designa a Jesús como «nuestra reconciliación», «nuestra paz»: cf. Rom 5,ll; 2Co_5:18 s; Efe_2:11-22).

35 Porque vine a enfrentar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; 36 y serán enemigos del hombre los de su propia casa.

La palabra de Jesús es más aguda que una espada, como dice de la palabra de Dios en la carta a los Hebreos (/Hb/04/12). Penetra hasta los tuétanos y separa en nuestro interior las falsas concupiscencias del verdadero temor de Dios. También puede meterse dentro de la familia, y allí enfrentar a los padres y a los hijos, a la nuera y a la suegra. La frontera pasa siempre por donde es preciso decidir en favor o en contra de Dios. Esta decisión puede traer como consecuencia la separación de otros, incluso de los más queridos. Es una separación que no puede significar que el discípulo de Jesús deba adoptar una actitud hostil o irreconciliable. Pero el discípulo debe contar con que mediante su decisión también puede causar la enemistad de sus propios parientes. Ésta es probablemente la experiencia más penosa en el seguimiento. Nunca se puede abusar de estas palabras del Señor para falsear el mensaje de la paz, que anuncia la Iglesia, o para justificar el incumplimiento de las propias obligaciones con la familia incrédula.

37 El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; 38 y quien no toma su cruz y sigue tras de mí, no es digno de mí.

El que ha reflexionado bien sobre los precedentes versículos 34-36, también puede entender estas palabras. En primer lugar está Dios y la decisión en favor de Dios, pero aquí está el mismo Jesús, ante quien y por quien el discípulo tiene que decidirse. Él es el camino, por el que sólo encontramos a Dios. Digámoslo de otra manera: en la decisión en favor de Jesús se toma la decisión en favor de Dios. Ante esta decisión tiene que retroceder cualquier otro compromiso terreno, incluso con el padre y la madre y los propios hijos. No es que no deban amarse los padres o los hijos. Precisamente es a la inversa: el que sigue decididamente a Cristo, también queda libre de nuevo para el amor a su prójimo y a sus parientes. Pero es un amor nuevo, sobrenatural, que nos hace amar al prójimo en Dios y por amor de Dios. Antes de que el discípulo sea capaz de este amor, tiene que decidirse totalmente por Cristo. Quien no ha tomado esta decisión no es digno de Cristo. No se ha ganado nada con una decisión a medias o con un corazón dividido. Entonces ni Dios logra lo que le corresponde, a saber la plena entrega; ni Jesús logra lo que le corresponde, a saber la imitación incondicional; ni el discípulo consigue la realización de su vida. Quien ha entregado su corazón, lo recupera lleno de la fuerza del amor divino.

El siguiente versículo lo aclara todavía más: Y quien no tome su cruz y sigue tras de mí, no es digno de mí. El desprendimiento de sí mismo y la entrega a Dios tienen una medida extrema. Hay una frontera en la vida, en la cual se muestra con seguridad si la entrega es querida enteramente. Esta frontera es la muerte. Se ha decidido radicalmente quien en la empresa orientada hacia Dios también incluye la posible entrega de la vida terrenal. «Tomar su cruz» es una expresión metafórica de la disposición para morir. Cuando se está así dispuesto, se efectúa el movimiento «desde mí hacia Dios». Sólo cuando el discípulo ha incluido en la cuenta aquel extremo, y lo ha afirmado conscientemente, está de veras siguiendo a Jesús, y por tanto es digno del maestro.

No se pide a todos los discípulos que esta disposición también pruebe su eficacia en el trance de la muerte. Señaladamente Dios sólo conduce a algunos elegidos por este sendero. Pero cualquier entrega, si es tema de nuestra vida, tiene en sí algo de esta muerte. Un distintivo infalible de la veracidad de nuestra intención es si estamos o no estamos dispuestos a esta entrega.

39 El que haya encontrado su vida, la perderá; y el que haya perdido su vida por mi causa, la encontrará.

Aquí no se habla del alma en oposición al cuerpo. Para el Antiguo Testamento esta diferencia no tenía gran importancia. Tras la palabra vida está la unidad del cuerpo y del alma. Para el judío la vida es el bien supremo y con esta palabra se expresa con la máxima fuerza la última perfección. Se lleva a cabo el anhelo del judío, si tiene toda la vida, duradera e indestructiblemente, con una riqueza fluyente y con una posesión dichosa. Este profundo anhelo, que Dios ha dado al hombre, parece que lo niegue inesperadamente Jesús, cuando dice: El que haya encontrado su vida, la perderá. Esto quiere decir que el hombre piensa haber llegado ya aquí al descanso y gozar con la posesión de la vida. En el hombre se ha convertido el anhelo en deseo egoísta y violento de posesión, no quiere nada fuera de sí y en último término sólo se busca a sí mismo. El anhelo es él mismo, y su realización aparentemente también, pero los caminos son enteramente opuestos. Ciertamente la vida debe ser conquistada y a ello estamos llamados. Pero eso solamente tiene lugar cuando la perdemos. El que haya perdido su vida por mi causa. Esta frase puede primeramente aludir al verdadero martirio en favor de Jesús. Entonces se recibe el don de la vida eterna por la vida terrena que se ha entregado. «Encontraremos» lo que realmente hemos buscado.

Pero en la vida del discípulo que no es llamado a la extrema verificación, también es una ley fundamental que todos tienen que renunciar primero a su vida, no han de quererla conseguir para sí mismos con ambición egoísta. Es preciso salir de sí mismo, tender más allá de sí mismo, pero no por así decir para entrenarse, en el sentido de los métodos de «vaciamiento interno». Porque esta tendencia en último término de nuevo sería un egoísmo, que busca la propia independencia de las pasiones del día y de las tentaciones de los instintos, y con ello una forma más elevada de perfección humana. Jesús alude a lo que siempre resonaba en el sermón de la montaña: el hecho de que el hombre se pierda a sí mismo ha de tener lugar con una orientación hacia Dios y dentro de Dios. Quien así se pierde, logra la plenitud de la vida, en último término la vida propia de Dios. Esta frase no es lúgubre, sino luminosa. Aquí ya se experimenta en gracia que cualquier individuo que se pierda a sí mismo entregándose a Dios (prácticamente de ordinario entregándose al prójimo), aumenta la vida. Esta vida es mucho más rica que cualquier vida terrena. Es la alegría, la paz interior, el estado de seguridad en Dios, el amor. Por tanto, esta vida tiene un significado opuesto al de Fausto: «Así me tambaleo de la concupiscencia al placer, y en el placer estoy a punto de desmayarme tras la concupiscencia». Antes bien: así vamos de la muerte a la vida, y en la vida a una abundancia siempre mayor mediante la muerte. Dice Jesús: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan exuberante» (Jua_10:10).

Misión y recompensa (Mt 10,40-42)

40 Quien a vosotros recibe, a mí me recibe; y quien a mí me recibe, recibe a aquel que me envió.

La primera frase despliega lo que los rabinos ya enseñaron como regla: el enviado es como el que envía. Aquí no solamente se habla de un envío, sino de dos, que actúan misteriosamente uno en otro. El mismo Jesús está enviado por el Padre, y además envía los apóstoles. Es un movimiento que partiendo del Padre llega hasta los mensajeros de Jesús. Su envío es un acontecimiento divino. Tal como los hombres acojan a los mensajeros de Jesús -con la adhesión o el rechazamiento*1, con la fe o la incredulidad-, así también le acogen a él y al Padre. No se puede apelar a Dios o a Cristo contra los mensajeros. Dios se humilla hasta ponerse al nivel de los mensajeros, se encubre con palabras y obras humanas. Cuando la fe ya no se escandalice con las formas quebradas de la actividad humana, entonces es auténtica, dirigida con seguridad a Dios y hecha efectiva con la obediencia...

41 Quien recibe a un profeta como profeta, recompensa de profeta tendrá, y quien recibe a un justo como justo, recompensa de justo tendrá. 42 Y quien da de beber un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños, sólo por ser discípulo, os aseguro que no se quedará sin recompensa.

Tres grupos de miembros de la comunidad están aquí juntos. Los profetas son hombres de Dios, que han sido inspirados por él, y que por propio conocimiento y experiencia enseñan la fe, sin ser Apóstoles, ni discípulos de apóstol, ni ancianos (presbyteros), ni guardianes (episkopoi) con un cargo de jerarquía. Los justos son los que se han acreditado en la comunidad con su vida ejemplar, con su fe activa en el amor. No tienen ningún cargo de jerarquía ni tampoco tienen como los profetas una misión carismática para la enseñanza, sino un sentido ejemplar para la vida práctica. El tercer grupo son los pequeños, o sea los sencillos discípulos de Jesús, que no tienen una posición de primer orden en el cristianismo. En ellos el milagro de la fe es especialmente grande, ya que en apariencia no aportan condiciones exteriormente favorables: formación, estado distinguido, influencia y poder. Deben ser especialmente queridos por la comunidad, han de ser cuidados por ella con viva solicitud (Cf. lo que se dice sobre los «pequeños» en la explicación de 18,6).

En los dos primeros casos se mide con precisión la recompensa. Es difícil decir qué se ha de entender por recompensa de los profetas o de los justos. El pensamiento fundamental del versículo 40 continúa siendo efectivo, de tal forma que se puede decir: «El enviado es como el que envía» aquí significa que quien acoge hospitalariamente en su casa al profeta itinerante, es por ello equiparado al profeta y obtendrá la recompensa que corresponde al profeta. Lo mismo puede decirse del justo. La particular estima del pequeño se expresa por el hecho de que no se extravía ni siquiera la más insignificante obra que se hace por él. Porque el pequeño no viene a casa como un «pequeño», como un contemporáneo sin importancia, con el que no se requiere tratar durante largo tiempo, sino como discípulo. Se le ayuda «sólo por ser discípulo», quizás sólo se le da un vaso de agua. Puesto que tiene la alta dignidad de discípulo, el mismo Jesús viene con él, y por tanto también viene la recompensa.

Con tales palabras se explica que se aprecie tanto en la Iglesia cristiana la hospitalidad: cuando viene a casa un hermano o un sacerdote, no lo recibamos sólo por cortesía, sino con fe, como a Jesús. Estas palabras concluyen la instrucción a los discípulos. En todo el fragmento didáctico se trata de la vocación y del envío del discípulo al mundo. Aquí el discurso también en su contenido llega a su apogeo. Todo lo precedente se ilumina una vez más con estas frases. Envío y encargo. Enseñanza y hechos milagrosos, persecuciones y confesión, perseverancia y muerte: todo eso hace al enviado como al que envía, al apóstol como a Jesús. Eso también corresponde a la realidad de hoy, pero el envío de Jesús prosigue más allá de los apóstoles, y llega a los obispos con el papa, a sus colaboradores, a todos los fieles. El que envía siempre es el Señor: en el curso de la historia mediante la orden dada en otro tiempo (la sucesión del papa y de los obispos) y con el llamamiento inmediato al individuo aquí y ahora. Siempre está en vigor que «quien a vosotros escucha, a mí me escucha» (Luc_10:16).
(Trilling, W., El Evangelio según San Mateo, en El Nuevo Testamento y su mensaje, Herder, Barcelona, 1969)


*1- Sí existe en castellano la palabra ‘rechazamiento’: rechazamiento. m. Acción y efecto de rechazar (DRAE).


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Comentario Teológico:P. Julio Meinvielle - El cristianismo y la apostasía

El Mundo actual envuelve una razón especial de perversidad por la apostasía en que se ha caído frente al cristianismo

El Mundo, creado por Dios, desordenado por el pecado y rescatado por Jesucristo, aún continúa siendo preferentemente malo. Porque el hombre, aunque bautizado, pero destituido del don de la integridad, se deja arrastrar por el desorden de sus concupiscencias. Esto vale para cualquier mundo; y también para un mundo cristiano. Llamamos “mundo cristiano” a aquel que hace profesión pública de aceptación de la ley moral cristiana. Que quiere conformar sus instituciones y su vida pública al Mensaje cristiano. Que acepta en medida más o menos real, más o menos profunda, la influencia purificadora e iluminadora del Evangelio. Y decimos que este mundo, a pesar de su profesión pública de “cristianismo”, ha de ofrecer una preponderancia del mal que lo hace contagioso y peligroso. O sea, que el mundo, el mundo concreto de los hombres tal como se presenta hoy, aún en las mejores condiciones, debe decirse “malo” y, no “bueno”, porque en él, su protagonista principal, aún después del rescate de Cristo, se halla inclinado al mal y va a llevar de hecho una vida perversa. En este mundo, así caracterizado, podrá haber almas santas que ejerzan influencias bienhechoras y, saludables, pero éstas nunca lograrán una publicidad tan fuerte que alcance a neutralizar los poderes de la concupiscencia de los ojos, concupiscencia de la carne y soberbia de la vida. De aquí, que para el cristiano, aún en la época de esplendor cristiano, tengan vigencia aquellas palabras del Señor: “No pido que los tomes del mundo, sino que los guardes del mal. Ellos no son del mundo, como no soy del mundo yo” (Jn 17,15).

Pero el mundo puede encerrar una “especial malicia” que puede provenir de circunstancias históricas determinadas. Vale decir que un pueblo, o aún una civilización, puede conocer un desarrollo tal de las fuerzas del mal que le adjudique una especial significación de perversidad. Tal es la condición de lo que se llama “mundo moderno”, “civilización moderna”, “cultura moderna”, “filosofía moderna” en los que “lo moderno” no encierra una connotación puramente cronológica sino valorativa, y que se refiere a un proceso determinado que tiene lugar en esa civilización.

(…)

La civilización moderna ha de entenderse como una toma de posición histórica frente a la civilización cristiana, a la que intenta suplantar. Representa otra concepción del hombre, con otra escala de valores. Pero esta escala de valores significa, a su vez, un valor más bajo que aquel que es suplantado. Lo divino es, reemplazado por lo humano. Hay, pues, una degradación. Pero una degradación sumamente peligrosa. Porque precisamente la teología de la gracia enseña que el hombre no puede guardar la ley moral natural en su integridad y de manera conveniente sino con el auxilio de lo sobrenatural. Una civilización que niega o simplemente ignora la gracia, no puede mantenerse por mucho tiempo en el plano humano, y ha de ir descendiendo hacia condiciones infrahumanas. Es el caso de la civilización moderna, que del naturalismo, o racionalismo, o humanismo en que se desarrolla durante los siglos XVI, XVII y XVIII ya bajando a un economismo, o animalismo, propio del siglo XIX. El hombre ya no busca la dignidad humana que procuran la política, la filosofía o la cultura de las letras, sino la abundancia de las riquezas. La preocupación “económica” viene a orientar la vida del hombre como si éste fuese sólo un animal confortable. Y el ideal humano no, es ya, no digamos el santo, pero ni siquiera el héroe; ahora lo es el burgués. El capitalismo rige la vida de las naciones.

(…)

El hombre hoy, después de un proceso de degradación que lleva cinco siglos, se halla en estado de impotencia frente a la “vida pública” que le presiona por todas partes y le empuja a situaciones cada vez más degradantes. Hablamos del empuje de la “vida pública” sobre el hombre individual. La “vida pública”, con su “ideario irreligioso”, con, su “filosofía de la contradicción”, con su política de mentiras con su economía agobiadora, con su publicidad y reclame de reflejos condicionados; una “vida pública” que persigue con su poderoso aparato tecnocrático a cada individuo, que ha sido quebrado anteriormente en sus estructuras morales y psíquicas.

(…)

El cristiano frente al mundo concreto que en la actualidad se le presenta

El cristiano debe tener una idea exacta y cabal del mundo concreto que en la actualidad se le presenta. Este no es sólo el mundo, salido bueno y muy bueno de la mano de Dios; no es tampoco este mundo perturbado luego por la culpa y el desorden del hombre; ni siquiera tampoco el mundo restaurado por Cristo. Es este mundo, sí, con todas estas dimensiones, y además con las series de dimensiones que aporta el devenir histórico y que pueden añadir una especial malicia.

Pero no se ha de olvidar que, en definitiva, el cristiano, en cuanto cristiano, se ha de encontrar, no precisamente frente al mundo, sino frente a otros hombres, colocados en el mundo, y cuya realidad es fundamentalmente buena; por inmensas que puedan ser las perversiones que le desfiguran, el hombre, en definitiva, es bueno y está llamado a un destino de Salvación. Cierto que esa Salvación no la puede obtener ni de sí ni por sí mismo. Cierto que esa Salvación habrá de curarle de esas deformaciones con que el mundo le envicia. Pero podrá e intentará curarle.

Cristo dijo: “No envió Dios a su Hijo al mundo para juzgar al mundo sino para que el mundo se salve por Él” (Jn 3,17). Esto ha de tenerlo presente sobre todo la Iglesia. “Cuando la Iglesia se distingue de la humanidad, dice Paulo VI en la Ecclesiam suam, no se opone a ella, antes bien se le une. Como el médico que, conociendo las insidias de una pestilencia, procura guardarse a sí y a los otros de tal infección, pero al mismo tiempo se consagra a la curación de los que han sido atacados, así la Iglesia no hace de la misericordia que la divina bondad le ha concedido un privilegio exclusivo, un motivo para desinteresarse de quien no la ha conseguido, antes bien convierte su salvación en argumento de interés y amor para quien quiera que esté junto a ella o a quien ella pueda acercarse con su esfuerzo comunicativo universal”.

Dentro de esta perspectiva ha de contemplarse también la “actitud de diálogo” con que quiere presentarse la Iglesia en su pastoral en este momento del mundo. Alguno puede pensar que tal actitud no corresponde. Porque el médico no dialoga con el enfermo. El diálogo supone de alguna manera cierta igualdad entre los interlocutores. Y entre el médico, como médico, y el enfermo, en cuanto enfermo, las distancias tienden a alargarse cuanto más infeccioso y grave el estado del enfermo. De aquí que si la Iglesia se acerca a la humanidad en un momento en que ésta se halla en gravísimo estado de infección parece que lo menos indicado pudiera ser el diálogo. Alguien pudiera pensar que habría que proceder como Santiago y Juan, cuando dijeron: “Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo que los consuma?” (Lc 9,54).

Gravísimo error este último. Si la Iglesia tiene entrañas de misericordia y quiere la salud del mundo, y si el mundo se halla en un estado tal de soberbia que no acepta ninguna superioridad por parte de la Iglesia, será conveniente que ésta adopte una “actitud de diálogo”, si ello puede ser conveniente para que ejerza su influencia salvífica sobre el mundo. Porque justamente cuando un enfermo se halla peor, más difícil y reacio se hace para aplicar los remedios que le pueden curar. Más se ha de acercar entonces el médico al enfermo, cuya curación sobre todo interesa. De aquí, la bondad de la Iglesia en esta hora gravísima del mundo. Porque el estado del mundo es de extrema gravedad, porque el mundo en su soberbia se siente seguro de sí mismo, y cuando se halla a punto de deshacerse en su propia ruina, la Iglesia se acerca a él, le trata con gran miramiento, entabla diálogo, a ver si por allí puede producirse el comienzo de la salud.

Es claro que sería improcedente y necio sacar argumentos de esta actitud de benevolencia de la Iglesia frente al mundo para mostrarse indulgente con las lacras que inficionan al mundo en su actual situación, y aún más para tratar de justificar dichas lacras, como si ellas fuesen síntomas de madurez, lo que podría dar derecho a una actitud de igualdad y de diálogo. Mucho de esto se oculta en la actitud que los teólogos progresistas adoptan en este problema de la Iglesia y el Mundo, la que vamos a examinar a continuación.
(Meinvielle, J., La Iglesia y el mundo moderno, Ediciones Theoria, Buenos Aires, 1966, p. 78 – 84)


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Santos Padres: San Juan Crisóstomo - Amor sobre todo amor

El que ama a su padre o a su madre por encima de mí, no, es digno de mí. Y el que ama a su hijo o a su hija por en­cima de mí, no es digno de, mí. Y el que no toma su cruz y viene en pos de mí, no es digno de mí. Mirad la dignidad del Maestro. Mirad cómo se muestra a sí mismo hijo legítimo del Padre, pues manda que todo se abandone y todo se posponga a su amor. Y ¿qué digo—dice—, que no améis a amigos ni parientes por encima de mí? La propia vida que antepongáis a mi amor, estáis ya lejos de ser mis discípulos. — ¿Pues qué? ¿No está todo esto en contradicción con el Antiguo Testamento? — ¡De ninguna manera! Su concordia es absoluta. Allí, en efec­to, no Sólo aborrece Dios a los idólatras, sino que, manda que se los apedree; y en el Deuteronomio, admirando a los que así obran, dice Moisés: El que dice a su padre y a su madre: No os he visto; el que no conoce a sus hermanos y no sabe quiénes son sus hijos, ése es el que, guarda mis mandamientos*1. Y si es cierto que Pablo ordena muchas cosas acerca de los padres y manda que se les obedezca en todo, no hay que maravillarse de ello, pues sólo manda que se les obedezca en aquello que no va contra la piedad para con Dios. Y, a la verdad, fuera de eso, cosa santa es que se les tribute todo honor. Más, cuando exijan algo más del honor debido, no se les debe obedecer. De ahí que diga Lucas: El que viene a mí y no aborrece a su pa­dre, y a su madre, y a su mujer, y a sus hijos, y a sus hermanos, más aún, a su propia vida, no puede ser mi discípulo*2. Sin em­bargo, no nos manda el Señor que los aborrezcamos de modo absoluto, pues ello sería sobremanera inicuo. Si quieren—dice- ser amados por encima de mí, entonces, sí, aborrécelos en eso. Pues eso sería la perdición tanto del que es amado como del que ama.

HAY QUE ABORRECER LA PROPIA VIDA

2. Con este modo de hablar quería el Señor templar el valor de los hijos y amansar también a los padres que tal vez hubieran de oponerse al llamamiento de sus hijos. Porque, viendo que su fuerza y poder era tan grande que podía separar de ellos a sus hijos, desistieran de oponérseles, como quienes in­tentaban una empresa imposible. Luego porque los padres mis­mos no se irritaran ni protestaran, mirad cómo prosigue el Señor su razonamiento. Después que dijo: El que no aborrece a su padre y a su madre, añadió: Y hasta a su propia vida. ¿A qué me hablas—dice—de padres y hermanos y hermanas y mujer? Nada hay más íntimo al hombre que su propia vida. Pues bien, si aún a tu propia vida no aborreces, sufrirás todo lo contrario del que ama, será como si no me amaras. Y no nos manda sim­plemente que la aborrezcamos, sino que lleguemos hasta entre­garla a la guerra, a las batallas, a la espada y a la sangre. Por­que el que no lleva—dice—su cruz y sigue en pos de mí, no puede ser mi discípulo.

Porque no dijo simplemente que hay que estar preparado para la muerte, sino para la muerte violenta, y no sólo para la muerte violenta, sino también para la igno­minia. Nada, sin embargo, les dice todavía de su propia pa­sión, pues quería que, bien afianzados antes en estas enseñan­zas, se les hiciera luego más fácil de aceptar lo que sobre ella había de decirles. Ahora bien, ¿no es cosa de admirarse y pas­marse que, oyendo todo esto, no se les saliera a los apóstoles el alma de su cuerpo? Porque lo duro por todas partes se les venía a las manos; el premio, empero, estaba todo en esperan­za. — ¿Cómo es, pues, que no se les salió? —Porque era mucha la virtud del que hablaba y mucho también el amor de los que oían. De ahí que ellos, que oían cosas más duras y molestas que las que se mandaron a aquellos grandes varones, Moisés y Jeremías, permanecieron fieles al Señor y no le contradijeron.

EL QUE PIERDE SU VIDA, LA GANA

El que hallare—dice—su vida, la perderá, y el que perdiere su vida por causa mía la encontrará. ¿Veis cuán grande es el daño de los que aman de modo inconveniente? ¿Veis cuán gran­de la ganancia de los que aborrecen? Realmente, los mandatos del Señor eran duros. Les mandaba declarar la guerra a padres, hijos, naturaleza, parentesco, a la tierra entera y hasta a la pro­pia vida. De ahí que tiene que ponerles delante el provecho de tal guerra, que es máximo. Porque no sólo—viene a decir­les—no os ha de venir daño alguno de ahí, sino más bien pro­vecho muy grande. Lo contrario, empero, sí que os dañaría. Es el procedimiento ordinario del Señor: por lo mismo que deseamos, nos lleva a lo que no pretende. ¿Por qué no quieres despreciar tu vida? Sin duda porque la quieres mucho. Pues por eso mismo debes despreciarla, ya que así le harás el mayor bien y le mostrarás el verdadero amor. Y considerad aquí la inefable sabiduría del Señor. No habla sólo a sus discípulos de los padres, ni sólo de los hijos, sino de lo que más íntimamente nos pertenece, que es la propia vida, y de lo uno resulta indubitable lo otro. Es decir, que quiere que se den cuenta cómo odiándolos les harán el mayor bien que pueden hacerles, pues así acontece también con tu vida, que es lo más necesario que tenemos.

PREMIOS A LA HOSPITALIDAD CON LOS ENVIADOS DEL SEÑOR

Todo esto, ciertamente, eran motivos suficientes para per­suadir a ejercitar la hospitalidad con quienes venían a traer la salud a los mismos que los acogieran. Porque ¿quién no ha­bía de recibir con la mejor voluntad a tan generosos y valien­tes luchadores, a los que recorrían la tierra entera como leo­nes, a quienes todo lo suyo desdeñaban a trueque de llevar la salud a los demás? Sin embargo, aun pone el Señor otra re­compensa, haciendo ver que en esto se preocupa Él más de los que reciben que de quienes son recibidos. Y ante todo les con­cede el más alto honor, diciendo: El que a vosotros os recibe, a Mí me recibe; y el que me recibe a mí, recibe a Aquel que me ha enviado. ¿Puede haber honor mayor que recibir juntamente al Padre y al Hijo?

Pues aún promete el Señor otra recompen­sa juntamente con la dicha: Porque el que recibe—dice—a un profeta en nombre de profeta, recibirá galardón de profeta; y el que recibe a un justo en nombre de justo, recibirá galardón de justo. Antes había amenazado con el castigo a quienes les negaran hospitalidad; ahora señala los bienes que les ha de conceder. Y porque os deis cuenta que se preocupa más de quienes reciben que de sus propios apóstoles, notad que no dijo simplemente: El que recibe a un profeta; o el que recibe a un justo, sino que añadió: En nombre de profeta, o: En nombre de justo. Es decir, si no le recibe por alguna preeminencia mundana ni por otro motivo perecedero, sino porque es profeta o justo, recibirá galardón de profeta o galardón de justo. Lo que se ha de entender o que recibirá galardón de quien reciba a un profeta y a un justo, o el que corresponde al mismo profeta o justo. Es exactamente lo que decía Pablo: Que vuestra abundancia ayude a la necesidad de ellos, a fin de que también la abundancia de ellos ayude a vuestra necesidad*3.

Luego, porque nadie pudiera alegar su pobreza, prosigue el Señor: El que diere un simple vaso de agua fría a uno de estos pequeños míos sólo porque son mis discípulos, yo os aseguro que no perderá su galardón. Un simple vaso de agua fría que des, que nada ha de costarte, aun de tan sencilla obra tienes señalada recompensa. Porque por vosotros, que acogéis a mis enviados, yo estoy dispuesto a hacerlo todo.
(SAN JUAN CRISÓSTOMO, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo (I), homilía 35, 1-2, BAC Madrid 1955, 700-705)


*1- Dt 33, 9
*2- Lc 14, 26
*3- 2 Co 8, 14


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 Aplicación: Felipe Bacarreza Rodríguez - Entregar la vida por Cristo (Mt 10,37–42)

El Evangelio de este domingo es la conclusión del discurso apostólico. Todo el resorte de la predicación apostólica es el amor a Jesús. Por eso Jesús concluye sus instrucciones a los doce apóstoles con estas palabras: "El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí". Tenemos claro lo que es el amor al padre y a la madre, lo que es el amor al hijo y a la hija; pero el amor a Jesús ¿en qué consiste? Felizmente para responder a esta pregunta no tenemos que hacer grandes razonamientos, porque responde el mismo Jesús: "Si me amáis, guardaréis mis mandamientos... El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama... Si alguno me ama, guardará mi palabra... El que no me ama no guarda mis palabras" (Jn 14,15·21·23·24). El amor a Jesús consiste en conocer su palabra y hacerla vida en nosotros. Esto significa "guardar sus mandamientos, guardar su palabra".

Tampoco tenemos que hacer grandes estudios para conocer sus mandamientos, porque se reducen a uno solo y éste, breve: "Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado" (Jn 15,12). Y él nos amó hasta entregar su vida por nosotros. Llegamos así a la conclusión de que el amor a Jesús consiste en el amor al prójimo hasta la entrega de la vida. Lo dijo también Jesús como conclusión de la parábola del juicio final: "En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis" (Mt 25,40).

Para ser digno de Jesús no basta con amarlo un poco; hay que amarlo más que todo. Hay que amarlo más que al padre y la madre, más que al hijo y la hija, más que la propia vida como resulta claro de esta otra sentencia suya: "El que no toma su cruz y me sigue detrás no es digno de mí". Tomar la cruz y seguir a Jesús significa obviamente estar dispuesto a sufrir una muerte como la suya. Hasta ese punto tiene que llegar nuestro amor a él. Este es el examen de amor que él hizo a Pedro con su pregunta tres veces repetida: "¿Pedro, me amas más que todo?" (cf. Jn 21,15).

La siguiente sentencia de Jesús tiene este mismo sentido: "El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará". Esta es una sentencia formulada en el paralelismo antitético típico de la sabiduría semítica. Pero aquí Jesús introduce en el segundo estiquio una cláusula que le da todo su sentido: "el que pierde la vida por mí". El que quiera, por tanto, encontrar la Vida verdadera, tiene que perder esta vida temporal, pero no por cualquier causa, sino por Cristo. Y ya sabemos que esto equivale a perderla por amor al prójimo.

La semana que acaba de concluir ha celebrado la Iglesia la fiesta de algunos santos que nos han mostrado qué significa perder la vida por Cristo. San Luis Gonzaga, que era el heredero del marquesado de Castiglione, lo dejó todo para abrazar el estado religioso y, siendo novicio jesuita, se ofreció para asistir a los contagiados por la peste como si fueran Cristo mismo, hasta que murió él mismo víctima del contagio. San Juan Fisher y Santo Tomás Moro perdieron la vida por Cristo negandose a aprobar el divorcio del rey Enrique VIII y a firmar su supermacía en la Iglesia de Inglaterra.
+ Felipe Bacarreza Rodríguez Obispo de Santa María de los Ángeles (Chile)

 

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Aplicación: P. José A. Marcone, I.V.E. - He venido a traer la espada (Mt 10,37-42)

Introducción

El evangelio que hemos leído hoy está constituido por los últimos seis versículos del capítulo 10 de San Mateo. La primera parte de este capítulo la hemos leído el domingo pasado. El tema fundamental de todo este capítulo 10 es el envío que Jesús hace de sus apóstoles a predicar el Reino de Dios.

El envío es un acto oficial y teológico que hace Jesucristo, ya que se trata del mismo envío que Jesucristo recibió del Padre (Jn 17,18). Todo bautizado es enviado a predicar el Evangelio. Es un deber que está incluido en la aceptación del Bautismo. Todos nosotros, no solamente los sacerdotes sino también los laicos, debemos decir junto con San Pablo: “¡Ay de mí sino evangelizare!” (1Cor 9,16).

Pero Jesús nos advierte con gran claridad que la predicación del Evangelio levanta la persecución del mundo. En algunos versículos anteriores a los que hemos leído hoy, los versículos 14-25, Jesús nos anuncia con anticipación quiénes y qué clase de hombres son los que perseguirán con odio al apóstol cristiano que predica el Reino de Dios. Serán lobos que buscarán despedazar al apóstol como a un cordero. Predicar el Evangelio será considerado un delito y será pasible de cárcel y condenaciones. Hasta dentro de la misma familia el apóstol cristiano recibirá rechazo y persecución. E, incluso, como lo hicieron con Jesucristo (Mt 12,24), considerarán al apóstol cristiano un endemoniado.

Pero la gran exhortación es “¡No tengan miedo!”. Lo repite tres veces Jesús en este capítulo (Mt 10,26.38.31). Y no sólo ‘no tengan miedo’ sino, además, pasen al ataque, ganen las alturas de las azoteas y desde allí prediquen el Evangelio a pleno día (Mt 10,27). Hacer esto es lo que el NT llama tener valentía y audacia, actitudes que en griego se expresan con una sola palabra: parresía (cf. Jn 18,20; Hech 4,29.31).

El evangelio de hoy retoma los dos temas principales del evangelio del domingo pasado, es decir, la hostilidad que el mundo opone al apóstol cristiano y esa valentía y audacia, o parresía, que el apóstol cristiano debe tener. De manera que con estos dos temas entronca el evangelio de hoy, que no puede ser entendido sino le agregamos los tres versículos anteriores y que el Leccionario no trae, los versículos 34-36.

1. La espada, símbolo de guerra

“No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada” (Mt 10,34). La espada es el símbolo de la guerra. Además, la doble afirmación de Jesucristo de que no vino a traer la paz, confirma que Él usa la palabra ‘espada’ como una metáfora para significar la guerra. La guerra implica una gran hostilidad. Esta hostilidad, ¿la ha creado el enemigo? No, esta hostilidad la ha creado el mismo Dios. En efecto, en Gén 3,15 le dice Yahveh a la serpiente, es decir, al diablo: “Pondré hostilidad entre ti y la mujer, entre tu vástago y el suyo; él (el vástago de la mujer) te herirá la cabeza y tú le herirás a él el talón”*1. La palabra que en español hemos vertido como ‘pondré’ responde al original hebreo ‘ashyt, futuro indicativo del verbo shyt, primera persona del singular. Este verbo significa, sin lugar a dudas, ‘poner’. Exactamente la misma forma se usa en Salmo 110,1 donde habla el mismo Dios y dice al Mesías: “Pondré (‘ashyt) a tus enemigos como escabel de tus pies”. Por lo tanto, se ve que es una acción potestativa de Dios, quien se hace responsable absolutamente de su obrar. Por lo tanto, no cabe duda que cuando Dios dice a la serpiente: “Pondré hostilidad entre ti y la mujer”, está creando una enemistad y, por lo tanto, una hostilidad. La mujer, sin duda, es la Virgen María, y el vástago o linaje o descendencia de la mujer, es Cristo.

La hostilidad entre María y belial, entre Cristo y satanás, se extiende a los discípulos de Cristo e hijos de María. Esta hostilidad del demonio contra María, su hijo Jesús y los discípulos de Jesús será una constante a lo largo de toda la historia de la Iglesia hasta el fin de los tiempos. Esta hostilidad es tema principal del capítulo 12 del Apocalipsis. El Dragón, símbolo del demonio, trata de tragar a la Mujer, símbolo de la Iglesia y de su miembro más eminente, la Virgen María*2. Pero no puede hacer nada ni contra la Mujer ni contra su Hijo. Y dice el texto sagrado: “Entonces despechado contra la Mujer, se fue a hacer la guerra al resto de sus hijos, los que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús” (Apoc 12,17), es decir, a nosotros.

Por esta razón, las palabras de Jesús “vine a traer la espada”, son casi un sinónimo de aquellas otras palabras pronunciadas por Yahveh al inicio de la historia humana “pondré hostilidad”. Lo que agregan las palabras del evangelio es una exhortación a tomar parte decidida en la lucha, empuñar la espada que nos ofrece Jesús y usar todas las armas, “las de la mano derecha y las de la mano izquierda”, como dice San Pablo (2Cor 6,7). Esto quiere decir que, en nuestro afán por predicar la Palabra de Dios, debemos blandir tanto las armas que sirven para defenderse (las de la mano izquierda, donde se lleva el escudo), como las armas que sirven para atacar (las de la mano derecha, donde se lleva la espada)*3.

San Luis María Grignion de Montfort traza, con palabras ardientes, el perfil perfecto de esta lucha y también el perfil perfecto de aquellos que aceptan involucrarse de lleno en esta lucha. Dice el santo: “Dios ha hecho y preparado una sola e irreconciliable hostilidad, que durará y se intensificará hasta el fin. Y es entre María, su digna Madre, y el diablo; entre los hijos y servidores de la Santísima Virgen y los hijos y secuaces de Lucifer. (…) Dios no puso solamente una hostilidad, sino hostilidades, y no sólo entre María y Lucifer, sino también entre la descendencia de la Virgen y la del demonio. Es decir, Dios puso hostilidades, antipatías y odios secretos entre los verdaderos hijos y servidores de la Santísima Virgen y los hijos y esclavos del diablo: no pueden amarse ni entenderse unos a otros”*4. Y los apóstoles que quieran predicar la Palabra de Dios con valentía y guiados por la Virgen María serán para sus enemigos “fuego encendido”, “flechas agudas en la mano poderosa de María para atravesar a sus enemigos, ‘como saetas en manos de un guerrero’ (Sal 127,4)”*5. Estos apóstoles irán a donde Dios los envíe “sin asustarse ni inquietarse por nada”*6.

2. La espada, tajo que divide

La metáfora de la espada aplicada al ámbito social es símbolo de la guerra. La metáfora de la espada aplicada al ámbito individual es símbolo del tajo que divide, separa y distingue. Cristo no sólo blandió el azote dos veces sino que Él mismo se hizo azote; su cuerpo era nervio puro, como el nervio de un buey que se convierte en látigo y con el que se fustiga las mentiras y los vicios de los hombres. De la misma manera, Cristo no sólo blandió la espada sino que Él mismo se hizo espada tajante que corta, desune y discierne.

Jesucristo es, Él mismo, espada, porque es aquel de quien de su boca sale una espada de dos filos (cf. Apoc 1,16; 19,15.21). Por eso, las siguientes palabras de la carta a los Hebreos se aplican, en primer lugar, a la persona de Jesucristo, que es la Palabra de Dios en persona: “Ciertamente, es viva la Palabra de Dios y eficaz, y más cortante que espada alguna de dos filos. Penetra hasta las fronteras entre el alma y el espíritu, hasta las junturas y médulas; y escruta los sentimientos y pensamientos del corazón” (Heb 4,12).

¿Por qué Jesús es espada que taja y separa? Porque “el que no está conmigo, está contra mí” (Mt 12,30; Lc 11,23). Jesucristo obliga a los hombres a una decisión: o con Cristo o contra Cristo. Ese es el segundo significado de ser espada. Y los que están contra Cristo estarán también contra los discípulos de Cristo. De allí lo que Jesús dice en este mismo capítulo 10 de San Mateo: “Todos os odiarán a causa de mi Nombre” (Mt 10,22).

El ‘todos’ del versículo de Mt 10,22 incluye a los familiares directos: padre, madre, hermanos, hijos, yernos y nueras. La opción a favor o en contra de Jesucristo es una elección absolutamente libre que jamás está ligada a un parentesco de sangre. El que optó contra Jesucristo dentro de su familia combatirá al que optó por Jesucristo dentro de esa misma familia. Jesucristo es insoportable para aquel que no lo ha elegido. Jesús se convierte en espada cortante también dentro de una misma familia. Y de esta manera hemos entroncado con el evangelio leído hoy, que nos exhorta a amar a Jesucristo por sobre nuestro padre, nuestra madre y nuestros hijos (Mt 10,37).

También San Lucas pone en boca de Jesús palabras en las que Él se define como espada que divide incluso dentro de los íntimos lazos familiares: “He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido! Con un bautismo tengo que ser bautizado y ¡qué angustiado estoy hasta que se cumpla! ¿Creéis que estoy aquí para dar paz a la tierra? No, os lo aseguro, sino división. Porque desde ahora habrá cinco en una casa y estarán divididos; tres contra dos, y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre; la madre contra la hija y la hija contra la madre; la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra” (Lc 12,49-53).

La espada, en cuanto divide y separa, es, propiamente, el instrumento del juicio. En el griego del NT ‘juicio’ se dice krísis (Jn 3,19), o también kríma (Jn 9,39). Ambas palabras provienen del verbo kríno, que significa, en primer lugar ‘separar’. Luego, del significado-base ‘separar’, se siguen otros significados derivados. En primero entre ellos, ‘distinguir’; luego, ‘escoger’; luego, ‘decidir’ y, finalmente, ‘juzgar’ y ‘condenar’*7. Jesucristo es la espada que separa al que ha optado por Él del que no ha optado por Él. Incluso, Él mismo se define así: “Para un juicio he venido a este mundo” (Jn 9,39), es decir, para una separación. Jesús, en cuanto espada que corta y separa y en cuanto juez, está expresado en esta frase de San Juan Bautista: “Él tiene en su mano el bieldo*8 y limpiará su era, y recogerá su trigo en el granero; en cambio, quemará la paja con un fuego que no se apaga” (Mt 3,12). Jesucristo es presentado como aquel que tiene la horquilla en la mano y con su acción separa los granos de trigo de la paja del trigo. Jesucristo es un ‘cernidor’ que ‘dis-cierne’ entre el bien y el mal.

Ésta será una de las misiones más importantes de Jesús, tanto que es proclamada ya a los pocos días de nacido, a través de las palabras del anciano Simeón el día de la presentación de Jesús en el templo. Ese día Simeón dice tres cosas de Jesús: 1. Que será ‘signo de contradicción’, es decir, que a causa de Jesús se entablará una lucha, habrá contradicción entre los hombres. 2. Que está puesto como ‘caída y levantamiento’ de muchos. Caída significa ruina personal, es decir, la condenación eterna. Levantamiento, significa la plena realización como personas, es decir, la salvación eterna. 3. Que a causa de Jesús muchos hombres dejarán al descubierto la maldad que llevan en lo recóndito de sus corazones. Y María será la víctima de esta lucha, pues sobre su corazón recaerá la hostilidad que el mundo haga a su Hijo. Todo esto es lo que significa la frase del anciano Simeón: “Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: ‘Este está puesto para caída y levantamiento de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción - ¡y a ti misma una espada te atravesará el alma! - a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones’” (Lc 2,34-35).

Es en este contexto donde deben ubicarse los versículos 38 y 39 del evangelio de hoy, para poder entenderlos: “El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará”. Estos versículos hacen referencia al testimonio que el apóstol debe dar en el mundo al predicar el Evangelio, en el marco de la hostilidad del mundo a Cristo y a los discípulos de Cristo. Así como María, que permaneció de pie al pie de la cruz, vio atravesada su alma por una espada por ser fiel a su Señor, quien era ferozmente combatido, así también el apóstol cristiano que predica el Evangelio debe prepararse para llevar la cruz que la predicación le acarreará y estar dispuesto a perder la vida antes que callar la predicación del Evangelio.

3. La consolación del apóstol

La predicación del Evangelio levantará una gran hostilidad. Pero la lucha contra los enemigos de la predicación del Evangelio no es un fin en sí mismo. Se lucha contra los enemigos de la predicación con el fin de quitar los obstáculos que impiden que el agua clara y limpia de la Palabra llegue al alma de aquellos que la aprovecharán. El fin de la lucha no es el sentirse superiores porque hemos hecho morder el polvo de la derrota a los enemigos del Evangelio. El fin último es que la Palabra sea recibida con un corazón dócil por muchas almas. En el envío a predicar la Palabra no todo será enemistad y hostilidad: habrá quienes aceptarán la Palabra y darán mucho fruto.

La palabra clave de los últimos tres versículos del evangelio de hoy y del capítulo 10, es, en efecto, el verbo ‘recibir’. En dos versículos se repite seis veces el verbo ‘recibir’ en el sentido de recibir la Palabra y al que anuncia la Palabra. El verbo usado aquí por San Mateo es el verbo déjomai (= recibir), que es, a su vez, el verbo que usa San Lucas para expresar el recibir la Palabra de Dios en la parábola del sembrador (Lc 8,13). Por eso aquí no se trata de la hospitalidad sino de la aceptación de la Palabra, es decir, de lo que San Pablo llama ‘la obediencia de la fe’ (Rm 1,5; 16,26).

Esto queda remarcado en la mención del profeta que es recibido como profeta. La profecía en el NT no es entendida en el sentido de la visión previa de sucesos futuros, sino que se entiende según la etimología de la palabra. Profeta viene del verbo pro-femí. La preposición pro en griego significa, fundamentalmente, ‘en lugar de’ y ‘delante de’; femí significa ‘hablar’. Por eso, profeta, en el NT, significa ‘el que habla en lugar de otro delante de los demás hombres’. “Así, el profeta sería el portavoz o el heraldo de alguien, y el término griego nos indicaría un predicador (forhthteller en alemán), uno que predica, más bien que uno que predice (foreteller)”*9. Ese ‘Otro’, ese ‘Alguien’ del cual es mensajero el profeta es Dios. El profeta, entonces, es aquel que ha escuchado la Palabra de Dios y habla al pueblo en nombre de Dios. En este sentido, todo apóstol es profeta, porque ha escuchado la Palabra de Dios en la Sagrada Escritura y en el Magisterio de la Iglesia y trata de transmitirla al pueblo*10. En el NT, recibir a un profeta en cuanto profeta significa aceptar el contenido de la predicación (encarnación del Verbo, pasión, muerte y resurrección) y sujetarse a ‘la obediencia de la fe’.

Si la oposición y hostilidad al predicador es mucha, también son muchos los que recibirán la Palabra y la harán fructificar, “unos el 30 por uno, otros el 60 por uno y otros el 100 por uno” (Mt 13,23). Los premios que Jesús promete para el que recibe la Palabra son un aliciente tanto para los que escuchan como para los que predican.

En los Hechos de los Apóstoles se narra con mucha sencillez la aceptación de la Palabra por parte de una mujer, aceptación que tendría repercusiones inmensas. Al llegar San Pablo a la ciudad de Filipos, en la región de Macedonia, pisaba por primera vez tierra europea. Una mujer, Lidia, recibe la Palabra y se bautiza con toda su familia (Hech 16,13-15). Es la primera persona europea que, según el NT, recibe el Evangelio. Ese es el punto inicial. El punto final fue la creación de la civilización cristiana occidental, sobre la cual todavía se asienta el mundo actual, a pesar de su profunda crisis de fe.

Conclusión

La confianza en la fuerza transformadora del Evangelio debe llevar al enviado, es decir, al apóstol cristiano a arrostrar todos los peligros y a arrollar todas las dificultades. La parresía, es decir, la audacia y la valentía en la predicación de la Palabra debe llevarlo a ser fuerte para resistir incluso los ataques que ponen en peligro su vida antes que callar el mensaje completo del Evangelio. Si su predicación tiene el sello de la parresía recibirá la consolación de ver cómo la Palabra llega a las almas dóciles y transforma, no sólo a las personas individuales, sino también a las estructuras sociales que brotan de la misma persona humana, es decir, a toda la realidad cultural.

Pidámosle a la Virgen María la gracia de predicar la Palabra sin miedo, con gran valentía, con la confianza plena de que de esa predicación, sin ningún lugar a dudas, se seguirá un gran fruto, lo veamos o no lo veamos: “Yo os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca” (Jn 15,16).


*1- Traducción nuestra hecha directamente del original hebreo. Hay dos cuestiones difíciles en este versículo. En primer lugar, un error ancestral que proviene de la Vulgata, que no respeta el hú’ que significa ‘él’ y que se refiere al ‘vástago’ o al ‘linaje’ de la mujer. La Vulgata traducía ‘ella’, cambiando el sentido. El que hiere la cabeza de la serpiente es el vástago o el linaje de la mujer, no la mujer. En segundo lugar, el verbo que nosotros hemos traducido como ‘herir’ (en hebreo, shuph) es el usado por el texto hebreo tanto para expresar la acción del vástago sobre la cabeza de la serpiente como para expresar la acción de la serpiente sobre el talón del vástago. El texto hebreo dice así: “Él yeshupheká la cabeza, y tú teshuphénu el talón”. Es el mismo verbo shuph. Dado que el verbo shuph significa ‘aplastar’ y también ‘herir’ (Holladay dice ‘comprimir hiriendo’, Holladay, Hebrew and Aramaic Lexicon of the Old Testament), nos parece que aquí es necesario elegir ‘herir’ ya que debe aplicarse a la acción de ambos, mientras que aplastar puede sólo aplicarse a la acción del vástago sobre la cabeza de la serpiente pero no a la acción de la serpiente sobre el talón del vástago. La Biblia de las Américas está de acuerdo con nuestra traducción. Otras Biblias traducen: “Él te aplastará la cabeza y tú le acecharás el talón”. La traducción del verbo shuph como ‘acechar’ no tiene ningún asidero en el vocabulario hebreo. De ninguna manera el verbo shuph puede significar ‘acechar’. Esta traducción proviene de la poco feliz traducción de la LXX que traduce ambas acciones, la del vástago como la de la serpiente, con el verbo teréo, que tiene, como uno de sus significados posibles, el de ‘acechar’. Pero es claro el paralelismo que el Espíritu Santo ha querido establecer en el original hebreo: la misma acción que el vástago hace sobre la cabeza de la serpiente es la que hace la serpiente sobre el talón del vástago. En el fondo, es una manifestación más de la idea principal: la hostilidad irreconciliable entre el diablo y Dios, entre satanás y Jesucristo. Además, el hecho de que la serpiente quiera hacer la misma acción que el vástago hace sobre su cabeza es expresión de la pretensión demoníaca de ser como Dios. Pero, al mismo tiempo, manifiesta la infinita superioridad que hay entre el vástago de la mujer y la serpiente, la misma que existe entre aquel que puede herir de muerte en la cabeza y aquel que sólo puede herir el talón.
*2- Cf. San Juan pablo II, Exhortación Apostólica post-sinodal Ecclesia in Europa, nº 122-123.
*3- De hecho la Biblia del Pueblo de Dios, traducción de los argentinos Levoratti y Trusso, traduce así 2Cor 6,7: “Usando las armas ofensivas y defensivas”.
*4- San Luis María Grignion de Montfort, Tratado de la Verdadera Devoción a la Virgen María, nº 52.54.
*5- San Luis María Grignion de Montfort, Tratado de la Verdadera Devoción…, nº 56.
*6- San Luis María Grignion de Montfort, Tratado de la Verdadera Devoción…, nº 57. El P. Carlos Miguel Buela, IVE, tiene una expresión muy atrevida para expresar la actitud de parresía que debe tener el apóstol que se ha decidido a predicar el Evangelio; esta expresión es: el apóstol que predica la Palabra de Dios tiene que ‘mojarle la oreja al Anticristo’. ‘Mojar la oreja’ es un argentinismo que expresa el acto por el cual alguien se moja un dedo de la mano con la propia saliva y con esa saliva moja la oreja de la otra persona. Con ese gesto se expresa el desafío a pelear y la declaración de que no le tiene ningún miedo. Esa debería ser la actitud de todo apóstol ante todo enemigo, incluso el mismo Anticristo en persona. Las frases textuales del P. Buela son las siguientes. Hablando de los buenos apóstoles del pasado, dice: “Ellos no sólo no han muerto mientras viva aunque sea uno sólo de sus mesnadas, sino que están entre nosotros animándonos a mojarle la oreja al Anticristo” (Buela, C., El Arte del Padre, IVE Press, New York, 2015, p. 750). Y de San Juan Pablo II dice: “Le mojó la oreja al Anticristo” (Buela, C., Juan Pablo Magno, IVE Press, New York, 2011, p. 653). Y también: “Esto es lo que hoy se necesita, no buenistas sino ¡santos que le mojen la oreja al Anticristo!” (Buela, C., Mysterium tremendum et fascinans, 10 de mayo de 2014).
*7- Diccionario Vox Griego – Español.
*8- Bieldo: horca para aventar, mediante la cual se arroja el grano al aire contra el viento, a fin de separarlo del tamo después de la trilla. Tamo: Polvo o paja muy menuda de varias semillas trilladas, como el trigo, el lino, etc.
*9- Gelin, A. – Monloubou, L., Los libros proféticos posteriores, en Cazelles, H., Introducción Crítica al Antiguo Testamento, Editorial Herder, Barcelona, 1981, p. 375.
*10- Éste es el sentido de ‘profeta’ en el NT. Así, por ejemplo, San Pablo dice: “El que profetiza habla a los hombres para edificarlos, exhortarlos y reconfortarlos” (1Cor 14,3). En ese capítulo 14 de la primera carta a los Corintios se expresa bien el sentido de profeta para el NT.


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Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - Ser discípulo de Jesús Mt 10, 37-42

Si yo preguntase a esta asamblea: ¿quién quiere ser discípulo de Cristo? Todos dirían yo. Y si preguntase: ¿quién estaría dispuesto a renunciar a su madre, padre, mujer, hijos, vida… por Cristo y por el Evangelio? Quizá los más jóvenes dirían sin titubear y en un arrojo de generosidad yo, pero los mayores, con miedo o dudas o con titubeos quizá dirían yo, o callarían.

Pero, en la práctica, en la vida cotidiana, ¿somos discípulos de Jesús? Lo somos si renunciamos a lo que nos pide y si cargamos nuestra cruz de cada día. ¿Lo hacemos? Es difícil. Nos cuesta mucho renunciar por Jesús a los que amamos aunque nos separen de Él y más todavía a nosotros mismos aunque nos separemos de Él.

“Para los hombres, imposible; pero no para Dios, porque todo es posible para Dios”*1. Sólo la gracia puede obrar esta maravilla pero conjugada con nuestra libertad. La gracia que trae el poder de Dios y nuestra libertad que se abandona en el poder de la gracia aportando su pequeñez. La gracia que brota del amor de Dios y la libertad del hombre que entrega lo mejor de sí por amor a Dios.

Disponerse a seguir a Cristo es aceptar la cruz. No sólo la cruz que Dios nos tiene preparada al comenzar a marchar tras de Él sino también la cruz al comenzar su seguimiento. Este comienzo implica, muchas veces, dejar padre, madre, olvidarse de sí mismo, amputar cosas queridas y dejarlas en el camino.

Ser discípulo de Jesús no es cosa fácil. Serlo de verdad porque serlo nominalmente es fácil.

Sin embargo, no podemos decir como los pioneros “caminante no hay camino, se hace camino al andar”. Jesús ya ha hecho el camino. Él ha hecho el camino y se ha hecho camino para nosotros “Yo soy el camino”*2. Nos dice “Sígueme”. Tengo que comer como Él, hablar como Él, rezar como Él, trabajar como Él… para que siguiéndolo en la pena también lo siga en la gloria*3.

Y en los momentos duros de la vida, cuando se desgarre el corazón por tener que dejar por Cristo cosas que amamos, cuando se tienda en el horizonte una densa niebla o se haga la noche en nuestra alma, cuando arrecie la tempestad de la tentación o cuando el cansancio esté a punto de quebrarnos, Él nos dirá: “venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso”*4 y nos cargara sobre sus hombros como a la oveja errante porque es “manso y humilde de corazón”*5.

¡Cuánto nos duele el corazón! ¡Cómo se queja nuestra sensualidad cuando tenemos que decirle no a un ser querido por decirle sí a Jesús! ¡Cómo se resiste nuestro ser cuando tiene que arrancar un ojo, un brazo o una pierna para alcanzar a Jesús! Y ¿por qué? Porque todavía no hemos ordenado en nosotros el amor. Porque el amor a Jesús no ha llegado hasta el fondo de nuestras entrañas.

Cuando los santos hablan del amor a Dios no es que se equivoquen porque usan términos del amor humano. Es que su amor a Dios ocupa todo su ser, desde su alma hasta el último rincón de su sensibilidad*6.

Y ¿qué alimenta el amor a Jesús? Su conocimiento. Y ¿cómo conocemos a Jesús? Por la fe. La fe nos hace presente la revelación que es una vida que nos llega escrita u oralmente. “La fe es garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven”*7. Y es la esperanza la que nos mantiene en tensión para seguir caminando tras de Cristo.

Hay que enamorarse de Jesús para que ocupe el primer lugar en nuestra vida, en nuestro corazón y así debe ser. Partamos de esto. ¿Soy consciente que Jesús debe ocupar el primer puesto en mi corazón? ¿Soy consciente que lo debo amar sobre todas las cosas y más que a todas las cosas porque Él me ha creado y me ha redimido? ¿Soy consciente que debo amar todas las demás cosas por Él? Es lo primero que debo tener claro. Es el principio.

Para enamorarme de Jesús tengo que conocerlo y tratarlo frecuentemente porque en el trato frecuente se conocen las personas. ¿Cuántas veces al día me acuerdo de Jesús? ¿Qué cosas le digo? ¿Cómo es mi diálogo con Él? ¿Es una oración formal o una charla de amigos? ¿Le hablo cosas amorosas? ¿Tengo un trato con Él distante o cercano?

Jesús no debe ser en mi vida un fantasma o un genio que aparece cuando froto la lámpara que llevo en el bolsillo o toco la medallita colgada al cuello. Jesús es por quién vivo. “Es más interior que lo más íntimo mío”*8-. Está en mí, lo llevo conmigo a donde quiera que vaya. Sólo basta voltear el pensamiento hacia Él para que Él me escuche o me hable. En esto está la clave para ser verdadero discípulo de Jesús para que nos llame “amigos”*9, en tener un trato íntimo y frecuente con Él, un trato actual y vital con Él, un trato existencial con Él.


*1- Mc 10, 27
*2- Jn 14, 6
*3- Cf. San Ignacio de Loyola, Libro de los Ejercicios Espirituales nº 95.
*4- Mt 11, 28
*5- Mt 11, 29
*6- “Cuando un ser humano ama con TODA su alma (a Dios, incluso), ama también con sus pasiones y con sus instintos; pero los instintos están transformados; son como el fogón que mueve la locomotora, pero primero se ha convertido en vapor de agua” Castellani, Freud, Jauja Mendoza 1996, 70-71.
*7- Hb 11, 1
*8- San Agustín, Las Confesiones, III, 6, 11, O. C. (II), BAC Madrid 19746, 142
*9- Jn 15, 15

(cortesía iveargentina)

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Ejemplo

Todos conocemos el caso de San Francisco de Asís, cuyo padre Bernardone ha pasado a la historia únicamente porque desheredó a su hijo; esperaba de él glorias humanas, mientras Dios lo llamaba por el camino de la pobreza y la santidad. Ante el Obispo de Asís y ante el pueblo, San Francisco se despojó de sus vestidos y los devolvió a su padre diciendo: «Escuchad todos lo que tengo que decir: hasta ahora he llamado mi padre a Pedro de Bernardone; pero ahora yo le devuelvo su oro y todos los vestidos que he recibido de él; de manera que en adelante ya no diré más: ‘Mi padre Pedro de Bernardone’ sino solamente: ‘Padre nuestro que estás en el cielo’».

 

 

 



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