Domingo 11 del Tiempo Ordinario B - Comentarios de Sabios y Santos II: con ellos preparamos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la celebración de la Misa dominical
A su disposición
El Directorio Homilético: La Homilía y el Catecismo de la Iglesia Católica
Santos Padres: San Juan Crisóstomo - Por qué habla el Señor en parábolas
Aplicación: P. Alfredo Saenz, S.J. - El grano de mostaza
Aplicación: San Juan Pablo II - El crecimiento del reino de Dios según las parábolas evangélicas
Aplicación: SS. Benedicto XVI - El misterio de la Palabra y del reino de Dios
Aplicación: P. Leonardo Castellani - Las parábolas (refutación de S. Butler: The Fair Heaven)
Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - ¿Por qué Cristo habla en parábolas?
Aplicación: P. Jorge Loring S.I.: Domingo Décimo Primer del Tiempo Ordinario
- Año B Mc 4: 26-34
¿Cómo acoger la Palabra de Dios?
Falta un dedo: Celebrarla
Comentarios a Las Lecturas del Domingo
El Directorio Homilético: La Homilía y el Catecismo de la Iglesia
Católica
APÉNDICE I:
157. Una preocupación particular a la que con frecuencia se ha prestado
atención en los años posteriores al Concilio Vaticano II, y de modo
particular en los Sínodos de los Obispos, está relacionada con la necesidad
de ofrecer una mayor doctrina en la predicación. El Catecismo de la Iglesia
Católica representa, al respecto, un recurso ciertamente útil para el
homileta, pero es importante que sea usado conforme a la finalidad de la
homilía.
158. El Catecismo Romano fue publicado bajo la guía de los Padres del
Concilio de Trento y, en algunas ediciones incluía también una Praxis
Catechismi que dividía el contenido del Catecismo Romano en base a los
Evangelios de los domingos del año. Por ello no sorprende el hecho de que,
con la publicación de un nuevo Catecismo en la línea del Concilio Vaticano
II, se haya presentado la propuesta de hacer algo similar con el Catecismo
de la Iglesia Católica. Una iniciativa de este género debe afrontar diversos
obstáculos de carácter práctico pero el más importante se refiere a la
objeción fundamental según la cual la Liturgia dominical no es una «ocasión»
para tener un sermón sobre un argumento que no es acorde al tiempo litúrgico
y a sus temas. No obstante, pueden existir razones pastorales específicas
que requieran exponer un particular aspecto de la instrucción doctrinal o
moral. Estas decisiones exigen prudencia pastoral.
159. Por otro lado, las enseñanzas más importantes están relacionadas con el
sentido más profundo de las Escrituras que, justamente, se manifiesta cuando
la Palabra de Dios es proclamada en la asamblea litúrgica. La tarea del
homileta no es la de adecuar las Lecturas de la Misa a un esquema temático
predefinido sino invitar a los que le escuchan a reflexionar sobre la Fe de
la Iglesia, como emerge de las Escrituras en el contexto de la Celebración
Litúrgica.
160. Teniendo esto presente, en el Apéndice se ha dispuesto una tabla en la
que se indican los números del Catecismo de la Iglesia Católica referidos en
las lecturas bíblicas de los domingos y de las solemnidades. Los números han
sido escogidos porque citan o aluden a lecturas específicas o porque tratan
argumentos presentes en las lecturas. El homileta es así estimulado a
consultar el Catecismo no de un modo simple y rápido sino meditando sobre
cómo sus cuatro partes están muy relacionadas. Por ejemplo, en el V domingo
A del Tiempo Ordinario, la primera lectura habla de la atención a los
pobres, la segunda lectura de la locura de la Cruz y la tercera de los
discípulos que son la sal de la tierra y la luz del mundo. Las citas del
Catecismo las asocian con algunos temas fundamentales: Cristo crucificado es
Sabiduría de Dios, contemplado en relación con el problema del mal y de la
aparente impotencia de Dios (272); los cristianos están llamados a ser la
luz del mundo, a pesar de la presencia del mal y su misión es la de ser
semillas de unidad, de esperanza y de salvación para toda la humanidad
(782); al compartir el Misterio Pascual de Cristo, significado por el cirio
pascual, cuya luz es dada a los nuevos bautizados, nosotros mismos nos
convertimos en esta luz (1243); «el mensaje de la salvación, para manifestar
ante los hombres su fuerza de verdad y de irradiación, el mensaje de la
salvación debe ser autentificado por el testimonio de vida de los
cristianos» (2044); testimonio que encuentra una expresión particular en
nuestro amor por los pobres (2443-2449). Utilizando el Catecismo de la
Iglesia Católica de esta manera, el homileta podrá ayudar al pueblo a
integrar la Palabra de Dios, la fe de la Iglesia, las exigencias morales del
Evangelio y su espiritualidad personal y litúrgica.
(Undécimo domingo del Tiempo Ordinario - CEC 543-546: el anuncio del Reino
de Dios; CEC 2653-2654, 2660, 2716: escuchar la Palabra acrecienta el Reino
de Dios)
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Párrafos del Catecismo de la Iglesia Católica sugeridos por el
Directorio Homilético: Undécimo domingo del Tiempo Ordinario (Ciclo B)
CEC 543-546: el anuncio del Reino de Dios
CEC 2653-2654, 2660, 2716: escuchar la Palabra acrecienta el Reino de Dios
El anuncio del Reino de Dios
543 Todos los hombres están llamados a entrar en el Reino. Anunciado en
primer lugar a los hijos de Israel (cf. Mt 10, 5-7), este reino mesiánico
está destinado a acoger a los hombres de todas las naciones (cf. Mt 8, 11;
28, 19). Para entrar en él, es necesario acoger la palabra de Jesús: La
palabra de Dios se compara a una semilla sembrada en el campo: los que
escuchan con fe y se unen al pequeño rebaño de Cristo han acogido el Reino;
después la semilla, por sí misma, germina y crece hasta el tiempo de la
siega (LG 5).
544 El Reino pertenece a los pobres y a los pequeños, es decir a los que lo
acogen con un corazón humilde. Jesús fue enviado para "anunciar la Buena
Nueva a los pobres" (Lc 4, 18; cf. 7, 22). Los declara bienaventurados
porque de "ellos es el Reino de los cielos" (Mt 5, 3); a los "pequeños" es a
quienes el Padre se ha dignado revelar las cosas que ha ocultado a los
sabios y prudentes (cf. Mt 11, 25). Jesús, desde el pesebre hasta la cruz
comparte la vida de los pobres; conoce el hambre (cf. Mc 2, 23-26; Mt
21,18), la sed (cf. Jn 4,6-7; 19,28) y la privación (cf. Lc 9, 58). Aún más:
se identifica con los pobres de todas clases y hace del amor activo hacia
ellos la condición para entrar en su Reino (cf. Mt 25, 31-46).
545 Jesús invita a los pecadores al banquete del Reino: "No he venido a
llamar a justos sino a pecadores" (Mc 2, 17; cf. 1 Tim 1, 15). Les invita a
la conversión, sin la cual no se puede entrar en el Reino, pero les muestra
de palabra y con hechos la misericordia sin límites de su Padre hacia ellos
(cf. Lc 15, 11-32) y la inmensa "alegría en el cielo por un solo pecador que
se convierta" (Lc 15, 7). La prueba suprema de este amor será el sacrificio
de su propia vida "para remisión de los pecados" (Mt 26, 28).
546 Jesús llama a entrar en el Reino a través de las parábolas, rasgo típico
de su enseñanza (cf. Mc 4, 33-34). Por medio de ellas invita al banquete del
Reino(cf. Mt 22, 1-14), pero exige también una elección radical para
alcanzar el Reino, es necesario darlo todo (cf. Mt 13, 44-45); las palabras
no bastan, hacen falta obras (cf. Mt 21, 28-32). Las parábolas son como un
espejo para el hombre: ¿acoge la palabra como un suelo duro o como una buena
tierra (cf. Mt 13, 3-9)? ¿Qué hace con los talentos recibidos (cf. Mt 25,
14-30)? Jesús y la presencia del Reino en este mundo están secretamente en
el corazón de las parábolas. Es preciso entrar en el Reino, es decir,
hacerse discípulo de Cristo para "conocer los Misterios del Reino de los
cielos" (Mt 13, 11). Para los que están "fuera" (Mc 4, 11), la enseñanza de
las parábolas es algo enigmático (cf. Mt 13, 10-15).
La Palabra de Dios
2653 La Iglesia "recomienda insistentemente todos sus fieles... la lectura
asidua de la Escritura para que adquieran 'la ciencia suprema de Jesucristo'
(Flp 3,8)... Recuerden que a la lectura de la Santa Escritura debe acompañar
la oración para que se realice el diálogo de Dios con el hombre, pues 'a
Dios hablamos cuando oramos, a Dios escuchamos cuando leemos sus palabras'
(San Ambrosio, off. 1, 88)" (DV 25).
2654 Los Padres espirituales parafraseando Mt 7, 7, resumen así las
disposiciones del corazón alimentado por la palabra de Dios en la oración:
"Buscad leyendo, y encontraréis meditando ; llamad orando, y se os abrirá
por la contemplación" (cf El Cartujano, scala: PL 184, 476C).
2660 Orar en los acontecimientos de cada día y de cada instante es uno de
los secretos del Reino revelados a los "pequeños", a los servidores de
Cristo, a los pobres de las bienaventuranzas. Es justo y bueno orar para que
la venida del Reino de justicia y de paz influya en la marcha de la
historia, pero también es importante amasar con la oración las humildes
situaciones cotidianas. Todas las formas de oración pueden ser esa levadura
con la que el Señor compara el Reino (cf Lc 13, 20-21).
2716 La contemplación es escucha de la palabra de Dios. Lejos de ser pasiva,
esta escucha es la obediencia de la fe, acogida incondicional del siervo y
adhesión amorosa del hijo. Participa en el "sí" del Hijo hecho siervo y en
el "fiat" de su humilde esclava.
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Santos Padres: San Juan Crisóstomo - Por qué habla el Señor en
parábolas
1. Bien es que admiremos ante todo cómo los discípulos, no obstante su deseo
de saber, saben escoger el momento en que han de preguntar al Señor. Porque
no le preguntan delante de todos; lo que dio a entender Mateo diciendo: Y
acercándosele sus discípulos. Y que esto no es pura conjetura, lo
manifiesta más claramente Marcos[4] al contarnos que se le acercaron en
particular. Es lo que debieran haber hecho sus hermanos y su madre, y no
llamarle desde fuera, y hacer así un acto de ostentación. Considerad también
la caridad de los discípulos y cuánta cuenta tienen de los demás. Antes, en
efecto, buscan el interés de los otros que el suyo propio. ¿Por qué —dicen—
hablas en parábolas? No dijeron: "¿Por qué nos hablas a nosotros en
parábolas?" A la verdad, en muchas otras ocasiones se ve en ellos este mismo
espíritu de amor para con todos, como cuando le dicen al Señor: Despide a
las muchedumbres[5]; y, hablando de los fariseos: ¿Sabes que se han
escandalizado?[6] ¿Qué contesta, pues, Cristo? A vosotros se os ha dado—les
dice—conocer los secretos del reino de los cielos; pero a ellos no se les ha
dado. Al hablar así, no trata el Señor de sentar una necesidad ni una suerte
o destino que se cumple sin razón ni motivo. No. Por una parte da a entender
que son ellos los que tienen la culpa de todos sus males y, por otra, quiere
dejar bien asentado que el conocimiento de los secretos del reino de los
cielos es puro don de Dios y gracia concedida de lo alto. Sin embargo, no
por ser don de Dios se suprime el libre albedrío, como se nos pone
seguidamente de manifiesto. Mirad, si no, cómo, porque ni el pueblo se
separara ni los discípulos, al oír decir que es don de Dios, se
descuidaran, a unos y otros hace ver el Señor que el principio depende de
nosotros: Porque a todo el que tiene, se le dará y tendrá con más
abundancia; más al que no tiene, aun lo que parece que tiene, se le
quitará.
AL QUE TIENE SE LE DARÁ
Esta sentencia del Señor está llena de oscuridad; sin embargo, en ella se
nos muestra una inefable justicia. Lo que, en efecto, quiere decir es esto:
Al que es diligente y fervoroso, se le dará también todo lo que depende de
Dios; más al que no tiene diligencia y fervor ni hace lo que de él depende,
tampoco se le dará lo que depende de Dios. Porque aun lo que parece
tener—dice el Señor—, se le quitará; no porque Dios se lo quite, sino
porque ya no le tiene por digno de sus gracias. Es lo mismo que hacemos
nosotros: si vemos que se nos escucha flojamente y, por mucho que roguemos
que se nos preste atención, no lo conseguimos, optamos por guardar silencio,
puesto que, de obstinarnos en hablar, sólo lograríamos aumentar la
inatención. Más cuando hay quien tiene interés en saber, a ése, sí, nos le
atraemos y sobre él derramamos cuanto tenemos. Y muy bien dijo el Señor: Lo
que parece tener, puesto que ni siquiera eso lo tiene de verdad.
Seguidamente, aún pone más claro qué quiere decir que al que tiene se le
dará, diciendo: Mas al que no tiene, aun lo que parece tener, se le quitará.
Si les hablo en parábolas—quiere decir el Señor—es porque, mirando, no ven.
—Luego, si no veían —me objetarás—, lo que había que hacer era abrirles los
ojos. —Si la ceguera hubiera sido natural, habría habido que abrirles los
ojos; mas como aquí se trata de ceguera voluntaria y querida, no dice el
Señor simplemente: "No ven", sino: Mirando no ven. Luego de su malicia les
viene la ceguera. Vieron, en efecto, expulsados los demonios y dijeron: Por
virtud de Belcebú, príncipe de los demonios, expulsa éste a los
demonios[7]. Le habían oído cómo los llevaba a Dios y cómo se mostraba en
acuerdo absoluto con Él, y dijeron: Este no viene de Dios[8]. Como quiera,
pues, que afirmaban lo contrario de lo que veían y oían, de ahí—dice el
Señor—que les voy a quitar la vista y el oído; porque ningún provecho sacan
de ver y oír, sino más grave condenación. No sólo no creían, sino que
injuriaban al Señor, le acusaban y tendían asechanzas. Sin embargo, a nada
de esto alude ahora, pues no quiere acusarlos demasiado duramente. Al
comienzo, desde luego, no les hablaba así, sino con mucha claridad. Más ya
que ellos mismos se desviaron, el Señor les habla en adelante por
parábolas.
Luego, porque no pensaran que sus palabras eran pura acusación; porque no
pudieran decir: "Este es un enemigo nuestro, no quiere sino acusarnos y
calumniamos", adúceles el Señor el testimonio del profeta, que pronuncia
contra ellos la misma sentencia. Porque en ellos se cumple—dice—la profecía
de Isaías, que dice: Con oído oiréis y no entenderéis; y con ojos miraréis y
no veréis. ¡Mirad con qué precisión los acusa el profeta! Porque tampoco
éste dijo: "No veis", sino: Miraréis y no veréis; ni: "No oiréis", sino:
Oiréis y no entenderéis. Ellos fueron, pues, los que primero se quitaron
vista y oído, tapándose las orejas y cegándose los ojos y endureciendo su
corazón. Porque no sólo no oían, sino que oían mal. Y así lo
hicieron—prosigue el Señor—por temor de que se conviertan y yo los cure; con
lo que significa su extrema malicia y cómo muy de propósito se apartaban de
Dios[9].
EL SEÑOR QUIERE LA CONVERSIÓN
2. Más si el Señor habla de este modo es porque quiere atraérselos, y a ello
los incitó, haciéndoles ver que, si se convertían, Él los curaría. Es como
se dice: "No me quiso venir a ver y se lo agradezco; pues de haber venido,
yo estaba dispuesto a ceder inmediatamente". Es un modo de decir cómo se
hubiera llegado a la reconciliación. Es exactamente lo que aquí dice el
Señor: No sea que se conviertan y yo los cure; que es darles a entender la
posibilidad de la conversión y que todo el que se arrepiente se salva. Que
se dieran, en fin, cuenta que Él lo hacía todo, no por su propia gloria,
sino para salvarlos a ellos. Y es así que, de no haber querido oírlos y
salvarlos, tenía que haber guardado silencio y no hablarles en parábolas.
Más lo cierto es que con el mismo lenguaje parabólico, con ese mismo dejar
entre penumbra su pensamiento, trata de excitar su curiosidad. Porque Dios
no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva[10].
EL PECADO NO SE COMETE POR NECESIDAD
Porque que el pecado no viene de la naturaleza ni se comete por fuerza y
necesidad, oye cómo lo dice a los apóstoles: Bienaventurados vuestros ojos,
porque ven; y vuestros oídos, porque oyen; en que no tanto se refiere a la
vista y al oído del cuerpo, cuanto a los del espíritu. Porque también ellos
eran judíos y se habían educado en las mismas leyes que el resto del
pueblo; y, sin embargo, no les alcanzaba en absoluto el daño predicho por
Isaías, pues conservaban sana la raíz de todos los bienes, es decir, la
voluntad y la intención. ¿Veis cómo decir: se os ha dado, no es lo mismo que
hablar de necesidad? Porque de no haber habido en ello merecimiento alguno
de parte de los apóstoles, no los hubiera el Señor proclamado
bienaventurados. No me vengas, en efecto, con que el Señor hablaba
oscuramente, pues podían todos acercársele y preguntarle como sus
discípulos; pero no lo hicieron por ser desidiosos e indiferentes. Mas ¿qué
digo que no quisieron preguntarle? Se declararon además contrarios suyos.
Porque no sólo no creían, no sólo no le oían, sino que le hacían la guerra y
se molestaban gravemente de sus palabras; cosa de que les acusa el profeta
cuando dice que oían de mala gana[11]. No así los apóstoles, que fueron por
eso proclamados bienaventurados.
MUCHOS JUSTOS Y PROFETAS DESEARON VER
De otro modo confirma ahora el Señor a los suyos, diciéndoles: Porque en
verdad os digo: Muchos profetas y justos desearon ver lo que vosotros veis y
no lo vieron, y oír lo que vosotros oís y no lo oyeron. Ver mi venida—quiere
decir—, contemplar mis milagros y oír mi voz y mi enseñanza. Porque aquí no
pone el Señor a sus discípulos por encima sólo de aquellos corrompidos
escribas y fariseos, sino por encima de los mismos que practicaron la
virtud, puesto que afirma haber sido más bienaventurados que ellos. ¿Por
qué? Porque no sólo veían, lo que no veían los judíos, sino lo que aquellos
antiguos justos y profetas habían deseado ver. Porque éstos sólo pudieron
verlo por la fe; los discípulos, empero, lo contemplaron con sus ojos y con
entera claridad. Mirad cómo nuevamente enlaza el Señor el Antiguo y el Nuevo
Testamento, pues no sólo manifiesta que aquellos justos y profetas vieron
lo por venir, sino que ardientemente lo desearon ver; y no lo hubieran
deseado si se hubiera tratado de un dios extraño y contrario a su propio
Dios.
(SAN JUAN CRISÓSTOMO, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo (I), homilía
45, 1 y 2, BAC Madrid 1955, 855-61)
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Aplicación: P. Alfredo Saenz, S.J. - El grano de mostaza
El evangelio de hoy nos presenta dos parábolas de Jesús: la de la semilla
que crece, y la del grano de mostaza. Ambas parábolas pueden ser aplicadas
sea a la vida de la Iglesia tomada en su conjunto, sea a la vida del alma
considerada en particular.
1. LA IGLESIA ES EL ÁRBOL
Detengámonos en la primera de estas aplicaciones. "El Reino de Dios es como
un hombre que echa la semilla en la tierra". ¿Quién es este sembrador? Nada
menos que Dios. El Señor ha querido compararse con un agricultor, según
hemos escuchado en la primera lectura, es El quien arroja la semilla. ¿Cuál
es esta semilla? Jesucristo nuestro Señor. El es el grano de trigo, que vino
del cielo y cayó en la tierra, molido por los golpes de sus verdugos,
triturado en la cruz, depositado en el surco del sepulcro, pero al fin
resucitado y hecho espiga. Porque, como nos los recordara el mismo Jesús, si
el grano de trigo no muere es incapaz de producir fruto. Su misterio
pascual, misterio de muerte y de resurrección, es el misterio de un grano
que muere y de un grano que resucita, que brota, y que va creciendo. ¿En
dónde va creciendo? En la Iglesia. La Iglesia es el fruto de la muerte de
Cristo, regada con su agua, vivificada con su sangre, agua y sangre que
manaron del hueco que la lanza abriera en el costado de Jesús muerto en la
cruz.
Si miramos a la Iglesia el día en que el Señor ascendió a los cielos, nos
espantamos por su pequeñez. Era el primer tallo, débil, tembloroso, brotado
del surco de la Pasión del Señor. La venida del Espíritu Santo el día de
Pentecostés hizo que ese grupo reducido —pequeño rebaño, lo llamó Jesús—
tuviera el coraje de salir a la luz pública. Y allí comenzaron las
conversiones. Los apóstoles se repartieron por todo el mundo, siguiendo las
señoriales rutas del Imperio Romano, por tierra y por agua. Brotaron,
entonces, las pequeñas cristiandades, plantadas generalmente —ellas también—
sobre la sangre de los mártires. Y así esa Iglesia, que vimos tan pequeña en
el Cenáculo, se fue extendiendo, creciendo, de día y de noche, hasta hacerse
inmensa. Es lo que dice la parábola que nos ocupa: "La tierra por sí misma
produce primero un tallo, luego una espiga, y al fin grano abundante en la
espiga".
Nos impresiona considerar cómo el Señor escogió a un grupito de personas
débiles para convertir al Imperio más imponente de la historia, que extendía
sus añosas ramas por todo el mundo civilizado de aquella época. Dice San
Pablo que Dios eligió a los necios del mundo para confundir a los fuertes.
Los apóstoles eran humildes y pequeños, pescadores y publicanos, eran la
semilla de mostaza que, cuando se la siembra, es la más diminuta de las
semillas de la tierra, pero después crece y llega a ser la más grande de las
legumbres. Ya en el año 150 pudo decir Tertuliano: "Somos de ayer y llenamos
el mundo". Y esto a pesar de tantas dificultades: las pasiones de los
hombres, la moral decadente de la época, el poder del Estado adversario, la
filosofía pagana, los templos de los ídolos, las terribles persecuciones.
Grandes tempestades contra una semillita que apenas si encontraba espacio de
tierra para germinar.
Es lo que queremos significar cuando afirmamos en nuestro Credo: Creo en la
Iglesia que es católica. Católica quiere decir universal. No una religión
más, una religión entre otras, que tan sólo pediría convivir en paz con las
demás. La Iglesia, por su mismo nombre, protesta contra esa idea, de cuño
liberal. Se sabe la única Esposa de Cristo —Cristo no tiene muchas Esposas—,
la única verdadera, la que pretende nada menos que coincidir con la
humanidad. Y si algún día apareciera un pueblo nuevo, desconocido hasta
entonces, la Católica sentiría la imperiosa necesidad de enviar allí a sus
misioneros, aunque fuese en detrimento de las cristiandades ya establecidas.
Así, arrasando con todos los cálculos de una estrategia puramente humana, la
historia nos muestra cómo envió misioneros incluso a pueblos en decadencia,
en vías de desaparición. Si, por un absurdo, la Iglesia renunciara un día a
estar en todas partes, a llegar a todos los ambientes, dejaría de ser lo que
es, católica.
Claro que no es cuestión de geografía o de estadísticas. Ya la Iglesia era
católica en la sala de Pentecostés. Y lo seguiría siendo también si en el
futuro, apostasías masivas le hicieran perder la mayor parte de sus fieles.
Es católica por esencia, es decir, que posee en sí algo de tal naturaleza
que la vuelca a la totalidad, y le impide reposar mientras no logre
coincidir con el todo. Tiene el acuciante dinamismo de una semilla que
tiende a ser árbol. Un árbol que, como dice el Señor, "extiende tanto sus
ramas que los pájaros del cielo se cobijan a su sombra".
2. EL ALMA ES EL SUELO DEL ARBOL
Esto que hemos considerado refiriéndolo a la Iglesia universal o católica,
podemos también aplicarlo a cada uno de nosotros. El día en que fuimos
llevados, en brazos de nuestros padres, a la pila bautismal, Dios sembró la
fe en nuestro interior. La fe es un don de Dios, viene de Dios, el sembrador
de la vida divina. Una fe tenue, sin duda, como el grano de mostaza. Pero, a
partir del día en que adquirimos el uso de la razón, esa fe comenzó a
crecer. Porque nuestra fe tiene una historia, con sus altos y sus bajos.
Considerando las cosas con la perspectiva que nos da el transcurso del
tiempo, nos impresiona pensar ahora en lo que fue esa plantita de nuestra fe
inicial, sembrada en la tierra de nuestra alma, cómo frente a ella, a lo
largo de los años, se fueron coaligando y se siguen aliando tantos enemigos,
que hubieran querido y quieren arrancarla de cuajo: nuestras pasiones,
nuestra tendencia a racionalizarlo todo, el ambiente hedonista y naturalista
en que nos movemos, los medios de comunicación francamente corruptores, los
poderes que odian esa fe o que la desprecian, y en último término el
demonio. Una tempestad, un verdadero huracán contra esa planta de nuestra
fe. Y sin embargo, si somos fieles —¡qué linda palabra ésta: fieles!—
nuestra fe tiende a crecer contra viento y marca hasta hacerse un árbol
sólido donde aniden los pájaros, con sus flores y sus frutos. Las flores y
los frutos de las virtudes que, en última instancia, brotan de esa misma fe
inicial.
La fe es, pues, una semilla en nuestra alma, comparable a un grano de
mostaza. También lo es la palabra de Dios, gracias a la cual nuestra fe es
exhortada a crecer. "La fe es por la predicación —dice San Pablo—, y la
predicación por la palabra de Cristo". El mismo Jesús comparó la palabra con
una semilla que se anida en el surco del corazón. Cuando la escuchamos,
sobre todo en la iglesia, sea a través de las lecturas bíblicas, sea
mediante la voz del sacerdote, cae en nuestro interior una semilla, una
gracia. Porque esa palabra de Dios, que es viva, eficaz y tajante, que
penetra hasta la coyuntura de la médula, para discernir los pensamientos y
las intenciones del corazón, no quiere permanecer estéril. Esa palabra está
allí para destruir y arrancar viejos vicios, para edificar e implantar
nuevas virtudes. Si la ahogamos con nuestras preocupaciones terrenas, con
nuestros egoísmos, con nuestras deslealtades, esa semilla queda sofocada y
perece. En el libro de los Hechos de los Apóstoles leemos esta hermosa
expresión: "la palabra del Señor crecía". Así debe suceder en el interior de
cada uno de nosotros. Dichosos los que oyen la palabra de Dios y la ponen en
práctica.
Tales son las resonancias que suscitan en nosotros las dos parábolas de hoy.
Pronto nos vamos a acercar a recibir el Cuerpo de Jesús, de ese Jesús que se
hizo semilla por nosotros, grano de trigo molido en la pasión, vuelto árbol
en la cruz, y florecido en la Eucaristía para alimento de las almas. Cuando
se recline sobre nuestra lengua podemos quizás decirle: "Señor, tú has
penetrado por primera vez en mi corazón el día de mi Bautismo. Desde
entonces, has obrado en mí a la manera de una semilla, pequeña pero fecunda,
que tiende a invadir toda mi vida y no permitir que región alguna de mi alma
permanezca infructuosa en su esterilidad. Hoy, una vez más, vuelves a entrar
en mi interior para transformarme por adentro. Tú, Señor, eres el grano de
mostaza, grano ferviente, sembrado en mi alma. Te pido que crezcas cada día
más en mí, que desbordes los diques de mis egoísmos, hasta tomar la medida
de un árbol sobre el cual pueda reposar la paloma del Espíritu Santo, con
sus dones y virtudes. Que tu Eucaristía se derrame en mí, Señor, al modo de
levadura que haga fermentar la harina de mi vida, para que pueda convertirme
en el trigal de tu hostia. Y que mi corazón enamorado de ti, sea un fiel
reflejo, en pequeño, de la catolicidad de tu Iglesia. Así sea".
(SAENZ, A., Palabra y Vida, Ciclo B, Ediciones Gladius, Buenos Aires, 1993,
p. 182-186)
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Aplicación: San Juan Pablo II - El crecimiento del reino de Dios
según las parábolas evangélicas
1. Como dijimos en la catequesis anterior, no es posible comprender el
origen de la Iglesia sin tener en cuenta todo lo que Jesús predicó y realizó
(cf. Hch 1, 1). Precisamente de este tema habló a sus discípulos, y nos ha
dejado su enseñanza fundamental en las parábolas del reino de Dios. Entre
éstas, revisten importancia particular las que enuncian y nos permiten
descubrir el carácter de desarrollo histórico y espiritual que es propio de
la Iglesia según el proyecto de su mismo Fundador.
2. Jesús dice: «El reino de Dios es como un hombre que echa el grano en la
tierra; duerma o se levante, de noche o de día, el grano brota y crece, sin
que él sepa cómo. La tierra da el fruto por sí misma; primero hierba, luego
espiga, después trigo abundante en la espiga. Y cuando el fruto lo admite,
en seguida se le mete la hoz, porque ha llegado la siega» (Mc 4, 26-29). Por
tanto, el reino de Dios crece aquí en la tierra, en la historia de la
humanidad, en virtud de una siembra inicial, es decir, de una fundación que
viene de Dios, y de uno obrar misterioso de Dios mismo, que la Iglesia sigue
cultivando a lo largo de los siglos. En la acción de Dios en relación con el
Reino también está presente la «hoz» del sacrificio: el desarrollo del Reino
no se realiza sin sufrimiento. Éste es el sentido de la parábola que narra
el evangelio de Marcos.
3. Volvemos a encontrar el mismo concepto también en otras parábolas,
especialmente en las que están agrupadas en el texto de Mateo (13, 3-50).
«El reino de los cielos - leemos en este evangelio - es semejante a un grano
de mostaza que tomó un hombre y lo sembró en su campo. Es ciertamente más
pequeña que cualquier semilla, pero cuando crece es mayor que las
hortalizas, y se hace árbol, hasta el punto de que las aves del cielo vienen
y anidan en sus ramas» (Mt 13, 31-32). Se trata del crecimiento del Reino en
sentido «extensivo».
Por el contrario, otra parábola muestra su crecimiento en sentido
«intensivo» o cualitativo, comparándolo a la «levadura que tomó una mujer y
la metió en tres medidas de harina, hasta que fermentó todo» (Mt 13, 33).
4. En la parábola del sembrador y la semilla, el crecimiento del reino de
Dios se presenta ciertamente como fruto de la acción del sembrador; pero la
siembra produce fruto en relación con el terreno y con las condiciones
climáticas: «una ciento, otra sesenta, otra treinta» (Mt 13, 8). El terreno
representa la disponibilidad interior de los hombres. Por consiguiente, a
juicio de Jesús, también el hombre condiciona el crecimiento del reino de
Dios. La voluntad libre del hombre es responsable de este crecimiento. Por
eso Jesús recomienda que todos oren: «Venga tu Reino» (cf. Mt 6, 10; Lc 11,
2). Es una de las primeras peticiones del Pater noster.
5. Una de las parábolas que narra Jesús acerca del crecimiento del reino de
Dios en la tierra, nos permite descubrir con mucho realismo el carácter de
lucha que entraña el Reino a causa de la presencia y la acción de un
«enemigo» que «siembra cizaña (gramínea) en medio del grano». Dice Jesús que
cuando «brotó la hierba y produjo fruto, apareció entonces también la
cizaña». Los siervos del amo del campo querrían arrancarla, pero éste no se
lo permite, «no sea que, al recoger la cizaña, arranquéis a la vez el trigo.
Dejad que ambos crezcan juntos hasta la siega. Y al tiempo de la siega, diré
a los segadores: recoged primero la cizaña y atadla en gavillas para
quemarla, y el trigo recogedlo en mi granero» (Mt 13, 24-30). Esta parábola
explica la coexistencia y, con frecuencia, el entrelazamiento del bien y del
mal en el mundo, en nuestra vida y en la misma historia de la Iglesia. Jesús
nos enseña a ver las cosas con realismo cristiano y a afrontar cada problema
con claridad de principios, pero también con prudencia y paciencia. Esto
supone una visión trascendente de la historia, en la que se sabe que todo
pertenece a Dios y que todo resultado final es obra de su Providencia. Como
quiera que sea, no se nos oculta aquí el destino final ?de dimensión
escatológica? de los buenos y los malos; está simbolizado por la recogida
del grano en el granero y la quema de la cizaña.
6. Jesús mismo da la explicación de la parábola del sembrador a petición de
sus discípulos (cf. Mt 13, 36-43). En sus palabras se transparenta la
dimensión temporal y escatológica del reino de Dios.
Dice a los suyos: «A vosotros se os ha dado el misterio del reino de Dios»
(Mc 4, 11). Los instruye acerca de este misterio y, al mismo tiempo, con su
palabra y su obra «prepara un Reino para ellos, así como el Padre lo preparó
para él [el Hijo]» (cf. Lc 22, 29). Esta preparación se lleva a cabo incluso
después de su resurrección. En efecto, leemos en los Hechos de los Apóstoles
que «se les apareció durante cuarenta días y les hablaba acerca de lo
referente al reino de Dios» (cf. Hch 1, 3) hasta el día en que «fue elevado
al cielo y se sentó a la diestra de Dios» (Mc 16, 19). Eran las últimas
instrucciones y disposiciones para los Apóstoles sobre lo que debían hacer
después de la Ascensión y Pentecostés, a fin de que comenzara concretamente
el reino de Dios en los orígenes de la Iglesia.
7. También las palabras dirigidas a Pedro en Cesarea de Filipo se inscriben
en el ámbito de la predicación sobre el Reino. En efecto, le dice: «A ti te
daré las llaves del reino de los cielos» (Mt 16, 19), inmediatamente después
de haberlo llamado piedra, sobre la que edificará su Iglesia, que será
invencible para las «puertas del Hades» (cf. Mt 16, 18). Es una promesa que
en ese momento se formula con el verbo en futuro, «edificaré», porque la
fundación definitiva del reino de Dios en este mundo todavía tenía que
realizarse a través del sacrificio de la cruz y la victoria de la
resurrección. Después de este hecho, Pedro y los demás Apóstoles tendrán
viva conciencia de su vocación a «anunciar las alabanzas de Aquel que les ha
llamado de las tinieblas a su luz admirable» (cf. 1 Pe 2, 9). Al mismo
tiempo, todos tendrán también conciencia de la verdad que brota de la
parábola del sembrador, es decir, que «ni el que planta es algo, ni el que
riega, sino Dios que hace crecer», como escribió san Pablo (1 Cor 3, 7).
8. El autor del Apocalipsis da voz a esta misma conciencia del Reino cuando
afirma en el canto al Cordero: «Porque fuiste degollado y compraste para
Dios con tu sangre hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación; y has
hecho de ellos para nuestro Dios un reino de sacerdotes» (Ap 5, 9. 10). El
apóstol Pedro precisa que fueron hechos tales «para ofrecer sacrificios
espirituales aceptos a Dios por mediación de Jesucristo» (cf. 1 P 2, 5).
Todas éstas son expresiones de la verdad aprendida de Jesús quien, en las
parábolas del sembrador y la semilla, del grano bueno y la cizaña, y del
grano de mostaza que se siembra y luego se convierte en un árbol, hablaba de
un reino de Dios que, bajo la acción del Espíritu, crece en las almas
gracias a la fuerza vital que deriva de su muerte y su resurrección; un
Reino que crecerá hasta el tiempo que Dios mismo previó.
9. «Luego, el fin anuncia san Pablo, cuando [Cristo] entregue a Dios Padre
el Reino, después de haber destruido todo Principado, Dominación y Potestad»
(1 Cor 15, 24). En realidad, «cuando hayan sido sometidas a él todas las
cosas, entonces también el Hijo se someterá a Aquel que ha sometido a él
todas las cosas, para que Dios sea todo en todo» (1 Cor 15, 28).
Desde el principio hasta el fin, la existencia de la Iglesia se inscribe en
la admirable perspectiva escatológica del reino de Dios, y su historia se
despliega desde el primero hasta el último día.
(Audiencia General del Miércoles 25 de septiembre de 1991, Lectura de
evangelio de san Marcos, capítulo 4, versículos 26-29)
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Aplicación: SS. Benedicto XVI - El misterio de la Palabra y del
reino de Dios
Queridos hermanos y hermanas:
La liturgia de hoy nos propone dos breves parábolas de Jesús: la de la
semilla que crece por sí misma y la del grano de mostaza (cf. Mc 4, 26-34).
A través de imágenes tomadas del mundo de la agricultura, el Señor presenta
el misterio de la Palabra y del reino de Dios, e indica las razones de
nuestra esperanza y de nuestro compromiso.
En la primera parábola la atención se centra en el dinamismo de la siembra:
la semilla que se echa en la tierra, tanto si el agricultor duerme como si
está despierto, brota y crece por sí misma. El hombre siembra con la
confianza de que su trabajo no será infructuoso. Lo que sostiene al
agricultor en su trabajo diario es precisamente la confianza en la fuerza de
la semilla y en la bondad de la tierra. Esta parábola se refiere al misterio
de la creación y de la redención, de la obra fecunda de Dios en la historia.
Él es el Señor del Reino; el hombre es su humilde colaborador, que contempla
y se alegra de la acción creadora divina y espera pacientemente sus frutos.
La cosecha final nos hace pensar en la intervención conclusiva de Dios al
final de los tiempos, cuando él realizará plenamente su reino. Ahora es el
tiempo de la siembra, y el Señor asegura su crecimiento. Todo cristiano, por
tanto, sabe bien que debe hacer todo lo que esté a su alcance, pero que el
resultado final depende de Dios: esta convicción lo sostiene en el trabajo
diario, especialmente en las situaciones difíciles. A este propósito escribe
san Ignacio de Loyola: «Actúa como si todo dependiera de ti, sabiendo que en
realidad todo depende de Dios» (cf. Pedro de Ribadeneira, Vida de san
Ignacio de Loyola).
La segunda parábola utiliza también la imagen de la siembra. Aquí, sin
embargo, se trata de una semilla específica, el grano de mostaza,
considerada la más pequeña de todas las semillas. Pero, a pesar de su
pequeñez, está llena de vida, y al partirse nace un brote capaz de romper el
terreno, de salir a la luz del sol y de crecer hasta llegar a ser «más alta
que las demás hortalizas» (cf. Mc 4, 32): la debilidad es la fuerza de la
semilla, el partirse es su potencia. Así es el reino de Dios: una realidad
humanamente pequeña, compuesta por los pobres de corazón, por los que no
confían sólo en su propia fuerza, sino en la del amor de Dios, por quienes
no son importantes a los ojos del mundo; y, sin embargo, precisamente a
través de ellos irrumpe la fuerza de Cristo y transforma aquello que es
aparentemente insignificante.
La imagen de la semilla es particularmente querida por Jesús, ya que expresa
bien el misterio del reino de Dios. En las dos parábolas de hoy ese misterio
representa un «crecimiento» y un «contraste»: el crecimiento que se realiza
gracias al dinamismo presente en la semilla misma y el contraste que existe
entre la pequeñez de la semilla y la grandeza de lo que produce. El mensaje
es claro: el reino de Dios, aunque requiere nuestra colaboración, es ante
todo don del Señor, gracia que precede al hombre y a sus obras. Nuestra
pequeña fuerza, aparentemente impotente ante los problemas del mundo, si se
suma a la de Dios no teme obstáculos, porque la victoria del Señor es
segura. Es el milagro del amor de Dios, que hace germinar y crecer todas las
semillas de bien diseminadas en la tierra. Y la experiencia de este milagro
de amor nos hace ser optimistas, a pesar de las dificultades, los
sufrimientos y el mal con que nos encontramos. La semilla brota y crece,
porque la hace crecer el amor de Dios. Que la Virgen María, que acogió como
«tierra buena» la semilla de la Palabra divina, fortalezca en nosotros esta
fe y esta esperanza.
(Ángelus, Plaza de San Pedro, Domingo 17 de junio de 2012)
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Aplicación: P. Leonardo Castellani - Las parábolas
(refutación)
Hemos dicho en este libro que la parábola es un género creado por
Jesucristo, que ni antes ni después de El fue usado por nadie. Esta
afirmación es nueva, y conviene justificarla.
Parecería que la parábola de los Evangelios pertenece al género griego del
apólogo; que es una fábula (mythos) cuyos personajes son humanos en vez de
imaginarios nos, como por ejemplo El Viejo y la Muerte de Esopo. No es así,
sin embargo: el apólogo griego es una narración más sencilla en su
contextura que termina en una conclusión de moral corriente, que llamamos en
español moraleja; y muy bien llamada: es una moralidad chiquita: como por
ejemplo:
Tenga paciencia quien se cré infelice,
Que aun de la situación más lamentable,
Es la vida del hombre siempre amable:
El viejo de la leña nos lo dice,
en el susodicho apólogo de Esopo, traducido por Samaniego.
La parábola evangélica es más bien que narración un cuadro, con más elemento
dramático que épico; y presenta casi sin excepción una especie de
distorsión, como la hecha por un espejo convexo, que desconcertó desde el
principio a los intérpretes, y sobre todo a los retóricos paganos, como
Celso, que las tachó de extravagantes; y en nuestros días han sido tratadas
hasta de “criminales” o ''inmorales''.
Esta distorsión de rasgos responde al propósito, como está dicho, de aludir
al misterio, a lo teológico, a lo infinito; y ha sido comparada no sin
propiedad por Chesterton al soplo impetuoso que en la plástica barroca
hincha los ropajes, tuerce los miembros y agita las líneas arquitectónicas,
haciéndolas danzar a veces; como en los cuadros del Greco, las estatuas del
Bernini y los altares del Vignola.
En suma, la parábola pertenece al género símbolo; que es más que un género
literario, el modo de expresión más primitivo y fundamental de la poesía;
mezclado con humorismo, como diríamos hoy, un humorismo teológico o
trascendental –como ha sido bautizado–, no una cualquiera jocosidad o
ironía. Archibald Cronin escribió al final de su novela Las Llaves del
Reino: “El Cristo es más grande que Buda; pero Buda tenía más sentido del
humor”. Se equivoca. Chesterton en su libro Orthodoxy notó que esta singular
exageración que se encuentra en las parábolas, no es otra cosa que
humorismo; aunque omite allí el explicarse más claramente.
En la literatura cristiana posterior a Cristo no encontramos parábolas: el
Pilgrim Progress de Bunyan, el Pilgrim Regress de Lewis y las tremendas
novelas satíricas del Deán Swift, por ejemplo, son propiamente alegorías.
Tampoco puede llamarse parábola sublime, como la calificó Macaulay, la
Divina Comedia de Dante; ésta es un poema épico de una creación enteramente
nueva, una epopeya espiritual, que preside toda la literatura romántica. En
todo caso, lo que más se parecería a la parábola son los actuales relatos
monstruosos de Kafka, o algunas de las últimas novelas de Hemingway.
En el Viejo Testamento se habla de las parábolas (o “semejanzas”) de Salomón
y se dice que el Rey Sabio compuso 3.000 dellas. Pero las parábolas de
Salomón que se han conservado no son sino comparaciones brevísimas, de
contenido moral casi siempre, que tienen uno o dos dísticos solamente.
Verdad es que aquí se encuentra el embrión del género que en los rabbíes
posteriores se desarrolló; y en Cristo se consumó. En los rabbíes anteriores
a Cristo se encuentran parábolas más extensas (como las que hemos citado de
Elisha-ben-Abuyah y de Josef-Bar-Iudah en p. 60) pero todas las que
conocemos tienen el carácter ya definido de “apólogos”.
El escritor modernista Samuel Butler –no S. Butler el satírico, sino S.
Butler el pintor– y otros después de él, califica a las parábolas de Cristo
de ''inmoralistas”. La aseveración es típica del escritor más impío que
conocemos, al lado del cual Voltaire y su epígono Anatole France parecen
simples nenes bocasucias. ¿Por qué? Porque, según el autor de The Way of All
Flesh, las parábolas principales del Nazareno insinuarían máximas contrarias
a la moral natural. Ignoraba el escritor inglés que su blasfema afirmación,
que trasunta una ignorancia monumental, había sido refutada de antemano por
un contemporáneo suyo, el danés Kirkegor, en su profunda doctrina de la
distinción entre la “instancia ética” y la “instancia religiosa”, y en la
sutil observación de que la “instancia religiosa” comporta una especie de
“suspensión de la moral”, provisoria desde luego; y en el fondo sólo
aparente.
Por lo demás, cualquier hombre con cultura artística sabe que cuando el
artista crea símbolos o imágenes no por eso los aprueba o recomienda; se
reduce a retratar una realidad. Que existen Mayordomos Pícaros, por ejemplo,
es una realidad; y la conclusión de la parábola que dice que “los pícaros
son más pícaros en sus negocios que los Buenos en los suyos” es una ironía
de Cristo, como está dicho en su lugar, o como dijo exactamente Cristo que
“los hijos de las tinieblas ven mas en sus cosas que en las propias los
hijos de la luz”, lo cual es una verdad que tiene su justificación
teológica, y que incluso se puede apoyar con Aristóteles. Aristóteles dijo
que para las cosas divinas los ojos humanos son como los ojos del murciélago
para el sol: a causa no de la deficiencia sino de la excelencia del objeto.
Y así es justo que los fieles vean menos en sus cosas propias, que son las
divinas, que no los pícaros en las suyas, que son las picardías. Mas
Aristóteles añade, que ese conocimiento, aunque sea fragmentario y oscuro
por exceso de luz tiene infinito más valor que el conocimiento de lo
terreno, aunque sea mayor y más claro. Que un pagano tenga que enseñarle al
hijo del clérigo Butler estas cosas...
Este dicho de Cristo funda la doctrina de la fe, de la que enseñan los
teólogos que es obscura, y que desde el respecto de la claridad, la
facilidad y el gozo de conocer, es inferior a la ciencia; pero no desde el
respecto de su valor.
El libro The Fair Haven –que se puede traducir El Puerto de Salvación–, de
Samuel Butler el Pintor, es el libro más pérfido que se ha escrito en el
mundo. Como dije, Voltaire y Anatole France son dos nenes al lado de este
superadulto frío y culebroso, dueño de una malicia calculada y dosificada, y
un odio contenido, el cual funde la mofa volteriana con el sarcasmo helado
del Deán Swift y la información y sutileza teológica de un Newman.
Nada me extrañaría que Samuel Butler haya sido un demoníaco, en el sentido
kirkegordiano. Ciertamente es uno de los heraldos del Anticristo. Es el
escritor antirreligioso más eficaz de los tiempos modernos; lo cual es decir
de todos los tiempos; porque no ataca al cristianismo, sino que lo
“traiciona”: lo mata con un beso, como Judas. Su método es la perfidia,
llevada a una perfección tal que llega a la obra de arte.
El libro constituye una defensa fingida de la resurrección de Cristo, y de
lo fundamental del Cristianismo (que es Lo Sobrenatural) hecha al revés; es
decir, hecha de modo que no pruebe, sino que pruebe lo contrario. Pertenece
pues al género parodia; pero no es una parodia ordinaria, lo cual pertenece
a la comedia, sino una parodia sardónica, y fríamente satánica.
Butler atribuyó su libro –y en forma tan hábil que al principio engañó a
muchos– a dos pastores protestantes hermanos que llamó Tohn Pickard Owen y
William Bickersteth Owen. Este último publica la obra de su “hermano mayor”
y la prolonga con una “memoria” acerca de la vida religiosa (la educación,
la caída en la incredulidad, y la conversión final) del otro, que es de una
astucia extraordinaria (humor al tercer grado) y enmarca al libro supuesto
del otro pastor supuesto con toda eficacia. La religión cristiana es
expuesta allí (to expose: poner en picota, en inglés) desde tres ángulos
adversos, a la vez: el autor de la memoria es un cristiano bobo; el hermano
es un cristiano ingenioso que exhibe una defensa extravagante y disparatada
del dogma, y concede al adversario, como de paso y sin llamar la atención
justamente lo que el adversario desea; y las objeciones del adversario son
las reales y serias, y puestas en la forma más hábil, mientras los
argumentos del Defensor-Fídei están deliberadamente y también hábilmente
viciados. Y los tres ataques (mejor dicho, calumnias) están envueltos en un
odio solapado, que se filtra a veces directamente en sarcasmos repentinos,
como brotes de lava, que Butler no sabe esconder ni contener; y traicionan,
bajo el disfraz, el ánimo verdadero: o sea el “foul play”, que dicen ellos:
juego sucio.
Como dije, la primera edición de la parodia engañó a algunos reviewers, o
críticos, a no ser que mienta también Samuel Butler en las citas que pone al
prólogo de la segunda edición, firmado con el seudónimo de Gerald Bullet.
Según él, un crítico escribió: “To the sincerely inquiring doubter, the
striking way in wich the truth of the Resurrection is exhibited, must be
most benefical”. Es decir: “para los dudantes que inquieren de buena fe la
estupenda manera en que la verdad de la Resurrección está expuesta, tiene
que hacerles un provecho enorme”.
Eso es mucho peor que creer que Cide Hamete Benengueli existió realmente y
que Cervantes fue moro de modo que es probable que sea una mofa más de
Butler y no un tropezón de un crítico; cuyo nombre, por lo demás, no se da.
Uno quisiera ser benigno con este libro –como con todos– y clasificarlo de
sátira a la mala apologética y a la apologética en general, protestante o
católica, pero como dije, no es posible. Butler no es un ingenuo burlón o
sarcástico cualquiera, sino que realmente es protervo. El retrato que hace
de su madre (de la madre de los dos Owen) es sublevante. Pretendiendo
pintarla como un modelo de piedad y de bondad y exhibiendo felonamente los
signos del cariño filial, la deja en realidad hecha un trapo sucio, con la
sugestión implícita de que eso son en realidad las mujeres llamadas “muy
religiosas”. Para los antiguos la palabra pietas significaba en primer
término el amor filial, el sentimiento de los hijos para con sus padres; de
donde impío en latín significaba lo que el criollo llama desmadrado, que
luego por extensión se aplicaba a Dios, de modo que en castellano la
impiedad conservó solamente ese segundo sentido de animadversión contra
Dios; con lo cual la sabiduría de los pueblos aludía quizá a un lazo
misterioso que existe entre el amor a los padres y la reverencia a Dios. De
hecho, el 5º Mandamiento del Decálogo –4º para nosotros–, “Honrar padre y
madre”, está colocado en la primera tabla de la Ley, que contiene las
obligaciones del hombre para con Dios; porque los padres son representantes
vivientes de Dios.
Ningún mejor ejemplo de esta relación misteriosa que este Butler: Butler
odió a sus padres, lo mismo que a Dios; antes o después que a Dios, no lo
sé. Además del odioso retrato de su madre que hace en este libro
“religioso”, escribió una novela autobiográfica llamada The Way of All
Flesh, en que deja a sus dos genitores de oro y azul, a su padre sobre todo,
que fue pastor protestante.
En el penúltimo capítulo de este libro, el XXV, Butler habla de su propia
obra literaria, pintándola con bastante exactitud, aunque muy
ventajosamente; y defiende el núcleo de su pensamiento. Este núcleo
pertenece a la herejía cristiana que se llama técnicamente modernismo –que
Newman calificó en su nacimiento de “liberalismo religioso”– condenada por
San Pío X. El espíritu de esta herejía actual y hoy sumamente difundida está
allí expuesto con gran nitidez: no es extraño que Bernard Shaw, Beresford,
B. Nichols, Huxley y demás modernistas actuales, tengan a Butler como su
autor de cabecera.
El criterio supremo de la verdad religiosa consiste en la buena crianza (!).
Así lo dice, en p. 460 de la edición Penguin del año 1941: “Que un hombre
haya sido bien criado y críe a otros bien; que su figura, cabeza, manos,
pies, voz, manera e indumento sean convincentes en este punto; de modo que
ninguno pueda mirarlo sin caer en la cuenta de que viene de buen tronco y
constituirá un buen tronco, esto es el “desiderandum”. Y lo mismo las
mujeres. El mayor número de esta gente bien criada y la mayor felicidad de
ellos, éste es el bien supremo; hacia este Bien, todo el gobierno, todas las
reglas sociales, todo el arte, literatura y ciencia, tiene que estar directa
o indirectamente dirigido. Hombres santos y mujeres santas son los que
tienen esto en vista automáticamente todos los momentos, sean de pasatiempo,
sean de trabajo...”.
Ese es pues el fin de la religión verdadera. ¿Y cuál es la religión
verdadera? Ninguna y todas. “Cualquier secta que muestre superioridad a este
respecto debe llevarse a las demás por delante'' dice Butler. “El
Cristianismo fue verdadero en tanto cuando fomentó la belleza; y él fomentó
mucha belleza. Fue falso en cuanto fomentó la fealdad, y él fomentó mucha
fealdad...”.
“Hay que ser cristiano, pero lo más mal cristiano [”lukewarm - tibio”]
posible...”.
Finalmente, el fondo y el espíritu de la última herejía está expresado así:
“Sería inconveniente cambiar las palabras de nuestro misal [”Prayer book”] y
de nuestro Credo [”Articles”] pero sería conveniente cambiar en una forma
silenciosa los significados que ponemos debajo...”. La Iglesia debería hacer
eso, según Butler.
Ésta fue exactamente la política de los eclesiásticos y laicos tocados de
modernismo a principios del siglo, antes de ser desenmascarados por Pío X:
vaciar de su contenido sobrenatural o trascendente los dogmas cristianos,
conservando la cáscara, en definitiva, convertirlos en “mitos”... de la
adoración del hombre en lugar de Dios. Ese trabajo continúa hoy día en vasta
escala y en diversas formas; no es sino prolongación proterva de lo que se
llamó el siglo pasado catolicismo liberal, hoy día enteramente puesto al
desnudo en España y en Italia, pero no todavía en la Argentina, donde cuando
esto escribo sufrimos un rebrote de él sumamente crudo; y bien atrasado por
cierto.
Hemos querido caracterizar a este escritor modernista antes de copiar su
brulote contra las parábolas de Cristo y en realidad contra toda su
doctrina, que dice así. “Ninguna de las parábolas puede ser interpretada
literalmente con ventaja para el bienestar humano, excepto quizás la del
buen Samaritano; ni tampoco el Sermón de la Montaña, salvo en algunos
pasajes que eran en realidad patrimonio común de la Humanidad antes de la
venida de Cristo. Las parábolas que todos aplauden son en realidad muy
malas: el Mayordomo Pícaro, Los Operarios de la Viña, el Hijo Pródigo, El
Rico y Lázaro, el Sembrador, las Vírgenes Cuerdas y Locas, la Vestidura
Nupcial, el Hombre que planto una Viña... todas son groseramente inmorales,
o tienden a engendrar un concepto muy bajo del carácter de Dios, un concepto
muy por debajo del promedio de los buenos reyes terrenales. Y cuando no gon
inmorales o no tienden a degradar el carácter de Dios, Son las más simples
paparruchas imaginables, tal que uno se asombra de ver que “eso” haya sido
aceptado como predicado primigeniamente por el Cristo. Algunas máximas como
las que inculcan la concordia y un cierto perdón de las injurias –con tal
que sean practicables– son ciertamente buenas; pero el mundo no debe su
descubrimiento a Jesucristo; y no tienen mucha influencia por cierto en la
vida práctica de sus seguidores...”[The
Fair Haven,
London, Watts and Co., 1938, p. 34]
Claramente se ve aquí cómo esa permanente alusión a lo sobrenatural o
irrupción de lo teológico en las parábolas, que les dan su sello propio y
único en toda la literatura del mundo, ha sido malentendido por Butler, lo
mismo que por los fariseos. Cristo lo sabía perfectamente: que su
predicación tenía que ser “piedra de escándalo”, y “dichoso aquel que en mí
no escandalice”, es decir, no tropiece. Y por eso contestó con divina
ironía a los que le observaban:
“–¿Por qué les hablas en parábolas, si ya ves que no te entienden?
“–Para eso, para que no entiendan... y se pierdan”.
Respuesta de previsión, lucidez y dolor –que Butler calificará sin duda de
“ferocidad”–, respuesta que quiere decir lo contrario de lo que dice, como
es propio de la ironía.
Vamos a ver para terminar nuestro trabajo la exégesis de cualquiera de las
parábolas tan incriminadas por Butler; por ejemplo, el Hijo Pródigo (Lc. XV,
11).
Es una narración sencilla del Descarrío, la Conversión y la Vuelta Gloriosa
de un mal muchacho cualquiera, hecha con suma sobriedad y un toque sutil de
humorismo, sin la menor babura de retórica: como todos los grandes artistas,
Jesús-ben-Nazareth compone más con cosas que con palabras.
Un hombre tenía dos hijos
Y el Hijo Menor dijo al Padre:
Padre, dáme mi parte de la hacienda
La parte que me corresponde
Y el Padre partió entre los dos la Hacienda”.
Las dos primeras partes no tienen dificultad ninguna, y el exegeta puede
limitarse a notar si quiere, además de los graciosos paralelismos, antítesis
y broches propios del ritmo oral, los toques sutiles de inteligencia y las
ironías no apoyadas del cuentito: lo del “que me corresponde' que en
realidad no le correspondía, la total sumisión del Padre al albedrío del
Hijo Menor; la escapada de éste a una “región grandota”, el Mundo, en
contraposición al recinto pequeño y cerrado del hogar, la vida “licenciosa”,
que la Vulgata traduce “lujuriosa” pero que el griego dice, “akóotoos” que
significa algo como despatarrado, o alocado, la crisis que cayó sobre la
región “grande”; la dureza del “propietario” de aquella región; el
lamentable “pastor de cerdos”, la desolación el hambre, las bellotas o
algarrobas. Los Santos Padres han decantado bastante sobre todos los
pormenores; y han hecho de ellos todos los símbolos posibles imaginables.
Pero para los oyentes de Cristo, eso era una especie de chimento común,
sumamente lógico y verosímil verisimilior vero, aunque transfigurado por un
foco de inteligencia y un patetismo extraordinario. El “Padre”... Padres
como éste de aquí, se dan pocos.
La pintura del arrepentimiento genuino, la decisión absoluta, y el retorno
incondicional e inmediato del muchachito a su casa, se cierra con el gesto
igualmente absoluto del Padre que todo el tiempo observaba el camino desde
su torre, y le sale al encuentro a mitad del camino, y hace él más de la
mitad del dificultoso encuentro. La magnanimidad, el amor y la alegría
paternales no han sido jamás logradas en tan breves líneas y tan decisivos
rasgos por ningún poeta del mundo.
Viene luego la Fiesta del Buen Retorno, que es lo que Butler encuentra
inmoral, Y Gide ha intentado torcer en otra dirección, haciendo
desarrepentir al Hijo Pródigo, y pintando al Hijo Mayor como un Puritano
hipócrita y repelente Pero las cosas que dice el Hermano Mayor son
verdaderos y razonables –aunque no quizás su teatral enojo– y el Menor
guarda silencio delante del “justo”; mas el Padre cubre a los dos con una
misericordia que se levanta sobre la común moral de los hombres sin
anularla, como el cielo sobre la tierra, pues pertenece al plano religioso
que está por encima del plano ético; y es el Instante, el punto de inserción
de la eternidad en el tiempo. No es de extrañar que Butler y Gide, ciegos a
la eternidad, aquí ya no vean nada; o vean al revés, que es peor.
El Hijo Mayor no es el pueblo judío –y el Menor el Gentilismo– como
interpreta San Agustín alegóricamente, eso no calza bien con la narración.
Tampoco es el Fariseo, el Puritano Hipócrita, aquel que se dice justo sin
serlo, como indica San Jerónimo. El Padre no lo trata de hipócrita ni de
gazmoño; al contrario, le dice cariñosamente: “Vives Conmigo y todas mis
cosas son tuyas”.
El Hijo Mayor es simplemente el Justo de este mundo, el Hombre Moral, el
Consejero de la Corona, que diría Kirkegor: el Juez de la Corte Suprema, el
Obispo, el Cura, la Señorona Marquesa Pontificia, yo, y el portero Bernardo:
los que nunca hemos sacado los pies del plato, y tenemos que hacer un gran
trabajo de investigación para confesarnos cada semana. Cristo aludió
irónicamente a nuestra justicia (o nuestra corrección) de la que estamos un
poquito demasiado ufanos. “Todas nuestras justicias son una cosa sucia”,
dice la Escritura; y la palabra que pone allí Isaías en el Canto XIV es
mucho más fuerte que sucia; y hoy día chocaría. Y que por eso “hay más gozo
en el cielo por un pecador que vuelve a penitencia [rotundamente,
descendiendo hasta el tope de la más extrema humildad] que por 99 justos...
que no tienen necesidad de penitencia”, añadió con malicia Cristo; supuesto
que sus oyentes, esos hebreos analfabetos, pero pasados de Escritura Sacra,
sabían perfectamente que todos tenemos necesidad de penitencia. “Si no
hiciereis penitencia, todos pereceréis igualmente”.
Y así podríamos recorrer fácilmente todas las parábolas que chocaron a
Butler y todas las 120 que hay en el Evangelio: Muchas están “hecha” ya en
el cuerpo de este libro, y para muestra hay ya de sobra botones.
El Rico Epulón (Lucas, XVI, 9). Aquí hay una cosa muy brava, que es nada
menos que el Infierno: Butler, Gide, Shaw y Cía. no quieren ni oírlo
nombrar. “El hombre que cree en el infierno no puede ser religioso”.
Había un Hombre Rico, que se vestía de purpura y holanda
Banqueteando en grande cada día
Y había un pobre llamado Lázaro, que yacía ante su puerta
Cubierto de llagas
Y ansiaba con los restos que caían de su mesa hartarse
Y ninguno se los daba.
El mismo procedimiento narrativo, el planteo despojado de la historia en
unas pocas frases directas, cósicas y cromáticas, trabadas en balanceo y
antítesis; el dramático encuentro del Leproso y el Magnate en la otra vida y
el breve y golpeado diálogo con su exageración oriental, y la resuelta
conclusión de que “Si no creen a Moisés y a los Profetas –Tampoco se dejarán
persuadir– Aunque uno resucite de entre los muertos”; lo cual se verificó
literalmente en la resurrección del “otro Lázaro –y la coincidencia de los
dos nombres no debe ser casual– y en la del propio Cristo.
Lo que debe haber de “inmoral” en esta parábola –según Butler– será sin duda
la poca misericordia de Abraham, que responde negativa al Epulón, primero
acerca del darle una gota de agua por medio de Lázaro, y, después, en hacer
que Lázaro resucite para ir a avisarle a sus cinco hermanos que hay otra
vida, y que en ella las cosas van a veces al revés que en esta. Pero Abraham
dio allí una razón muy buena de su negativa; y dentro de las convenciones
del género, exacta; que no lo hacía pura y simplemente porque era imposible:
pues “un abismo infranqueable existe de necesidad entre nosotros” Ese
abismo, que nuestro Samuel Butler –Borges– calificaría de “mitología de
conventillo”, es una obvia verdad teológica; y aún si se quiere filosófica.
Pero para saberla hay que aprenderla: no está en la Enciclopedia
Hispano-Americana.
Cristo cree en el Infierno y habla mucho de él –unas 14 veces– simplemente
porque era un hombre muy religioso; y en consecuencia sabe que el Infierno
existe y tiene grandísimo miedo de que vayamos a él. Una vez había leído yo
un libro de Borges contra el Infierno; mejor dicho, contra una cantidad de
cosas, casi todas malas, que se llama Discusión. El libro me hizo pensar,
cosa que no me pasa con todos los libros de Borges; y con ninguno de Mallea:
pensar en las cosas de mi oficio. Borges se documentó acerca del Infierno en
el Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano y refuta victoriosamente
todos los argumentos que no prueban la existencia del Infierno, dándose el
lujo de ignorar el único que lo prueba, que es la Sagrada Escritura aceptada
como revelación –un poco como Samuel Butler, al cual admira–, para concluir
con la blasfemia de que todo el que cree en el Infierno “es irreligioso”,
con lo cual caen en la Irreligión casi toda la Humanidad menos Borges; e
inclusive Jesucristo...
La primera blasfemia que estampó Borges en su vida después ha hecho otras,
más o menos ingeniosas. “Borges es un escritor inglés que se va a los
suburbios a blasfemar”, me dijo un cura irlandés.
Estaba en Mar del Plata entonces, y un día apareció según parece en la playa
una ballena; y Martita mi sobrina, que tenía 5 años, se empinaba y se
desesperaba por ver la ballena detrás de un nudo de gente que exclamaba con
entusiasmo: “¡La ballena, la ballena!”. Unos días después vi que el padre de
la criatura, mi finado hermano, le decía: “–Martita, si no obedeces, llamo a
la ballena: está ahí en el cuarto de al lado”. La deducción obvia de este
hecho, en la filosofía borgiana, sería que el doctor Luis O. Castellani era
un hombre irreligioso; porque, primero, mentía, y, segundo, asustaba a una
criatura.
Pero la verdad es que era muy religioso, porque la ballena existe; en la
forma de todos los males que caen sobre el adulto, si de chico es malcriado;
y si asustaba un poco a su hija, era por piedad paterna; que ojalá la
hubiesen tenido también con Borges. Claro que su mitología era un poco “de
conventillo”; pero también lo es la de Cristo, a juicio de Borges; pues el
Salvador habla de fuego, de sed, de tinieblas, de cárcel y del “gusano que
nunca muere”. Así que estos grandes escritores de cuentos que son “cuentos”,
harían bien en estudiar un poco –si quieren hablar de Él– al recitador
galileo autor de cuentos que son verdades.
Bien sé cuán “dura es esta palabra” del Infierno, que a mí como a todo
hombre religioso anonada; pero existen demasiadas cosas duras en la realidad
para que podamos decir a puro capricho que es imposible. Esperamos que
Borges se documentará mejor ahora que tiene en la Biblioteca Nacional mucho
tiempo y plenty of books; y que se librará de la Ballena.
(Castellani, L., El Evangelio de Jesucristo, Ediciones Dictio, Buenos Aires,
1977, p. 477-490)
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Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - ¿Por qué Cristo habla en
parábolas?
La respuesta está en el mismo Evangelio:
Les hablo en parábolas, porque viendo no ven, y oyendo no oyen ni entienden.
En ellos se cumple la profecía de Isaías: Oír, oiréis, pero no entenderéis,
mirar, miraréis, pero no veréis. Porque se ha embotado el corazón de este
pueblo, Han hecho duros sus oídos, y sus ojos han cerrado; no sea que vean
con sus ojos, con sus oídos oigan, con su corazón entiendan y se conviertan,
y yo los sane[13].
Jesús les responde con una ironía, es decir, en estilo indirecto. No quiere
Jesús la condenación de sus oyentes sino que cambien pero mientras mantengan
su corazón endurecido no entenderán. Es una profecía conminatoria. Jesús no
quiere que permanezcan en su actitud de llevarlo a Dios a flor de labios y
no en el corazón pero si permanecen endurecidos ciertamente que sus
parábolas serán motivo de escándalo y condenación. Jesús les habla
irónicamente porque sabe que es la mejor manera de hablarles, mejor que
decirles las cosas directamente. Si indirectamente se escandalizan, cuánto
más si les dijera las cosas directamente. Quizá no entendiendo del todo
busquen al maestro para que los ilumine como le ocurrió a Nicodemo (Cf. Jn
3, 1s)[14].
El Evangelio de Mateo muestra claramente el endurecimiento de los judíos
antes de comenzar el discurso parabólico, endurecimiento culpable. “A estos
espíritus oscurecidos, a los que la plena luz sobre el carácter humilde y
oculto del verdadero mesianismo no haría sino cegar más, no les podrá dar
Jesús más que una luz tamizada por los símbolos: luz a medias que también
será una gracia, una invitación a pedir mejor y recibir más”[15].
En cuanto a este estilo de enseñar, que según la sabiduría divina es el más
acertado para enseñarles, dice Santo Tomás que: “exponía en parábolas los
misterios que no eran capaces o dignos de recibir. Sin embargo, todavía le
era mejor recibirlos así y bajo el velo de parábolas oír la doctrina
espiritual que del todo quedar privados de ella. Y aún exponía luego la
verdad clara y desnuda de las parábolas a los discípulos, por medio de las
cuales había de llegar a otros que fueran capaces de recibirlas, según lo
que el Apóstol dice a Timoteo: “Lo que de mi recibiste en presencia de
muchos testigos, encomiéndalo a otros que sean capaces de enseñarlo a los
demás”[16].
Jesús usa humor en sus parábolas para que sus oyentes desconcertados o
sorprendidos por sus enseñanzas lo busquen y Él les enseñe. Así los
corazones de los hombres llamados al Reino, y quizá endurecidos en un
principio, al oír las parábolas del Maestro terminaron haciéndose sus
discípulos. Las parábolas que son un estilo indirecto de hablar conducen a
la conversión. Jesús parte de la realidad, de la vida cotidiana de su pueblo
e inserta intencionados desfasajes en la retórica para producir una chispa
momentánea de algo inmenso y profundo. El oyente o se escandaliza, como pasó
con los fariseos voluntariamente endurecidos en su corazón, o sigue al
Maestro, para que le explique a solas lo que acaba de oír, y se hace
discípulo suyo.
Así ocurrió con los apóstoles que recibían una explicación de las parábolas
en privado[17].
Además, las parábolas persiguen un doble fin:
+ Didáctico
Es ésta una idea muy reiterada por los Padres. San Cirilo de Alejandría, por
ejemplo, dice que las parábolas son imágenes de cosas no visibles, de cosas
sublimes y espirituales; lo que los ojos del cuerpo son incapaces de
percibir, lo muestra la parábola a los ojos de la mente, ofreciendo bajo una
forma bella, hecha de imágenes sensibles y casi tangibles, el contenido de
las realidades superiores. Tal es la finalidad primordial y más universal de
la parábola: hacer comprensible, mediante imágenes del contorno familiar,
verdades de suyo difíciles y abstractas, de acuerdo a la capacidad de los
oyentes. Dicho intento está expresamente indicado en el Evangelio: “Y les
anunciaba la Palabra con muchas parábolas como éstas, según lo que podían
entender”[18]. San Jerónimo[19] explica así la adaptación del Verbo divino a
la pobre inteligencia humana:
No hay unanimidad en la multitud, hay tantas disposiciones cuantos
individuos. Por eso les habla con numerosas parábolas, para que reciban una
enseñanza apropiada a la diversidad de sus disposiciones. Notemos que no
todo lo dijo en parábolas, sino “muchas cosas”. Si todo lo hubiera dicho en
parábolas, la gente se hubiera retirado sin provecho. Mezcla la claridad con
la oscuridad para que lo que comprenden los incite a conocer lo que no
comprenden.
Cristo predileccionó semejante método didáctico, parte, sin duda, de su
propia kénosis, del anonadamiento del Verbo que se abrevió para hacerse
inteligible y volverse nuestra leche doctrinal. Así como Dios no trepidó en
hacerse hombre, de manera semejante su lenguaje sublime, divino e
intratrinitario, se volvió lenguaje humano, abajándose a nuestro modo de
entender y a nuestro hablar cotidiano.
Algunos Padres señalan otra ventaja de este modo de enseñanza elegido por el
Maestro divino encarnado, y es su especial aptitud para suscitar preguntas,
al mejor modo socrático, de modo que los oyentes se interesasen
personalmente en el tema planteado. El Señor deseaba despertar su
curiosidad, para que se le acercasen y le interrogasen.
+ Mistagógico
Por medio de las parábolas Dios nos quiere elevar a alturas vertiginosas, al
mundo de los misterios y arcanos eternos de la divinidad. Por eso, como
observa Clemente de Alejandría[20], ni los profetas del Antiguo Testamento
ni el mismo Cristo expusieron de manera directa y con absoluta claridad los
divinos misterios, de modo que cualquiera los pudiese captar sin mayor
dificultad ni esfuerzo. El recurso de la parábola no sólo sirve para
manifestar la verdad, lo que logra por su sencillez, sino también para
evocar la sublimidad e inefabilidad del misterio, lo que explica su
oscuridad.
No son tan sencillas como parecen a primera vista. Emerge de ellas un
claroscuro muy particular, y en esto se parecen al género enigmático y
simbólico de los libros sapienciales y proféticos.
¿Por qué Cristo quiso expresarse no de manera llana y directa sino por
sombras y enigmas, que no habían de ser penetradas ni siquiera por sus
mismos discípulos, los cuales parecieron alegrarse cuando sin velo de
figuras les anunció su procedencia del Padre y su retorno al principio de
donde había salido: “ahora sí que hablas claro”, le dijeron[21]?
Podemos responder a esto diciendo que, más allá de la libertad divina con
que la Providencia determina el modo de revelarse a los hombres, hay que
señalar que la oscuridad de las parábolas no reside precisamente en la
imagen, en la semejanza que, como ya vimos, es clara y natural y al alcance
de todos, sino en su punto de enlace con el mundo sobrenatural. Por eso no
hay que extrañarse que, sin una ayuda especial del Señor, permanezca
inaccesible al entendimiento la significación más profunda de la parábola.
No hemos de extrañarnos por la falta de claridad con que a veces se
presentan las parábolas del Evangelio. Ese ocultamiento -que es la otra cara
de la develación de la verdad- parece solicitar de nuestra parte, como dice
Clemente de Alejandría, un permanente esfuerzo indagatorio, en la seguridad
de que jamás seremos capaces de agotar el contenido insondable de la
enseñanza evangélica[22]. Bien señala el P. Antonio Orbe que dicha forma de
lenguaje, al tiempo que mostraba en el Maestro singular delicadeza, resultó
provechosa a los discípulos, ya que la dificultad misma de la comprensión
los impulsaba a una averiguación loable, de mayor mérito que la aceptación
lisa y llana de su magisterio claro y directo. “Al método por símiles
responde el creyente una fe operosa, capaz de vencer la oscuridad que -por
la esencia misma de la parábola- media entre la expresión oral y el
misterio. En tal sentido, las parábolas resultan singularmente beneficiosas
no sólo para el hombre de fe, sino para el teólogo que al amparo de la fe
busca adentrarse en el misterio. Los símiles que cegaron a los incrédulos,
provocan en el santo un hambre de luz, tanto más apetecida cuanto mejor
encubierta”[23].
San Jerónimo, por su parte, destaca la predilección que Cristo mostró por
los apóstoles al posibilitarles una especial penetración en el sentido de la
parábolas: Ellos eran dignos de oír aparte los misterios, por el profundo
respeto que les inspiraba la sabiduría, estando como estaban en la soledad
de las virtudes, lejos del tumulto de los malos pensamientos; es en el
reposo donde se percibe la sabiduría[24].
Entonces el Señor adoptó un procedimiento que, a los bien dispuestos, les
acuciara a conocer los misterios del Reino; y a los incrédulos, les indujese
a mayor ceguera. De este modo, una misma enseñanza, en nuestro caso a través
de parábolas, actuaba en bien sobre los buenos, y en mal sobre los malos.
A aquellos que no creen, y por eso huyen de su luz, con justicia (el Señor)
los recluye en las tinieblas que ellos mismos eligieron para sí[25].
Los bien dispuestos, la entienden; los mal dispuestos, la escuchan y no la
entienden, o la entienden mal. La diferencia radica en los hombres, no en el
Señor.
Así, pues, las parábolas, que se caracterizan literalmente por exponer la
verdad a través de un relato de índole simbólica, solicitan a cuantos las
oyen de buena fe a inquirir. Dirigidas a fariseos y a judíos incrédulos, no
logran su objetivo sin que les den nueva ocasión para cerrarse culpablemente
a la verdad. Dirigidas a los discípulos y, a través de ellos, a los
creyentes de todos los siglos, aunque no siempre de momento las comprendan,
acaban siempre por iluminarlos.
Con buena voluntad, las parábolas hubiesen resultado inteligibles para todos
sus oyentes. Pero, según señala San Cirilo de Alejandría, ya que muchos eran
indignos de conocer los misterios del Reino, el lenguaje se les volvía
oscuro; ellos, por cierto, nada hacían por disipar la oscuridad, más aún, se
resistían impíamente a la predicación del Señor, e incluso se encolerizaban
cuando veían que alguno adhería a Cristo, como cuando dijeron: “Tiene un
demonio y está loco. ¿Por qué le escucháis?” (Jn 10, 20)[26].
Notas
[13] Mt 13, 13-15
[14] Cf. Castellani, El Evangelio de Jesucristo…,
145
[15] Nota de la Biblia de Jerusalén a Mt 13, 13.
En adelante Jsalén.
[16] Cf. Santo Tomás, Suma Teológica, IIIª, q.
42, a. 3c. En adelante III, 42, 3c
[17] Cf. Mc 4, 33-34
[18] Mc 4, 33
[19] Comment. In Mt. 13, 3
[20] Cf. Strom., lib. VI, 15.
[21] Jn 16, 29
[22] Cf. Ibíd.
[23] A. Orbe, Parábolas evangélicas en San
Ireneo, tomo I, BAC Madrid 1972, 30-31
[24] Cf. Sáenz A., Las Parábolas del Evangelio
según los padres de la Iglesia. La misericordia de Dios…, 29-38
[25] Cf. San Ireneo, Adv. Haer. IV, 6, 5.
[26] Cf. Sáenz A., Las Parábolas del Evangelio
según los padres de la Iglesia. La misericordia de Dios…, 46-9
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Aplicación: P. Jorge Loring S.I.: Domingo Décimo Primer del Tiempo
Ordinario - Año B Mc 4: 26-34
1.- En este Evangelio se nos narra la parábola de que el Reino de los Cielos
es como un grano de mostaza.
2.- Son muchas las veces que Cristo nos dice que el Reino de los Cielos
empieza siendo muy poca cosa aquí en la tierra pero luego se convierte en
algo maravilloso después de la muerte.
3.- Esto me sugiere hablar del valor de las obras hechas en estado de
gracia.
4.- Estando en GRACIA DE DIOS las cosas que hacemos adquieren un valor
sobrenatural incalculable.
5.- Una cosa insignificante, por ejemplo barrer, realizada en gracia de Dios
tiene un valor superior a una conferencia científica de enorme altura
intelectual, realizada por una persona que no está en gracia de Dios.
6.- Porque esa maravillosa conferencia científica es una obra humana, que se
queda en el nivel humano; pero la obra realizada en gracia de Dios se eleva
a un plano sobrenatural, que atesora méritos para la vida eterna. Son joyas
que enriquecen nuestra corona celestial que vamos a disfrutar eternamente.
7.- Por eso es tan importante vivir siempre en gracia de Dios, porque así
todo lo que hacemos nos enriquece sobrenaturalmente. Es como el que va
navegando, que mientras trabaja, come o duerme sigue avanzando a su destino.
8.- Es muy recomendable hacer el OFRECIMIENTO DE OBRAS DEL APOSTOLADO DE LA
ORACIÓN.
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