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Domingo 13 del Tiempo Ordinario B: Comentarios de Sabios y Santos II - Ayudados por ellos preparemos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada en la Celebración Eucarística

 

Recursos adicionales para la preparación

 

A su disposición

Párrafos del Catecismo de la Iglesia Católica sugeridos por el Directorio Homilético: Decimotercer domingo del Tiempo Ordinario (B)

Exégesis: P. Joseph M. Lagrange, O. P. - La hija de Jairo y la hemorroísa

Comentario Teológico: P. Leonardo Castellani - Resurrección de la hija de Jairo

Santos Padres: San Agustín - Curación de la hija de Jairo y de la hemorroísa (Mt 9,18-26).

Aplicación: P. Alfredo Saenz, S.J. - El contacto del Señor

Apliación: San Juan Pablo II - El anhelo profundo del hombre

Aplicación: SS. Benedicto XVI - Dos niveles de lectura

Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - La hemoroísa, la hija de Jairo,

Ejemplos

 

¿Cómo acoger la Palabra de Dios?
La Palabra de Dios y yo - cómo acogerla
Falta un dedo: Celebrarla

 

 

Comentarios a Las Lecturas del Domingo

 


Párrafos del Catecismo de la Iglesia Católica sugeridos por el Directorio Homilético: Decimotercer domingo del Tiempo Ordinario (B)

CEC 548-549, 646, 994: Cristo resucita a los difuntos
CEC 1009-1014: la muerte es transformada por Cristo
CEC 1042-1050: la esperanza de los cielos nuevos y de la tierra nueva

548 Los signos que lleva a cabo Jesús testimonian que el Padre le ha enviado (cf. Jn 5, 36; 10, 25). Invitan a creer en Jesús (cf. Jn 10, 38). Concede lo que le piden a los que acuden a él con fe (cf. Mc 5, 25-34; 10, 52; etc.). Por tanto, los milagros fortalecen la fe en Aquél que hace las obras de su Padre: éstas testimonian que él es Hijo de Dios (cf. Jn 10, 31-38). Pero también pueden ser "ocasión de escándalo" (Mt 11, 6). No pretenden satisfacer la curiosidad ni los deseos mágicos. A pesar de tan evidentes milagros, Jesús es rechazado por algunos (cf. Jn 11, 47-48); incluso se le acusa de obrar movido por los demonios (cf. Mc 3, 22).

549 Al liberar a algunos hombres de los males terrenos del hambre (cf. Jn 6, 5-15), de la injusticia (cf. Lc 19, 8), de la enfermedad y de la muerte (cf. Mt 11,5), Jesús realizó unos signos mesiánicos; no obstante, no vino para abolir todos los males aquí abajo (cf. LC 12, 13. 14; Jn 18, 36), sino a liberar a los hombres de la esclavitud más grave, la del pecado (cf. Jn 8, 34-36), que es el obstáculo en su vocación de hijos de Dios y causa de todas sus servidumbres humanas.

646 La Resurrección de Cristo no fue un retorno a la vida terrena como en el caso de las resurrecciones que él había realizado antes de Pascua: la hija de Jairo, el joven de Naim, Lázaro. Estos hechos eran acontecimientos milagrosos, pero las personas afectadas por el milagro volvían a tener, por el poder de Jesús, una vida terrena "ordinaria". En cierto momento, volverán a morir. La resurrección de Cristo es esencialmente diferente. En su cuerpo resucitado, pasa del estado de muerte a otra vida más allá del tiempo y del espacio. En la Resurrección, el cuerpo de Jesús se llena del poder del Espíritu Santo; participa de la vida divina en el estado de su gloria, tanto que San Pablo puede decir de Cristo que es "el hombre celestial" (cf. 1 Co 15, 35-50).

994 Pero hay más: Jesús liga la fe en la resurrección a la fe en su propia persona: "Yo soy la resurrección y la vida" (Jn 11, 25). Es el mismo Jesús el que resucitará en el último día a quienes hayan creído en él. (cf. Jn 5, 24-25; 6, 40) y hayan comido su cuerpo y bebido su sangre (cf. Jn 6, 54). En su vida pública ofrece ya un signo y una prenda de la resurrección devolviendo la vida a algunos muertos (cf. Mc 5, 21-42; Lc 7, 11-17; Jn 11), anunciando así su propia Resurrección que, no obstante, será de otro orden. De este acontecimiento único, El habla como del "signo de Jonás" (Mt 12, 39), del signo del Templo (cf. Jn 2, 19-22): anuncia su Resurrección al tercer día después de su muerte (cf. Mc 10, 34).

1009 La muerte fue transformada por Cristo. Jesús, el Hijo de Dios, sufrió también la muerte, propia de la condición h umana. Pero, a pesar de su angustia frente a ella (cf. Mc 14, 33-34; Hb 5, 7-8), la asumió en un acto de sometimiento total y libre a la voluntad del Padre.La obediencia de Jesús transformó la maldición de la muerte en bendición (cf. Rm 5, 19-21).

El sentido de la muerte cristiana

1010 Gracias a Cristo, la muerte cristiana tiene un sentido positivo. "Para mí, la vida es Cristo y morir una ganancia" (Flp 1, 21). "Es cierta esta afirmación: si hemos muerto con él, también viviremos con él" (2 Tm 2, 11). La novedad esencial de la muerte cristiana está ahí: por el Bautismo, el cristiano está ya  sacramentalmente "muerto con Cristo", para vivir una vida nueva; y si morimos en la gracia de Cristo, la muerte física consuma este "morir con Cristo" y perfecciona así nuestra incorporación a El en su acto redentor:

Para mí es mejor morir en (eis) Cristo Jesús que reinar de un extremo a otro de la tierra. Lo busco a El, que ha muerto por nosotros; lo quiero a El, que ha resucitado por nosotros. Mi parto se aproxima
...Dejadme recibir la luz pura; cuando yo llegue allí, seré un hombre (San Ignacio de Antioquía, Rom. 6, 1-2).

1011 En la muerte Dios llama al hombre hacia Sí. Por eso, el cristiano puede experimentar hacia la muerte un deseo semejante al de San Pablo: "Deseo partir y estar con Cristo" (Flp 1, 23); y puede transformar su propia muerte en un acto de obediencia y de amor hacia el Padre, a ejemplo de Cristo (cf. Lc 23, 46):

Mi deseo terreno ha desaparecido; ... hay en mí un agua viva que murmura y que dice desde dentro de mí "Ven al Padre" (San Ignacio de Antioquía, Rom. 7, 2).

Yo quiero ver a Dios y para verlo es necesario morir (Santa Teresa de Jesús, vida 1). Yo no muero, entro en la vida (Santa Teresa del Niño Jesús, verba).

1012 La visión cristiana de la muerte (cf. 1 Ts 4, 13-14) se expresa de modo privilegiado en la liturgia de la Iglesia:  La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo.(MR, Prefacio de difuntos).

1013 La muerte es el fin de la peregrinación terrena del hombre, del tiempo de gracia y de misericordia que Dios le ofrece para realizar su vida terrena según el designio divino y para decidir su último destino. Cuando ha tenido fin "el único curso de nuestra vida terrena" (LG 48), ya no volveremos a otras vidas terrenas. "Está establecido que los hombres mueran una sola vez" (Hb 9, 27). No hay "reencarnación" después de la muerte.

1014 La Iglesia nos anima a prepararnos para la hora de nuestra muerte ("De la muerte repentina e imprevista, líbranos Señor": antiguas Letanías de los santos), a pedir a la Madre de Dios que interceda por nosotros "en la hora de nuestra muerte" (Ave María), y a confiarnos a San José, Patrono de la buena muerte:

Habrías de ordenarte en toda cosa como si luego hubieses de morir. Si tuvieses buena conciencia no temerías mucho la muerte. Mejor sería huir de los pecados que de la muerte. Si hoy no estás aparejado, ¿cómo lo estarás mañana? (Imitación de Cristo 1, 23, 1).

Y por la hermana muerte, ¡loado mi Señor! Ningún viviente escapa de su persecución; ¡ay si en pecado grave sorprende al pecador! ¡Dichosos los que cumplen la voluntad de Dios! (San Francisco de Asís, cant.)



VI LA ESPERANZA DE LOS CIELOS NUEVOS Y DE LA TIERRA NUEVA

1042 Al fin de los tiempos el Reino de Dios llegará a su plenitud. Después del juicio final, los justos reinarán para siempre con Cristo, glorificados en cuerpo y alma, y el mismo universo será renovado:
La Iglesia ... sólo llegará a su perfección en la gloria del cielo...cuando llegue el tiempo de la restauración universal y cuando, con la humanidad, también el universo entero, que está íntimamente unido al hombre y que alcanza su meta a través del hombre, quede perfectamente renovado en Cristo (LG 48)

1043 La Sagrada Escritura llama "cielos nuevos y tierra nueva" a esta renovación misteriosa que trasformará la humanidad y el mundo (2 P 3, 13; cf. Ap 21, 1). Esta será la realización definitiva del designio de Dios de "hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra" (Ef 1, 10).

1044 En este "universo nuevo" (Ap 21, 5), la Jerusalén celestial, Dios tendrá su morada entre los hombres. "Y enjugará toda lágrima de su ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado" (Ap 21, 4;cf. 21, 27).

1045 Para el hombre esta consumación será la realización final de la unidad del género humano, querida por Dios desde la creación y de la que la Iglesia peregrina era "como el sacramento" (LG 1). Los que estén unidos a Cristo formarán la comunidad de los rescatados, la Ciudad Santa de Dios (Ap 21, 2), "la Esposa del Cordero" (Ap 21, 9). Ya no será herida por el pecado, las manchas (cf. Ap 21, 27), el amor propio, que destruyen o hieren la comunidad terrena de los hombres. La visión beatífica, en la que Dios se manifestará de modo inagotable a los elegidos, será la fuente inmensa de felicidad, de paz y de comunión mutua.

1046 En cuanto al cosmos, la Revelación afirma la profunda comunidad de destino del mundo material y del hombre:

Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios ... en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción ... Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo (Rm 8, 19-23).

1047 Así pues, el universo visible también está destinado a ser transformado, "a fin de que el mundo mismo restaurado a su primitivo estado, ya sin ningún obstáculo esté al servicio de los justos", participando en su glorificación en Jesucristo resucitado (San Ireneo, haer. 5, 32, 1).

1048 "Ignoramos el momento de la consumación de la tierra y de la humanidad, y no sabemos cómo se transformará el universo. Ciertamente, la figura de este mundo, deformada por el pecado, pasa, pero se nos enseña que Dios ha preparado una nueva morada y una nueva tierra en la que habita la justicia y cuya bienaventuranza llenará y superará todos los deseos de paz que se levantan en los corazones de los hombres"(GS 39, 1).

1049 "No obstante, la espera de una tierra nueva no debe debilitar, sino más bien avivar la preocupación de cultivar esta tierra, donde crece aquel cuerpo de la nueva familia humana, que puede ofrecer ya un cierto esbozo del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente el progreso terreno del crecimiento del Reino de Cristo, sin embargo, el primero, en la medida en que puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa mucho al Reino de Dios" (GS 39, 2).

1050 "Todos estos frutos buenos de nuestra naturaleza y de nuestra diligencia, tras haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y según su mandato, los encontramos después de nuevo, limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal" (GS 39, 3; cf. LG 2). Dios será entonces "todo en todos" (1 Co 15, 22), en la vida eterna:
La vida subsistente y verdadera es el Padre que, por el Hijo y en el Espíritu Santo, derrama sobre todos sin excepción los dones celestiales. Gracias a su misericordia, nosotros también, hombres, hemos recibido la promesa indefectible de la vida eterna (San Cirilo de Jerusalén, catech. ill. 18, 29).


 

Exégesis: P. Joseph M. Lagrange, O. P. - La hija de Jairo y la hemorroísa

Con toda clase de pormenores cuentan san Marcos y san Lucas la historia del poseso en el país de los gerasenos, aunque terminan en aparente disconformidad. Ahora refieren también con el mismo cuida­do dos milagros que hicieron gran sensación, al menos de momento; el primero, porque fue arrancado, como a hurtadillas, a la bondad de Jesús, y el segundo, porque Jesús tomó todas las precauciones para que de pronto no fuera conocido.

Claramente se ve el pensamiento de los evangelistas, aceptado por los primeros fieles: los milagros no han menester ser creídos por todos y tener por testigos a todo un pueblo; para que merezcan ser creídos bastan los testigos escogidos por Jesús, los cuales serán también los que garanticen su resurrección. Era bien conocido designio suyo (Hch 10, 41)[1], que a la vez ponía de manifiesto el principio de autoridad y de jerarquía.

Fue, no obstante, imposible a Jesús sustraerse a la curiosidad de la muchedumbre. Cuando desembarcó en Cafarnaúm o muy cerca, apenas había dejado la playa, ya se vio rodeado de gente. Un hombre princi­pal, llamado Jairo, acaso el presidente de la Sinagoga, o al menos un miembro muy principal de ella, abriéndose paso, llegó y se echó a los pies de Jesús suplicando: «Mi hija, joven aún, está en los últimos momentos: ven a imponerle las manos, a fin de que se cure y que viva». Jesús, sensible a aquel dolor y aquella fe, le sigue sin decir pala­bra. Si el padre, en su turbación, parece indicarle cómo debía hacer el milagro, es que había visto a Jesús imponer las manos sobre los enfermos para curarlos. La multitud, interesada, se hace más compacta alre­dedor del taumaturgo.
Una mujer resolvió acercársele. Doce años hacía que tenía pérdi­das de sangre, y había gastado todos sus haberes en consultas de médi­cos, sin provecho alguno, pues cada vez estaba peor. Sólo de milagro podía sanar. Pero su caso, según la Ley (Lv 15, 25), la hacía impura. La sola sospecha de su estado bastaría para que, sin compasión, fuese colmada de injurias por haber expuesto a tantos israelitas a semejante contaminación. No podía, por tanto, solicitar su curación en voz alta. No atreviéndose a ir abiertamente contra lo mandado, como hizo el leproso, acudió a otro recurso, que era tocar por sorpresa a Aquel que difundía alrededor de sí tal energía divina. Se le acerca por detrás, temiendo ser reprochada si se expone demasiado a las miradas, y llega a tocarle la orla del vestido, es decir, esa cenefa formada con vedijas o tirillas de lana que los judíos cosían a los cuatro bordes de sus mantos. La Ley era clara (Nm 15, 38), y Jesús se conformó a ella. De repente, la mujer se sintió curada. Como muy bien lo notan san Marcos y san Lucas, semejante milagro no podía ser hecho sin conocimiento de su autor. Tenía conciencia de la virtud curativa que de Él dimanaba y con­sintió en aplicarla. En efecto, aun prescindiendo de la luz divina que constantemente esclarecía su inteligencia humana y le permitía ver a Dios cara a cara, Jesús, teniendo la misión de profeta y taumaturgo, recibía especiales luces sobre los hechos sobrenaturales. No obstante, propone muy seriamente la cuestión: «¿Quién ha tocado mis vesti­dos?» Él no veía con sus ojos a esta mujer. Como cualquiera otro, adquiría, por el ejercicio de sus sentidos y de su inteligencia, las nocio­nes de origen experimental: era ésta una de las condiciones de su aba­timiento, cuando tomó nuestra naturaleza con su debilidad nativa y su poder de desarrollarse. San Marcos aun advierte que Jesús miró a su alrededor para ver quién lo había tocado.

Sus discípulos, Pedro el primero, no se maravillan de que pregun­te para saber, pero la pregunta les parece tan inocente, que no se lo ocultan: «Veis cómo la multitud se os echa encima y decís ¿quién me ha tocado?» Todo el mundo. La mujer pensó que lo decía por ella y, espantada y temblorosa, se adelantó y le confesó la verdad, que Él no ignoraba. El Maestro no quiere que ella se imagine que es lícito obli­garle o sorprenderle, como lo esperaban los paganos de sus prácticas de magia. No es un toque furtivo lo que le valió ser curada, sino su fe. Estaba curada de su enfermedad y se retiró tranquila. Así desaparece esta mujer del Evangelio, pero la leyenda ha procurado suplir este silencio. Los Hechos de Pilato, apócrifos, la llaman Verónica. Eusebio, obispo de Cesarea en el siglo IV, espíritu crítico, se hace eco de una tradición que la hacía originaria de Paneas. Hizo fundir en bronce su propia imagen arrodillada delante de un hombre que tiende hacia ella su mano y la hizo colocar sobre un obelisco levantado muy cerca de la puerta de su casa[2].

Este episodio, apenas si moderó un tanto la marcha del grupo que rodeaba a Jesús. Estaba aún hablando, cuando llegaron a decir al jefe de la Sinagoga: «Ya no importunes al Maestro: tu hija ha muerto». Antes que él tomase decisión alguna, Jesús, que lo había oído todo, le dijo: «No temas, basta con que creas». Había acordado premiar su fe con un milagro, y su promesa se cumpliría, con tal que su fe se man­tuviese firme; la muerte en nada cambiaría el designio tomado. No dejó entrar en la casa más que a Pedro, a Santiago y a Juan su herma­no, que habían de ser testigos de sus grandes misterios. En la puerta había un grupo de gente llorando y gritando. Jesús les dice: «¿Por qué alborotáis y lloráis? La joven no está muerta: duerme». La muerte es comparada muchas veces al sueño; y la muerte que debía soltar su presa tenía un parecido mayor. Que aquella joven había muerto, esta­ba probado. Hacían burla de Él. Si ni siquiera sabía que la joven esta­ba muerta; ¿qué venía a hacerle? ¿La habría siquiera curado? ¿Quién pudiera pensar que tenía poder para resucitarla después de esta confe­sión de su ignorancia?

A pesar de tantos milagros, la ovación no era perpetua, el más pequeño incidente, explotado por el escepticismo, enfriaba el entusias­mo.
Sin esperar respuesta, Jesús despidió aquellas plañideras inútiles, algunas de las cuales sólo pensaban en su ganancia, y entró con el padre y la madre, seguido de sus tres discípulos, y tomando la mano de la joven la volvió a la vida.

Elías (1R 17, 19 s.) y Eliseo (2R 4, 33 s.) habían resucitado muer­tos, pero ¡qué lucha tan a brazo partido con Dios en oración apre­miante, echado el cuerpo del profeta sobre el cadáver: poniendo boca con boca, ojos con ojos, manos con manos, etc., para calentarle y obligar al alma a entrar otra vez en él! A Jesús le basta un simple gesto y una orden soberana. San Marcos quiso conservar dos palabras de la lengua aramea, tal como fueron dichas por Jesús: Talitha kum: joven, levántate.
Aún hay otra diferencia que, mejor que el poder, manifiesta la bondad de Jesús. Los profetas habían devuelto el hijo a su madre, lo cual hizo también Jesús con el joven de Naím, pero esta vez, viendo a los padres estupefactos, les ruega que den de comer a su hija: ella había vuelto a la vida normal a la edad de doce años.

Al mismo tiempo, el Maestro impuso secreto, que fue bastante bien guardado. Los mofadores no quisieron rendirse a la evidencia desmintiéndose a sí mismos: los evangelistas no relatan que hubiera habido alguna admiración ni acción de gracias. Solamente san Mateo dice que este rumor se extendió por todo el país.
(LAGRANGE, Vida de Jesucristo según el evangelio, Edibesa Madrid 1999, pág. 171-4)


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Comentario Teológico: P. Leonardo Castellani - Resurrección de la hija de Jairo

La segunda Resurrección que hizo Cristo, una niña de 12 años que la llamarían "la-de-Jairo": "Talithá", que pone San Marcos, es el arameo por "niñita"; y ahora en Norteamérica lo usan como nombre de mujer.

Si Cristo resucitaba muertos, ¿cómo no se amontonaron muchos (más de tres) a pedirle les resucitara algún ser querido? —objeción de un impío alemán, Strauss, para negar las resurrecciones. Pero si Uds. se fijan, ninguno le pidió nunca a Cristo la resurrección de un muerto, ni siquiera en estos tres casos; porque el Archisinagogo Jairo le pidió a Cristo que fuese a curar su hija, no a resucitarla; y estando en eso, sobreviniendo los criados le dijeron: "Deja en paz al Maestro, ya ha muerto, no hay nada que hacer". Y entonces Cristo mismo es el que se adelanta o se invita, diciendo: "No te aflijas, cree solamente". Así narra Marcos (o sea, San Pedro, testigo presencial) y también Lucas , los cuales cuentan el episodio detalladamente. Pero San Mateo, que acabamos de oír, resume, y suprime a los sirvientes y las palabras de Cristo, poniendo en boca del padre como un compendio de lo que se dijo. ¿Es inexacto San Mateo aquí? Sí, hablando en todo rigor; es exacto en cuanto a la sustancia .

Por tanto ninguna resurrección fue pedida a Cristo; porque Uds. recuerdan que Marta, hermana de Lázaro, también creía no había nada que hacer y dijo solamente: "Señor, si hubieses estado aquí no hubiese muerto mi hermano", y Cristo dice: "Yo soy la resurrección y la vida. ¿Crees esto?" . Así que en los tres casos, Cristo toma la iniciativa; porque curar enfermedades, también pueden los hombres; pero resucitar sólo Dios puede. Y así a los judíos ni se les pasaba por la cabeza que ante la muerte se podía hacer algo; ni por tanto, pedían resurrecciones, como nos sucede también a nosotros. Pero Cristo había prometido su propia Resurrección y también la Resurrección Universal de todos los hombres; y por tanto se debía a sí mismo dar muestra de que aun eso, para El, era posible.

Así pues el Salvador devuelve por propia iniciativa la vida a tres personas; y por tanto la vida es un bien, porque Cristo hacía bienes y no males. La vida es un bien ¿quién lo duda? La vida de todos; la vida de cualquiera, porque esta muchachita de 12 años no fue un gran personaje antes de morir, ni tampoco —si hemos de creer a las visiones de Ana Catalina Emmerich—después de resucitada fue un gran personaje, como las tres Marías o como Salomé, madre de San Juan. Fue una chica un poco atrevida; se casó, fue una mujer común, crió hijos —dice la Vidente alemana.

Pero no importa: la vida de cualquier persona es sagrada, como decimos; y como dicen todos los pueblos, aun los más salvajes: entre quienes el homicidio es el mayor delito.

La vida es un bien ¡y cómo! Es un bien total, el mayor bien, el único se puede decir; porque mi vida soy yo mismo y mi vida es sujeto y condición de todos los otros bienes posibles. Los italianos tienen un proverbio que dice: "Non é ver che sia la morte - Il maggior di tutti i mali" —y es falso: "No es verdad que sea la muerte - El más grande de los males". Aristóteles había dicho lo contrario: que la pena capital era el peor castigo porque al quitar la vida quitaba todos los bienes.

Y si mi vida soy yo mismo, de ahí viene que mi vida es por su misma naturaleza inextinguible; porque el alma humana, que nos hace vivir, es inextinguible por su propia naturaleza; y esto lo sentimos nosotros. Y de ahí vienen las dos vidas de que hablamos los cristianos, "la otra vida", decimos; y también las dos muertes, "la muerte segunda". De modo que cuando Cristo dice: "Yo soy la resurrección y la vida", dice en realidad: "Yo soy la vida y la vida, yo soy la vida en el verdadero y pleno sentido de la palabra. "Ego sum via, veritas et vita, Yo soy el camino, la verdad y la vida".

Cristo no dijo: "Yo soy el punto Omega, que en el principio de las cosas puso un cachito chiquito de alma en el átomo de hidrógeno y le dio una especie de puntapié o papirotazo para que fuese subiendo, creciendo y evolucionando hasta convertirse en el hombre; pasando antes por supuesto por la ameba, el microbio, el molusco —el pez, el lagarto, el ave, el mono y el supermono". Cristo no dijo: "Yo soy el principio de la evolución de la vida" —dijo audazmente: "YO SOY LA VIDA".

Y entonces si la Vida es el mayor bien de los míseros mortales, todos condenados a muerte ¿por qué dice en otro lugar: "El que ama su vida la perderá y el que pierda su vida por mí la hallará"? ¿Podemos hacer menos de amar nuestra vida? Ni aunque quisiéramos podríamos hacerlo. Pero esa palabra "la hallará" ilumina toda la frase, quiere decir pues que nuestra vida debe ser hallada de nuevo, o sea renovada, o sea, resucitada, suscitada de nuevo; y amar demasiado la vida, significa preferir los falsos bienes de esta mísera vida que se acaba, y por tanto al lado de la otra se puede llamar falsa vida; y dese modo perder la verdadera vida. De modo que en esa sentencia muy de su estilo, Cristo juega con los dos significados de la palabra vida, porque en realidad hoy dos vidas, incluso ahora, antes de nuestra muerte, llevamos en nosotros dos vidas; y la terrible sentencia de Cristo dicha en nuestro lenguaje sería: "Los que se apeguen a los bienes caducos desta corta vida de tal modo que desprecien o no vean los otros ¿ignoran por ventura que la muerte les va a arrebatar todo? Más los que adhieran a los bienes que de algún modo son eternos, "il ben de lo 'ntelletto", dijo Dante ("ch'hanno perduto '1 ben de lo 'ntelletto, que han perdido el bien del intelecto" , dice el poeta de los que están en el Infierno), los que han adherido pues al bien del Intelecto, al final adquirirán ése y recobrarán todos los otros, los hallarán: porque al fin, si mi vida soy yo, mi cuerpo también soy yo; y "hallar su vida" es salvarse, cuerpo y alma.

—¿Y qué sacaremos de todo esto? Mi tío el cura decía que en este país hay mucha música y poca lógica. Lo mismo se puede decir de mis homilías, en las que realmente no se ve haya muchas conclusiones prácticas; pero enfin ¿qué mayor conclusión práctica que el estar Uds. honrando a Dios en el Santo Sacrificio de la Misa y teniendo paciencia de escucharme a mí?
(Castellani, DOMINGUERAS PRÉDICAS, Jauja Mendoza, 1997, 285-8)



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Santos Padres: San Agustín - Curación de la hija de Jairo y de la hemorroísa (Mt 9,18-26).


1. Los hechos pasados, al ser narrados, son luz para la mente y encienden la esperanza en las cosas futuras. Iba Jesús a resucitar a la hija del jefe de la sinagoga, cuya muerte le había sido ya anunciada. Y, estando él de camino, como de través, se cruza una mujer aquejada de enfermedad, llena de fe, con flujos de sangre, que había de ser redimida de la sangre. Dijo en su corazón: Si tocare aunque sólo fuera la orla de su vestido, quedaré sana. Cuando lo dijo, tocó. A Cristo se le toca con la fe. Se acercó, tocó y se hizo lo que creyó. El Señor, sin embargo, preguntó diciendo: ¿Quién me ha tocado? Algo desea saber aquel a quien nada se le oculta; investiga quién es el autor de aquella acción, cosa que ya sabía desde antes de que se hiciera. Existe, pues, un misterio. Veamos y, en la medida del don de Dios, comprendámoslo.

2. La hija del jefe de la sinagoga significa al pueblo judío; esta mujer, en cambio, significa la Iglesia de los gentiles. Cristo, el Señor, nació de los judíos según la carne, a ellos se presento en la carne; a los gentiles envió a otros, no fue él personalmente. Su vida corporal y visible se desarrolló en Judea. Por esto dice el Apóstol: Digo que Cristo fue ministro de la circuncisión al servicio de la veracidad de Dios para confirmar las promesas hechas a los padres (en efecto, a Abrahán se le dijo: En tu linaje serán benditos todos los pueblos); que los gentiles, en cambio, glorifican a Dios por su misericordia. Cristo, por tanto, fue enviado a los judíos. Iba a resucitar a la hija del jefe de la sinagoga. Se cruza la mujer, y queda curada. Primeramente es curada mediante la fe, y parece ser ignorada por el Salvador. ¿Por qué, si no, dijo: ¿Quién me ha tocado? La ignorancia de Dios nos afianza en la existencia de un misterio. Algo quiere indicarnos, cuando ignora algo quien nada puede ignorar. ¿Qué significa, pues? Significa la curación de la Iglesia de los gentiles que Cristo no visitó con su presencia corporal. Suya es aquella voz del salmo: El pueblo que no conocí me sirvió, con la obediencia del oído me obedeció. Oyóle el orbe de la tierra y creyó; le vio el pueblo judío y primeramente le crucificó, pero después también se llegó a él. Creerán también los judíos, pero al final de los tiempos.

3. Mientras esto llega, sálvese esta mujer, toque la orla del vestido. En el vestido entended al coro de los Apóstoles. De él formaba parte el apóstol Pablo, el último y el menor, a modo de orla. Él fue enviado a los gentiles, él que dice: Yo soy el menor de los Apóstoles, y no soy digno de ser llamado Apóstol. Dice también: Yo soy el último de los Apóstoles. Esta orla, lo último y lo menor, es necesaria a aquella mujer no sana, pero que ha de ser sanada. Lo que hemos oído se ha realizado

ya; lo que hemos oído se está realizando ahora. Todos los días toca esta mujer la orla, todos los días es curada. El flujo de la sangre no es otra cosa que el flujo carnal. Cuando se oye al Apóstol, cuando se escucha aquella orla, la última y la menor, que dice: Mortificad vuestros miembros terrenos, se contiene el flujo de la sangre, se contienen la fornicación, la embriaguez, los placeres del mundo temporal, se contienen todas las obras de la carne. No te cause maravilla: ha sido tocada la orla. Cuando el Señor dijo: ¿Quién me ha tocado?, conociéndola, no la conoció: significaba y designaba a la Iglesia, que él no vio con el cuerpo, pero que redimió con su sangre.

SAN AGUSTÍN, Sermones (2º) (t. X). Sobre los Evangelios Sinópticos, Sermón 70A, 1-2, BAC Madrid 1983, 227-9



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Aplicación: P. Alfredo Saenz, S.J. - El contacto del Señor


El evangelio que se acaba de proclamar refiere dos notables milagros de Jesús: la resurrección de la hijita de Jairo, que era uno de los jefes de la sinagoga, y la curación de la hemorroísa, esa pobre mujer que padecía hemorragias constantes.

El primero de los milagros nos enfrenta con el duro tema de su muerte, de esa muerte que, según se nos dijo en la primera lectura, no fue hecha por Dios inicialmente, sino que apareció en la historia introducida por el hombre. Porque Dios hizo las cosas para la vida, para la felicidad, y por eso, cuando las creó, no depositó en ellas el veneno de la muerte. Sobre todo al hombre lo hizo incorruptible, a imagen de su propia naturaleza. Si la muerte entró en el mundo, fue por la envidia del demonio y la colaboración de nuestros primeros padres. La hijita de Jairo es una de sus víctimas. Al devolverla a la vida, librándola de la muerte, salario del pecado, Jesús se remontaba, en cierta manera, a la primera creación.

Y curó también a la hemorroísa, que llena de fe tocó su vestido. "Grande es el poder de Cristo —dice San Hilarlo comentando este último milagro—, poder que no sólo habita en su alma, sino que del alma pasa al cuerpo, y del cuerpo redunda hasta el propio vestido-.

Resucita, pues, a la hija de Jairo, tocándola con la mano. Cura a la hemorroísa, dejándose tocar por ella. Porque si Dios se hizo hombre fue precisamente para poder entrar en contacto con los hombres. Dios descendió hasta nosotros para poder tocarnos a nosotros y para que nosotros pudiéramos tocarlo a El. El contacto con Cristo es nuestra salud, como en otro lugar lo deja traslucir el evangelio: "Toda la gente quería tocarlo porque salía de él una fuerza que sanaba a todos".

Tal fue el intento supremo de Jesucristo: acercarse a los hombres, hacerse contemporáneo, no sólo de sus compatriotas, sino también de nosotros, de todos los hombres que poblaríamos los siglos de la historia. Pero ¿cómo podía realizar ese intento si El debía retornar al cielo y había de dejarnos a nosotros en la tierra? Es el gran misterio de la ausencia y de la presencia de Jesús. Cristo se ha ido al cielo, es cierto, pero al mismo tiempo ha querido prolongarse en la tierra mediante sus misterios, mediante sus sacramentos. De ahí la atrevida enseñanza de San León: "Lo que era visible en Cristo pasó a los sacramentos de la Iglesia". O aquello que dice San Ambrosio: "Señor Jesús, te me has mostrado cara a cara; te encuentro en tus sacramentos". Nada tenemos, pues, que envidiar a los que físicamente fueron contemporáneos de Jesús. También nosotros lo podemos ver, también nosotros lo podemos tocar, también nosotros podemos ser vistos y tocados, como la hija de Jairo o como la mujer enferma del evangelio.

Sin duda que para penetrar en este misterio, debemos actuar siempre de nuevo nuestra fe. Es la única manera que tenemos de entrar en contacto con Cristo, mediante la fe y mediante los sacramentos de la fe. Cuando Jairo se acercó a Jesús para solicitarle su intervención, su actitud no provenía de una fe pura. Era una mezcla de fe y de falta de fe: al pedirle que resucitara a su hija, hacía un acto de fe; pero al juzgar que Jesús no podía curarla si no iba personalmente hasta su casa, mostraba que su fe no era tan intensa como la de aquel centurión del evangelio que dijo al Señor: "no soy digno de que entres en mi casa, pero di una sola palabra y mi siervo quedará curado-. Imitemos, pues, a Jairo, en lo positivo, en su fe: "Mi hijita está muriendo —le dijo a Jesús—; ven a imponerle las manos para que se cure y viva", esas mismas manos omnipotentes que crearon los cielos y la tierra.

Cristo desea seguir obrando así con nosotros. El ha dicho: "estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos". Quizás no reflexionemos suficientemente en esta verdad tan importante: Cristo es siempre Emmanuel, es decir, Dios con nosotros. A través de la Iglesia, quiere llegar siempre de nuevo hasta nosotros con un gesto expresivo y personal, el gesto del sacramento, que conserva todo el vigor y lozanía originales. Con el mismo cariño con que tomó de la mano a la niña del evangelio, en los sacramentos nos toma de la mano personalmente a cada uno de nosotros. No nos trata como a miembros anónimos de un rebaño impersonal. Es Pastor, y conoce a cada una de sus ovejas, a cada una por su propio nombre. Ni se contenta con enviarnos emisarios munidos de precisas instrucciones; quiere ser siempre El, personalmente, quien nos dé el abrazo de la gracia. Con los ojos de la fe debemos considerar en la Iglesia el Cuerpo de Cristo, ese Cuerpo que a lo largo de los siglos sigue siempre gesticulando en orden a la salvación de las almas. Ojos de fe porque no basta con llegarse materialmente a Cristo en los sacramentos. Hay que acercarse a El con una confianza similar a la de la hemorroísa, que al tocar los flecos del manto del Señor arrancó de El una confesión de su bondad, según nos lo relata el texto paralelo de San Lucas: "Alguien me ha tocado porque he sentido un poder que salía de mí". El evangelio dice que eran numerosos los que rodeaban al Señor; era una multitud los que lo apretaban, pero sólo una persona lo había tocado con las manos de la fe.

Nos parece oportuna la ocasión para decir algunas palabras sobre la grandeza de la vocación sacerdotal. Nosotros, los sacerdotes, aunque del todo indignos de nuestra sublime misión, hemos sido llamados a dejar en las almas las huellas frescas de las manos del Señor, hemos sido llamados a ser ministros de los sacramentos, a ser los amigos del Esposo, los encargados de establecer el contacto entre Cristo y cada uno de los fieles. Ese sacerdocio nuestro involucra una gracia cuya profundidad nunca podremos agotar, una gracia cuyo aprecio no puede sufrir merma, a pesar de las objeciones que hoy, mañana, o pasado sean puestas a nuestra vocación. Pero hemos dicho aún poco. Nosotros, los sacerdotes, no sólo hemos sido convocados para ser intermediarios. Hemos sido llamados a ser otros Cristos en la tierra: nuestras manos deben ser las manos de Cristo, nuestros gestos deben ser los gestos mismos del Señor, ya que, en último término, El y sólo El es el Sumo y Eterno Sacerdote. Cuando estando en el confesonario se acerca a nosotros un penitente que, como lo simbolizaba la difunta hija de Jairo, ha muerto a la vida divina, no decimos para resucitarlo: Cristo te absuelva, sino Yo te absuelvo, porque nuestro corazón de sacerdote se ha identificado con el corazón misericordioso del Señor. Esta identificación con Cristo llega a su momento culminante en la misa, en el momento de la consagración; allí no decimos: Esto es el Cuerpo de Cristo, sino Esto es mi Cuerpo, porque de tal modo nos hemos identificado con la Iglesia y con Jesús que, en cierto modo, hemos muerto a nosotros mismos, como el pan que deja de ser tal, y nos hemos convertido en el Cuerpo de Cristo.

La sublime dignidad de nuestro sacerdocio no es para nosotros un motivo de orgullo sino que nos juzga y nos condena cuando somos pecadores. Pero no por eso es menos maravilloso el ideal sacerdotal: hacer real lo que decimos en los sacramentos, lo que hacemos en los sacramentos, estar cubriendo siempre de nuevo el enorme hiato que separa nuestra miseria personal de aquello que hemos sido llamados a ser, otros Cristos en la tierra, Cristo que en nosotros quiere sobrevivir en el decurso de la historia para alcanzar y salvar a todos los hombres mediante su contacto salvífico.

Nunca los sacerdotes estaremos a la altura de nuestro estado y de nuestra vocación. Por eso es preciso que también en este campo los fieles ejerciten su fe, aprendiendo a reconocer a través de nuestra miseria, de los pañales de nuestros defectos, de nuestras manos humanas, de nuestra boca humana, la mano omnipotente del Señor que curó a la hija de Jairo y que sanó a la mujer enferma, la voz misma del Señor que perdona y que consagra la Eucaristía.

Dentro de algunos momentos nos acercaremos al altar para recibir el Cuerpo del Señor. Con su alma uniremos nuestra alma por la fe, con su cuerpo uniremos nuestro cuerpo por el sacramento. Si en algún momento se nos permite entrar en contacto íntimo y personal con el Señor es en la Eucaristía, el sacramento de la fe. La unión es tan estrecha que San Pablo la propone como modelo del matrimonio. Formar con El un solo cuerpo y una sola alma: hacer de nuestra carne su carne, de nuestra sangre su sangre, y de nuestros huesos sus huesos.

Al acercarnos a comulgar podemos quizás orar de esta manera: "Cuando entres, Señor, en nuestros corazones, permítenos tocar aunque sólo fuese el ruedo de tu manto, con la misma fe con que la hemorroísa del evangelio se acercó a ti para ser curada; tócanos con tus manos salvadoras con la misma eficacia con que tomaste de la mano a la hijita de Jairo. Ven a nosotros, Jesús, tú que siendo rico, te hiciste pobre por nosotros, a fin de enriquecernos con tu pobreza; ven a nosotros, que te decimos como el centurión del evangelio: Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme. Mas no permitas que quedemos satisfechos después de haberte tocado con nuestros labios: haz que nuestras almas te mastiquen, te digieran, te asimilen; haz que nuestros corazones latan al unísono con el tuyo, que las manos de nuestra alma te abracen como se abraza al Esposo amado hasta el punto de hacernos uno contigo. Amén".

(SAENZ, A., Palabra y Vida, Ciclo B, Ediciones Gladius, Buenos Aires, 1993, p. 193-198)



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Apliación: San Juan Pablo II - el anhelo profundo del hombre


“Dios creó al hombre para la incorruptibilidad” (Sab 2,23). Esta gozosa confesión de fe del libro de la Sabiduría campea como un grito de esperanza en la solemne liturgia de este domingo. Es la respuesta a las perennes preguntas fundamentales del hombre, que vuelve a plantearse hoy con especial intensidad. El Concilio Vaticano II las formuló de este modo: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte, que continúan presentes en nuestra vida a pesar de todo el progreso? ¿Para qué esas victorias conseguidas a tan alto precio? ¿Qué viene después de esta vida terrena? (Gaudium et Spes, 10).

Sí, el anhelo de una vida indestructible, vivo en cada uno de nosotros, halla su realización plena en la obra redentora de Jesucristo. En el Evangelio de la Misa festiva de hoy lo encontramos en una circunstancia conmovedora. Un hombre llamado Jairo, jefe de sinagoga, se postra a sus pies y le suplica ayuda: “Mi hija está a punto de morir; ven, impón tus manos sobre ella, para que se salve y viva” (Mc 5,23).

En esta súplica se escucha el anhelo profundo de todo padre y de toda madre... Pero también se expresa en ella la fe fuerte del judío Jairo, que confía en que Jesús, el mensajero de Dios, salve a su hija de la muerte y le devuelva su vida y su salud. Cuando le llega la noticia de que la muchacha había muerto ya, Jesús se conforma con recordar a Jairo esa fe: “No temas; solamente ten fe” (v.36). Luego el Señor, con potestad divina vivificadora, dice a la hija muerta: “Muchacha, a ti te digo, levántate”. Y el evangelista añade: “La muchacha se levantó al instante y se puso a andar” (v.42).

Podemos imaginar que el jefe de la sinagoga dio gracias de todo corazón al Dios omnipotente por ese don inaudito; y tal vez lo hizo con las palabras del Salmo responsorial de hoy: “Señor, socórreme./ Cambiaste mi luto en danza./ Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre” (Sal 30/29,11-13).

En este acontecimiento de vida y muerte reconocemos cómo el Señor confirma en su persona las palabras del libro de la Sabiduría: “No fue Dios quien hizo la muerte, ni se recrea en la destrucción de los vivientes. Él todo lo creó para que subsistiera. Porque Dios creó al hombre para la incorruptibilidad, lo hizo imagen de su misma naturaleza” (Sab 1,13 s; 2,23).

Para testimoniar esa verdad, devolvió Jesús la vida a aquella muchacha difunta. Sí, Él está dispuesto a ser condenado por la increencia de los hombres a una muerte ignominiosa y a morir en la cruz para manifestar luego en su resurrección el poder de la vida, que es Él mismo. Como se dice hoy en la segunda lectura de la carta a los Corintios, el Señor se hizo “pobre” hasta el desprendimiento completo de la cruz. Se hizo pobre para hacernos ricos a nosotros, ricos de vida eterna. Cristo ha sembrado la respuesta de la vida, su propia vida divina, en la historia del hombre, que tiene que morir como exige la ley de la muerte. Su resurrección a una vida nueva y definitiva sigue presente y actuando desde entonces en el devenir del mundo; se ha convertido para siempre en fuente inagotable de esperanza. Cuanto hay de caduco y moribundo, comienza a revivir en la proximidad de Jesús, contagiado por su poderoso amor a la vida. El pobre y el ciego, el poseído y el leproso, todos ellos vuelven a ponerse en camino llenos de confianza, porque experimentan la fuerza vivificadora que sale del Señor. Quien piensa que ya no tiene salida es asumido por Cristo, que lo devuelve a la vida con su palabra salvadora. Su promesa se aplica a todos nosotros: “Yo vivo, y también vosotros viviréis” (cf. Jn 14,19).

Esta frase del Señor se refiere a la vida en su forma suprema: la participación en la vida de Dios, que, como verdad y amor creador, es el único que es vida en sentido ilimitado. Cuando Cristo dice: “Yo vivo y también vosotros viviréis” esto constituye un reto y una promesa al mismo tiempo. Esa frase quiere decir: seréis como Dios, semejantes a Dios. En esta ocasión, tales palabras no proceden de la boca del tentador, sino del Hijo. Mediante ellas no se priva a la vida humana de ninguno de sus valores. Se presupone todo aquello que constituye la vida humana en su afán y en su belleza: poder pensar y entender; sentir alegría y dolor, amor y tristeza; asumir tareas y poder desempeñarlas; distinguir el bien y el mal. Y además, poder mirar más allá de nosotros, mirar a los demás la vida solo es total y plena si dejamos que Dios entre en contacto con nosotros por la fe y recibimos de Él la gracia del amor, que alcanza hasta la eternidad y hace que seamos ya “reino de Dios”.

La mayoría de nosotros es dolorosamente consciente de las muchas amenazas que pesan hoy sobre la vida. Y por eso se distingue el hombre que se da cuenta de tales amenazas y se opone a ellas.

Nosotros los cristianos, estamos llamados a afrontar este temor a la vida que se halla tan extendido y a ponerle diques de contención, proclamando y testimoniando el sí de Dios a la vida. Me refiero al miedo de hacerse viejo y disminuir en el ritmo de trabajo; al miedo ante las peligrosas posibilidades del hombre para la violencia y la destrucción; al miedo ante la muerte y la nada. Esos miedos están esperando ser compensados o incluso sanados por los valores positivos y esperanzadores de nuestra fe.

En Cristo encontramos la imagen de Dios, de acuerdo con la cual fuimos creados y que debe orientar cada vez más perfectamente nuestra vida terrena.
(Homilía durante la Misa en la “Residenzplatz” de Salzburgo, Austria, 26 de junio de 1988)



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Aplicación: SS. Benedicto XVI - dos niveles de lectura


Queridos hermanos y hermanas:

Este domingo, el evangelista san Marcos nos presenta el relato de dos curaciones milagrosas que Jesús realiza en favor de dos mujeres: la hija de uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo, y una mujer que sufría de hemorragia (cf. Mc 5, 21-43). Son dos episodios en los que hay dos niveles de lectura; el puramente físico: Jesús se inclina ante el sufrimiento humano y cura el cuerpo; y el espiritual: Jesús vino a sanar el corazón del hombre, a dar la salvación y pide fe en él. En el primer episodio, ante la noticia de que la hija de Jairo había muerto, Jesús le dice al jefe de la sinagoga: «No temas; basta que tengas fe» (v. 36), lo lleva con él donde estaba la niña y exclama: «Contigo hablo, niña, levántate» (v. 41). Y esta se levantó y se puso a caminar. San Jerónimo comenta estas palabras, subrayando el poder salvífico de Jesús: «Niña, levántate por mí: no por mérito tuyo, sino por mi gracia. Por tanto, levántate por mí: el hecho de haber sido curada no depende de tus virtudes» (Homilías sobre el Evangelio de Marcos, 3). El segundo episodio, el de la mujer que sufría hemorragias, pone también de manifiesto cómo Jesús vino a liberar al ser humano en su totalidad. De hecho, el milagro se realiza en dos fases: en la primera se produce la curación física, que está íntimamente relacionada con la curación más profunda, la que da la gracia de Dios a quien se abre a él con fe. Jesús dice a la mujer: «Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu enfermedad» (Mc 5, 34).

Para nosotros estos dos relatos de curación son una invitación a superar una visión puramente horizontal y materialista de la vida. A Dios le pedimos muchas curaciones de problemas, de necesidades concretas, y está bien hacerlo, pero lo que debemos pedir con insistencia es una fe cada vez más sólida, para que el Señor renueve nuestra vida, y una firme confianza en su amor, en su providencia que no nos abandona.

Jesús, que está atento al sufrimiento humano, nos hace pensar también en todos aquellos que ayudan a los enfermos a llevar su cruz, especialmente en los médicos, en los agentes sanitarios y en quienes prestan la asistencia religiosa en los hospitales. Son «reservas de amor», que llevan serenidad y esperanza a los que sufren. En la encíclica Deus caritas est, expliqué que, en este valioso servicio, hace falta ante todo competencia profesional —que es una primera necesidad fundamental—, pero esta por sí sola no basta. En efecto, se trata de seres humanos, que necesitan humanidad y atención cordial. «Por eso, dichos agentes, además de la preparación profesional, necesitan también y sobre todo una “formación del corazón”: se les ha de guiar hacia el encuentro con Dios en Cristo que suscite en ellos el amor y abra su espíritu al otro» (n. 31).

Pidamos a la Virgen María que acompañe nuestro camino de fe y nuestro compromiso de amor concreto especialmente a los necesitados, mientras invocamos su maternal intercesión por nuestros hermanos que viven un sufrimiento en el cuerpo o en el espíritu.
(Ángelus, Plaza de San Pedro, Domingo 1 de julio de 2012)



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Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - La hemoroísa, la hija de Jairo,


LA HEMORROÍSA Mt 20, 20 p

Este milagro lo realiza Jesús en el segundo año de su vida pública camino a la casa de Jairo. Dice el Evangelio que lo seguía una gran multitud que le apretujaba.

Cuando caminaba se acercó a Él una mujer que desde hacía doce años sufría flujos de sangre y aunque había recurrido a muchos médicos no había podido curarse. Las medicinas de ese entonces eran duras de realizar y mezcladas de superstición.

La medicina era ejercida por los Escribas, y consistía en un poco de empirismo y mucha superstición. En la Mishna (Talmud) existe esta sentencia: “El mejor de los médicos merece el infierno”[3].

La mujer se acercó ocultamente porque era impura y no podía acercarse a la gente debido a su enfermedad[4] y contaminaba a todo el que tocara. Por eso las leyes sobre la pureza le prohibían mezclarse con el gentío. Pero su fe la lleva a violar algo más sagrado tocar los flecos del manto del rabbí, los cuales, eran un recuerdo de Dios y de su ley, y tocados estando impura era un sacrilegio.

Muchas personas que se creen instruidas y formadas miran con desprecio actitudes similares a esta que son otras tantas expresiones de la religiosidad popular. Pero Jesús no juzga por las apariencias; vio el gesto de la mujer y la fe que la animaba: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños”[5].

La mujer tocó a Jesús y sintió que quedaba curada. Jesús sintió que salía un poder de Él, se dio cuenta que alguien había arrebatado de Él una fuerza curativa y preguntó quién lo había tocado, ante la sorpresa de sus discípulos que se extrañaron que dijera esto porque caminaba entre una multitud que lo rodeaba.

La mujer al quedar descubierta reconoció que lo había tocado. Jesús la despidió diciéndole que su fe la había curado.

Y él le dijo: “Hija, tu fe te ha salvado” La que así había creído digna es de ser llamada hija. La multitud, que lo apretuja, no puede ser llamada hija, mas esta mujer, que cae a sus pies y confiesa, merece recibir el nombre de hija. “Tu fe te ha salvado”. Observad la humildad: es él mismo el que sana y lo refiere a la fe de ella. “Tu fe te ha salvado”[6].

Y nosotros podemos hoy preguntamos: ¿A qué se debe el milagro? ¿Lo produce la fe del que pide o es Cristo quien lo realiza?

La mayoría de las curaciones que cuenta el Evangelio no se parecen a las que hace un curandero. Está claro que los que venían a Jesús tenían la convicción íntima de que Dios les reservaba algo bueno por medio de Él, y esta fe los disponía para recibir la gracia de Dios en su cuerpo y en su alma. Pero en la presente página se destaca el poder de Cristo: Jesús se dio cuenta de que un poder había salido de Él y el papel de la fe: “tu fe te ha salvado”.

Jesús dice “te ha salvado”, y no “te ha sanado”, pues esta fe y el consiguiente milagro habían revelado a la mujer el amor con que Dios la amaba.

Nos cuesta a veces creer, con nuestra inteligencia moderna e ilustrada, que el milagro es posible. Olvidamos que Dios está presente en el corazón mismo de la existencia humana y que nada le es ajeno en nuestra vida. Alguien dirá: si Dios hace milagros, ¿por qué no sanó a tal o cual persona, o por qué no respondió a mi plegaria? Pero, ¿quiénes somos nosotros, para pedir cuentas a Dios? Dios actúa cuando quiere y como quiere, pero siempre con una sabiduría y un amor que nos supera infinitamente. ¡Los padres tampoco dan a sus hijos todo lo que les piden! Jamás el Señor nos negará nada que le pidamos y que sea bueno para nuestra salvación.

Es cierto que fue el poder de Jesús el que curó a la hemorroísa pero ella puso una fe muy grande. Se decía: “con sólo tocar su manto, me salvaré”. Se arriesgó a la condena por violar la ley, pues, no podía acercarse a Jesús y el Señor la premió con la curación.

Dice Castellani que un milagro depende de la voluntad del taumaturgo y de la fe del que lo recibe; y aparentemente está sometido a ciertas leyes que descono­cemos. Naturalmente, Dios no tiene leyes; pero evidentemente también si quiere hacer un hecho propio suyo, que lo señale a Él, no necesita descompaginar la creación con un acto de vio­lencia, sino manejar las naturas de las cosas que Él ha hecho, y que Él únicamente conoce hasta el fondo. Dios está dentro de las cosas y de sus leyes y no fuera de ellas. Aquí está el error de los que niegan el mi­lagro alegando que Dios no puede destruir las leyes naturales: puesto que no necesita destruirlas. Aquí también está el error de los que, viendo una cierta uniformidad en el modo en que ocurren los milagros, sostienen que no son milagros, sino efectos de leyes naturales que todavía desconocemos como los modernistas en general[7].

La hemorroísa según la tradición fue la que enjugo el rostro de Cristo en su Pasión. De su rostro también fluía sangre a causa de las heridas. La mujer es llamada Verónica.


RESURRECCIÓN DE LA HIJA DE JAIRO Mt 9, 18-20.23-26 p

Este milagro ocurrió en el segundo año de la vida pública de Jesús, después de la resurrección del hijo de la viuda, probablemente en Cafarnaúm.

Mateo presenta a la niña como muerta al llegar el jefe de la sinagoga junto a Jesús. El que le pide el milagro se llamaba Jairo. Los otros sinópticos presentan a la niña agonizando.

Jesús se dirige hacia la casa de Jairo y en el camino cura a una hemorroísa (Mt). Mc y Lc narran, además, otro suceso: vienen los de la casa de Jairo a avisarle que su hija ha muerto y que en consecuencia no tiene sentido molestar al Maestro. Jesús le dice a Jairo que tenga fe. Los que vienen con el recado creen que Jesús puede curar enfermedades pero ante la muerte es impotente. Jesús al decirle a Jairo que tenga fe se presenta como el que tiene poder también ante la muerte. Sabe que va a resucitar a la niña y va al encuentro con la muerte para vencerla.

“No temas; solamente ten fe”. Jesús pide fe a Jairo.

Cristo exigía la fe a sus milagrados; y a veces el milagro dependía del grado o existencia de esa fe; pero no exigía fe a los muertos que resucitó. La fe, pues, es causa (concausa) del milagro; pero no es causa física de él sino causa moral: en el sentido de que Cristo se interesaba en sus milagros sólo en cuanto eran medios de llevar a los hombres a la conversión interior, y a creer en Él y en sus tremendas pa­labras[8].

No temas, ten confianza en mí, parece decirle Jesús a Jairo, que puedo curar y también resucitar. Tengo poder sobre la enfermedad, que es el anticipo de la muerte, pero también tengo poder sobre la muerte. ¿O no te has enterado del milagro de Naím? Si crees, veraz resucitar a tu hija y también conocerás mi resurrección de entre los muertos como sello definitivo de toda mi enseñanza y mis signos.

El temor surge ante el peligro real que se nos presenta. Aquí el temor de Jairo tiene como causa la muerte de su hija y la realidad de tener que enfrentarse a la separación de la que amaba. Jesús le pide que crea en Él y así su miedo desaparecerá. Jesús ahuyentará también el objeto real del miedo de Jairo, la muerte.

No todos van a ser testigos directos de aquella resurrección, sólo los padres de la niña y los apóstoles predilectos del Señor. Sin embargo, todos los que están en el velatorio son testigos de la resurrección, pues, los detalles que nos dan los sinópticos sobre los que lloraban y lo que dice Jesús, las burlas al pobre iluso, demuestran claramente que la niña había muerto.

¿Por qué hizo salir a todos antes de obrar el portento? Primero, por­que se habían reído de Él y no merecían verlo. Segundo y principal, porque Cristo no quería hacer espectáculos sino crear fe. La fe es interior, la fe no ama los alborotos, la fe no hace aspa­vientos, la fe se nutre en el silencio: ella es callada y operosa, es sosegada, es modesta, es fecunda, es más amiga de las obras que de las palabras, es fuerte, es aguantadora, es discreta. Es pudorosa. Los hombres profunda­mente religiosos no ostentan su religiosidad, como los Don Juan Tenorio de la religión, porque todo amor profundo es ruboroso; lo cual no im­pide que reconozcan a Cristo ante los hombres cuando es necesario[9].

Jesús entra en la habitación y tomándola de la mano la manda levantarse y ella se levanta volviendo a la vida. Lucas dice que Jesús les mando que le dieran de comer.

Los testigos estaban sobrecogidos de temor. Les pidió que no lo contaran pero el milagro se difundió por la comarca ¿Cómo callar suceso tan extraordinario?

Los padres de la niña tendrán acceso al conocimiento de lo que experimentó la niña después de la muerte. Ella les habrá contado su experiencia. Pero lo más importante es el don de la fe que han recibido. La maravilla que presenciaron fortaleció enormemente la fe que tenían en Jesús.

Los apóstoles presenciaron una vez más un milagro de resurrección. Ellos estaban junto a un hombre que tenía poder sobre la vida y la muerte. También serán testigos de una tercera resurrección: la de Lázaro. Y finalmente contemplarán a Jesús resucitado con sus dotes gloriosas.

Entre estas resurrecciones y la de Jesús hay una diferencia esencial. Estas son temporales, la de Cristo es definitiva.

Los apóstoles tendrán la gracia de convivir con el primer hombre que resucita definitivamente de entre los muertos y estarán con él durante cuarenta días antes de su ascensión a los cielos. Ellos conocerán de labios de la infinita Sabiduría lo que hay después de la muerte y sabrán donde está el árbol de la vida que se negó a nuestros primeros padres. Sabrán que Jesús es “la resurrección y la vida” y de todo esto serán testigos hasta el fin del mundo.

Muchos de ellos presenciarían la muerte de los que resucitó el Señor y todos testificarán con su vida la resurrección definitiva de Jesús sellándola con su sangre.


Jesús requiere para algunos milagros la fe.

Le pide a Jairo que no tema y que crea.

Nuestros miedos nos vienen por una falta de confianza en Jesús. Es cierto que hay situaciones objetivamente peligrosas para nosotros cuando contamos con nuestras solas fuerzas y el miedo que sentimos es algo natural. Jairo sintió miedo ante la muerte de su hija. No era una posibilidad infundada como suele ocurrir en nosotros que tememos situaciones que no existen o que inventamos, sobre todo, respecto de nuestro futuro.

Jesús le pidió que no temiese y que tuviese fe. ¿Fe en quién? Fe en Él. Jairo lo había buscado porque tenía fe en que era capaz de sanar a su hija porque era el Salud Dador, Jesús. Ahora Jesús le pide que tenga fe en Él como el Señor de la vida y de la muerte. ¿Y quién es Señor de la vida y de la muerte sino Dios? Jesús le pide a Jairo que crea en Él. Y Jairo se va con Él. Tiene esperanza en que Jesús va a hacer algo respecto a su hija muerta.

Si tuviéramos más fe en Jesús conseguiríamos cosas mayores. No las conseguimos porque nos falta fe.

Cuando llega y le dice a la gente que la niña no está muerta sino que duerme abre la esperanza de la resurrección. Para Dios la muerte es como un sueño. Ellos se reían porque les faltaba fe. Jesús los hecha fuera y no los deja presenciar el milagro.

Sólo se queda con aquellos que tienen fe en Él y no dudan que pueda resucitar un muerto. Los discípulos ya han presenciado la resurrección del hijo de la viuda. Los padres tienen fe en Jesús y abrigan una esperanza contra toda esperanza, tan propia de los momentos límites en nuestra vida.

Jesús resucita a la niña y se la devuelve a sus padres.

Ellos y sus discípulos quedan llenos de espanto. Un temor reverencial ante la presencia de un hombre extraordinario o ante alguien muy cercano a Dios.

La fe es algo interior

Jesús no busca con sus milagros manifestaciones populares. “Les insistió en que nadie lo supiera”. El diablo lo había tentado en el desierto para que hiciese obras espectaculares y entonces los hombres creyesen en Él. Le había propuesto que se tirara del pináculo del templo y bajase volando pero Él había rechazado esa tentación reafirmando su vocación de Mesías humilde y humillado.

Los milagros de Jesús son para confirmar su doctrina. Tenemos que creer a Jesús. Creer lo que nos dice. Si Jesús nos favorece con un milagro bienvenido pero si Él permite que sigamos con nuestras necesidades no por eso debemos aflojar en la fe.

Jesús hace milagros a desgana, dice el padre Castellani[10]. No quiere que lo sigan por los signos. Una vez que lo quisieron hacer rey porque había hecho una multiplicación de panes Él rechazó la reyesía y huyó. No quiere ser rey de los estómagos y de los enfermos sino rey de todo el hombre, alma y cuerpo.

Mucha gente busca lo extraordinario de la fe y se equivoca. La fe no necesita milagros. Si se dan, bien, sino, hay que seguir creyendo. “Dichosos los que no han visto y han creído”[11]. Un día le dijeron a San Luis rey que se había aparecido Jesús en forma de niño en la hostia consagrada y lo invitaban a ir a ver y no fue. Les contestó: creo que Jesús está en la Eucaristía. Así es la fe de los hombres verdaderamente religiosos.



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Ejemplos

En las manos de Dios
La mamá de un marino que servía en un barco sumergible le escribió: "Cuando pienso  que tu barco ya no puede emerger de las aguas del mar y, en consecuencia, se hunde en los abismos de pacífico, ya no puedo dormir. ¡Estoy preocupadísima!" Se hijo le escribió como respuesta: "Mamá, quédate tranquila. No puedo hundirme más profundamente que en las manos de Dios".

 

El último beso
Como todas las mañanas desde hace ya 6 años, me despertó mi madre esta mañana para ir a la escuela, había pasado mala noche, con pesadillas sobre monstruos, y me costaba trabajo levantarme.

A los diez minutos mi madre volvió a despertarme esta vez con más premura, se estaba haciendo tarde, me levanté rápidamente, apenas si me lavé la cara, me zampé el desayuno en un abrir y cerrar de ojos, y ahí estaba mi mamá diciéndome; que comiera más despacio, ¡que te vas a ahogar!

Con las prisas del momento le contesté de mal modo, si ya lo sé, no empieces a regañarme, (aún tuve que soportar las preguntas de rigor) ¿Llevas el almuerzo? ¿Te cepillaste los dientes? ¿Tienes listos los libros? Y yo aún más impaciente le contestaba levantando la voz ¡Que te dije que sí!

Ella sonrío suavemente y me dijo: -Anda dale un beso a mamá y ve con cuidado a la escuela.

Alcé los hombros con fastidio y le dije medio enfadado: -¡Mamá! Que ya es tarde no tengo tiempo para eso. Está bien hijo, ve de prisa, que Dios te proteja.

Aún retumban mis propias palabras en mi oído; no tengo tiempo para eso... con las prosas y el enfado me paso por alto un leve destello de tristeza en su mirada, mientras iba corriendo hacia la escuela, estuve a punto de regresarme y darle un beso a mi mamá, sentía un nudo en el corazón, pero mis compañeros comenzaron a llamarme y fui hacia ellos ¿con que excusa regresaría? ¿Qué iba a darle un beso a mi mamá! - Se hubiesen reído de mí.

De todas formas al regresar a casa después de las clases, vería a mi mamá en la puerta de mi casa esperándome como siempre, temerosa de que me suceda algo, impaciente si tardo unos minutos, ya que me he entretenido con mis amigos.

El día se me paso volando en la escuela, entre clase y clase, juegos y almuerzo, y se me había olvidado el incidente de la mañana, sin embargo esta vez, apenas sonó el timbre, salí corriendo a mi casa sin entretenerme, desde la esquina esperaba divisar la figura de mi madre en la puerta, pero no había nadie esta vez. Supuse que estaría adentro entretenida con algo, pero extrañé de momento su presencia tan segura.

Antes de tocar el timbre, salió a la puerta mi padre, ¿Pero era mi padre? Aquel hombre era mucho mayor de lo que siempre me había parecido, los hombros caídos, los ojos hinchados y un profundo halo de tristeza lo rodeaba, mi corazón empezó a latir alocadamente presintiendo algo, apenas me salió la voz para decir... ¿Qué pasa? Papá ¿Mamá está bien? Y en un suspiro me contestó: "Tu mamá sufrió un ataque al corazón esta mañana, su muerte fue instantánea, nadie se enteró hasta que vinieron a visitarla y la encontraron ahí tendida en el pasillo, fue muy rápido, hijo, se fue nuestro ángel... Un sólo sollozo salió de su garganta y no pudo seguir hablando.

¿Mi mamá? Dios perdóname, dile que me perdone, aún soy un niño pretendiendo ser un hombre, dile por favor que ella es lo que más quiero en esta vida, y que prometo valorar a las personas que comparten conmigo mi existencia, no malhumorarme con ellas sin ningún motivo, y que les daré mil besos, día a día, por todos los que no pude darle a ella, cuídala por mí, mi Dios, que cuando me toque la hora de partir de este mundo venga a mi pecho y me arrope como siempre lo hizo.

¿Saben?... Disfruten a sus madres todos los días de su existencia. Nunca sabremos hasta cuándo tendremos la dicha de su presencia mortal.

Y si ya no está con nosotros, no te preocupes; una mamá es muy buena y nunca te dejará solo, ella te quiere muchisisisimoooo...

La vida es un regalo que no sabemos hasta cuándo podremos disfrutar, lo hermoso, lo bello es gratis, porque Dios con su infinito amor, le encanta regalar.

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