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Domingo 30 Tiempo Ordinario B: Comentarios de Sabios y Santos II - Preparemos con ellos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada en la Misa Dominical

Páginas relacionadas

 

A  su disposición

Comentario Teológico:  P. Leonardo Castellani - El ciego de Jerico

Santos Padres: San Gregorio Magno - Cristo, luz del pecador arrepentido

Aplicación: P. Alfredo Sáenz, S.J. - El tema de la luz

Aplicación: S. Juan Pablo II - ¡Grandes cosas ha hecho el Señor por nosotros!

Aplicación: SS. Benedicto XVI - la tierra de promisión

Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - La oración perseverante del ciego, Mc 10, 46-52

Aplicación: P. Jorge Loring, S.J. - Domingo Trigésimo del Tiempo Ordinario - Año B Mc. 10:46-52

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Comentario Teológico:  P. Leonardo Castellani - El ciego de Jerico

Este trozo, tomado del final de Lucas 18, contiene dos perícopas –como dicen– heterogéneas; de manera que habría que hacer propiamente dos homilías: una, donde Jesucristo profetiza por tercera vez a sus discípulos su Pasión y Muerte; y enseguida, la curación del ciego de Jericó, que no fue un ciego sino dos ciegos; y que estaban a la vez a la entrada y a la salida de Jericó... si ustedes me entienden.

 Jericó, Jericó,

 donde Jesús salió y no entró,

cantan los chiquillos en España...

 

 Este evangelio es el mejor ejemplo de la “discors concordia et concors discordia”, como llamó San Agustín en el siglo IV a lo que en el siglo XIX llamaron los críticos la Cuestión Sinóptica: efectivamente, la cura del ciego Bartimeo está en Mateo, Marcos y Lucas con una coincidencia general y con dos divergencias parciales:

 a. Mateo dice que curó a dos ciegos.

 b. Marcos dice que curó a un ciego –cuyo nombre pone– al salir de Jericó.

 c. Lucas dice que curó a un ciego al llegar a Jericó; y los tres hablan del mismo episodio.

 Dando por supuesto que los tres hagiógrafos dicen verdad, se presenta al lector fiel una pequeña adivinanza que es más fácil de resolver que las de Damas y Damitas; y es mucho más provechosa, aunque a decir verdad, derrotó a San Agustín. Y detrás queda otra adivinanza grande, un problema científico (¿Cómo fueron compuestos los Evangelios?) que fue decisivamente resuelto en forma admirable por una memoria técnica del gran lingüista y psicólogo francés Marcel Jousse intitulada: El Estilo Oral Rítmico y Mnemotécnico en los Pueblos Verbomotores. Porque aquel que se imagine a esos cuatro singulares relatos como obras escritas de acuerdo a los cánones de la retórica grecolatina –como por ejemplo las historias de Tucídides o de Tito Livio– dará grandes tropezones si se pone a leerlos. Ya les digo que al mismo San Agustín...

Les diré que fueron dos los ciegos y que el milagro tuvo como dos partes; y que Jesús entró y salió de Jericó por la misma puerta –Ricciotti para resolver la dificultad acude a una cosa rebuscada: que había dos Jericó–. Y con esto ustedes, si leen las tres narraciones, verán cómo concuerdan entre sí, e incluso cobran más vida en la mente del que las ha concordado.

El ciego Bartimeo, como el Centurión Romano del Domingo segundo después de Epifanía, es un ejemplo de fe viva y actuante. Después de darle la vista, Jesús lo alabó diciendo: “Tu fe te ha curado”. Efectivamente, el “hijo de Timeo”, que pedía limosna junto al camino, primero preguntó, después escudriño, después creyó y después obró: ésta es la “fe actuosa”, que dice San Agustín: la fe con obras, diferente de la fe dormida o muerta.

Al llegar Jesús a Jericó, el ciego oyó el tropel y el cotorreo y preguntó qué era; y le dijeron era el profeta de Nazareth: que se quedase quieto. Al salir Jesús de Jericó al día siguiente –después de haber convertido al petiso Zaqueo, gran hombre de negocios, y haber compuesto y recitado la parábola de la Buena Inversión– Bartimeo ya había averiguado mucho, y ya sabía quién era en realidad el “profeta de Nazareth”. Empezó a dar gritos: “¡Compadécete de mí, Hijo de David!”. Decirle a Cristo “el Hijo de David” era reconocerlo Mesías. Como la gente quería a la fuerza hacerlo callar y quedarse quieto, saltó y dejó parte de su vestimenta en manos de los comedidos, y a tientas buscó a Cristo; el cual al mismo tiempo lo había hecho llamar. Se lo trajeron y lo curó. Pero aunque no lo hubiese curado, ese cieguito en su ceguera ya veía más que muchos, que se tienen por linces. Otro cieguito fue también curado que andaba con él, como solían andar de a dos en Palestina.

Éstas son las cualidades del acto de fe: primero preguntó sumisamente; después averiguó diligentemente; después confesó paladinamente; después obró valientemente. Y así obtuvo lo que pidió: “Señor, que yo vea”. ¿Por qué Cristo no me cura de mi ceguera, que hace hoy 31 años que se lo pido, y que lo reconozco como Mesías? Puede que le falte a mi fe una de esas cualidades. Puede también que no le falte ninguna, y que Dios se contente con responder como en otros casos: “Que te baste mi gracia; porque la virtud en la enfermedad se engrandece”. Cristo dijo que todo lo que pidiéramos creyendo nos será hecho; algunas veces uno pide creyendo, y nada es hecho. No, es un error: eso que pedimos a veces no es hecho, pero otra cosa mejor es hecha. La oración de la fe jamás termina en la nada.

(CASTELLANI, L., El Evangelio de Jesucristo, Ediciones Dictio, Buenos Aires, 1977, p. 151 - 153)

 

 

Santos Padres: San Gregorio Magno - Cristo, luz del pecador arrepentido

1. Nuestro Redentor, previendo que con motivo de su pasión habían de hallarse confusos los ánimos de sus discípulos, les predijo, cuando aún estaban lejos de suceder, los sufrimientos de su pasión y la gloria de su resurrección, con el fin de que, cuando le vieran morir, conforme estaba anunciado, no dudaran de que también había de resucitar.

Más porque los discípulos, carnales aún, no podían comprender en modo alguno las palabras del misterio, se acude al milagro: a presencia de ellos, el ciego recobra la vista, para que, ya que no entendieran las palabras del misterio celestial, las obras celestiales los confirmaran en la fe.

Ahora bien, hermanos carísimos, los milagros de nuestro Señor y Salvador deben ser recibidos de manera que a un tiempo se crea que se han obrado en realidad y que, además, nos dan a entender que tienen otra significación; pues sus obras, a la vez que manifiestan su poder, hablan también de algo misterioso.

Ved, en efecto, que, según la historia, ignoramos quién fuera este ciego, pero hemos descubierto a quién representa según el misterio; pues el ciego es el género humano, que, expulsado de los gozos del paraíso en la persona de su padre y desconocedor de la claridad de la luz sobrenatural, padece la ceguera de su condenación; y, con todo, por la presencia de su Redentor recobra la vista para que vea ya con el deseo los gozos de la luz interior y encamine los pasos del bien obrar por la senda de la vida. 2. Pero es de notar que se dice que el ciego recobra la vista cuando Jesús se aproxima a Jericó. Ahora bien, en Jericó se significa la luna, y la luna en la Sagrada Escritura significa el defecto de la carne, porque, como cada mes decrece, representa el defecto de nuestra mortalidad. De manera que recobrar el ciego la vista cuando nuestro Creador se acerca a Jericó significa que, cuando la Divinidad tomó la mengua de nuestra carne, el género humano recobró la luz que había perdido. De suerte que, por soportar Dios lo humano, es el hombre elevado a lo divino.

Y en verdad que rectamente se refiere que este ciego estaba sentado junto al camino y que mendigaba; pues la misma Verdad dice: Yo soy el camino. De manera que quien desconoce la claridad de la luz eterna, ciego es; pero, si ya cree en el Redentor, sentado está junto al camino; más si, aunque ya cree, se dispensa de rogar para recibir la luz eterna, o cesa en sus ruegos, ciego es, sí, y está sentado junto al camino, pero no mendiga. En cambio, si, además de creer y de reconocer la ceguera de su corazón, pide también recibir la luz de la Verdad, ciego es, se sienta junto al camino y además mendiga.

 Por consiguiente, quien reconoce las tinieblas de su ceguera, quien tiene conocimiento de esta luz eterna que te falta, clame desde lo profundo del corazón y grite con voces del alma, diciendo: Jesús, hijo de David, ten piedad de mí.

3. Pero oigamos qué se le dice a continuación al ciego que clama: Los que iban delante le reprendían para que callase. ¿Y qué figuran estos que preceden a Jesús en su camino sino la turba de apetitos carnales y el tumulto de los vicios que, antes de que Jesús llegue a nuestro corazón, disipan nuestro pensamiento con sus tentaciones y estorban en nuestras oraciones los clamores de nuestro corazón? Porque muchas veces, cuando queremos volvernos a Dios después de haber cometido pecados, cuando nos esforzamos en rogar contra esos mismos vicios en que hemos incurrido, acuden al corazón las representaciones de los pecados cometidos, encandilan la atención del entendimiento, dejan el ánimo confuso y apagan la voz de nuestras oraciones. De manera que los que iban delante le reprendían para que callase, porque, antes de que venga Jesús, los males que hemos hecho, agolpándose con sus imágenes en nuestro pensamiento, nos perturban en nuestra oración.

4. Oigamos ahora, en cambio, lo que hizo este ciego que había de ser iluminado.

Prosigue: Pero él levantaba mucho más el grito: Hijo de David, ten piedad de mí. Ahí lo tenéis: aquel a quien la turba reprendía para que callase, levanta más y más el grito, porque cuanto mayor sea el alboroto de los pensamientos carnales que nos acosa, tanto con mayor ardor debemos insistir en la oración. La turba se opone a que clamemos, porque hasta en nuestras oraciones sufrimos muchas veces las representaciones de nuestros pecados; pero, con todo, es necesario, que la voz salida de nuestro corazón insista tanto más fuertemente cuanto con mayor fuerza es repelida, hasta que llegue a sobreponerse al alboroto del pensamiento ilícito y con el exceso de su importunidad irrumpa hasta los oídos piadosos del Señor. Cada cual, según sospecho, echa de ver que en sí mismo sucede esto que decimos: que, cuando apartamos nuestro ánimo de este mundo y volvemos a Dios, cuando nos entregamos a la práctica de la oración, las mismas cosas que antes hicimos siguiendo el deleite, después las sentimos importunas y pesadas en nuestra oración. ¡Apenas si, a fuerza del santo deseo, su pensamiento se aparta de la vista del corazón! ¡Apenas se sobreponen a sus representaciones los lamentos de la penitencia!

5. Pero, cuando insistimos fervorosamente en nuestra oración, detenemos en la mente a Jesús, que va de paso. Por eso se dice allí: Parándose entonces Jesús, mandó traerle a su presencia. Ved aquí que se para quien antes iba de paso; porque, mientras todavía padecemos las turbas de las representaciones, en algún modo sentimos a Jesús que pasa; mas, cuando insistimos fervorosos en la oración, Jesús se para, a fin de restituirnos la luz, porque Dios se fija en el corazón y se recobra la luz perdida. 6. En esto también nos insinúa el Señor algo que puede con provecho entenderse respecto a su humanidad y a su divinidad, a saber, que Jesús, cuando iba andando, oyó al ciego que clamaba, y cuando se paró, obró el milagro; esto es, que el pasar es propio de la humanidad y el permanecer es propio de la divinidad. En efecto, por la humanidad tuvo el nacer, crecer, morir, resucitar, ir de un lugar a otro; ahora bien, como en la divinidad no hay mu-danza, y eso de cambiarse es pasar, sin duda que ese tránsito es según la carne, no según la divinidad. En cambio, por razón de la divinidad le es propio permanecer siempre; porque en todo lugar está presente, ni se aparta moviéndose, ni tampoco viene moviéndose. De manera que el Señor, cuando pasaba, oyó al ciego que clamaba; mas, cuando se paró, le iluminó, porque, compadeciéndose por su humanidad, tuvo piedad de las voces de nuestra ceguera; más la luz de la gracia nos la infundió por el poder de su divinidad.

7. Y debe notarse lo que dice al ciego cuando llega: ¿Qué quieres que te haga? ¿Acaso El, que podía dar la vista, ignoraba lo que el ciego querría? No; pero quiere que se le pida lo que sabe que nosotros pedimos y El concede, puesto que aconseja reiteradamente la oración y, no obstante, dice: Sabe bien vuestro Padre celestial lo que necesitáis antes de que se lo pidáis. Pregunta, pues, para esto: para que se le pida; pregunta para esto: para incitar al corazón a que ore.

Por eso el ciego respondió en seguida: Señor, que yo vea. He ahí lo que el ciego pide al Señor: no oro, sino ver, teniendo por menos pedir algo fuera de la vista, porque, si bien el ciego puede tener cualquier cosa, pero sin vista no puede ver lo que tiene. Imitemos, pues, hermanos carísimos, al que, como hemos oído referir, fue iluminado en el cuerpo y, en el alma. No pidamos al Señor falsas riquezas, no bienes terrenos, no fugitivos honores, sino pidámosle luz; y no luz que se encierra en un local, no la que se acaba con el tiempo, no la que cambia con la interrupción de la noche, no la luz que se ve sernos común con las bestias, sino pidamos la luz que podemos ver con solos los ángeles, la que no tiene principio ni tiene fin; la luz para la cual el camino seguro es la fe, Por eso también al ciego, que va a ser iluminado, rectamente se le responde en seguida: Ten vista; tu fe te ha salvado. Pero a esto el pensamiento carnal dice: ¿Cómo puedo yo pedir la luz espiritual, que no puedo ver? ¿Por dónde puedo yo cerciorarme de que exista la luz que no alumbra a mis ojos corporales? He aquí lo que a este pensamiento debe cualquiera responder brevemente: que eso mismo que te hace sentir piensa, no por el cuerpo, sino por el alma; tampoco hay quien vea su alma y, sin embargo, nadie duda que tiene alma, a la cual no ve; porque por el alma invisible es regido el cuerpo, pues si se quita lo que es invisible, en seguida viene a tierra lo visible que parecía mantenerse firme; luego en esta vida, visible se vive de la sustancia invisible, ¿y se pone en duda que exista la vida invisible?

8. Pero oigamos ya lo que se obró en el ciego que pedía y lo que éste mismo hizo. Prosigue: Al instante vio, y le seguía. Ve y le sigue quien obra el bien que entiende; pero ve, mas no le sigue, quien conoce el bien, más rehúsa obrar el bien. Por consiguiente, hermanos carísimos, si conocemos ya la ceguera de nuestra peregrinación; si, creyendo ya el misterio de nuestro Redentor, estamos sentados junto al camino; si, orando cada día, pedimos a nuestro Hacedor la luz de la vida; si, después de estar ciegos, esa misma luz alumbra nuestro entendimiento para que vea, sigamos con las obras a Jesús, a quien vemos con el entendimiento. Miremos por dónde va y sigamos sus pasos imitándole, ya que sigue a Jesús quien le imita; que por eso dice (Mt 8, 22): Sígueme tú y deja que los muertos entierren a sus muertos. Seguir, pues, quiere decir imitar; por lo mismo, otra vez advierte (Jn 12, 26): El que me sirve, sígame.

 Así que miremos por dónde va para que merezcamos seguirle. Vedle que, siendo el Señor y Creador de los ángeles, para tomar nuestra naturaleza, que El formó, vino al seno de la Virgen; mas no quiso en este mundo nacer de padres ricos, sino que eligió padres pobres; de ahí que la Madre, no teniendo un cordero que ofrecer por El, se procuró una pareja de pichones o tórtolas para la ofrenda; no quiso prosperidades en el mundo, soportó oprobios y burlas, aguantó salivas, azotes, bofetadas, corona de espinas, la cruz; y porque nosotros habíamos perdido el gozo interior por habernos deleitado en las cosas corporales, mostró cómo por la amargura se vuelve a él. ¿Qué, pues, no deberá padecer el hombre por sí, cuando tanto padeció Dios por los hombres?

Por consiguiente, quien ha creído ya en Cristo, pero todavía buida de lucrarse por la avaricia, y se engríe soberbio en el honor, y se requema en los ardores de la envidia, y se mancilla con la inmundicia del placer, y desea prosperar en las cosas que son del mundo, ése tiene en menos el seguir a Jesús, en quien ha creído, puesto que, mostrándole su guía el camino de la amargura, él, apeteciendo goces y deleites, marcha por el camino opuesto.

Traigamos, pues, ante los ojos los pecados que habernos cometido; consideremos cuán terrible aparecerá el juez que ha de castigarlos; dispongamos al llanto nuestras almas; amárguese en el tiempo nuestra vida con la penitencia, para que en el día de la venganza no sienta la amargura eterna; porque por el llanto somos conducidos a los gozos eternos, como lo promete la Verdad, que dice (Mt 5,5): Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. En cambio, por los goces se llega al llanto, como lo atestigua la misma Verdad, diciendo (Lc 6, 25): ¡Ay de vosotros los que ahora reís, porque os lamentaréis y lloraréis! Luego, si buscamos el gozo del premio a la llegada, tengamos en el camino el amargor de la penitencia.

De este modo sucederá que no sólo nuestra vida progresa en Dios, sino que este mismo proceder nuestro incitará a los otros a alabar a Dios; que por eso en el texto se añade: Y todo el pueblo, cuando vio esto, alabó a Dios.

(SAN GREGORIO MAGNO, Obras de San Gregorio Magno, Homilías sobre los Evangelios, Libro I, homilía 2, 1-8, BAC Madrid 1958, 542-45).

 

Aplicación: P. Alfredo Sáenz, S.J. - El tema de la luz

Acabamos de escuchar en el evangelio el relato de la curación del cierzo Bartimeo; gracias a su fe en Aquel a quien invocó como "hijo de David", recuperó el beneficio de la vista, la luz de la visión. Este milagro de Jesús, en apariencia tan simple, es, sin embargo, rico en enseñanzas. Y nos da pie para tratar un aspecto muy medular del cristianismo cual es el tema de la luz.

 

I. CRISTO, NUESTRA LUZ

Porque si recorremos las páginas de las Escrituras nos topamos frecuentemente con dicho tema, más aún, toda la historia de la salvación es concebida en términos de iluminación y de entenebrecimiento. En el origen, la separación de la luz y de las tinieblas constituyó el primer acto de la creación. Al fin de los tiempos, según se nos dice en el Apocalipsis, Dios mismo será la luz de la nueva creación. Y la historia que se desarrolla entre estos dos términos, principio y fin, toma en la Biblia la forma de un conflicto entre la luz y las tinieblas, entre la vida y la muerte.

Claramente advertimos en las Escrituras que Dios quiso revelarse no sólo como el Creador de la luz, sino también como Aquel que habita en la luz inaccesible, como el que está vestido de luz, como el que se manifiesta en el resplandor del día, como Aquel cuyo juicio surgirá al modo de un fulgor. La "luz de su rostro" es una expresión que designa su providencia, su bondad y su revelación. El es la lámpara cuyo resplandor guía los pasos de los hombres, y los conduce hacia las alegrías de un día luminoso.

 También las tinieblas constituyen una imagen permanente en la Biblia. Al principio, las tinieblas envolvían la tierra. Las tinieblas simbolizan la locura, el ambiente propicio para la idolatría, la muerte, el infierno. Las tinieblas acompañan la muerte de Cristo: era la hora del poder de las tinieblas.

 

Sobre todo Jesucristo se revela como Luz: Yo soy la Luz del mundo, dice sin ambages en el evangelio de San Juan. Y luego de haber afirmado esto, devolvió la vista a un ciego de nacimiento, como para dar un signo de la verdad que acababa de proclamar. En ese mismo contexto se ubica el milagro del evangelio de hoy. Porque Cristo no solamente hizo milagros para favorecer a los enfermos y necesitados sino también para enseñanza nuestra, como signos de las realidades sobrenaturales que venía a revelar.

 

2. EL BAUTISMO: ILUMINACION

Cabe ahora preguntarse: ¿Qué sentido encierra esta metáfora de la luz? ¿Qué significa: Dios es luz, Cristo es luz? ¿O, corno decimos en el Credo, Luz de Luz? Decir que Cristo es luz es afirmar que Cristo es vida. Para los contemporáneos de Jesús este lenguaje era claro: nacer significaba pasar de las tinieblas a la luz, y la muerte era comparada con la puesta del sol. Ver la luz o ver el sol, eran sinónimos de vivir. Esa idea popular recibió una confirmación sublime y sobrenatural en la persona misma de Cristo, del cual nos dice San Juan: "En él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres". Términos que podrían ser invertidos sin que variase el sentido: "En él estaba la luz y la luz era la vida de los hombres". Decir, pues, que Cristo es la luz del mundo significa afirmar que Cristo es la vida del mundo.

Por eso el bautismo —sacramento gracias al cual recibimos la vida divina— era antiguamente llamado iluminación. A este respecto dice Clemente de Alejandría: "Cuando somos bautizados, desembarazados ya de las faltas que, a la manera de una nube, ponían un obstáculo al Espíritu divino, dejamos libre, sin velo y luminoso, a ese ojo del espíritu que es el único que nos permite contemplar lo divino...; el que acaba de ser regenerado ha sido iluminado". Porque el bautismo, amados hermanos, es el comienzo de nuestra fe. El que no tiene fe, anda en tinieblas. Merced al bautismo, nuestro espíritu ha adquirido nuevos ojos, los ojos de la fe, en virtud de los cuales nos hemos hecho capaces de percibir realidades que exceden el alcance de los ojos de carne. Viene aquí al caso recordar aquel texto que escuchamos en la primera lectura de esta misa, que es palabra de Dios por boca de Jeremías: "Los reúno desde los extremos de la tierra; hay entre ellos ciegos y lisiados...; los conduciré a los torrentes de agua". Los ciegos irán a las aguas. Los catecúmenos van al bautismo para recibir la vista, como el ciego Bartimeo fue a Jesús para que le diese la visión.

De ahí la hermosa expresión que utiliza San Pablo en su epístola a los tesalonicenses: "Vosotros sois todos hijos de la luz e hijos del día". Este privilegio, amados hermanos, es fuente de obligaciones. No podemos comportarnos como los malvados, como los hijos de la noche, como los súbditos del demonio, a quien Jesús llamó "Príncipe de las tinieblas". Porque, según dice también San Pablo: "Antes erais tinieblas, ahora sois luz en el Señor: caminad como hijos de la luz". Nuestro nacimiento bautismal, la nueva visión que hemos adquirido en el seno de las aguas, comporta una exigencia de vida cristiana, la de caminar como hijos de la luz. Llamados a ser, como Jesús, luz del mundo.

 

3. CARACTER CONTEMPLATIVO DE LA VIDA CRISTIANA

Finalmente, debemos recordar que la vida cristiana tiene un carácter contemplativo. Porque la luz sirve para ver. Y nosotros hemos sido llamados a ver. En eso consistirá precisamente la vida eterna, el ciclo. Allí veremos a Dios cara a cara, lo veremos tal cual es. Pero esa contemplación, que será nuestro quehacer por toda la eternidad, ha de iniciarse ya en este mundo. Comienza aquí de hecho con la fe, con la meditación. Como María que, según nos dice el evangelio, contemplaba todos los misterios de su Hijo meditándolos en su corazón. Las preferencias de nuestra época van a la acción, a las ocupaciones exteriores. Pero debemos saber que en el cristianismo el primado corresponde a la contemplación. Lo más importante que podemos hacer en esta tierra es contemplar. Porque eso, de algún modo, inaugura el ciclo.

Pronto nos adelantaremos a recibir el Cuerpo eucarístico de Jesús. Acerquémonos al Señor con la misma fe con que se aproximó a Jesús el ciego de Jericó. Este, al enterarse que por allí pasaba Jesús comenzó a gritar: Hijo de David, ten piedad de mí. Y, advertido de que el Señor lo llamaba, dio un salto y fue hacia El. Que su actitud sea para nosotros un ejemplo. En la Eucaristía no sólo vamos, como Bartimeo, hacia Jesús, sino que también Jesús viene a nuestro corazón. Nosotros, por la gracia de Dios, ya tenemos fe, ya hemos pasado de las tinieblas a la luz. No podemos, pues, dirigirle a Jesús la súplica que le dirigiera Bartimeo: "Maestro, que yo pueda ver". Pero quizás los ojos de nuestra fe estén enfermos. Quizás nuestra fe sea débil o mortecina. Quizás esté entenebrecida. En ese caso, pidamos al Señor que la acreciente. Que veamos más. De modo tal que la Eucaristía, que es precisamente el sacramento de la fe, nos prepare para las maravillas de la visión eterna, visión que irá de claridad en claridad. Encandilados en la contemplación de Dios por una eternidad

(SAENZ, A., Palabra y Vida, Ciclo B, Ediciones Gladius, Buenos Aires, 1993, p.279-282)

 

 

 

Aplicación: S. Juan Pablo II - ¡Grandes cosas ha hecho el Señor por nosotros!”.

 

¿Cuáles son estas “cosas grandes” de las que la liturgia de este domingo quiere testimoniar?

La primera “gran cosa” es la mies, la recolección de los campos. Escuchemos las palabras del Salmo, que nos presenta, ante todo, al que siembra con lágrimas, pare cosechar entre cantares (cfr. Sal 125/126,5) Y añade: “Al ir iba llorando llevando la semilla; al volver vuelve cantando trayendo sus gavillas” (ib.,6).

Cosa grande: la obra entera de la creación, el mundo y la tierra destinados al hombre, junto con todas las riquezas que esconde. La tierra que produce frutos, las espigas de los campos y el grano de las espigas, para hacer el pan, alimento de los hombres. Y tantos otros beneficios de la obra de la creación, destinados al uso del hombre en este mundo. Pero a condición de que él los sepa utilizar bien y de modo justo. Encontramos en el Evangelio un hombre que no ve, Bartimeo, hijo de Timeo (cfr. Mc 10,16) y en sus labios un grito: “Hijo de David, ten compasión de mí” (v.47). Jesús le pregunta: “¿Qué quieres que haga por ti?”. Y la respuesta: “Maestro, que pueda ver” (v.51). Y después de la palabra, el milagro. Bartimeo vio el mundo, el mundo creado por Dios, el mundo que el Creador ha ofrecido a los ojos, a las manos, al pensamiento de los hombres.

Y el Bartimeo del Evangelio de hoy se une a las palabras del Salmo: “¡Grandes cosas ha

hecho el Señor por mí!”.

 La restitución de la vista al ciego es un signo. Uno entre los muchos signos realizados por Cristo, para abrir entre sus oyentes la vista del alma, para que puedan ver que el Señor ha cambiado la suerte de Sión.

Para que vean interiormente y se den cuenta de “las grandes cosas que ha hecho el Señor” por el hombre, no sólo mediante la obra de la creación, sino aún más, mediante la obra de la redención.

“Dios, en efecto, ha amado tanto al mundo que le entregó a su único Hijo para que quien cree en Él no muera, sino que tenga la vida eterna”, según las palabras del Evangelio de San Juan (3,16).

¡Qué “gran cosa” es la encarnación, la redención mediante la cruz y la resurrección, la que el hombre las vea!

Es necesario que el hombre abra los ojos y que vea, con la mirada de la fe, a Cristo,

que es Mediador y Sacerdote de la nueva y eterna Alianza.

De este Mediador y Sacerdote nos habla hoy la Carta a los Hebreos: “Escogido entre

los hombres, está puesto para representar a los hombres en el culto a Dios” (5,1).

-está puesto: “para ofrecer dones y sacrificios por los pecados”

-está puesto: “para comprender a los ignorantes y extraviados” (5,2).

¡Cristo “fue” semejante Mediador y Sacerdote, y lo es! Esto ha sido realizado por el

Padre, que le ha dicho: “Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy” (5,5); y en otro

lugar: “Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec” (5,6).

Bartimeo, curado milagrosamente de su ceguera, abrió los ojos y vio ante sí a Jesús, el

Hijo de David.

Abramos la mirada de nuestra fe, para ver a Cristo con la plena luz del Evangelio. Y mirando con los ojos de la fe a quien es Mediador y Sacerdote -el único Mediador y Sacerdote entre Dios y los hombres, y Sacerdote según el rito de Melquisedec-, repitamos una vez más, y hagámoslo con la mayor pasión y con la mayor fuerza de convicción: ¡El Señor ha hecho cosas grandes por nosotros!

El Profeta Jeremías nos dice: “Mirad que yo los traigo del país del norte, y los recojo de los confines de la tierra. Entre ellos, el ciego y el cojo, la preñada y la parida a una. Gran asamblea vuelve acá. Con lloro vienen y con súplicas los devuelvo, los llevo a arroyos de agua por camino llano, en que no tropiecen. Porque yo soy para Israel un padre, y Efraím es mi primogénito” (Jer 31,8-9).

(Homilía en la Parroquia de Santa María de la Presentación, 24 de Octubre de 1982)

 

 

Aplicación: SS. Benedicto XVI - la tierra de promisión

 

Venerados hermanos; queridos hermanos y hermanas:

He aquí un mensaje de esperanza para África: lo acabamos de escuchar de la Palabra de Dios. Es el mensaje que el Señor de la historia no se cansa de renovar para la humanidad oprimida y sometida de cada época y de cada tierra, desde que reveló a Moisés su voluntad sobre los israelitas esclavos en Egipto: "He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto; he escuchado su clamor (...); conozco sus sufrimientos. He bajado para librarlo (...) y para subirlo de esta tierra a una tierra buena y espaciosa, a una tierra que mana leche y miel" (Ex 3, 7-8).

¿Cuál es esta tierra? ¿No es el Reino de la reconciliación, de la justicia y de la paz, al que está llamada la humanidad entera? El designio de Dios no cambia. Es lo mismo que profetizó Jeremías, en los magníficos oráculos denominados "Libro de la consolación", del que está tomada la primera lectura de hoy. Es un anuncio de esperanza para el pueblo de Israel, postrado por la invasión del ejército de Nabucodonosor, por la devastación del Jerusalén y del Templo, y por la deportación a Babilonia. Un mensaje de alegría para el "resto" de los hijos de Jacob, que anuncia un futuro para ellos, porque el Señor los volverá a conducir a su tierra, a través de un camino recto y fácil. Las personas necesitadas de apoyo, como el ciego y el cojo, la mujer embarazada y la parturienta, experimentarán la fuerza y la ternura del Señor: él es un padre para Israel, dispuesto a cuidar de él como su primogénito (cf. Jr 31, 7-9). El designio de Dios no cambia. A través de los siglos y de las vicisitudes de la historia, apunta siempre a la misma meta: el Reino de la libertad y de la paz para todos. Y esto implica su predilección por cuantos están privados de libertad y de paz, por cuantos han visto violada su dignidad de personas humanas.

Pensamos en particular en los hermanos y hermanas que sufren pobreza, enfermedades, injusticias, guerras y violencias, y emigraciones forzadas. Estos hijos predilectos del Padre celestial son como el ciego del Evangelio, Bartimeo, que "mendigaba sentado junto al camino" (Mc 10, 46) a las puertas de Jericó. Precisamente por ese camino pasa Jesús Nazareno. Es el camino que lleva a Jerusalén, donde se consumará la Pascua, su Pascua sacrificial, a la que se encamina el Mesías por nosotros. Es el camino de su éxodo que es también el nuestro: el único camino que lleva a la tierra de la reconciliación, de la justicia y de la paz. En ese camino el Señor encuentra a Bartimeo, que ha perdido la vista. Sus caminos se cruzan, se convierten en un único camino. "¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!", grita el ciego con confianza.

 Replica Jesús: "¡Llamadlo!", y añade: "¿Qué quieres que te haga?

". Dios es luz y creador de la luz. El hombre es hijo de la luz, está hecho para ver la luz, pero ha perdido la vista, y se ve obligado a mendigar. Junto a él pasa el Señor, que se ha hecho mendigo por nosotros: sediento de nuestra fe y de nuestro amor. "¿Qué quieres que te haga?". Dios lo sabe, pero pregunta; quiere que sea el hombre quien hable. Quiere que el hombre se ponga de pie, que encuentre el valor de pedir lo que le corresponde por su dignidad. El Padre quiere oír de la voz misma de su hijo la libre voluntad de ver de nuevo la luz, la luz para la que lo ha creado. "Rabbuní, ¡que vea!". Y Jesús le dice: "Vete, tu fe te ha salvado. Y al instante recobró la vista y lo seguía por el camino" (Mc 10, 51-52).

 Sí, la fe en Jesucristo —cuando se entiende bien y se practica— guía a los hombres y a los pueblos a la libertad en la verdad o, por usar las tres palabras del tema sinodal, a la reconciliación, a la justicia y a la paz. Bartimeo que, curado, sigue a Jesús por el camino, es imagen de la humanidad que, iluminada por la fe, se pone en camino hacia la tierra prometida. Bartimeo se convierte a su vez en testigo de la luz, narrando y demostrando en primera persona que había sido curado, renovado y regenerado. Esto es la Iglesia en el mundo: comunidad de personas reconciliadas, artífices de justicia y de paz; "sal y luz" en medio de la sociedad de los hombres y de las naciones. Por eso el Sínodo ha reafirmado con fuerza —y lo ha manifestado— que la Iglesia es familia de Dios, en la que no pueden subsistir divisiones de tipo étnico, lingüístico o cultural. Testimonios conmovedores nos han mostrado que, incluso en los momentos más tenebrosos de la historia humana, el Espíritu Santo actúa y transforma los corazones de las víctimas y de los perseguidores para que se reconozcan hermanos. La Iglesia reconciliada es una poderosa levadura de reconciliación en cada país y en todo el continente africano. La segunda lectura nos ofrece otra perspectiva: la Iglesia, comunidad que sigue a Cristo por el camino del amor, tiene una forma sacerdotal.

La categoría del sacerdocio, como clave de interpretación del misterio de Cristo, y en consecuencia de la Iglesia, fue introducida en el Nuevo Testamento por el autor de la Carta a los Hebreos. Su intuición parte del Salmo 110, citado en el pasaje de hoy, donde el Señor Dios, con juramento solemne, asegura al Mesías: "Tu eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec" (v. 4). Esa referencia recuerda otra, tomada del Salmo 2, en la que el Mesías anuncia el decreto del Señor que dice de él: "Tu eres mi hijo, yo te he engendrado hoy" (v. 7). De estos textos deriva la atribución a Jesucristo del carácter sacerdotal, no en sentido genérico, sino más bien "según el rito de Melquisedec", es decir, el sacerdocio sumo y eterno, cuyo origen no es humano sino divino. Si todo sumo sacerdote "es tomado de entre los hombres y está puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios" (Hb 5, 1), solo él, Cristo, el Hijo de Dios, posee un sacerdocio que se identifica con su propia Persona, un sacerdocio singular y trascendente, del que depende la salvación universal. Cristo ha transmitido su sacerdocio a la Iglesia mediante el Espíritu Santo; por lo tanto, la Iglesia tiene en sí misma, en cada miembro, en virtud del Bautismo, un carácter sacerdotal. Pero el sacerdocio de Jesucristo —este es un aspecto decisivo— ya no es principalmente ritual, sino existencial. La dimensión del rito no queda abolida, pero, como se manifiesta claramente en la institución de la Eucaristía, toma significado del misterio pascual, que lleva a cumplimiento los sacrificios antiguos y los supera. Así nacen a la vez un nuevo sacrificio, un nuevo sacerdocio y también un nuevo templo, y los tres coinciden con el misterio de Jesucristo.

La Iglesia, unida a él mediante los sacramentos, prolonga su acción salvífica  y así sembrar esperanza.

Que la Virgen María os recompense a todos y cada uno, y obtenga a la Iglesia en

África crecer en todos los lugares de ese gran continente, difundiendo por doquier la

"sal" y la "luz" del Evangelio.

(Clausura de la II Asamblea Especial para África del Sínodo de los Obispos,

Basílica Vaticana, Domingo 25 de octubre de 2009)

 

 

Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - La oración perseverante del ciego, Mc 10, 46-52

 

Bartimeo era un “mendigo ciego”

Cuando Jesús le pregunta ¿qué quieres? Él ni se preocupa de su falta de bienes materiales sino que pide la salud física.

La salud física vale más que las cosas materiales ¿Cuánto más valdrá la salud espiritual?[1]

El ciego le pide ver, no le pide bienes materiales, porque sabe que con la salud física podrá proveerse de ellos.

Este detalle me parece importante, para resaltar la escala de valores que se da naturalmente en un hombre.

La gente dice: mientras haya salud todo está bien, es decir, al menos en la teoría vale para ellos más la salud física que las cosas materiales. En la realidad no es tan así. Hay mucha gente que se quita la salud por conseguir bienes materiales y hasta se quita la vida cuando pierde bienes materiales.

La salud corporal es manifestación de la vida, la enfermedad es signo de muerte. Lo que da la vida es el alma, por eso cuando el alma se separa del cuerpo, el cuerpo se vuelve cadáver y se disgrega. Lo que mantiene unido al cuerpo y le da vida es el alma. Por eso el alma vale más que la salud corporal. Sin alma no habría salud corporal sino muerte.

El cuerpo sin alma se corrompe. ¿Y el alma puede morir? El alma no puede morir. Sin embargo, decimos que un alma está muerta cuando no tiene a Dios. Dios es el alma del alma. El alma sin Dios es, metafóricamente hablando, un alma muerta. Así como el alma da vida al cuerpo, Dios da vida al alma. Y así como el cuerpo es por el alma, el alma es por Dios. El alma separada de Dios está muerta y cuando esa separación es irrevocable, el alma está en el infierno.

El alma unida a Dios tiene vida y cuando esa unión se eterniza el alma está en el cielo.

Los bienes materiales ayudan a la salud y la salud es para que el hombre pueda vivir unido a Dios. Esa es la escalera de valores verdadera. Bartimeo le pide a Jesús “ver”, salud corporal, pero antes lo ha confesado como el Mesías. Cristo viendo su fe, quiere el milagro, “anda, tu fe te ha salvado”. Recobrada su salud corporal se une a los seguidores de Jesús “le seguía por el camino”. Bartimeo recobra la salud física porque tiene fe en Jesús y esa fe es la que dispone al milagro y se manifiesta en el servicio de Dios una vez curado. Muchas veces Dios no permite la salud física porque sería en perjuicio de la salud espiritual.

La oración del ciego es perseverante. Le pide a Jesús que se compadezca por dos veces y con gritos. Las lágrimas y el gemido de un corazón angustiado que recurre a Dios es muy acepto y consigue lo que pide. Y a pesar de los obstáculos que querían acallar su voz, las dudas y los miedos que le hacen desistir de perseverar en las súplicas, Bartimeo siguió gritando.

Bartimeo apela a la compasión de un corazón tierno, un corazón humano que conoce el sufrimiento y que tiene la debilidad de ser misericordioso. Toca, por decir así, el punto crítico del corazón de Jesús y Jesús lo llama.

Bartimeo ve con el alma aunque no vea con el cuerpo y la luz en su alma le hace recuperar la visión corporal. Una vez recibida la gracia, mucho más crece su visión interior y quitada la imposibilidad corporal sigue a Jesús. Muchos ven con los ojos corporales pero son ciegos en su interior como los fariseos[2] o como la gente del mundo. Nosotros pidamos y busquemos la luz del alma que es Jesús[3] para poder ver y demos gracias por la visión corporal.

 

 

Aplicación: P. Jorge Loring, S.J. - Domingo Trigésimo del Tiempo Ordinario - Año B Mc. 10:46-52

 

1.- El ciego oye que pasa Jesús y le llama a gritos. No quiere dejar pasar a Jesús sin obtener su ayuda.

2.-Jesús le pregunta, ¿qué quieres? Jesús sabía lo que el ciego necesitaba, pero quiere que se lo pidamos. 3.- El ciego le pide ver. Nosotros muchas veces también necesitamos ver la voluntad de Dios en nuestra vida: para saber perdonar de corazón, para ver el valor redentor¿ del dolor, para corregir nuestros defectos, etc.

4.- El ciego llamaba a Jesús, y los demás le decían que se calle. El mundo no tolera que se confiese la fe. En la celebración de los 25 años del Pontificado del Papa Juan Pablo II el corresponsal de TVE se declaró católico, y el diario EL PAIS le atacó duramente por ello. En cambio muere Manuel Vázquez Montalbán que siempre se ha presentado como comunista, en su esquela mortuoria se suprimió la cruz, y en Barcelona se le enterró sin misa, el mismo periódico EL PAIS lo exalta como hombre que ha sido toda su vida coherente con sus ideas.

5.- Esta doble medida exaltando a los que presumen de ateos, y menospreciando a los que se confiesan católicos es una vieja técnica de los enemigos de la Iglesia para amedrentar a los católicos.

6.- Lo malo es que muchos católicos caen en la trampa, y se avergüenzan de ser católicos. Lo disimulan. Y si lo manifiestan, lo hacen tímidamente, como pidiendo perdón por serlo.

7.- Dijo Cristo: «A quien me confiese ante los hombres, yo lo defenderé ante mi Padre.

Pero no al que se avergüence de Mí». Tenemos que ser valientes en defender a Cristo

y a su Iglesia, siempre que se nos presente ocasión. Hacerlo con prudencia, pero con valentía. Y si esto nos causa contratiempos, Dios nos lo premiará.

 

 

 

 

Directorio Homilético: Trigésimo domingo del Tiempo Ordinario

 

CEC 547-550: Jesús manifiesta los signos mesiánicos

CEC 1814-1816: la fe es un don de Dios

CEC 2734-2737: la confianza filial en la oración

 

Los signos del Reino de Dios

547 Jesús acompaña sus palabras con numerosos "milagros, prodigios y signos" (Hch 2, 22) que manifiestan que el Reino está presente en El. Ellos atestiguan que Jesús es el Mesías anunciado (cf, Lc 7, 18-23).

548 Los signos que lleva a cabo Jesús testimonian que el Padre le ha enviado (cf. Jn 5, 36; 10, 25). Invitan a creer en Jesús (cf. Jn 10, 38). Concede lo que le piden a los que acuden a él con fe (cf. Mc 5, 25-34; 10, 52; etc.). Por tanto, los milagros fortalecen la fe en Aquél que hace las obras de su Padre: éstas testimonian que él es Hijo de Dios (cf. Jn 10, 31-38). Pero también pueden ser "ocasión de escándalo" (Mt 11, 6). No pretenden satisfacer la curiosidad ni los deseos mágicos. A pesar de tan evidentes milagros, Jesús es rechazado por algunos (cf. Jn 11, 47-48); incluso se le acusa de obrar movido por los demonios (cf. Mc 3, 22).

549 Al liberar a algunos hombres de los males terrenos del hambre (cf. Jn 6, 5-15), de la injusticia (cf. Lc 19, 8), de la enfermedad y de la muerte (cf. Mt 11,5), Jesús realizó unos signos mesiánicos; no obstante, no vino para abolir todos los males aquí abajo (cf. LC 12, 13. 14; Jn 18, 36), sino a liberar a los hombres de la esclavitud más grave, la del pecado (cf. Jn 8, 34-36), que es el obstáculo en su vocación de hijos de Dios y causa de todas sus servidumbres humanas. 550 La venida del Reino de Dios es la derrota del reino de Satanás (cf. Mt 12, 26): "Pero si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios" (Mt 12, 28). Los exorcismos de Jesús liberan a los hombres del dominio de los demonios (cf Lc 8, 26-39). Anticipan la gran victoria de Jesús sobre "el príncipe de este mundo" (Jn 12, 31). Por la Cruz de Cristo será definitivamente establecido el Reino de Dios: "Regnavit a ligno Deus" ("Dios reinó desde el madero de la Cruz", himno "Vexilla Regis").

 

La fe

1814 La fe es la virtud teologal por la que creemos en Dios y en todo lo que El nos ha dicho y revelado, y que la Santa Iglesia nos propone, porque El es la verdad misma. Por la fe "el hombre se entrega entera y libremente a Dios" (DV 5). Por eso el creyente se esfuerza por conocer y hacer la voluntad de Dios. "El justo vivirá por la fe" (Rom 1,17). La fe viva "actúa por la caridad" (Gál 5,6). 1815 El don de la fe permanece en el que no ha pecado contra ella (cf Cc Trento: DS 1545). Pero, "la fe sin obras está muerta" (St 2,26): Privada de la esperanza y de la caridad, la fe no une plenamente el fiel a Cristo ni hace de él un miembro vivo de su Cuerpo.

1816 El discípulo de Cristo no debe sólo guardar la fe y vivir de ella, sino también profesarla, testimoniarla con firmeza y difundirla: "Todos vivan preparados para confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirle por el camino de la cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia" (LG 42; cf DH 14). El servicio y el testimonio de la fe son requeridos para la salvación: "Por todo aquél que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos" (Mt 10,32-33).

 

III LA CONFIANZA FILIAL

2734 La confianza filial se prueba en la tribulación (cf. Rm 5, 3-5), particularmente cuando se ora pidiendo para sí o para los demás. Hay quien deja de orar porque piensa que su oración no es escuchada. A este respecto se plantean dos cuestiones: Por qué la oración de petición no ha sido escuchada; y cómo la oración es escuchada o "eficaz".

 

 Queja por la oración no escuchada

2735 He aquí una observación llamativa: cuando alabamos a Dios o le damos gracias por sus beneficios en general, no estamos preocupados por saber si esta oración le es agradable. Por el contrario, cuando pedimos, exigimos ver el resultado. ¿Cuál es entonces la imagen de Dios presente en este modo de orar: Dios como medio o Dios como el Padre de Nuestro Señor Jesucristo?

2736 ¿Estamos convencidos de que "nosotros no sabemos pedir como conviene" (Rm 8, 26)? ¿Pedimos a Dios los "bienes convenientes"? Nuestro Padre sabe bien lo que nos hace falta antes de que nosotros se lo pidamos (cf. Mt 6, 8) pero espera nuestra petición porque la dignidad de sus hijos está en su libertad. Por tanto es necesario orar con su Espíritu de libertad, para poder conocer en verdad su deseo (cf Rm 8, 27).

2737 "No tenéis porque no pedís. Pedís y no recibís porque pedís mal, con la intención de malgastarlo en vuestras pasiones" (St 4, 2-3; cf. todo el contexto St 4, 1-10; 1, 5-8; 5, 16). Si pedimos con un corazón dividido, "adúltero" (St 4, 4), Dios no puede escucharnos porque él quiere nuestro bien, nuestra vida. "¿Pensáis que la Escritura dice en vano: Tiene deseos ardientes el espíritu que El ha hecho habitar en nosotros" (St 4,5)? Nuestro Dios está "celoso" de nosotros, lo que es señal de la verdad de su amor. Entremos en el deseo de su Espíritu y seremos escuchados:

 No te aflijas si no recibes de Dios inmediatamente lo que pides: es él quien quiere hacerte más bien todavía mediante tu perseverancia en permanecer con él en oración (Evagrio, or. 34). El quiere que nuestro deseo sea probado en la oración. Así nos dispone para recibir lo que él está dispuesto a darnos (San Agustín, ep. 130, 8, 17).

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