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Domingo 31 Tiempo Ordinario B: Comentarios de Sabios y Santos - Preparemos con ellos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada en la Misa Dominical 

 

Páginas relacionadas

 

 

A su disposición

Exégesis: Rudolf Schnackenburg - El mandamiento principal (Mc 12, 28-34)

Comentario Teológico: Benedicto XVI - Amor a Dios y amor al prójimo

Comentario Teológico: Santo Tomás de Aquino I - Del Amor de Dios y del prójimo

Comentario Teológico: Santo Tomás de Aquino II - Comentario a la Epístola a los Hebreos 7, 23-28

Santos Padres: San Juan Crisóstomo - El más grande mandamiento (Mt 22, 34-40)

Aplicación: San Alberto Hurtado (I) - La orientación fundamental del Catolicismo

Aplicación: San Alberto Hurtado (II) - La joven y el amor

Aplicación: Beato Columba Marmion - El mandamiento del amor

Aplicación: San Alfonso María de Ligorio - Sermón 46: Del Amor de Dios

Aplicación: Dr. D. Isidro Gomá - El Mandato máximo- Jesús Hijo y Señor de David (Mt 22, 34-46; Mc. 12, 28-37; Lc. 20, 41-44)

Aplicación: Manuel de Tuya - El primer mandamiento. 12,28-34 (Mt 22,34-40; Lc 10,25-28) Cf. Comentario a Mt 22,34-40.

Aplicación: Leonardo Castellani - Domingo decimoséptimo después de Pentecostés 22, 34-46; Mt 22, 34-40

Aplicación: R. P. Raniero Cantalamessa OFMCap - Amarás al Señor tu Dios

Ejemplos Predicables

 

 

 

La Palabra de Dios y yo - cómo acogerla
Falta un dedo: Celebrarla

 

Comentarios a Las Lecturas del Domingo



Exégesis: Rudolf Schnackenburg - El mandamiento principal (Mc 12, 28-34)

De nuevo procura Marcos enlazar la perícopa precedente con el nuevo diálogo. Un escriba, que por las circunstancias debía pertenecer a las filas de los fariseos, ha escuchado la polémica de Jesús con los saduceos, ha admirado su clara respuesta y está de acuerdo con él. Y así plantea a Jesús una cuestión de un tipo bien distinto. Se refiere al cumplimiento de la ley divina, del mejor modo posible, en la realidad de la vida cotidiana. Esta vez no se dice que Jesús haya sido sometido a prueba o que se pretenda sorprenderle en alguna palabra. Es un diálogo de escuela o doctrinal; sólo Mateo vuelve a convertirlo en una cuestión disputada con que los fariseos quieren tentar a Jesús (22,34s; cf. también Luc_10:25).

La respuesta de Jesús, con la que el escriba se muestra plenamente de acuerdo y a la que aporta su reflexión, según Marcos, era de extraordinaria importancia para la Iglesia primitiva. El mandamiento del amor es el meollo de la ética cristiana y encuentra un eco muy fuerte en las paráklesis (o discursos de exhortación) de la Iglesia primitiva. Lucas trae la declaración de Jesús en otro contexto poniendo todo el acento en el cumplimiento del precepto del amor (/Lc/10/25-37).

Es una resolución fundamental de Jesús, cuya importancia apenas puede sobrevalorarse, para la vida del hombre, para las relaciones entre religión y moralidad, para el comportamiento del individuo y de la humanidad toda. El problema del mandamiento máximo y compendio de todos interesaba muy particularmente al judaísmo. Pues desde que la religión judía fue evolucionando cada vez más hasta convertirse en una religión legalista, desde que los judíos veían su distintivo de pueblo de Dios principalmente en la tora que se les había dado, en la ley de Moisés sobre el Sinaí, que determinaba toda su vida, de un modo dichoso al par que agobiante, se había hecho inevitable el problema de cómo podían observarse los numerosos preceptos en la vida cotidiana y cómo se podía cumplir la voluntad de Dios y alcanzar la salvación, a pesar de la debilidad humana.

A través de la exposición farisaica de la ley de Moisés, que rodeaba a esa ley como una valla protectora, cada vez iban aumentando más los mandamientos y prohibiciones. Para entonces se contaban 613 mandamientos, entre los cuales 365 -tantas como los días del año- prohibiciones y 248 -según el supuesto número de miembros del cuerpo- prescripciones positivas. Se distinguía entre mandamientos grandes y pequeños, pesados y ligeros; pero la gente se preguntaba también cómo se podría resumir toda la tora en una breve sentencia. El célebre rabino Hilel, que vivió antes de Jesucristo, respondió así, según una tradición judía: «Lo que a ti te resulta molesto, no se lo hagas tú al prójimo; ahí está toda la ley, todo lo demás es interpretación.» El rabí Akiba, que murió por su fe en la sublevación de Bar-Kochba -hacia el 135 d.C.-, señalaba el amor al prójimo; y Simlay -hacia el 250 d.C.-, la fe. La entrega a los semejantes para cumplir la voluntad de Dios contaba, pues, ya en el judaísmo con una tradición.

Idea y obra de Jesús es la unión indisoluble entre amor a Dios y amor al prójimo. La pregunta del escriba «¿Cuál es el mandamiento primero de todos?», estaba planteada, pues, con toda seriedad y sin segundas intenciones. En ella resuena el interrogante angustioso de muchos contemporáneos de Jesús acerca del camino de la salvación, y con el que ya nos hemos encontrado a propósito del hombre rico (10,17). Interesante es también la petición de un discípulo al rabí Eliezer (hacia el 100 d.C.) en su lecho de muerte: «Maestro, enséñanos los caminos de la vida, para que por ellos seamos dignos de la vida del mundo futuro.» Jesús responde con la misma seriedad, pero también con una seguridad soberana. Su respuesta está formada por citas bíblicas que en el Pentateuco aparecen separadas. La primera es el comienzo del Shemá, así llamado por la primera palabra: «¡Escucha!» (Deu_6:4s). Unido a otros dos pasajes bíblicos el Shemá había pasado a ser la profesión de fe judía, que se recitaba cada día, mañana y tarde, ya en tiempos de Jesús, según una buena tradición. Era una confesión de fe monoteísta, pero que además obligaba a servir a ese Señor y amarle «con todo el corazón y con toda el alma».

Estas apostillas, que hacen más comprometedor el amor a Dios, difieren en número -en el Antiguo Testamento eran tres los giros- y en forma entre los distintos evangelistas. Subrayan en conjunto la intensidad y totalidad del amor y no requieren, así lo parece, ninguna explicación particular. Pero la exégesis judía se ocupó de tales matizaciones, y es buena prueba de su voluntad de tomar en serio la llamada de Dios el hecho de que los explicase de la manera más concreta posible. Como la palabra hebrea correspondiente a «alma» puede también significar «vida», se incluyó hasta la exigencia de dar la vida por Dios. Así se refiere del ya mencionado rabí Akiba que, cuando le llevaban al martirio y le arrancaban ya la carne a pedazos, era la hora del Shemá, y que se puso a recitarlo. Sus discípulos quisieron impedir este esfuerzo a su martirizado maestro, pero él les dijo: «A lo largo de toda mi vida me ha preocupado saber si este versículo ‘con toda tu alma’, incluía la entrega de la vida (el alma); y ahora que ya lo sé y lo estoy cumpliendo, ¿no lo voy a recitar?»; el otro giro «con todas tus fuerzas» se aplicaba corrientemente a la hacienda, a las posesiones materiales.

Jesús califica el mandamiento del amor a Dios como el «primero»; pero le une inmediatamente, como segundo, el amor al prójimo, según Lev_19:18. No vamos a explicarlo aquí con más detalle. Según la concepción veterotestamentaria, el «prójimo» era el compañero de religión, aunque según Lev_19:34 se le equiparaba también al extranjero que tenía su residencia en la tierra de Israel. La exégesis rabínica limitó más tarde el precepto del amor a los israelitas y a los prosélitos propiamente dichos; pero no faltaron otras voces que reclamaban la ampliación del mandamiento del amor a todos los hombres. Según otros pasajes de los Evangelios, especialmente la parábola del samaritano compasivo (Luc_10:30-37), Jesús adoptó una postura universalista, y exigió aceptar a cualquier hombre necesitado, independientemente de su pertenencia al pueblo y religión que fuesen.

Aquí no se expone esta interpretación del mandamiento del amor al prójimo; todo el interés recae en la conexión entre el amor de Dios y el amor al prójimo. «No hay mandamiento alguno mayor que éstos». De ese modo se equipara el amor al prójimo con el amor a Dios; es más, en el amor al prójimo es donde el amor de Dios tiene su campo de operaciones y donde consigue mantenerse. Según la consecuencia que saca el escriba, y que Jesús alaba, de que este doble amor está por encima de todos los holocaustos y sacrificios, y por lo mismo también sobre la adoración cúltica de Dios, habría que decir incluso que la realización del amor de Dios en el amor al prójimo constituye el verdadero núcleo de la resolución de Jesús.

Por lo demás, no puede negarse un cierto enfrentamiento a la adoración cúltica y unilateral de Dios en las enseñanzas y gestos de Jesús. En la parábola del samaritano compasivo se vitupera a los representantes del culto del templo; en Mar_7:6s se censura el culto de labios afuera; y la purificación del templo muestra de modo gráfico la dura crítica de Jesús al culto que hasta entonces venía practicándose en el templo, mezclado con las debilidades humanas, y sus exigencias de un nuevo servicio moral a Dios.

Mas del doble precepto del amor a Dios y al prójimo tampoco se puede deducir que el amor de Dios se agote en la mera filantropía (cf. el comentario al 12,41-44). La vinculación de ambos preceptos apenas está atestiguada en el judaísmo; así, escribe Filón de Alejandría: «Existen, por decirlo así, dos doctrinas fundamentales, a las que se subordinan las innumerables doctrinas y leyes particulares: en lo que a Dios se refiere, el mandamiento de la adoración divina y de la piedad; por lo que hace al hombre, el mandamiento del amor al prójimo y de la justicia» (Sobre los distintos mandamientos II, § 63). Pero la vinculación consecuente y la mutua subordinación del amor a Dios y al prójimo con la claridad y resolución con que Jesús las ha expuesto, son algo único.

El escriba reflexiona sobre la respuesta de Jesús, reconoce su profunda verdad y saca la consecuencia de que este amor a Dios y este amor al prójimo es superior a todos los sacrificios del templo. Por ello obtiene la aprobación y elogio de Jesús: «No estás tú lejos del reino de Dios.» Como en otros lugares el reino de Dios aparece como una realidad introducida por Dios y ya inminente (1,15), aquí sólo se puede pensar en la participación de este escriba en el mismo. Se encuentra en el mejor camino para entrar de una vez en el reino de Dios.

Mateo ha omitido este desenlace del diálogo, cosa comprensible en su planteamiento del mismo como disputa. Marcos evidencia una postura más ecuménica: a pesar de los frecuentes ataques contra los doctores de la ley (2,6; 3,22, etc.), a pesar de la advertencia a guardarse de los mismos, que también Marcos consigna (12,38s), hay algunos que se abren a la predicación de Jesús. La comunidad no debe cerrarles las puertas; hay que reconocer el bien doquiera que se encuentre. La observación final de que ya nadie osaba plantear más cuestiones a Jesús, no se refiere ya especialmente a esta última escena, sino que subraya más bien el fin de las disputas anteriores al tiempo que (…) introduce la perícopa inmediata en que la pregunta parte del propio Jesús poniendo en evidencia a los escribas.
(SCHNACKENBURG, R., El Evangelio según San Marcos, en El Nuevo Testamento y su Mensaje, Editorial Herder)



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Comentario Teológico: Benedicto XVI - Amor a Dios y amor al prójimo

16. Después de haber reflexionado sobre la esencia del amor y su significado en la fe bíblica, queda aún una doble cuestión sobre cómo podemos vivirlo: ¿Es realmente posible amar a Dios aunque no se le vea? Y, por otro lado: ¿Se puede mandar el amor? En estas preguntas se manifiestan dos objeciones contra el doble mandamiento del amor. Nadie ha visto a Dios jamás, ¿cómo podremos amarlo? Y además, el amor no se puede mandar; a fin de cuentas es un sentimiento que puede tenerse o no, pero que no puede ser creado por la voluntad. La Escritura parece respaldar la primera objeción cuando afirma: « Si alguno dice: ‘‘amo a Dios'', y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve » (1 Jn 4, 20). Pero este texto en modo alguno excluye el amor a Dios, como si fuera un imposible; por el contrario, en todo el contexto de la Primera carta de Juan apenas citada, el amor a Dios es exigido explícitamente. Lo que se subraya es la inseparable relación entre amor a Dios y amor al prójimo. Ambos están tan estrechamente entrelazados, que la afirmación de amar a Dios es en realidad una mentira si el hombre se cierra al prójimo o incluso lo odia. El versículo de Juan se ha de interpretar más bien en el sentido de que el amor del prójimo es un camino para encontrar también a Dios, y que cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios.

17. En efecto, nadie ha visto a Dios tal como es en sí mismo. Y, sin embargo, Dios no es del todo invisible para nosotros, no ha quedado fuera de nuestro alcance. Dios nos ha amado primero, dice la citada Carta de Juan (cf. 4, 10), y este amor de Dios ha aparecido entre nosotros, se ha hecho visible, pues « Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él » (1 Jn 4, 9). Dios se ha hecho visible: en Jesús podemos ver al Padre (cf. Jn 14, 9). De hecho, Dios es visible de muchas maneras.

En la historia de amor que nos narra la Biblia, Él sale a nuestro encuentro, trata de atraernos, llegando hasta la Última Cena, hasta el Corazón traspasado en la cruz, hasta las apariciones del Resucitado y las grandes obras mediante las que Él, por la acción de los Apóstoles, ha guiado el caminar de la Iglesia naciente. El Señor tampoco ha estado ausente en la historia sucesiva de la Iglesia: siempre viene a nuestro encuentro a través de los hombres en los que Él se refleja; mediante su Palabra, en los Sacramentos, especialmente la Eucaristía. En la liturgia de la Iglesia, en su oración, en la comunidad viva de los creyentes, experimentamos el amor de Dios, percibimos su presencia y, de este modo, aprendemos también a reconocerla en nuestra vida cotidiana. Él nos ha amado primero y sigue amándonos primero; por eso, nosotros podemos corresponder también con el amor. Dios no nos impone un sentimiento que no podamos suscitar en nosotros mismos. Él nos ama y nos hace ver y experimentar su amor, y de este « antes » de Dios puede nacer también en nosotros el amor como respuesta.

En el desarrollo de este encuentro se muestra también claramente que el amor no es solamente un sentimiento. Los sentimientos van y vienen. Pueden ser una maravillosa chispa inicial, pero no son la totalidad del amor. Al principio hemos hablado del proceso de purificación y maduración mediante el cual el eros llega a ser totalmente él mismo y se convierte en amor en el pleno sentido de la palabra. Es propio de la madurez del amor que abarque todas las potencialidades del hombre e incluya, por así decir, al hombre en su integridad.

El encuentro con las manifestaciones visibles del amor de Dios puede suscitar en nosotros el sentimiento de alegría, que nace de la experiencia de ser amados. Pero dicho encuentro implica también nuestra voluntad y nuestro entendimiento. El reconocimiento del Dios viviente es una vía hacia el amor, y el sí de nuestra voluntad a la suya abarca entendimiento, voluntad y sentimiento en el acto único del amor. No obstante, éste es un proceso que siempre está en camino: el amor nunca se da por « concluido » y completado; se transforma en el curso de la vida, madura y, precisamente por ello, permanece fiel a sí mismo. Idem velle, idem nolle,[9] querer lo mismo y rechazar lo mismo, es lo que los antiguos han reconocido como el auténtico contenido del amor: hacerse uno semejante al otro, que lleva a un pensar y desear común. La historia de amor entre Dios y el hombre consiste precisamente en que esta comunión de voluntad crece en la comunión del pensamiento y del sentimiento, de modo que nuestro querer y la voluntad de Dios coinciden cada vez más: la voluntad de Dios ya no es para mí algo extraño que los mandamientos me imponen desde fuera, sino que es mi propia voluntad, habiendo experimentado que Dios está más dentro de mí que lo más íntimo mío.[10] Crece entonces el abandono en Dios y Dios es nuestra alegría (cf. Sal 73 [72], 23-28).

18. De este modo se ve que es posible el amor al prójimo en el sentido enunciado por la Biblia, por Jesús. Consiste justamente en que, en Dios y con Dios, amo también a la persona que no me agrada o ni siquiera conozco. Esto sólo puede llevarse a cabo a partir del encuentro íntimo con Dios, un encuentro que se ha convertido en comunión de voluntad, llegando a implicar el sentimiento. Entonces aprendo a mirar a esta otra persona no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo. Su amigo es mi amigo. Más allá de la apariencia exterior del otro descubro su anhelo interior de un gesto de amor, de atención, que no le hago llegar solamente a través de las organizaciones encargadas de ello, y aceptándolo tal vez por exigencias políticas. Al verlo con los ojos de Cristo, puedo dar al otro mucho más que cosas externas necesarias: puedo ofrecerle la mirada de amor que él necesita. En esto se manifiesta la imprescindible interacción entre amor a Dios y amor al prójimo, de la que habla con tanta insistencia la Primera carta de Juan.

Si en mi vida falta completamente el contacto con Dios, podré ver siempre en el prójimo solamente al otro, sin conseguir reconocer en él la imagen divina. Por el contrario, si en mi vida omito del todo la atención al otro, queriendo ser sólo « piadoso » y cumplir con mis « deberes religiosos », se marchita también la relación con Dios. Será únicamente una relación « correcta », pero sin amor. Sólo mi disponibilidad para ayudar al prójimo, para manifestarle amor, me hace sensible también ante Dios. Sólo el servicio al prójimo abre mis ojos a lo que Dios hace por mí y a lo mucho que me ama. Los Santos —pensemos por ejemplo en la beata Teresa de Calcuta— han adquirido su capacidad de amar al prójimo de manera siempre renovada gracias a su encuentro con el Señor eucarístico y, viceversa, este encuentro ha adquirido realismo y profundidad precisamente en su servicio a los demás. Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables, son un único mandamiento. Pero ambos viven del amor que viene de Dios, que nos ha amado primero. Así, pues, no se trata ya de un « mandamiento » externo que nos impone lo imposible, sino de una experiencia de amor nacida desde dentro, un amor que por su propia naturaleza ha de ser ulteriormente comunicado a otros. El amor crece a través del amor. El amor es « divino » porque proviene de Dios y a Dios nos une y, mediante este proceso unificador, nos transforma en un Nosotros, que supera nuestras divisiones y nos convierte en una sola cosa, hasta que al final Dios sea « todo para todos » (cf. 1 Co 15, 28).
(BENEDICTO XVI, Encíclica Deus Caritas est, nn 16-18)



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Comentario Teológico: Santo Tomás de Aquino I - Del Amor de Dios y del prójimo

Interrogado Cristo antes de su Pasión, por legisperitos, sobre cuál fuese el mayor y primer mandamiento, dijo -Mt 22, 37-: "amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente: este es el mayor y primer mandamiento". Y en verdad este es, muy claramente, el mayor y el más noble y el más útil entre todos los mandamientos; en éste se encierran todos los demás. Pero para poder cumplir perfectamente con este precepto del amor, cuatro cosas se requieren:

La primera es la recordación de los divinos beneficios; porque cuanto tenemos, el alma, el cuerpo, los bienes exteriores, de Dios los tenemos. Y por eso es forzoso servirle con todas las cosas y que lo amemos con perfecto corazón. En efecto, demasiado ingrato es el que pensando en los beneficios de alguien no lo ama. Recapacitando en estas cosas, decía David, I Paralip 29, 14: "Tuyas son todas las cosas: las que de tu mano hemos recibido son las que te damos". Y por eso en alabanza de David dice el Eclesiástico, 47, 10: "Con todo su corazón alabó al Señor, y amó al Señor que lo creó".

La segunda es el considerar la divina excelencia. En efecto, Dios es más grande que nuestro corazón -I Juan 3-; así es que si le servimos con todo el corazón y todas las fuerzas, aún así no es lo suficiente. Eclesiástico 43, 32-33: "Alabando al Señor cuanto podáis, aún así El estará muy por encima. Al bendecir al Señor, exaltadlo cuanto podáis, pues El es más grande que toda alabanza". La tercera es el renunciación de lo mundano y terreno. En efecto, gran injuria le infiere a Dios el que lo iguala con algo. Isaías 40, 18: "¿Con qué compararéis a Dios?". Pues bien, a Dios lo igualamos con otras cosas cuando al mismo tiempo que a Dios amamos cosas temporales y corruptibles. Pero esto es del todo imposible. Por lo cual se dice en Isaías 28, 20: "Tan estrecho es el lecho, que uno más se caería; y tan chica la cobija, que no podría cubrir a otro más". Aquí el corazón del hombre es asimilado a un lecho estrecho y a una cobija chica. En efecto, el corazón humano es estrecho con relación a Dios. Por lo cual cuando en tu corazón recibes algo que no sea El, a El lo arrojas, porque El no tolera copartícipe en el alma, como tampoco el varón lo acepta en su esposa. Por lo cual dice El mismo en Éxodo 20, 5: "Yo soy tu Dios celoso". En efecto, El no quiere que amemos nada tanto como a El o fuera de EL. La cuarta es el evitar totalmente el pecado. En efecto, nadie que viva en pecado puede amar a Dios. Mt 6, 24: "No podéis servir a Dios y a las riquezas". Así es que si vivís en pecado, no amáis a Dios. En cambio, le amaba el que le decía -Isaías 38, 3-: "Acuérdate de que he andado fielmente delante de Ti y con perfecto corazón". Y Elías decía -3 Reyes 18, 21-: "¿Hasta cuándo claudicaréis de un lado y de otro?". Así como el que cojea, se inclina ya de un lado, ya del otro; así el pecador, ora peca, ora se esfuerza por buscar a Dios. Por lo cual Dios le dice -Joel, 2, 12-: "Convertíos a Mí con todo vuestro corazón". Pero contra este precepto [de la Caridad] pecan dos categorías de hombres:

Aquellos, es claro, que evitan un pecado, por ejemplo el de lujuria, pero cometen otro, como el de usura. Pero no obstante se dañan, porque quien "peca en un punto, se hace reo de todos", como dice el Apóstol Santiago, 2, 10. También hay algunos que confiesan unos pecados y otros no, o dividen la confesión [en varias], según los diversos pecados. Pero éstos no ganan mérito; por el contrario, pecan en todas, porque intentan engañar a Dios y cometen una división en el sacramento.

En cuanto a los primeros, alguien ha dicho: "Es impío esperar de Dios la mitad del perdón". En cuanto a los segundos, dice el Salmo 61,9: "Derramad ante El vuestros corazones", porque es claro que en la confesión se debe revelar todo. Ya se demostró que el hombre debe darse a Dios. Ahora es menester considerar qué es lo que el hombre debe dar de sí a Dios. Pues bien, cuatro cosas, debe darle el hombre a Dios: esto es, el corazón, el alma, la mente y la fuerza. Por lo cual dice San Mateo -22, 37-: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y con toda tu capacidad", esto es, con todas tus fuerzas. Pero es de saberse que por corazón se entiende aquí la intención. Ahora bien, la intención es de tal fuerza que todas las obras las domina. Por lo cual las buenas acciones hechas con mala intención se convierten en malas. Luc 11, 34: "Si tu ojo (esto es, la intención) fuere perverso, todo el cuerpo estará en tinieblas", esto es, toda la masa de tus buenas obras será negra. Por eso en todas nuestras obras, la intención se debe poner en Dios. Dice el Apóstol en I Cor 10, 31: "Ya comáis, ya bebáis, o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios". Pero no basta la buena intención; antes bien es necesario que haya también recta voluntad, significada por el alma. En efecto, frecuentemente se obra con buena intención, pero inútilmente porque falta la recta voluntad, de modo que si alguien roba para alimentar a un pobre, hay cierta buena intención, pero falta la debida rectitud de la voluntad. Por lo cual no se justifica ningún mal hecho con buena intención. Rom 3, 8: "Los que dicen: hagamos el mal para que venga el bien serán justamente condenados".

Ahora bien, hay buena voluntad con [recta] intención cuando esa misma voluntad concuerda con la voluntad divina; lo cual pedimos diariamente diciendo: "Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo"; y el Salmo 39, 9 dice: "En hacer tu voluntad me complazco, Dios mío". Por lo cual se dice: "[amarás al Señor] con toda tu alma". En efecto, en la Sagrada Escritura frecuentemente el alma designa la voluntad, como en Hebr 10, 38: "Si [el justo] defecciona, no complacerá a mi alma", esto es, a mi voluntad. Pero a veces ocurre que hay buena intención y buena voluntad habiendo un pecado en el pensamiento.

Por lo cual debemos darle a Dios el entendimiento entero. Dice el Apóstol en 2 Cor 10, 5: "Doblegando todo pensamiento a la obediencia de Cristo". En efecto, muchos no pecan de obra, pero frecuentemente quieren pensar en los pecados mismos. Y contra ellos dice Isaías I, l6: "Disipad la maldad de vuestros pensamientos". Muchos hay igualmente que, confiando en su propia sabiduría, no quieren dar su asentimiento a la fe, y ésíos no entregan la mente a Dios. Contra ellos se dice en Prov 3, 5: "No te apoyes en tu propia prudencia". Pero todo esto no basta: es menester también darle a Dios toda nuestra pujanza y todos nuestros ímpetus. Salmo 58, 10: "Para ti guardaré mi pujanza". En efecto, hay algunos que emplean sus ímpetus en pecar, y en esto muestran su fortaleza. Contra ellos dice Isaías 5, 22: "¡Ay de vosotros los valientes para beber vino, los varones fuertes para provocar la ebriedad!". Otros manifiestan su poder o valor en dañar al prójimo, y deberían demostrarlos socorriéndolo. Prov 24, II: "Libra a los que son llevados a la muerte; y no ceses de librar a los que son arrastrados a la ruina". Así es que para amar a Dios debemos darle: la intención, la voluntad, la mente, los ímpetus. Habiendo sido interrogado Cristo sobre cuál fuese el mayor mandamiento, a esta única pregunta dio dos respuestas. Y la primera fue: "Amarás al Señor tu Dios", de lo cual ya hablamos. Y la segunda fue: "Y a tu prójimo como a ti mismo". Aquí hay que considerar que quien esto observa, cumple con toda la ley. Dice el Apóstol en Rom 13, 10: "La caridad es la plenitud de la ley". Debemos saber que cuatro motivos nos llevan a amar al prójimo.

Primero el amor divino; porque como dice I Juan 4,20: "Si alguno dice "yo amo a Dios", y odia a su hermano, es un mentiroso". En efecto, quien dice que ama a alguien, pero a un hijo suyo o un miembro suyo lo odia, miente. Ahora bien, todos los fieles somos hijos y miembros de Cristo. Dice el Apóstol en I Cor 12, 27: "Vosotros sois el cuerpo de Cristo, y miembros los unos de los otros". Por lo cual quien odia a su prójimo no ama a Dios. El segundo motivo es el precepto divino. En efecto, Cristo, al retirarse, entre todos los demás preceptos, este precepto principalmente les prescribió a los discípulos, diciendo -Juan 15, 12-: "Este es mi precepto: que os améis los unos a los otros tal como Yo os he amado". En efecto, ninguno que odie al prójimo guarda los preceptos divinos. Luego esta es la señal de la observancia de la ley divina: el amor al prójimo. Por lo cual dice el Señor en Juan 13, 35: "En esto conocerán todos que sois mis discípulos: si os amáis los unos a los otros". No dice que en la resurrección de los muertos, ni en algún otro milagro manifiesto; sino que esta es la señal: "si os amáis los unos a los otros". Y esto lo comprendía muy bien San Juan, pues decía -I Juan 3, 14-: "Sabemos que hemos sido trasladados de la muerte a la vida". ¿Y por qué? "Por que amamos a los hermanos. El que no ama, permanece en la muerte". El tercer motivo es la participación de la naturaleza. En efecto, como dice el Eclesiástico 13, 19: "Todo animal ama a su semejante". Por lo cual, como todos los hombres son semejantes por la naturaleza, deben amarse mutuamente. Por lo mismo, odiar al prójimo no sólo es contra la ley divina sino también contra la ley de la naturaleza.

El cuarto motivo es la consecución de una utilidad. En efecto, todo lo de uno les es útil a los demás por la caridad. Esta es, en efecto, lo que une a la Iglesia y hace comunes todas las cosas. Salmo 118, 63: "Yo participo con todos los que te temen y guardan tus mandamientos". "Amarás a tu prójimo como a ti mismo". Este es el segundo precepto de la ley, y trata del amor al prójimo. Ya dijimos cuánto debemos amar al prójimo. Ahora falta hablar del modo del amor. Lo cual se nos indica al decírsenos: "Como a ti mismo". A propósito de estas palabras podemos considerar cinco cosas, que debemos observar en el amor al prójimo. 1) Lo primero es que debemos amarlo verdaderamente como a nosotros mismos: así lo hacemos si lo amamos por él mismo, no por nosotros. Por lo cual es de observar que hay tres amores, de los cuales dos no son verdaderos, y el tercero sí lo es. El primero es por motivo de utilidad. Eclesiástico 6,10: 'Es tu amigo por participar de tu mesa, y no permanecerá en el día de la pobreza". Y ciertamente este amor no es verdadero. En efecto, desaparece al desaparecer el provecho. Y así no queremos el bien para el prójimo, sino que más bien queremos un bien que sea de utilidad para nosotros.

Y hay otro amor que procede de lo deleitable. Y tampoco este es verdadero, porque falta al faltar lo deleitable. Y así, con este amor, no queremos principalmente el bien para el prójimo, sino que más bien queremos su bien para nosotros. El tercero es amor porque su motivo es la virtud. Y sólo éste es verdadero. En efecto, de esa manera no amamos al prójimo por nuestro propio bien, sino por el suyo. 2) Lo segundo es que debemos amar ordenadamente, o sea, que no lo amemos más que a Dios o tanto como a Dios, sino que debes amarlo como a ti mismo. Cant 2, 4: "El ha ordenado en mí la caridad". Este orden lo enseñó el Señor en Mateo 10, 37, diciendo: "El que ama a su padre o a su madre más que a Mí no es digno de Mí, y el que ama a su hijo o a su hija más que a Mí, no es digno de Mí". 3) Lo tercero es que debemos amarlo de manera eficaz. En efecto, no sólo te amas, sino que también te procuras bienes empeñosamente, y evitas los males. Así también debes hacer con el prójimo. I Juan 3, 18:"No amemos de palabra ni de lengua, sino de obra y de Verdad". Pero ciertamente son malvados los que aman con la boca y dañan con el corazón. De ellos dice el Salmo 27, 3: "Hablan de paz con su prójimo, mientras la maldad está en su corazón". Dice el Apóstol en Rom 12, 9: "Que vuestra caridad sea sin doblez".

4) Lo cuarto es que debemos amarlo con perseverancia, como te amas a ti perseverantemente. Prov.17, 17: "En todo tiempo ama el que es amigo, y en la desventura se conoce bien al hermano", esto es, tanto en la adversidad como en la prosperidad; y más bien entonces, o sea, en el tiempo de la adversidad, es cuando mejor se reconoce al amigo, como dice la Escritura. Pero es de saberse que son dos las cosas que ayudan a conservar la amistad. En primer lugar la paciencia: "pues el varón iracundo suscita riñas", como se dice en Prov 26, 21. En segundo lugar la humildad, que produce lo primero, o sea la paciencia: Prov 13, 10: "Entre soberbios siempre hay contiendas". En efecto, el que se magnifica a sí mismo y desprecia a otro, no puede soportar sus defectos. 5) Lo quinto es que debemos amarlo justa y santamente, de suerte que no lo amemos para pecar, porque ni a ti has de amarte así, porque así perderías a Dios. Por lo cual dice Juan 15, 9: "Permaneced en mi caridad", caridad de la que dice el Eclesiástico, 24,24: "Yo soy la madre del amor hermoso". "Amarás a tu prójimo como a ti mismo". Malentendían este precepto judíos y fariseos, creyendo que Dios preceptuaba amar a los amigos y odiar a los enemigos; y por eso por prójimos entendían únicamente a los amigos. Pues bien, Cristo se propuso reprobar tal interpretación, diciendo en Mt 5, 44: "Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odian". Porque es de saberse que cualquiera que odia a su hermano no está en estado de salvación. I Juan 2, 9: "El que... odia a su hermano está en las tinieblas".

Pero es necesario notar que aun en esto se halla cierta contrariedad. En efecto, los santos odiaron a algunos. Dice el Salmo 138, 22: "Los odio con el más perfecto odio"; y el Evangelio en Lc 14, 26: "Si alguno no aborrece a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y hermanas, y aun su propia vida, no puede ser mi discípulo". Y por eso es de saberse que en todos nuestros actos los hechos de Cristo deben ser nuestro modelo. En efecto, Dios ama y odia. Porque en todo hombre se deben considerar dos cosas: a saber, la naturaleza y el pecado. Indudablemente, se debe amar en los hombres su naturaleza, pero odiar el pecado. Por lo cual sí alguien quiere que el hombre esté en el infierno, odiará su naturaleza; pero si alguien quiere que el hombre sea bueno, odiará el pecado, que siempre debe ser odiado. Salmo 5, 7: "Odiaste a todos los operadores de iniquidad". Sab I 1, 25: "Amas (Señor) todo cuanto existe y nada aborreces de cuanto has hecho". He aquí, pues, que Dios ama y odia: ama la naturaleza y odia el pecado.

Es de saberse también que a veces el hombre puede sin pecado hacer un mal: a saber, cuando hace un mal queriendo un bien; porque aun Dios obra así, como cuando se enferma y se convierte al bien un hombre que en salud era malo. Igualmente en la adversidad se convierte y es bueno el que en la prosperidad era malo, según aquello de Isaías, 28, 19: "El castigo os hará entender lo que oísteis". Igualmente si deseas el mal al tirano que destruye a la Iglesia en cuanto deseas el bien de la Iglesia por la destrucción del tirano. Por lo cual dice II Mac 1,17: "Por todo esto bendito sea Dios, que ha entregado a los impíos al castigo". Y esto todos deben quererlo no sólo con la voluntad sino de obra. En efecto, no es pecado colgar justamente a los malos; porque como escribe el Apóstol en Rom 13, los que obran así son ministros de Dios y guardan la caridad, porque la finalidad de la pena es a veces el castigo, a veces es un bien superior y más divino. En efecto, el bien de una ciudad es mayor que la vida de un solo hombre. P ero es de saberse que no basta no querer el mal, sino que es forzoso querer el bien, a saber, su enmienda [del culpable] y la vida eterna.

En efecto, hay dos maneras de querer el bien de otro. Primero, de un modo general, en cuanto es criatura de Dios y que puede participar de la vida eterna; y de otro modo, especial, en cuanto es amigo o compañero. Ahora bien, del amor general nadie está excluido. En efecto, cada quien debe orar por todos y en necesidad extrema auxiliar a quien sea. Pero no estás obligado a tener familiaridad con cualquiera, salvo si pide perdón, porque entonces sería un amigo; y si lo rechazares, tendrías odio a un amigo. Por lo cual dice San Mateo, 6, 14: "Si perdonáis a otros sus faltas, también os perdonará vuestros delitos vuestro Padre Celestial; pero si no perdonáis a los demás, tampoco os perdonará vuestros pecados vuestro Padre". Y en la oración dominical que trae San Mateo 6, 9, se dice: "Perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores". "Amarás a tu prójimo como a ti mismo". Ya dijimos que pecas si no concedes el perdón al que te lo pida; y que es de perfección si lo llamas a ti, aunque no estés obligado a ello. Pero son muchas las razones que te inducen a atraerlo hacia ti.

La primera es la conservación de la propia dignidad. En efecto, a diversas dignidades corresponden signos diversos. Ahora bien, nadie debe abandonar los signos de la propia dignidad. Por otra parte, entre todas las dignidades la mayor es la de ser hijo de Dios. Pues bien, el signo de tal dignidad es que ames al enemigo: Mt 5,44-45: "Amad a vuestros enemigos, para que seáis hijos de vuestro Padre, que está en los cielos". En efecto, el amor al amigo no es señal de la filiación divina, pues eso lo hacen los publícanos y los gentiles, como dice Mt 5, 46.La segunda es la obtención de una victoria, cosa que todos desean naturalmente. Es necesario, pues, que o atraigas al amor con tu bondad al que te ofendió, y entonces vences; o que otro te lleve al odio, y entonces eres vencido. Rom 12, 21: "No te dejes vencer del mal, antes vence al mal con el bien". La tercera es la obtención de múltiples ventajas. En efecto, así te procuras amigos. Rom 12, 20: "Sí tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber; que haciendo así amontonas carbones encendidos sobre su cabeza". Y San Agustín dice: "No hay mejor manera de suscitar el amor que adelantarse en amar. Pues nadie es tan duro que aunque no quiera regalar su amor, no quiera al menos corresponder"; porque, como dice el Eclesiástico, 6, 15: "Nada es comparable a un amigo fiel". Y Prov 16, 7: "Cuando los caminos del hombre son gratos a Yahvé, aun a los enemigos se concilia". La cuarta es que así tus preces más fácilmente serán oídas. Por lo que sobre aquello de Jer (5, I, "Aunque se me pusieran delante Moisés y Samuel", dice San Gregorio que Jeremías prefirió mencionar a éstos, por que rogaron por sus enemigos. Del mismo modo Cristo dijo -Lc 23, 34-: "Padre, perdónales". Igualmente San Esteban, orando por sus enemigos, le hizo un gran bien a la Iglesia, porque convirtió a San Pablo.

La quinta es el escapar del pecado, lo cual debemos desear por encima de todo. En efecto, a veces pecamos, ni buscamos a Dios; y Dios nos atrae a Sí o por la enfermedad o de alguna otra manera. Oseas 2, 6:"Cerraré tu camino con zarzas". Así fue atraído San Pablo. Salmo 118, 176: "Erré como oveja perdida. Busca a tu siervo, Señor". Cant 1, 4: "Llévame tras de ti". Pues bien, esto lo obtenemos si atraemos a nosotros al enemigo, ante todo perdonándolo; porque, como dice Lc 6, 38: "Indudablemente, con la misma medida con que midiereis seréis medidos"; y Lc 6, 37: "perdonad, y seréis perdonados"; y Mt 5, 7: "Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia". En efecto, no hay mayor misericordia que perdonar al ofensor.
(Santo Tomás de Aquino, De los dos Preceptos de la Caridad, Trad. de S. Abascal, Ed. Tradición, nnº 33-65)



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Comentario Teológico: Santo Tomás de Aquino II - Comentario a la Epístola a los Hebreos 7, 23-28

-"Además, aquellos sacerdotes fueron muchos. . ." Se vale de la otra cláusula que viene en el texto: "Tú eres sacerdote para siempre", e indica por qué se pone esta cláusula "para siempre", que le da pie para de mostrar que el sacerdocio de Cristo es de mayor eficacia que el sacerdocio del Antiguo Testamento. Y demuestra la verdad de su sacerdocio en que la muerte les impedía que durasen siempre, ya que por fuerza tenían que morir. De aquí que muerto Aarón le sucedió Eleazar -como se ve en Números 20- y así en adelante. Y así como vemos en las cosas naturales, en que se significan las espirituales, que las incorruptibles-como ya se dijo- no se multiplican dentro de la misma especie -de ahí que no haya sino sólo un sol; del mismo modo, por lo que hace al Antiguo Testamento que fue imperfecto, en las cosas espirituales, multiplicáronse los sacerdotes; señal de que aquel sacerdocio era corruptible, porque las cosas incorruptibles -como queda dicho- no se multiplican dentro de la misma especie; pero este sacerdote, es a saber, Cristo es in mortal pues permanece para siempre, como el Verbo del Padre, eterno, de cuya eternidad redunda también la eternidad en su cuerpo, porque Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no vuelve a morir. Por consiguiente, "como siempre permanece, posee eternamente el sacerdocio"; por cuya razón sólo Cristo es verdadero sacerdote; los demás, ministros o servidores suyos (1 Co. IV).

-"De aquí es que puede perpetuamente salvar a los que por medio suyo se presentan a Dios". Demuestra su eficacia y el modo en que es eficaz. La eficacia estriba en que la causa es siempre de más poder que su efecto; por tanto, una causa temporal no puede producir un efecto eterno. Ahora bien, el sacerdocio de Cristo es eterno; no así el levítico, como queda probado. Luego Cristo "puede perpetuamente salvar"; cosa que no pudiera hacer, si no tuviera un poder divino (Is. 45).

El modo está en "presentarse"; modo que describe por a excelencia del poder, de la naturaleza y de la piedad. Del poder, porque "se presenta por Sí mismo". Mas contra esto se objeta que el que se acerca a uno está a distancia de él, mas Cristo no está distante de Dios. Respondo: lo que el Apóstol quiere darnos a entender es la doble naturaleza de Cristo, es a saber, la humana -según la cual bien le cuadra acercarse, porque en ella está distante de Dios; pero ese acercamiento no es del estado de culpa al estado de gracia, sino por contemplación intelectual y afectiva y por consecución de la gloria-; y la divina, al decir que se acerca por Sí mismo a Dios; que, en caso de ser puro hombre, no pudiera por sí mismo acercarse (Jn. 6). Por tanto al decir el Apóstol que por Sí mismo se acerca, está demostrando el poder que tiene (Is. 63). Luego se acerca en cuanto hombre, mas por Sí mismo en cuanto Dios.

La excelencia de su naturaleza la demuestra diciendo: "siempre vivo"; pues de otra suerte su sacerdocio tuviera fin (Ap. 1).La excelencia de su piedad, al decir: "para interceder por nosotros"; que, aunque tan encumbrado y con poder tan grande, es junto con eso de entrañas piadosas, porque intercede en favor nuestro (1. Co. II): a) mostrándole al Padre la humanidad que por nosotros tomó. b) haciendo patente el deseo que su alma santísima tuvo de nuestra salud, con que intercede por nosotros.

Otra letra dice: "a los que por medio suyo se presentan a Dios", y entonces se refiere a los que salva, porque, en virtud de la fe que en El tienen, se acercan a Dios (Ro. V.).

-"A la verdad, tal como Este nos convenía que fue se nuestro pontífice..." De la excelencia de Cristo toma pie para demostrar la excelencia de su sacerdocio, haciendo ver: a) que la perfección de las condiciones que se requerían para el sacerdocio de la antigua ley, le ajusta cabalmente; b) sin tener sus imperfecciones. 4 son esas condiciones que debían hallarse en el sacerdote de la antigua ley:
1º ser santo; "pues ofrecen el incienso del Señor y los panes de su Dios, y por tanto deben ser santos" (Lv. 21,6). Cristo tuvo perfecta esta santidad, que consiste en una pureza consagrada a Dios, desde el principio de su concepción (Lc. 1; Mt. 1).

2º inocente. "Guarden mis preceptos, a fin de que no caigan en pecado" (Lv. 22, 9). Propiamente dícese inocencia la pureza respecto del prójimo (Salmo XV); y Cristo fue la misma inocencia puesto que no hizo pecado (Salmo 25).

3º inmaculado, y esto por lo que mira a Sí. "Ninguno en las familias de tu prosapia que tuviere algún defecto en el cuerpo ofrecerá los panes a su Dios" (Lv. 211 17); mas de Cristo se dice en figura que "será un cordero sin tacha" (Ex. I'2).

4º "segregado de los pecadores". "No mezclará la sangre de su linaje con gente plebeya" (Lv. 21, 1

5); y Cristo estuvo de todo punto segregado de los pecadores lo cual es cierto en cuanto a llevar una vida como la levan ellos (Sb. 2); no así en el trato y conversación, porque "se ha dejado ver sobre la tierra y ha conversado con los hombres" (Br. 3, 38); y esto en atención a ellos. "¿Cómo es que vuestro Maestro come con publicanos y pecadores?" (Mt. 9, II). Y a tal grado llegó esa segregación que aun "traspuso los cielos", esto es, que la humana naturaleza fue sublimada en El sobre toda celeste criatura (He. 3). Luego este sacerdote tiene harto y obrado para llenar la medida.

Por consiguiente, al decir: "el cual no tiene necesidad, como los demás sacerdotes, de ofrecer cada día sacrificios, primeramente por sus pecados y después por los del pueblo", aparte de El lo que tenía de imperfección el sacerdote legal, es a saber, la necesidad de un sacrificio de expiación, como se ve en Lv. 16: "inmolará un becerro por si y un macho cabrío por el pueblo". Luego oraba por sí, y no una, sino muchas veces; cuya razón es "porque la Ley constituyó sacerdotes a hombres flacos" (Sb. 9); pero "la palabra divina, confirmada con el juramento que ha hecho posteriormente a la Ley, constituyó al Hijo, que no tiene ninguna de estas imperfecciones, sino que es de todo punto perfecto y para siempre", es a saber, durará en su sacerdocio; pues no se ofreció por pecados suyos, sino por los nuestros solamente (Is. 53). Ni muchas veces tampoco, sino una vez sola (1 P. 4); que para borrar los pecados de todo el género humano es sobrado y bastante un solo ofrecimiento suyo.
(Santo Tomás de Aquino, Comentario de San Pablo a la Epístola de San Pablo a los Hebreos, c. 7, l. 4)



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Santos Padres: San Juan Crisóstomo - El más grande mandamiento (Mt 22, 34-40)

1. Nuevamente pone el evangelista la causa por que debieran los émulos de Jesús guardar silencio, y por ese solo hecho os hace ver su atrevimiento. ¿Cómo y de qué manera? Porque en el momento en que los saduceos habían sido reducidos a silencio, le atacan otra vez los fariseos. Porque cuando, siquiera por eso, debieran haberse callado, ellos vuelven a sus ataques anteriores, y le echan ahora por delante a un doctor de la ley, no porque tengan ganas de aprender nada, sino con intención de ponerle en apuro.

Y así le preguntan cuál es el primer mandamiento. Como el primer mandamiento era: Amarás al Señor, Dios tuyo, esperando que les diera algún asidero si acaso intentaba corregirlo, puesto que Él mismo declaraba ser Dios, de ahí la pregunta que le dirigen. ¿Qué contesta, pues, Cristo? Para hacerles ver la causa por que habían venido a preguntarle, que no era otra que su falta absoluta de caridad, estar consumidos por la envidia y ser presa de los celos, les contesta: Amarás al Señor Dios tuyo. Éste es el primero y más grande mandamiento. Y el segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. ¿Por qué es el segundo semejante al primero? Porque le prepara el camino y por él a su vez es confirmado. Porque: Todo el que obra mal, aborrece la luz y no viene a la luz1. Y otra vez: Dijo el insensato en su corazón: No hay Dios2, ¿Y qué se sigue de ahí? Se corrompieron y se hicieron abominables en sus ocupaciones3. Y otra vez: La raíz de todos los males es el amor al dinero, y por buscarlo, algunos se han extraviado de la fe4. Y: El que me ama, guarda mis mandamientos5.

Ahora bien, todos sus mandamientos y como la suma de ellos es: Amarás al Señor, Dios tuyo, y a tu prójimo como a ti mismo. Sí, pues, amar a Dios es amar al prójimo—porque, Si me amas, le dice a Pedro, apacienta mis ovejas6—y el amar al prójimo hace guardar los mandamientos, con razón añade el Señor: En estos mandamientos está colgada toda la ley y los profetas. De ahí justamente que haga aquí lo que había hecho anteriormente. Porque, preguntado allí sobre el modo de la resurrección y qué cosa fuera la resurrección, para dar una lección a los saduceos, respondió más de lo que se le había preguntado; y aquí, preguntado por el primer mandamiento, responde también sobre el segundo, que no es muy diferente del primero. Porque: El segundo es semejante al primero, dándoles a entender de dónde procedía su pregunta, es decir, de pura enemistad. Porque la caridad no es envidiosa7. Por aquí demuestra que Él obedece a la ley y a los profetas.

Más ¿por qué razón Mateo dice que este doctor le preguntó para tentarle, y Marcos lo contrario?: Porque, viendo Jesús—dice—que había respondido discretamente, le dijo: No estás lejos del reino de Dios8. No hay contradicción entre los evangelistas, sino perfecta concordia. Porque el doctor de la ley le preguntó sin duda tentándole al principio; luego, por haber sacado provecho de la respuesta del Señor, es alabado. Y tampoco le alabó al principio. Sólo cuando dijo que amar al prójimo era mejor que todos los holocaustos, le replicó el Señor: No está lejos del reino de Dios. El doctor había sabido desdeñar lo bajo de la religión y había comprendido el principio de la virtud. A la verdad, a este amor del prójimo tendía todo lo otro, los sábados y lo demás. Y ni aun así le tributó el Señor alabanza completa, sino con alguna reserva. Decirle, en efecto, que no estaba lejos, era afirmar que algo distaba, y era a par invitarle a buscar lo que le faltaba.

Por lo demás, no hay que sorprenderse de que el Señor alabe al doctor de la ley por haber dicho: Uno solo es Dios, y fuera de Él no hay otro; por este pasaje debemos más bien darnos cuenta de cómo el Señor se acomoda en sus respuestas a las ideas de quienes le preguntan. Porque si bien los judíos dicen mil cosas indignas de la gloria de Cristo, una cosa, sin embargo, no se atreverán a decir: que no sea Dios en absoluto. — ¿Cómo, pues, alaba al doctor de la ley, cuando dice que no hay otro Dios fuera del Padre? —No es, ni mucho menos, que se excluya a sí mismo de ser Dios; sino que, como no había aún llegado el momento de revelar su propia divinidad, le deja al doctor permanecer en el dogma primero y le alaba de conocer tan bien lo antiguo. Era un modo de prepararle para la enseñanza del Nuevo Testamento, cuando fuera momento de introducirla. Por lo demás, las palabras: Uno solo es Dios, y fuera de Él no hay otro, ni en el Antiguo Testamento ni en otra parte se dicen para rechazar al Hijo, sino por contraposición a los ídolos. De suerte que, al alabar al doctor por haber dicho eso, en este sentido le alaba el Señor.
(SAN JUAN CRISÓSTOMO, Obras de San Juan Crisóstomo, homilía 71, 1. BAC Madrid 1956 (II), pp. 437-440)

(1) Jn 3, 20. El pensamiento de San Juan Crisóstomo se completa si ponemos la misma frase pero en positivo: “El que obra el bien, es decir, el que ama a su prójimo, ama la luz y va a la luz, es decir, ama a Dios y se encuentra con Dios”
(2) Sal 52, 1; 13, 1
(3) Sal 13, 2. Aquí se muestra la interacción que hay entre el primer y el segundo mandamiento, pero haciendo ver que el no ama a Dios no puede amar a su prójimo: los que no creyeron en Dios y no lo amaron (“Dijeron: no hay Dios”), “se corrompieron en sus ocupaciones”, es decir, no amaron a los hombres.
(4) 1 Tm 6, 10: el amor al dinero, pecado de avaricia contra el prójimo, hace desviar de la verdadera fe y del amor a Dios.
(5) Jn 14, 15
(6) Jn 21, 16
(7) 1 Co 13, 4
(8) Mc 12, 34



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Aplicación: San Alberto Hurtado (I) - La orientación fundamental del Catolicismo

“Seamos cristianos, es decir, amemos a nuestros hermanos”. En este pensamiento lapidario resume el gran Bossuet su concepción de la moral cristiana. Poco antes había dicho: “Quien renuncia a la caridad fraterna, renuncia a la fe, abjura del cristianismo, se aparta de la escuela de Jesucristo, es decir, de su Iglesia”.

Al iniciar este estudio sobre el deber social de los católicos nos ha parecido que la mejor introducción es recordar el pensamiento básico que funda toda la actitud moral del catolicismo. Sin una comprensión de esta actitud, y sin entender exactamente el sitio que ocupa la caridad en el pensamiento de la Iglesia, será muy difícil evitar una actitud de crítica, de amarga protesta, ante las exigencias sociales, cuya razón íntima no se podrá percibir.

Si llegamos a comprender a fondo el sitio que ocupa la caridad en el cristianismo, la actitud de amor hacia nuestros hermanos, el respeto hacia ellos, el sacrificio de lo nuestro por compartir con ellos nuestras felicidades y nuestros bienes, fluirán como consecuencias necesarias y harán fácil una reforma social. De lo contrario, cualquier petición a favor de los que llevan una vida más dura encontrará resistencias de nuestra parte, y sólo podrá ser obtenida con protestas y amargas quejas, y nunca con el gesto amplio del amor y de la comprensión, sino que contentándose con dar el mínimo necesario para tapar la boca de quienes exigen y amenazan.

Lo más interesante, por tanto, en un estudio del deber social de los católicos es comprender su actitud, el estado de ánimo para abordar este estudio; es poner al lector en el clima propio del catolicismo; es invitarlo a mirar este problema con los ojos de Cristo, a juzgarlo con su mente, a sentirlo con su corazón. No lograremos una visión social justa mientras el católico del siglo XX no tenga ante el problema social la actitud de la Iglesia que no es en el fondo sino, prolongado, Cristo viviendo entre nosotros. Una vez que el católico haya entrado en esta actitud de espíritu, todas las reformas sociales, todas las reformas que exige la justicia social están virtualmente ganadas. Será necesaria la técnica económica social, un gran conocimiento de la realidad humana, de las posibilidades de la industria en un momento determinado, de la vinculación internacional de los problemas sociales, pero todos estos estudios se harán sobre un terreno propicio si la cabeza y el corazón del cristiano han logrado comprender y sentir el mensaje de Cristo.

El Mensaje de Cristo: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lc 10,27). El Mensaje de Jesús fue comprendido en toda su fuerza por sus colaboradores más inmediatos, los apóstoles: “El que no ama a su hermano no ha nacido de Dios” (1Jn 2,1). “Si pretendes amar a Dios y no amas a tu hermano, mientes” (1Jn 4,20). “¿Cómo puede estar en él el amor de Dios, si rico en los bienes de este mundo, si viendo a su hermano en necesidad le cierra el corazón?” (1Jn 3,17). Con qué insistencia inculca Juan esta idea: que es puro egoísmo pretender complacer a Dios mientras se despreocupa de su prójimo. Santiago apóstol con no menor viveza que San Juan dice: “La religión amable a los ojos de Dios, no consiste solamente en guardarse de la contaminación del siglo, sino en visitar a los huérfanos y asistir a las viudas en sus necesidades” (Sant 1,27).

San Pablo, apasionado de Cristo: “Nacemos por la caridad, servidores los unos de los otros, pues toda nuestra ley está contenida en una sola palabra: Ama a tu prójimo como a ti mismo” (Gal 5,14). “El que ama a su prójimo cumple la ley” (Rm 12,8). “Llevad los unos la carga de los otros y así cumpliréis la ley de Cristo” (Gal 6,2). Todavía con mayor insistencia, San Pablo resume todos los mandamientos no ya en dos, sino en uno que compendia los dos mandamientos fundamentales: “Toda la ley se compendia en esta sola palabra: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Rm 13,19). San Juan repite el mismo concepto: “Si nos amamos unos a otros Dios mora en nosotros y su amor es perfecto en nosotros” (1Jn 4,12). Y añade aún un pensamiento, fundamento de todos los consuelos del cristiano: “Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida sobrenatural si amamos a nuestros hermanos. El que no ama permanece en la muerte” (1Jn, 3,14).

Después de recorrer tan rápidamente unos cuantos textos escogidos al azar entre los mucho más numerosos que podríamos citar, de cada uno de los apóstoles que han consignado su predicación por escrito, no podemos menos de concluir que no puede pretender llamarse cristiano quien cierra su corazón al prójimo.

Se engaña, si pretende ser cristiano, quien acude con frecuencia al templo pero no al conventillo para aliviar las miserias de los pobres. Se engaña quien piensa con frecuencia en el cielo, pero se olvida de las miserias de la tierra en que vive. No menos se engañan los jóvenes y adultos que se creen buenos porque no aceptan pensamientos groseros, pero que son incapaces de sacrificarse por sus prójimos. Un corazón cristiano ha de cerrarse a los malos pensamientos, pero también ha de abrirse a los que son de caridad.

La enseñanza Papal

La primera encíclica dirigida al mundo cristiano por San Pedro encierra un elogio tal de la caridad que la coloca por encima de todas las virtudes, incluso de la oración: “Sed perseverantes en la oración, pero por encima de todo practicad continuamente entre vosotros la caridad” (1Pe 4,8-9).

Desfilan los siglos, doscientos cincuenta y ocho Pontífices se han sucedido, unos han muerto mártires de Cristo, otros en el destierro, otros dando testimonio pacífico de la verdad del Maestro, unos han sido plebeyos y otros nobles, pero su testimonio es unánime, inconfundible, no hay uno que haya dejado de recordarnos el mandamiento del Maestro, el mandamiento nuevo del amor de los unos a los otros, como Cristo nos ha amado. Imposible sería recorrer la lista de los Pontífices aduciendo sus testimonios: tales citaciones constituirían una biblioteca.

La práctica del amor cristiano

Con mayor cuidado que la pupila de los ojos debe, pues, ser mirada la caridad. La menor tibieza o desvío voluntario hacia un hermano, deliberadamente admitidos, serán un estorbo más o menos grave a nuestra unión con Cristo. Por eso nos dijo el Maestro que “si al ir a presentar una ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda” (Mt 5,23-24).

Al comulgar recibimos el Cuerpo físico de Cristo, Nuestro Señor, y no podemos, por tanto, en nuestra acción de gracias rechazar su Cuerpo Místico. Es imposible que Cristo baje a nosotros con su gracia y sea un principio de unión si guardamos resentimiento con alguno de sus miembros. Por esto San Pablo, que había comprendido tan bien la doctrina del Cuerpo Místico, nos dice: “Os conjuro hermanos... que todos habléis del mismo modo y no haya disensiones entre vosotros, sino que todos estéis enteramente unidos en un mismo sentir y en un mismo querer” (1Co 1,10).

Este amor al prójimo es fuente para nosotros de los mayores méritos que podemos alcanzar porque es el que ofrece los mayores obstáculos. Amar a Dios en sí es más perfecto, pero, más fácil; en cambio, amar al prójimo, duro de carácter, desagradable, terco, egoísta, pide al alma una gran generosidad para no desmayar. Por esto Marmión dice: “No temo afirmar que un alma que por amor sobrenatural se entrega sin reservas a Cristo en las personas del prójimo ama mucho a Cristo y es a su vez infinitamente amada. Cerrándose al prójimo se cierra a Cristo el más ardiente deseo de su corazón: ‘Que todos sean uno’”.

Este amor, ya que todos no formamos sino un solo Cuerpo, ha de ser universal, sin excluir positivamente a nadie, pues Cristo murió por todos y todos están llamados a formar parte de su Reino. Por tanto, aun los pecadores deben ser objeto de nuestro amor puesto que pueden volver a ser miembros del Cuerpo Místico de Cristo. Que hacia ellos se extienda, por tanto, también nuestro cariño, nuestra delicadeza, nuestro deseo de hacerles el bien, y que al odiar el pecado no odiemos al pecador.

El amor al prójimo ha de ser ante todo sobrenatural, esto es, amarlo con la mira puesta en Dios, para alcanzarle o conservarle la gracia que lo lleva a la bienaventuranza. Amar es querer bien, como dice Santo Tomás, y todo bien está subordinado al [bien] supremo; por eso es tan noble la acción de consagrar una vida a conseguir a los demás los bienes sobrenaturales que son los supremos valores de la vida.

Pero hay también otras necesidades que ayudar: un pobre que necesita pan, un enfermo que requiere medicinas, un triste que pide consuelo, una injusticia que pide reparación... y sobre todo, los bienes positivos que deben ser impartidos, pues aunque no haya ningún dolor que restañar, hay siempre una capacidad de bien que recibir.

San Pablo resume admirablemente esta actitud: “Amaos recíprocamente con ternura y caridad fraternal, procurando anticiparos unos a otros en las señales de honor y deferencia... Alegraos con los que se alegran y llorad con los que lloran, estad siempre unidos en unos mismos sentimientos... vivid en paz y, si se puede, con todos los hombres” (Rm 12,10-18). “Os ruego encarecidamente que os soportéis unos a otros con caridad; solícitos en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz; pues no hay más que un solo cuerpo y un solo Espíritu, así como fuisteis llamados a una misma esperanza de vuestra vocación” (Ef 4,1-4).

El modelo del amor y su imitación por los cristianos

La ley de la caridad no es para nosotros ley muerta; tiene un modelo vivo que nos dio ejemplos de ella desde el primer acto de su existencia hasta su muerte, y continúa dándonos pruebas de su amor en su vida gloriosa: ese es Jesucristo.

Hablando de Él, dice San Pablo que es la Benignidad misma que se ha manifestado a la tierra; y San Pedro, que vivió con Él tres años, nos resume su vida diciendo que “pasó por el mundo haciendo el bien” (Hech 10,38). Como el Buen Samaritano, cuya caritativa acción Él mismo nos ponderó, tomó al género humano en sus brazos y sus dolores en el alma.

Viene a destruir el pecado, que es el supremo mal; echa a los demonios del cuerpo de los posesos, pero, sobre todo, los arroja de las almas dando su vida por cada uno de nosotros. Me amó a mí, también a mí, y se entregó a la muerte por mí (cf. Gal 2,20). ¿Puede haber señal mayor que dar su vida por sus amigos?

Junto a estos grandes signos de amor, nos muestra su caridad con los leprosos que sanó, con los muertos que resucitó, con los adoloridos a los cuales alivió. Consuela a Marta y María en la pena de la muerte de su hermano, hasta bramar su dolor; se compadece del bochorno de dos jóvenes esposos y para disiparlo cambió el agua en vino; en fin, no hubo dolor que encontrara en su camino que no aliviara. Para nosotros, el precepto de amar es recordar la palabra de Jesús: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 13,34). ¡Cómo nos ha amado Jesús!

Los verdaderos cristianos, desde el principio, han comprendido maravillosamente el precepto del Señor. Citar sus ejemplos sería largo, pero como resumen de todas estas realidades encontramos en un precioso libro de la remota antigüedad llamado La enseñanza del Señor por medio de los doce apóstoles a los gentiles: “Dos caminos hay, uno de la vida y otro de la muerte. La diferencia entre ambos es enorme. La ruta de la vida es así: Amarás ante todo a Dios tu Creador y luego a tu prójimo como a ti mismo; todo cuanto no quieres que se haga a ti, no lo hagas a otro. El contenido de estas palabras significa: bendecid a los que os maldicen, orad por vuestros enemigos, ayunad por los que os persiguen. ¿Qué hay en efecto de sorprendente si amáis a los que os aman? ¿No hacen otro tanto los gentiles? Pero vosotros amad a quienes os aborrecen y a nadie tendréis por enemigo. Absteneos de apetitos corpóreos. Si alguien te da una bofetada en la mejilla derecha, vuelve hacia él la otra y serás perfecto. Si alguien te contratare para una milla, acompáñalo por dos; si alguien te quitare la capa dale también la túnica... A todo aquel que te pidiere, dale, y no lo recrimines para que te lo devuelva, porque el Padre quiere que todos participen de sus dones”.

Esto fue escrito cuando Nerón acababa de quemar a centenares de cristianos en los jardines de su palacio, como lo narra Tácito; cuando imperaba Domiciano, mezquino y vil; cuando sangraba el anfiteatro por los miles de mártires despedazados por las fieras. Los hombres que escribían, enseñaban y aprendían la doctrina que acabamos de transcribir continuaban impertérritos amando a Dios y al prójimo. No perdían el ánimo ante los horrores del presente, ni se amedrentaban al tener siempre suspendida sobre la cabeza la amenaza del martirio. Por encima de todo estaba en su corazón la certeza del triunfo del amor. Cristo no sería para siempre vencido por Satán. No había de ser en vano vertida la sangre del Salvador.

En la esperanza de estos prodigiosos cristianos es donde hay que buscar la fuerza para retemplar nuestro deber de amar, a pesar de los odios macizos como cordilleras que nos cercan hoy por todas partes.

Muchas comisiones designan todos los países para solucionar los problemas de la post guerra, pero no podemos fiarnos demasiado en sus resultados mientras no vuelva a florecer socialmente la semilla del amor.

Al mirar esta tierra, que es nuestra, que nos señaló el Redentor; al mirar los males del momento, el precepto de Cristo cobra una imperiosa necesidad: Amémonos mutuamente. La señal del cristiano no es la espada, símbolo de la fuerza; ni la balanza, símbolo de la justicia; sino la Cruz, símbolo del amor. Ser cristiano significa amar a nuestros hermanos como Cristo los ha amado.
(SAN ALBERTO HURTADO, La Búsqueda de Dios, Ediciones Universidad Católica de Chile, Santiago de Chile, 2005, pp. 128-134)



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Aplicación: San Alberto Hurtado (II) - La joven y el amor

El deber de amar. El amor al prójimo.
Hay palabras que a fuerza del mal uso han llegado a vaciarse de su sentido primitivo, a perder su fuerza: una de ellas es la palabra amor. ¡Qué maltrecha! Tan pronto se pronuncia parece evocar alguna actitud sentimental, dudosa con frecuencia... Y, sin embargo, la palabra amor es la más bella palabra que se ha pronunciado jamás: con ella define San Juan a Dios: “Dios es amor” (1Jn 4,8), o como decía un poeta. Y hasta en su fondo mejor, la religión es amor, que trasciende a lo divino. Dios es amor... la Trinidad tiene como explicación el conocimiento y el amor: el Padre conoce al Hijo y da lugar al Espíritu Santo, por amor... La creación del mundo, por amor; coloca al hombre sobre la tierra, por amor; le da la gracia, por amor; cuando la pierde, envía mensajeros de su amor, los profetas; y en la plenitud de los tiempos, así amó Dios al mundo que le dio a su Hijo Unigénito (Jn 3,16). Me amó a mí, también a mí, y se entregó a sí mismo por mí (cf. Gal 2,20). Y las finuras de ese amor de Dios, no las ponderamos porque ellas llenarían toda una serie de conferencias, y no es ese el tema de éstas. Y cuando el Maestro estaba a punto de abandonar este mundo, el mandamiento importante que nos recuerda es el del amor (cf. Jn 13,34).

Un fariseo, doctor de la ley, pregunta: ¿Cuál es el mandamiento grande? y Jesús le dijo: Amarás al Señor Dios tuyo... este es el primer; y el segundo semejante, amarás al prójimo (cf. Mt 22,36-40).

Comencemos esta conferencia por el amor al prójimo. En la última Cena: Un mandamiento nuevo os doy, que os améis... Que sean consumados en la unidad; que sean uno, como Tú y Yo somos uno (cf. Jn 13,34; 17,22).

En realidad los dos mandamientos, amor a Dios y al prójimo, no son dos, sino uno: amar a Dios en el prójimo. Si me amas, apacienta mis ovejas... (cf. Jn 21,15-17). En ambos se nos manda amar a Dios en sí mismo o en el prójimo. Y he aquí por qué la caridad del prójimo es virtud teologal: porque tiene a Dios por término. A menudo nos quejamos que Dios está lejos: ¡está tan cerca! En nuestros prójimos. El título de la obra de Plus: Cristo en nuestros prójimos.

Cristo vive en nosotros, el dogma del Cuerpo Místico. Estamos incorporados, injertados en Él: somos Él. De ahí la escena del juicio final. Seremos juzgados en nuestras relaciones con Dios, según la medida de nuestra actitud con el prójimo (cf. Mt 25,31-46).

De ahí San Ignacio: considera a Cristo en nuestros prójimos; considéralos como a superiores, cédeles el paso. San Bernardo: “En vuestras relaciones con el prójimo quitad los ojos del hombre exterior con su envoltura de barro y no paréis sino en el hombre interior, creado a imagen de Dios, rescatado con la sangre de Cristo, templo del Espíritu Santo, mansión de Cristo, destinado a la eterna bienaventuranza”.

Este amor ha de ser universal a todos, pero de predilección para con los desgraciados. Lo que hacéis al menor de los míos, a mí me lo hacéis (cf. Mt 25,39).

Las almas llenas de fe darán muestras de esta predilección en el transcurso de los siglos: Santa Fabiola llevaba sobre sus hombros a los desgraciados, lavaba sus llagas purulentas, pues sabía que en las llagas de los pobres curaba al Salvador. San Martín, Santa Isabel de Hungría, San Pedro Claver, el Padre Damián de Veuster, San Francisco de Asís; doña Blanca Errázuriz de S.; Bernières, seglar, gran cristiano, obligado a meterse en cama y no pudiendo ir a Misa, mandó que le trajeran a un hombre para tener una presencia más sensible de Cristo (Pascal).

Aprecio estas maravillas. ¡Cada cristiano es otro Cristo! Cristo se ha multiplicado no sólo por la Eucaristía, sino también por nuestro bautismo. Cristo vive en nuestros prójimos. Estos bautizados entre quienes vivo, ¿son para mí, mis hermanos? ¿Los amo en Dios?

Este es el mandamiento nuevo del cristianismo, tan nuevo que para darse cuenta hay que ver lo que era el hombre para el pagano: ‘el hombre lobo para el hombre’. Se le exponía; un dios bárbaro lo reclamaba para la hoguera... Jamás se había intentado considerar al hombre como partícipe de la divinidad. Vino Cristo: el prójimo, soy yo... aprended a verme por la fe: en acto o en potencia, allí estoy yo. San Pablo con Onésimo, esclavo: “Preso por Jesucristo, te pido por mi hijo a quien engendré en las cadenas, por Onésimo; te lo envío a él que es mis propias entrañas; y era esclavo; recíbelo como hermano muy amado”.

Petronio, en Quo vadis?, dice: “No sé cómo se las componen los cristianos para vivir. Pero cesa entre ellos las diferencias entre ricos y pobres, entre amos y esclavos, entre vencedores y vencidos y no queda más que Cristo y una misericordia desconocida para nosotros y una bondad distinta a nuestros instintos romanos”.

Un obrero en Marsella, al ver a un Padre: ¡Te aborrezco! Responde: Si tú supieras cuánto te amo yo.
(SAN ALBERTO HURTADO, La Búsqueda de Dios, Ediciones Universidad Católica de Chile, Santiago de Chile, 2005, pp. 198-200)



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Aplicación: Beato Columba Marmion - El mandamiento del amor

A. El amor fraternal, mandamiento “nuevo”
San Juan resume toda la vida cristiana en estas palabras: "El mandamiento de Dios es que creamos en el nombre de su Hijo Je­sucristo y que nos amemos los unos a los otros" (1 Jn 3, 23).

¿Cuándo ha oído san Juan este mandamiento que nos comu­nica? En la última Cena. Ha llegado el día "tan ardientemente deseado" (Lc 23, 15) por Nuestro Señor. Acaba de instituir el sacramento de la unión y de dar a los apóstoles el poder de per­petuarlo. Y he aquí que, antes de sufrir la muerte, abre su Co­razón sagrado para revelar sus secretos a sus "amigos" (Jn 15, 15). Es como el testamento de Jesucristo "Yo os doy—dice— un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros, como yo os he amado" (Jn 13, 34); y al final de su sermón, renueva su pre­cepto: "Éste es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros" (Jn 16, 12).

En el Antiguo Testamento, el precepto del amor de Dios ha­bía sido dado bien explícitamente en el Pentateuco; y el amor de Dios contiene implícitamente el amor al prójimo. Pero en la Antigua Ley no se encuentra en ningún sitio un precepto explícito de amar a todos los hombres. Los israelitas interpretaban el precepto: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Lv 19, 15, 18), no en el sentido de amar a todos los hombres, sino al prójimo en un sentido restringido, a los de la misma raza, a los com­patriotas, congéneres. Además, al prohibir Dios mismo a su pueblo toda relación con ciertas razas, los judíos habían añadi­do una falsa interpretación que no venía de Dios: "Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo." Por tanto, el precepto explícito de amar a todos los hombres, incluso a los enemigos, no ha­bía sido afirmado y promulgado antes de Jesucristo. Por eso lo llama un precepto "nuevo" y "su" precepto.


B. Amor: señal distintiva del verdadero cristiano
"Todos —ha dicho Cristo— reconocerán que sois mis discípu­los en que os amáis los unos a los otros" (Jn 13, 35). Es una señal al alcance de todos. Jesucristo no ha dado otra: "todos reconoce­rán". No hay equivocación posible. El amor sobrenatural que tengáis los unos a los otros será una prueba no equívoca de que me pertenecéis verdaderamente. Y, de hecho, en los primeros siglos, los paganos reconocían a los cristianos por eso: "Mirad —decían— cómo se aman".

Para el mismo Jesucristo, será ésta la señal de que se servirá el día del juicio para distinguir a los elegidos de los réprobos. Recordad la descripción del Juicio final: "El hijo del hombre se­parará a los unos de los otros." (Mt 31-46). Sabemos por el mis­mo Jesús que la sentencia que decida nuestra suerte eterna será establecida por el amor que hayamos tenido a Jesús en la perso­na de nuestros hermanos. No nos preguntará si hemos ayunado mucho, si hemos hecho vida de penitencia, si hemos pasado muchas horas en oración. Pero nos preguntará si hemos amado y asistido a nuestros hermanos. ¿Es que quedan a un lado los demás mandamientos? No, pero su cumplimiento no nos servi­rá de nada si no hemos observado este precepto tan querido del Señor.


C. La medida de nuestro amor a Dios
La caridad —ya tenga por objeto a Dios o se ejerza para con el prójimo— es una en su motivo sobrenatural, que es la infini­ta perfección de Dios. Por eso, si amáis verdaderamente a Dios, amaréis necesariamente al prójimo. "La caridad perfecta para con el prójimo —decía el Padre eterno a santa Catalina de Siena— depende esencialmente de la perfecta caridad que se tiene para conmigo. La misma medida de perfección o de imperfección que el alma pone en su amor a mí se vuelve a encontrar en el amor que tiene a la criatura".

Por otra parte, hay tantas causas que nos alejan del prójimo (el egoísmo, los conflictos de intereses, las diferencias de carac­teres, las injurias recibidas, etcétera) que, si amáis real y sobre­naturalmente a vuestro prójimo, no puede ser que no reine en vuestra alma el amor de Dios y, con el amor de Dios, las demás virtudes que Él manda. Si no amáis a Dios, vuestro amor al pró­jimo no resistirá mucho tiempo a las dificultades que encuentre en su ejercicio. Por eso escribe san Pablo que "toda la ley está resumida en esta sola palara: amarás a tu prójimo como a ti mis­mo" (Ga 5, 14). Igualmente dijo muy bien san Juan: "Si nos amamos los unos a los otros, Dios permanece en nosotros y su amor es perfecto en nosotros" (1 Jn 4, 12).

Es también la medida de nuestro amor a Cristo. Debemos amar a Dios por completo. Pero amar a Dios por completo es Amar a Dios y a todo lo que Dios se asocia. Ahora bien, ¿a qué se ha asociado Dios? Se ha asociado, en primer lugar, en la per­sona del Verbo, la humanidad de Cristo, y por eso no podernos amar a Dios sin amar a la vez a Jesucristo. Cuando decimos a Dios que queremos amarlo, Dios nos pide, en primer lugar, que aceptemos esa humanidad unida personalmente a su Verbo. Pe­ro, además, desde la Encarnación y por la Encarnación, todos los hombres están en derecho, si no de hecho unidos a Cristo co­mo los miembros están unidos a la cabeza en un mismo cuer­po. Solamente los condenados están separados para siempre de esta unión.

Y no hemos de detener nuestro amor, el don de nosotros mismos, en la humanidad propia de Cristo, sino que hemos de extenderlo a su cuerpo místico. Por eso no olvidéis nunca, pues llegamos a uno de los puntos más importantes de la vida sobre­natural, que abandonar al menor de nuestros hermanos es aban­donar al mismo Cristo; aliviar a uno de ellos es aliviar al mismo Cristo en persona. Cuando se hiere a uno de tus miembros, a tu ojo o a tu brazo, eres tú el herido. Lo mismo, atender a cual­quier prójimo nuestro es atender a uno de los miembros del cuerpo de Cristo, es tocar al mismo Jesús. Y por eso nuestro Señor nos ha dicho que "todo lo que hacemos, bueno o malo, al más pequeño de sus hermanos, lo hacemos a Él mismo" (Mt 25, 40). Por eso también, en el camino de Damasco, no dijo Cristo a Saulo: "¿Por qué persigues a mis discípulos?" No. Se identifica con ellos y los golpes del perseguidor a los cristianos alcanzan al mismo Cristo: "Yo soy Jesús al que tú persigues" (Hch 9, 4-5).

Cristo se ha hecho nuestro prójimo, o más bien, nuestro pró­jimo es Cristo, que se presenta a nosotros en tal o cual forma. Se presenta a nosotros paciente en los enfermos, indigente en los que experimentan la miseria, prisionero en los cautivos, triste en que los que lloran. La fe nos lo muestra así en sus miembros, y si no lo vemos en ellos es porque nuestra fe es débil y nuestro amor imperfecto. Por eso dice san Juan: "Si no amamos a nuestro prójimo, al que vemos, ¿cómo podremos amar a Dios, al que no vemos (I Jn 4, 20). Si no amamos a Dios bajo la forma visible en que se presenta a nosotros, es decir, en el prójimo, ¿cómo po­dremos decir que lo amamos en sí mismo en su divinidad?


D. La abundancia de Dios
La conducta de Dios respecto de nosotros se determina por la conducta que nosotros tenemos con nuestro prójimo. He aquí las palabras del mismo Jesucristo: "Se os medirá con la mis­ma medida con que midiereis" (Mt 7, 2). Eso se explica pues, desde la Encarnación, Cristo se ha unido a la Humanidad tan­to, que todo el amor que mostramos sobrenaturalmente a los hombres recae sobre Él mismo.

Estoy seguro de que muchas almas encontrarán aquí la razón de las dificultades, de las tristezas, del poco desenvolvimiento de su vida interior. No se dan bastante a Jesús en la persona de sus miembros, se reservan demasiado. Que den y les será dado, y da­do abundantemente, pues Cristo no se deja vencer en amor; Cristo se entregará a ellas plenamente. Porque ellas se olvidarán de sí, Él se encargará de ellas, ¿y quién mejor que Él puede con­ducirnos a la bienaventuranza?


E. Mérito y valor del amor al prójimo
Aunque el amor a Dios sea en sí mismo, a causa de la trascendencia de su objeto, más perfecto que el amor al prójimo, sin embargo, con frecuencia, el acto de amor para con el prójimo exige más intensidad y obtiene más mérito. ¿Por qué? Porque siendo Dios la belleza y la bondad mismas, y habiéndonos mos­trado un amor infinito, la gracia nos lleva a amarlo; mientras que no es difícil encontrar en el prójimo —o en nosotros— obstácu­los que resultan de los diferentes intereses que hay entre el prójimo y nosotros. Esas dificultades exigen del alma más fervor, más generosidad y más olvido de sí misma, de sus propios senti­mientos y de su voluntad personal; y por eso el amor al prójimo exige, para mantenerse, mayores esfuerzos.

El amor sobrenatural que se ejercita para con el prójimo, a pesar de las repugnancias, de las antipatías o de los disentimien­tos naturales, manifiesta, en el alma que lo posee, una mayor in­tensidad de vida divina. No temo decir que un alma que se en­trega sobrenaturalmente y sin reserva a Cristo, en la persona del prójimo, ama mucho a Cristo y es infinitamente amada por Él. Esa alma hará grandes progresos en la unión con Nuestro Señor, mientras que si encontráis a un alma que se da frecuentemente a la oración y, a pesar de eso, se cierra voluntariamente a las nece­sidades de su prójimo, tened por seguro que en su vida de ora­ción hay mucho de ilusión. La menor frialdad querida y delibe­radamente mantenida contra uno de nuestros hermanos consti­tuirá un obstáculo más o menos grave, según su grado, para nuestra unión con Jesús. Por eso Cristo nos dice que si, en el momento de presentar nuestra ofrenda en el altar, nos acorda­mos de que nuestro hermano tiene algo contra nosotros, debe­mos "dejar allí nuestra ofrenda, ir primero a reconciliarnos con nuestro hermano y después venir a presentar nuestro don al Señor" (Mt 5, 23-24)

Así, el gran Apóstol, que tan bien había comprendido y tan vivamente exponía la doctrina del cuerpo místico, tenía tanto horror a las discordias y disensiones que reinaban entre los cris­tianos. ¿Y qué razón da? "Como el cuerpo es uno y tiene varios miembros, y como todos los miembros del cuerpo, a pesar de su número, no forman más que un solo cuerpo, así sucede en Cristo. En efecto, todos, ya judíos, ya griegos, ya libres, ya esclavos, habéis sido bautizados en el mismo Espíritu, sois el cuerpo de Cristo y vosotros sus miembros, cada uno por su parte" (1 Co 12, 12-14 y 27).


F. Cualidades de la caridad fraterna
Puesto que todos formamos un solo cuerpo, nuestra caridad debe ser universal. La caridad, en principio, no excluye positiva­mente a nadie, pues Cristo ha muerto por todos y todos esta­mos llamados a formar parte de su reino. La caridad abraza in­cluso a los pecadores, porque para ellos existe la posibilidad de volver a ser miembros vivos del cuerpo de Cristo. Solamente las almas a quienes la sentencia de condenación ha separado para siempre del cuerpo místico están excluidas de la caridad.

Pero ese amor debe revestir diversas formas, según el estado en que se encuentre el prójimo. En efecto, nuestro amor no de­be ser un amor platónico, de pura teoría, que se ejerce sobre abstracciones, sino un amor que se traduce en actos apropiados.

Los bienaventurados en el cielo son los miembros gloriosos del cuerpo de Cristo. Nuestro amor a ellos toma una de las for­mas más perfectas: la de la complacencia y la acción de gracias. Consistirá en felicitarlos por su gloria, en alegrarse con ellos, en dar gracias a Dios con ellos por el lugar que les concede en el reino de su Hijo.

Respecto a las almas que acaban de purificarse en el purgato­rio, nuestro amor se convertirá en misericordia. Nuestra com­pasión debe llevarnos a aliviadas por nuestros sufragios y, sobre todo, por el santo sacrificio de la Misa.

Aquí, en la tierra, Cristo se presenta a nosotros en la persona del prójimo bajo muy diversas formas, que dan a nuestra caridad modos muy variados de ejercicio. Es indudable que hay grados y que es preciso guardar un orden determinado. El prójimo es, en primer lugar, el que está más estrechamente unido a noso­tros por los lazos de la sangre. Tampoco aquí cambia la gracia el orden establecido por la naturaleza. La caridad con un supe­rior no tendrá la misma "tonalidad" que con un inferior. Igual­mente el ejercicio de la caridad material exige ser conciliado con la virtud sobrenatural de la prudencia. Un padre de familia no puede despojarse de toda su fortuna en favor de los pobres, con perjuicio de sus hijos. Así como la virtud sobrenatural de la jus­ticia puede y debe reclamar del delincuente el arrepentimiento y la explicación antes de que sea perdonado, lo que no se per­mite es el odio, es decir, querer o desear el mal por el mal, ni excluir positivamente a alguien de la oración. Esa exclusión va directamente contra la caridad.

Apenas si hay mejor prueba de perdón que pueda darse que orar por los que nos han ofendido. Amar sobrenaturalmente al prójimo es, en efecto, amarlo por Dios, para procurarle o con­servarle la gracia de Dios. Amar es "querer el bien"; pero todo bien particular se subordina al bien supremo. Por eso es tan agradable a Dios que demos el Bien infinito a los ignorantes, instruyéndoles acerca de Dios. Igualmente, orar por la conversión de los infieles y de los pecadores, a fin de que lleguen a la fe o encuentren la gracia.

Hay también otras necesidades. Ayudar a un pobre, aliviar a enfermo, visitarlo, cuidarlo... "alegrarse con las almas que desbordan de gozo, llorar con las que lloran...; la caridad se hace toda para todos” (Rm 12, 15, y I Co 9, 22).


G. Modelar sobre la caridad de Cristo
Contemplad en el Evangelio cómo ha realizado Cristo Jesús esta fórmula de la caridad para ser nuestro modelo. Porque Él nos dice: "Amaos los unos a los otros como yo os he amado" (Jn 13, 84). Cristo, dice san Pablo, es "la misma benignidad de Dios aparecida sobre la tierra (Tt 3, 4). Es un Rey, pero un Rey "lle­no de dulzura" (Mt 21, 5), que manda perdonar y que procla­ma bienaventurados a los que, a ejemplo suyo, son misericor­diosos (Mt 5, 7). En todas partes, dice san Pedro, que había vivido tres años con Él, "ha pasado repartiendo sus beneficios" (Hch. 10, 38).

¿Cuál es la razón profunda por la que nuestro Señor amaba a sus discípulos y a nosotros en ellos? Porque ellos "pertenecían a su Padre" (Jn 17, 9). Debemos amar a las almas porque per­tenecen a Dios y a Cristo. Nuestro amor debe ser sobrenatural. La verdadera caridad es el amor de Dios que abraza juntamen­te a Dios y a todo lo que está unido a Dios. Debemos amar a todas las almas, como a Cristo, "hasta el grado supremo" (Jn 13, 1) del don de nosotros mismos.

Meditemos el ejemplo de san Pablo, tan animado del espíri­tu de Jesús. Estaba lleno de caridad para con los cristianos: "¿Quién está enfermo sin que yo lo esté? ¿Quién sufre en su alma una pena sin que yo sufra como si ardiera?" (2 Co 11, 29).

Nuestro Señor ha hecho de la caridad mutua su mandamien­to y el objeto de su última oración: "que todos sean perfectamente uno» (Jn 17, 23). Esforcémonos en realizar, en la medida de lo po­sible, ese deseo supremo del corazón de Cristo y, según su propia palabra, Él derramará en nosotros mismos una medida de gracia "buena, apretada y desbordante" (Lc 6, 38).
(COLUMBA MARMION, Dios nos visita a través del amor y del sufrimiento. Ed. LUMEN, Buenos Aires-México, 2004, pp. 85-94)



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Aplicación: San Alfonso María de Ligorio - Sermón 46: Del Amor de Dios

Una sola cosa es necesaria, como dice san Lucas, para conseguir la vida eterna: Porro unum est necessarium (Luc. 10, 42) Y esta no es atesorar riquezas, ni obtener dignidades, ni adquirir grande nombradía, sino solamente amar á Dios. Todo lo demás es perder el tiempo. Este es el precepto mayor y principal de la ley divina. Y esto es lo que respondió Jesucristo al Fariseo, que quería saber de su boca, cuál era el primero y principal Precepto de su ley, para obtener la vida eterna: Amarás á tu Señor Dios con todo tu corazón. Pero este precepto que es el principal de la ley, es también el más despreciado de los hombres, y pocos son los que le observan. La mayor parte de ellos aman a sus padres, a sus amigos, y hasta a las bestias que les sirven; pero no aman á Dios. De estos tales san Juan que no tienen vida, y que están en la muerte, es decir, en el pecado: (1. Joan. 3, 14).

Porque dice san Bernardo, que el valor de un alma se mide por el amor que ella tiene a Dios. Por tanto examinaremos hoy en el presente sermón: En cuanto aprecio debemos tener este precepto del amor de Dios (Punto 1°). Qué es lo que debemos hacer para amarle con todo nuestro corazón. (Punto 2°).

 PUNTO 1: En cuánto debemos tener este precepto del amor de Dios.

¿Qué objeto podía Dios proponernos para que le amemos más noble, más grande, más poderoso, más rico, más bello, más perfecto, más agradecido, más amable, ni más amante, que así mismo? Algunos se jactan de la nobleza de su familia, porque cuenta quinientos o mil años de antigüedad; Empero la de Dios es una nobleza eterna. Es decir que es más noble que todas. ¿Y quién será más poderoso que él, que es Señor de todo lo criado? Todos los ángeles del cielo y los grandes de la tierra ¿qué vienen á ser delante del Señor, sino una gota de agua comparada con el mar, un átomo de polvo comparado con el firmamento? (Is. 40, 15). ¿Quién más poderoso que él? Dios puede todo lo que quiere: con su voluntad crió el universo, y del mismo modo puede destruirle cuando le plazca. ¿Quién mas rico que él, que posee todas las riquezas del cielo y de la tierra, y las reparte como le place? ¿Quién más bello que Dios? Todas las bellezas de las criaturas desaparecen, si se comparan con la de Dios.

¿Quién mejor que Dios? San Agustín dice, que es mayor el deseo que tiene Dios de hacernos bien, que el que tenemos nosotros de recibirle. ¿Quién más piadoso que Dios? Basta que un pecador, por mas impío y duro que sea, se arrepienta de haberle ofendido, para perdonarle y un Padre amoroso. ¿Quién más agradecido que Dios? Jamás deja sin premio ninguna obra buena, por pequeña que sea, hecha por su amor. Y es también tan amable, que los santos gozan en el cielo tanto amándole, que los hace eternamente felices, y los embriaga con las delicias de su gloria. La mayor pena que sufren los condenados en el infierno, es conocer que Dios es tan amable, y no poder amarle.

Finalmente, ¿quién más amante que Dios? En la ley antigua podía el hombre dudar si Dios le amaba con tierno amor. Pero después que le hemos visto morir sobre una cruz por nosotros, ¿cómo podremos dudar ya de que nos ama con la mayor ternura y cariño? Alzamos los ojos y vemos a Jesús, Hijo verdadero de Dios, clavado en aquel patíbulo, y consideramos que en aquel leño se ve el amor que no tuvo. Aquella cruz, aquellas heridas están gritando, como dice san Bernardo, y nos hacen ver que nos ama verdaderamente. ¿Y qué más podía hacer para manifestarnos sus grande amor, que llevar una vida afligida durante treinta y tres años que vivió, y morir después entre agonías en un leño infame para lavar con su sangre nuestros pecados?

Nos amó, dice san Pablo, y se entregó él mismo por nosotros (Ef. 5,2). Y san Juan en el Apocalipsis (1,5): Nos amó y lavó nuestros pecados con su sangre. San Felipe Neri decía: ¿Cómo es posible que ame otro que a Dios el que cree en Dios? Y santa María Magdalena de Pazis, considerando el amor que Dios tuvo a los hombres, se puso un día a tocar la campana, diciendo que quería llamar a todas la gentes de la tierra a amar a un Dios tan amante. Esto hacía llorar a san Francisco de Sales, cuando decía: Necesitaríamos tener un amor infinito para amar a nuestro Dios; y empleamos el que tenemos en amar cosas vanas y despreciables.

¡Cuánto vale el amor que nos enriquece con Dios mismo y nos le granjea! Este es aquel tesoro con el cual conseguimos su amistad, como dice el libro de la Sabiduría :(Sap. 7, 44). San Gregorio Niceno dice lo único que debemos temer es, el ser privados de l amistad de Dios. Y lo único que debemos desear, es obtenerla. Esta amistad, pues, solamente se consigue con el amor. Por esto escribe san Lorenzo Justiniani, que con el amor el pobre se vuelve rico, y sin el amor el rico es pobre. ¡Cuánto se alegra un hombre al saber que es amado de un gran señor! ¡Y cuánto mas debe consolarle el saber que es amado del mismo Dios!

Este Señor, pues, sabemos que ama a los que le aman, sean ricos, o sean pobres, como dicen los Proverbios (8, 17), por, estas palabras : Ego diligentes me diligo. Y, el bien que resulta al hombre que es amado de Dios, es infinito; porque en una alma amada de Dios habita el mismo Dios, que es una persona infinita, o, por mejor decir, habitan tres personas infinitas que son el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, como asegura san Juan: El que me ama guardará mi preceptos, mi Padre le amará, y vendremos a él, y habitaremos en él. San Bernardo escribe, que la virtud que nos une a Dios es la caridad. Y santa Catalina de Bolonia decía, que el amor es un lazo de oro, que tiene atadas las almas con Dios; y lo mismo había dicho el padre y doctor de la Iglesia san Agustín: Amor est junctura copulans amantem cum amato. Por tanto, si Dios no fuese inmenso, no podría estar con tantas criaturas como le aman; pero como lo es, habita con todas y en todas sin dividirse, como dice san Juan (4,16): Qui manet in charitate, in Deo manet, et Deus in eo. Muchos pobres aman las riquezas; pero no porque las amen las poseen. Muchos aman el ser reyes; pero no por eso poseen el reino. Mas para poseer a Dios, basta amarle; porque sabemos de su boca, que Dios ama a los que le aman, y que permanece en el que está unido a él por el amor: In Deo manet, et Deus in eo.

Además, santo Tomás dice, que el amor arrastra consigo a todas las demás virtudes, y de todas se vale para unirse más íntimamente con Dios. Por esto san Lorenzo Justiniani llama a la caridad madre de las virtudes, puesto que de ella nacen todas las otras. Por lo que decía san Agustín: Ama y haz lo que quieras. Porque el que ama a Dios no puede obrar sino lo que manda Dios y lo que agrada a Dios; y desde el punto mismo que obra mal, manifiesta que ha dejado de amarle. Y cuando el honre deja de amar a Dios, en nada le complace, en todo le ofende, es un caminante que anda perdido, una oveja descarriada del rebaño. Por eso dice san Pablo, que si el hombre distribuyere todas sus riquezas en alimentar a los pobres y expusiere su cuerpo a los mayores suplicios, de nada le aprovecharía esto, si no tuviere caridad (1Cor. 43, 3).

El amor, además, no deja sentir las penas de esta vida, porque como el alma está mas en el objeto amado que donde ella reside, siendo Dios un objeto tan noble y tan grande como ya hemos dicho, ¿cómo es posible que sienta las penas de esta vida el alma que se halla embriagada de las delicias de aquel mar inmenso de virtud y de gloria, por medio del amor? San Buenaventura confirma esto mismo cuando dice que el amor de Dios es como la miel que hace dulces las cosas mas amargas. ¿Y qué cosa puede haber más dulce para un alma amante de Dios, que padecer por Dios, cuando sabe sufriendo con resignación las penas, complacemos a Dios, y que estas mismas penas han de ser después las joyas y florones más hermosos de nuestra corona en el paraíso? ¿Y quién no sufrirá y morirá con gusto, siguiendo a Jesucristo, que va delante con la cruz a cuestas para sacrificarse por su amor, y le invita a seguirle, diciéndole Si alguno quiere venir tras de mi, tome su cruz y sígame (Mat. 16, 24). Por esto quiso humillarse por nuestro amor hasta la muerte, y morir con la muerte ignominiosa de cruz: Humiliavit semetipsum, factus obediens usque ad mortem, mortem autem crucis ( Filp. 2,8).


PUNTO II: Qué debemos hacer para amar a Dios con todo el corazón.

Es un favor demasiado grande, decía santa Teresa, el que hace Dios a una alma cuando la llama a su amor. Puesto, pues, que Dios nos llama para que le amemos, démosle gracias por ello, oyentes míos, y amémosle con todo nuestro corazón. Come él nos ama mucho, quiere también que le amemos mucho, como dice san Bernardo: Cum amat Deus, non aliud vult quam amari; quippe non ad aliud amat, nisi ut ametur (Serm. 63 in Cant.).

El Verbo eterno bajó a este mundo para inflamarnos en su divino amor, como dijo él mismo; y añadió, que no deseaba otra cosa, que ver encendido en nosotros su divino amor: Ignem veni mittere in terram, et quid volo nisi ut accendatur?(Lc.12,49)Veamos ahora qué es lo que debemos hacer, y qué medios debemos adoptar para amar a Dios.

En primer lugar, debemos guardarnos de toda culpa grave y aun leve, en cuanto nos sea posible: porque dice el Señor, que el que le ama guardará sus mandamientos (Jn. 14, 23). Y Dios nos manda que evitemos el pecado. La primera señal del amor es cuidar de no causar el menor disgusto a la persona amada. ¿Y cómo se puede decir que ama a Dios con todo el corazón el que no teme causarle disgustos por leves que sean? Por eso decía santa Teresa: "Dios os libre del pecado cometido con advertencia, por pequeño que sea." Dirá alguno: pero el pecado venial es un mal ligero. ¿Con que es mal ligero dar disgusto a un Dios tan bueno y que tanto nos ama?

Yo os digo que es señal de un amor ligero hacia Dios el mirar como ligeras las culpas leves que se cometen contra él.

En segundo: lugar, para amar a Dios con todo el corazón, es necesario tener un gran deseo de amarle. Los santos deseos son alas que nos hacen volar hacia Dios, porque, como dice san Lorenzo Justiniani, el buen deseo nos da fuerzas para caminar hacia adelante y nos hace mas llevadera la fatiga en el camino de Dios, en el cual el no caminar adelante, es ir hacia atrás, como enseñan todos los maestros espirituales. Dios por su parte se comunica al que le busca, y llena de sus bienes espirituales al alma que los desea, como dice san Lucas Esurientes implevit bonis (Luc 1, 53).

Es necesario, en tercer lugar, resolverse a unir su alma a Dios con un perfecto amor. Hay algunos que desean unirse enteramente a Dios, pero no se resuelven a valerse de los medios necesarios. Estos son aquellos de quienes habla el Sabio en los Proverbios, donde dice: Los deseos matan al perezoso (Prov. 2l, 25). Yo quisiera hacerme santo, dicen, quisiera entregarme enteramente a Dios; y jamás dan un paso para poner esto en práctica. Por eso decía santa Teresa, que el demonio no teme perder estas almas; porque no resolviéndose verdaderamente a dedicarse al servicio de Dios, serán siempre tan imperfectas como son. Y la misma Santa decía, que Dios no exige de nosotros, sino una verdadera resolución de hacernos santos, para hacer después él todo lo demás por su parte.

Si queremos, pues, amar á Dios con todo el corazón, debemos determinarnos a hacer todo aquello que es del mayor gusto de Dios; comenzando inmediatamente a poner mano a la obra, según las palabras del Eclesiástico (9, 10) donde nos dice: Pon en obra inmediatamente todo aquello que puedes hacer por tu parte. Que quiere decir, lo que puedes hacer hoy, no esperes a hacerlo mañana, sino hazlo lo más presto que puedas. Cierta monja que vivía en Roma en el monasterio de Torre de los Espejos, llamada sor Buenaventura, llevaba al principio una vida tibia; pero mientras hacia ejercicios espirituales, le inspiró Dios un amor perfecto hacia sí, y se resolvió a corresponder inmediatamente a la divina inspiración. Dijo, pues, a su director con verdadera resolución: " Padre, quiero hacerme santa, " y hacerlo presto. " Y así lo hizo; porque auxiliándola Dios con su gracia, vivió en adelante como santa, y murió como tal. Por consiguiente debemos resolvemos y valernos inmediatamente de los medios necesarios para hacer nos santos.

El primer medio debe ser, perder el apego que naturalmente tenemos a todas las cosas criadas, desterrando del separarnos de Dios. Por eso los antiguos Padres del Yermo, lo primero que preguntaban a los que acudían a vivir en su compañía, era lo siguiente:¿Traes el corazón vacío de los afectos terrenos, de modo que pueda llenarle el Espíritu Santo? Y en efecto; si no se destierran del corazón las cosas terrenas, no puede entrar Dios en él.

Por lo mismo decía santa Teresa: "Aparta tu corazón de las criaturas, y busca a Dios y le encontrarás." San Agustín escribe, que los Romanos adoraban treinta mil dioses, y que el senado romano no quiso admitir entre ellos a Jesucristo, porque según decían, era un Dios soberbio, que quería ser el solo adorado. Y en esto tenían razón, porque nuestro Dios quiere poseer todo nuestro corazón, y realmente es celoso de poseerle, como dice san Jerónimo por estas palabras: Jesucristo es celoso. Que viene a significar, que en el amor que se le tiene, no quiere tener rivales. De aquí el alma o la esposa de los Cantares se llama Huerto cerrado: Hortus conclusus soror mea sponsa (Cant 4,12). El alma pues que quiere entregarse enteramente a Dios, debe estar cerrada a todo otro amor distinto del divino.

Por esto se dice que el Esposo divino fue herido de una mirada de la Esposa (Cant. 7, 9). Y esta mirada significa el único fin que se propone el alma de agradar a Dios en todas sus acciones y pensamientos, bien distintamente de los mundanos, que tal vez hasta en los ejercicios de devoción o proponen fines diversos, o de interés propio, o de placer, o de agradar a los hombres. Pero los santos no atienden a otra cosa que agradar a Dios; y por eso vueltos a él, le dicen: ¿Qué tengo yo en el cielo, o qué pretendo de ti sobre la tierra? Que seas mi Dios y habites en mi corazón eternamente. Y lo mismo debemos hacer nosotros, si queremos ser santos. Y si hacemos la voluntad de Dios ¿qué más queremos? como dice el Crisóstomo: ¿Qué recompensa mayor puede obtener la criatura, que complacer a su Criador? Así que no debemos proponernos otro fin en nuestros deseos y acciones, que hacer la voluntad de Dios.

Andando por el desierto absorto en Dios, cierto solitario, llamado Zenor, se encontró con el emperador Macedonio que iba de caza: preguntóle el emperador en qué se ocupaba, y le respondió: Tú vas buscando animales; yo no busco más que a Dios. Y el que le ama, difícilmente puede ocuparse en cosas frívolas o malas; porque, como decía san Francisco de Sales, "el puro amor de Dios destierra y consume todo lo que no es de Dios".

También es necesario para amara a Dios con todo el corazón, amarle con preferencia; es decir, preferirle a todas la s cosas criadas o amarle más que a todas las cosas del mundo; y estar dispuestos a perderlas todas, y a la vida misma, antes que perder la Gracia Divina, diciendo con san Pablo: Ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni ninguna criatura me podrá separar del amor de Dios (Rom. 8,38). Es menester amarle además con benevolencia, deseando que todos le amen; y por esto el que ama a Dios, debe procurar, por cuantos modos pueda, mover a los demás a que le amen; al menos debe rogar al Señor por la conversión de todos aquellos que no le aman. También debe estar este amor acompañado del dolor; es decir, que debe sentir toda injuria hecha contra Dios mas que todos los males que le sobrevengan; y también con amor que se conforme con la divina voluntad; porque el principal oficio del amor e unir las voluntades de los amantes; y así debemos decirle: Señor ¿qué quieres que yo haga?

Por esto debemos ofrecernos sin reserva alguna a Dios a menudo, para que haga de nosotros y de nuestras cosas aquello que más le agrade. También debe ser sufrido nuestro amor; y este es aquel amor fuerte que da a conocer a los verdaderos amantes de Dios: Fortis est ut mors dilectio (Cant. 8,6) San Agustín escribe: Nihil tam durum quod non amoris igne vincatur (Lib. de Mor. Eccl. c. 22). Ninguna cosa hay tan dura, que no la ablande el amor constante, porque no cuesta trabajo el hacer aquello que se ama, y nos es agradable el mismo trabajo que nos cuesta hacerlo. San Vicente de Paul decía, que el amor se mide por el deseo que tiene el alma de sufrir y de humillarse por agradar a Dios. Dése gusto a Dios, aunque muramos. Piérdase todo cuanto tenemos, y no le disgustemos en nada; porque es necesario abandonarlo todo para ganarlo todo, como dice Tomás de Kempis: Totum pro toto. Y

 el motivo de no hacernos santos es, que no sabemos abandonar todas las cosas por Dios. Santa Teresa decía, que no nos comunica Dios todo su amor, porque nosotros no damos a Dios todo nuestro afecto. Debemos decir con la esposa de lo Cantares: Mi amado es para mi y yo soy para él: Dilectus meus mihi, et ego illi (Cant.2, 16). Así dice san Juan Crisóstomo, que cuando un alma se entrega enteramente a Dios, ya no le dan cuidado, ni las ignominias, ni los padecimientos, y pierde el apego a todas las cosas terrenas. Y no hallando reposo en ninguna cosa humana, va siempre detrás de su amado, y todo su deseo es encontrarle.

Para obtener, pues, y conservar en nosotros el divino amor, son necesarias tres cosas, a saber: la meditación, la comunión, y la oración. Es necesaria la meditación en primer lugar, porque es señal de que ama pico a Dios el que piensa poco en él. Y por eso decía el real Profeta: In meditatione mea exardescet ignis Con la meditación se aumentará mi amor (Psal. 38, 4). Y en efecto, la meditación es aquel horno espiritual en el que se enciende y crece el amor de Dios, especialmente la meditación de la Pasión de nuestro divino Redentor: In iroduxit me rex in cellam vinariam. ordinavit in me charitatem (Cant.2,4). Esta es aquella bodega celestial en la que introducidas las almas por medio de la meditación, quedan heridas y embriagadas del divino amor con un solo mirar de ojos, o con una breve reflexión sobre la Pasión. Por esto dice san Pablo, que Jesucristo quiso morir por nosotros, con el fin de que nosotros vivamos únicamente: Et pro onmnibus mortuus et Christus,ut qui vivunt, jam non sibi vivant, sed ei qui pro ipsis mortuus est (IICor.5,15). El otro horno espiritual en que los cristianos quedan abrasados del divino amor, es la sagrada Comunión, como dice san Juan Crisóstomo por estas palabras: Carbo est Eucharistia quae nos inflammat, ut tanquam leones ignem spirantes, ab illa mensa recedamus, facti diabolo, terribiles: La Eucaristía es un fuego que nos inflama, para que cuando nos apartamos de aquella divina mesa, respiremos fuego, fuertes como leones, e inspiremos terror al demonio (Hom. 61 ad Pop.). También la oración nos es muy necesaria, pues por medio de ella dispensa Dios todos sus dones especialmente el don supremo de su amor, y para conseguir este amor nos ayuda mucho la meditación, puesto que sin ella en vano intentaremos conseguirle. Conviene, pues, que todos los días y a todas horas pidamos á Dios que nos ayude con su gracia a amarle con todo el corazón y con toda el alma. Y san Gregorio escribe, que Dios quiere que le obliguemos e importunemos con nuestras súplicas a concedernos estas gracias: Vult Deus orari, vult cogi, vult, quodammodo importunitate vinci. Pidamos pues continuamente a Jesucristo que nos comunique su santo amor, y pidámosle también a su divina Madre María; porque siendo ella la tesorera de todas las gracias: Thesauraria gratiarum, y la dispensadora de ellas, como dice san Bernardino: Omnes gratiae per ipsius manus dispensantur; podamos recibir por su mediación el don supremo del amor divino, que abrase nuestra alma y nos haga despreciar todas las cosas de este mundo, a fin de que podamos conseguir después de esta vida la paz eterna del paraíso.
(San Alfonso María de Ligorio, Sermón 46, Sermones abreviados, t. II, Garnier, París, 1856, 109-122)



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Aplicación: Dr. D. Isidro Gomá - El Mandato máximo- Jesús Hijo y Señor de David (Mt 22, 34-46; Mc. 12, 28-37; Lc. 20, 41-44)

Explicación . - Fariseos y herodianos se habían confabulado Para plantear a Jesús la difícil cuestión del tributo; siguen después los saduceos con la no menos delicada de la resurrección de los muertos; ahora se juntan en consejo los fariseos y mandan uno de su gremio, escriba él, para proponerle otra cuestión, que resolverá Jesús con la misma sabiduría de siempre (34-40). A su vez, Jesús propone a los fariseos la gran cuestión de la filiación del Cristo (41-46).

EL MANDATO MÁXIMO O PRINCIPAL (34-40). - Mas los fariseos, cuan do oyeron que había hecho callar a los saduceos, cerrándoles el camino a toda réplica, no sin íntima satisfacción de aquéllos, que tenían en los saduceos sus más formidables adversarios doctrinales, se mancomunaron: la envidia y la malevolencia son madres de la audacia impudente; la derrota de los contrarios debía haberlos hecho más cautos. Y uno de ellos, doctor de la Ley, del partido de los fariseos, que los había oído disputar, y visto lo bien que les había respondido, y por ellos deputado en aquel conventículo para pro poner a Jesús la cuestión en que habían convenido, acercóse y le preguntó, tentándole, con intención aviesa, aunque la respuesta de Jesús le impresionó, alabando a Jesús y llegando a su vez a merecer la alabanza del Señor.

La pregunta que el escriba hace a Jesús es capital, y capciosa al mismo tiempo. Para quienes admitían 613 preceptos, 248 positivos, tantos, decían, como huesos tiene el cuerpo humano, 365 negativos, tantos como días tiene el año; y para quienes había establecidas una serie complicada de reglas para determinar la categoría, grave o leve, mayor o menor, de dichos preceptos, no era fácil una respuesta sencilla y categórica; y menos aún lo era no chocar con algunas de las preocupaciones rabínicas sobre precedencia y categoría de los preceptos. Maestro, le dice el escriba abordando la cuestión: ¿cuál es el gran mandamiento de la Ley, el primero de todos los mandamientos?

Jesús le dijo: El primero de todos los mandamientos es: ¡Oye, Israel! El Señor tu Dios es el solo Dios (Deut. 6, 4): Amarás al Señor tu Dios de todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todo tu entendimiento, y con todas tus fuerzas (Deut. 6, 5): el amor del israelita a su Dios debe ser sobre todos los amores, y debe invadir toda su actividad consciente. Este es el mayor y el primer mandamiento, el principal y el primero por la dignidad y amplitud con que comprende todos los deberes del hombre con Dios. Y el segundo es semejante a éste, por su dignidad y por la gravedad de los deberes que impone; Amarás a tu prójimo como a ti mismo (Lev. 19,18). Son semejantes los dos mandamientos, porque una misma es caridad con que amamos a Dios y al prójimo; porque amamos al prójimo en cuanto es imagen de Dios, como nosotros; porque ambos amores tienen un mismo objeto, que es Dios. Y debemos amar al prójimo como a nosotros mismos, con el mismo afecto, por esta misma razón de semejanza y por ser todos de Dios.

Sentada las primeras categorías de la ley, Jesús, para redondear su pensamiento, sistematiza todo el orden moral con estas frases: No hay otro mandamiento mayor que éstos, por su ámbito y por su excelencia, a pesar de todas las argucias y disquisiciones e los escribas. De estos dos mandamientos depende toda la Ley, y los profetas: todo el orden moral encerrado en la revelación tiene su consistencia y fundamento en estos dos preceptos, cada uno de los cuales comprende todos los preceptos de su tabla respectiva; la plenitud de la ley es el amor (Rom. 13, 10), como es el fin de a misma ley (1 Tim. 1, 5).

Satisfecho y admirado quedó el escriba de la respuesta de Jesús: Y díjole el escriba: Bien, Maestro; has dicho con verdad que Dios es uno solo, y no hay otro fuera de él: y que el amarle de todo corazón, y con todo el entendimiento, y con toda el alma, y con todas las fuerzas, y el amar al prójimo como a sí mismo, vale más que todos los holocaustos y sacrificios. Difiere el sentir de este escriba del de los demás de su secta, que hacían consistir la observancia de la ley en las minucias del ritualismo. Por esto, viendo Jesús, a su vez, que había respondido sabiamente, le dijo: No estás lejos del Reino de Dios: has rectificado los prejuicios de tu secta; tiene sólidos fundamentos religiosos; sólo le falta la fe en Jesús. Con esto redujo también a silencio a los fariseos, y ya nadie osaba preguntarle.

EL CRISTO, HIJO Y SEÑOR DE DAVID (4 1-46). - Los fariseos que han enviado al escriba para tentar a Jesús, se acercan curiosamente al grupo para presenciar los incidentes de la discusión. Entonces es cuando Jesús tienta recíprocamente a sus tentadores, no con su malignidad, sino para enseñarles la verdad: Y estando reunidos los fariseos, Jesús, que enseñaba en el Templo, les preguntó, diciendo: ¿Qué os parece del Cristo? Es una pregunta general, para Concentrar la atención de sus oyentes en ésta, más concreta: ¿De quién es hijo? Dícenle: De David. Era fácil la respuesta, porque eran copiosos en la Escritura los testimonios sobre la filiación davídica del Mesías, y era éste el común sentir de los contemporáneos (Ioh. 7, 42).

Pero Jesús trata de arrancar un prejuicio del espíritu de sus oyentes: creen ellos que será un simple descendiente de aquel rey, que restaurará el trono de su progenitor y arrojará a los romanos, injustos dominadores; Jesús quiere levantar su consideración a una más alta filiación: Díceles: Pues, ¿cómo David mismo lo llama Señor, en el libro de los Salmos, inspirado por el Espíritu Santo, diciendo: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha, hasta que yo haga de tus enemigos escabel de tus pies? Demuestran las palabras de Jesús que el Salmo (109) es divinamente inspirado, que su autor es David, y que era tenido como mesiánico. En estas palabras del Salmo (v. 1) funda Jesús su argumento irrebatible: Sí, pues, el mismo David lo llama Señor, al Mesías, ¿cómo es su hijo? Si aquel gran rey, divinamente inspirado, levantado por ello sobre toda dignidad humana, reconoce como Señor suyo a su hijo, como tal inferior a él, ¿cómo no reconocer que este hijo suyo debía tener una filiación superior a la suya por otro concepto? ¿Cómo no decir que le reconocía Dios, y no un simple dominador temporal, por glorioso que se le suponga?

No tiene réplica el argumento. Y, por esto, nadie podía responderle palabra: ni se atrevió alguno, desde aquel día, a preguntarle jamás. Vencidos los adversarios en toda la línea, y ante el pueblo, cuando creían triunfar de Jesús, lejos de confesarle y admitir su doctrina, se retiran, miedosos de su poder, dejando el campo de las disputas doctrinales para perderle en el de la intriga política y religiosa, en que eran maestros. Y, en cambio, la numerosa turba del pueblo oyóle con gusto, por la fuerza y verdad y gracia de su elocuencia, y por los brillantes triunfos que lograba sobre sus adversarios.

Lecciones morales. - A) v. 34. - Mas los fariseos.., se mancomunaron. - ¿Qué le importa a Jesús que se mancomunen todos sus enemigos, si con su mirada de Dios escudriña el pensamiento de todos; si conoce, mejor que ellos, la resultancia que pueda dar la malicia concentrada de todos; si El, Autor del pensamiento y Verdad esencial, conoce todas las facetas que pueda presentar el error ante la verdad o contra ella, y la manera de resolver todas las cuestiones que puedan sentarse en cualquier campo del saber humano? La inteligencia de Jesús, en cuanto es el Verbo de Dios, es infinita; en cuanto es hombre, está directamente iluminada por los rayos de la sabiduría de Dios, que la inunda de verdad. Como callaron los saduceos, así deben callar avergonzados los fatuos fariseos, que no han sabido medir las fuerzas de su presunto adversario. ¡Si ante Jesús han debido callar todos los sabios de todos los tiempos, aunque se mancomunen acumulando errores Sobre errores, siglo tras siglo!

B) y. 36. - ¿Cuál es el gran mandamiento de la Ley...? - Pregunta por el mayor de los mandamientos, dice el Crisóstomo, quien cumplía los menores; no deben preguntar o aspirar a mayor justicia sino los que han obrado ya la justicia en lo que es menor importancia. Aunque, tratándose de preceptos que urgen gravemente todos, no debemos ser cicateros, buscando de cuál podamos excusarnos, o inventando subterfugios con que substraemos a su fuerza. La lealtad para con Dios y con nuestra conciencia que miremos en un mismo nivel todo mandato que con claridad se imponga a nuestra voluntad, porque todos ellos son la manifestación y promulgación de la voluntad de Dios hecha nuestro espíritu por nuestra propia conciencia.

c) y. 40. - De estos dos mandamientos depende toda la Ley, y los profetas. - Todos los preceptos del Decálogo se reducen a estos dos, decimos en el Catecismo: Amar a Dios sobre todas las cosas, al prójimo como a nosotros mismos: en el primero se encierran los mandamientos de la primera tabla; los de la segunda, en el segundo. Y de tal manera están trabados estos dos mandamientos capitales, que es solidaria su observancia, en el sentido de que, quien ama debidamente a Dios, ama asimismo al prójimo, y viceversa; y que aquel que dice amar a Dios y no ama al prójimo, miente. Hasta el punto de que San Juan dijese en su vejez a sus discípulos que el amor al prójimo era mandato de Jesús, y que si se observa, basta él solo para el cumplimiento de toda la ley.

D) vv. 41.42. -Jesús... les preguntó, diciendo: ¿Qué os parece del Cristo? - Pensaban ellos que Jesús era puro hombre, y por esto le tentaban; si hubiesen creído que era Dios, no le hubiesen tentado. Por ello, queriendo indicarles Jesús que conocía el engaño de su corazón y manifestarles que era Dios, ni quiso enseñarles la verdad en forma manifiesta, para que, tomando pie de la blasfemia, no se enfureciesen más; pero tampoco quiso callarla, porque había venido para anunciar la verdad. En lo que debemos ver la traza de Dios que da la iluminación a las inteligencias, acomodándose a sus necesidades y exigencias.

E) y. 44 - Dijo el Señor a mi Señor... - La cuestión que pro pone aquí Jesús a sus adversarios es la cuestión formidable de su propia divinidad. Porque David, dice San Jerónimo, llama aquí al Mesías " su Señor", no en cuanto es hijo de él, sino en cuanto es Hijo del Padre; y no le llama así por error, sino inspirado por el Espíritu Santo. ¡Cómo Jesús fijaría sus ojos en los ojos falaces de sus adversarios al hacerles la trascendental pregunta, El, que se había presentado ante ellos como Mesías y que de ellos había re querido tantas veces el reconocimiento de su divinidad! Vencidos, quedarán mudos ante Jesús; pero, orgullosos, no querrán caer a sus pies para adorarle. Es la posición mental de muchos millares que vendrán, después de los fariseos, a tentar a Jesús.

F) y. 46. - Y nadie podía responderle palabra... - Porque la verdad se impone con tal fuerza al espíritu del hombre, hecho para la verdad, que por una natural exigencia debe el hombre enmudecer cuando la razón se ve abrumada de razón, si puede hablarse así. Esta es la gran fuerza de la verdad cristiana: los prejuicios, los errores, las invenciones, los mismos hechos de la historia, dan a veces pie a los espíritus menos rectos, o impacientes, o menos sabios para impugnar verdades de la fe; pero éstas definitivamente triunfan: mil veces, en el decurso de la historia, han tenido que enmudecer sus enemigos ante la fuerza abrumadora que llevan consigo.
(Dr. D. Isidro Gomá y Tomás, El Evangelio Explicado, Vol. I I, Ed. Acervo, 6ª ed., Barcelona, 1966, p.389 -394)



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Aplicación: Manuel de Tuya - El primer mandamiento. 12,28-34 (Mt 22,34-40; Lc 10,25-28) Cf. Comentario a Mt 22,34-40.

En Mc la pregunta se la hace en un tono de respeto. En Mt, y más en Lc, en un sentido hostil. Es cuestión redaccional. El tema del primer mandamiento era muy discutido en las escuelas rabínicas. Pero Mc es el que destaca la argumentación basándose en que Dios es "único"; luego exige la plenitud de amor y servicio. La repetición de "corazón", "alma" y "mente" es el procedimiento semita de repetición y de prueba por "acumulación".

Pero en el amor a Dios va incluido el amor al "prójimo", a todo hombre, que es lo que destaca especialmente Lc en este pasaje (Lc 10,29ss). Para el judío, el prójimo era sólo el judío.

Los v.32-34 son propios de Mc. En ellos se hace ver que el amor al prójimo es mejor que todos los "holocaustos y sacrificios". En esto Mc se entronca con la línea de los profetas sobre la autenticidad del culto y la misericordia (i Re 15,22; Os 6,6). A esta valoración del "escriba" que le preguntó, Cristo le responde que su rectitud moral le está aproximando al reino de Dios.
(Profesores de Salamanca, Manuel de Tuya, Biblia Comentada, B.A.C., Madrid, 1964, p. 708-709)



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Aplicación: Leonardo Castellani - Domingo decimoséptimo después de Pentecostés 22, 34-46; Mt 22, 34-40

Los sabihondos europeos que hoy día no quieren aceptar a Cristo y desean cortar a la Europa las propias raíces, han inventado como pretextos diversas historias; una de lo más risueña es que "en el Evangelio al fin final no hay nada nuevo". Todo lo que Cristo predicó se hallaba ya en el Oriente; lo que hizo el "genial Nazareno" fue constituir una especie de mezcla (sincretismo la llaman) de los resultados últimos de la "evolución religiosa" de la Humanidad. Curiosamente, esa mezcla cuajó en un cemento más fuerte y más pulido que el mármol. Hay incluso un santón hindú llamado Ramakhrishna -fundador de una secta teosófica muy activa hoy día que esa sí es una mezcla de hinduismo y cristianismo averiado- el cual se atrevió a afirmar que Cristo estuvo en la India de los 19 a los 29 años y allí aprendió Su doctrina: sin ninguna prueba y a retropelo de las pruebas históricas en contrario. Netamente imposible.

El evangelio de hoy (Mt XXII, 34) versa sobre el Mandamiento Máximo y Mejor, promulgado categóricamente por Cristo y seguido de una afirmación implícita y polémica de que El era más-que-hombre. El Mandamiento Máximo y Mejor es el Precepto del Amor Cristiano, que es un "estreno absoluto" -como dicen ahora- en la humanidad. Examinando con serenidad la historia de las religiones, se ve que siempre fueron los Hebreos los que en lo religioso llegaron más lejos; y que ellos, como se ve en este evangelio, habían llegado, en tiempos de Cristo, a una aproximación del Amor Cristiano, vaga, pálida y dudosa. Los demás "mandatos o consejos de amor", incluso los de Budha Sidyarta Gautama y su escuela, no son más que una asonancia y como lejana semejanza de palabras. El sentido es del todo diverso.

La discusión acerca del Mandato Máximo y Mejor estaba candente en Israel; porque era entonces necesaria. La Ley Mosaica, por obra de los Talmudistas y los Intérpretes y los Casuistas, se había complicado y ramificado de una manera imposible: en definitiva no se sabía lo que había que hacer, porque la polvareda de preceptos pequeños y opiniones divergentes lo oscurecía todo. Había que encontrar un resumen de la Ley había que encontrar el espíritu, el centro y el hilo conductor. Un hebreo que hiciera caso a los casuistas no podía ni moverse en día Sábado, por ejemplo: si se me cae el escritorio con todo lo que hay encima en día Sábado ¿puedo levantarlo sin incurrir en las iras de Jehová?

En la parábola del Buen Samaritano, que hemos visto y también en este evangelio, vemos adónde había llegado la discusión teológica. Los mejores entre los fariseos habían llegado a la conclusión de dos mandatos fundamentales: amar a Dios y amar al prójimo: sólo había que ver todavía qué cosa se entendía por amor y qué cosa por prójimo; por lo demás, esa conclusión era contestada acremente por los literalistas de la Ley y con mucho fundamento: estaba fuera del "espíritu general" de la ley mosaica, y se apoyaba en textos sueltos... Jesucristo definió los dos términos dudosos y fundió los dos mandatos en uno; y así lo sublimó, todo, a una altura moral antes inconcebible. Esa es la esencia del cristianismo. Adolph Harnack escribió un libro célebre "La Esencia del Cristianismo"; y después Karl Adam otro y Loisy otro... La esencia del cristianismo es el Padre Celestial, la esencia es la interioridad, la esencia es la Parusía..., etcétera. Cuentos. La esencia del cristianismo está en este evangelio. Cristo se proclama Dios y da a la Humanidad un mandato que sólo Dios podría inventar... Es sobrenatural; está más allá de las facultades del hombre tal como las conocemos; para poder cumplirlo hay que recurrir a Dios.

Hay una diferencia entre los dos Doctores de la Ley que van a pedir a Cristo la solución de esta Cuestión Suprema. El uno parece menos bien dispuesto: Cristo lo interroga a su vez, le narra una parábola y al final le dice: "Ya que lo sabes, ahora vete y haz misericordia." A estotro Cristo le responde lisa y llanamente, y él se dispara en una glosa -esto está en San Marcos, XII- que lo pinta como entusiasmado por la respuesta: "Efectivamente. Verdad. Así es. Estos dos son. No hay otros. Esto vale más que los holocaustos y los sacrificios...", etcétera. Cristo lo aprueba amorosamente: "No estás lejos tú del Reino de Dios." Había venido porque había oído decir que "responde a todo y nadie lo da vuelta." Al final del episodio anota Marcos que "Nadie se atrevió a preguntarle más." Empezó Jesús a preguntar a su vez, terminado ya exitosamente su propio "examen".

Los pueblos orientales -todos los pueblos de estilo oral- aman esta especie de contrapuntos: lo mismo que nuestros pasados paisanos a los payadores, que son reliquias del estilo oral. Recordemos el contrapunto de Martín Fierro y el Moreno. Pero ésta nuestra payada doble, ya literaria, versa sobre preguntas abstractas y lejanas; y los contrapuntos que nos reporta el Evangelio -y que se hacían con solemnidad religiosa y en una especie de cantinela, escuchando y fallando la corona de oyentes- se refieren a cuestiones concretas y candentes, incluso cuestiones personales como el problema de Cristo. Aquí Cristo les arroja el versículo del profeta David que dice: "Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra

- Mientras pongo a tus enemigos como escaño de tus pies." La pregunta: " eres tú pues?" tantas veces hecha, surgía naturalmente después de oír a Cristo haciendo ley y abriendo nada menos que a un Doctor, nada menos que la puerta del Reino.

"- ¿De quién habla aquí el Profeta?
-Del Rey Mesías, evidente.
-Yo soy el Mesías. Ahora decidme, ¿puede un hijo ser señor de su padre?
-No.
- ¿No es el Mesías hijo de David?
-Sí.
- ¿Cómo es pues que David lo llama "Señor"?
-No sabemos. No sabemos nada. No sabemos ni una palabra."

"Y desde aquel día, nadie osaba cuestionarlo", es decir desafiarlo a contrapuntos. La confesión de ignorancia dolía. Y era ignorancia fingida. La conclusión aquí era clara: el Mesías será más-que-hombre, puesto que será Señor del Rey David su padre. No sólo David lo llama "Señor", sino que Dios "lo sienta a su derecha". Eso significa en Oriente participación pareja en la Reyecía: la Reina se sentaba en un trono a la derecha del Rey. Aquí estaba indicada, pues, una participación en la Divinidad. Cristo la afirma y se la adjudica audazmente. Los Doctores callan.

Ésta es la promulgación solemne del Cristianismo, la esencia de su Dogmática y de su Moral: dos misterios inmensos. A los que dicen "no hay nada nuevo en el Evangelio" podría preguntárseles si espigar lo más excelso de la moral universal, cifrarlo en un solo punto, hacerlo practicable y practicarlo, y morir crucificado en su defensa, si eso les parece nada. Pero hay más, infinitamente más que eso. El Amor Cristiano es una novedad absoluta.

Hoy día lo encontramos sólo en islotes aislados; la generalidad del mundo ha rechazado de hecho el Mensaje; y aun en el seno de la Iglesia flaquea. Parecería que no es así, se habla de "amor" por todas partes, se pondera el amor del prójimo, se multiplican las obras oficiales de beneficencia, se defiende -con las armas y en guerras terribles- la "Civilización Cristiana". Pero son palabras y no obras, sentimentalismos, "el dulce Nazareno", "el amable Rabbí de Galilea", el "mensaje del amor a todos" que propala inclusive el obsceno Ramakrishna: una inundación de jarabe y moralina.

Hay caridad en la Iglesia y la habrá siempre, gracias a Dios; pero ¡cuán oprimida y rala está! La convivencia está atacada, la amistad está adulterada, la misericordia está falseada, y el odio y la aversión paganos se han desatado en el mundo. No soy pesimista: "experto crede Ruperto", lo conozco en carne propia. El amor cristiano se ha aguado y se parece al amor al prójimo que había antes de Cristo, y que nos echan en cara estos "orientalistas", como un "precedente oriental".

Distinguir estos dos amores al prójimo es posible y fácil. El gran escritor C. S. Lewis, en tres conferencias hechas en la Universidad de Durham sobre el tao (o sea la ley moral universal, como la designan en China) y sobre la Abolition of Man (o sea la gran apostasía actual) recogió una antología de los preceptos morales de todos los libros sagrados del mundo, para probar que la moral hebrea continuada por la cristiana está enraizada en la misma natura moral del hombre, y en su tradición milenaria. Leyéndola salta a los ojos la diferencia entre el amor al prójimo de las religiones antiguas y la caridad enseñada con obras y con palabras por Cristo y sus discípulos.

Brevemente: los estoicos proclamaron sí que no había extranjeros y que la patria del hombre era todo el mundo, como Mario Bravo; pero era una manera de rechazar o despreocuparse de la propia patria más bien que amor al foráneo, al extraño, al enemigo: a lo socialista actual. Lao-Tsé y Confticio predican el perdón y la gentileza; pero no es el amor, es una benevolencia general y más bien una táctica de defensa y prudencia: es un amor-timidez, sin arrojo y sin fortaleza. El Bhuda Gautama, su antecesor, es el que más claramente predica el amor a todos los hombres, aun a los más bajos y despreciados. Pero hay que saber lo que es el amor budista: él se extiende a los animales y a las plantas, está fundado en el desprecio de todo lo visible. El Budismo quiere suprimir el dolor por la supresión del deseo, por el ahogamiento de todo lo terrenal en el Nirvana; su amor al prójimo es una especie de gimnasia para la supresión del amor a sí mismo. ¿Qué me importa que me ames como a ti mismo, si no te amas nada a ti mismo? Budha me ama a mí como a su gato; y ama a su gato como a un fantasma: lo sensible para el budista no tiene realidad, es una apariencia, la Maia o Gran Ilusión. Un budista japonés convertido decía a Paul Claudel: "Lo que me asombró en el cristianismo es que no sólo ama al hombre, sino que "lo respeta"." Profunda palabra. El amor universal del Budha es gélido, interesado, egoísta; como en los estoicos, es una indiferencia cansada y despreciativa. No respeta al hombre. ¿Y qué es un amor sin respeto?

Pero ¿y los hebreos? Los hebreos como hemos visto no se atrevían a extender el concepto de prójimo hasta a los enemigos; ni la amistad hasta dar la vida por el amigo. Los salmos de David están llenos de tremendas imprecaciones vengadoras contra el enemigo. "Ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, contusión por contusión"..., así habla el Éxodo. "Tú has de devorar todos los pueblos que el Señor tuyo te dará en tu poder. No se enternezca sobre ellos el ojo tuyo", así habla el Deuteronomio... "Amarás a "tu amigo" como a ti mismo", era lo más a que llegaron los Deútero Profetas. Eso era todo. Todo alrededor se extendía -Asiria, Egipto, Roma- la inconmensurable crueldad pagana.

El amor que enseñó Cristo "es paciente y es benigno, no es celoso, no es sacudido, no se hincha, no es codicioso, no busca lo suyo, no se irrita, no piensa torcido, no se alegra del daño y se conalegra en el gozo: todo lo soporta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo aguanta... El nos reúne todos en un cuerpo, con la vida común de los miembros de un cuerpo, en la Cabeza, que es Cristo", dice San Pablo (1 Cor XIII, 4-7; 12).
(P. Leonardo Castellani, El Evangelio de Jesucristo, Ed. Vórtice, Bs. As., 1997, Pág. 275-279)



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Aplicación: R. P. Raniero Cantalamessa OFMCap - Amarás al Señor tu Dios

Un día se acercó a Jesús uno de los escribas, preguntándole cuál era el primer mandamiento de la Ley y Jesús respondió citando las palabras de ésta: "Escucha Israel: el Señor es nuestro Dios, uno sólo es el Señor. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas", que hemos oído, e hizo de ellas el "primero de los mandamientos". Pero Jesús añadió de inmediato que hay un segundo mandamiento semejante a éste, y es: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo".

Para comprender el sentido de la pregunta del escriba y de la respuesta de Jesús, es necesario tener en cuenta algo. En el judaísmo del tiempo de Jesús había dos tendencias opuestas. Por un lado estaba la tendencia a multiplicar sin fin los mandamientos y preceptos de la Ley, previendo normas y obligaciones para cada mínimo detalle de la vida. Por otro se advertía la necesidad opuesta de descubrir, por debajo de este cúmulo asfixiante de normas, las cosas que verdaderamente cuentan para Dios, el alma de todos los mandamientos.

El interrogante del escriba y la respuesta de Jesús se introducen en esta línea de búsqueda de lo esencial de la ley, para no dispersarse entre miles preceptos secundarios. Y es justamente esta lección de método la que deberíamos aprender sobre todo del Evangelio de este día. Hay cosas en la vida que son importantes, pero no urgentes (en el sentido de que si no las haces, aparentemente no pasa nada); y viceversa, hay cosas que son urgentes pero no importantes.

Nuestro riesgo es sacrificar sistemáticamente las cosas importantes para correr detrás de las urgentes, frecuentemente del todo secundarias. ¿Cómo prevenirnos de este peligro? Una historia nos ayuda a entenderlo. Un día, un anciano profesor fue llamado como experto para hablar sobre la planificación más eficaz del tiempo a los mandos superiores de algunas importantes empresas norteamericanas. Entonces decidió probar un experimento. De pie, frente al grupo listo para tomar apuntes, sacó de debajo de la mesa un gran vaso de cristal vacío. A la vez tomó también una docena de grandes piedras, del tamaño de pelotas de tenis, que colocó con delicadeza, una por una, en el vaso hasta llenarlo. Cuanto ya no se podían meter más, preguntó a los alumnos: "¿Os parece que el vaso está lleno?", y todos respondieron: "¡Sí!". Esperó un instante e insistió: "¿Estáis seguros?".

Se inclinó de nuevo y sacó de debajo de la mesa una caja llena de gravilla que echó con precisión encima de las grandes piedras, moviendo levemente el vaso para que se colara entre ellas hasta el fondo. "¿Está lleno esta vez el vaso?", preguntó. Más prudentes, los alumnos comenzaron a comprender y respondieron: "Tal vez aún no". "¡Bien!", contestó el anciano profesor. Se inclinó de nuevo y sacó esta vez un saquito de arena que, con cuidado, echó en el vaso. La arena rellenó todos los espacios que había entre las piedras y la gravilla. Así que dijo de nuevo: "¿Está lleno ahora el vaso?". Y todos, sin dudar, respondieron: "¡No!". En efecto, respondió el anciano, y, tal como esperaban, tomó la jarra que estaba en la mesa y echó agua en el vaso hasta el borde.

En ese momento, alzó la vista hacia el auditorio y preguntó: "¿Cuál es la gran verdad que nos muestra ese experimento?". El más audaz, pensando en el tema del curso (la planificación del tiempo), respondió: "Demuestra que también cuando nuestra agenda está completamente llena, con un poco de buena voluntad, siempre se puede añadir algún compromiso más, alguna otra cosa por hacer". "No --respondió el profesor--; no es eso. Lo que el experimento demuestra es otra cosa: si no se introducen primero las piedras grandes en el vaso, jamás se conseguirá que quepan después". Tras un instante de silencio, todos se percataron de la evidencia de la afirmación. Así que prosiguió: "¿Cuáles son las piedras grandes, las prioridades, en vuestra vida? ¿La salud? ¿La familia? ¿Los amigos? ¿Defender una causa? ¿Llevar a cabo algo que os importa mucho? Lo importante es meter estas piedras grandes en primer lugar en vuestra agenda. Si se da prioridad a miles de otras cosas pequeñas (la gravilla, la arena), se llenará la vida de nimiedades y nunca se hallará tiempo para dedicarse a lo verdaderamente importante. Así que no olvidéis plantearos frecuentemente la pregunta: "¿Cuáles son las piedras grandes en mi vida?" y situarlas en el primer lugar de vuestra agenda". A continuación, con un gesto amistoso, el anciano profesor se despidió del auditorio y abandonó la sala.

A las "piedras grandes" mencionadas por el profesor --la salud, la familia, los amigos...-- hay que añadir dos más, que son las mayores de todas: los dos mandamientos mayores: amar a Dios y amar al prójimo. Verdaderamente, amar a Dios, más que un mandamiento es un privilegio, una concesión. Si un día lo descubriéramos, no dejaríamos de dar gracias a Dios por el hecho de que nos mande amarle, y no querríamos hacer otra cosa más que cultivar este amor.



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Ejemplos Predicables

Los tres amigos

Dios quiere que le amemos

Quien quiera a Dios, no ponga sus deseos en cosas de este mundo

Estar dispuestos a sacrificar lo que más queremos en este mundo, cuando Él nos lo pida

Nuestro riesgo es sacrificar sistemáticamente las cosas importantes para correr detrás de las urgentes


Los tres amigos
Un hombre tenía tres amigos; dos de ellos le eran en extremo queridos; el tercero le era indiferente, aunque él le servía con particular abnegación. Un día fue llamado a juicio, acusado aunque inocente de un crimen.

- "¿Cuál de vosotros –les dijo- quiere ir a declarar a mi favor, pues estoy en gran peligro de ser condenado?"

El primero se excusó enseguida, diciendo que él no podía ir por esta detenido por otros negocios. El segundo le siguió hasta las puertas mismas del palacio de justicia, pero allí se detuvo y se volvió atrás temiendo la cólera de juez. El tercero en quien confiaba menos, entró, habló a su favor y atestiguó su inocencia con tal convicción que el juez le absolvió y le recompensó.

El hombre tiene en el mundo tres amigos. ¿Cómo se portan con él cuando a la hora de la muerte Dios los llama a su Tribunal?

El primero es el dinero, su amigo querido; el dinero le deja desde luego y no va con él. Prefiere quedarse con los herederos que se lo gastan alegremente, sin que le valga para nada al pobre hombre que tantos trabajos pasó para amontonarlo y que había puesto en su servicio todas sus complacencias.

El segundo son los parientes, sus amigos, los hombres y las mujeres por los que a veces dejó a Dios. Estos le acompañan hasta las puertas mismas de la tumba y se van. Prefieren volverse a vivir y a gozar sin acordarse acaso más del pobre que les amó.

El tercero de quien apenas se ocupó en la vida son su virtud y sus buenas obras. Éstas cuando llega su hora decisiva no le abandonan; le siguen hasta más allá de la tumba y abogan por él en el juicio inexorable, y a ellas se debe el que el hombre pueda alcanzar misericordia y gracia.

Pensemos ahora, antes de que sea tarde, a quien nos conviene servir y a quién nos conviene amar de los tres amigos.
(ROMERO, F., Recursos Oratorios, Editorial Sal Terrae, Santander, 1959, p. 159)



Dios quiere que le amemos

El Niño Jesús se aparece a San Antonio como un pobre mendicante.
Cuando San Antonio de Padua tenía sólo cinco años, y por lo tanto vivía aún en la casa de sus padres, una mañana muy fría de invierno alguien llamó a la puerta. El pequeño Antonio oyó los golpes y abrió la puerta, vio a un niño descalzo, en pobres vestidos, encima de la espalda un saquito como el que suelen usar los pordioseros; pero en el saquito no llevaba pan, sino corazones rojos y brillantes como rubíes. Antonio preguntóle: "¿Quién eres? ¿Qué deseas?" el niño contestó: "Soy el hijo de Reyes, y voy pidiendo la limosna de algún corazón de hombre. Y quiero también el tuyo". Antonio le dijo: "¿Cómo te llamas?" Y el niño contestóle: "no precisas que te diga mi nombre; pues tu piadosa madre te lo ha dicho ya: Soy Jesús". Después de estas palabras el niñito desapareció. (El niño Jesús aparecióse a San Antonio de Padua varias veces durante el resto de la vida del santo; por eso suele representársele casi siempre acompañado del Niño Jesús). El buen Dios anhela el corazón del hombre, lo cual significa que quiere ser amado por nosotros. Por esto Jesucristo nos ordenó el amor a Dios.



Quien quiera a Dios, no ponga sus deseos en cosas de este mundo

La turmalina, una piedra preciosa negra, roja o verde, tiene la propiedad que, cuando está fría atrae la ceniza y otras sustancias poco nobles, pero si se calienta, repele las impurezas que se le habían adherido. (Este mineral tiene en un extremo, electricidad positiva, y en el otro negativa; pero si se calienta, se invierte el signo de su electricidad.) Como esta piedra se convierte el corazón humano: si está frío se se para de Dios, atrae todas las cosas bajas y de poco precio (se entrega a los placeres y concupiscencias de este mundo), pero si el amor de Dios lo caldea y enciende, poco aprecia los placeres bajos de este mundo, y pronto se libera de los apetitos materiales.

Estar dispuestos a sacrificar lo que más queremos en este mundo, cuando El nos lo pida
Una piadosa madre reunió algunos días antes de Navidad a sus pequeños y les habló del amor de nuestro Padre que está en el cielo, que mandó a su Hijo al mundo para salvarnos, y les contó la mucha pobreza del Niño Jesús. Pidiéndoles que trajesen vestidos, juguetes, golosinas de que ellos se quisieren privar para ofrecerlos, como acto de amor al Niño Jesús, a niños menesterosos. Cada niño trajo su limosna; hasta el más pequeño de todos: un niñito de cuatro años. Pero éste dijo a su madre: "traigo todos mis juguetes; aquel gatito de goma me lo guardo porque ¡me gusta tanto!..." su madre le contestó: "El Padre Celestial, a quienes saben sacrificarle las cosas que más quieren, a estos los mira con más amor. Su tu sacrificas tu gatito de goma, te llenarás de gozo". En el pecho del niño empezó una dura batalla; todo el día anduvo el pobrecito pensativo. Bien habría procurado a Dios tan grande gozo; pero separarse del juguete predilecto le era muy duro. Finalmente vino el niño tímido y temeroso, a la madre y le dijo: "También le daré el gatito de goma al Niño Jesús". Lágrimas corrían por las mejillas del niño, tanta tristeza le daba separarse de su gatito. Y la madre lloraba también viendo el gran sacrificio del pequeño. ¡Feliz quien aprende de niño a practicar la renuncia de lo que más quiere! Porque en el curso de la vida, Dios pide de nosotros sacrificios harto más pesados que la renuncia a un juguete. Y si de un principio estamos ejercitados a tales sacrificios, por amor a Dios, soportaremos mejor los golpes de la adversidad.
(Spirago, Francisco, Catecismo en ejemplos, tomo II, Ed. Políglota, Barcelona, 7.10-11)


(cortesia: iveargentina.org et alii)



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