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Domingo 14 del Tiempo Ordinario C Envío de los 72 Discípulos - Comentarios de Sabios y Santos II: con ellos preparamos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la celebración de la Misa dominical

Recursos adicionales para la preparación

 

A su disposición

Santos Padres: San Agustín - Comentario a Mt 10,16.

Aplicación: S.S. Francisco p.p. - La misión

Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - La alegría del cristiano Lc 10, 17-20

Aplicación: P. Jorge Loring, S.J. - Décimo Cuarto Domingo del Tiempo Ordinario - Año C Lc 10:1-12. 17-20

Aplicación: Directorio Homilético - Decimocuarto domingo del Tiempo Ordinario

 

¿Cómo acoger la Palabra de Dios?
La Palabra de Dios y yo - cómo acogerla
Falta un dedo: Celebrarla

 

 

Comentario a Las Lecturas del Domingo


Santos Padres: San Agustín - Comentario a Mt 10,16.

1. La solemnidad de los mártires, en la que celebramos el recuerdo de su pasión, se nos propone, amadísimos, para que, si tal vez nos sobreviniere alguna prueba dura, perseveremos hasta el final, para poder ser salvados según lo leído en el Evangelio, que hemos escuchado todos juntos: Quien persevere hasta el final, ése se salvará. El final de este mundo temporal quizá esté lejos o quizá esté cerca'. El Señor quiso que permaneciese oculto cuándo iba a tener lugar, para que los hombres esperen siempre preparados aquello que no saben cuándo va a venir.

Pero, esté cercano o esté lejano, como dije, el final de este mundo temporal, el fin de cada hombre en particular, por el que se ve obligado a pasar de esta vida a otra adecuada a sus méritos, pensando en la brevedad de esta nuestra mortalidad, no puede estar lejos. Cada uno de nosotros debe prepararse para cuando llegue su fin. El último día, en efecto, no acarreará mal alguno a quien, pensando que cada día es el último para él, vive en forma de morir tranquilo; a aquel que muere día a día para no morir eternamente.

Pensando en estas cosas, ¡cómo oyeron los santos mártires la palabra del Señor que decía: ¡He aquí que os envío como ovejas en medio de lobos! ¡Cuán firmemente habían sido robustecidos para que no sintiesen temor ante esto! De donde resulta cuan numerosos eran los lobos y cuan pocas las ovejas, pues no fueron enviados los lobos en medio de las ovejas, sino las ovejas en medio de los lobos. No dice el Señor: «Mirad que os envío como leones en medio de jumentos».

Al hablar de ovejas en medio de lobos mostró suficientemente el pequeño número de ovejas y los rebaños de lobos. Y aunque un solo lobo acostumbra a espantar a un rebaño por grande que sea, las ovejas enviadas en medio de innumerables lobos iban sin temor, porque quien las enviaba no las abandonaba. ¿Por qué iban a temer el ir en medio de lobos aquellos con quienes estaba el Cordero que venció al lobo?

2. En la misma lectura escuchamos: Cuando os hayan entregado, no penséis lo que vais a decir; no seréis vosotros quienes habléis, sino el Espíritu de vuestro Padre que habla en vosotros. Por esto dice en otro lugar: Mirad que estoy con vosotros hasta la consumación del mundo. ¿Acaso iban a permanecer aquí hasta la consumación del mundo quienes escuchaban entonces estas palabras del Señor? El Señor pensaba no sólo en aquellos que iban a abandonar este mundo, sino también en los demás, y en nosotros mismos, y en quienes nos han de suceder a nosotros en esta vida: a todos nos veía dentro de su único Cuerpo.

Estas palabras: Yo estoy con vosotros hasta la consumación del mundo, no sólo las oyeron ellos, también nosotros las oímos. Y sí no las oíamos entonces en nuestra ciencia, las oíamos en su presciencia. Por tanto, para vivir seguros como ovejas en medio de lobos, guardemos los mandamientos de quien nos exhorta a ser simples como las palomas y astutos como las serpientes. Simples como palomas: a nadie hagamos daño; astutos como serpientes: cuidémonos de que nadie nos dañe. Pero no podrás tomar precauciones para no ser dañado, a no ser que conozcas en qué puedes recibir daño.

Hay quienes luchan con gran resistencia por cosas temporales. Y si les reprochan el que ofrecen demasiada resistencia, siendo así que, como el mismo Señor ordenó, más bien deben no ofrecer resistencia al malo, responden que ellos cumplen lo dicho: Sed astutos como serpientes. Pongan, pues, atención a lo que hace la serpiente: cómo en lugar de la cabeza presenta su cuerpo enroscado a los golpes de quienes lo hieren para defender aquélla, en la que la experiencia les dice que reside su vida; cómo menosprecia lo restante de su largo cuerpo para que su cabeza no sea herida por quien la persigue.

Por tanto, si quieres imitar la astucia de la serpiente, protege tu cabeza. Está escrito: La cabeza del varón es Cristo. Mira dónde tienes a Cristo, puesto que por la fe habita en ti: Cristo, dice el Apóstol, habita por la fe en vuestros corazones. Para que tu fe permanezca íntegra, a quien te persigue opón todo lo demás para que se mantenga incólume aquello de donde traes la vida.

Pues Cristo mismo, nuestro Señor, el Salvador, la Cabeza de toda la Iglesia, que está sentado a la derecha del Padre, ya no puede ser herido por quienes le persiguen; no obstante, asociándose a nuestros padecimientos y demostrando que él vive en nosotros, desde el cielo llamó a aquél Saulo, que luego se convirtió en el apóstol Pablo, con estas palabras: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?

A él en persona nadie le tocaba, pero en cuanto cabeza clamó desde el cielo en favor de sus miembros pisoteados en la tierra. Si Cristo habita por la fe en el corazón cristiano, para que la fe quede a salvo, es decir, para que Cristo permanezca en el creyente, ha de despreciarse cualquier cosa que el perseguidor pueda herir o quitar, de modo que ella perezca en favor de la fe y no la fe en beneficio de ella.

3. Los mártires, imitando esta astucia de la serpiente, dado que Cristo es la cabeza del varón, ofrecieron cuanto de mortal poseían a los perseguidores, en beneficio de Cristo, considerado por ellos como su cabeza, para no encontrar la muerte allí de donde les venía la vida. Cumplieron el precepto del Señor que les exhortaba a ser astutos como serpientes, para que no creyesen, cuando se les condenaba a ser decapitados, que entonces perdían la cabeza; antes bien, cortada la cabeza de carne, mantuviesen íntegra la Cabeza: Cristo. Cualquiera que sea el modo como el verdugo se ensañe contra los miembros del cuerpo; cualquiera que sea la crueldad con que, una vez rasgados los costados y despedazadas las entrañas, llegue a las partes más internas del cuerpo, no puede llegar a nuestra Cabeza, que ni siquiera se le permite ver.

Puede acercarse a ella, si quiere; pero no ensañándose contra nosotros, sino creyendo lo mismo que nosotros. ¿Cómo pudieron imitar las mujeres esta astucia de la serpiente, hasta alcanzar la corona del martirio? 2 Cristo, en efecto, fue denominado cabeza del varón y el varón cabeza de la mujer. No sufrieron lo que sufrieron por sus maridos, ellas que, para padecerlo, hasta tuvieron que vencer los halagos de los mismos, que las invitaban a apostatar. También ellas son miembros de Cristo por la misma fe. En consecuencia, Cristo, que es Cabeza de la Iglesia entera, es Cabeza de todos sus miembros. A la Iglesia en su totalidad se la denomina tanto mujer como varón. Es mujer, pues se la llama virgen.

El Apóstol dice: Os he entregado a un solo varón para presentaros a Cristo como virgen casta. Entendemos que es varón por lo que dice el mismo Apóstol: Hasta que lleguemos todos a la unidad de la je, al conocimiento del Hijo de Dios, al varón perfecto, a la medida de la edad de la plenitud de Cristo. Si es mujer, Cristo es su varón; si es varón, Cristo es su cabeza. Si, pues, el varón es cabeza de la mujer, y Cristo es el varón de la Iglesia, puesto que también las mujeres sufrieron por Cristo, lucharon por su Cabeza con la astucia de la serpiente. Protejamos, pues, nuestra cabeza contra los perseguidores, imitemos la astucia de la serpiente. Gimamos ante Dios también por nuestros perseguidores, para tener la inocencia de las palomas. Concluye el sermón sobre aquellas palabras: Mirad que os envío como ovejas en medio de lobos.
(SAN AGUSTÍN, Sermones (2º) (t. X). Sobre los Evangelios Sinópticos, Sermón 64A, 1-3, BAC Madrid 1983, 235-40).


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Aplicación: S.S. Francisco p.p. - La misión

Queridos hermanos y hermanas: Ya ayer tuve la alegría de encontrarme con ustedes, y hoy nuestra fiesta es todavía mayor porque nos reunimos de nuevo para celebrar la Eucaristía, en el día del Señor. Ustedes son seminaristas, novicios y novicias, jóvenes en el camino vocacional, provenientes de todas las partes del mundo: ¡representan a la juventud de la Iglesia! Si la Iglesia es la Esposa de Cristo, en cierto sentido ustedes constituyen el momento del noviazgo, la primavera de la vocación, la estación del descubrimiento, de la prueba, de la formaci��n. Y es una etapa muy bonita, en la que se ponen las bases para el futuro. ¡Gracias por haber venido!


Hoy la palabra de Dios nos habla de la misión. ¿De dónde nace la misión? La respuesta es sencilla: nace de una llamada que nos hace el Señor, y quien es llamado por Él lo es para ser enviado. ¿Cuál debe ser el estilo del enviado? ¿Cuáles son los puntos de referencia de la misión cristiana? Las lecturas que hemos escuchado nos sugieren tres: la alegría de la consolación, la cruz y la oración.

1. El primer elemento: la alegría de la consolación. El profeta Isaías se dirige a un pueblo que ha atravesado el periodo oscuro del exilio, ha sufrido una prueba muy dura; pero ahora, para Jerusalén, ha llegado el tiempo de la consolación; la tristeza y el miedo deben dejar paso a la alegría: “Festejad… gozad… alegraos”, dice el Profeta (66,10). Es una gran invitación a la alegría. ¿Por qué? ¿Cuál es el motivo de esta invitación a la alegría? Porque el Señor hará derivar hacia la santa Ciudad y sus habitantes un “torrente” de consolación, un torrente de consolación –así llenos de consolación-, un torrente de ternura materna: “Llevarán en brazos a sus criaturas y sobre las rodillas las acariciarán” (v. 12). Como la mamá pone al niño sobre sus rodillas y lo acaricia, así el Señor hará con nosotros y hace con nosotros.

 Éste es el torrente de ternura que nos da tanta consolación. “Como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo” (v. 13). Todo cristiano, y sobre todo nosotros, estamos llamados a ser portadores de este mensaje de esperanza que da serenidad y alegría: la consolación de Dios, su ternura para con todos. Pero sólo podremos ser portadores si nosotros experimentamos antes la alegría de ser consolados por Él, de ser amados por Él.

Esto es importante para que nuestra misión sea fecunda: sentir la consolación de Dios y transmitirla. A veces me he encontrado con personas consagradas que tienen miedo a la consolación de Dios, y… pobres, se atormentan, porque tienen miedo a esta ternura de Dios. Pero no tengan miedo. No tengan miedo, el Señor es el Señor de la consolación, el Señor de la ternura. El Señor es padre y Él dice que nos tratará como una mamá a su niño, con su ternura. No tengan miedo de la consolación del Señor. La invitación de Isaías ha de resonar en nuestro corazón: “Consolad, consolad a mi pueblo” (40,1), y esto convertirse en misión. Encontrar al Señor que nos consuela e ir a consolar al pueblo de Dios, ésta es la misión. La gente de hoy tiene necesidad ciertamente de palabras, pero sobre todo tiene necesidad de que demos testimonio de la misericordia, la ternura del Señor, que enardece el corazón, despierta la esperanza, atrae hacia el bien. ¡La alegría de llevar la consolación de Dios!

2. El segundo punto de referencia de la misión es la cruz de Cristo. San Pablo, escribiendo a los Gálatas, dice: “Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo” (6,14). Y habla de las “marcas”, es decir, de las llagas de Cristo Crucificado, como el cuño, la señal distintiva de su existencia de Apóstol del Evangelio. En su ministerio, Pablo ha experimentado el sufrimiento, la debilidad y la derrota, pero también la alegría y la consolación.

He aquí el misterio pascual de Jesús: misterio de muerte y resurrección. Y precisamente haberse dejado conformar con la muerte de Jesús ha hecho a San Pablo participar en su resurrección, en su victoria. En la hora de la oscuridad, en la hora de la prueba está ya presente y activa el alba de la luz y de la salvación. ¡El misterio pascual es el corazón palpitante de la misión de la Iglesia! Y si permanecemos dentro de este misterio, estamos a salvo tanto de una visión mundana y triunfalista de la misión, como del desánimo que puede nacer ante las pruebas y los fracasos.

La fecundidad pastoral, la fecundidad del anuncio del Evangelio no procede ni del éxito ni del fracaso según los criterios de valoración humana, sino de conformarse con la lógica de la Cruz de Jesús, que es la lógica del salir de sí mismos y darse, la lógica del amor. Es la Cruz –siempre la Cruz con Cristo, porque a veces nos ofrecen la cruz sin Cristo: ésa no sirve–. Es la Cruz, siempre la Cruz con Cristo, la que garantiza la fecundidad de nuestra misión. Y desde la Cruz, acto supremo de misericordia y de amor, renacemos como “criatura nueva” (Ga 6,15).

3. Finalmente, el tercer elemento: la oración. En el Evangelio hemos escuchado: “Rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies” (Lc 10,2). Los obreros para la mies no son elegidos mediante campañas publicitarias o llamadas al servicio de la generosidad, sino que son “elegidos” y “mandados” por Dios. Él es quien elige, Él es quien manda, Él es quien manda, Él es quien encomienda la misión. Por eso es importante la oración.

La Iglesia, nos ha repetido Benedicto XVI, no es nuestra, sino de Dios; ¡y cuántas veces nosotros, los consagrados, pensamos que es nuestra! La convertimos… en lo que se nos ocurre. Pero no es nuestra, es de Dios. El campo a cultivar es suyo. Así pues, la misión es sobre todo gracia. La misión es gracia. Y si el apóstol es fruto de la oración, encontrará en ella la luz y la fuerza de su acción. En efecto, nuestra misión pierde su fecundidad, e incluso se apaga, en el mismo momento en que se interrumpe la conexión con la fuente, con el Señor.

Queridos seminaristas, queridas novicias y queridos novicios, queridos jóvenes en el camino vocacional. Uno de ustedes, uno de sus formadores, me decía el otro día: évangéliser on le fait à genoux, la evangelización se hace de rodillas. Óiganlo bien: “la evangelización se hace de rodillas”.

¡Sean siempre hombres y mujeres de oración! Sin la relación constante con Dios la misión se convierte en función. Pero, ¿en qué trabajas tú? ¿Eres sastre, cocinera, sacerdote, trabajas como sacerdote, trabajas como religiosa? No. No es un oficio, es otra cosa. El riesgo del activismo, de confiar demasiado en las estructuras, está siempre al acecho. Si miramos a Jesús, vemos que la víspera de cada decisión y acontecimiento importante, se recogía en oración intensa y prolongada. Cultivemos la dimensión contemplativa, incluso en la vorágine de los compromisos más urgentes y duros. Cuanto más les llame la misión a ir a las periferias existenciales, más unido ha de estar su corazón a Cristo, lleno de misericordia y de amor. ¡Aquí reside el secreto de la fecundidad pastoral, de la fecundidad de un discípulo del Señor!

Jesús manda a los suyos sin “talega, ni alforja, ni sandalias” (Lc 10,4). La difusión del Evangelio no está asegurada ni por el número de personas, ni por el prestigio de la institución, ni por la cantidad de recursos disponibles. Lo que cuenta es estar imbuidos del amor de Cristo, dejarse conducir por el Espíritu Santo, e injertar la propia vida en el árbol de la vida, que es la Cruz del Señor.

Queridos amigos y amigas, con gran confianza les pongo bajo la intercesión de María Santísima. Ella es la Madre que nos ayuda a tomar las decisiones definitivas con libertad, sin miedo. Que Ella les ayude a dar testimonio de la alegría de la consolación de Dios, sin tener miedo a la alegría; que Ella les ayude a conformarse con la lógica de amor de la Cruz, a crecer en una unión cada vez más intensa con el Señor en la oración. ¡Así su vida será rica y fecunda! Amén.
(Basílica Vaticana, Domingo 7 de julio de 2013)

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Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - La alegría del cristiano Lc 10, 17-20

Quiero reflexionar sobre la más profunda y verdadera alegría que se da en todo religioso, sea apóstol o no.

En el Evangelio de este domingo los discípulos se llenan de alegría porque los demonios se les sometían en nombre de Jesús. Jesús se congratula con ellos y manifiesta su ciencia beatífica al decirles que Él veía la derrota de Satanás.

Escucha atentamente su apostolado y alienta su entusiasmo y su alegría, pero, los invita a una alegría mayor: la alegría de glorificar a Dios y de ir realizando la santificación personal por el cumplimiento de su voluntad: “alegraos de que vuestros nombres estén escritos en los cielos”. Cada obra que realizamos por la gloria de Dios se va escribiendo en el libro de la vida.

Luego, el Evangelio narra el gozo de Jesús porque ellos, los pequeños, han recibido la gracia de conocer a Dios y poder glorificarlo. Es la obra que realiza Jesús revelando a los discípulos quién es el Padre y cómo agradarle.

Las obras de apostolado nos llenan de alegría, es una experiencia que todos hemos tenido o tenemos. Qué gran alegría experimenta el apóstol después de un día de misión, el sacerdote después de confesar o de predicar, etc. y nos llenan de alegría porque hacemos entrar a las almas en relación con Dios, pero sobre todo porque hemos realizado una misión y eso nos une con Dios a nosotros.

La base de la alegría, el fundamento, es el contento. Y ¿qué es el contento? La aceptación de nuestro destino, es decir, la aceptación del plan eterno que Dios tiene sobre mí. En el contento no hay grados. Se está contento o se está amargado. Se está contento si uno acepta, aunque sea con resignación, la voluntad de Dios. Si no se acepta la voluntad de Dios, podríamos decir, su destino, el hombre vive sin felicidad, vive triste. Y la voluntad de Dios sobre todo apóstol es que ejercite la caridad pastoral y se santifique con esta obra.

Pero para crecer en el camino de la alegría hay que aceptar la voluntad de Dios con más libertad. No sólo con resignación sino con amor. Las paredes del edificio de la felicidad están formadas por actos de amor. De ahí la alegría que experimentamos cuando amamos la voluntad de Dios y la que experimentamos cuando amamos al prójimo. En definitiva, la esencia de la felicidad está en darse, en salir de sí mismo.

 Experimentaremos mayores alegrías en la medida que nos demos a los demás y en especial a Dios. El amor al prójimo y el amor a Dios son un mismo mandamiento por eso amamos a Dios cuando amamos al prójimo. Y la cumbre de la felicidad se da cuando vivimos en Dios, sólo haciendo lo que Él quiere. Y esta felicidad en su grado máximo se llama júbilo. Él júbilo nos hace salir de nosotros mismos para vivir en Dios, nos hace por la unión con Dios olvidarnos de nuestra limitación.

Jesús tenía razón al decir que más alegría tenían ellos por tener los nombres inscriptos en el cielo o lo que es lo mismo por vivir en Dios.

Jesús fue el hombre más alegre de la tierra porque vivió en Dios durante toda su vida. No sólo porque era uno con Dios sino porque también se identificó desde la encarnación con la voluntad de Dios. Sin embargo, casi siempre, ocultó su alegría.
Él refrenó algo. Lo digo con reverencia; en esa personalidad violenta había un rasgo que debe ser timidez. Hubo en Él algo que es­condió a todos los hombres cuando subió a orar en la montaña. Había algo que constantemente ocultó con un silencio repentino, o con un impetuoso aislamiento. Cuando caminó sobre nuestra tierra, había en Él algo demasiado grande para que Dios nos lo mostrara; y algunas veces imaginé que era su alegría.

La alegría fue la pequeña publicidad del paganismo, pero para el cristianismo es el gran secreto. La publicidad que hace el paganismo de su alegría no es auténtica porque la alegría del pagano se produce por un ensimismamiento, por una búsqueda insaciable de su ego y esta alegría es tan fugaz como un meteoro que entra a la atmósfera y lo peor es que termina en desesperación, es decir, en tristeza sin límites. El secreto del cristiano que es la alegría auténtica Cristo la enseñó con sus palabras y con su vida. Su vida fue un servicio ininterrumpido a las almas, servicio que llevó a la cumbre en el Calvario. No hay mayor amor, no hay mayor servicio que dar la vida por el amigo. Y en el Evangelio de hoy la enseña a los setenta y dos discípulos que vuelven de la misión. La alegría consiste en salir de sí mismo para glorificar a Dios.

Los discípulos no llegaron a ver en su profundidad el motivo de la verdadera alegría. Sintieron la alegría del dar pero no llegaron al fondo que consiste en darse y hacerlo totalmente. La alegría en su máxima expansión consiste en vivir en Dios sea amándolo directamente como el que entrega su vida para contemplarlo, sea amándolo en el prójimo o ambas.

En el cielo donde la felicidad será perfecta y eterna viviremos en Dios. Y en esta vida la felicidad se dará en la medida en que vivamos en Dios. Ese anhelo que tiene todo hombre pero en particular todo apóstol de vivir en Dios lo hacemos presente en la contemplación. La contemplación unifica nuestra voluntad con la voluntad de Dios porque ordena todas las tendencias que nos separan de su voluntad.

Los apóstoles estaban contentos por los frutos apostólicos pero los frutos apostólicos pueden desviarnos de lo más importante que es Dios. La contemplación ayuda a unificar todo en la búsqueda de la gloria de Dios.

Hay una alegría cuando el alma experimenta la victoria sobre las criaturas, en este caso sobre satanás, pero hay un vencimiento mayor y que es más profundo y que da mucha más alegría y es el vencimiento de sí mismo para hacer la voluntad de Dios. Al vencernos a nosotros mismos para hacer la voluntad de Dios nos desprendemos incluso de nuestra libertad. El que obedece a Dios renuncia a la libertad de su propia voluntad y la pone en la voluntad de Dios.

La renuncia a las criaturas y a nosotros mismos nos da libertad para entregarnos totalmente a Dios, para salir de nosotros mismos y de nuestras afecciones y vivir en Dios y esto nos llena de alegría.

Al principio dijimos que Dios se alegra por la alegría de los discípulos, este alegrarse con el que se alegra se llama congratulación y es propio de las almas grandes que están tan olvidadas de sí mismas que saben alegrarse por las cosas buenas que les suceden a otros. La congratulación es un sentimiento del alma que ama con un amor verdadero. El alma que sabe congratularse lo hace en definitiva porque se hace la voluntad de Dios en la tierra como en el cielo. Jesús les enseñó en el Padrenuestro esta verdad y también en algunas parábolas como la de la oveja perdida en la que el buen pastor se alegra porque encontró la oveja perdida y es la alegría de los bienaventurados por la conversión de un pecador.

La congratulación nace en nosotros porque la fe nos enseña la comunión de los santos. El gozo de los bienaventurados en el cielo lo viven las almas que están en gracia de una forma participada. Y las almas que tienen a Dios se alegran mutuamente porque en definitiva Dios reina sobre ellas en el cielo y en la tierra, porque sus nombres están escritos en el cielo, porque pertenecen a los ciudadanos del Reino.

Considerando la esencia de la alegría cristiana que consiste en la gloria de Dios los éxitos pastorales pasan a un segundo plano.

Jesús mismo ha enseñado esta verdad cuando algunos que realizaron milagros en su vida fueron excluidos del Reino porque la grandeza del alma está en hacer las obras de Dios que él quiere, es decir, cumplir su voluntad. “No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial. Muchos me dirán aquel Día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: ¡Jamás os conocí; apartaos de mí, agentes de iniquidad!”.

Los éxitos pastorales muchas veces se los apropia el apóstol y esto lo perjudica. Las cosas buenas que hacemos las hacemos por la gracia de Dios. Los apóstoles somos siervos inútiles. Por eso Dios permite a veces que fracasemos para que conozcamos nuestra debilidad en las cosas de Dios y nos apoyemos en su poder. Lo bueno que hagamos debemos saber que lo hacemos por ser instrumentos dóciles de Dios pero en definitiva es Él que hace la obra por medio nuestro. Esta verdad también produce en nosotros una gran libertad que consiste en el desapego de los éxitos o de los fracasos y el abandono total en las manos de Dios.

Los apóstoles se entristecieron en una ocasión porque no pudieron expulsar un demonio de un niño y la razón última de su tristeza era que se habían apegado a los dones carismáticos que Dios les había dado en orden a la misión y en definitiva en orden a su gloria.

La mayor gloria del misionero y de todo hombre santo será no lo que él haya hecho por sí mismo sino lo que Dios ha hecho por medio de él. La mayor gloria de un apóstol es la docilidad. Es cierto que tenemos que ser los instrumentos más aptos que podamos ser, pero es más cierto que el que hace la obra es el que maneja el instrumento.

En las obras de Dios somos instrumentos y es Dios el que realiza la obra que Él eternamente tiene pensada. Cuando nos olvidamos que sólo somos instrumentos impedimos la obra de Dios. Cuando somos instrumentos dóciles la obra da muchos frutos. Frutos que quizá no se manifiesten por el éxito, pero sí porque se ha cumplido la voluntad de Dios y porque nosotros hemos crecido en santidad.

Alegrémonos hoy porque Dios ha escrito por su gracia nuestros nombres en el cielo y pidámosle la gracia de la perseverancia en su servicio para que nos dé el nombre nuevo que tiene pensado eternamente para nosotros en el cielo, nombre que es el resultado de nuestra fidelidad a la misión a la cual estamos llamados desde siempre por Dios.

Notas
Cf. Chesterton, Ortodoxia, Porrúa México 1998, 88-9
Ibíd.
Mt 7, 21-23
Cf. Mt 17, 14-20


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Aplicación: P. Jorge Loring, S.J. - Décimo Cuarto Domingo del Tiempo Ordinario - Año C Lc 10:1-12. 17-20


1.- En el Evangelio de hoy Jesucristo nos dice que es necesario enviar obreros a la mies, porque la mies es mucha y los operarios pocos.

2.- Evidentemente se refiere a las vocaciones sacerdotales.

3.- Hay que pedir mucho a Dios que haya muchas y buenas vocaciones sacerdotales.

4.- La peor tragedia para una nación es la falta de sacerdotes.

5.- Muy lamentable es que falten médicos e instalaciones sanitarias, pero peor es que falten sacerdotes.

6.- Los médicos, esos grandes bienhechores de la humanidad, lo más que pueden hacer es retrasar la hora de la muerte. Pero ningún médico puede garantizarnos una vida eterna.

7.- El sacerdote es el mayor bienhechor de la humanidad porque es el único que puede garantizarnos una vida eterna.

8.- Es una pena que muchos jóvenes no son capaces de descubrir los valores del sacerdocio.

9.- El materialismo de nuestra época hace que sólo piensen en el dinero y en los placeres de la vida.

10.- Pero se les escapa lo más importante: la felicidad del servicio.

11.- Como dice un autor: «Soñé que la vida era la felicidad. Me desperté y vi que la vida era servicio. Me puse a servir y encontré que en el servicio estaba la felicidad».

12.- Pidamos a Dios que muchos jóvenes valoren la felicidad del servicio a Dios y las almas.

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Aplicación: Directorio Homilético - Decimocuarto domingo del Tiempo Ordinario

CEC 541-546: el Reino de Dios está cerca
CEC 787, 858-859: los Apóstoles están asociados a la misión de Cristo
CEC 2122: “el operario tiene derecho a su salario”
CEC 2816-2821: “Venga tu Reino”
CEC 555, 1816, 2015: el camino para seguir a Cristo pasa por la cruz

"El Reino de Dios está cerca"

541 "Después que Juan fue preso, marchó Jesús a Galilea; y proclamaba la Buena Nueva de Dios: El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva" (Mc 1, 15). "Cristo, por tanto, para hacer la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el Reino de los cielos" (LG 3). Pues bien, la voluntad del Padre es "elevar a los hombres a la participación de la vida divina" (LG 2). Lo hace reuniendo a los hombres en torno a su Hijo, Jesucristo. Esta reunión es la Iglesia, que es sobre la tierra "el germen y el comienzo de este Reino" (LG 5).

542 Cristo es el corazón mismo de esta reunión de los hombres como "familia de Dios". Los convoca en torno a él por su palabra, por sus señales que manifiestan el reino de Dios, por el envío de sus discípulos. Sobre todo, él realizará la venida de su Reino por medio del gran Misterio de su Pascua: su muerte en la Cruz y su Resurrección. "Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí" (Jn 12, 32). A esta unión con Cristo están llamados todos los hombres (cf. LG 3).


El anuncio del Reino de Dios

543 Todos los hombres están llamados a entrar en el Reino. Anunciado en primer lugar a los hijos de Israel (cf. Mt 10, 5-7), este reino mesiánico está destinado a acoger a los hombres de todas las naciones (cf. Mt 8, 11; 28, 19). Para entrar en él, es necesario acoger la palabra de Jesús:

La palabra de Dios se compara a una semilla sembrada en el campo: los que escuchan con fe y se unen al pequeño rebaño de Cristo han acogido el Reino; después la semilla, por sí misma, germina y crece hasta el tiempo de la siega (LG 5).

544 El Reino pertenece a los pobres y a los pequeños, es decir a los que lo acogen con un corazón humilde. Jesús fue enviado para "anunciar la Buena Nueva a los pobres" (Lc 4, 18; cf. 7, 22). Los declara bienaventurados porque de "ellos es el Reino de los cielos" (Mt 5, 3); a los "pequeños" es a quienes el Padre se ha dignado revelar las cosas que ha ocultado a los sabios y prudentes (cf. Mt 11, 25). Jesús, desde el pesebre hasta la cruz comparte la vida de los pobres; conoce el hambre (cf. Mc 2, 23-26; Mt 21,18), la sed (cf. Jn 4,6-7; 19,28) y la privación (cf. Lc 9, 58). Aún más: se identifica con los pobres de todas clases y hace del amor activo hacia ellos la condición para entrar en su Reino (cf. Mt 25, 31-46).

545 Jesús invita a los pecadores al banquete del Reino: "No he venido a llamar a justos sino a pecadores" (Mc 2, 17; cf. 1 Tim 1, 15). Les invita a la conversión, sin la cual no se puede entrar en el Reino, pero les muestra de palabra y con hechos la misericordia sin límites de su Padre hacia ellos (cf. Lc 15, 11-32) y la inmensa "alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta" (Lc 15, 7). La prueba suprema de este amor será el sacrificio de su propia vida "para remisión de los pecados" (Mt 26, 28).

546 Jesús llama a entrar en el Reino a través de las parábolas, rasgo típico de su enseñanza (cf. Mc 4, 33-34). Por medio de ellas invita al banquete del Reino(cf. Mt 22, 1-14), pero exige también una elección radical para alcanzar el Reino, es necesario darlo todo (cf. Mt 13, 44-45); las palabras no bastan, hacen falta obras (cf. Mt 21, 28-32). Las parábolas son como un espejo para el hombre: ¿acoge la palabra como un suelo duro o como una buena tierra (cf. Mt 13, 3-9)? ¿Qué hace con los talentos recibidos (cf. Mt 25, 14-30)? Jesús y la presencia del Reino en este mundo están secretamente en el corazón de las parábolas. Es preciso entrar en el Reino, es decir, hacerse discípulo de Cristo para "conocer los Misterios del Reino de los cielos" (Mt 13, 11). Para los que están "fuera" (Mc 4, 11), la enseñanza de las parábolas es algo enigmático (cf. Mt 13, 10-15).

La Iglesia es comunión con Jesús

787 Desde el comienzo, Jesús asoció a sus discípulos a su vida (cf. Mc. 1,16-20; 3, 13-19); les reveló el Misterio del Reino (cf. Mt 13, 10-17); les dio parte en su misión, en su alegría (cf. Lc 10, 17-20) y en sus sufrimientos (cf. Lc 22, 28-30). Jesús habla de una comunión todavía más íntima entre él y los que le sigan: "Permaneced en Mí, como yo en vosotros ... Yo soy la vid y vosotros los sarmientos" (Jn 15, 4-5). Anuncia una comunión misteriosa y real entre su propio cuerpo y el nuestro: "Quien come mi carne y bebe mi sangre permanece en Mí y Yo en él" (Jn 6, 56).

La misión de los apóstoles

858 Jesús es el enviado del Padre. Desde el comienzo de su ministerio, "llamó a los que él quiso, y vinieron donde él. Instituyó Doce para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar" (Mc 3, 13-14). Desde entonces, serán sus "enviados" [es lo que significa la palabra griega "apostoloi"]. En ellos continúa su propia misión: "Como el Padre me envió, también yo os envío" (Jn 20, 21; cf 13, 20; 17, 18). Por tanto su ministerio es la continuación de la misión de Cristo: "Quien a vosotros recibe, a mí me recibe", dice a los Doce (Mt 10, 40; cf Lc 10, 16).

859 Jesús los asocia a su misión recibida del Padre: como "el Hijo no puede hacer nada por su cuenta" (Jn 5, 19.30), sino que todo lo recibe del Padre que le ha enviado, así, aquellos a quienes Jesús envía no pueden hacer nada sin Él (cf Jn 15, 5) de quien reciben el encargo de la misión y el poder para cumplirla. Los apóstoles de Cristo saben por tanto que están calificados por Dios como "ministros de una nueva alianza" (2 Co 3, 6), "ministros de Dios" (2 Co 6, 4), "embajadores de Cristo" (2 Co 5, 20), "servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios" (1 Co 4, 1).

2122 "Fuera de las ofrendas determinadas por la autoridad competente, el ministro no debe pedir nada por la administración de los sacramentos, y ha de procurar siempre que los necesitados no queden privados de la ayuda de los sacramentos por razón de su pobreza" (CIC, can. 848). La autoridad competente puede fijar estas "ofrendas" atendiendo al principio de que el pueblo cristiano debe subvenir al sostenimiento de los ministros de la Iglesia. "El obrero merece su sustento" (Mt 10,10; cf Lc 10,7; 1 Co 9,5-18; 1 Tm 5,17-18).

II VENGA A NOSOTROS TU REINO

2816 En el Nuevo Testamento, la palabra "basileia" se puede traducir por realeza (nombre abstracto), reino (nombre concreto) o reinado (de reinar, nombre de acción). El Reino de Dios está ante nosotros. Se aproxima en el Verbo encarnado, se anuncia a través de todo el Evangelio, llega en la muerte y la Resurrección de Cristo. El Reino de Dios adviene en la Ultima Cena y por la Eucaristía está entre nosotros. El Reino de Dios llegará en la gloria cuando Jesucristo lo devuelva a su Padre:

Incluso puede ser que el Reino de Dios signifique Cristo en persona, al cual llamamos con nuestras voces todos los días y de quien queremos apresurar su advenimiento por nuestra espera. Como es nuestra Resurrección porque resucitamos en él, puede ser también el Reino de Dios porque en él reinaremos (San Cipriano, Dom. orat. 13).

2817 Esta petición es el "Marana Tha", el grito del Espíritu y de la Esposa: "Ven, Señor Jesús":

Incluso aunque esta oración no nos hubiera mandado pedir el advenimiento del Reino, habríamos tenido que expresar esta petición , dirigiéndonos con premura a la meta de nuestras esperanzas. Las almas de los mártires, bajo el altar, invocan al Señor con grandes gritos: '¿Hasta cuándo, Dueño santo y veraz, vas a estar sin hacer justicia por nuestra sangre a los habitantes de la tierra?' (Ap 6, 10). En efecto, los mártires deben alcanzar la justicia al fin de los tiempos. Señor, ¡apresura, pues, la venida de tu Reino! (Tertuliano, or. 5).

2818 En la oración del Señor, se trata principalmente de la venida final del Reino de Dios por medio del retorno de Cristo (cf Tt 2, 13). Pero este deseo no distrae a la Iglesia de su misión en este mundo, más bien la compromete. Porque desde Pentecostés, la venida del Reino es obra del Espíritu del Señor "a fin de santificar todas las cosas llevando a plenitud su obra en el mundo" (MR, plegaria eucarística IV).

2819 "El Reino de Dios es justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo" (Rm 14, 17). Los últimos tiempos en los que estamos son los de la efusión del Espíritu Santo. Desde entonces está entablado un combate decisivo entre "la carne" y el Espíritu (cf Ga 5, 16-25):

Solo un corazón puro puede decir con seguridad: '¡Venga a nosotros tu Reino!'. Es necesario haber estado en la escuela de Pablo para decir: 'Que el pecado no reine ya en nuestro cuerpo mortal' (Rm 6, 12). El que se conserva puro en sus acciones, sus pensamientos y sus palabras, puede decir a Dios: '¡Venga tu Reino!' (San Cirilo de Jerusalén, catech. myst. 5, 13).

2820 Discerniendo según el Espíritu, los cristianos deben distinguir entre el crecimiento del Reino de Dios y el progreso de la cultura y la promoción de la sociedad en las que están implicados. Esta distinción no es una separación. La vocación del hombre a la vida eterna no suprime sino que refuerza su deber de poner en práctica las energías y los medios recibidos del Creador para servir en este mundo a la justicia y a la paz (cf GS 22; 32; 39; 45; EN 31).

2821 Esta petición está sostenida y escuchada en la oración de Jesús (cf Jn 17, 17-20), presente y eficaz en la Eucaristía; su fruto es la vida nueva según las Bienaventuranzas (cf Mt 5, 13-16; 6, 24; 7, 12-13).

555 Por un instante, Jesús muestra su gloria divina, confirmando así la confesión de Pedro. Muestra también que para "entrar en su gloria" (Lc 24, 26), es necesario pasar por la Cruz en Jerusalén. Moisés y Elías habían visto la gloria de Dios en la Montaña; la Ley y los profetas habían anunciado los sufrimientos del Mesías (cf. Lc 24, 27). La Pasión de Jesús es la voluntad por excelencia del Padre: el Hijo actúa como siervo de Dios (cf. Is 42, 1). La nube indica la presencia del Espíritu Santo: "Tota Trinitas apparuit: Pater in voce; Filius in homine, Spiritus in nube clara" ("Apareció toda la Trinidad: el Padre en la voz, el Hijo en el hombre, el Espíritu en la nube luminosa" (Santo Tomás, s.th. 3, 45, 4, ad 2):

Tú te has transfigurado en la montaña, y, en la medida en que ellos eran capaces, tus discípulos han contemplado Tu Gloria, oh Cristo Dios, a fin de que cuando te vieran crucificado comprendiesen que Tu Pasión era voluntaria y anunciasen al mundo que Tú eres verdaderamente la irradiación del Padre (Liturgia bizantina, Kontakion de la Fiesta de la Transfiguración,)

1816 El discípulo de Cristo no debe sólo guardar la fe y vivir de ella, sino también profesarla, testimoniarla con firmeza y difundirla: "Todos vivan preparados para confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirle por el camino de la cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia" (LG 42; cf DH 14). El servicio y el testimonio de la fe son requeridos para la salvación: "Por todo aquél que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos" (Mt 10,32-33).

2015 El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual (cf 2 Tm 4). El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas:

El que asciende no cesa nunca de ir de comienzo en comienzo mediante comienzos que no tienen fin. Jamás el que asciende deja de desear lo que ya conoce (S. Gregorio de Nisa, hom. in Cant. 8).

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