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Domingo 30 del Tiempo Ordinario C - El fariseo y el publicano - Comentarios de Sabios y Santos: con ellos preparamos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la celebración de la Misa dominical

Recursos adicionales para la preparación

 

Nota. El Señor continúa enseñando de cómo hay que orar: el domingo pasado insistió en la perserverancia, este domingo en la humildad.


A su disposición
Exégesis 1era Lectura: José M. Grané - La esperanza del pobre

Exégesis de la 2a lectura: Eucarística 1989 - El Señor nunca me ha abandonado

Exégesis del Evangelio Alois Stöger - El fariseo y el publicano

Comentario Teológico: S.S. Francisco p.p. - El fariseo es la imagen del corrupto que finge rezar

Santos Padres: San Agustín - El fariseo y el publicano

Aplicación: P. Leonardo Castellani - El Fariseo y el Publicano

Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - El fariseo y el publicano

Aplicación: P. Alfredo Sáenz, SJ. - El fariseo y el publicano

Directorio Homilético: Trigésimo domingo del Tiempo Ordinario

Ejemplos

 

La Palabra de Dios y yo - cómo acogerla
Falta un dedo: Celebrarla

 

 COMENTARIOS A Las Lecturas del Domingo

Exégesis 1era Lectura: José M. Grané - La esperanza del pobre

Este fragmento del libro del Eclesiástico se halla en un contexto que habla del culto y su relación con la vida. Siempre es una tentación del creyente pensar que Dios escucha más si el culto es más esplendoroso. El autor recuerda unas verdades que están en el origen de la fe judaica, son la experiencia del Éxodo: Dios escucha el grito de los oprimidos y se pone a su lado para defenderlos.

Como dice el Deuteronomio (10, 17), con una formulación solemne, el Dios único que está por encima de todo no hace acepción de personas, no se deja seducir por los regalos. Si lo hiciera, es evidente que lo tendrían mejor parado los ricos y los poderosos. Pero, al contrario, Dios escucha a los oprimidos, a los huérfanos y a las viudas, que son el "modelo" del pobre afligido que no tiene quien le defienda.

A Dios le llega el grito de auxilio de los justos (de los que se mantienen fieles a la alianza) y de los afligidos. Su grito "atraviesa las nubes", es decir, llega hasta el mismo Dios, sin intermediarios.

La esperanza del pobre desvalido está puesta totalmente en el Altísimo, en aquel que puede intervenir -¡e intervendrá!- en favor suyo. Cuando Jesús anuncia el Reino de Dios con palabras y signos, está haciendo presente la intervención del Dios que ha escuchado las súplicas de los oprimidos y los gritos de los pobres.

El Salmo expresa la confianza en este Dios que escucha y se hace cercano a los que actúan según su voluntad y a los que se hallan desamparados por los hombres.
(JOSEP M. GRANÉ, MISA DOMINICAL 1992/13)

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Exégesis de la 2a lectura: Eucarístia 1989 - El Señor nunca me ha abandonado

Pablo es ya un anciano que está en la cárcel y espera la sentencia de muerte. No se hace ilusiones humanas, pero mantiene viva la esperanza en el Señor, que es un juez justo. Como todo hombre, teme la muerte; como creyente, la afronta con serenidad y la acepta como un sacrificio que ha de hacer a Dios y un retorno a la casa del Padre.

Pablo se acuerda de su vida, como un atleta que piensa en los incidentes de su carrera. Está contento porque ha sabido mantener encendida la antorcha de la fe hasta llegar a la meta, porque ha sabido luchar por esa fe y su combate ha sido bueno. Ahora confía recibir la corona merecida, la que el Señor tiene preparada para cuantos aman su venida al fin de los tiempos.

Las palabras de Pablo pueden parecer, a un lector superficial, muy semejantes a las del fariseo que se vanagloría de sus propias obras delante de Dios (evangelio de hoy). Pero el tono es muy diferente, también la expresión: Pablo agradece al Señor la ayuda recibida para cumplir su misión en el mundo (v.17); además concluye su discurso dando toda la gloria al Señor (v.18). Ninguna de esas cosas hace el fariseo en su oración.

Esta "primera defensa" puede referirse a la primera cautividad de Pablo en Roma, en cuyo proceso, no obstante haber sido abandonado por todos, fue absuelto. Y después de conseguir la libertad, continuó su misión evangelizadora y llegó hasta los confines de la tierra prometida, hasta España (cf. Rom 15,24 y 28). Según otros comentaristas, puede tratarse también de la primera defensa en la segunda cautividad. Pablo perdona a los que le dejaron solo en el peligro ante los tribunales.

Y no espera ya otra liberación que la definitiva. El Señor, que nunca le ha abandonado, le librará y le acogerá en su reino.
(EUCARISTÍA 1989/49)



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Exégesis del Evangelio Alois Stöger - El fariseo y el publicano

Introducción: condiciones para entrar en el reino (Lc.18,9-30)
¿En qué casos será saludable la venida del Hijo del hombre? ¿Quién saldrá triunfante en el juicio? ¿Quién entrará en el reino definitivo de Dios? La respuesta a estas preguntas se da en tres relatos: la parábola del fariseo y el publicano (Lc. 18:9-14), el relato de la amable acogida dispensada a los niños (Lc_18:15-17), y el encuentro con un hombre rico que no tuvo valor para seguir a Jesús (Lc_18:18-30). En el trasfondo de los tres relatos se halla la pobreza como condición para entrar en el reino de Dios. El publicano se siente pobre en lo religioso y moral, el rico tiene que hacerse pobre en sentido económico, el niño es pobre en todos los sentidos, tiene que contar absolutamente con los mayores. Vuelven otra vez las bienaventuranzas y las condiciones formuladas al comienzo del sermón de la Montaña. Mateo, que habla de los pobres «en el espíritu», se fija principalmente en la actitud moral y religiosa. Lucas habla de la pobreza material. «Es posible que Jesús dirigiera su llamamiento a la salvación a determinados sectores del pueblo, pero no por razón de su situación inferior, sino por la apertura religiosa y la buena disposición moral que halló en ellos. Para Mateo, estos sectores encarnan la actitud moral y religiosa que se exige a todos, también a los futuros creyentes en Cristo; para Lucas, en cambio, son en gran parte el recuerdo vivo del mensaje salvífico de Jesús dirigido a los pobres, y de las amenazas dirigidas a los ricos que no quieren convertirse».

a) El fariseo y el publicano (Lc/18/09-14)

9 Dijo también, para algunos que presumían de ser justos y menospreciaban a los demás, esta parábola:

Los rasgos con que se caracteriza a «algunos» que confían en sí mismos, están tomados del retrato de los fariseos. Los fariseos han pasado ya a la historia; no se los menciona; sin embargo, también en la Iglesia existe la propensión velada a presentar a Dios los propios méritos en el cumplimiento de la ley, a invocar las propias obras y a afirmar los propios derechos frente a Dios.

La seguridad con que los fariseos pretenden ser justos, agradar a Dios y dar por descontada su entrada en el reino de Dios, se basa en el propio rendimiento, en la confianza en sí mismos. Quien así piensa, menosprecia a los que no pueden invocar tales méritos. E1 fariseo desprecia al pueblo ordinario, porque no cumple la ley, dado que no conoce la ley y no tiene idea de su interpretación (Jua_7:49). La propia justicia se constituye en medida y criterio para examinar a los otros, para exhortarlos, alabarlos, despreciarlos y reprobarlos. La condena de los otros se convierte en condena de uno mismo (Lc_6:37).

10 Dos hombres subieron al templo para orar: el uno era fariseo y el otro publicano. 11 El fariseo, erguido, oraba así en su interior: ¡Oh Dios! Gracias te doy, porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. 12 Ayuno dos veces por semana; doy el diezmo de todas las cosas que poseo.

Hay un craso contraste entre estos dos hombres que suben al templo. Los dos tienen una misma meta: el templo; una misma voluntad: la de orar; un mismo deseo profundo: ser justificados en el juicio de Dios, poder salir airosos del juicio de Dios. Y sin embargo, ¡qué contraste tan grande!

Los dos oran. Oran en su interior, a media voz (cf.lSam 1,13). Lo que expresan en la oración, lo dicen con plena convicción. El orante está delante de Dios, que todo lo sabe (Mat_6:8). El fariseo está erguido; en el judaísmo se ora de pie (Mar_11:25). Ora en su interior, para sí, como cuchicheando, no a grandes voces delante de los hombres, con alguna exageración. Lo que dice revela su estado de ánimo interior. La oración judía es ante todo acción de gracias y alabanza; su oración es tal como lo exige su doctrina. El fariseo es «justo».

En su acción de gracias se hace patente la confianza en su propia justicia y su desprecio de los otros. Yo no soy como los demás hombres. El fariseo no es ladrón, injusto, adúltero, observa la ley. Va más allá de la ley y hace buenas obras, obras de supererogación. La ley impone el ayuno sólo el día de la expiación (Lev_16:29); el fariseo ayuna dos veces por semana, el lunes y el jueves, a fin de expiar por las transgresiones de la ley por el pueblo. Ni siquiera viola la «cerca de la ley»; por eso da el diezmo de todo lo que posee (Mat_23:23), aunque no está obligado a pagar diezmo por la compra de trigo, mosto y aceite; los que estaban obligados eran los cultivadores (Deu_12:17). Quiere estar seguro de no hacer nada que le exponga a traspasar los límites de la ley. Hubo también salmistas devotos que enumeraron en la oración sus buenas obras (Sal 17[16],2-5); pero en la oración del fariseo pasa pronto Dios a segundo término: el fariseo lo olvida; lo que importa es el yo: Yo no soy como los demás hombres, yo ayuno, yo pago el diezmo… Los demás hombres son el fondo oscuro del espléndido autorretrato. En esta oración se revela uno que se tiene por justo y menosprecia a los otros.

13 En cambio, el publicano, quedándose a distancia, no quería levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: ¡Oh Dios! Ten misericordia de mí, que soy pecador.

Quien se llama fariseo se constituye orgullosamente en un ser aparte: «Yo te doy gracias, Señor, Dios mío, porque me has dado participación entre los que se sientan en la casa de la doctrina (en la sinagoga), y no con los que andan por los rincones de las calles… Yo corro, y ellos corren; yo corro con vistas a la obra del mundo futuro, y ellos corren con vistas al pozo del foso.» También el publicano es un ser aparte, es un segregado, esquivado y repudiado como pecador por los buenos. Se queda lejos, pues no merece presentarse entre las personas religiosas. No osa levantar los ojos a Dios, pues el que no es santo no soporta la mirada del Dios santo. Se golpea el pecho, donde tiene la sede su conciencia, pues se lamenta de su propia culpa. Su oración consta de muy pocas palabras, de la invocación «¡Oh Dios!», de la súplica «Ten misericordia de mí» -que recuerda el salmo miserere (Sal 51[50],3)- y de la confesión de que es pecador. La situación del publicano era desesperada. Según las enseñanzas de los fariseos, debía restituir lo que había adquirido injustamente, y además dar un quinto de la propiedad, si quería esperar perdón. El publicano sólo podía esperar que Dios aceptara su «corazón contrito» (Sal_51:19) y por su misericordia le perdonara su pecado.

14 Yo os digo que éste descendió a su casa justificado, y aquél no; porque todo el que se ensalza será humillado, pero el que se humilla será ensalzado.

¿Quién es justo en el juicio de Dios? El fariseo es de una exactitud escrupulosa en el cumplimiento de los muchos y difíciles preceptos de la ley, el publicano es colaborador con los enemigos del pueblo y engañadores. Jesús conoce el juicio de sus oyentes y le contrapone su juicio sorprendente, desconcertante e inaudito: Yo os digo. Él es profeta de Dios. Su juicio es juicio de Dios. El publicano es declarado justo delante de Dios, y así, justificado, se va a su casa.

¿Y el fariseo? El publicano se va a casa, justificado, no como aquél. ¿Es que con esto se compara la justicia del fariseo y la del publicano y se antepone la justicia del publicano a la del fariseo? ¿O es que Jesús va más hondo? ¿Rehúsa acaso absolutamente al fariseo la justicia que atribuye al publicano? Ya el primer juicio sería bastante escandaloso, pues esto querría decir que Dios se complace más en el pecador arrepentido que en el justo con sus muchos méritos y su seguridad de sí mismo. Pero si rehúsa la justicia al fariseo, este juicio sólo puede aterrorizar. ¿De qué sirven entonces los méritos adquiridos? Cristo entendió así sus palabras. «Aquello que es alto entre los hombres, es abominación ante Dios» (Sal_16:15). El hombre alcanza la justicia no por su propio esfuerzo, sino por un don de Dios. El hambre y sed de justicia es saciado por el don del reino de Dios (Mat_5:3). ¡Qué frágil es, pues, toda justicia y santidad humana (Mat_5:20) si no interviene Dios y otorga su justicia! Quien se hace cargo de esto deja de despreciar a los demás.

La parábola del fariseo y del publicano se cierra con una sentencia que aparece en el Evangelio una vez aquí, otra vez allá (Mat_14:11; Mat_23:12). El hombre que pone su confianza en sí mismo, se ensalza; el juicio de Cristo, que anticipa el juicio definitivo de Dios, lo humilla. El que se humilla, reconoce su insuficiencia y se pone por debajo de los demás, es ensalzado por el juicio de Jesús. Dios mismo lo justifica cuando sobreviene el juicio.
(Stöger, Alois, El Evangelio según San Lucas, en El Nuevo Testamento y su Mensaje, Editorial Herder, Madrid, 1969)

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Comentario Teológico: S.S. Francisco p.p. - El fariseo es la imagen del corrupto que finge rezar

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El miércoles pasado hemos escuchado la parábola del juez y la viuda, sobre la necesidad de rezar con perseverancia. Hoy, con otra parábola, Jesús quiere enseñarnos cuál es la actitud correcta para rezar e invocar la misericordia del Padre; cómo se debe rezar; la actitud correcta para orar. Es la parábola del fariseo y del publicano (cf. Lc 18, 9-14).

Ambos protagonistas suben al templo para rezar, pero actúan de formas muy distintas, obteniendo resultados opuestos. El fariseo reza «de pie» (v. 11), y usa muchas palabras. Su oración es, sí, una oración de acción de gracias dirigida a Dios, pero en realidad es una exhibición de sus propios méritos, con sentido de superioridad hacia los «demás hombres», a los que califica como «ladrones, injustos, adúlteros», como, por ejemplo, —y señala al otro que estaba allí— «este publicano» (v. 11). Pero precisamente aquí está el problema: ese fariseo reza a Dios, pero en realidad se mira a sí mismo. ¡Reza a sí mismo! En lugar de tener ante sus ojos al Señor, tiene un espejo. Encontrándose incluso en el templo, no siente la necesidad de postrarse ante la majestad de Dios; está de pie, se siente seguro, casi como si fuese él el dueño del templo. Él enumera las buenas obras realizadas: es irreprensible, observante de la Ley más de lo debido, ayuna «dos veces por semana» y paga el «diezmo» de todo lo que posee.

 En definitiva, más que rezar, el fariseo se complace de la propia observancia de los preceptos. Pero sus actitudes y sus palabras están lejos del modo de obrar y de hablar de Dios, que ama a todos los hombres y no desprecia a los pecadores. Al contrario, ese fariseo desprecia a los pecadores, incluso cuando señala al otro que está allí. O sea, el fariseo, que se considera justo, descuida el mandamiento más importante: el amor a Dios y al prójimo.

No es suficiente, por lo tanto, preguntarnos cuánto rezamos, debemos preguntarnos también cómo rezamos, o mejor, cómo es nuestro corazón: es importante examinarlo para evaluar los pensamientos, los sentimientos, y extirpar arrogancia e hipocresía. Pero, pregunto: ¿se puede rezar con arrogancia? No. ¿Se puede rezar con hipocresía? No. Solamente debemos orar poniéndonos ante Dios así como somos. No como el fariseo que rezaba con arrogancia e hipocresía. Estamos todos atrapados por las prisas del ritmo cotidiano, a menudo dejándonos llevar por sensaciones, aturdidos, confusos.

Es necesario aprender a encontrar de nuevo el camino hacia nuestro corazón, recuperar el valor de la intimidad y del silencio, porque es allí donde Dios nos encuentra y nos habla. Sólo a partir de allí podemos, a su vez, encontrarnos con los demás y hablar con ellos. El fariseo se puso en camino hacia el templo, está seguro de sí, pero no se da cuenta de haber extraviado el camino de su corazón.

El publicano en cambio —el otro— se presenta en el templo con espíritu humilde y arrepentido: «manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho» (v. 13). Su oración es muy breve, no es tan larga como la del fariseo: «¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!». Nada más. ¡Hermosa oración! En efecto, los recaudadores de impuestos —llamados precisamente, «publicanos»— eran considerados personas impuras, sometidas a los dominadores extranjeros, eran mal vistos por la gente y en general se los asociaba con los «pecadores».

La parábola enseña que se es justo o pecador no por pertenencia social, sino por el modo de relacionarse con Dios y por el modo de relacionarse con los hermanos. Los gestos de penitencia y las pocas y sencillas palabras del publicano testimonian su consciencia acerca de su mísera condición. Su oración es esencial Se comporta como alguien humilde, seguro sólo de ser un pecador necesitado de piedad. Si el fariseo no pedía nada porque ya lo tenía todo, el publicano sólo puede mendigar la misericordia de Dios. Y esto es hermoso: mendigar la misericordia de Dios. Presentándose «con las manos vacías», con el corazón desnudo y reconociéndose pecador, el publicano muestra a todos nosotros la condición necesaria para recibir el perdón del Señor. Al final, precisamente él, así despreciado, se convierte en imagen del verdadero creyente.

Jesús concluye la parábola con una sentencia: «Os digo que este —o sea el publicano — bajó a su casa justificado y aquel no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado» (v. 14). De estos dos, ¿quién es el corrupto? El fariseo. El fariseo es precisamente la imagen del corrupto que finge rezar, pero sólo logra pavonearse ante un espejo. Es un corrupto y simula estar rezando. Así, en la vida quien se cree justo y juzga a los demás y los desprecia, es un corrupto y un hipócrita. La soberbia compromete toda acción buena, vacía la oración, aleja de Dios y de los demás.

Si Dios prefiere la humildad no es para degradarnos: la humildad es más bien la condición necesaria para ser levantados de nuevo por Él, y experimentar así la misericordia que viene a colmar nuestros vacíos. Si la oración del soberbio no llega al corazón de Dios, la humildad del mísero lo abre de par en par. Dios tiene una debilidad: la debilidad por los humildes. Ante un corazón humilde, Dios abre totalmente su corazón. Es esta la humildad que la Virgen María expresa en el cántico del Magníficat: «Ha puesto los ojos en la humildad de su esclava. [...] su misericordia alcanza de generación en generación a los que le temen» (Lc 1, 48.50). Que nos ayude ella, nuestra Madre, a rezar con corazón humilde. Y nosotros, repetimos tres veces, esas bonita oración: «Oh Dios, ten piedad de mí, que soy un pecador».
(Papa Francisco, La parábola del fariseo y el publicano, Audiencia General del miércoles 1 de junio de 2016)

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Aplicación: P. Leonardo Castellani - El Fariseo y el Publicano

Este Domingo (…) se lee la conocida parábola del Fariseo y el Publicano, conocida incluso por los poetas, que la han glosado en diversas formas –recuerdo ahora una novela amarga y heterodoxa de John Galsworthy llamada El primero y el último, de la que sacaron un film los yanquis–.

Lejos del tabernáculo, que ceñían de un velo
de humo espeso, diez lámparas de cobre desde el suelo
lejos del tabernáculo que ceñían de un velo;
estaba el paralítico y estaba el Publicano
y el hidrópico estaba y el buen samaritano
estaba el paralítico y estaba el Publicano…
Más allá, sobre un lecho de mullidas alfombras
y entre un brillo de sedas y lejos de las sombras
más allá, sobre un lecho de mullidas alfombras,
estaba el Fariseo que ante el Señor se exalta
rezando los versículos de David en voz alta
estaba el Fariseo, que ante el Señor se exalta…
etcétera.

Esto es de un poeta argentino, Horacio Caillet-Bois.

Como está colocada después de la parábola de la Viuda Molesta, San Agustín y otros muchos dicen que versa sobre la oración, y que recomienda la humildad al orar.

Es eso; hay eso desde luego; pero hay otra cosa: hay un retrato de la soberbia religiosa, que había de ser, y ya era, el principal enemigo de Cristo; retrato breve pero enérgicamente incisivo, como un medallón o un aguafuerte. Jesucristo no vaciló en contraponer entre sí a la clase social más respetada con la más repelida, ni en nombrar por su nombre a esa clase social eminente, al denunciarla como infatuado religiosamente: Fariseo y Publicano. Si nos preguntaran cómo habría que traducir hoy día esas palabras para que sonaran parecido a aquellos tiempos, habría que decir la parábola del Sacerdote y el Ciruja, o algo por el estilo: o, hablando con perdón, la parábola del Sacristán y la Prostituta.

La palabra fariseo no significaba entonces lo que significó después de Cristo, así como la palabra sofista no significaba en el siglo de Platón lo mismo que significó después –y por obra– de Platón. Los fariseos eran los separados –eso significa la palabra en arameo–, los puros, los distinguidos. No existe hoy un grupo social enteramente idéntico a los fariseos –aunque existe mucho fariseísmo desde luego–, por lo cual no se pueden definir con una sola palabra. Si digo que los fariseos eran el alto clero, los clericales, los jesuitas, los nazis, los oligarcas, los devotos, los puritanos, los ultramontanos, miento: aunque tenían algo de todo eso. Algunos los han comparado con los Sinn-feiners de Irlanda; otros con los Puritanos de Oliver Cromwell. Eran a la vez una especie de cofradía religiosa, de grupo social y de poder político; es todo lo que se puede decir brevemente; pero lo formal y esencial en ellos era lo religioso: el culto, el estudio y el celo de la Torah, de la Ley de Moisés, que había proliferado entre sus manos, como un pedazo de gorgonzola. Preguntado un ham-haréss (hombre del pueblo) israelita, hubiera dicho: “Son unos hombres muy religiosos, muy sabios y muy poderosos”, más o menos lo que cree el pueblo hoy día de los frailes. El Evangelista al principio de la parábola los define: “Unos hombres que se tenían a sí mismos por santos y despreciaban a los demás”; es decir, soberbia religiosa. Queda entendido que no siempre fueron así los fariseos: fue un ceto social que se corrompió. En tiempo de Jesucristo eran así. Antes de Jesucristo habían sido la fracción política que mantuvo la tradición nacionalista y antihelenística de los Macabeos. Después de Cristo, fueron el espíritu que inspiró el Talmud y organizó la religión judaica actual: puesto que la destrucción y la Diáspora, que acabó con los Saduceos, no acabó con los fariseos. Éstos son indestructibles.

Los Publicanos eran receptores de rentas o cobradores de impuestos, pero no como los nuestros. Los romanos ponían a subasta pública los impuestos de una Provincia; y el “financiero” que ganaba el remate quedaba facultado para cobrar a la gente como pudiera –y, bajo mano, lo más que pudiera–; lo cual hacía por medio de cobradores terribles, los publicanos, cordialmente odiados, como todo cobrador: y mucho más por servir en definitiva a los romanos, los odiosos extranjeros. En suma, decir publicano era peor que decir ladrón; prácticamente era decir traidor o vendepatria…

“Palabra de honor os digo –dijo Cristo– que el Publicano volvió a su casa justificado, y el otro no”…[1]. El que se llamó a sí mismo pecador, volvió a su casa justo; el que se llamó santo volvió con un pecado más. El fariseo se tenía a sí por santo y al otro por miserable; y Dios no fue de la misma opinión.

La oración del fariseo, proferida en voz alta, de pie, cerca del santuario es una obra maestra. Cristo no exagera ni se queda corto: la oración parece no contener nada malo; pero está penetrada del peor mal que existe, que es el orgullo religioso: “Gracias te doy, oh Dios, de que no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros –ni como este publicano…–; ayuno dos veces cada Sábado, pago los diezmos de todo lo que poseo…”. ¿Acaso es un pecado conocer que uno no hace crímenes y dar gracias a Dios por ello?, dice el reverendo George Herbert Box M A., profesor de Estudios Bíblicos y Rector del Templo de Southton Bede, en el artículo “Pharisee” de la Enciclopedia Británica, donde se halla una curiosa defensa de los fariseos que prueba que su raza no ha desaparecido del mundo. ¡Dichoso el que tiene un hijo que lo defienda después de muerto!

Toda la biografía de Jesús de Nazareth como hombre se puede resumir en esta fórmula: fue el Mesías y luchó contra el fariseísmo; o quizás más brevemente todavía: luchó con los fariseos. Ése fue el trabajo que personalmente se asignó Cristo como hombre: su Empresa.

Todas las biografías de Cristo que recuerdo (Luis Veuillot, Grandmaison, Ricciotti, Lebreton, Papini) construyen su vida sobre otra fórmula: Fue el Hijo de Dios, predicó el Reino de Dios, y confirmó su prédica con milagros y profecías. Sí, pero ¿y su muerte? Esta fórmula amputa su muerte, que fue el acto más importante de su vida.

El drama de Cristo queda así escamoteado. La vida de Cristo no fue un idilio ni un cuento de hadas ni una elegía, sino un drama. No hay drama sin antagonista. El antagonista de Cristo fue el fariseísmo, vencedor en apariencia, derrotado en realidad.

Sin el fariseísmo, toda la historia de Cristo fuera cambiada; y también la del mundo entero. Su Iglesia no hubiera sido como es ahora; y el mundo todo hubiese seguido otro derrotero, con Israel a la cabeza: triunfante y no deicida y errante; derrotero enteramente inimaginable para nosotros.

Sin el fariseísmo, Cristo no hubiera muerto en la cruz; y la Humanidad no sería esta Humanidad; ni la Religión, esta Religión. El fariseísmo es el gusano de la religión; y parece ser un gusano ineludible, pues no hay en este mundo fruta que no tenga gusano, ni institución sin su corrupción específica. Todo lo que es mortal muere; y antes de morir, decae. El fariseísmo es el decay de la religión, míster George Box… perdone usted, profesor de religión.

Es la soberbia religiosa, es la corrupción más grande de la verdad más grande: la verdad de que los valores religiosos son los más grandes. Eso es verdad; pero en el momento en que nos los adjudicamos, los perdemos; en el momento en que hacemos nuestro lo que es de Dios, deja de ser de nadie, si es que no deviene propiedad del diablo. El gesto religioso, cuando toma conciencia de sí mismo, se vuelve mueca. No quiere decir que uno debe ignorar que es un gesto religioso; quiere decir que su objeto debe ser Dios y no yo mismo. El publicano decía: “Oh Dios, apiádate de mí, pecador.” El fariseo pensaba: “Estoy rezando: conviene que rece bien porque yo soy yo; y hay que dar buen ejemplo a toda esta canalla.” “No oréis a gritos, como los fariseos, ni digáis a Dios muchas cosas, como los paganos; vosotros cerrad la puerta y orad en lo escondido; y vuestro Padre, que está en lo escondido, os escuchará.”

Decía don Benjamín Benavides que el fariseísmo, tal como está escrito en los Evangelios, tiene como siete grados: 1) La religión se vuelve exterior y ostentatorio; 2) la religión se vuelve rutina y oficio; 3) la religión se vuelve negocio o “granjería”; 4) la religión se vuelve poder o influencia, medio de dominar al prójimo; 5) aversión a los que son auténticamente religiosos; 6) persecución a los que son religiosos de veras; 7) sacrilegio y homicidio. Esto me fue dicho, ahora recuerdo, en San Juan, la noche de Navidad de 1940, tres o cuatro años antes del Terremoto, cuando yo sabía teóricamente que existía el fariseísmo, pero todavía no me había topado con él en cuerpo y alma. De modo que en suma, el fariseísmo abarca desde la simple exterioridad (añadir a los 613 preceptos de la Ley de Moisés como 6.000 preceptos más y olvidarse de lo interior, de la misericordia y la justicia) hasta la crueldad (es necesario que Éste muera, porque está haciendo muchos prodigios y la gente lo sigue; y que muera del modo más ignominioso y atroz, condenado por la justicia romana), pasando por todos los escalones del fanatismo y la hipocresía. Éste es el pecado contra el Espíritu Santo, el cual de suyo no tiene remedio. Aquel que no vea la extrema maldad del fariseísmo –que realmente es fácil de ver–, que considere solamente esto: la religión suprimiendo la misericordia y la justicia. ¿Puede darse algo más monstruo?

Yo le envidio a Jesucristo el coraje que tuvo para luchar contra los fariseos. Yo, excepto en un solo caso, cada vez que me topé con un fariseo grande, me he quedado alelado y yerto, como un estúpido; es decir, estupefacto.

Sin embargo, siento simpatía por el fariseo Simón, Simón el Leproso, aquel a quien Cristo le reprochó: “No me besaste”, el que invitó a comer a Cristo y al final de la comida se le colaron sin billete ¡la Magdalena y Judas! No todos los fariseos eran malos: algunos eran santulones, pero no hipócritas. De entre ellos salieron algunos buenos cristianos: San Pablo, por ejemplo.

La parábola termina con esta frase: “Todo el que se exalta será humillado y todo el que se humilla será exaltado”, cuyo sentido es obvio.

Pero ella comienza con otra frase, que es misteriosa: “Cuando vuelva el Hijo del Hombre ¿creéis que encontrará fe sobre la tierra?”. Cristo conecta proféticamente su Primera y Segunda Venida, indicando que el estado de la religión será parecido en ambos momentos, el Primero y el Ultimo.

Aquí hay que corregir otra vez con todo respeto a San Agustín; el cual, viendo en el siglo IV “las iglesias llenas” (sermón 115) y la fe creciendo día a día, no se podía imaginar una crisis de la fe como, por ejemplo, la nuestra; y en consecuencia dice: “¿De qué fe habla el Salvador? Habla de la fe plena, de la fe que hace milagros, de la fe que mueve las montañas, de la fe perfecta, de la fe que es siempre muy rara y de muy pocos”… No. Cristo habla de la fe en seco. Viendo el estado de la religión en su tiempo en que por causa del fariseísmo, en los campos la gente andaba “como ovejas que no tienen pastor”; y en las ciudades “con pastores que eran lobos con piel de oveja” –los cuales iban a derramar la sangre del buen Pastor–, se acordó repentinamente del otro período agónico de la religión, en que la situación religiosa habría de ser parecida o peor; y exhaló ese tremendo gemido.

Con razón anota monseñor Juan Straubinger comentando este versículo: “Obliga a una detenida meditación este impresionante anuncio que hace Cristo, no obstante haber prometido su asistencia a la Iglesia hasta la consumación del siglo. Es el gran “Misterio de Iniquidad” y la “gran apostasía” que dice San Pablo en II Tesalonicenses 2, y que el mismo Señor describe varias veces, sobre todo en su discurso escatológico.”

Hay pues dos profecías en el Evangelio que parecen inconciliables: una es que “las Puertas del Infierno no prevalecerán contra ella”; otra es que cuando vuelva Cristo “apenas encontrará fe sobre la tierra”. Y la conciliación debe de estar en el principio o norma que dio Cristo a los suyos respecto a la Sinagoga ya desolada y contaminada: “En la cátedra de Moisés se sentaron y enseñaron los Escribas y Fariseos: vosotros haced todo lo que os dijeren, pero no hagáis conforme a sus obra.” La Iglesia no fallará nunca porque nunca enseñará mentira; pero la Iglesia será un día desolada, porque los que enseñan en ella hablarán y no harán, mandarán y no servirán; y mezclando enseñanzas santas y sacras con ejemplos malos o nulos, harán a la Iglesia repugnante al mundo entero, excepto a los poquísimos heroicamente constantes.
Los cuales tendrán, sí, oh Agustín, una fe más grande que las montañas.
(Castellani, L., El Evangelio de Jesucristo, Ediciones Dictio, Buenos Aires, 1977, p. 294 - 300)

[1]Hay un error de traducción en la Vulgata y en muchos evangelios castellanos que dan la siguiente frase absurda: “Volvió a su casa más justificado que el otro”, o bien: “justificado en parangón con el otro”; frases con las cuales luchan inútilmente San Agustín y Maldonado, por no poseer entonces un texto griego críticamente depurado.

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Santos Padres: San Agustín - El fariseo y el publicano

2. Dado que la fe no es propia de los soberbios, sino de los humildes, a algunos que se creían justos y despreciaban a los demás, propuso esta parábola: Subieron al templo a orar dos hombres. Uno era fariseo, el otro publicano. El fariseo decía: Te doy gracias, ¡oh Dios!, porque no soy como los demás hombres. ¡Si al menos hubiese dicho «como algunos hombres»! ¿Qué significa como los demás hombres, sino todos a excepción de él? «Yo, dijo, soy justo; los demás, pecadores». No soy como los demás hombres, que son injustos, ladrones, adúlteros. La cercana presencia del publicano te fue ocasión de mayor hinchazón. Como este publicano, dijo. «Yo, dijo, soy único; ése es de los demás».

«Por mis acciones justas no soy como ése. Gracias a ellas no soy malvado». Ayuno dos veces en semana y doy la décima parte de cuanto poseo. ¿Qué pidió a Dios? Examina sus palabras y encontrarás que nada. Subió a orar, pero no quiso rogar a Dios, sino alabarse a sí mismo; más aún, subió a insultar al que rogaba. El publicano, en cambio, se mantenía en pie a lo lejos, pero el Señor le prestaba su atención de cerca. El Señor es excelso y dirige su mirada a las cosas humildes.

A los que se exaltan, como aquel fariseo, los conoce, en cambio, desde lejos. Las cosas elevadas las conoce desde lejos, pero en ningún modo las desconoce. Escucha aun la humildad del publicano. Es poco decir que se mantenía en pie a lo lejos. Ni siquiera alzaba sus ojos al cielo. Para ser mirado rehuía el mirar él. No se atrevía a levantar la vista hacia arriba; le oprimía la conciencia y la esperanza lo levantaba. Escucha aún más: Golpeaba su pecho. El mismo se aplicaba los castigos. Por eso el Señor le perdonaba al confesar su pecado: Golpeaba su pecho diciendo: Señor, séme propicio a mí que soy un pecador. Pon atención a quien ruega. ¿De qué te admiras de que Dios perdone cuando el pecador se reconoce como tal? Has oído la controversia sobre el fariseo y el publicano; escucha la sentencia. Escuchaste al acusador soberbio y al reo humilde; escucha ahora al juez: En verdad os digo. Dice la Verdad, dice Dios, dice el juez: En verdad os digo que aquel publicano descendió del templo justificado, más que aquel fariseo. Dinos, Señor, la causa. Veo que el publicano desciende del templo más justificado; pregunto por qué.

¿Preguntas el porqué? Escúchalo: Porque todo el que se exalta será humillado, y todo el que se humilla será exaltado. Escuchaste la sentencia. Guárdate de que tu causa sea mala. Digo otra cosa: Escuchaste la sentencia, guárdate de la soberbia.

3. Abran, pues, los ojos; escuchen estas cosas no sé qué charlatanes y óiganlas quienes, presumiendo de sus fuerzas, dicen: «Dios me hizo hombre, pero soy yo quien me hago justo» ¡Oh hombre, peor y más detestable que el fariseo! Aquel fariseo, con soberbia, es cierto, se declaraba justo, pero daba gracias a Dios por ello. Se declaraba justo, pero, con todo, daba gracias a Dios. Te doy gracias, ¡oh Dios!, porque no soy como los demás hombres. Te doy gracias, ¡oh Dios! Da gracias porque no es como los demás hombres y, sin embargo, es reprendido por soberbio y orgulloso. No porque daba gracias a Dios, sino porque daba la impresión de que no quería que le añadiese nada. Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son injustos. Luego tú eres justo; luego nada pides; luego ya estás lleno; luego ya vives en la abundancia, luego ya no tienes motivo para decir: Perdónanos nuestras deudas. ¿Qué decir, pues, de quien impíamente ataca a la gracia, si es reprendido quien soberbiamente da gracias?
(San Agustín, Obras Completas, X-2º, Sermones, BAC, Madrid, 1983, Pág. 870-872)

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Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - El fariseo y el publicano

Esta parábola es exclusiva de Lucas.
Según San Agustín habla de la humildad en la oración que es una de las condiciones de la buena oración junto con la confianza y la perseverancia. San Agustín la conecta con la parábola anterior[1] del juez inicuo que se refiere a la perseverancia en la oración.

También podríamos decir que habla de la soberbia religiosa que es una de las características del fariseísmo. Hay un versículo intermedio entre nuestra parábola y la anterior que reza así “pero cuando venga el Hijo del hombre ¿encontrará fe en la tierra?”[2]. Algunos comentadores como Nácar-Colunga dicen que no tiene conexión con lo que precede. Pero podríamos decir que tiene conexión en cuanto que la fe en el tiempo de Cristo era como será la fe de los últimos tiempos: una fe aguada, una fe farisaica. Y con la parábola Cristo hace gráfica la fe henchida de soberbia religiosa.
Va dirigida a los fariseos degenerados, que eran la mayoría, porque también había fariseos buenos como José de Arimatea y Nicodemo.

Dice nuestro Señor que éstos “confiaban mucho en sí mismos”, “se tenían por justos” y “despreciaban a los demás”. Lucas dice antes de dar las características que citamos que la dijo por “algunos”: sin lugar a dudas los fariseos.

¿A qué apunta la enseñanza? ¿Cuál es su fin? Podemos decir con San Agustín que va dirigida a la humildad “porque el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado”. Aunque también al juicio al prójimo mal hecho.

El fariseo agradece a Dios algunas observancias de la ley que él hace pero mezcla en su oración juicios temerarios. Podría haber rezado “te doy gracias, Señor, por perseverar en la gracia y por darme el don de cumplir la ley y realizar algunas obras de perfección” y todo hubiera estado bien pero en su oración dijo “no soy como lo demás”, “no soy como ese publicano” y su oración se maleo y en vez de serle útil lo perjudicó.

¿Qué vemos en el juicio del fariseo? Irreflexión, superficialidad, dureza. ¿Cuál es su malicia? Por supuesto, no sus obras. Lo malo es atribuirse el mérito a sí mismo. Los valores religiosos son los más grandes pero cuando nos los adjudicamos los perdemos; en el momento en que hacemos nuestro lo que es de Dios, deja de ser de nadie, si es que no deviene propiedad del diablo[3]. Todo es don de Dios. Nosotros únicamente tenemos que ser fieles. Somos unos pobres siervos[4].

La malicia del fariseo también aparece en el juicio inmisericorde con el prójimo y finalmente, en el alto concepto que tiene de sí mismo.

Respecto del juicio sobre sí mismo vemos que su juicio no es el mismo que el de Dios. El fariseo juzgo malo al publicano pero desde su propia justicia y Dios los juzgo a los dos enteramente al revés[5].

Entonces Cristo ¿canoniza al pecador? No, pero se alegra del pecador arrepentido y quiere al justo, no al que se cree justo, según su propio criterio. Un justo de verdad obra como Dios, es decir, tiene misericordia con el pecador y no lo desprecia, ni tampoco se complace del pecado o las caídas de los demás.

El fariseo no volvió justificado sino que agregó un pecado a su estado: el juicio temerario. En cambio, el publicano si volvió justificado porque se reconoció pecador y su actitud muestra el arrepentimiento y el deseo de no pecar más.

Decía Lutero: “es mejor el pecador que peca que el pecador que no peca” refiriéndose a la hipocresía. Hay que entenderlo bien. El pecador no es bueno, sin embargo es menos malo el pecador que reconoce su pecado que el pecador que se tiene por justo[6].

Respecto del juicio del fariseo “no soy como los demás hombres”, “no soy como este publicano”. Es un juicio temerario. No se puede tachar de pecador a un hombre por su oficio, salvo excepciones, y menos a ese hombre en particular. No se puede hacer un juicio universal de ello “no soy como los demás hombres”.

El juicio temerario es pecado y la simple sospecha temeraria, sin fundamento, es pecado y el simple tachar al prójimo de malo o perverso o imperfecto, es temeridad y arguye o maldad o imperfección en el que lo hace, el cual queda juzgado por el mismo hecho[7].

La Escritura nos dice en algunos pasajes que no debemos acusar a los que pecan[8] y en otras que sí debemos acusar a los que pecan[9], pero, lo mejor en éste punto es seguir la enseñanza del Señor en la parábola de la viga y la paja en el ojo[10], es decir primero ver los propios defectos.

En este pasaje se prohíbe que juzgue aquel que está lleno de pecados. Reprende en la parábola a los fariseos que actuaban hipócritamente[11]. Se nos va a pedir cuenta de los juicios al prójimo en la misma medida[12] que juzgamos. No tanto le condenas a él cuanto a ti mismo. A ti mismo te preparas un tribunal terrible y cuentas rigurosas. Porque no a tu prójimo, sino a ti mismo te condenas a ultimo suplicio si no le tratas con consideración, cuando tengas que dar sentencia sobre lo que él hubiere pecado[13]. Por eso no debemos ser duros en los juicios al prójimo.

Primero, antes de juzgar al prójimo hay que juzgarse a sí mismo. Primero es necesario sacar la viga del propio ojo y si no se puede que otro juzgue al prójimo y no tú.

Cuando juzgamos al prójimo usurpamos el poder de juzgar que es de sólo Dios. Muchas veces, juzgamos sin consideración, sin pruebas, sin oír al acusado y con sentencia inapelable.
El hombre justo es el primer acusador de sí mismo, dice la Escritura. “Noverim Te, noverim me”, conocerte a Ti, conocerme a mí, decía San Agustín[14] y de aquí resultará un conocimiento verdadero de lo que somos. Luego de conocer quiénes somos podremos juzgar mejor al prójimo.

Falló en este caso el refrán “piensa mal y acertarás”… Entonces ¿piensa bien y acertarás? Tampoco. Hay que ver lo que hay, lo que es, bueno o malo. Y esto no es muy fácil. Hay que suspender el juicio y no condenar ni canonizar hasta tener pruebas[15].

[1] Lc 18, 1-8
[2] v. 8 b
[3] Cf. Castellani, El Evangelio de Jesucristo…, 297-8
[4] Cf. Lc 17, 10
[5] Castellani, Las Parábolas de Cristo…, 82
[6] Cf. Castellani, Las Parábolas de Cristo…, 81
[7] Castellani, Las Parábolas de Cristo…, 79
[8] Cf. Rm 14, 4.19;1 Co 4, 5
[9] Cf. 1 Tm 5, 20; 2 Tm 4, 2; Mt 18, 15-17
[10] Cf. Mt 7, 3 s
[11] Cf. Mt 23, 4.23.24
[12] Cf. Mt 7,1.2
[13] Cf. San Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, t.1, BAC Madrid 1955, 470
[14] San Agustín, Soliloquios, II, 1, 1, O. C., t. I, BAC Madrid 19795, 473
[15] Castellani, Las Parábolas de Cristo…, 83


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Aplicación: P. Alfredo Sáenz, SJ. - El fariseo y el publicano

La parábola del fariseo y el publicano nos confronta, amados hermanos, con una actitud que incesantemente aflora a lo largo de nuestra vida. El fariseos autoestima, crecida valoración de las propias virtudes, conciencia de superioridad. Su oración es una profesión de soberbia, nauseabunda de orgullo: "yo no soy como los demás hombres..., ni tampoco como ese publicano". Nada le pide a Dios. Desde el primer puesto del templo, su presunta acción de gracias es una introspección autoadmirativa. El publicano, en cambio, se mantiene a distancia, y ni siquiera a levantar los ojos se anima: "¡Dios mío, dice, ten piedad de mí, que soy un pecador!". Ambos están de pie, pero uno delante de todos, mirando sobradoramente al cielo; el otro detrás, inclinado, sus ojos fijos en el suelo. No subió a orar el fariseo, sino a alabarse.

El publicano estaba lejos, y sin embargo se había aproximado a Dios. Estaba lejos, mas Dios lo miraba muy de cerca. "Excelso es Dios, dice el salmo, y ve al humilde, al soberbio lo conoce desde lejos". Lo conoce, pero no lo reconoce. El publicano no levantaba sus ojos: para no ser mirado, no miraba; golpeaba su pecho, para ser perdonado, él mismo se castigaba. "Este último volvió a su casa justificado —nos dice el evangelio—, no el primero". Qué bien se cumple acá lo que escuchamos en la primera lectura: "El Señor es juez y no hace acepción de personas; no se muestra parcial contra el pobre y escucha la súplica del oprimido; no desoye la plegaria del huérfano, ni a la viuda, cuando expone su queja". Lo que confirma San Pedro al decir que Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes.

Señala San Agustín que lo que el hombre hace de malo es propiedad suya; lo que hace de bueno, en cambio, se lo debe a Dios. Por eso, agrega, cuando comiences a obrar bien, no lo atribuyas a ti mismo, y al reconocer que no es de ti, dale gracias a Dios que te ha concedido obrar así. Y cuando te creas justo, como el fariseo, no increpes a quienes no lo son, ni te ensalces sobre ellos; las gracias de Dios no se han agotado en ti, y todavía han de sobrar algunas para esos pobres.

Abundemos un tanto en la consideración de la actitud de ambos personajes. "Te doy gracias, dice el fariseo, porque no soy como los demás hombres, que son injustos". Por consiguiente tú eres justo, luego ya no pides nada, luego estás satisfecho, luego no es una tentación tu vida sobre la tierra, luego sobreabundas, luego ya no necesitas decir: "Perdónanos nuestras deudas". La soberbia religiosa es la corrupción más grande de la verdad más grande, que es el primado de Dios y de la gracia. En el momento en que nos adjudicamos las virtudes, las perdemos; en el momento en que hacemos nuestro lo que es de Dios, pasa a ser de nadie, si es que no se vuelve propiedad del demonio. El gesto religioso, cuando toma conciencia orgullosa de sí mismo, se vuelve mueca.

Si nos juzgamos, Dios no nos juzgará; si nos miramos para avergonzarnos, Dios quitará sus ojos de nuestros pecados. O, como dice San Agustín si tú te condenas, Dios te salvará; y si te acusas, Él te excusa. El fariseo era soberbio en sus buenas obras, humilde era el publicano en sus malas acciones. A Dios le agrada más la humildad en las malas acciones que la soberbia en las buenas obras. Examinemos hoy si no anidamos algo de espíritu farisaico en nuestro interior, si no nos relamemos demasiado en "nuestras" buenas obras.

La soberbia, amados hermanos, he ahí la raíz que corroe nuestra vida espiritual, la raíz de todo pecado. Es soberbio quien se erige con autosuficiencia delante de Dios, delante del Rey de cielos y tierras. Jesús lo estigmatiza con frase terrible: "Y tú, Cafarnaúm, ¿hasta el cielo te vas a encumbrar? Hasta el infierno te hundirás".

La humildad, por el contrario, es el fundamento de la vida espiritual, la piedra basal de todas las virtudes. La palabra humildad proviene de humus, tierra, ya que implica sabernos oriundos de la llanura, inclinados sobre el polvo, desvalidos, como los niños que dependen en todo de sus padres. Sólo posee­remos esta virtud fontal cuando reconozcamos que, de nosotros mismos, no somos nada, y que todo lo que tenemos de bueno procede de la bondad de Dios, máxime en el orden sobrenatural. No en vano decía San Pablo que "nadie puede decir Señor Jesús si no es en el Espíritu". Si por acaso resulto grato a Dios es porque Él primero me ha amado gratuitamente. Porque "me ama" es porque soy "amable".

Debemos ser fáciles en olvidar nuestras buenas obras. La memoria nos suele fallar cuando se trata de nuestras ofensas a Dios. No les damos importancia. Si cometemos un gran pecado, fácilmente lo olvidamos; si damos algo de limosna, por poco que sea, jamás dejaremos de recordarlo. Si al caminar hacemos ostentación de nuestras joyas, enseguida aparecerán los ladro­nes. No seamos demasiado proclives a ostentar nuestras buenas obras, como el fariseo que las llevaba siempre en los labios, y por eso el demonio se las arrebató. Cuanto más laudables sean las cosas que hagamos, menos hablemos de ellas, y así merecere­mos gloria delante de Dios e incluso delante de los hombres.

En cierta ocasión, San Agustín envió a un amigo suyo, San Paulino de Nola, el magnífico libro de las "Confesiones". "Verás en este libro –le dijo– muchas cosas buenas y otras defectuosas o malas. Las buenas son de Dios, las malas de Agustín". Podríase decir que cuando obramos bien, merecemos ante Dios sólo por nuestras buenas obras, pero cuando además de obrar bien no nos re­lamemos en lo realizado, entonces Dios es deudor no tanto por nuestras buenas obras cuanto por el afecto con que hemos obrado. También nosotros nos comportamos así con los que nos han hecho algún favor: tanto más lo apreciamos cuanto menos im­portancia da a su acción, cuanto menos piensa que hizo un beneficio.

Eso es la humildad. "Humildad es andar en verdad", dijo Santa Teresa. "Conocerte a Ti, conocerme a mí", enseñó San Agustín. Para conocerme a mí, nada mejor que conocer a Dios. Jamás acabaré de conocerme, si no procuro conocer a Dios. Mirando su grandeza, mediré el abismo de mi miseria, considerando su santidad, comprenderé la magnitud de mi pecado. Humildad que no es pusilanimidad, humildad que no es el reverso de la magnanimidad, sino al contrario, su presupuesto fundamental.

Aspirar a cosas grandes confiando en las propias fuerzas puede ser contrario a la humildad, pero no lo es que tendamos a ellas poniendo nuestra confianza en el auxilio divi­no. El hombre es rey y súbdito a la vez, rey del cosmos y súbdito de Dios. Cada uno de sus actos de soberanía es un acto de humildad. Tanto más rey, tanto más señorial y magnánimo es el hombre, cuanto más se somete a Dios por la humildad. Quien ante Él se postra, por Él es exaltado; quien se declara autosufi­ciente e intenta obviar a Dios, por Él es derribado.

Humildad es, como enseña Santa Teresa, "quitar de nosotros y poner". Hacer en nuestro interior un vacío de nosotros mismos para que Dios pueda llenarlo con su plenitud. Es lo contrario de lo que hizo el fariseo de la parábola. No creo que exista una figura más contrapuesta a la suya que la de la Virgen María. El fariseo habla en primera persona: "Te doy gracias". María habla en tercera persona: "Hizo en mí grandes cosas el que es poderoso". El lenguaje de Nuestra Señora es el lenguaje de la humildad. Sise anima a cantar y a magnificar, es porque sabe que Dios consideró la humildad de su esclava. Por eso puede exclamar, sin sombra de soberbia: "Todas las generaciones me llamarán bienaventurada". ¡ Cómo nos cuesta la humildad! María, llena de gracia, era humilde; nosotros, llenos de pecados, somos sober­bios. Si nos creernos ricos es que en realidad somos pobres. "Mi alma odia al pobre soberbio", dice Dios.

El ejemplo de la Santísima Virgen es admirable. Pero mucho más lo es el del mismo Jesucristo, un ejemplo verdaderamente paradigmático, la antípoda del fariseo. Este se vanagloriaba de no ser como los demás, que son ladrones y pecadores. Cristo, en cambio, manso y humilde de corazón, se hizo en todo como los demás, menos en el pecado; se anonadó, humillándose en su pasión, en su muerte y sepultura, en su descenso a los infiernos. Por eso fue gloriosamente exaltado en su resurrección y ascensión. En ninguno como en El se cumple aquello con que termina la parábola: "El que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado". A diferencia del fariseo, que se absolvía a sí mismo y juzgaba a los demás, el Señor fue juzgado por los hombres, pero al fin de los tiempos vendrá majestuosamente sobre la nube para ser juez de los individuos y de las naciones.

Dentro de algunos momentos nos acercaremos a recibir el cuerpo glorioso de Cristo, velado por las humildes apariencias eucarísticas. Digámosle entonces que nuestra alma es demasiado pequeña para albergar su grandeza. Nada le podemos ofrecer fuera de nuestra mezquindad. Desde ese abismo de miseria queremos invocarlo, mirando al suelo y golpeándonos el pecho, como el publicano. Sólo le diremos una cosa: "Ten piedad de mí, que soy un pecador". El Señor nos dejó dicho en la Escritura que "la oración del humilde traspasa las nubes y no descansa hasta llegar a Dios, ni se retira hasta que el Altísimo fija en ella su mirada". Que cuando Cristo penetre en nuestro interior contem­ple el espectáculo de nuestra nada, experimente el vértigo de nuestro abismo, y llene nuestro vacío con su plenitud.
(SAENZ, A., Palabra y Vida, Ciclo C, Ediciones Gladius, Buenos Aires, 1994, p. 291-295)

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Directorio Homilético: Trigésimo domingo del Tiempo Ordinario


CEC 588, 2559, 2613, 2631: la humildad es el fundamento de la oración
CEC 2616: Jesús satisface la oración de la fe
CEC 2628: la adoración, la disposición del hombre que se reconoce criatura delante del Señor
CEC 2631: la oración de perdón es el primer motivo de la oración de petición

588 Jesús escandalizó a los fariseos comiendo con los publicanos y los pecadores (cf. Lc 5, 30) tan familiarmente como con ellos mismos (cf. Lc 7, 36; 11, 37; 14, 1). Contra algunos de los "que se tenían por justos y despreciaban a los demás" (Lc 18, 9; cf. Jn 7, 49; 9, 34), Jesús afirmó: "No he venido a llamar a conversión a justos, sino a pecadores" (Lc 5, 32). Fue más lejos todavía al proclamar frente a los fariseos que, siendo el pecado una realidad universal (cf. Jn 8, 33-36), los que pretenden no tener necesidad de salvación se ciegan con respecto a sí mismos (cf. Jn 9, 40-41).

QUE ES LA ORACION

Para mí, la oración es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría (Santa Teresa del Niño Jesús, ms autob. C 25r).

La oración como don de Dios

2559 "La oración es la elevación del alma a Dios o la petición a Dios de bienes convenientes"(San Juan Damasceno, f. o. 3, 24). ¿Desde dónde hablamos cuando oramos? ¿Desde la altura de nuestro orgullo y de nuestra propia voluntad, o desde "lo más profundo" (Sal 130, 14) de un corazón humilde y contrito? El que se humilla es ensalzado (cf Lc 18, 9-14). La humildad es la base de la oración. "Nosotros no sabemos pedir como conviene"(Rom 8, 26). La humildad es una disposición necesaria para recibir gratuitamente el don de la oración: el hombre es un mendigo de Dios (cf San Agustín, serm 56, 6, 9).

2613 S. Lucas nos ha trasmitido tres parábolas principales sobre la oración:

La primera, "el amigo importuno" (cf Lc 11, 5-13), invita a una oración insistente: "Llamad y se os abrirá". Al que ora así, el Padre del cielo "le dará todo lo que necesite", y sobre todo el Espíritu Santo que contiene todos los dones.

La segunda, "la viuda importuna" (cf Lc 18, 1-8), está centrada en una de las cualidades de la oración: es necesario orar siempre, sin cansarse, con la paciencia de la fe. "Pero, cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará fe sobre la tierra?"

La tercera parábola, "el fariseo y el publicano" (cf Lc 18, 9-14), se refiere a la humildad del corazón que ora. "Oh Dios, ten compasión de mí que soy pecador". La Iglesia no cesa de hacer suya esta oración: "¡Kyrie eleison!".

2631 La petición de perdón es el primer movimiento de la oración de petición (cf el publicano: "ten compasión de mí que soy pecador": Lc 18, 13). Es el comienzo de una oración justa y pura. La humildad confiada nos devuelve a la luz de la comunión con el Padre y su Hijo Jesucristo, y de los unos con los otros (cf 1 Jn 1, 7-2, 2): entonces "cuanto pidamos lo recibimos de El" (1 Jn 3, 22). Tanto la celebración de la eucaristía como la oración personal comienzan con la petición de perdón.

Jesús escucha la oración

2616 La oración a Jesús ya ha sido escuchada por él durante su ministerio, a través de los signos que anticipan el poder de su muerte y de su resurrección: Jesús escucha la oración de fe expresada en palabras (el leproso: cf Mc 1, 40-41; Jairo: cf Mc 5, 36; la cananea: cf Mc 7, 29; el buen ladrón: cf Lc 23, 39-43), o en silencio (los portadores del paralítico: cf Mc 2, 5; la hemorroísa que toca su vestido: cf Mc 5, 28; las lágrimas y el perfume de la pecadora: cf Lc 7, 37-38). La petición apremiante de los ciegos: "¡Ten piedad de nosotros, Hijo de David!" (Mt 9, 27) o "¡Hijo de David, ten compasión de mí!" (Mc 10, 48) ha sido recogida en la tradición de la Oración a Jesús: "¡Jesús, Cristo, Hijo de Dios, Señor, ten piedad de mí, pecador!" Curando enfermedades o perdonando pecados, Jesús siempre responde a la plegaria que le suplica con fe: "Ve en paz, ¡tu fe te ha salvado!".

San Agustín resume admirablemente las tres dimensiones de la oración de Jesús: "Orat pro nobis ut sacerdos noster, orat in nobis ut caput nostrum, oratur a nobis ut Deus noster. Agnoscamus ergo et in illo voces nostras et voces eius in nobis" ("Ora por nosotros como sacerdote nuestro; ora en nosotros como cabeza nuestra; a El dirige nuestra oración como a Dios nuestro. Reconozcamos, por tanto, en El nuestras voces; y la voz de El, en nosotros", Sal 85, 1; cf IGLH 7).

2628 La adoración es la primera actitud del hombre que se reconoce criatura ante su Creador. Exalta la grandeza del Señor que nos ha hecho (cf Sal 95, 1-6) y la omnipotencia del Salvador que nos libera del mal. Es la acción de humill ar el espíritu ante el "Rey de la gloria" (Sal 14, 9-10) y el silencio respetuoso en presencia de Dios "siempre mayor" (S. Agustín, Sal. 62, 16). La adoración de Dios tres veces santo y soberanamente amable nos llena de humildad y da seguridad a nuestras súplicas.

2631 La petición de perdón es el primer movimiento de la oración de petición (cf el publicano: "ten compasión de mí que soy pecador": Lc 18, 13). Es el comienzo de una oración justa y pura. La humildad confiada nos devuelve a la luz de la comunión con el Padre y su Hijo Jesucristo, y de los unos con los otros (cf 1 Jn 1, 7-2, 2): entonces "cuanto pidamos lo recibimos de El" (1 Jn 3, 22). Tanto la celebración de la eucaristía como la oración personal comienzan con la petición de perdón.

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Ejemplos

Problemas de visión

La violeta y el girasol
Esta es una traducción poética de aquellas aleccionadoras palabras de Cristo: “el que se humilla será ensalzado”.
En medio del jardín se alzaba la cabeza de un girasol. Siempre mirando al astro del día, y creyendo con orgullo que el sol estaba enamorado de él.
A sus plantas crecía una humilde violeta. Y dijo la violeta al girasol:
- Girasol, aparta un poco la cabeza; deja que llegue hasta mi un rayito del sol. ¡Es tan hermoso el sol! ¡Y tiene luz y calor para todos!
El girasol miró con desdén a la humilde violeta y le dijo:
- ¡Púdrete ahí! ¡eres tan pequeña! ¡hueles mal!
Y acertó a pasar por allí una reina. Sintió un delicioso perfume. Se inclinó, agarró la violeta y la prendió sobre su pecho. Y allí se embriagaba la humilde florecilla con la luz del sol, y perfumaba con su aroma el corazón de la reina.
Pocos momentos después el jardinero arrancaba el feo y soberbio girasol, y lo tiraba al corral.
(ROMERO, F., Recursos Oratorios, Tomo II, Editorial Sal Terrae, Santander, 1959, p. 109)

(Cortesía: iveargentina.org et alii)

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