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Los Misioneros del
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Solemnidad de Todos los Santos (1ero de Noviembre): Preparemos  por medio de los comentarios de sabios y santos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada en la celebración

 

Recursos adicionales para la prepración

 

 

A su disposición

Exégesis Giuseppe Ricciotti, C.R.L. - El sermón de la montaña

Exégesis: P. José María Solé - Roma, C.F.M. - Las tres lecturas

Santos Padres: San Agustín - Asume el trabajo y tendrás el premio

Comentario Teológico: Santo Tomás de Aquino - Los santos en el cielo

Comentario teológico: Concilio Vaticano II - La comunión de los santos

Comentario Teológico: Catecismo de la Iglesia Católica - La Comunión de los Santos

Comentario Teológico: Antonio Royo Marín, O.P. - Naturaleza de la perfección cristiana

Aplicación: Beato Columba Marmion - Todos los santos y nosotros

Aplicación: R.P. Alfredo Sáenz, S.J. - Bienaventurados

Aplicación: San Juan Pablo II (1) - Toda la liturgia hoy nos habla de la santidad

Aplicación: Benedicto XVI (I) - Pregustar la fiesta sin fin

Aplicación: Benedicto XVI (II) - Alegrémonos todos en el Señor

Aplicación: San Juan María Vianney - Sobre la santificación del cristiano

EJEMPLOS PREDICABLES

 

 

La Palabra de Dios y yo - cómo acogerla
Falta un dedo: Celebrarla

 

comentarios a Las Lecturas del Domingo



Exégesis Giuseppe Ricciotti, C.R.L. - El sermón de la montaña

El lugar
"Los tres sinópticos indican como lugar del sermón la montaña, con el artículo, pero sin una determinación precisa; fue, pues, una de las colinas de Galilea. La tradición que supone ser esta colina el actual "Monte de las Bienaventuranzas" tiene en su favor razones no despreciables... La montaña sería la colina de unos 150 metros de altura situada en la orilla occidental del lago de Tiberíades, sobre Tabgha, y distante unos 13 kilómetros de Tiberíades y aproximadamente tres de Cafarnaúm. El lugar exacto del sermón no sería la cima de la colina..., sino un punto algo más bajo, en una explanada al sudeste de la colina..."

Las recensiones de Mateo y Lucas

"Del sermón de la Montaña tenemos dos recensiones, la de Mateo y la de Lucas, bastante diferentes entre sí. La principal diferencia estriba en la cantidad y disposición de la materia, ya que la recensión de Mateo es sobre tres veces y media más amplia que la de Lucas (107 versículos con­tra 30). Sin embargo, Lucas, en compensación, transcribe en otras circuns­tancias de la vida de Jesús amplias partes del discurso tal como nos es trans­mitido por Mateo (unos 40 versículos)...

Se puede admitir sin dificultad que acaso Lucas separase del sermón de la Montaña algunos pasajes refiriéndolos en otras circunstancias históricas, y, por el contrario, que Mateo englobara en el sermón sentencias pronun­ciadas por Jesús en otras ocasiones. Para citar sólo un ejemplo del segundo caso, vemos que Mateo incluye la oración del Padrenuestro en este sermón (6,9-13), mientras Lucas la sitúa mucho más tarde, en el segundo año, adentrado ya, de la vida pública de Jesús y pocos meses antes de su muerte... Ciertamente, es posible que Jesús enseñara más de una vez el Padrenuestro...

Otra y mayor posibilidad es que el sermón, tal como lo pronunció Jesús, fuese más amplio que cada una de las dos recensiones actuales. La de Mateo, que es la más extensa, se podría recitar hoy en alta voz como predicación a una multitud en veinte minutos, y añadiéndole las pocas sentencias par­ticulares de Lucas se prolongaría sólo en tres o cuatro minutos, lo que no era, en verdad, una predicación muy prolongada para quienes venían de lejos a escuchar a Jesús. Es, pues, muy probable que este discurso funda­mental fuera referido en la primitiva catequesis oral de manera mucho más amplia de como hoy lo poseemos y que, mientras Marcos prescindía de él casi totalmente, los otros dos sinópticos reprodujeran sólo aquellas de sus partes que mejor respondían a sus propios objetivos. Además, posterior­mente, pudo muy bien Jesús, al presentársele oportunidad, volver sobre algunos puntos de su exposición programática, quizá repitiendo las mismas sentencias y empleando las mismas comparaciones, como han hecho siempre los maestros de todas las edades y de cualquier materia.

En resumen, la recensión según Mateo parece la más cercana a la forma que el sermón tenía en la primitiva catequesis, y por tanto es la más idónea para ser elegida como base.


Majestuosa sinfonía

"Empleando una terminología musical, el sermón de la Montaña puede compararse a una majestuosa sinfonía que desde los primeros compases, sin preparación inicial y con el empleo simultáneo de todos los instrumentos, enunciara con precisión nitidísima sus temas fundamentales, que son los temas más inesperados e inauditos de este mundo, totalmente distintos de cualquier otro tema formulado nunca por ninguna orquesta, y, sin embargo, presentados como si fuesen los temas más espontáneos y naturales para un oído bien cultivado. Y, en realidad, hasta el sermón de la Montaña todas las orquestas de los hijos del hombre, aun entre variaciones de otro género, habían anunciado al unísono que la bienaventuranza consiste para el hombre en la dicha, la saciedad es producida por saturación, el placer es el efecto de la satisfacción y el honor consecuencia de la estima. Por el contrario, y desde los primeros compases de su obertura, el sermón anuncia que la bienaventuranza consiste para el hombre en la infelicidad, la saciedad en el hambre, el placer en la insatisfacción, el honor en la desestima; todo, empero, con miras al premio futuro. El oyente de la sinfonía queda conster­nado ante la enunciación de semejantes temas, pero la orquesta prosigue, imperturbable, volviendo sobre cada singular enunciado, escogiéndolos uno a uno, remachándolos, bordando variaciones en torno a ellos. Recoge luego en el sonido del metal otros temas tímidamente insinuados por la cuerda, los corrige, los transforma, los sublima lanzándolos sobre altísimas cumbres, sumerge en un fragor de tonos algunas viejas resonancias de lejanas orques­tas, excluyéndolas de su cuadro sinfónico, y funde luego el todo en una oleada sonora que, subiendo por encima de la humanidad real y del mundo material, alcanza y se vuelca sobre una humanidad ya no humana y sobre un mundo inmaterial y divino".


La más amplia paradoja

"Los antiguos estoicos habían llamado paradoja al enunciado que iba contra la opinión común. En este sentido, el sermón de la Montaña es la más amplia y radical paradoja que se haya enunciado jamás. Nunca se pro­nunció sobre la tierra discurso más desconcertante o, mejor dicho, más subversivo que éste. Lo que antes todos llamaban blanco es llamado aquí no gris u obscuro, sino francamente negro, mientras lo negro es precisamente llamado blanco. El antiguo bien es aquí situado en la categoría del mal y el antiguo mal en la del bien. Donde antes se sublimaba la cumbre se sitúa ahora la base y donde se ahondaba la base se coloca ahora la cumbre. Comparadas con la revolución que se contiene en el sermón de la Montaña, las máximas revoluciones operadas por el hombre sobre la tierra parecen batallas ficticias de niños en cotejo con la de Cannas o la de Gaugamela.

Y esta subversión es presentada no como consecuencia de largas investi­gaciones intelectuales, sino con un tono resueltamente imperativo que se apoya sólo en la autoridad del orador. "Esto es así porque os lo digo yo, Jesús". "Otros os han dicho blanco, pero yo, Jesús, os digo negro". "Os ha sido prescrita la suma de cincuenta, pero ésta está bien sólo en parte, y yo, Jesús, os prescribo la suma total de ciento".


La nueva ordenación
¿Y cuáles son las leyes de esta nueva ordenación? No existen leyes humanas, sino sólo divinas; no leyes terrenas, sino sólo ultrate­rrenas.

Los pobres son bienaventurados porque de ellos es el reino de los cielos, y no un reino de la tierra; los que sufren son bienaventurados porque serán consolados, pero en un lejano futuro no precisado; los puros de corazón son bienaventurados porque verán a Dios, pero no porque su pureza sea estimada ni elogiada por los hombres; y, en general, todos los afligidos por su amor a la justicia son bienaventurados, pero nuevamente porque de ellos es el reino de los cielos y no porque les espera una amplia recompensa en la tierra. Así que la nueva ordenación promulgada por Jesús tiene una base jurídica regular sólo para los que acepten y esperen el reino de los cielos. En cambio, un Nicodemo cualquiera que, nacido de la carne y viendo sola­mente materia no acepte ni espere un reino de los cielos, encontrará que el ordenamiento de Jesús carece de base y es, más que una paradoja, un franco absurdo; pero precisamente la razón de esta repulsa había sido prevista y explicada por Jesús cuando en su coloquio con Nicodemo le advirtiera que ninguno que no haya nacido de lo alto puede ver el reino de Dios, porque lo nacido de la carne es carne y lo nacido del Espíritu es espíritu... (Io. 3,5-6)".


Desarrollo del sermón de la Montaña
"El sermón de la Montaña se desarrolla conforme a un esquema bastante claro, sobre todo en la recensión según Mateo...

El prólogo, que entra en seguida in medias res de la manera más resuelta, está representado por las bienaventuranzas (5,3-12). Lo mismo sucede en Lucas (6,20-26), si bien con divergencias. En Mateo, la bendición bienaven­turados... se repite nueve veces, pero las bienaventuranzas en substancia son sólo ocho, ya que la última constituye casi una repetición de la penúltima y una especie de resumen de todas las precedentes. En Lucas, la bendición sólo se repite cuatro veces, pero en seguida se añaden cuatro maldiciones: ¡Ay de vosotros...! dirigidas a los contrarios de los bendecidos antes. Esta forma literaria con la que se comenzaba afirmando una idea y a continuación se negaba la opuesta se halla usadísima en la poesía bíblica (paralelismo antitético); pero más importante aún es notar que precisamente en antiguas promulgaciones de la Ley mosaica se había seguido la misma alternativa de bendiciones y maldiciones (Deut. 11,26-28; 27,12-13; 28,2 ss. y 15 ss.; Ios. 8,33-34). Y puesto que el sermón de la Montaña quiere ser indudablemente, tanto por el contenido como por el escenario, el contrapuesto mesiánico a la Ley mosaica, es muy probable que su prólogo en la primitiva catequesis consistiese en una lista de bienaventuranzas seguidas o alternadas con otras tantas maldiciones. Mateo extrajo de este complejo sólo ocho bien­aventuranzas, y Lucas sólo cuatro, pero reforzadas por cuatro maldiciones...

Jesús no es un demoledor de la Ley, sino un renovador que en parte suprime y en parte conserva perfeccionando (Mt. 5,17-20). La Ley mesiá­nica perfecciona la mosaica en los preceptos de la concordia, de la castidad, del matrimonio, del juramento de la venganza y de la caridad (ibíd., 21-48). Supera en gran manera las costumbres de los fariseos respecto a la limosna, a la oración y al ayuno (6,1-18). Es, para quien la recibe, el único y verda­dero tesoro y libra de todas las demás preocupaciones (ibíd., 19-34). Exige una caridad más perfecta y una oración más insistente (7,1-12). Es una puerta angosta, pero libra de los falsos profetas y lleva a cumplir buenas obras (ibíd., 13,23). En conclusión, la nueva Ley es una casa construida sobre la roca viva y resistirá, por lo tanto, a los huracanes (ibíd., 24,27).

Ya de este rápido sumario resulta evidente que el sermón de la Montaña tiene, entre otros objetos, el de presentarse como un contraste no destruc­tivo, sino perfectivo de la Ley de Moisés".
(RICCIOTTI, Vida de Jesucristo, Miracle Barcelona 1946, pág. 351-58)

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Exégesis: P. José María Solé - Roma, C.F.M. - Las tes lecturas


APOCALIPSIS 7, 2-4. 9-14:

Esta página del Apocalipsis nos ofrece en un elíptico radiante la perspectiva de la Iglesia a lo largo de la Era Mesiánica militante. El primer cuadro, en estilo de visión (2-3. 9-12). El segundo cuadro, en estilo de revelación auditiva (4-8. 13-17).
— Mientras la historia humana sigue su curso, acompañado ordinariamente de trastornos físicos y revoluciones sociales, la Iglesia peregrina, el «Israel de Dios» (Gál 6, 16; Rom 9. 6-13), realiza sus progresos y sus victorias; victorias no, por supuesto, políticas, sino espirituales, y salvíficas. El «Israel de Dios» (el «espiritual», contrapuesto al «carnal» o racial) se multiplica prodigiosamente: 12 x 12 x 1.000= a los 12 Patriarcas multiplicados en hijos innúmeros (4). La Iglesia va a tener hijos sin número, multitud ingente que nadie podrá contar (9), en todas las naciones, razas y lenguas.
— Un Ángel que viene de Oriente (símbolo de paz y gracia) marca con un sello a los rescatados y preservados o redimidos. Este «sello» espiritual es signo de preservación y predilección. No daña el Maligno a los «marcados» con el sello. Estos son propiedad de Dios... (Ex 8, 18). Es decir, los males del mundo físico y los que como castigo envíe Dios al mundo pecador no dañarán a los elegidos, antes bien les servirán de purificación y mérito (3. 4). Como tampoco les dañarán las persecuciones que la impiedad levante contra ellos. Los tiene «sellados» y preservados una gracia especial del Señor. Como tampoco conseguirán, jamás las persecuciones y catástrofes poner en riesgo la supervivencia y vitalidad de la Iglesia.
— De ahí el carácter festivo que siempre presenta la Iglesia, aun en sus etapas de persecución. Sus mejores victorias son los mártires. Todos, vencedores de la seducción o vencedores de la persecución, lo somos por la gracia que nos «sella», nos preserva y protege. De ahí este desfile victorioso en que todos cantan: « ¡La Salvación por nuestro Dios y por el Cordero!» (10).

1 JUAN 3, 1-3:

San Juan en esta Carta nos pondrá en lenguaje teológico lo que en el Apocalipsis nos expuso en estilo simbólico:
— El «sello» que nos marca y preserva es la Gracia y Amor de Dios que nos hace «hijos» de Dios. El don que Dios nos da es Dios mismo. Nos hace partícipes de su naturaleza. Por tanto, quedamos marcados y sellados en lo más íntimo de nuestro ser. En virtud del don recibido de Dios nos llamamos hijos de Dios. ¡Y lo somos! (1).
— Esta Gracia de la filiación divina, poseída ya ahora en fe, aparecerá en su día en gloria. Cuando seamos glorificados con Cristo veremos y gozaremos esta semejanza divina que ya ahora poseemos. La visión de ahora es, por nuestra condición de peregrinos, en fe. O, como dice San Pablo, «en enigma» (1 Cor 13, 12). Cuando nos anegue la gloria de Cristo, nuestra visión de fe se trocará en visión gloriosa y directa. Sólo puede ver a Dios quien es semejante a El (2). Esta semejanza la tenemos ahora velada. Cuando se quite el velo veremos a Dios cara a cara. Y nosotros seremos espejo perfectamente translúcido de la gloria de Dios.
— La rica realidad que ya poseemos y la esperanza espléndida que aguardamos nos obliga a vivir en pureza y cada día más alejados del pecado. El hijo de Dios no peca (1 Jn 5, 18). Nuestro destino a la visión beatífica, visión y fruición del Dios-Santo, nos obliga a prepararnos y disponemos con una vida del todo santa. Sólo la pureza verá a Dios. La labor de purificación que no hacemos en la vida presente deberemos hacerla en el purgatorio. Cuanto más nos purificamos mejor se refleja en nosotros la imagen de Dios y mejor nos disponemos a la visión de su gloria (3). Y es la Eucaristía la que desarrolla esta vida de gracia que será luego premio de gloria.

MATEO 5, 1-12:

San Mateo, en el florilegio de sentencias de Jesús que llamamos «Sermón del Monte», nos da como lección primera la de las «Bienaventuranzas»:
— Las Bienaventuranzas constituyen como el «programa» del Reino Mesiánico. El que todos debemos aceptar y cumplir si queremos ser conciudadanos de este Reino, hijos de Dios.
— Indican, pues, las actitudes y disposiciones que todos debemos tener: desprendimiento, humildad, mansedumbre, sencillez, pureza, misericordia... Cuando dice Jesús: «Bienaventurados los pobres», no tanto se refiere a categorías sociales cuanto a disposiciones espirituales. Es «pobre» el que no se apoya en sí ni en los hombres, sino en Dios. El Reino del que Jesús nos habla no tiene sentido político. Es del todo espiritual. Se recibe de gracia. Y se vive, dóciles y abiertos a la gracia. De ahí su carácter del todo celeste, divino, espiritual
— Y de ahí que aceptar el programa del Reino es encontrarse con la cruz y la persecución (11). Este Reino no tiene acá otros premios que la gracia y la cruz. El premio de gozo y gloria pertenece a la etapa futura celeste del Reino (12). Y será, a proporción de la sinceridad y generosidad con que en la etapa terrena se acepte y se viva el programa del Reino. A la fe sucederá la visión, a la esperanza la posesión, a la caridad la fruición; a la cruz la Gloria.
— La celebración eucarística afina y consuma nuestra santificación de modo que: Ex hac mensa peregrinantium ad caelestis Patriae convivium transeamus (Postc.).
En la festiva e innúmera Iglesia Triunfante tenemos hermanos que nos aman, modelos que nos estimulan, intercesores y manos amigas que nos socorren:
Qui in Sanctorum concilio concelebraris, et eorum coronando merita tua dona coronas. Qui nobis eorum conversatione largiris exemplum, et communione consortium, et intercessione subsidium; ut tantis testibus confirmati, ad propositum certamen curramus invicti, et immarcescibilem cum eis coronam gloriae consequamur (Praef. de Sant. I).
«Señor, te proclamamos admirable y el solo Santo entre todos los santos; por eso imploramos de tu misericordia que, realizando nuestra santidad por la participación en la plenitud de tu amor, pasemos de esta mesa de la Iglesia peregrina al banquete del Reino de los cielos» (Solem. Todos los Santos-Postcom.).
SOLÉ ROMA, J. M., Ministros de la Palabra. Ciclo A, Herder, Barcelona, 1979, pp. 304-307

 

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Santos Padres: San Agustín - Asume el trabajo y tendrás el premio

"Vamos a hablar de lo que puede producir la vida feliz, esa vida feliz que no hay quien no desee. Es imposible encontrar quien no quiera ser feliz. Pero, ¡ay!, ojalá que los hombres, así como aman el premio, no rechazaran el trabajo que lo merece. ¿Quién es el que no corre con todas sus fuerzas cuando se le dice que será feliz? Pues oiga también con gusto cuando se le añade: Si hicieres tal y tal cosa. Nadie rechace la lucha si desea el premio, y en­ciéndase el ánimo con el afán de la recompensa. Lo que queremos, lo que deseamos, lo que buscamos, vendrá después; lo que se nos manda hacer para conseguirlo corresponde al momento presente. Comenzad, pues, a recordar las palabras divinas, sean preceptos o premios".

Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos (Mt. 5,8). Después será tuyo el reino de los cielos; ahora debes ser pobre de espíritu. ¿Quieres que el reino de los cielos sea tuyo más tarde? Mírate ahora y observa de quién eres. Sé pobre de espíritu. Quizás me preguntes en qué consiste eso. Ningún hinchado es pobre de espíritu; luego el humilde lo es. Alto es el reino de los cielos, pero el que se humilla será ensalzado (Lc. 14, 11)".

"Escucha lo que sigue: Bienaventurados los mansos, porque a ellos se les dará la tierra (Mt. 5,4). Ya estás deseando poseer la tierra. Ten cuidado, no sea ella quien te posea a ti. La poseerás si eres manso; serás poseído si no lo eres. Cuando oigas el premio que te proponen de poseer la tierra no ensanches la bolsa de esa avaricia con que quieres poseerla excluyendo a todo vecino, no sea que te engañe tu juicio. Poseerás verdaderamente la tierra cuando te apegues al que hizo al cielo y a ella. Ser manso es no resistir a Dios. (…)

"Atiende lo tercero. Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados (Mt. 5,5). El trabajo es el llanto, el consuelo es el premio. Porque los que lloran carnalmente, ¿qué consuelo tienen? Moles­tias temibles. Los que lloran sólo se consuelan donde no temen volver a llorar. Por ejemplo, da pena un hijo muerto y alegría el que nace. (…) En uno (en el que muere) hay tristeza, y en el otro (en el que nace) hay temor de que muera; y por eso en ninguno hay consuelo. Luego el único consuelo verdadero es el que da lo que no puede perderse, y así se consola­rán alegres después los que ahora gimen peregrinando".

"Veamos el cuarto trabajo y su premio. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán hartos (Mt. 5,6). ¿Quieres hartarte? ¿De qué? Si es la carne la que desea un har­tazgo, pasado éste volverá a hambrear, y el que bebiere de esta agua, dice el Señor, volverá a tener sed (Io. 4,13). La medicina que cura hace que la herida no vuelva a doler. En cambio, la comida que se da al hambre la alivia sólo por un momento. Pasa la hartura, vuelve el hambre... Tengamos, pues, hambre y sed de justicia, para que nos sature esa justicia de la cual ahora tenemos sed y ham­bre... Tenga hambre y sed nuestro hombre interior, puesto que a mano está su comida y su bebida. Yo soy, dice Cristo, el pan que bajó del cielo (Io. 6,41). Ahí tienes un pan que comer, ahí tienes una bebida para tu sed, porque en él está la fuente de la vida (Ps. 35,10)".

"Oye lo que sigue: Bienaventurados los misericordiosos, porque Dios tendrá misericordia de ellos (Mt. 5,7). Todo lo que hagas con el prójimo será hecho contigo. Porque abundas, padeces necesidad; abundas en bienes temporales y necesitas los eternos. Escuchas a un mendigo; también tú eres mendigo de Dios. Te piden y tú pides; como obres con el que te pide, así obrará Dios contigo cuando le pidas a Él. Estás lleno y vacío; llena el vacío de tu abundancia y Dios te llenará a ti de la suya".

"Escucha también lo que sigue: Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios (Mt. 5,8). Este es el fin de nuestro amor; fin en el sentido de que nos perfecciona, no de que nos termi­na. La comida se termina, y se termina el vestido; la primera, por­que se consume al ser comida, y el segundo, porque se concluye al ser tejido. Aquélla termina y éste también, pero la una termina consumiéndose y el otro adquiriendo la perfección.

Cuando llegue la visión de Dios no necesitaremos nada. ¿Qué va a buscar aquel que tiene a Dios, o qué le bastará a aquel a quien Dios no le es bastante? Desearnos ver a Dios, buscamos ver a Dios, ardemos en deseos de ver a Dios, ¿quién no? Pero escucha lo que se acaba de decir: Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios, Prepara lo necesario para verle. Poniéndote un ejemplo carnal, ¿cómo deseas ver la salida del sol con unos ojos legañosos? Sánalos y entrará la alegría de la luz; déjalos enfermos y se te convertirán en tormento. No te permitirán contemplar con un corazón manchado lo que no es posible ver sino con uno lim­pio; te rechazarán y no verás. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios...

¿Cuántas clases de bienaventuranzas he enumerado ya? ¿Cuán­tas causas de la felicidad, cuántas obras y premios, qué méritos y remuneraciones? Pues todavía no había dicho que verían a Dios... Ahora es cuando se dice. Hemos llegado a los limpios de corazón, a quienes se promete la visión de Dios, y no sin causa, porque éstos son los que tienen los ojos con que se ve a Dios. De estos ojos hablaba San Pablo al decir: Ojos iluminados de vuestro corazón (Eph. 1,18). Hasta ahora nuestros ojos, en medio de su debilidad, son iluminados por la fe, después serán iluminados con la visión gracias a su futura robustez, porque mientras moramos en este cuerpo esta­mos ausentes del Señor, porque caminamos por la fe y no por la espe­ranza (2 Cor. 5,6). ¿Qué es lo que se dice de nosotros mientras vivimos de la fe? Ahora vemos por medio de un espejo y en enigma, entonces cara a cara (1 Cor. 13,12). Si limpiáis su templo al Crea­dor, si queréis que venga y haga mansión en vosotros, pensad rectamente del Señor y buscadle con sencillez de corazón (Sap. 1,1). Cuándo digáis te dice mi corazón: buscaré tu rostro (Sal.26,8), pensad a quién se lo decís, si es que se lo decís y lo decís de verdad.

Si quieres, tú eres la sede de Dios. ¿Dónde tiene Dios su sede sino donde habita, y dónde habita sino en su templo? El templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros (1 Cor. 3,17). Mira, pues, dónde hayas de recibir al Señor. Dios es espíritu, y los que le adoran deben adorarle en espíritu y en verdad (Io. 2,44). Entre, pues, ya, si te place, en tu corazón el Arca del Testamento y caiga Dagón (I Reg. 5,3). Oye y aprende a desear a Dios, busca el modo de prepararte para conseguir verle: Bienaventurados, dice, los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios".

"Escucha y entiende, si es que yo soy capaz de explicarlo, con su gracia. Ayúdeme El para que podamos entender cómo en los antedichos trabajos y premios los unos son muy a propósito para los otros.

Como quiera que los humildes parecen más alejados de reinar, dice: Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Como los hombres mansos son tan fácilmente excluidos de su tierra, dice: Bienaventurados los mansos, porque a ellos se les dará la tierra. Todo lo demás es patente, claro, fácil­mente cognoscible y no necesita ni de explicación ni de comen­tario. Bienaventurados los que lloran; ¿quién llora que no desee consuelo? Bienaventurados los que tienen hambre; ¿quién tiene ham­bre y sed que no desee satisfacerlas? Bienaventurados los misericor­diosos; ¿y quién es misericordioso sino el que desea que Dios, en atención a sus obras, se porte con El como Él se porta con los pobres? Por eso dice: Bienaventurados los misericordiosos, porque Dios tendrá misericordia de ellos. En ninguno de estos casos se ha indicado un premio que no sea congruente con el precepto. Se im­puso el de la pobreza de espíritu: el premio será el reino de los cielos..., y así ahora se manda que limpies tu corazón, y el premio será el ver a Dios.

Pero cuando se habla de los preceptos y de los premios y escuches: Los limpios de corazón son bienaventurados, porque verán a Dios, no pienses que no lo han de ver los pobres de espíritu, ni los mansos... Los bienaventurados poseen todas estas virtudes. Verán, pero no verán por ser pobres de espíritu, ni por ser misericordiosos, ni..., sino por ser limpios de corazón. Ocurre lo mismo que si, re­firiéndonos a los miembros corporales, dijéramos: Bienaventurados los que tienen pies, porque andarán; bienaventurados los que tie­nen manos, porque trabajarán...; los que tienen ojos, porque verán. Del mismo modo, al referirse a los miembros espirituales, nos en­seña lo que pertenece a cada uno de ellos. La humildad es a pro­pósito para conseguir el reino de los cielos; la mansedumbre, para poseer la tierra..., y el corazón limpio, para ver a Dios.

¿Y cómo limpiaremos el corazón si deseamos ver a Dios? Nos lo ha enseñado la Sagrada Escritura: La fe limpió sus corazo­nes (Act. 15,9)".
(Extractos del sermón 53, que amplía la doctrina expuesta en el libro Sobre el sermón de la Montaña (Cf. PL 38, 364-372))


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Comentario Teológico: Santo Tomás de Aquino - Los santos en el cielo

Presentamos algunos textos de Santo Tomás extractados de la Suma Teológica.
1. Los santos en el cielo ven a Dios cara a cara

"El medio en la visión corporal e intelectual es de tres clases. El primero es el medio bajo el cual se ve; y éste es el que perfecciona la vista para ver en general, pero sin determinar la vista a un objeto especial; como, por ejemplo, la luz corporal con relación a la vista corporal, y la luz del entendimiento agente con relación al entendi­miento posible. El segundo es el medio con que se ve, y ésta es la forma visible con la que se determinan ambas vistas a un objeto especial, como, por ejemplo, la forma de la piedra para conocer la piedra. El tercero es el medio en el cual se ve, y esto es aquello cuya inspección lleva la vista a otra cosa; como por ejemplo al mi­rar a un espejo se ve ir aquellas cosas que en el espejo se representan, y viendo la imagen se conoce lo imaginado, y de la misma manera el entendimiento por medio del conocimiento del efecto es guiado hacia la causa, o al contrario. Por tanto, en la visión de la gloria no habrá un tercer medio para que Dios sea conocido por las especies de otras cosas como es conocido ahora, y por lo cual se dice que vemos ahora en espejo (1 Cor. 13,22); ni habrá allí un segundo me­dio, porque la misma esencia divina será aquello con que nuestro entendimiento verá a Dios. Solamente habrá allí un primer medio que elevará nuestro entendimiento para que pueda unirse a la substancia increada del modo ya dicho. Pero por este medio no puede calificarse de mediato el conocimiento, porque no se antepone entre el sujeto que conoce y la cosa conocida, sino que es aquello que da al que conoce la fuerza para conocer" (Suppl. q.92 a.1 ad 15).

2. Los santos no pueden pecar
Aunque el párrafo se refiere solamente a los ángeles, es aplicable también a los santos en general.
"Los ángeles bienaventurados no pueden pecar, porque su bien­aventuranza consiste en ver a Dios por esencia, y la esencia de Dios es la esencia misma de la bondad. Por tanto, el ángel que ve a Dios se halla respecto de El en la misma situación en que se halla el que no ve a Dios con relación a la común razón del bien. Y como es imposible que nadie quiera u obre cosa alguna sin tener en cuenta el bien, o que quiera separarse del bien en cuanto tal infiérese que el ángel bienaventurado no puede querer ni obrar, sin atender a Dios; y es evidente que, queriendo u obrando así, no puede pecar. Por consiguiente, de ningún modo puede pecar el ángel bienaventurado" (1 q.62 a.8 c).


3. Los santos que ven a Dios no ven en Él todas las cosas

"Dios, viendo su propia esencia, conoce todas las cosas que son, serán y han sido, y estas cosas se dice que las conoce con ciencia de visión, porque a semejanza de la visión corporal conoce aquellas cosas como presentes. Además, Dios conoce, viendo su propia esen­cia, todo lo que puede hacer, aunque nunca lo haya hecho ni lo haya de hacer; de lo contrario, no conocería perfectamente su potencia, porque no puede conocerse la potencia si no se conocen los objetos de esta potencia, y esto es lo que se dice conocer con ciencia o co­nocimiento de simple inteligencia.

Pero es imposible que un entendimiento creado, viendo la divina esencia, conozca todas las cosas que Dios puede hacer. Porque cuan­to más perfectamente se conoce un principio, tantas más cosas se conocen de él; de la misma manera que en un principio democrático el que es de ingenio más agudo ve más conclusiones que otro que es de ingenio más tardo. Y como la cantidad de la potencia divina se determina según las cosas que caen bajo su esfera, si su entendimiento viese en la divina esencia todas las cosas que Dios puede hacer, la cantidad de perfección en este ser inteligente sería la misma que la cantidad de la divina potencia en la producción de los efectos, y así comprehendería la divina esencia, lo cual es imposible a todo entendimiento creado.

Más todas aquellas cosas que Dios conoce con ciencia de visión, las conoce un entendimiento creado en el Verbo; es decir, en el alma de Cristo. Pero acerca de los demás videntes de la esencia divina hay dos opiniones. Porque unos afirman que todos los que ven a Dios por esencia ven todas las cosas que Dios ve en ciencia de visión. Pero esto es contrario a las expresiones de los santos, que establecen que los ángeles ignoran algunas cosas; y, sin embar­go, consta, según la fe, que todos los ángeles ven a Dios por esencia.

Y por esto otros dicen que los demás distintos de Cristo, aunque ven a Dios por esencia, sin embargo no ven todas las cosas que Dios ve, porque no comprenden la esencia divina. Porque no es necesario que el que conoce la causa conozca todos los efectos de ésta, salvo en el caso de que comprehenda la causa; lo cual no compete al entendimiento creado.

Y, por tanto, cada uno de los que ven a Dios por esencia ven en su esencia tantas más cosas cuanto más claramente contemplan la esencia divina, y esto es lo que explica que acerca de ellas los unos puedan instruir a los otros. Y así la ciencia de los ángeles y de las almas santas puede aumentarse hasta el día del juicio, como también son susceptibles de aumento aquellas otras cosas que pertenecen al premio accidental. Pero no pasará más adelante, porque entonces será el último estado de las cosas, y en aquel estado es posible que todos conozcan cuanto Dios conoce con ciencia de visión" (Suppl. q.92 a.3 c).

4. Pero saben todo cuanto aquí se hace
"Las almas de los muertos no saben lo que aquí sucede por conocimiento natural, y la razón de este hecho puede deducirse de lo dicho anteriormente (a.4). Porque el alma separada conoce los objetos singulares por el hecho mismo de estar determinada en cierto modo a ellos, ya sea por reminiscencia de algún conocimiento anterior o ya por una disposición divina. Más las almas de los muer­tos se hallan separadas por divina disposición y según su modo de ser del trato con los vivos y en comunicación con las substancias espirituales separadas del cuerpo. Y por esto mismo ignoran lo que entre nosotros sucede. Razón insinuada por San Gregorio (cf. Mor. 12,2,1: PL 75,999): "Los muertos no saben cómo se desenvuelve la vida de los que les sobreviven en la carne, porque la vida del espíritu dista mucho de la del cuerpo, y así como los seres corpóreos e incor­póreos son de diverso género, lo es también su conocimiento". Es lo que San Agustín parece explicar en su libro sobre El cuidado de los muertos (13,16: PL 40,604.607) diciendo que "las almas de los muertos no intervienen en los asuntos de los vivos".

Sin embargo, en cuanto a las almas de los bienaventurados parecen discordes San Gregorio y San Agustín. Porque el primero añade en el lugar citado: "Lo cual no debe pensarse de las almas santas, porque no es de creer en modo alguno que las que ven íntimamente la claridad de Dios omnipotente, ignoren algo de lo que afuera sucede". San Agustín, por su parte, dice expresamente (o.c., 13 y 14) que "no saben los muertos, aun los santos, qué es lo que hacen los vivos y sus hijos", como se lee en la Glosa (interl.) de San Agustín sobre aquellas palabras (Is. 64,16): Abraham no nos conoció, y prueba su aserto porque no era visitado de su madre ni consolado en sus aflicciones como cuando vivía, y no es probable que su madre se hiciese más cruel en una vida más feliz ; y por la promesa del Señor al rey Josías de que moriría antes para que no presenciase los males que afligirían a su pueblo (cf. 4 Reg. 22,20). San Agustín, sin embargo, lo afirma con cierta duda, pues advierte de antemano que "cada uno tome lo que digo según le parezca". San Gregorio, en cambio, habla afirmativamente, como lo prueban sus palabras "de ningún modo debe creerse..."

Parece más probable, de acuerdo con San Gregorio, que las al­mas de los santos, que ven a Dios, conocen todo lo que actualmente sucede aquí, pues son iguales a los ángeles, de quienes el mismo San Agustín (o.c., c.15) asegura que no ignoran lo que sucede entre los vivos. Pero como las almas de los santos están perfectísimamente unidas a la justicia divina, no se entristecen, ni se mezclan en los asuntos de los vivos, sino según la justicia divina lo dispone" (1 q.89 a.8 c).

5. Y no sufren con las terrenas calamidades
"Los santos, aunque después de esta vida conocen las cosas que aquí pasan, sin embargo no debe pensarse que sean afectados con dolores, al conocer las adversidades de aquellos que amaron en este siglo; porque de tal modo están llenos del gozo de la bienaventu­ranza, que el dolor no tiene cabida en ellos. Por lo cual, aunque conozcan los infortunios de los suyos después de la muerte, sin embargo se mitiga su dolor si antes de sufrir tales infortunios son substraídos de este siglo" (Suppl. q.72 a.1 ad 2).

6. Las aureolas
Es un premio accidental
"(La obra meritoria) tiene razón de mérito por dos cosas, las que tienen también razón de bondad, a saber: por la raíz de la ca­ridad, con la cual queda referido al fin último, y en este sentido se le debe el premio esencial, esto es, llegar por completo al fin, que es la áurea; y por parte del mismo género del acto, el cual tiene cierta propiedad de alabanza, según las debidas circunstancias, por parte del hábito que se practica y por parte del fin próximo. Y así se le debe al acto cierto premio accidental que se llama aureola; y en este sentido hablamos ahora de la aureola. De este modo debe decirse que la aureola significa algo sobreañadido a la áurea, esto es, cierto gozo de las obras practicadas por uno mismo, que tienen razón de victoria excelente, lo cual constituye otro gozo distinto de aquel que consiste en gozar de Dios, cuyo gozo se llama áurea" (Suppl. q.96 a. c).

Tres aureolas
"La aureola es un premio privilegiado que corresponde a una victoria privilegiada, y por tanto, según las privilegiadas victorias en las tres luchas a que cada hombre está expuesto, podemos ha­blar de tres aureolas. Porque en la lucha que hay contra la carne, obtiene principalmente la victoria aquel que se abstiene totalmente de las delectaciones carnales, que son las principales en este género, y éste es el virgen; y, por tanto, a la virginidad se debe una aureola. En la lucha con que se combate contra el mundo, la principal vic­toria la logramos cuando por el mundo sufrimos persecución hasta la muerte; por lo cual también a los mártires, que en esta lucha obtienen la victoria, se debe la segunda aureola. Y en la pugna con que se combate contra el diablo, la principal victoria se verifica cuando uno no sólo rechaza de sí al enemigo, sino también de los corazones de otros, lo que se hace por medio de la doctrina y la pre­dicación; y por esto a los doctores y predicadores se debe la tercera aureola.

Algunos, sin embargo, distinguen tres aureolas según las tres facultades del alma, de forma que las tres aureolas corresponden a los principales actos de las tres facultades del alma. Porque el principal acto de la potencia racional es infundir también en otros la verdad de la fe, y a este acto se debe la aureola de los doctores. El principal acto de la potencia irascible es afrontar la misma muerte por causa de Cristo, y a este acto se debe la aureola de los mártires. Y el principal acto de la potencia concupiscente consiste en abstenerse enteramente de las máximas delectaciones de la carne, y a éste se debe la aureola de las vírgenes.

Otros distinguen tres aureolas, según los medios con que nos conformemos a la nobilísima imitación de Cristo. Porque Cristo fue mediador entre el Padre y el mundo. Fue, pues, doctor, porque manifestó al mundo la verdad que había recibido del Padre. Fue mártir, porque sufrió persecución del mundo. Y fue virgen en cuan­to conservó en sí mismo la pureza. Y, por tanto, los doctores, los mártires y los vírgenes se conforman perfectísimamente con El, por lo cual a estos estados se debe aureola" (Suppl. q.96)

7. Debemos invocar a los santos

"Este orden está divinamente establecido en las cosas", según San Dionisio (cf. De eccl. hier. c.5 p.1,4: PG 3,504), "de modo que por los seres intermedios se reduzcan a Dios los seres últimos". Por lo cual, como los santos que están ya en la gloria se hallan muy cerca de Dios, este orden de la ley divina requiere que nosotros, que per­maneciendo en el cuerpo peregrinamos lejos de Dios, nos reduzca­mos a Él por medio de los santos, lo cual ciertamente sucede cuando por medio de ellos la divina bondad derrama sobre nosotros su efecto: Y como nuestra vuelta a Dios debe corresponder al movi­miento de las bondades del mismo hacia nosotros, así como mediando los sufragios de los santos llegan a nosotros los beneficios de Dios, así conviene que nosotros volvamos a Dios para que de nuevo reci­bamos sus beneficios por medio de los santos. Y por estas razones los constituimos delante de Dios como intercesores por nosotros, y como mediadores, cuando les pedimos que oren por nosotros" (Suppl. q.72 a.2 c).

8. A todos, aun a los menores

"Aunque los santos superiores son los más aceptos a Dios que los inferiores, es útil, sin embargo, orar de vez en cuando aún a los santos menores. Y esto por cinco razones: I.a, porque algunas veces tiene uno mayor devoción al santo menor que al santo mayor, y de la devoción, sobre todo, depende el efecto de la oración; 2.ª, para evitar el fastidio, porque la asiduidad de una sola cosa engendra hastío. Y así al orar sucesivamente a varios santos se excita en el que ora un nuevo fervor de devoción; 3.a, porque se ha concedido a ciertos santos patrocinar a sus devotos principalmente en algunas causas especiales, como a San Antonio para librar del fuego del infierno; 4a, para que tributemos a todos el honor debido; 5. ª, porque por las oraciones de muchos se alcanza algunas veces lo que no se logra por la oración de uno solo" (Suppl. a.2 ad 2).

9. Los santos conocen nuestras súplicas

"Es necesario que cada bienaventurado conozca en la esencia divina todas aquellas cosas que requiere la perfección de su bien­aventuranza. Pero para la perfección de esta bienaventuranza se requiere que el hombre tenga cuanto quiera y no quiera nada desordenadamente. Ahora bien, con recta voluntad todos quieren cono­cer aquellas cosas que tocan al mismo. Por lo cual, como los santos tienen toda la rectitud, quieren conocer las cosas que a los mismos pertenecen, y, por tanto, conviene que las conozcan en el Verbo. Y pertenece a su gloria el prestar auxilio a los que lo necesitan para su salud, porque de este modo se hacen cooperadores de Dios, "que es lo más divino que hay", como dice San Dionisio (cf. De eccl. hier. c.6 p.3,2: PG 3,165). De donde se deduce que los santos tienen conocimiento de aquellas cosas que para esto se requieren. Y así es manifiesto que conocen en el Verbo los deseos, las devociones y las oraciones de los hombres que se acogen a su protección" (Suppl. q.72 a.1c).

10.Las oraciones de los santos son siempre escuchadas; si quedan frustradas es por defecto nuestro

"Se dice que los santos ruegan por nosotros de dos maneras: una, con oración expresa, cuando con sus votos llaman a los oídos de la divina clemencia en nuestro favor, y otra, con oración inter­pretativa, a saber, por sus méritos, los cuales, estando como están delante de Dios, no sólo ceden en gloria suya, sino que también son para nosotros sufragios y oraciones; así como la sangre de Cristo derramada por nosotros se dice que pide perdón. Y de estas dos maneras las oraciones de los santos son, cuanto están de su parte, eficaces para impetrar lo que piden. Pero de parte nuestra puede haber defectos que nos impidan conseguir el fruto de las oraciones de los santos cuando se dice que ruegan por nosotros, ayudándonos con sus méritos. Pero desde el punto de vista de su oración en favor nuestro, exigiendo con sus votos alguna cosa para nosotros, siempre son oídos, porque no quieren sino lo que Dios quiere ni piden sino lo que quiere que se haga; y lo que Dios quiere siem­pre se cumple, a menos que hablemos de la voluntad antecedente, según la cual quiere que todos los hombres se salven, la cual no siempre se cumple. Por lo cual no debe extrañarnos si aun lo que los santos quieren conforme a este modo de voluntad alguna vez no se cumpla" (Suppl. q,72 a.3 c).
(Cf. HERRERA A., La palabra de Cristo, BAC Madrid 1959, IX, p. 877-882)


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Comentario teológico: Concilio Vaticano II  -  La comunión de los santos

Hasta que el Señor venga revestido de majestad y acompañado de sus ángeles (cf. Mt25, 31) y, destruida la muerte, le sean sometidas todas las cosas (cf. 1 Co 15, 26-27), de sus discípulos, unos peregrinan en la tierra; otros, ya difuntos, se purifican; otros, finalmente, gozan de la gloria, contemplando «claramente a Dios mismo, Uno y Trino, tal como es»; mas todos, en forma y grado diverso, vivimos unidos en una misma caridad para con Dios y para con el prójimo y cantamos idéntico himno de gloria a nuestro Dios. Pues todos los que son de Cristo por poseer su Espíritu, constituyen una misma Iglesia y mutuamente se unen en El (cf. Ef 4, 16).

La unión de los viadores con los hermanos que se durmieron en la paz de Cristo, de ninguna manera se interrumpe, antes bien, según la constante fe de la Iglesia, se robustece con la comunicación de bienes espirituales. Por lo mismo que los bienaventurados están más íntimamente unidos a Cristo, consolidan más eficazmente a toda la Iglesia en la santidad, ennoblecen el culto que ella ofrece a Dios aquí en la tierra y contribuyen de múltiples maneras a su más dilatada edificación (cf. 1 Co 12, 12-27). Porque ellos, habiendo llegado a la patria y estando «en presencia del Señor» (cf. 2 Co 5, 8), no cesan de interceder por El, con El y en El a favor nuestro ante el Padre, ofreciéndole los méritos que en la tierra consiguieron por el «Mediador único entre Dios y los hombres, Cristo Jesús» (cf. 1Tm 2, 5), como fruto de haber servido al Señor en todas las cosas y de haber completado en su carne lo que falta a los padecimientos de Cristo en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia (cf. Col 1,24). Su fraterna solicitud contribuye, pues, mucho a remediar nuestra debilidad.
(Constitución Dogmática sobre la Iglesia “Lumen Gentium”, § 49. Trad. Copyright © Libreria Editrice Vaticana)

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Comentario Teológico: Catecismo de la Igesia Católica - La Comunión de los Santos

946 Después de haber confesado "la Santa Iglesia católica", el Símbolo de los Apóstoles añade "la comunión de los santos". Este artículo es, en cierto modo, una explicitación del anterior: "¿Qué es la Iglesia, sino la asamblea de todos los santos?" (Nicetas, symb. 10). La comunión de los santos es precisamente la Iglesia.

947 "Como todos los creyentes forman un solo cuerpo, el bien de los unos se comunica a los otros ... Es, pues, necesario creer que existe una comunión de bienes en la Iglesia. Pero el miembro más importante es Cristo, ya que El es la cabeza ... Así, el bien de Cristo es comunicado a todos los miembros, y esta comunicación se hace por los sacramentos de la Iglesia" (Santo Tomás, symb.10). "Como esta Iglesia está gobernada por un solo y mismo Espíritu, todos los bienes que ella ha recibido forman necesariamente un fondo común" (Catech. R. 1, 10, 24).

948 La expresión "comunión de los santos" tiene entonces dos significados estrechamente relacionados: "comunión en las cosas santas ['sancta']" y "comunión entre las personas santas ['sancti']".

"Sancta sanctis" [lo que es santo para los que son santos] es lo que se proclama por el celebrante en la mayoría de las liturgias orientales en el momento de la elevación de los santos Dones antes de la distribución de la comunión. Los fieles ["sancti"] se alimentan con el cuerpo y la sangre de Cristo ["sancta"] para crecer en la comunión con el Espíritu Santo ["Koinônia"] y comunicarla al mundo.


I LA COMUNION DE LOS BIENES ESPIRITUALES

949 En la comunidad primitiva de Jerusalén, los discípulos "acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones" (Hch 2, 42):

La comunión en la fe. La fe de los fieles es la fe de la Iglesia recibida de los Apóstoles, tesoro de vida que se enriquece cuando se comparte.

950 La comunión de los sacramentos. “El fruto de todos los Sacramentos pertenece a todos. Porque los Sacramentos, y sobre todo el Bautismo que es como la puerta por la que los hombres entran en la Iglesia, son otros tantos vínculos sagrados que unen a todos y los ligan a Jesucristo. La comunión de los santos es la comunión de los sacramentos ... El nombre de comunión puede aplicarse a cada uno de ellos, porque cada uno de ellos nos une a Dios ... Pero este nombre es más propio de la Eucaristía que de cualquier otro, porque ella es la que lleva esta comunión a su culminación” (Catech. R. 1, 10, 24).

951 La comunión de los carismas : En la comunión de la Iglesia, el Espíritu Santo "reparte gracias especiales entre los fieles" para la edificación de la Iglesia (LG 12). Pues bien, "a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común" (1 Co 12, 7).

952 “Todo lo tenían en común” (Hch 4, 32): "Todo lo que posee el verdadero cristiano debe considerarlo como un bien en común con los demás y debe estar dispuesto y ser diligente para socorrer al necesitado y la miseria del prójimo" (Catech. R. 1, 10, 27). El cristiano es un administrador de los bienes del Señor (cf. Lc 16, 1, 3).

953 La comunión de la caridad : En la "comunión de los santos" "ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo" (Rm 14, 7). "Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo. Ahora bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte" (1 Co 12, 26-27). "La caridad no busca su interés" (1 Co 13, 5; cf. 10, 24). El menor de nuestros actos hecho con caridad repercute en beneficio de todos, en esta solidaridad entre todos los hombres, vivos o muertos, que se funda en la comunión de los santos. Todo pecado daña a esta comunión.


II LA COMUNION ENTRE LA IGLESIA DEL CIELO Y LA DE LA TIERRA

954 Los tres estados de la Iglesia. "Hasta que el Señor venga en su esplendor con todos sus ángeles y, destruida la muerte, tenga sometido todo, sus discípulos, unos peregrinan en la tierra; otros, ya difuntos, se purifican; mientras otros están glorificados, contemplando `claramente a Dios mismo, uno y trino, tal cual es'" (LG 49):

Todos, sin embargo, aunque en grado y modo diversos, participamos en el mismo amor a Dios y al prójimo y cantamos un mismo himno de alabanza a nuestro Dios. En efecto, todos los de Cristo, que tienen su Espíritu, forman una misma Iglesia y están unidos entre sí en él (LG 49).

955 "La unión de los miembros de la Iglesia peregrina con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo de ninguna manera se interrumpe. Más aún, según la constante fe de la Iglesia, se refuerza con la comunicación de los bienes espirituales" (LG 49).

956 La intercesión de los santos. "Por el hecho de que los del cielo están más íntimamente unidos con Cristo, consolidan más firmemente a toda la Iglesia en la santidad...no dejan de interceder por nosotros ante el Padre. Presentan por medio del único Mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, los méritos que adquirieron en la tierra... Su solicitud fraterna ayuda, pues, mucho a nuestra debilidad" (LG 49):

No lloréis, os seré más útil después de mi muerte y os ayudaré más eficazmente que durante mi vida (Santo Domingo, moribundo, a sus hermanos, cf. Jordán de Sajonia, lib 43).

Pasaré mi cielo haciendo el bien sobre la tierra (Santa Teresa del Niño Jesús, verba).

957 La comunión con los santos. "No veneramos el recuerdo de los del cielo tan sólo como modelos nuestros, sino, sobre todo, para que la unión de toda la Iglesia en el Espíritu se vea reforzada por la práctica del amor fraterno. En efecto, así como la unión entre los cristianos todavía en camino nos lleva más cerca de Cristo, así la comunión con los santos nos une a Cristo, del que mana, como de Fuente y Cabeza, toda la gracia y la vida del Pueblo de Dios" (LG 50):

Nosotros adoramos a Cristo porque es el Hijo de Dios: en cuanto a los mártires, los amamos como discípulos e imitadores del Señor, y es justo, a causa de su devoción incomparable hacia su rey y maestro; que podamos nosotros, también nosotros, ser sus compañeros y sus condiscípulos (San Policarpo, mart. 17).

958 La comunión con los difuntos. "La Iglesia peregrina, perfectamente consciente de esta comunión de todo el Cuerpo místico de Jesucristo, desde los primeros tiempos del cristianismo honró con gran piedad el recuerdo de los difuntos y también ofreció por ellos oraciones `pues es una idea santa y provechosa orar por los difuntos para que se vean libres de sus pecados' (2 M 12, 45)" (LG 50). Nuestra oración por ellos puede no solamente ayudarles sino también hacer eficaz su intercesión en nuestro favor.

959 ... en la única familia de Dios. "Todos los hijos de Dios y miembros de una misma familia en Cristo, al unirnos en el amor mutuo y en la misma alabanza a la Santísima Trinidad, estamos respondiendo a la íntima vocación de la Iglesia" (LG 51).


RESUMEN

960 La Iglesia es "comunión de los santos": esta expresión designa primeramente las "cosas santas" ["sancta"], y ante todo la Eucaristía, "que significa y al mismo tiempo realiza la unidad de los creyentes, que forman un solo cuerpo en Cristo" (LG 3)

961 Este término designa también la comunión entre las "personas santas" ["sancti"] en Cristo que ha "muerto por todos", de modo que lo que cada uno hace o sufre en y por Cristo da fruto para todos.

"Creemos en la comunión de todos los fieles cristianos, es decir, de los que peregrinan en la tierra, de los que se purifican después de muertos y de los que gozan de la bienaventuranza celeste, y que todos se unen en una sola Iglesia; y creemos igualmente que en esa comunión está a nuestra disposición el amor misericordioso de Dios y de sus santos, que siempre ofrecen oídos atentos a nuestras oraciones" (SPF 30).
(Catecismo de la Iglesia Católica, nº 946 – 114)

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Comentario Teologico: Antonio Royo Marín, O.P. - Naturaleza de la perfección cristiana

Veamos, ante todo, la doctrina de Santo Tomás en la Suma Teológica.

Comienza el Doctor Angélico preguntando si la perfección de la vida cristiana consiste especialmente en la caridad (cf. 2-2 q.584 a.1). Como se ve, va directamente al fondo de la cuestión, prescindiendo de toda clase de prenotandos y de cuestiones secundarias.

La respuesta, como es sabido, es afirmativa. Lo prueba en pri­mer lugar por la autoridad de San Pablo: Super omnia autem haec, caritatem habete, quod est vinculum perfectionis (Col. 3,14); porque la caridad-comenta el Angélico Doctor-en cierto modo liga a todas las demás virtudes en una unidad perfecta.

En el cuerpo del artículo establece la prueba de razón, que no puede ser más sencilla. Si un ser alcanza su perfección cuando llega a su propio fin, hay que concluir que la perfección cristiana consiste especialmente en la caridad, ya que es ella precisamente la virtud que nos une directamente con Dios en cuanto último fin sobrenatural.

Expuesta brevemente la doctrina del Angélico, veamos de ampliarla un poco más, Vamos a proceder por conclusiones a la manera escolástica".


A) La perfección cristiana consiste especialmente en la perfección de la caridad

a) Sentido de la cuestión
"Precisemos ante todo el sentido de la cuestión. No queremos decir que la perfección cristiana consista íntegra y exclusivamente en la perfección de la caridad, sino que es ella el elemento principal, el más esencial y característico de todos. En este sentido hay que decir que la medida de la caridad en el hombre es la medida de su perfección sobrenatural, de tal manera que el que ha consegui­do la perfección del amor de Dios y del prójimo puede ser llama­do "perfecto" en el sentido más genuino de la palabra (simplici­ter), mientras que sólo lo sería relativamente (secundum quid) si lo fuera tan sólo en alguna otra virtud. Esto último, por lo demás, es imposible en el orden sobrenatural, dada la conexión de las virtudes infusas con la gracia y la caridad (cf. 1-2 q.65)".

b) Valor de la tesis
"Entendida de esta manera, la presente conclusión les parece a muchos teólogos casi de fe (proxima fidei), por el evidente testimonio de la Sagrada Escritura y el consentimiento unánime de la tradición (cf. DE GUIBERT, Theologia spiritualis n.50)...

La prueba de razón la da Santo Tomás diciendo que la perfección de un ser consiste en alcanzar su último fin, más allá del cual nada cabe desear; pero es la caridad quien nos une con Dios, último fin del hombre; luego en ella consistirá especialmente la Perfección cristiana. Escuchemos sus mismas palabras: "Respondeo dicendum quod unumquodque dicitur esse perfectum inquan­tum attingit proprium finem, qui est ultima rei perfectio. Caritas autem est quae unit nos Deo qui est ultimus finis humanae mentir: quia qui manet in caritate, in Deo manet et Deus in eo, ut dicitur Io. 4,16. Et ideo secundum caritatem specialiter attenditur perfectio vitae christianae" (cf. 2-2 q.184 a.1) ".

c) Naturaleza y efectos de la caridad
"La razón fundamental que nos acaba de dar Santo Tomás se aclara y complementa examinando la naturaleza misma y los efec­tos de la caridad. Sólo ella nos une enteramente con Dios como último fin sobrenatural. Las demás virtudes preparan y comienzan esa unión, pero no pueden acabarla y consumarla, ya que las vir­tudes morales se limitan a apartar o aminorar los obstáculos que nos impiden el paso hacia Dios y nos acercan a Él tan sólo indirec­tamente, estableciendo el orden en los medios que a Él nos conducen (cf. 1-2 q.63 a.3 ad 2). Y en cuanto a la fe y la esperanza, nos unen ciertamente con Dios-como virtudes teologales que son-, pero no como último fin absoluto, o sea como sumo Bien infinitamente amable por sí mismo-motivo perfectísimo de la caridad-, sino como primer principio del que nos viene el conocimiento de la verdad (fe) y la perfecta bienaventuranza (esperanza). La caridad mira a Dios y nos une a Él como fin; la fe y la esperanza le miran y nos unen a Él como principio (cf. 2-2 q.17 a.6). La fe nos da un conocimiento de Dios necesariamente oscuro e imperfecto (de non visis), y la esperanza es también radicalmente imperfecta (de non possessis), mientras que la caridad nos une con El ya desde ahora de una manera perfectísima, dándonos la posesión real de Dios (cf. 1-2 q.66 a.6) y estableciendo una corriente de mutua amistad entre Él y nosotros (cf. 2 -2 q.23 a.1.-Cf. Io. 14,23; Cant. 2,16; 6,2; 7,13). Por eso la caridad es inseparable de la gracia, mientras que la fe y la esperanza son compatibles, de alguna manera, con el mismo pecado mortal (fe y esperanza informes) (cf. 2-2 q.24 a.12 c et ad 5.-Cf. 1-2 q.65 a.4). La caridad, en fin, supone la fe y la esperanza, pero las supera, en dignidad y perfección (cf. 2-2 q.23 a.6).

Está, pues, fuera de toda duda que la caridad constituye la esencia misma de la perfección cristiana. La caridad supone y encierra todas las demás virtudes, que carecen sin ella de valor, como dice expresamente San Pablo (cf. 1 Cor. 13)".

d) Papel de las demás virtudes
"Sin embargo, es preciso entender rectamente esta doctrina para no incurrir en lamentables confusiones y errores. Del hecho de que la perfección cristiana consista especialmente en la caridad no se sigue en modo alguno que el papel de las otras virtudes sea puramente accidental o que no entren a formar parte bajo ningún aspecto de la esencia misma de la perfección. Specialiter no quiere decir totaliter, ni hay que confundir la esencia metafísica con la esencia física de una cosa. La esencia metafísica de la perfección cristiana se salva con la simple perfección de la caridad; pero para su esencia física, total o integral, se requieren todas las demás virtudes infusas en el mismo grado de perfección que la caridad.

No hemos de olvidar, en efecto, que las virtudes morales, y con mayor razón la fe y la esperanza, tienen también su excelencia propia aun consideradas en sí mismas independientemente de la caridad (aunque no sin su compañía). Porque, aunque todos los actos de la vida cristiana puedan y deban ser imperados por la ca­ridad, muchísimos de ellos, sin embargo, son actos elícitos de las otras virtudes infusas, y es evidente que puede haber diversidad de grados de perfección en la manera de producirse el acto elícito de alguna virtud, aun prescindiendo del mayor o menor influjo que haya podido tener sobre él la caridad imperante. De hecho, cuando la Iglesia quiere juzgar de la santidad de algún siervo de Dios cuya beatificación se demanda, no se fija únicamente en la caridad, sino también en el ejercicio de las demás virtudes en grado heroico. Ello quiere decir bien a las claras que las virtudes infusas son todas ellas partes integrantes de la perfección cristiana. Vamos a precisarlo en una nueva conclusión"...

B) La perfección de la vida cristiana se identifica con la perfección del doble acto de caridad; pero primariamente con relación a Dios, y secundariamente con relación al prójimo

a) La caridad es una y única
"Es elemental en teología que no hay más que una sola virtud, un solo hábito infuso de caridad, con el cual amamos a Dios por sí mismo y al prójimo y a nosotros mismos por Dios (cf. 2-2 q.23 a.5; q.25 a.12; q.26 a.1-4). Todos los actos procedentes de la ca­ridad, cualquiera que sea el término donde recaigan, se especifican por un mismo objeto formal quo, a saber, la bondad infinita de Dios en sí misma considerada. Ya sea que amemos directamente a Dios en sí mismo, ya que amemos directamente al prójimo o a nosotros mismos, si se trata de verdadero amor de caridad siempre el mo­tivo formal es el mismo: la infinita bondad de Dios. No se puede dar verdadera caridad hacia el prójimo o hacia nosotros mismos si no procede del motivo sobrenatural del amor a Dios; y es preciso distinguir bien este acto formal de caridad de cualquier incli­nación hacia el servicio del prójimo nacida de una compasión puramente humana o de cualquier otra forma de amor producida por algún motivo puramente natural.

Siendo esto así, es evidente que el crecimiento del hábito infuso de la caridad determinará una mayor capacidad con relación a su doble acto. No se puede aumentar en el alma la capacidad de amar a Dios sin que se aumente correlativamente y en el mismo grado la capacidad de amar al prójimo. Esta verdad constituye el argu­mento central de la sublime epístola primera del apóstol San Juan, donde se pone de manifiesto la Intima conexión e inseparabilidad de ambos amores."

b) Pero hay jerarquía en su ejercicio
Sin embargo, en el ejercicio del amor hay un orden y jerarquía exigido por la naturaleza misma de las cosas. En virtud de ese orden, la perfección de la caridad consiste primariamente en el amor de Dios, infinitamente amable por sí mismo, y secundaria­mente en el amor del prójimo y de nosotros mismos por Dios. Y aun entre nosotros mismos y el prójimo hay que establecer un orden, que se toma de la mayor o menor relación con Dios de los bienes de que se participa. Y así hay que amar antes el bien espiritual propio que el bien espiritual del prójimo, pero hay que amar más el bien espiritual del prójimo que nuestro propio bien corporal.

La razón de esta jerarquía o escala de valores es porque-como explica Santo Tomás-a Dios se le ama como principio del bien sobre el que se funda el amor de caridad; el hombre se ama a sí mismo con amor de caridad en cuanto que participa directamente de ese mismo bien, y al prójimo se le ama con ese mismo amor en cuanto socio y compartícipe de ese bien. Luego es evidente que hay que amar en primer lugar a Dios, que es el manantial y la fuente de ese bien; en segundo lugar, a nosotros mismos, que participa­mos directamente de él; y, por último, al prójimo, que es nuestro socio y compañero en la participación de ese bien (cf. 2-2 q.26 a.4; q. 184 a.3). Pero como el cuerpo participa de la bienaventuran­za únicamente por cierta redundancia del alma, síguese que en cuanto a la participación de esa bienaventuranza está más próxi­ma a nuestra alma el alma del prójimo que nuestro mismo cuerpo; de donde hay que anteponer el bien espiritual del prójimo a nuestro propio bien corporal (cf. 2-2 q.26 a.5)".
(ROYO MARÍN, Teología de la perfección cristiana, BAC Madrid 1954, pág. 205 ss.)


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Aplicación: Beato Columba Marmion - Todos los santos y nosotros

Y ahora, ¿qué conclusiones prácticas hemos de sacar de tan benéficas verdades para nuestra fe?

Lo primero, celebrar de todo corazón las solemnidades de los Santos, persuadidos de que honrar a los Santos es proclamar que son la realización de un pensamiento divino, que son las obras maestras de la gracia de Jesucristo. Dios pone en ellos sus complacencias, porque son los miembros ya gloriosos de su Hijo muy amado, y forman parte de aquel reino esplendoroso conquistado por Jesús para gloria de su Padre: Et fecisti nos Deo postro regnum (Ap. 5, 10).”y has hecho de ellos para nuestro Dios un Reino…

Debemos luego invocarlos, pues Jesucristo es nuestro único mediador, el mediador entre Dios y los hombres (I Tm 2, 15), como dice San Pablo, y por quien tenemos acceso al Padre". No obstante, Jesucristo, no para disminuir su mediación, sino para hacerla todavía mayor, quiere que los príncipes de la corte celestial le ofrezcan nuestros votos para presentarlos Él mismo a su Padre.

Los Santos, además, tienen vivísimo deseo de nues­tro bien. Contemplan a Dios en el cielo, su voluntad está inefablemente unida a la divina, y por eso quieren también que seamos santos. Forman, además, un solo cuerpo místico juntamente con nosotros, siendo, como dice San Pablo, "miembros de nuestros miembros" (I Cor. 12, 12 ss.; Ef 4, 25; 5, 30); por eso nos tienen inmensa caridad, la cual les viene de su unión con Jesucristo, único Jerarca de esta sociedad selecta y en la cual Dios tiene ya señalado el sitial que hemos de ocupar.

A estas relaciones de homenajes y oraciones que nos unen con los Santos, debemos añadir nuestro esfuerzo personal para asemejarnos a ellos. Deberá estar animado nuestro corazón no de esas fugaces veleidades que nunca se traducen en obras, sino de un deseo firme y sincero de nuestro perfeccionamiento, de una voluntad eficaz de responder plenamente a los designios misericordiosos de nuestra vida de predestinación en Jesucristo: Secundum mensuram donationis Christi “A cada uno de nosotros nos ha sido concedida la gracia a la medida del don de Cristo” (Ef. 4, 7).

¿Qué se requiere para conseguirlo? ¿Qué medios emplearemos para perfeccionar obra tan grande, tan glo­riosa para Cristo y tan fecunda para nosotros?

Permanecer unidos con Cristo, pues Él mismo nos tiene dicho que si queremos reportar copiosos frutos y llegar a un grado eminente de santidad, hemos de es­tarle unidos como los pámpanos lo están a la vid. “Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí como yo en Él, ése da mucho fruto; porque separados de mi no podéis hacer nada” (Jn 15, 5) Mas ¿cómo permaneceremos unidos con Él? Primera­mente, por la gracia santificante, que nos hace miembros vivos de su cuerpo místico. Después, mediante una in­tención recta y renovada con frecuencia, la cual nos hace buscar en todas las circunstancias en que nos haya colo­cado la divina Providencia el santo beneplácito de nues­tro Padre celestial. Con esta intención orientamos toda nuestra actividad hacia la gloria de Dios, en unión con los pensamientos, sentimientos y quereres del corazón de Jesús, nuestro modelo: Quae placita sunt ei facio sem­per “Yo siempre hago lo que le agrada a Él… (Jn 8,29). Esta es la fórmula en que resumía Jesús todas sus relaciones con su Padre y con la cual traduce adecua­damente la obra toda de su Humanidad sacratísima.

Ahora me diréis: ¿pero y nuestras miserias? No de­ben en modo alguno desalentarnos; por desgracia, son muy reales y harto conocidas, pero Dios las conoce aún mejor que nosotros y se da por muy pagado con que re­conozcamos sencillamente nuestra propia flaqueza. Por­que hay en Dios una perfección en la que desea le glori­fiquemos eternamente, una perfección por donde se explica tal vez todo cuanto nos ocurre en este mundo; tal es la misericordia.

La misericordia es el amor en frente de la miseria, y no habría misericordia si no hubiese miserias. Los Ángeles proclaman la santidad de Dios, pero nosotros sere­mos en el cielo testimonios vivos de la misericordia di­vina; al coronar Dios nuestras obras, pondrá digno remate al don de su misericordia: Qui coronat te in mi­sericordia et miserationibus “ Rescata tu vida de la fosa, te corona de amor y de ternura” Sal 102 4, y nosotros la ensalzaremos durante toda la eternidad en el seno de nuestra bienaventuranza: Quoniam in aeternum misericordia ejus (1).

No nos dejemos abatir por las pruebas y contradiccio­nes, que han de ser tanto más grandes y profundas, cuan­to más sublime y elevado sea el grado de santidad a que Dios nos llama. ¿Por qué así? Porque ese es el camino que Cristo siguió; de ahí que cuanto más fundidos de­seemos estar con Él, tanto más debemos asimilarnos a Él en lo que sus misterios tienen de más íntimo y pro­fundo.

San Pablo trasunta toda la vida interior en el conocimiento práctico de Jesús, y de Jesús crucificado (I Cor 2,2), y Nuestro Señor mismo nos dice que el Padre es el divino viñador que poda la vid para que produzca más fruto: Purgabit eran ut fractura plus afferat “Todo sarmiento que no da fruto, lo corta y todo el que da fruto, lo limpia, para que de más fruto” (Jn 15, 2).

Dios, con mano poderosa, prueba al alma con tenta­ciones y adversidades para desligarla de todo lo creado y saciarla de sí misma, y penetra hasta las médulas, y reduce a polvo los huesos", como dice Bossuet, para reinar Él solo en ella.

¡Dichosa el alma que se entrega en manos del Artí­fice divino! Por su Espíritu, que es todo fuego y amor, que "es el dedo de Dios'' (Himno Veni Creator), el Artista divino irá gra­bando con su buril en ella los rasgos característicos de Cristo, a fin de hacerla semejante al Hijo de su dilec­ción, conforme a los inefables designios de su sabiduría y de su misericordia.

Dios halla todas sus glorias en comunicarnos la bien­aventuranza, siendo todos los padecimientos que permite o envía, otros tantos títulos de gloria y de felicidad celestial. El mismo San Pablo se declara incapaz de des­cribir el resplandor de aquella gloria y felicidad con que Dios corona el menor de nuestros dolores, llevados con ayuda de la divina gracia Rm, 8, 18 “Porque estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros”. II Cor 4, 17: “En efecto la leve tribulación de un momento nos produce, sobre toda medida, un pesado caudal de gloria eterna”

Por eso instaba y encarecía tanto a los fieles, dicien­do: "Mirad cómo se aperciben los que han de tomar parte en palestra y cuántas privaciones y esfuerzos no se imponen; y todo ello, para recoger los aplausos de una hora y gozar de una gloria efímera que todos se dis­putan, y alcanzar una corona perecedera. Nosotros, en cambio, si luchamos, es para lograr una corona incorrup­tible, una gloria sin fin, una alegría imperecedera" (I Cor 9, 25). El alma, sin duda, en aquellos momentos tan ricos y tan cuajados de gracias, se ve abrumada por el dolor y el sentimiento; pero ya puede estar segura bajo la protección y amparo de tan soberano protector, pues Dios pone la suave unción de su gracia aun en las amar­guras de la cruz, Mirad, si no, a San Pablo: ¿Quién como él vivió en tan estrecha unión con su Dios? ¿Quién podrá separarle de Jesús (Rom 8, 35) . Sin embargo de ello, ved cómo por divina dispensación, Satanás le insulta, y aflige al Apóstol en su cuerpo y en su alma con sus dar­dos malignos, hasta el punto de hacerle llamar tres veces a Jesús en demanda de auxilio. Pero éste le responde: Bástate mi gracia, cuya eficacia nunca brilla tanto como cuando se han de arrostrar las dificultades": Suf­iicit tibi gratia mea, nam virtus in infirmitate, per­ficitur (II Cor. 12,9).

Veamos ya cuál sea la razón profunda de esta extraña y providencial disposición. No pudiéramos terminar me­jor esta instrucción. Considerar que la obra de nuestra santificación se elabora en medio de las pruebas y de la flaqueza. “Por la gracia sois salvos, dice San Pablo, y no por vuestras obras, para que nadie pueda gloriarse en sí mismo" (Ef. 2, 8). ¿Quién, pues, será el acreedor de todas nuestras alabanzas? ¿Sobre quién redundará la gloria de nuestra santidad? Sobre Jesucristo.

Cuando el Apóstol expone a sus queridos fieles de Éfeso el plan divino, indícales en estos términos el fin supremo: "Dios ha dispuesto de antemano todas las cosas a fin de dar más realce a la magnificencia de su gracia" (Ef 2,8). In laudem gloriae gratiae suae, y "para po­ner a la vista de todo el .mundo los riquísimos tesoros de su gracia'', con la cual nos predestinó a ser coherede­ros de su Hijo": Ut ostenderet abundantes divitias gra­tiae suae in bonitate super nos in Christo Jesu (Ef 2,7).

Todo se lo debemos a Jesús, puesto que Él nos mere­ció con sus misterios todas las gracias de justificación, de perdón, de santidad, que necesitamos. Él es el princi­pio mismo de nuestra perfección, y al modo que la vid envía su savia fecunda a todos los sarmientos, a fin de que produzcan su fruto, así Cristo derrama sin cesar su gracia sobre todos aquellos que tiene consigo unidos. Esta gracia es la que anima a los Apóstoles, la que ilu­mina a los doctores, esfuerza a los mártires, sostiene a los confesores y hermosea a las vírgenes con incompa­rable pureza.

Toda la gloria de los Santos en el cielo dimana también de esta misma gracia; todo el resplandor de su triunfo tiene su origen en esta fuente única; por estar teñidos en la sangre del Cordero, son tan vistosas las vestiduras de los elegidos, cuya santidad se gradúa según la semejanza con el divino modelo.

Por eso, al comenzar la gran solemnidad de Todos los Santos, en la cual junta la Iglesia a todos los escogi­dos en una misma alabanza, nos invita a adorar a Aquel que es Señor y corona de todos los Santos: Ipse est corona sanctorum omnium.

Comprenderemos en el cielo cómo todas las miseri­cordias de Dios parten del Calvario, y cómo la sangre de Jesús será precio de la dicha infinita de que gozaremos para siempre. No olvidemos que en la Jerusalén celestial viviremos embriagados de una felicidad divina, pero que la plenitud de esa felicidad será pagada en cada momento por los méritos de la sangre de Cristo Jesús. La ola de felicidad que eternamente inundará la ciudad de Dios (Sal 45, 5), fluirá del sacrificio de nuestro Pontífice divino. ¿Qué gozo no será el nuestro al reconocer y cantar el triunfo de Jesús, cuando todos a una le digamos: Todo lo debemos á Vos, Señor, séanos tributado himno de honor, de alabanza, de hacinamiento de gracias?" Entonces, junto con todos los elegidos, deposita­remos a sus pies nuestras coronas (Cf. Ap 4, 10) para proclamar que todo nos viene de. Él.

Este es el término final adonde se encamina todo el misterio de Cristo, Verbo encarnado. Quiere Dios que su Jesús, su Hijo único, amantísimo, que se anonadó a trueque de santificar su cuerpo místico, sea ensalzado para siempre: Propter quod et Deus exaltavit illum (Fp 2,9).

Entremos, pues, con fe muy profunda en estos pensa­mientos divinos. Cuando celebramos a los Santos, en­grandecemos el poder de la gracia que los ha elevado a tales cimas; nada agrada tanto a Dios como esta alaban­za, puesto que por ella nos unimos al más íntimo de sus designios, que es glorificar a su Hijo: Clarificavit et iterum clarificabo (Jn 12, 28). Procuremos realizar, con ayuda de la gracia, el plan que Dios tiene formado sobre nosotros pues a esta adaptación se reduce toda la santidad.

He procurado, en todas estas conferencias, mostraros hasta qué punto nos unía el Padre con su Hijo Jesucristo, tratando de mostraros el divino modelo, tan incomparable, y a la vez tan accesible. Habéis podido ver cómo vivió por nosotros Cristo cada misterio, uniéndonos a Sí con lazo tan apretado, que poco a poco pudiéramos, bajo la acción de su divino Espíritu reproducir su fiso­nomía inefable y asemejarnos a Él conforme al decreto de nuestra predestinación.

No cesemos, pues, de mirar a este nuestro modelo. Jesucristo es Dios vivo, el cual apareció y mora entre nosotros para mostrarnos el camino que conduce a la vida. El mismo nos tiene dicho que la vida eterna con­siste en confesar que su Padre es el verdadero Dios, y Él es también Dios, venido a este mundo en carne mor­tal para llevar a Dios el género humano todo entero.

Si seguimos fielmente a Jesús durante toda nuestra existencia, si le contemplamos cada año en el ciclo de sus misterios y procuramos imitarle y darnos totalmente a Él, estemos persuadidos de que la oración que por nosotros eleva al Padre como único mediador, ha de ser atendida; por su Espíritu, imprimirá en nuestras almas su imagen viva; el Padre nos reconocerá el último día como miembros de su Hijo predilecto y nos hará cohe­rederos suyos. Entonces entraremos a formar parte de aquella sociedad constituida por Cristo, pura y hermosa, la cual, en el día del triunfo final, y conforme a las pa­labras de San Pablo, será presentada al Padre como va­lioso trofeo de su gracia soberana. Quiera Dios nos encontremos allí todos nosotros, para gozo plenísimo de nuestras almas y gloria de nuestro Padre celestial. In laudem gloriae gratiae suite (I Cor 15, 24)
(COLUMBA MARMION, Conferencias espirituales, Cristo en sus misterios, Ed. LUMEN, Chile, pp. 484-491)



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Aplicación: R.P. Alfredo Sáenz, S.J. - Bienventurados

"Alegrémonos todos en el Señor al celebrar esta solemnidad en honor de todos los Santos, de la cual se alegran los ángeles y juntos alaban al Hijo de Dios", canta hoy la liturgia. Y no sin razón, queridos hermanos. Porque en este día recuerda la Iglesia a todos los Santos de la historia, a todos aquellos que se han dejado invadir por Dios, por la trascendencia de Dios, por la santidad de Cristo, que es la Cabeza de la Iglesia y la fuente de donde brota toda santificación.

Los Santos se han hecho tales simplemente por haber cumplido las exigencias del Evangelio. Ese Evangelio cuya quintaesencia se encuentra en aquellas palabras de Cristo que hoy hemos escuchado, las palabras del sermón de la montaña. Los antiguos estoicos llamaban "paradoja" el enunciado que iba contra la opinión común. En este sentido, el sermón de la montaña es la más amplia y radical paradoja que se haya anunciado jamás. Nunca se pronunció sobre la tierra discurso más desconcertante que éste. Lo que antes todos llamaban blanco es llamado aquí, no gris u obscuro, sino francamente negro, mientras lo negro es precisamente llamado blanco. El mundo decía —y sigue diciendo— bienaventurados los ricos, los que ríen, los que sacan provecho de la injusticia, los que se dan el gusto de la venganza, los impuros, los que buscan el aplauso de los demás. Porque de ellos es el reino de la tierra. Serán felices en la tierra, dominarán la tierra.

Para el criterio del mundo las palabras de Cristo suenan a bofetada. Bienaventurados los que lloran, bienaventurados los puros, bienaventurados los perseguidos. No que les prometa el gozo en la tierra. Los pobres son bienaventurados porque de ellos es el reino de los cielos, mas no de la tierra; los que sufren son bienaventurados porque serán consolados, pero en un futuro lejano no precisado; los puros de corazón son bienaventurados porque verán a Dios, pero no porque su pureza sea desde ya elogiada por los hombres. Así que la enseñanza de Jesús tiene sentido tan sólo para los que esperan, para los que anhelan el reino de los cielos. No para los nacidos de la carne, los afincados en esta tierra. Para ellos, más que una paradoja, las palabras de Cristo son simplemente absurdas. Es lógico, porque están ciegos para las cosas de Dios. Recorramos brevemente la serie de las bienaventuranzas.

Bienaventurados los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos. Es la propiedad fundamental del cristiano. Hablamos de ello no hace mucho. En lenguaje bíblico, pobre es aquel que espera de Dios la salvación. Y por tanto no ha echado raíces definitivas en este mundo. Rico, en cambio, es aquel que se cree autosuficiente. Rico de espíritu, porque no necesita de nada, no espera salvación alguna de lo alto. Sus propios músculos lo salvarán. No le pertenece el reino porque el reino se ofrece y él es incapaz de recibir; está demasiado lleno, lleno de sí mismo.

Bienaventurados los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia. La paciencia es una consecuencia del espíritu de pobreza. El que no es autosuficiente, el que no se autoabastece, el que en la presencia de Dios se sabe lleno de miserias, ése es fácilmente manso y paciente, bondadoso con los otros. Dios le ha perdonado tanto que él no puede dejar de perdonar a los demás. San Pablo, ese espíritu batallador, de carácter colérico, fue quien mejor nos habló de la benignidad: "Yo, Pablo, os ruego por la mansedumbre de Cristo. Revestíos... de entrañas de misericordia, humildad y mansedumbre". Al fin y al cabo, la paciencia es una de las caras de la fortaleza.

Bienaventurados los afligidos, porque serán consolados. Afligidos ¿por qué? Porque se saben exiliados en este mundo. Lloran por la pérdida no tanto de riquezas, parientes ni amigos, sino sobre todo de los bienes espirituales, lloran por sus propios pecados. Lágrimas santas. Frente a ellos: los mundanos de la risa superficial, los que se abocan a buscar la prosperidad en la tierra, aquellos a quienes el mundo aplaude como "triunfado­res'', mientras Cristo los amenaza con sus Ay: "Ay de vosotros los que ahora reís, porque gemiréis y lloraréis". Bienaventura­dos, pues, los afligidos, porque serán consolados. ¿Cuándo? En la otra vida, naturalmente, como lo preanuncia el Apocalipsis al decirnos que al fin de los tiempos "Dios enjugará las lágrimas de los ojos de los hombres". Pero esa consolación en cierto modo comienza en la tierra, ya que desde ahora los afligidos conocen la paz del alma.

Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Ser justo es dar a cada uno lo que le corresponde; amar lo verdadero, lo equitativo, lo noble, tanto en lo que atañe a Dios como en lo que respecta a los hombres. No se dice: Bienaventurados los que practican la justicia, sino "los que tienen hambre y sed de justicia", es decir los que la anhelan, los que trabajan por implantarla. No es el hambre y sed de que a uno se lo trate con justicia, porque entonces contrariaría la octava y última bienaventuranza ("Bienaventurados los que son perseguidos por practicar la justicia...; bienaventurados vosotros, cuando seáis insultados y perseguidos"), sino el hambre de ser justo, de proceder con justicia, no el de gozar de sus derechos sino el de cumplir sus deberes, aun dolorosamente. Porque mucho más grave es el mal de la injusticia en el pecado de quien la comete (y a quien hay que corregir para salvarlo) que los sufrimientos de quien la padece (y que puede santificarse soportándolos). Serán saciados, es decir, recibirán en abundan­cia los bienes de los cuales por cumplir con la justicia o por no practicar la injusticia se vieron privados; calmarán su hambre, apagarán su sed.

Bienaventurados los misericordiosos, porque obtendrán misericordia. Es decir, los que saben sufrir con los que sufren, los que sienten compasión. Los que son como el buen samaritano, que se conmueven ante el dolor ajeno. Algo así experimentó Jesús al ver la turba famélica que lo seguía: Tengo misericordia de la multitud, exclamó conmovido. Bien se dice en la epístola a los hebreos que es un Pontífice capaz de condolerse de nuestras flaquezas. Bienaventurados los mise­ricordiosos, porque obtendrán misericordia: Dios se compadecerá de ellos, sufrirá con ellos. Ya sufrió en la cruz. Pero además les mostrará su perdón en el juicio postrero.

Bienaventurados los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios. Realmente no pueden no ser bienaventurados los que tienen su interior limpio de manchas, los que poseen un alma cristalina, translúcida. Porque verán a Dios, nada les impedirá verlo. No es otra la gran esperanza del cristiano: la visión de Dios.

Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios. No, naturalmente, por la falsa paz, la del que pretende conciliar cosas incompatibles. Se trata de la paz verdadera, de la paz en la justicia. Y si alguna vez se ven obligados a usar de la violencia, lo harán a regañadientes. Porque tienen entrañas pacíficas. Así fue como Cristo instauró la paz mediante la sangre que derramó en la cruz. Él es el reconciliador por excelencia; reconcilió en sí a Dios y al hombre, divorciados por el pecado de este último; reconcilió asimismo en sí a pueblos hasta entonces adversarios. Paz con Dios. Paz entre los hombres. Paz en la propia alma. Porque serán llamados hijos de Dios, hijos de la paz.

Bienaventurados los que son perseguidos por practicar la justicia, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos. Bienaventurados vosotros, cuando seáis insultados y persegui­dos, y cuando se os calumnie en toda forma a causa de mí. Es la felicidad que encuentra el que se ha abrazado con la cruz, aquel que ha resuelto no rehuir el martirio ni la persecución. Cristo dijo: "Si a mí me persiguieron también a vosotros os perseguirán". Claro que esa persecución deberá ser "a causa de él", es decir, por razones religiosas. Y no por otras causales no tan nobles. A aquéllos el Señor les promete la alegría de la victoria: Alegraos y regocijaos entonces, porque tendréis una gran recompensa en el cielo.

Comentando San Agustín la enseñanza de Jesús, pone en boca del Señor estas palabras: "—Estoy vendiendo. — ¿Qué vendes, Señor? —El reino de los cielos. — ¿Con qué se compra? —El reino con la pobreza, el gozo con el dolor, el descanso con el trabajo, la gloria con la humillación, la vida con la muerte". Así es, amados hermanos, Dios nos vende su consuelo por nuestro llanto, su saciedad por nuestra hambre, su misericordia por nuestra misericordia, su visión por nuestra pureza, su filiación divina por nuestra paz.

Celebramos hoy solemnemente la fiesta de todos los Santos. Ellos supieron comprar así el reino de los cielos, cumpliendo las bienaventuranzas. Por eso constituyen para nosotros un ejemplo vivo de cómo se debe practicar la enseñanza de Cristo. Ellos nos hacen apreciar el valor de la santidad, por sobre todos los demás bienes. Nos muestran cómo la santidad es posible, más aún, se ha hecho visible y palpable en ellos. Nos exhortan a buscarla, aunque para llegar a ella tengamos quizás que pasar por pruebas terribles. El ejemplo de los Santos nos quita todo pretexto: ¿Nuestro estado? Hay Santos en todos los estados. ¿Nuestra salud? Los ha habido con toda clase de salud. ¿Nuestras pasiones? Las mismas que las suyas.

Pero los Santos no sólo se nos ofrecen como ejemplos que imitar. Son también intercesores nuestros. Cuando nos enco­mendamos a ellos, ruegan a Dios por nosotros. Y como Dios los ama tanto, y los ha premiado tan espléndidamente, escucha sus súplicas, si lo que pedimos nos conviene. Fomentemos, pues, nuestra devoción a los Santos. Son escalones para llegar a Dios. Especialmente veneremos a la Santísima Virgen, la reina de todos ellos, la reina de este día, de esta solemnidad.

Amados hermanos, que la presente fiesta no sea tan sólo una conmemoración. Que sea a la vez una exhortación a la santidad. San Mateo, cuando reproduce este mismo sermón de la montaña, incluye hacia el final una frase de Jesús que lo recapitula todo: "Sed vosotros perfectos como lo es vuestro Padre celestial". Pensemos que el sermón de Jesús no se dirigió exclusivamente a los apóstoles, sino también a todo el pueblo. La santidad no es cosa exclusiva de religiosos y sacerdotes; es deber de todo cristiano, una obligación que brota del compromi­so bautismal. El día de nuestro Bautismo la gracia nació en nosotros al modo de una semilla. Esa semilla debe ir creciendo paulatinamente, desarrollándose, hasta llegar a ser un árbol en nuestro interior. Esa semilla, es, en última instancia, Cristo mismo, quien ha de ir madurando en nosotros, Cristo que nació como un niño reclinado en el pesebre de nuestra alma, pero que debe ir tomando tamaño hasta llegar a la estatura del hombre adulto. En el cielo se hará manifiesto ese progreso interior. Nos lo dijo San Juan en la segunda lectura de hoy: "Desde ahora somos hijos de Dios, y lo que seremos no se ha manifestado todavía. Sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es".

Sigamos ahora el Santo Sacrificio de la Misa, en que se renueva la Pasión del Señor. En la cruz está la explicación de todas las bienaventuranzas. Porque si bien las cumplió a lo largo de su vida, fue especialmente sobre la cruz donde el Señor las llevó a la perfección. Siendo rico, se hizo pobre por nosotros, se hizo artesano, y murió pobremente sobre el leño. El mismo se dijo manso y humilde de corazón, cordero de Dios llevado al matadero de la cruz sin chistar ni abrir la boca. La cruz fue el lugar de su misericordia; compadecido en ella de nosotros, sufrió con nosotros, más aún sufrió en lugar nuestro, que en realidad somos quienes hubiéramos merecido ser crucificados por nuestros pecados. Tendido sobre esa cruz, es Cristo el príncipe de la paz, el que une el cielo con la tierra, el que une entre sí a los hombres que se le incorporan. Es la pureza misma, el Hijo de una virgen, quien pudo desafiar a sus enemigos que lo convenciesen siquiera de un solo pecado; Aquel que tuvo hambre y sed de justicia, porque su alimento fue hacer siempre la voluntad del Padre hasta morir en la cruz. Sin embargo y a pesar de mostrársenos así en su vida y en la cruz, pobre, herido, perseguido, fue bienaventurado, profundamente bienaventurado, como ningún otro lo ha sido jamás sobre la tierra. Habló, pues, por experiencia, haciendo de su cruz una cátedra viva de todas las bienaventuranzas. Ahora, gracias a la misa, se renovará sobre el altar aquel Sacrificio. Que a partir de él, nos enseñe el Señor a hacer carne estas bienaventuranzas. De modo que cuando recibamos la Eucaristía, unidos a los Santos que lo comulgan en el cielo sin pasar por los velos sacramentales, nos hagamos una cosa con Cristo y con su cruz bienaventurada.
(ALFREDO SÁENZ, SJ, Palabra y Vida, Homilías dominicales y festivas. Ed. Gladius, 1993, pp. 311-317)



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Aplicación: Beato Juan Pablo II - Toda la liturgia hoy nos habla de la santidad



1. "La alabanza y la gloria y la sabiduría y la acción de gracias y el honor y el poder y la fuerza son de nuestro Señor, por los siglos de los siglos" (Ap 7, 12).

Con actitud de profunda adoración a la santísima Trinidad nos unimos a todos los santos que celebran perennemente la liturgia celestial para repetir con ellos la acción de gracias a nuestro Dios por las maravillas que ha realizado en la historia de la salvación.

Alabanza y acción de gracias a Dios por haber suscitado en la Iglesia una multitud inmensa de santos, que nadie puede contar (cf. Ap 7, 9). Una multitud inmensa: no sólo los santos y los beatos que festejamos durante el año litúrgico, sino también los santos anónimos, que solamente Dios conoce. Madres y padres de familia que, con su dedicación diaria a sus hijos, han contribuido eficazmente al crecimiento de la Iglesia y a la construcción de la sociedad; sacerdotes, religiosas y laicos que, como velas encendidas ante el altar del Señor, se han consumido en el servicio al prójimo necesitado de ayuda material y espiritual; misioneros y misioneras, que lo han dejado todo por llevar el anuncio evangélico a todo el mundo. Y la lista podría continuar.

2. ¡Alabanza y acción de gracias a Dios, de modo particular, por la más santa de entre todas las criaturas, María, amada por el Padre, bendecida a causa de Jesús, fruto de su seno, y santificada y hecha nueva criatura por el Espíritu Santo! Modelo de santidad por haber puesto su vida a disposición del Altísimo, "precede con su luz al peregrinante pueblo de Dios como signo de esperanza cierta y de consuelo" (Lumen gentium, 68).

Precisamente hoy se celebra el quincuagésimo aniversario del acto solemne con el que mi venerado predecesor el Papa Pío XII, en esta misma plaza, definió el dogma de la Asunción de María al cielo en cuerpo y alma. Alabamos al Señor por haber glorificado a su Madre, asociándola a su victoria sobre el pecado y la muerte.

A nuestra alabanza han querido unirse hoy, de modo especial, los fieles de Pompeya, que, en gran número, han venido en peregrinación, guiados por el arzobispo prelado del santuario, monseñor Francesco Saverio Toppi, y acompañados por el alcalde de la ciudad. Su presencia recuerda que fue precisamente el beato Bartolo Longo, fundador de la nueva Pompeya, quien comenzó, en 1900, el movimiento promotor de la definición del dogma de la Asunción.

3. Toda la liturgia de hoy habla de santidad. Pero para saber cuál es el camino de la santidad, debemos subir con los Apóstoles a la montaña de las bienaventuranzas, acercarnos a Jesús y ponernos a la escucha de las palabras de vida que salen de sus labios. También hoy nos repite: Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. El Maestro divino proclama "bienaventurados" y, podríamos decir, "canoniza" ante todo a los pobres de espíritu, es decir, a quienes tienen el corazón libre de prejuicios y condicionamientos y, por tanto, están dispuestos a cumplir en todo la voluntad divina. La adhesión total y confiada a Dios supone el desprendimiento y el desapego coherente de sí mismo.

Bienaventurados los que lloran. Es la bienaventuranza no sólo de quienes sufren por las numerosas miserias inherentes a la condición humana mortal, sino también de cuantos aceptan con valentía los sufrimientos que derivan de la profesión sincera de la moral evangélica.

Bienaventurados los limpios de corazón. Cristo proclama bienaventurados a los que no se contentan con la pureza exterior o ritual, sino que buscan la absoluta rectitud interior que excluye toda mentira y toda doblez.

Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia. La justicia humana ya es una meta altísima, que ennoblece el alma de quien aspira a ella, pero el pensamiento de Jesús se refiere a una justicia más grande, que consiste en la búsqueda de la voluntad salvífica de Dios: es bienaventurado sobre todo quien tiene hambre y sed de esta justicia. En efecto, dice Jesús: "Entrará en el reino de los cielos el que cumpla la voluntad de mi Padre" (Mt 7, 21).

Bienaventurados los misericordiosos. Son felices cuantos vencen la dureza de corazón y la indiferencia, para reconocer concretamente el primado del amor compasivo, siguiendo el ejemplo del buen samaritano y, en definitiva, del Padre "rico en misericordia" (Ef 2, 4).

Bienaventurados los que trabajan por la paz. La paz, síntesis de los bienes mesiánicos, es una tarea exigente. En un mundo que presenta tremendos antagonismos y obstáculos, es preciso promover una convivencia fraterna inspirada en el amor y en la comunión, superando enemistades y contrastes. Bienaventurados los que se comprometen en esta nobilísima empresa.

4. Los santos se tomaron en serio estas palabras de Jesús. Creyeron que su "felicidad" vendría de traducirlas concretamente en su existencia. Y comprobaron su verdad en la confrontación diaria con la experiencia: a pesar de las pruebas, las sombras y los fracasos gozaron ya en la tierra de la alegría profunda de la comunión con Cristo. En él descubrieron, presente en el tiempo, el germen inicial de la gloria futura del reino de Dios.

Esto lo descubrió, de modo particular, María santísima, que vivió una comunión única con el Verbo encarnado, entregándose sin reservas a su designio salvífico. Por esta razón se le concedió escuchar, con anticipación respecto al "sermón de la montaña", la bienaventuranza que resume todas las demás: "¡Bienaventurada tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá!" (Lc 1, 45).

5. La profunda fe de la Virgen en las palabras de Dios se refleja con nitidez en el cántico del Magníficat: "Proclama mi alma la grandeza del Señor; se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava" (Lc 1, 46-48).

Con este canto María muestra lo que constituyó el fundamento de su santidad: su profunda humildad. Podríamos preguntarnos en qué consistía esa humildad. A este respecto, es muy significativa la "turbación" que le causó el saludo del ángel: "Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo" (Lc 1, 28). Ante el misterio de la gracia, ante la experiencia de una presencia particular de Dios que fijó su mirada en ella, María experimenta un impulso natural de humildad (literalmente de "humillación"). Es la reacción de la persona que tiene plena conciencia de su pequeñez ante la grandeza de Dios. María se contempla en la verdad a sí misma, a los demás y el mundo.

Su pregunta: "¿Cómo será eso, pues no conozco varón?" (Lc 1, 34) fue ya un signo de humildad. Acababa de oír que concebiría y daría a luz un niño, el cual reinaría sobre el trono de David como Hijo del Altísimo. Desde luego, no comprendió plenamente el misterio de esa disposición divina, pero percibió que significaba un cambio total en la realidad de su vida. Sin embargo, no preguntó: "¿Será realmente así? ¿Debe suceder esto?". Dijo simplemente: "¿Cómo será eso?". Sin dudas ni reservas aceptó la intervención divina que cambiaba su existencia. Su pregunta expresaba la humildad de la fe, la disponibilidad a poner su vida al servicio del misterio divino, aunque no comprendiera cómo debía suceder.

Esa humildad de espíritu, esa sumisión plena en la fe se expresó de modo especial en su fiat: "He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra" (Lc 1, 38). Gracias a la humildad de María pudo cumplirse lo que cantaría después en el Magnificat: "Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo" (Lc 1, 48-49).

A la profundidad de la humildad corresponde la grandeza del don. El Poderoso realizó por ella "grandes obras" (Lc 1, 49), y ella supo aceptarlas con gratitud y transmitirlas a todas las generaciones de los creyentes. Este es el camino hacia el cielo que siguió María, Madre del Salvador, precediendo en él a todos los santos y beatos de la Iglesia.

6. Bienaventurada eres tú, María, elevada al cielo en cuerpo y alma. El Papa Pío XII definió esta verdad "para gloria de Dios omnipotente (...), para honor de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la muerte, para aumento de la gloria de la misma augusta Madre, y gozo y regocijo de toda la Iglesia" (Munificentissimus Deus: AAS 42).

Y nosotros nos regocijamos, oh María elevada al cielo, en la contemplación de tu persona glorificada y, en Cristo resucitado, convertida en colaboradora del Espíritu Santo para la comunicación de la vida divina a los hombres. En ti vemos la meta de la santidad a la que Dios llama a todos los miembros de la Iglesia. En tu vida de fe vemos la clara indicación del camino hacia la madurez espiritual y la santidad cristiana.

Contigo y con todos los santos glorificamos a Dios trino, que sostiene nuestra peregrinación terrena y vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.
(JUAN PABLO II, Solemnidad de todos los Santos, 1 de noviembre 2000)



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Aplicación: Benedicto XVI (I) - Pregustar la fiesta sin fin


¡Queridos hermanos y hermanas!

Este domingo coincide con la solemnidad de Todos los Santos, que invita a la Iglesia peregrina sobre la tierra a pregustar la fiesta sin fin de la Comunidad celestial, y a reavivar la esperanza en la vida eterna. Transcurren este año 14 siglos desde que el Panteón -uno de los más antiguos y célebre monumentos romanos- fue destinado al culto cristiano y dedicado a la Virgen María y a todos los Mártires: “Sancta Maria ad Martyres”. El templo de todas las divinidades paganas se había así convertido en memorial de los que, como dice el Libro del Apocalipsis, “vienen de la gran tribulación; han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero” (Ap 7,14). Posteriormente, la celebración de todos los mártires se ha extendido a todos los santos, “una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas” (Ap. 7,9) -como se expresa todavía San Juan. En este Año Sacerdotal, me gusta recordar con especial veneración a los santos sacerdotes, tanto a los que la Iglesia ha canonizado, proponiéndolos como ejemplo de virtudes espirituales y pastorales, como aquellos -mucho más numerosos- que el Señor conoce. Cada uno de nosotros conserva la grata memoria de alguno de ellos, que nos ha ayudado a crecer en la fe y no ha hecho sentir la bondad y la cercanía de Dios.

Mañana, nos espera la anual Conmemoración de todos los fieles difuntos. Querría invitar a vivir esta fiesta anual según el auténtico espíritu cristiano, es decir en la luz que procede del Misterio pascual. Cristo ha muerto y resucitado y nos ha abierto el paso a la casa del Padre, el Reino de la vida y de la paz. Quien sigue a Jesús en esta vida es acogido donde Él nos ha precedido. Por tanto, mientras visitamos los cementerios, recordemos que allí, en las tumbas, reposan sólo los restos mortales de nuestros seres queridos a la espera de la resurrección final. Sus alma -como dice la Escritura- ya “están en las manos de Dios” (Sab 3, 1). Por tanto, el modo más propio y eficaz de honrarles es rezar por ellos, ofreciendo actos de fe, de esperanza y de caridad. En unión al Sacrificio eucarístico, podemos interceder por su salvación eterna, y experimentar la comunión más profunda, a la espera de reencontrarnos juntos, para gozar por siempre del Amor que nos ha creado y redimido.

Queridos amigos, ¡qué bella y consoladora es la comunión de los santos! Es una realidad que infunde una dimensión distinta a toda nuestra vida. ¡Nunca estamos solos! Formamos parte de una “compañía” espiritual en la que reina una profunda solidaridad: el bien de cada uno es para beneficio de todos y, viceversa, la felicidad común se irradia en cada uno. Es un misterio que, en cierta medida, podemos ya experimentar en este mundo, en la familia, en la amistad, especialmente en la comunidad espiritual de la Iglesia. Nos ayude María Santísima a caminar rápidamente en la vía de la santidad, y se muestre como Madre de misericordia para las almas de los difuntos.

Queridos hermanos y hermanas, hoy contemplamos el misterio de la comunión de los santos del cielo y de la tierra. No estamos solos; estamos rodeados por una gran nube de testigos: con ellos formamos el Cuerpo de Cristo, con ellos somos hijos de Dios, con ellos hemos sido santificados por el Espíritu Santo. ¡Alégrese el cielo y exulte la tierra! El glorioso ejército de los santos intercede por nosotros ante el Señor; nos acompaña en nuestro camino hacia el Reino y nos estimula a mantener nuestra mirada fija en Jesús, nuestro Señor, que vendrá en la gloria en medio de sus santos.
(BENEDICTO XVI, Ángelus, Lunes 2 de noviembre de 2009)



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Aplicación: Benedicto XVI (II) - Alegrémonos todos en el Señor


Queridos hermanos y hermanas:

Nuestra celebración eucarística se inició con la exhortación "Alegrémonos todos en el Señor". La liturgia nos invita a compartir el gozo celestial de los santos, a gustar su alegría. Los santos no son una exigua casta de elegidos, sino una muchedumbre innumerable, hacia la que la liturgia nos exhorta hoy a elevar nuestra mirada. En esa muchedumbre no sólo están los santos reconocidos de forma oficial, sino también los bautizados de todas las épocas y naciones, que se han esforzado por cumplir con amor y fidelidad la voluntad divina. De gran parte de ellos no conocemos ni el rostro ni el nombre, pero con los ojos de la fe los vemos resplandecer, como astros llenos de gloria, en el firmamento de Dios.

Hoy la Iglesia celebra su dignidad de "madre de los santos, imagen de la ciudad celestial" (A. Manzoni), y manifiesta su belleza de esposa inmaculada de Cristo, fuente y modelo de toda santidad. Ciertamente, no le faltan hijos díscolos e incluso rebeldes, pero es en los santos donde reconoce sus rasgos característicos, y precisamente en ellos encuentra su alegría más profunda.

En la primera lectura, el autor del libro del Apocalipsis los describe como "una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua" (Ap 7, 9). Este pueblo comprende los santos del Antiguo Testamento, desde el justo Abel y el fiel patriarca Abraham, los del Nuevo Testamento, los numerosos mártires del inicio del cristianismo y los beatos y santos de los siglos sucesivos, hasta los testigos de Cristo de nuestro tiempo. A todos los une la voluntad de encarnar en su vida el Evangelio, bajo el impulso del eterno animador del pueblo de Dios, que es el Espíritu Santo.

Pero, "¿de qué sirve nuestra alabanza a los santos, nuestro tributo de gloria y esta solemnidad nuestra?". Con esta pregunta comienza una famosa homilía de san Bernardo para el día de Todos los Santos. Es una pregunta que también se puede plantear hoy. También es actual la respuesta que el Santo da: "Nuestros santos ?dice? no necesitan nuestros honores y no ganan nada con nuestro culto. Por mi parte, confieso que, cuando pienso en los santos, siento arder en mí grandes deseos" (Discurso 2: Opera Omnia Cisterc. 5, 364 ss).

Este es el significado de la solemnidad de hoy: al contemplar el luminoso ejemplo de los santos, suscitar en nosotros el gran deseo de ser como los santos, felices por vivir cerca de Dios, en su luz, en la gran familia de los amigos de Dios. Ser santo significa vivir cerca de Dios, vivir en su familia.

Esta es la vocación de todos nosotros, reafirmada con vigor por el concilio Vaticano II, y que hoy se vuelve a proponer de modo solemne a nuestra atención.

Pero, ¿cómo podemos llegar a ser santos, amigos de Dios? A esta pregunta se puede responder ante todo de forma negativa: para ser santos no es preciso realizar acciones y obras extraordinarias, ni poseer carismas excepcionales. Luego viene la respuesta positiva: es necesario, ante todo, escuchar a Jesús y seguirlo sin desalentarse ante las dificultades. "Si alguno me quiere servir ?nos exhorta?, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor. Si alguno me sirve, el Padre le honrará" (Jn 12, 26).

Quien se fía de él y lo ama con sinceridad, como el grano de trigo sepultado en la tierra, acepta morir a sí mismo, pues sabe que quien quiere guardar su vida para sí mismo la pierde, y quien se entrega, quien se pierde, encuentra así la vida (cf. Jn 12, 24-25). La experiencia de la Iglesia demuestra que toda forma de santidad, aun siguiendo sendas diferentes, pasa siempre por el camino de la cruz, el camino de la renuncia a sí mismo.

Las biografías de los santos presentan hombres y mujeres que, dóciles a los designios divinos, han afrontado a veces pruebas y sufrimientos indescriptibles, persecuciones y martirio. Han perseverado en su entrega, "han pasado por la gran tribulación ?se lee en el Apocalipsis? y han lavado y blanqueado sus vestiduras con la sangre del Cordero" (Ap 7, 14). Sus nombres están escritos en el libro de la vida (cf. Ap 20, 12); su morada eterna es el Paraíso. El ejemplo de los santos es para nosotros un estímulo a seguir el mismo camino, a experimentar la alegría de quien se fía de Dios, porque la única verdadera causa de tristeza e infelicidad para el hombre es vivir lejos de él.

La santidad exige un esfuerzo constante, pero es posible a todos, porque, más que obra del hombre, es ante todo don de Dios, tres veces santo (cf. Is 6, 3). En la segunda lectura el apóstol san Juan observa: "Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!" (1 Jn 3, 1). Por consiguiente, es Dios quien nos ha amado primero y en Jesús nos ha hecho sus hijos adoptivos. En nuestra vida todo es don de su amor. ¿Cómo quedar indiferentes ante un misterio tan grande? ¿Cómo no responder al amor del Padre celestial con una vida de hijos agradecidos? En Cristo se nos entregó totalmente a sí mismo, y nos llama a una relación personal y profunda con él.

Por tanto, cuanto más imitamos a Jesús y permanecemos unidos a él, tanto más entramos en el misterio de la santidad divina. Descubrimos que somos amados por él de modo infinito, y esto nos impulsa a amar también nosotros a nuestros hermanos. Amar implica siempre un acto de renuncia a sí mismo, "perderse a sí mismos", y precisamente así nos hace felices.

Ahora pasemos a considerar el evangelio de esta fiesta, el anuncio de las Bienaventuranzas, que hace poco hemos escuchado resonar en esta basílica. Dice Jesús: "Bienaventurados los pobres de espíritu, los que lloran, los mansos, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los puros de corazón, los artífices de paz, los perseguidos por causa de la justicia" (cf. Mt 5, 3-10).

En realidad, el bienaventurado por excelencia es sólo él, Jesús. En efecto, él es el verdadero pobre de espíritu, el que llora, el manso, el que tiene hambre y sed de justicia, el misericordioso, el puro de corazón, el artífice de paz; él es el perseguido por causa de la justicia.

Las Bienaventuranzas nos muestran la fisonomía espiritual de Jesús y así manifiestan su misterio, el misterio de muerte y resurrección, de pasión y de alegría de la resurrección. Este misterio, que es misterio de la verdadera bienaventuranza, nos invita al seguimiento de Jesús y así al camino que lleva a ella.

En la medida en que acogemos su propuesta y lo seguimos, cada uno con sus circunstancias, también nosotros podemos participar de su bienaventuranza. Con él lo imposible resulta posible e incluso un camello pasa por el ojo de una aguja (cf. Mc 10, 25); con su ayuda, sólo con su ayuda, podemos llegar a ser perfectos como es perfecto el Padre celestial (cf. Mt 5, 48).

Queridos hermanos y hermanas, entramos ahora en el corazón de la celebración eucarística, estímulo y alimento de santidad. Dentro de poco se hará presente del modo más elevado Cristo, la vid verdadera, a la que, como sarmientos, se encuentran unidos los fieles que están en la tierra y los santos del cielo. Así será más íntima la comunión de la Iglesia peregrinante en el mundo con la Iglesia triunfante en la gloria.

En el Prefacio proclamaremos que los santos son para nosotros amigos y modelos de vida.

Invoquémoslos para que nos ayuden a imitarlos y esforcémonos por responder con generosidad, como hicieron ellos, a la llamada divina.

Invoquemos en especial a María, Madre del Señor y espejo de toda santidad. Que ella, la toda santa, nos haga fieles discípulos de su hijo Jesucristo. Amén.
(BENEDICTO XVI, Homilía, Basílica de San Pedro, Miércoles 1 de noviembre de 2006)



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Aplicación: San Juan María Vianney - Sobre la santificación del cristiano

Señor, déjala aun este año (Lc 18, 8)

Un hombre - nos dice el Salvador - tenía una hi­guera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella y no lo halló. Y dijo al que labraba la viña: Mira, tres años ha que vengo a buscar fruto en esta higuera y no lo hallo; córtala, pues: ¿para qué ha de ocupar aun la tierra? El viñador le respondió: Señor, déjala aun este año, y la cavaré alrededor, y le echaré estiér­col; quizás con esto dé fruto, y si no, la cortáis des­pués y la echarás al fuego.

No, Hermanos Míos, no, esta parábola no necesita explica­ción. Somos precisamente nosotros esta higuera que Dios ha plantado en el seno de su Iglesia, y de la cual tenía Él derecho a esperar buenas obras; pero hasta el presente hemos defraudado sus esperanzas. Indigna­do por nuestra conducta, quería quitarnos de este mundo y castigamos; pero Jesucristo, que es nuestro verdadero viñador, que cultiva nuestra alma con tan­to cuidado, y que es además nuestro mediador, ha in­tercedido por nosotros ante su Padre, para que nos deje aun este año en la tierra, prometiéndole que redoblará sus cuidados y hará todo cuanto pueda por convertirnos.

Padre mío-le dice nuestro tierno Salvador-un año más; no los castiguéis tan pronto; yo los perseguiré sin tregua, ora por los remordimientos de la conciencia que los devorarán, ora por buenos ejemplos, ora por santas inspiraciones. Encargaré a mis minis­tros que les anuncien que estoy siempre dispuesto a recibirlos, que mi misericordia es infinita. Pero si, a pesar de todo esto, se obstinan en no amaros, lejos de defenderlos contra vuestra justicia, yo mismo me vol­veré contra ellos, rogándoos que los quitéis del mundo y los castiguéis. Prevengamos, H. M., desdicha tan grande, y aprovechémonos de esta misericordia, que es infinita. H. M., pasemos santamente el año que vamos a comenzar; y para esto evitemos todos los desórde­nes que han hecho tan criminales a los ojos de Dios nuestros pasados años. Esto es lo que voy a mostraros sencilla y familiarmente, a fin de que, comprendién­dolo bien, podáis aprovecharos de estas instrucciones.

- ¿Por qué está nuestra vida, H. M., llena de tantas miserias? Si lo consideramos bien, la vida del hombre no es otra cosa que una cadena de males: las enfermedades, las pesadumbres, las persecuciones, o las pérdidas, en fin, de bienes de fortuna caen sobre nosotros sin cesar; de suerte que a dondequiera que el hombre vuelva su vista no encuentra en la tierra más que cruces y aflicciones. Buscad, preguntad a quien queráis; desde el más humilde hasta el más en­cumbrado, todos os hablarán el mismo lenguaje. En fin, H. M., el hombre aquí en la tierra, a menos que se vuelva hacia Dios, no puede menos de ser desgraciado. ¿Sabéis por qué, H. M.? - Me diréis que no.

- Pues bien; voy a manifestaros la verdadera razón de ello. Es que, no habiéndonos puesto Dios en este mundo más que como en un lugar de proscripción y de destierro, con todos estos males quiere forzarnos a no ape­gar a él nuestro corazón y a suspirar por otros bienes más grandes, más puros y más duraderos que los que pueden hallarse en esta vida. Para hacernos sentir mejor la necesidad de fijar nuestra mirada en los bienes eternos, ha dado Dios a nuestro corazón deseos tan vastos y extensos, que ninguna cosa criada es capaz de contentarle: hasta el punto de que, si espera hallar alguna satisfacción en los bienes creados, apenas posee lo que con tanto ardor deseaba, apenas gustado el pla­cer que de aquel objeto se prometía, se vuelve ya hacia otro lado, esperando encontrar algo mejor. Así se halla constreñido y forzado a confesar, por propia experien­cia, que es vano empeño el de querer hallar la felicidad en las cosas perecederas de acá abajo. Si espera tener algún consuelo en este mundo, no lo hallará sino des­preciando las cosas pasajeras y que tan poco duran, y encaminándose hacia el noble y venturoso fin por el cual Dios le ha criado. ¿Quieres ser dichoso, amigo mío? Levanta al cielo tus ojos; allí tu corazón encon­trará con qué saciarse plenamente. Para probaros esto, H. M., yo no tendría más que preguntar a un niño y pedirle para qué fin Dios le ha criado y puesto en el mundo; él me respondería: Para conocerle, amarle y servirle y por este medio ganar la vida eterna. - Y todos estos bienes, estos honores, es­tos placeres, ¿qué hay que hacer con ellos? - Y me contestaría: Todo esto no existe más que para ser des­preciado, y todo cristiano fiel a las promesas hechas a Dios en el bautismo lo desprecia y lo pisa bajo sus pies.

- Entonces, me diréis, ¿qué hemos de hacer? ¿De qué manera hemos de conducirnos en medio de tantas miserias, para llegar al venturoso fin por el cual hemos sido criados? ¡Oh, H. M.! Nada más fácil: todos los males que os sobrevienen son los verdaderos medios para conduciros a él. Voy a mostrároslo de una manera tan clara como la luz del mediodía. Ante todo os advertiré que Jesucristo, con sus sufrimientos y su muerte, ha hecho meritorios todos nuestros actos, de suerte que para el buen cristiano no hay un solo movimiento de nuestro corazón y de nuestro cuerpo que quede sin recompensa, si se hace por El.

Quizás no os parecerá esto bastante claro todavía. Pues bien, si esto no os basta, entremos en materia. Seguidme un ins­tante y vais a ver la manera de hacer que todas vues­tras acciones sean meritorias para la vida eterna, sin cambiar nada en vuestro modo de obrar. Basta senci­llamente hacerlo todo con la intención de agradar a Dios, y añadiré que, en vez de hallar más penosas vuestras acciones haciéndolas por Dios, os serán, por el contrario, más suaves y ligeras. Por la mañana, al despertaros, pensad en seguida en Dios, y haced sin demora la señal de la cruz, diciéndole: Dios mío, os entrego mi corazón, y, pues sois tan bondadoso al concederme un día más, hacedme la gracia de que cuanto haga en él no sea sino para gloria vuestra y bien de mi alma. ¡Ay! - Debemos decirnos a nosotros mismos - ¡cuántos han caído en el infierno desde ayer, que quizás eran menos culpables que yo! Preciso es, pues, que me porte mejor de lo que me he portado hasta ahora.

Ya desde aquel momento habéis de ofrecer a Dios todas las acciones del día, diciéndole: Recibid, oh Dios mío, todos los pensamientos, todas las acciones que yo haga en unión de lo que Vos sufristeis durante vuestra vida mortal por amor de mí. Jamás habéis de ol­vidaros de hacer este acto; pues, para que nuestras acciones sean meritorias para el cielo, es necesario que las hayamos ofrecido a Dios, sin lo cual quedarían sin recompensa. Llegada la hora de levantaros, hacedlo con prontitud; guardaos de dar oído al demonio, que os tentará a que os quedéis un poco más en la cama, para que dejéis vuestra oración o la hagáis distraídos pen­sando que os esperan, o que vuestro trabajo corre prisa.

Cuando os vistáis, hacedlo con modestia; pensad que Dios os está mirando, y que el ángel de vuestra guarda está a vuestro lado, como no lo podéis dudar. En seguida arrodillaos, sin escuchar al demonio que os dirá que dejéis vuestra oración para otro rato, a fin de moveros a ofender a Dios desde la mañana; al con­trario, decid vuestras oraciones con la mayor modes­tia y respeto posibles. Acabada vuestra oración, pensad en las ocasiones de ofender a Dios que se os podrán presentar durante el día, a fin de estar prevenidos y evitar esta desgracia. Tomad en seguida alguna buena resolución que os esforzaréis en ejecutar desde el primer momento, como, por ejemplo, la de hacer vuestro trabajo con espíritu de penitencia, evitar las impacien­cias, las murmuraciones, los juramentos, guardar la lengua. Por la tarde examinaréis si habéis sido fieles a ella; si hubiereis faltado, debéis imponeros alguna penitencia en castigo de vuestra infidelidad, con la cer­tidumbre de que, si observáis esta práctica, pronto ha­bréis conseguido corregiros de todos vuestros defectos.

Cuando vais a vuestro trabajo, en vez de ocuparos de la conducta del uno y del otro, ocupaos en algún buen pensamiento, por ejemplo el de la muerte, pen­sando que pronto os tocará salir de este mundo; y exa­minaréis qué bien habéis practicado desde que estáis en él, y gemiréis sobre todo por los días perdidos para el cielo, lo cual os llevará a redoblar vuestras buenas obras, vuestras penitencias y vuestras lágrimas ;-o bien ocupaos en el pensamiento del juicio: que quizás, antes de acabar el día, iréis a dar cuenta de toda vuestra vida, y que este momento decidirá de vuestra suerte, eterna­mente desgraciada o eternamente feliz ; - o pensaréis en el infierno, en el cual están ardiendo los que vivie­ron en el pecado; o en la felicidad del paraíso, que es la recompensa de los que son fieles en el servicio de Dios; - o bien podéis entreteneros, si queréis, en con­siderar la fealdad del pecado, que nos separa de Dios, y nos hace esclavos del demonio, lanzándonos a un abismo de males eternos.

Es que nosotros - me diréis - no sabemos hacer todas estas meditaciones. - ¿No? pues considerad la bondad de Dios. ¿No sabéis meditar estas grandes ver­dades? Pues decid alguna oración, rezad el santo rosa­rio. Si sois padres o madres de familia, decidlo por vuestros hijos, a fin de que Dios les haga la gracia de ser buenos cristianos, de que sean un día vuestro consuelo en este mundo y vuestra gloria en el otro. Los hijos deben decirlo por sus padres y madres, a fin de que Dios los conserve y de que los eduquen muy cristiana­mente. O bien rogad por los pecadores, para que tengan la dicha de volver a Dios. Y con esto evitaréis un nú­mero infinito de palabras inútiles, y aun quizás de conversaciones que a menudo no son las más inocentes.

Es preciso, H. M., que os acostumbréis desde muy temprano a emplear santamente el tiempo. Acordaos de que no podemos salvarnos sin pensar en nuestra sal­vación, y de que, si existe un negocio digno de que pensemos en él, es éste de nuestra salvación, ya que no nos ha puesto Dios en la tierra sino para él.

Antes de empezar vuestro trabajo, debéis, H. M., hacer siempre la señal de la cruz, y no imitar a esos hombres sin religión que no se atreven a santiguarse cuando se hallan en compañía de otros. Ofreced senci­llamente vuestras penas a Dios, y renovad de vez en cuando vuestro ofrecimiento; con esto tendréis la di­cha de atraer la bendición del cielo sobre vosotros y sobre cuanto hiciereis. Ya veis, H. M., cuántos actos de virtud podéis practicar portándoos de esta manera, sin hacer otra cosa que lo mismo que estáis haciendo. Si trabajáis con intención de agradar a Dios, de obede­cer a sus mandamientos que os ordenan ganar vuestro pan con el sudor de vuestro rostro, hacéis un acto de obediencia; si con el fin de obtener alguna gracia para vosotros o para vuestro prójimo, hacéis un acto de con­fianza y de caridad.

¡Oh, H. M.! ¡Cuánto podemos merecer todos los días para el cielo no haciendo otra cosa que lo que hacemos, pero haciéndolo por Dios y por la salvación de nuestra alma! Cuando oís dar la hora, ¿quién os impide pensar en la brevedad del tiempo y considerar interiormente: las horas pasan y la muerte se acerca, corro hacia la eternidad; ¿me hallo pronto a comparecer ante el tribunal de Dios? ¿No está mi alma en pecado? Y si tuvierais, H. M., esta desgracia, haced pronto un acto de contrición, y formad propó­sito de confesaros en seguida, por dos razones: la primera, porque, si tuvieseis la desgracia de morir en aquel estado, os condenaríais sin remedio; la segunda, porque todas las buenas obras que hiciereis serían per­didas para el cielo. Por otra parte, H. M., ¿tendríais valor para permanecer en un estado que os hace ene­migos de vuestro Dios que tanto os ama? Al descansar de vuestras fatigas, alzad los ojos hacia ese hermoso cielo que os está preparado, si tenéis la dicha de servir a Dios como es debido, diciéndoos interiormente: ¡Oh, hermoso cielo! ¿Cuándo tendré la ventura de poseerte? Sin embargo, H. M., hay que decir que el demonio no deja de hacer cuanto puede para llevarnos al pe­cado, pues nos dice San Pedro que da vueltas sin ce­sar a nuestro alrededor como león rugiente, para devorarnos. Habéis pues, de haceros cuenta, H. M., de que, mientras viviereis en la tierra, pasaréis tenta­ciones. ¿Qué debéis, pues, hacer cuando advertís que el demonio os quiere llevar al mal? Oídlo. En primer lugar recurrir en seguida a Dios, diciéndole: ¡Dios mío, venid en mi socorro! ¡Virgen Santa, ayudadme o bien! : "¡Santo ángel de mi guarda, combatid por mí contra el enemigo de mi salvación!" Haceos luego es­tas reflexiones: A la hora de la muerte, ¿quisiera haber hecho esto? Ah! sin duda que no; ¡ea, pues! preciso es que resista a esta tentación. Verdad es que podría ahora ocultarme a los ojos del mundo; pero Dios me ve. Cuando llegue la hora de juzgarme, ¿qué le responderé, si tengo la desgracia de cometer este pe­cado? Creedme, H. M., haceos estas pequeñas reflexio­nes siempre que fuereis tentados, y veréis que la tenta­ción disminuirá a medida de vuestra resistencia, y saldréis victoriosos. Pasada la tentación, veréis que, si cuesta algún trabajo resistir, quedáis sobradamente recompensados por el gozo y el consuelo que experimen­táis luego de haber echado al demonio. Tengo la certeza de que muchos de vosotros estáis pensando ahora mismo que es la pura verdad esto que os digo.

Los padres y madres deben acostumbrar desde muy pequeñitos a sus hijos a resistir a la tentación; porque es un hecho que hay jóvenes de quince y diez y seis años que no saben qué cosa sea resistir a una tenta­ción, y que se dejan coger en los lazos del demonio como los pajaritos en las redes del cazador. ¿De dónde viene esto sino de la ignorancia o de la negligencia de los padres? Pero me diréis: ¿cómo quiere usted que enseñemos todo esto a nuestros hijos, si no lo sabemos nosotros mismos ?-Pues si no estáis suficientemente ins­truidos, ¿por qué tomasteis el estado del matrimonio, cuando sabíais, o por lo menos habíais de saber, que, si Dios os daba hijos, estabais obligados, so pena de condenación, a instruirlos acerca del modo cómo de­bían conducirse para llegar al cielo? ¿Es que no bas­taba que vuestra ignorancia os perdiera a vosotros mismos, sin que debiese arrastrar también a otros a la perdición? Y si estáis plenamente convencidos de que no tenéis las suficientes luces, ¿por qué, a lo menos, no hacéis que os instruyan sobre vuestros deberes los que tienen la misión de hacerlo? - Me diréis: ¿cómo he de atreverme a confesar a mi pastor que no estoy bien instruido? se reirá de mí. ¿Se reirá de vosotros? Os equivocáis, H. M.; tendrá una gran satisfacción en enseñaros lo que habéis de saber y lo que habéis de enseñar a vuestros hijos.

Debéis también enseñarles a santificar su trabajo, es decir, a trabajar no para enriquecerse, ni para ha­cerse estimar del mundo, sino para agradar a Dios, que nos lo manda en expiación de nuestros pecados; de este modo tendréis el consuelo de verlos el día de mañana jóvenes sensatos y obedientes, y de que sean vuestro contento en este mundo y vuestra gloria en el otro; tendréis la dicha de verlos temerosos de Dios y dueños de sus pasiones. No, H. M., mi intento no es hoy hacer ver a los padres y madres la grandeza de sus obligaciones; son éstas tan grandes y tan terribles que bien merecen toda una instrucción aparte. Les diré tan sólo que deben todos esforzarse en inspirar a sus hijos el temor y el amor de Dios; que las almas de los hijos son un depósito que Dios ha confiado a los padres, del cual un día habrán de darle cuenta muy rigurosa.

Debéis, por último, terminar el día con la oración de la noche, que, en cuanto se pueda, ha de hacerse en común; porque, H. M., nada más ventajoso que esta práctica de piedad. El mismo Jesucristo nos dice: "Si dos o tres personas se reúnen para orar en mi nombre, yo estaré en medio de ellas"[1]. Por otra parte, ¿qué cosa más consoladora para un padre de familia que ver cada día a todos los de su casa pos­trados a las plantas del buen Dios, para adorarle y darle gracias por los beneficios recibidos durante el día, pidiéndole al mismo tiempo perdón por las pasadas faltas? ¿No tiene motivo para esperar que todos pasarán santamente la noche? El que lleva los rezos no debe ir demasiado aprisa, a fin de que los demás puedan seguirle; ni tampoco demasiado despacio, dan­do pie a que se distraigan los demás, sino guardar un justo medio. A esta oración de la noche se debe añadir un examen en común, es decir, detenerse un instante para traer cada uno a la memoria sus pecados. He aquí las ventajas de este examen: nos lleva a concebir dolor de nuestros pecados; nos inspira el propósito de no recaer en ellos; hace que, cuando vamos a confesar, nos sea mucho más fácil recordarlos; en fin, si nos cogiese de improviso la muerte, compareceríamos con mayor confianza ante el tribunal de Dios, pues nos dice San Pablo que "si nos juzgamos a nosotros mismos, Dios será menos riguroso en su juicio"[2].

Sería también de desear que, antes de ir a acostaros, tuvieseis un pequeño rato de lectura piadosa, por lo menos durante el invierno: esto os sugeriría algunos buenos pensamientos, que os ocuparían al acostaros y al levantaros, y con ello grabaríais más perfectamente en vuestro espíritu las verdades de salvación. En las casas donde no hay quien sepa leer, no hay que preocuparse. Podéis rezar el santo rosario, con lo cual atraeréis sobre vosotros la protección de la Santísima Virgen. ¡Ah, H. M.! Cuando de esta manera se ha pasado el día, entonces sí que puede uno entregarse en paz al descanso y dormirse en el Señor. Si despierta durante la noche, aprovecha aquel momento para alabar y adorar a Dios. Aquí tenéis, H. M., el plan de vida que debéis seguir, y el buen orden que debéis establecer en vuestras familias.
(SAN JUAN MARÍA VIANNEY, Sermones escogidos I, Apostolado Mariano Sevilla 1992, págs. 81-90)

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Ejemplos

Los dos amigos: ¿el cielo cómo es?

Gloria
Hay en Galicia una de esas viejas abadías que son un blasón de gloria para los hombres que las levantaron y un baldón de ignominia para los salvajes que las destruyeron. En el fuste de una de las columnas de su magnífica fachada románica hay un fraile de piedra sentado bajo un árbol de piedra también, en una de cuyas ramas un pajarillo parece cantar. Esta escena recuerda una leyenda llena de encantos.

Estaba muy preocupado el viejo monje porque había rezado aquel día unas palabras de David: "Mil días en tu presencia son como el día de ayer que ya pasó.". ¡Dios mío!, decía, ¿cómo puede ser que mil días en tu presencia sean como el día de ayer que no es nada, porque ya pasó?

Agobiado con este pensamiento salió a la huerta. Recorrió a grandes pasos los senderos de arena, y al fin se sentó en un banco de piedra pensando en voz alta: ¿Cómo puede ser eso? ¡No lo entiendo!

En esto un pajarillo vino a posarse en la rama de un árbol cercano y comenzó a cantar. Eran tan dulces sus trinos, eran tan armoniosos sus arpegios que el fraile quedó como embobado, se le volaron los pensamientos, y al fin quedó en éxtasis.

¿Cuánto tiempo estuvo así? Una hora; dos horas, ¿quién sabe? Al volver en sí regresó a pasos lentos al convento. ¿Qué había sucedido? ¿Dónde estaba su vieja casa? ¿Dónde estaba la ventana de su celda conocida? Todo era nuevo. Llamó a la puerta. Salió un lego desconocido.
- ¿Quién eres? -preguntó.
-Soy el Padre... -y dio su nombre-. ¡He salido a la huerta y un pajarillo me ha entretenido un rato!
Llamaron a los Padres. Ninguno le conocía de entre los más viejos. Él repetía una y otra vez su nombre, y al fin el archivero, registrando las Crónicas del convento, averiguó que allí había un fraile de ese nombre, ¡pero que había muerto trescientos años atrás!
El viejo lo comprendió todo. Cayó de rodillas y levantando al cielo los ojos, exclamó:
- ¡Dios mío! Si los trinos de un pajarillo me ha entretenido trescientos años que a mí me han parecido una hora, ¿qué será estar contigo oyendo los cantos de los ángeles? ¡Verdaderamente que mil años en tu presencia son como el día de ayer que ya pasó!
(ROMERO, F., Recursos Oratorios, Editorial Sal Terrae, Santander, 1959, págs. 459-60.)


El verdadero cielo
Un día, un santo, San Simeón el Nuevo Teólogo, tuvo una experiencia mística de Dios tan fuerte que exclamó para sí: «Si el paraíso no es más que esto, ¡me basta!». Pero la voz de Cristo le dijo: «Eres bien mezquino si te contentas con esto. El gozo que has experimentado en comparación con el del paraíso es como un cielo pintado en papel respecto al verdadero cielo».

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