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ABRAHÁN EL CREYENTE SEGÚN LA ESCRITURA Y EL MIDRASH (José Pons.-Emiliano Jiménez)

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4. SIGUE LA LUCHA CONTRA LOS ÍDOLOS

ÍdolosLos ídolos, al no tener vida, tampoco mueren. Uno creería que, después de la confesión obligada de Nimrod, el ídolo del poder habría desaparecido, pero no fue así. Como el ídolo del dinero, que dominaba a Téraj, padre de Abraham, tampoco murió ante el testimonio del hijo con palabras y hechos. Siendo dioses ciegos, los ídolos tienen el poder de cegar a sus fabricantes y seguidores. Toda la vida de Abraham será una lucha continua contra la idolatría. Y sus hijos, de generación en generación, se verán envueltos, hasta nuestros días, en la misma lucha con los mismos e idénticos ídolos.

Téraj, como ya sabemos, era un experto fabricante y vendedor de ídolos de todo tipo. Al regresar a casa, con su padre, después de la manifestación en los jardines del palacio real, Abraham se encontró con un espectáculo que le heló la sangre en las venas. La casa de su padre, para promover la venta de ídolos, era todo un escaparate, en el que no faltaba ningún ídolo imaginable; era una casa modelo para todos. En una gran sala, Téraj tenía expuestos doce enormes estatuas de doce ídolos, uno para cada mes del año, artísticamente dispuestos alrededor de las paredes. Así cada mes estaba dedicado a un dios, a quien en dicho mes se ofrecían sacrificios y ofrendas, con celebraciones solemnes y banquetes suntuosos, en los que participaban los principales del país. Así todo el año. Y, luego, en cada habitación, estaban los dioses que podríamos llamar familiares o incluso personales; ídolos a los que cada uno se dirige, buscando en ellos, en cada situación particular, ayuda, consuelo o ánimo.

Al ver, pues, a su padre, rodeado de sus siervos, a quienes daba instrucciones sobre la fabricación y difusión de sus ídolos, Abraham se sintió trastornado y, sin poder contener su ira, le dijo:
-¡Dime, padre mío!, ¿dónde está el Señor, que ha creado el cielo y la tierra, que te ha creado a ti, a mí y a todos los vivientes?

El padre, saltándosele los ojos de las órbitas de sorpresa y furor, estuvo a punto de echarse sobre el hijo y romperle los huesos a palos, pero, mirando a los siervos, igualmente sorprendidos, se contuvo, sonrió a todos y, volviéndose al hijo, le contestó con conmiseración:
-Hijo mío, ¿qué pregunta es esa? En casa tenemos a quienes han creado todo.
-Deseo, padre y señor mío, que me los muestres.

Téraj, feliz de apartar a su hijo de la mirada y oídos de los siervos, se llevó al hijo de sus preocupaciones dentro de la casa. Le guió por todos los corredores, conduciéndolo, en primer lugar a la gran sala, donde estaban los doce grandes ídolos, que inmóviles se dejaban palpar sin sentir ni siquiera cosquillas. Luego le llevó a ver todos los otros, innumerables, que llenaban todos los rincones de la casa.

Mientras Téraj se inclinaba reverente ante los distintos ídolos de madera, bronce, plata, oro o nácar, iba diciendo a su hijo:
-He aquí los que han creado todo lo que existe en el mundo, los que me han dado vida a mí, a ti y a todos los hombres; he aquí el que me dio el amor de tu madre, el que la hizo fecunda para que tú nacieras, el que nos ha dado las cosechas para poder alimentarnos, el que ha hecho fértiles a los ganados para que se multiplicaran en nuestros establos, nos dieran leche, carne y pieles, el que nos protege de la enfermedad...

Abraham, no pudiendo soportar las explicaciones del padre, le abandonó sin que él se diera cuenta, en un momento de adoración profunda a uno de sus ídolos, al parecer más querido. Abraham se fue en busca de la madre y le dijo:

-Mi padre me acaba de mostrar a los creadores del cielo y de la tierra. Ahora, finalmente, me he dado cuenta de la verdad. Prepárame un buen cabrito que quiero presentar mi ofrenda a los dioses de mi padre, deseo llevarles una buena comida para que me perdonen y pueda hallar gracia a sus ojos.

La madre, admirada y llena de alegría por esta novedad, corrió al rebaño, escogió un cabrito y lo preparó para que su hijo cumpliera sus deseos. Abraham tomó el alimento, preparado por su madre y, sin decir nada a su padre, pero convencido de que la madre se lo diría todo, se fue enseguida a ofrecérselo a los ídolos. Dejó ante los ídolos el cabrito y se sentó a esperar lo que ya sabía que iba a ocurrir. Ni una voz, ni un movimiento, ni el más mínimo rumor en toda la sala. Ninguno de los dioses abrió la boca, ni extendió la mano siquiera, para tomar el alimento preparado.

Abraham, burlándose de ellos, les apostrofó en voz alta, esperando que alguien de la familia le estuviera espiando y oyera lo que decía a los ídolos:
-¡Ay!, me parece que no he acertado con vuestros gustos. Mis manjares no son del agrado de vuestro paladar, seguramente, por eso no los coméis. Mañana os traeré otros alimentos mejores y más abundantes a ver si su aroma os abre el apetito.

Al día siguiente se presentó, de nuevo, ante la madre y le suplicó que preparara un gran banquete, digno de dioses de tan exquisito paladar. La madre se afanó en aderezar el mejor banquete que jamás había preparado y se lo entregó, solícita, al hijo.

Abraham repitió el ritual del día anterior, con los mismos resultados, previstos de antemano. Pero, al caer la tarde, el espíritu del Señor descendió sobre Abraham y él, entonces, comprendió que había llegado el momento de actuar contra los ídolos. Cogió un hacha y comenzó a abatir con furia todos los simulacros de su padre, mientras gritaba:
-¡Ay, de mi padre y de toda esta generación, que corre tras la vanidad de los ídolos, dando culto a la piedra, a la madera o a los metales preciosos; no comen, no sienten el aroma, no oyen, no hablan; tienen boca y no hablan; tienen oídos y no oyen, ojos y no ven, manos y no tocan, pies y no caminan; como ellos son igualmente los que los hacen y quienes, confiando en ellos, les dan culto! (Sal 115).

Advertido el padre del desastre, regresó furioso a casa. Apenas vio cómo había quedado todo, se precipitó, dando zancadas, en busca de su hijo. Encontró a Abraham, sentado a la mesa, comiendo tranquilamente. Se le abalanzó encima, gritando:
-¿Qué es lo que has hecho, infeliz de mí?
Con absoluta frialdad, Abraham respondió:
-Tú me habías dicho que estos dioses ven, cuidan y actúan en favor de los hombres. Pero he podido comprobar que eso es absolutamente falso, una pura mentira y, además, una ofensa al único Dios verdadero.
-Déjate de cuentos, ¿qué me quieres decir?
-Muy sencillo; por varias veces, he preparado a tus ídolos, como ofrenda, una suntuosa comida y ninguno de ellos la ha tocado.
-¿Qué tonterías son esas? ¿Crees que no sepa de qué están hechos? Los he fabricado yo y quieres que no sepa que esos ídolos ni comen, ni ven, ni oyen ni caminan?
Abraham replicó, al instante:
-¡Que tus oídos oigan lo que dice tu boca!

Téraj no se dio por vencido. El afán de dinero le entenebrecía la mente. Téraj, en vez de aceptar lo que su hijo le enseñaba, trató de involucrar a Abraham en el negocio de los ídolos. Esperó un tiempo, pensando que, con el pasar de los años, a su hijo se le pasarían los sueños juveniles.

Abraham, después del enfrentamiento con el padre, viéndole afanoso rehaciendo, de nuevo, los ídolos rotos, se marchó de casa y se refugió en los campos. Cuando necesitaba calmarse se iba por un tiempo con los pastores para estar a solas, en medio del ganado, y así estudiar la Torá. Como su padre no se la enseñaba, el Señor había provisto que de los dos riñones de Abraham brotaran como dos ríos la Torá y la Sabiduría.

Al cabo de un tiempo, Abraham regresó a casa, dispuesto a honrar al padre y a la madre, según le indicaba el Señor, cuyas sendas quería seguir, aunque no siempre lograra entender cómo era posible conjugar los caminos, para él, contradictorios. El Señor haría una vez más que lo imposible se hiciera posible.

Con estos sentimientos se presentó ante su padre, le abrazó cariñoso y le prometió obediencia. El padre, que no creía lo que sus ojos veían y sus oídos escuchaban, aprovechó la primera oportunidad para realizar sus planes. Llamó a sus tres hijos: Abraham, Najor y Harán. A los tres les encargó que fueran al mercado a vender ídolos. Los tres obedecieron al padre y partieron juntos. Pero, luego, en el mercado cada uno se fue por su lado a buscar compradores.

Najor y Harán vendieron todas las imágenes y regresaron a casa con el dinero. Pero Abraham, dando vueltas por el mercado, con su cesta de mimbres llena de imágenes, iba gritando:
-¿Quién quiere comprar estos ídolos que no sirven para nada, que tienen boca y ni un murmullo sale de ella, tienen pies y no pueden dar ni un paso, tienen orejas, pero no me oyen...

Al oír estas palabras, la gente se quedaba sorprendida. Se le presentó un guerrero que le pidió un ídolo, especificando que le quería fuerte como él. Abraham tomó el primero de la cesta, recibió el precio convenido, pero al entregárselo, le dijo:
-Vete tranquilo, que éste es el más fuerte; ya has visto que estaba encima de todos los otros.
Ya se iba con su ídolo el guerrero, cuando Abraham le llamó:
-Oye, dime, ¿cuántos años tienes?
-Cincuenta.
-Y tú, con cincuenta años, das culto, esperando que en el peligro te ayude, a este trozo de madera que mi padre ha modelado hace sólo quince días?
El soldado se quedó pensativo por un poco y, finalmente, devolvió a Abraham el ídolo, haciéndose restituir su dinero.

Inmediatamente después se le acercó una viejecita, pobremente vestida, que le pidió un ídolo "según mis posibilidades", dijo, es decir, pobre como yo.
-No se preocupe, abuelita, le daré el que ha quedado en el fondo de la cesta, que es sin duda el más pobre, pues se ha quedado debajo de los otros. Pero, dígame, ¿para qué quiere el ídolo?
-¿Y qué quieres que haga, que esté sin ninguno? Yo ya tenía uno, pero han venido unos ladrones y me lo han robado con las otras cosas que tenía en casa.
-Veamos, veamos, tú dices que el ídolo que tenías en casa para protegerte tus cosas, te lo han robado, o sea que ni siquiera ha sido capaz de defenderse a sí mismo y tú, ahora, quieres otro igual, ¿para qué? ¿De qué quieres que te proteja un trozo de madera que acaba de labrar mi padre?
-Me parece que tú tienes razón, ten tu ídolo y devuélveme mi dinero.

La anciana vio cómo, al dejar el ídolo, se le abrían los ojos y experimentaba la protección y seguridad del único Dios, Señor del cielo y de la tierra. Bajo su amparo su vida quedó transformada y se convirtió en mensajera de Dios, primero entre sus vecinos y luego en medio de las gentes, en plazas y mercados. Los espías de Nimrod, al principio, la consideraron loca y no la prestaron mayor atención; pero viendo cómo la escuchaba la gente y dejaban de comprar ídolos y de darles culto, comenzaron a preocuparse y la apresaron, llevándola ante el mismo rey, a quien con la simplicidad de sus años la anciana dijo:

-Tú, que te haces llamar dios, no eres más que un hombre, como yo y como los demás; y como nosotros gozas de todo lo que el único Dios, en su bondad, te da cada día, mientras que tú, en tu arrogancia, no haces más que renegar de El. Si quieres salvarte, te lo dice una pobre vieja que sabe que el camino de la salvación está siempre abierto para todos hasta el último momento de su vida, si quieres salvarte, te digo, no te queda otro camino más que la conversión a El, destruyendo todos los ídolos inútiles y dañinos, y después podrás dar culto al Señor del cielo y de la tierra, de quien Abraham es el siervo fiel.

Al oír el nombre de Abraham, Nimrod interrumpió a la anciana, mandando que la encerraran en la prisión. Nimrod, reunido con sus más fieles seguidores, acordó esperar el momento oportuno, para cortar el mal de raíz, haciendo desaparecer a Abraham.

Abraham, entre tanto, al atardecer, cuando todos abandonaban el mercado, regresó a casa, sin haber vendido ni un solo ídolo. El padre, decepcionado, preguntó cómo era que sus hermanos habían vendido todos y él ninguno. Abraham, con simplicidad y malicia juntas, le contó cada uno de los incidentes del día. Téraj se quedó preocupado y ni siquiera riñó al hijo. El riesgo para él, para la familia y, sobre todo, para el negocio era grande. Pensó que necesitaba ayuda urgente y esa misma noche se fue a pedir consejo a un viejo amigo sacerdote, que dirigía el culto del principal santuario de la ciudad.

Este, después de escucharle atentamente, con una sonrisa burlona, le dijo:
-Me parece que estás exagerando, la cosa no es para tanto. Tú hijo es aún muy joven y esos fervores extraños se le pasarán con el correr de los años; apenas encuentre una bella muchacha y se case, asentará la cabeza. De todos modos, mándale una temporada conmigo; dile que estoy buscando un ayudante y que he pensado en él. Verás cómo te le enderezo con mi larga experiencia.

Téraj volvió a casa confortado por la conversación de su amigo, el anciano sacerdote. Al día siguiente llamó a Abraham y le comunicó lo decidido. Abraham aceptó sin ninguna resistencia, dispuesto siempre a dar gusto a su padre, como hijo obediente. Se dirigió a casa del sacerdote y se puso a su disposición. Con cautela y prudencia, propia de sus años, el sacerdote puso a Abraham al corriente de todos los particulares del culto. Abraham le escuchaba con la solicitud del mejor de los discípulos, diciendo que estaba dispuesto a seguir todas las indicaciones. En pocos días Abraham se ganó la confianza del sacerdote, quien, con inmensa satisfacción, al poco tiempo, propuso a Abraham que se encargara del templo al día siguiente, dado que él debía ausentarse de la ciudad por todo el día. Abraham le animó a partir con confianza, pues él se encargaría de todo. Así Abraham quedó sólo en el santuario.

A media mañana se presentó una mujer en el santuario con una ofrenda de flor de harina para los dioses. Abraham recibió la ofrenda, dio las gracias a la mujer y, de nuevo, quedó solo. Abraham, entonces, cogió un bastón e hizo trizas todos los ídolos; luego puso el palo en el más grande de ellos, colocando en medio la harina de la ofrenda.

Cuando volvió el sacerdote y vio lo ocurrido, llamó a Abraham y, con los ojos que se le saltaban de las órbitas por la ira, le preguntó:
-¿Quién ha hecho esto?
-Yo sé que no puedo ocultarte nada. Te diré la verdad, si es que me permites hablar. Llegó una mujer con una olla de harina y me pidió que se la ofreciera a los dioses. Yo, según tus indicaciones, la puse ante los dioses. Y entonces sucedió lo que ves.
-¡Explícate!
-Muy sencillo. Al ver la ofrenda, uno gritó: "quiero comer el primero"; y otro replicó: "me toca a mí antes". Entonces se alzó el más grande de todos, cogió el palo que ves y los destruyó a todos.

-¡Te estás burlando de mí! ¿Acaso esos ídolos tienen conocimiento? ¡Estos ídolos, ya se sabe, no ven, no sienten, ni pueden moverse...
-Y si es así, -y así es-, ¿por qué toda esta comedia de darles culto, de ofrecerles dones e inclinarse ante ellos?

El sacerdote ya no escuchaba, sino que, saliendo del santuario, corría a buscar a Téraj y le contaba, con el alma que se le escapaba por el afán, todo lo ocurrido, concluyendo:
-... Por lo que presiento, ese hijo tuyo es un caso incurable. Y es más, por la amistad que te tengo, te advierto que tu misma vida está en peligro... Te aconsejo que pongas remedio a esta situación lo antes posible.

Con estas palabras dejó en toda su turbación a Téraj y huyó a toda prisa de aquella casa, que podía comprometerlo también a él.

Téraj, tirándose de los cabellos, daba vueltas por la casa, sin saber qué hacer. Pero apenas vio a Abraham, su hijo, que había vuelto a casa, sin decirle una palabra siquiera, le agarró y le condujo ante Nimrod. Abraham, también en silencio, aunque más sereno que el padre, le seguía como si la cosa no fuera con él.

Cuando Nimrod vio ante sí al padre y al hijo, pensó para sus adentros: "Puede ser que haya llegado el momento oportuno". Y acogió a su general con afabilidad, dispuesto a escucharle. Téraj se postró ante el rey y esperó su gesto para alzarse y poder hablar:
-Majestad, éste es mi hijo...
-Le conozco, le conozco, -interrumpió Nimrod, con tono conciliante-, he oído tantas cosas que se cuentan de él y que me dejan un tanto perplejo. ¿Es posible que se quiera destruir el temor sagrado que la gente me tiene, como dios que cuida de toda la nación? Me cuesta trabajo creerlo. Y aún me resulta más difícil de comprender que lo pretenda tu hijo, mi estimado Téraj, que me has sido siempre tan fiel. Pero espero que ésta sea la ocasión propicia para aclarar las cosas y que todo se resuelva sin ningún problema para tu hijo y, mucho menos, para ti, mi fiel servidor.

Y volviéndose de improviso a Abraham, Nimrod le dijo:
-Sabes ¿quien soy yo?
-Claro, tú eres el rey.
-¿Sólo eso? ¿No sabes aún que soy dios, que todo cuanto existe es obra mía?
El rey, mientras hablaba, sonreía a Abraham, a quien consideraba un simple muchacho, a quien se podía educar con unos halagos y unas amenazas, bien dosificadas.
Abraham, siguiendo el juego del rey, le contestó en el mismo tono complaciente, entre sonrisas:
-Puedo creerte, ¿por qué no? Pero si es así, como dices, tú sabes muy bien que, desde que el mundo existe, el sol sale por el oriente y se pone por occidente. Pues bien, si tú eres dios, ¿por qué no haces que una vez, sólo por una vez, el sol salga por occidente y se ponga por oriente? Para ti, como dios, eso no es nada. Y una cosa más, una pequeñísima cosa, si eres dios, ciertamente, no se te oculta nada de cuanto existe y, entonces, ¿me sabrías decir lo que estoy pensando en este momento y lo que haré en el futuro?

El rey se quedó pensativo, mirando las nubes, sin atreverse a mirar a Abraham, que siguió hablando, sin esperar ninguna respuesta:
-Si, como afirmas, eres dios, señor de todo, ¿cómo es que no has salvado a tu padre de la muerte, como tampoco lograrás salvarte a ti mismo?
El rey comenzaba a sentirse incómodo y a agitarse en el trono. Con un esfuerzo, sonrió a Téraj y, dirigiéndose a Abraham, le respondió:

-Cuanto has dicho sería suficiente para mandarte a la hoguera. Pero eres aún muy joven y no quiero hacerte daño, sobre todo, porque estimo a tu padre, mi fiel servidor. Pero -y ahora el rey cambió de voz- no tengo ganas de perder más tiempo contigo. Ya basta. Hagamos así: inclínate en adoración ante el fuego, a quien también yo venero, y quedarás a salvo.

Abraham respondió:
-Si el rey me lo ordena, obedeceré; pero, con respeto, te suplico, ¿por qué no inclinarme ante el agua, que apaga el fuego?
-Está bien, ante el agua.
-¿Y por qué no ante las nubes, que llevan el agua?
-¡Inclínate ante las nubes y terminemos de una vez!, exclamó irritado Nimrod.
-Y ¿por qué, -siguió tranquilo Abraham-, por qué ante las nubes cuando basta un soplo de viento para dispersarlas?
-¡Pues ante el viento, basta!
-¡No, mi rey, yo sólo me inclino ante Aquel que domina el fuego, el agua, las nubes y el viento y todo cuanto existe!
-¡Basta ya! ¡Has colmado la medida de mi paciencia! Te arrojaré al horno ardiente y veremos si tu Dios puede salvarte.
Abraham aún le gritó:
-El Señor ve y juzga a los malvados.

Nimrod, llamando a sus guardias, ordenó que encerraran a Abraham en la más profunda mazmorra y que le dejaran allí sin agua ni comida. Abraham, desde lo hondo de la prisión, invocó al Señor, que le mandó al ángel Gabriel para que le acompañara y le proveyera de agua y alimentos.




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