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SAN BRUNO - MELODIA DEL SILENCIO: 7. UN DÍA EN LA CARTUJA

Emiliano Jiménez Hernández

Páginas relacionadas 

 

7. UN DIA EN LA CARTUJA

a) Solo con Dios solo

b) Las horas del día

c) El ejercicio de la celda

d) Los hermanos conversos

 

San Bruno Fundador de la Orden de los Cartujos

 

 

7. UN DIA EN LA CARTUJA



a) Solo con Dios solo

En lo esencial las Cartujas actuales no se diferencian mucho de las del tiempo de Bruno: "Cartusia numquam reformata, quia numquam deformata". La Cartuja es la única Orden antigua que nunca se ha reformado, porque nunca se ha deformado. Esto gracias a una constante reforma interna, que elimina en su mismo brotar las tendencias a cambiar los principios originales. Podemos, pues, describir la vida diaria de Bruno y de sus compañeros asistiendo en una cartuja actual al desarrollo de su jornada. La regla de los cartujos, redactada unos treinta años después de la muerte de Bruno, alrededor de 1130, no hace sino codificar costumbres anteriores.

La Cartuja, hoy como en tiempos de Bruno, es un santuario para quienes no buscan más que vivir solos con Dios solo, en él y para él. En la Cartuja se vive según dos modos diversos, aunque similares y complementarios. Por un lado están los padres o monjes sacerdotes; y, por otro, están los hermanos o monjes que no reciben la ordenación sacerdotal. En el pasado, se decidía una u otra forma de vida según el grado de instrucción. Quien tenía una preparación suficiente para realizar los estudios teológicos elegía el sacerdocio; los que carecían de preparación intelectual elegían el estado de hermanos conversos. Hoy, la elección de uno de estos dos estados depende de la vocación personal de cada uno; quien se siente llamado a una vida de soledad más rigurosa elige el estado sacerdotal; quien se siente llamado a una vida con mayor espacio de actividad, elige el estado de hermano. Pero sacerdotes y hermanos forman una única familia.

Cuando decimos que el monje pasa casi toda su vida en la celda hay que precisar lo que se entiende por celda. Esta es en realidad un pequeño eremo. Cada celda tiene dos pisos. Se acede a ella por una puerta que da a un claustro. Cada eremo está construido de tal modo que desde ninguna de sus ventanas se ve otro eremo. En cada celda la soledad del monje es total. Sobre la puerta de muchas celdas se lee esta frase: "Nuestra conversación está en el cielo".

La celda de un cartujo es su Belén, donde él inicia una vida nueva; su Nazaret, donde mora en el silencio de su vida oculta; es también su Calvario, donde la obediencia no cesa de proponerle el sacrificio de la cruz. Es el lugar donde Dios y su siervo viven en perenne comunión.

En el piso bajo se encuentra la leñera, para encender el fuego durante el invierno, y junto a ella hay una habitación con un banco e instrumento de carpintería, pues el cartujo no olvida que Jesús fue carpintero. Cada eremo tiene también un pequeño huerto cercado, donde el ermitaño puede pasear y trabajar sin salir de su soledad.

En el piso de arriba, al que se sube por una rampa con toscas gradas, hay diversos ambientes. En primer lugar hay una pequeña antecámara con una estatua de la Virgen María, a quien el monje saluda con un Ave María cada vez que pasa delante de ella; éste es el lugar de trabajo. Desde él se pasa a la verdadera celda, que sirve al monje de dormitorio, de sala de estudio y de oratorio. Desde ella, a través de un corredor, se accede a un pequeño cuarto de baño. Todo el mobiliario es simple: mesa y silla, reclinatorio, cama con colchón de paja, mantas de lana y una almohada de crines, y una estufa de leña.

En medio del frío de la Gran Cartuja Las Consuetudines asignan a cada monje dos túnicas gruesas de pieles lo mismo que una cubierta de paño grueso para la cama. Todo es tosco y pobre, pero al monje no le falta nada en su celda para vivir en ella, sin tener que abandonarla para buscar una aguja, un botón, hilo o unas tijeras, una olla, sal o fuego, tinta, plumas o regla o cualquier instrumento de carpintería o de otro arte que necesite. Dispone también de libros para leer o copiar. La escritura era el oficio principal, "pues no pudiendo predicar con la boca, predicamos con las manos". Escribiendo o transcribiendo los libros de otros, el monje se hace heraldo de la verdad.

En cuanto al vestido, si bien no se tienen en cuenta la vanidad o voluptuosidad, sí se mira a la necesidad y utilidad, según las distintas ocupaciones. El monje vive en pobreza y humildad, pero no en la miseria. Las Consuetudines hablan de la urbanidad como forma de caridad de unos para con otros. Esta caridad se ejerce igualmente en la ayuda que se prestan en todas aquellas cosas en que uno no se basta a sí mismo, como cortarse el pelo u otros servicios semejantes. Con humildad y jovialidad se ayudan unos a otros.

Al aceptar a uno en el eremitorio y después del tiempo de prueba, el prior ora sobre el novicio: "Señor Jesucristo, tú que eres la única vía que conduce al Padre, ten piedad de este siervo tuyo y, liberándolo de los deseos carnales, llévalo por el camino de la obediencia; tú que te has dignado llamar a los pecadores diciendo: 'venid a mí cuantos estáis cansados y yo os daré descanso', reconócelo como una oveja de tu rebaño para que él te reconozca como su pastor y no escuche ni siga la voz de los extraños".

Desde este momento viste la cogulla, vestido de inocencia y humildad, signo exterior de su deseo de revestirse de Jesucristo. La cogulla es el vestido talar superior al que se adhiere la capucha; tanto por delante como por detrás, cuando el monje está en público o de pie, forma una cruz. Ceñido por la cruz de Cristo, renuncia a todo lo demás. Todo lo que es propio del mundo lo considera ajeno. Cuanto reciba, precioso o vil, no le pertenece; lo entrega, pues, al prior. Y, sobre todo, a partir de la profesión, entrega enteramente al prior su mente y voluntad. La obediencia es la sepultura de la propia voluntad para que germine la humildad. Alcanzado por Cristo, como Pablo, "aunque tiene lo ojos abiertos, nada ve, dejándose llevar de la mano por otro" (Cf. Hch 9,8). Pues Dios "no se complace en los holocaustos o sacrificios, sino en la obediencia a su palabra" (1S 15,22).

 

Monjes yendo a la capilla




b) Las horas del día

La oración llena las horas del día y de la noche del eremita. Las Consuetudines le marcan el ritmo y la forma de oración: "Cuando ores, sea en la soledad de la celda o en el coro de la iglesia, pon ante los ojos de tu corazón a quién oras, mediante quién oras, qué oras y quién eres tú que oras. Oras al Padre y lo haces mediante el Hijo, el mediador entre el Padre y los hombres, o mejor, abogado nuestro ante el Padre. No te presentes al Padre sin tu abogado, ora siempre en su nombre y serás escuchado. Y no gastes palabras inútiles y vanas, piensa en lo que oras. Cuando lees, cantas los salmos o escuchas al lector o cantor, que tus labios y tus oídos estén en sintonía con tu mente y tu corazón. Y nunca olvides quién eres tú que oras. Tú, ante Dios, eres siempre un pecador. No te presentes ante él como el fariseo, sino como el publicano, que se postra en un ángulo y, sin atreverse a levantar los ojos al cielo, se golpea el pecho e implora perdón. Si oras como él serás escuchado y justificado. El Señor no escucha lo que dicen los labios, sino el grito callado del corazón. Si desahogas con verdad ante el Señor el dolor de tu corazón él te escuchará como escuchó a Ana, que, gimiendo, desahogaba el dolor de su corazón, mientras sus labios se movían sin que se oyera su voz (1S 1,13ss)".

La jornada comienza a las 22,45. El monje se levanta de su austera yacija para rezar el Oficio parvo de la Virgen. Luego, tras una media hora de oración silenciosa, atraviesa los claustros y se dirige a la iglesia del monasterio. La iglesia está en una casi absoluta oscuridad; la única luz proviene de la lámpara del sagrario y de las débiles lámparas del coro. Después de un tiempo de profundo silencio, comienzan los cantos de la larga vigilia nocturna de Maitines y Laudes. La solemnidad de las fiestas se subraya con el número de candelas que se enciende.

El canto, con sus austeras modulaciones, se eleva en primer lugar como glorificación a Dios y después desciende y se hace súplica humilde. A veces parece un canto roto por los gemidos y sollozos de arrepentimiento. Los salmos se cantan según la sobria melodía gregoriana, que imperceptiblemente penetra en lo profundo y enciende el espíritu de los monjes.

Más lento, con un tono más bajo y menos melismático que el canto benedictino, el canto se hace más espiritual, cala más hondo en el espíritu. La sobriedad le hace más penetrante. Es el canto puro, sin acompañamiento del órgano o de otros instrumentos. En la gran vigilia de Maitines y Laudes, durante unas dos o tres horas de oración, baja el cielo a la tierra y sube la tierra al cielo. Los Maitines consisten en dos o tres "nocturnos", con seis salmos o cánticos cada uno. A los salmos sigue la lectura de la Escritura y de los Santos Padres; y en los domingos y festividades se añade la lectura de un texto del Evangelio. En el curso de cada semana se cantan los 150 salmos y cada año, parte en la iglesia y parte en el refectorio, se proclama toda la Escritura.

Terminada la vigilia nocturna, hacia la una y media o dos de la mañana, los monjes vuelven a su celda y, después de recitar unas breves plegarias, se acuestan hasta las 5,45, cuando se levantan para recitar, cada uno en su propia celda, la hora Prima del Oficio, precedida del Oficio parvo de la Virgen María. El rezo del Oficio parvo de la Virgen precede el rezo de cada hora del Oficio divino. Con ello, según se lee en los Estatutos, "los monjes celebran la eterna novedad del misterio de María que engendra espiritualmente a Cristo en sus corazones".

La hora de Prima abre el tiempo de la lectio divina y de la meditación, porque "es un deber para el monje meditar asiduamente las sagradas Escrituras, hasta hacerlas parte de su ser". Para ello cada monje puede elegir el método y forma de meditación que le parezca más conveniente.

A las siete de la mañana deja, por segunda vez, la celda para participar con toda la comunidad en la Eucaristía, que se celebra en la iglesia del monasterio. La Eucaristía diaria se introdujo aproximadamente un siglo después de la fundación de la Cartuja. En ella "la humilde ofrenda de la vida en el desierto es asumida por la ofrenda de Cristo para gloria de Dios Padre".

La Eucaristía, como toda la liturgia de la Cartuja, es cantada y tiene su rito propio. Se celebra con simplicidad cartujana, sin ningún fasto ni ornamentos superfluos. La asamblea se une al celebrante desde el coro, mediante el canto sobrio y los largos silencios de oración interior. El celebrante está solo en el altar, orando con los brazos extendidos en forma de cruz.

Después de la Eucaristía, cada monje vuelve a su celda, donde permanece hasta la hora de Vísperas. En la celda recita la hora Tercia y se dedica a la lectura espiritual, al estudio, a la profundización de la teología, de la espiritualidad o de la sagrada Escritura, porque estas ciencias "sabiamente ordenadas dan una formación más sólida al alma y ofrecen el fundamento de la contemplación de las realidades celestes".

Entre las diversas ocupaciones a que se dedica el cartujo está la transcripción de códices y también la composición de libros, para que "los hombres, arrepentidos de sus pecados y vicios, entren en deseos de poseer la patria celeste" (Con. 28,4). "Ya que no podemos predicar con la boca, tenemos que hacerlo por lo menos con las manos" (ibid). El mismo san Bruno escribió un pequeño tratado sobre el Desprecio del mundo, en el que deplora la obcecación de los hombres que se olvidan del último fin y exalta la felicidad de los que aspiran a las cosas celestiales. Compuso también un Comentario de los salmos y otro de las epístolas de san Pablo . Se conocen también dos breves cartas suyas: una a Raúl le Verd y la otra a sus hijos de la Gran Cartuja.

El monje puede dedicarse también a algún trabajo manual. A las diez y media, advertido como siempre por el toque de la campana, cada uno reza en soledad la hora Sexta. A continuación recibe la comida, que le lleva un hermano a través de una ventanilla, situada junto a la puerta que da sobre el claustro. Después de la comida, el monje dispone de un tiempo para realizar diversos trabajos, que le sirven como distensión, pues, como escribe Bruno en una de sus cartas, "el arco si está tenso continuamente, se afloja y pierde sus cualidades".

A la una y media repica de nuevo la campana de la iglesia, para anunciar la hora de Nona. Las horas del Oficio divino, aunque se recen en la soledad de la celda, lo hacen todos al mismo tiempo y con las mismas ceremonias, de modo que "el convento entero se convierte en una única alabanza de la gloria de Dios".

Después de Nona, el monje puede disponer libremente de su tiempo para realizar cualquier trabajo que le parezca útil, como cultivar su pequeño huerto, cortar la leña para la estufa, lavarse sus ropas, hacer la limpieza de su eremo o efectuar algún trabajo de carpintería o cualquier otro trabajo según sus gustos o capacidades personales. El monje, "sujeto según el espíritu de su vocación a la ley divina del trabajo, huye del ocio que, según los ancianos, es enemigo del alma. Por ello se aplica humilde y diligentemente a todas las ocupaciones exigidas por la necesidad de una vida pobre y solitaria, de modo que cada cosa se ordene al servicio de la contemplación divina a la que se ha consagrado totalmente".

Al trabajo manual dedican un tiempo en la mañana y otro en la tarde, sin que esto signifique dejar la oración, según las palabras del Señor: "Conviene orar siempre, sin interrupción". En estas horas alterna las actividades manuales y las intelectuales, realizadas sin precipitación, sino con la serenidad de quien estudia y se dedica a las cosas de Dios más para desarrollar el sentido del misterio, de la transcendencia de Dios mismo que por la curiosidad de acumular conocimientos e ideas.

Hacia las cuatro de la tarde el monje toma su cena. Mientras la comida esMonjes en el refectorio del monasterioabundante, la cena por lo regular es muy frugal. Según la antigua tradición monástica, durante varios meses, consiste únicamente en pan y una bebida. Después de cena recita el Oficio parvo de la Virgen y sale, por última vez, de la celda para unirse a sus hermanos en el canto de Vísperas. La gran campana de la Iglesia anuncia la hora de Vísperas a las cinco de la tarde. Según van entrando en la iglesia, cada monje tira de la cuerda de la campaña y se dirige a su lugar, donde se sitúa ante los voluminosos, magníficos y antiguos libros de coro; tanto las letras como la música son tan grandes y claras que pueden leer perfectamente varios monjes en un mismo libro. Las Vísperas comprenden un himno, cuatro salmos y la Salve Regina.

Cantadas las Vísperas, el monje vuelve a su celda donde aún pasa unos tres cuartos de hora en oración, leyendo y meditando. A lo largo del día, en recuerdo de la encarnación de Cristo, ha rezado el Angelus en la mañana, a mediodía y en la tarde. Aún recitará un cuarto Angelus después del Oficio de Maitines. A las siete recita Completas y se va a dormir.

Cada sábado, después de nona, se reunen en el claustro; es el tiempo dedicado a la instrucción, a hablar de las cosas útiles. Las Consuetudines dicen: "Es propio del monje sentirse más inclinado a ser enseñado que a enseñar. La humildad cierra la boca y abre el oído del corazón para escuchar la palabra de Dios y de los demás. La humildad, raíz de toda ciencia y virtud, es el canal que empalma al hombre con la fuente de la gracia de Dios". Este es el momento de pedir plumas, pergaminos para leer o copiar; y también de pedir al cocinero las legumbres, la sal y demás cosas necesarias para prepararse el alimento en la celda; y también es el momento de las confesiones: "Confesamos nuestros pecados al prior o cualquier otro confesor".


c) El ejercicio de la celda

Guigo II nos ha dejado un escrito con el título De exertitio celdae, en el que nos describe la vida del monje en la celda, "el solo que no está solo". La vida del monje encerrado en su celda es fecunda de frutos de vida eterna, pues está regada por las aguas de los cuatro ríos del paraíso (Gn 2,10-14). Según Guigo II estos cuatro ríos son los cuatro ejercicios que practica el monje en la celda. Las aguas del Pisón riegan el alma con las Palabras de la Escritura, el Guijón con la meditación interior, el Tigris con la devoción de la oración y el Eufrates con las acciones de nuestras manos, que nos libran de la ociosidad, enemiga del alma.

El monje, invitado por Cristo, levanta los ojos a los campos de mies del reino Dios y ve que ya blanquean para la siega (Jn 4,35). En el silencio de la celda escucha la voz del amado que le dice: "Levántate, amada mía, ha pasado ya el invierno, han cesado ya las lluvias, álzate y mira si aparecen ya las flores en la tierra, si le higuera ha echado ya sus yemas y si las viñas en cierne exhalan su fragancia" (Ct 2,10s). Despertado por la voz de Cristo, el monje abandona solícito el lecho del placer y se levanta para regar el jardín con las aguas del paraíso: la lectura, la meditación, la oración y el trabajo manual. Son los cuatro ejercicios en que transcurren las horas de cada día.

La oración envuelve toda actividad, pero necesita de la lectura para conocer los designios de Dios, de la meditación para que la voluntad de Dios cale hasta lo más íntimo de su ser y de la acción de sus manos, para vencer el torpor y las perturbaciones interiores. Mientras lee, el monje tiene el oído en la boca de Dios; mientras ora, el monje tiene su boca en el oído de Dios; mientras medita, se unen en el corazón el Espíritu de Dios y el espíritu del monje; en la meditación va rumiando los textos del Antiguo y del Nuevo Testamento, que van aflorando a su memoria, uno tras otro, según lo que el Espíritu desea comunicarle. Y con el trabajo, Dios y monje se recrean el uno en el otro. Así el monje, que vive solo en la celda, nunca está solo.

La meditación de la Palabra leída no sólo se ilumina a sí misma con otras Palabras, sino que penetra como una espada de doble filo en la intimidad de la vida del monje, iluminándole su vida. Lo primero que saca a la luz es el pecado y maldad de su existencia. De este modo la Palabra penetra cada vez más hondo, golpea, hiere y descubre hasta los más ocultos pensamientos y sentimientos, engendrando la compunción hasta provocar las lágrimas. El dolor de corazón pone los cimientos de la vida espiritual sobre la humildad. Pero Dios no deja que el hombre, flagelado por la amargura y la tristeza, caiga en la desesperación y le muestra la dulzura de su clemencia y misericordia para con el pecador.

 

Monje en la celda



La meditación de la Palabra lleva siempre a Cristo, Palabra encarnada, enviada por el Padre, "que no perdonó a su hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros" para reconciliarnos con él. En la sangre de su Hijo nos ha lavado de nuestros pecados. Cristo mismo nos ha amado tanto que por nosotros tomó nuestra carne de pecado, para crucificarla en la pasión y destruir el pecado con su muerte. Esa carne entregada por nosotros y esa sangre derramada para nuestra salvación nos la entrega en la Eucaristía para hacernos partícipes de su victoria sobre el pecado y la muerte, sellando definitivamente en su sangre nuestra alianza con Dios. Así el monje experimenta que donde abundó el pecado sobreabundó la gracia. La miseria del hombre y la misericordia de Dios se abrazan en Cristo.

Iluminado el propio pecado y experimentada la bondad de Dios en el perdón, en el alma del monje brota un fruto sorprendente: la piedad y compasión por los pecadores. Se siente movido desde su interior a compadecer y consolar al pecador en lugar de juzgarlo. Abiertos los ojos sobre sí mismo, descubre la viga de su ceguera y el pecado u ofensas de los demás le parecen una simple pajita de nada. La maldad propia le lleva a la comprensión de los demás. Nadie es peor que él; él no es mejor que nadie. Si goza del amor de Dios es por pura gracia.

El monje, salvado de las aguas de muerte del mundo y trasladado a la quietud de la celda, es un nuevo Moisés, llamado a subir al monte para que, sentado sobre la piedra, que es Cristo, levante sin cesar sus manos en oración (1Ts 5,17), intercediendo por todo el pueblo, amenazado por el enemigo Amalec. Pero, para que su oración sea escuchada, necesita "elevar a Dios unas manos puras, sin ira ni contiendas" (1Tm 2,8). El Señor nos dice: "Cuando os pongáis de pie para orar, perdonad, si tenéis algo contra alguno" (Mc 11,25). Esta es la primera condición para que Dios acepte la oración: perdonar al enemigo, y no de palabra y con la boca, sino "de corazón" (Mt 18,35). El verdadero monje, adoctrinado por Pablo, es el que puede decir: "me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues, cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte" (2Cor 12,10). Y no sólo acepta las injurias, sino que busca la reconciliación con quienes están ofendidos con él: "Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda (Mt 5,23-24). Y si el hermano está ausente y no es posible reconciliarse corporalmente con él, entonces hazlo en tu corazón ante el Padre, que ve en lo secreto de tu corazón y del de tu hermano. Ve en tu corazón hacia tu hermano y, con toda humildad y sinceridad, póstrate ante él, y pídele insistentemente perdón de todo aquello en que puedas haberle ofendido.

Esta comprensión de los demás no le lleva, sin embargo, a aprobar el mal que ve en los hermanos, dejándoles en el pecado. El Señor, rico en misericordia, reprende y corrige al pecador, para que se convierta y viva. Por boca del profeta Isaías reprocha "a los que llaman al mal bien y al bien mal; a los que consideran oscuridad la luz y la luz oscuridad; y a los que dicen amargo a lo dulce y dulce a lo amargo" (Is 5,20). La adulación no es amor al hermano. La corrección, en cambio, aunque sea más costosa, es la verdadera expresión del amor.

La vida del monje es vida de oración, pero también él experimenta que no sabe orar si "el Espíritu no viene en ayuda de su flaqueza. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables, y el que escruta los corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión a favor de los santos es según Dios (Rm 8,26-27). Sólo el Espíritu puede derramar en el corazón lo que proclaman los labios, mientras canta los salmos. Sin la ayuda del Espíritu escucharía el reproche del Señor: "Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí" (Is 29,13).

La celda es el puerto seguro donde se refugia el monje. Pero al monje, en la soledad y silencio de la celda, le amenaza un peligro mortal, que Guigo II define como "inercia, desaliento de espíritu, tedio del corazón". En un momento, sin saber cómo ni porqué, el monje pierde la suavidad habitual y empieza a sentir fastidio de sí mismo. La dulzura de su vida se vuelve amargura; las lágrimas de compunción o ternura se agotan y todo en su vida es sequedad. Le pesa hasta el alma, no gusta la lectura, no es capaz de meditar y la oración se le hace una carga insoportable. De la alegría, solicitud y quietud espiritual, que envolvían y adornaban su vida, no queda ni el recuerdo. En su lugar brota la ociosidad, el perder el tiempo en fantasías vanas y la desgana para toda actividad.

¿Como salir de este estado de muerte? Guigo recomienda buscar la ayuda de los santos, pues con el testimonio de su vida es posible vivir la palabra de san Pedro: "poned el mayor empeño en añadir a vuestra fe la virtud, a la virtud el conocimiento, al conocimiento la templanza, a la templanza la tenacidad, a la tenacidad la piedad, a la piedad el amor fraterno, al amor fraterno la caridad. Pues si tenéis estas cosas y las tenéis en abundancia, no os dejarán inactivos ni estériles para el conocimiento perfecto de nuestro Señor Jesucristo. Quien no las tenga es ciego y corto de vista; ha echado al olvido la purificación de sus pecados pasados. Por tanto, hermanos, poned el mayor empeño en afianzar vuestra vocación y vuestra elección. Obrando así nunca caeréis" (2P 1,5-10).

La contemplación de los santos lleva al Santo de los santos, a Jesucristo, cabeza suya y de todos los elegidos. Y con los ojos en la cabeza recupera la sabiduría, "pues el sabio tiene los ojos en la cabeza" (Qo 1,14). Con los ojos puestos en Cristo contempla de nuevo la gloria del Señor, participando de ella, según la oración del mismo Cristo: "Padre, quiero que los que tú me has dado estén también conmigo donde yo estoy, para que contemplen mi gloria, la que tú me has dado" (Jn 17,24). Contemplando la gloria del Señor, rodeado de todos los santos, vence su inercia y recobra la alegría de su vocación. Despertado Jesús, se calma la tempestad y la nave vacilante del corazón, sacudida por el viento, goza de nuevo de la paz y, maravillado, proclama: "¿Quién es éste, que hasta los vientos y el mar le obedecen?" (Mt 8,24-28).

 

Monje en su celda




d) Los hermanos conversos

Desde el principio los cartujos han admitido hermanos laicos, que desempeñan los trabajos necesarios para toda la comunidad. Durante muchos años vivieron en un edificio separado. En la Gran Cartuja ese edificio estaba a los pies de la falda de la montaña. Hoy, padres y hermanos se encuentran unidos; todos son considerados monjes y viven en el mismo monasterio. Su vida es muy similar, aunque los hermanos transcurren mucho más tiempo fuera de la celda, ocupados en las distintas actividades necesarias para la buena marcha de la comunidad. Los hermanos se encargan de la cocina, del huerto y de los campos de cultivo; ellos cortan la hierba y los árboles para procurar la leña de las estufas; se encargan de reparar los muros y blanquear las paredes. También se ocupan de cuidar a los monjes enfermos.

Las horas empleadas en estos menesteres no son nunca las horas dedicadas al Oficio divino, al sueño, a las comidas, en las que hermanos y padres coinciden. Todo hermano, sin embargo, dedica de cinco a seis horas al trabajo en servicio de la comunidad, es decir, en las llamadas "obediencias", pues los diversos trabajos que realizan les son asignados por el procurador, que tiene en cuenta las capacidades de cada uno y las necesidades del monasterio.

Ocupado en estas actividades, el hermano no puede permanecer en oración dentro de la celda tanto tiempo como los padres. Sin embargo, ofrece el trabajo de su jornada a Dios y al monasterio, que para él es la morada del Señor. El reza silenciosamente en la celda interior de su corazón durante el trabajo, que realiza en soledad y, en su mayor parte, en silencio. Pero, cuando dos monjes o hermanos conversos realizan un trabajo común, entonces pueden hablar entre ellos siempre que el trabajo lo requiera. Con los padres participan cada día en el oficio de Maitines y en la Eucaristía, y los domingos y días festivos también en las Vísperas. Los demás días es facultativa su participación en las Vísperas de comunidad.

Los hermanos conversos, dedicados a los trabajos manuales fuera de la celda, no se preparan por sí mismos la comida, sino que se la prepara a todos el cocinero. Haciendo lo que se les encomienda y aceptando lo que se les da los hermanos viven siempre en obediencia. Sin embargo, los hermanos también toman la cena en sus respectivas celdas, donde permanecen desde las seis de la tarde hasta la hora de la Vigilia nocturna y, si el trabajo no les apremia, también en otros momentos del día.

Lunes, miércoles y viernes son días de ayuno para los monjes, en los que se contentan con tomar pan y agua, y sal el que lo desea. Los demás días comen legumbres y otros alimentos que les proporciona el cocinero; beben también vino; y el jueves reciben queso, huevos o pescado si algún benefactor se lo proporciona. En las comidas en común de los días festivos toman además ensaladas y fruta. El pan y el vino, que cada monje recibe para toda la semana, si le sobra algo, el sábado lo deja fuera de la ventana para que lo recoja el cocinero. En cambio, los ayunos de los hermanos son menos duros y, si tienen trabajos duros que realizar, pueden hacer hasta la primera colación.

Todos los años, cada hermano, libre de sus "obediencias", vive un "retiro" durante ocho días, que pasa en paz y soledad en su celda. Además, los domingos y días de fiesta, más un día al mes, si lo desea, puede quedarse en su celda en recogimiento durante todo el día.

El hermano, aunque no recibe la ordenación sacerdotal, es un monje como los padres, haciendo los mismos votos. Los Estatutos dicen:

Los hermanos, imitando la vida escondida de Jesús de Nazaret, cuando desempeñan los trabajos cotidianos de la casa, glorifican a Dios en sus obras.

Los padres, con la fiel observancia de la soledad, confieren a la cartuja su característica particular, aportando ayuda espiritual a los hermanos y recibiéndola al mismo tiempo de ellos.

Los hermanos, cuando no están ocupados en la iglesia en los Oficios divinos o en las obediencias del trabajo, retornan siempre a la celda como al puerto más seguro y tranquilo. Allí permanecen en quietud y, en cuanto les es posible, sin hacer ningún rumor, siguiendo fielmente el horario fijado para los ejercicios y haciendo cada cosa en la presencia de Dios, en el nombre del Señor Jesucristo y, por medio de él, dando gracias a Dios Padre. En la celda se ocupan en la lectura y la meditación, principalmente, de la Sagrada Escritura, que es el alimento del alma; o se dedican a la oración.

El recogimiento interior durante el trabajo conduce al hermano a la contemplación. Para ello, el hermano puede recurrir, durante el trabajo, a recitar breves oraciones, "como jaculatorias", y hasta, a veces, interrumpir su actividad durante unos momentos de oración.

La vida de los hermanos se orienta sobre todo a la unión con Cristo para permanecer en su amor. Por ello, tanto en la soledad de la celda como durante sus actividades, se aplican con todo el corazón, sostenidos por la gracia de su vocación, a tener a Dios siempre presente en el espíritu.

En el propio ámbito de soledad, los hermanos proveen a las necesidades materiales de la casa, que en modo especial les son confiadas a ellos. Gracias al servicio de los hermanos, los monjes del claustro pueden dedicarse con mayor libertad al silencio de la celda. Padres y hermanos, haciéndose conformes a Aquel que vino no para ser servido, sino para servir, expresan -cada uno a su modo- la riqueza de una vida consagrada a Dios en la soledad. Estas dos formas de vida, en la unidad del mismo cuerpo, tienen gracias diversas, pero se da entre ellas una comunicación de beneficios espirituales, de modo que se complementan mutuamente. Este armónico equilibrio permite que el carisma confiado por el Señor a san Bruno alcance su plenitud.

Además de los hermanos profesos, llamados también "conversos", una Cartuja puede tener algunos hermanos "donados", cuyo sistema de vida es muy semejante al de los hermanos conversos, aunque se les concede una mayor elasticidad de vida, que les permite dedicarse a ciertas actividades para las que se sienten más aptos. Como dice su nombre, ellos "donan" su vida al servicio de la Orden. Visten el mismo hábito de todos los monjes, aunque no hacen votos, si bien pasan su vida en la Cartuja como si los hubieran hecho. En realidad, como afirman los Estatutos, un hermano "donado" es un monje para todos los efectos:

No raramente, algunos hombres ejemplares prefieren vivir y morir en el estado de "donados", para poder gozar, contados entre los hijos de san Bruno, de su santa herencia.

Los monasterios de cartujos, según las indicaciones de Bruno, deben estar constituidos por pocos monjes; nunca deben superar el número de trece, a los que se añade un cierto número de hermanos conversos, sin que se supere nunca el límite de los que el lugar permite vivir sin necesidad de recurrir a la limosna. La necesidad de pedir limosna se opone al espíritu de la vocación, pues eso llevaría al monje a abandonar la soledad de la celda. Y en la Cartuja todo, el número, el ejercicio externo, lo mismo que el alejamiento del mundo, se orienta a gustar la sublime suavidad de la soledad de la celda, como anticipo de la quietud del paraíso.

 

Hermanos conversos



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