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EZEQUIEL, Parábolas, alegorías, cantos, enigmas y acciones simbólicas: 1. CARRO DE YAHVEH

 

Emiliano Jiménez Hernández

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El profeta Ezequiel: el carro de Yahveh

 

                                                  

  1. CARRO DE YAHVEH

 

El libro de Ezequiel empieza con la visión impresionante de Dios que se manifiesta en su carro de fuego. Ezequiel no es el protagonista del libro que lleva su nombre. Él es el espectador que contempla y nos transmite, como puede, lo que ve. Es un testigo ocular, aunque deslumbrado por las visiones que tiene, en gran parte inefables. Esto no las hace irreales. Ezequiel las data con precisión, señalando el día y el lugar en que Dios le muestra su gloria y le llama a ser su profeta en medio a los deportados en Babilonia.

Se trata de una fecha que Ezequiel nunca olvidará, pues marca su vida para siempre. Está con los desterrados junto al río Kebar, al sur de Babilonia. Allí vive con su esposa, compartiendo las penas e inquietudes de los exiliados. Es “el día cinco del cuarto mes del año treinta, quinto de la deportación del rey Joaquín” (1,2), el año 593 según nuestro calendario.

Es conveniente recordar algunos datos de la historia de Israel. En el siglo VII antes de Cristo desaparece el potente reino del norte, las diez tribus de Israel. Le toca al pequeño reino del sur, las dos tribus del reino de Judá, con el templo y la dinastía real, guardar viva la memoria de la gran época davídica del reino unificado. Pero ya a finales de dicho siglo comienzan a sentirse los primeros síntomas de decadencia. El poder de Asiria, al que está sometido el reino de Judá, comienza a declinar, mientras surge la nueva potencia de Babilonia con su rey Nabucodonosor. El debilitamiento de la presión asiria permite al reino de Judá una cierta independencia y una cierta renovación religiosa. Es el período del rey Josías. Pero esta etapa se cierra bruscamente con la intervención de Egipto, que quiere recuperar su antigua influencia sobre Palestina. Josías se opone a Egipto y muere en la batalla de Meguido el año 609. Cuatro años después, en la batalla de Carquemis, Babilonia derrota a Egipto y, en el invierno del 598-597, derrota a Judá, llevándose, en una primera deportación, al rey Joaquín y a las personalidades más influyentes de su reino. En el verano del 587, diez años después, Jerusalén es destruida, el templo incendiado, la dinastía de David destronada y el rey, con gran parte de la población, deportado a Babilonia. Jeremías vive estos acontecimientos en Jerusalén y Ezequiel forma parte del primer grupo de deportados a Babilonia, donde vive y ejerce su ministerio profético. En Babilonia recibe su vocación y allí pasa el resto de sus días, desarrollando su ministerio para los desterrados (1,1).

El libro de Ezequiel comienza dándonos con precisión la fecha en que comienza su misión como profeta. Se trata del mes de julio del 593. Con la misma exactitud nos señala el lugar de su vocación: a orillas del río Kebar, al sur de Babilonia. Ezequiel tenía entonces probablemente treinta años. Cinco años antes había salido de Jerusalén camino del exilio, cuando Nabucodonosor envió al destierro a toda la clase dirigente de Israel: “al rey de Judá, Jeconías, hijo de Yoyaquim, a los principales de Judá y a los herreros y cerrajeros de Jerusalén” (Jr 24,1).

El profeta Ezequiel: el carro de Yahveh

El lugar que Nabucodonosor asigna a los desterrados se llama Tel Abib. Así pronuncian, con una deformación hebrea, la palabra babilonense, que según una probable etimología significa “la colina del diluvio”, por hallarse en un terreno pantanoso debido a las grandes inundaciones del Tigris y del Éufrates. En hebreo, en cambio, Tel Abib significa “colina de la espiga”, “colina de la primavera”. El lugar, que para los babilonios es un abismo donde se hunden los desterrados, sumidos en la miseria y la esclavitud, para ellos se transforma en símbolo de la esperanza.

La vida de los deportados, lejos de la ciudad santa y del templo, sin culto, es amarga. Con nostalgia añoran la vida de sus hermanos, que han quedado en la tierra prometida. Allí siguen celebrando la liturgia y pueden escuchar la Palabra de Dios, que resuena con fuerza en la boca del profeta Jeremías. Los desterrados, sin rey y sin profeta, sienten la ausencia de Dios y pierden la esperanza. Es el momento en que la gloria de Dios aparece deslumbrante en el cielo de Babilonia, eligiendo a Ezequiel como profeta para los desterrados.

La teofanía tiene una dimensión grandiosa. A orillas del río Kebar “se abrieron los cielos” (1,1) para Ezequiel, como en el Jordán para Cristo (Mt 3,16), antes de la lapidación para Esteban (Hch 7,56) o en el envío de Pedro a los paganos (Hch 10,11). Ezequiel mira ante sí y ve la angustia de los exiliados, levanta los ojos y contempla los cielos abiertos, cuyo resplandor le envuelve; entonces le sacude un viento huracanado, mientras le penetra una luz fulgurante. Y, en medio de la visión, siente la mano de Dios que se posa sobre su cabeza.

-Yo miré: vi un viento huracanado que venía del norte, una gran nube con fuego fulgurante y resplandores en torno, y en el medio como el fulgor del electro, en medio del fuego. Había en el centro como una forma de cuatro seres cuyo aspecto era el siguiente: tenían forma humana. Tenían cada uno cuatro caras, y cuatro alas cada uno (1,4-6).

Esta visión es paradójica, pues es oscura y luminosa; oscura, por ser una nube de huracán; y luminosa, por el fuego que la hace resplandecer. La gloria de Dios se muestra envuelta en la nube luminosa, que simultáneamente la  revela y la encubre. La nube forma un carro de fuego (Mercabá), transportado por cuatro vivientes, con cara de hombre, alas de águila, cuerpo de león y piernas de toro. Estos cuatro seres vuelven a aparecer con los mismos rasgos en el Apocalipsis (Ap 4,7-8). Y la tradición cristiana ha hecho de ellos los símbolos de los cuatro evangelistas. Así se identifica a Mateo con el hombre; a Marcos con el león; a Lucas con el toro; y a Juan con el águila.

Como en el desierto con Moisés, también en Babilonia con Ezequiel, la presencia de la nube (Ex 33,9-11; 34,5-7) indica la presencia de Dios en medio de su pueblo, al que no abandona incluso después del pecado, deseando establecer una nueva alianza con él (Ex 34,10ss). Dios llama a Ezequiel para que anuncie el comienzo de una nueva historia de salvación. Dios le concede lo que Moisés le pidió: “Muéstrame tu gloria” (Ex 33,18).

La nube refulgente como bronce incandescente viene del norte de Mesopotamia, es decir, de la región por la que pasaba la vía de las caravanas, la vía que han seguido los exiliados israelitas. Esto quiere decir que Yahveh sigue a los deportados en su destierro para protegerlos y mantener en ellos la esperanza de vida. En realidad Babilonia no está al oriente de Israel, pero dado que entre ambos territorios se encuentra el desierto jordano, era necesario ir hacia Siria y de allí dirigirse hacia Babilonia, siguiendo más o menos el valle del Éufrates. Así la gloria del Señor parte del norte, de Judá y, yendo hacia el oriente, aparece a Ezequiel en Babilonia.

La imagen del carro divino se amplía llenando la imaginación de Ezequiel y de cuantos le escuchan. Si nos fijamos en sus alas, por ejemplo, nuestra vista vuela con ellas de acá para allá: “Cada uno de los seres vivientes tenía cuatro alas... Bajo sus alas había unas manos humanas vueltas hacia las cuatro direcciones... Sus alas estaban unidas una con otra; al andar no se volvían; cada uno marchaba de frente... Sus alas estaban desplegadas hacia lo alto; cada uno tenía dos alas que se tocaban entre sí y otras dos con las que se cubrían el cuerpo; y cada uno marchaba de frente, allí donde el espíritu les hacía ir” (1,6-12). En la lectura espiritual las alas hacen que el anuncio del evangelio vuele y llegue a los últimos rincones de la tierra. Es impresionante el ruido de las alas en cada movimiento del carro divino:

-Y oí el ruido de sus alas, como un ruido de muchas aguas, como la voz de Sadday; cuando marchaban, era un ruido  atronador, como ruido de batalla; cuando se paraban, replegaban sus alas (1,24).

De las alas podemos pasar a las ruedas, símbolo igualmente de movilidad: “Miré entonces a los seres y vi que había una rueda en el suelo, al lado de los seres de cuatro caras. El aspecto de las ruedas y su estructura era como el destello del crisólito. Tenían las cuatro la misma forma y parecían dispuestas como si una rueda estuviese dentro de la otra. En su marcha avanzaban en las cuatro direcciones; no se volvían en su marcha. Su circunferencia tenía gran altura, era imponente, y la circunferencia de las cuatro estaba llena de destellos todo alrededor. Cuando los seres avanzaban, avanzaban las ruedas junto a ellos, y cuando los seres se elevaban del suelo, se elevaban las ruedas. Donde el espíritu les hacía ir, allí iban, y las ruedas se elevaban juntamente con ellos, porque el espíritu del ser estaba en las ruedas...” (1,15-21).

El profeta Ezequiel: el carro de Yahveh

Movilidad e incandescencia, viento y fuego, todos los elementos confluyen a magnificar el carro de la gloria de Dios. Los escritores del Talmud quieren que nos fijemos en el fuego y nos dicen que las brasas incandescentes con aspecto de antorchas que avanzan son “como la llama que sale de la boca de un horno”. Dios es un fuego que abrasa: “Yo miré: vi un viento huracanado que venía del norte, una gran nube con fuego fulgurante y resplandores en torno, y en el medio como el fulgor del electro, en medio del fuego” (1,4); el electro es una mezcla de oro y plata, que produce destellos refulgentes. Y “su esplendor era como el del bronce incandescente” (1,7). La palabra del profeta resuena y arde, resuena en el oído y arde en el corazón.

El símbolo principal de la presencia de Dios, en toda esta visión, es el fuego. También en el Deuteronomio la presencia de Dios se deja sentir como una voz que sale del fuego: “Desde el cielo te ha hecho oír su voz para instruirte, y en la tierra te ha mostrado su gran fuego, y de en medio  del fuego has oído sus palabras” (Dt 4,36). La palabra de Dios sale incandescente de la boca de Dios. A Moisés le llega desde la zarza que arde sin consumirse (Ex 3,2). Para preparar los labios de Isaías a su transmisión, un serafín se los purifica con un carbón ardiente. Jeremías nos confiesa que la palabra de Dios es “fuego ardiente prendido en sus huesos” (Jr 20,9). Y a los discípulos de Emaús les arde el corazón mientras Jesús les explica las Escrituras (Lc 24,32).

En el centro del carro, “por encima de la bóveda, había algo como una piedra de zafiro en forma de trono, y sobre esta forma de trono, por encima, en lo más alto, una figura como de hombre” (1,26). Por encima de la bóveda celeste, en el azul del zafiro, majestuoso, está el Señor, una figura con semblante humano. En realidad, a Ezequiel le faltan palabras para describir la visión de la gloria de Dios, que aparece ante sus ojos. Sus ojos, oídos y demás sentidos no perciben más que lo que está bajo el firmamento del cielo. Contempla y oye el estremecimiento de la tierra y del mar, ve animales, plantas y piedras preciosas. Pero cuando ante él “se abren los cielos” lo que ve es “como” zafiro, “como” un trono, “como” uno de semblante humano... Ante el misterio insondable de Dios, el profeta es siempre, como proclaman Moisés y Jeremías (Ex 4,10; Jr 1,6), un ser que balbucea. El profeta no puede, quizás ni quiere, describir algo con precisión, sino transmitir su experiencia de la presencia de Dios.

Este carro misterioso tiene un extraño modo de caminar. Cada uno de los cuatro seres vivientes camina siempre de frente, donde el espíritu le lleva, sin volverse al caminar. El espíritu está en las ruedas. Con su movilidad, la Mercabá muestra a los desterrados cómo Dios no está vinculado al templo de Jerusalén, sino que sigue a sus fieles incluso en el exilio. La gloria de Dios sale de su morada celeste y se desplaza a visitar a un desterrado en Babilonia, que “a su vista cae rostro en tierra” (1,28), a orillas del río Kebar.

El profeta Ezequiel: el carro de Yahveh

La gloria de Dios, volvemos a leer más adelante, se alzó de la ciudad (11,22). La presencia de Dios sale de la ciudad de Jerusalén y marcha hacia los exiliados, mostrando así que se aproxima la condenación de Jerusalén y que, por tanto, la tierra, la ciudad y el templo no son elementos esenciales de la alianza de Dios con su pueblo. Es la comunidad el lugar de su presencia.

Orígenes, en su lectura tipológica, ve a la Iglesia en Jerusalén y, en concreto, a cada cristiano. Por el pecado, dice a los fieles que escuchan sus homilías sobre Ezequiel, el cristiano pierde “la paz” de Jerusalén y es desterrado a la “confusión” de Babilonia. Pero la misericordia de Dios le acompaña con la palabra de sus enviados, para arrancarle del caos del mundo y devolverle a la paz de la Iglesia.

“Yo me encontraba allí con los exiliados a orillas del ríos Kebar” (1,1). “Allí, a orillas de los ríos de Babilonia, nos sentábamos a llorar, acordándonos de Sión; en los sauces de la orilla colgábamos nuestras cítaras. Allí nuestros enemigos nos pedían cánticos de alegría: ¡Cantad para nosotros un cantar de Sión! ¿Cómo cantar un canto de Yahveh en tierra extraña? ¡Jerusalén, si yo me olvido de ti, que se seque mi derecha! ¡Mi lengua se me pegue al paladar si no me acuerdo de ti, si no pongo a Jerusalén en el colmo de mi gozo!” (Sal 137).

En esa situación de llanto, a los cinco años del exilio, Dios, Padre de clemencia, visita a los israelitas. Con ellos está Ezequiel y “se abren los cielos” para él y para los desterrados. Ezequiel lo contempla para comunicarlo a los demás. Según Orígenes, “los oprimidos por el yugo del destierro ven con los ojos del corazón lo que el profeta contempla con los ojos de la cara”. Y san Jerónimo, en el Comentario al Evangelio de san Marcos, citando a Ezequiel, dice: “La fe plena tiene los cielos abiertos, mas la fe vacilante los tiene cerrados”.

Ezequiel ve los cielos abiertos, oye la voz de Dios y siente sobre su cabeza la mano del Señor. Ezequiel experimenta con toda su persona la presencia salvadora de Dios. Es la misma experiencia de Moisés, a quien Yahveh se le mostró “teniendo bajo sus pies como una base de zafiro brillante, puro como el cielo” (Ex 24,10). Es la experiencia de Isaías, a quien Dios se le aparece sentado en su trono y rodeado de su corte (Is 6,1ss). La novedad de Ezequiel está en el lujo de detalles con que nos muestra el carro de Dios en movimiento en todas direcciones. Isaías contempla a Dios sentado en un trono inmóvil, en el templo de Jerusalén. Ezequiel, en Babilonia, lejos del templo, que está a punto de desaparecer, contempla a Yahveh desligado de todo lugar, sentado sobre un carro esencialmente móvil, que se desplaza en todas las direcciones. Animadas por el Espíritu de Yahveh, las ruedas le aseguran esa movilidad sobre la tierra, y las alas le permiten moverse por los aires.

Dios no está ligado ni a la ciudad santa ni al templo de Jerusalén. Dios sigue a su pueblo en todas sus peregrinaciones. También le seguirá en su vuelta a Jerusalén. El libro de Ezequiel es la narración del itinerario de la gloria del Señor. La gloria, en su carro, sale de Jerusalén, permanece un tiempo en el exilio y retorna de nuevo para habitar en la Jerusalén reconstruida. El recorrido histórico de la gloria de Dios marca también el itinerario espiritual de Dios en busca del hombre. Dios está en éxodo con su pueblo, siempre en pascua. Sale de Egipto, cruza el desierto en el arca móvil y entra en la tierra. Ahora abandona Jerusalén, acompaña a Israel “en el desierto de los pueblos” (20,35), donde Dios “pone su santuario en medio de ellos” (37,26) hasta que llegue el tiempo en que la gloria de Dios vuelva “a su casa” en Jerusalén.

Para Ezequiel, como sacerdote, el lugar normal donde se muestra la gloria de Dios es el templo de Jerusalén. Pero, como profeta, Dios le llama a contemplar y anunciar que Dios no está ligado a un templo, a una tierra, sino a un pueblo. Dios muestra su gloria allí donde está su pueblo, en la asamblea congregada en el templo, o en el destierro, junto al río Kebar.

 El profeta Ezequiel: el carro de Yahveh

 


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