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EZEQUIEL, Parábolas, alegorías, cantos, enigmas y acciones simbólicas: 15. EL BOSQUE EN LLAMAS

Emiliano Jiménez Hernández

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El profeta Ezequiel: el bosque en llamas

 

 

                                                15. EL BOSQUE EN LLAMAS

 

Dios acontece en la vida de Ezequiel y le hace girar en torno. La palabra de Dios no es una palabra estática, que le deje indiferente. “La palabra de Yahveh me fue dirigida en estos términos: Hijo de hombre, vuelve tu rostro hacia el mediodía, destila tus palabras hacia el sur, profetiza contra el bosque de la región del Négueb” (21,1-2).

Ezequiel, buen conocedor de la geografía, para dirigirse a Jerusalén desde Babilonia, se vuelve hacia el sur. Según un mapa moderno parece que hay un error geográfico. Pero la verdad es que para un ejército de Babilonia que quisiera invadir Palestina, la única vía practicable consistía en costear el curso del Éufrates y luego descender a través de Siria hacia el sur. Así, pues, el bosque del sur es Jerusalén, hacia donde se dirige el fuego, la espada de Babilonia.

Nos encontramos con una palabra y una doble explicación: oral y a través de una acción. Tenemos ante nosotros el fuego, la espada y la palabra. Se trata del fuego del Señor que devora los árboles, de la espada que tala a los hombres de la tierra de Israel, y de la palabra del Señor que quema y penetra en las entrañas. Ezequiel tiembla, pero no puede evitar volverse hacia el mediodía y gritar contra el bosque del Négueb la palabra que Dios pone en sus labios:

            -Escucha la palabra de Yahveh. He aquí que yo te prendo fuego, que devorará todo árbol verde y todo árbol seco; será una llama que no se apagará, y arderá todo, desde el Négueb hasta el Norte.  Todo el mundo verá que yo, Yahveh, lo he encendido; y no se apagará (21,3-4).

Esta parábola del bosque en llamas tiene un antecedente en el profeta Amós. En los dos primeros capítulos, Amós, el profeta campesino, se imagina a Dios con una antorcha en la mano, que recorre siete capitales, incendiando los palacios de sus reyes y las casas y cosas de sus habitantes. Ezequiel, con su imaginación, recoge la imagen y la elabora a su modo, aplicándola a la tierra de Israel.

Es una palabra que implica una acción. Casi sentimos el crepitar del fuego que salta de árbol en árbol extendiéndose por todo el bosque. El fuego encendido por Dios no se apagará. Jerusalén será pasto de las llamas en su totalidad. Durante varios días y semanas siguió el crepitar de las llamas en sus calles. Los oyentes de Ezequiel, no pueden creer lo que oyen. No les cabe en la cabeza que Dios permita la destrucción de la ciudad santa. Para ellos el profeta no está en sus cabales. Un estremecimiento recorre las venas del profeta que oye, en vez del fuego, los cuchicheos de sus oyentes, para quienes se ha ganado el título de “narrador de fábulas”. A Ezequiel se le escapa la queja:

El profeta Ezequiel: el horno para fundir plata

 -¡Ah, Señor Yahveh!, todos van diciendo de mí: “¿No es éste un charlatán de parábolas?” (21,5)..

Dios replica a su profeta, aclarando la fábula, concretando la palabra. El fuego se vuelve espada. Y la región del Négueb se concreta en Jerusalén o toda la tierra de Israel. Si los oyentes de Ezequiel se vuelven sordos y no quieren entender la parábola del incendio del bosque, ahora el profeta les hablará sin parábolas. En nombre de Dios se pone de cara a Jerusalén para profetizar sobre ella y sobre el templo. Yahveh le dice:

-Hijo de hombre, vuelve tu rostro hacia Jerusalén, destila tus palabras hacia su santuario y profetiza contra la tierra de Israel. Dirás a la tierra de Israel: Así dice el Señor Yahveh: Aquí estoy contra ti; voy a sacar mi espada de la vaina y extirparé de ti al justo y al malvado. Para extirpar de ti al justo y al malvado va a salir mi espada de la vaina, contra toda carne, desde el Négueb hasta el Norte (21,7-9).

El fuego que abrasa todo árbol, tanto seco como verde, en el monte del Négueb, ahora se convierte en espada. El bosque sigue siendo la ciudad de Jerusalén y los árboles verdes y secos representan a todo el pueblo, justos y pecadores, contra quien se dirige la espada. Desde el sur al norte, desde el Négueb a Jerusalén, la espada, puesta por Dios en manos de Babilonia, será desenvainada para ejecutar el juicio de Dios sobre los hombres.

Ezequiel, impulsado por Dios, pone ante los ojos de sus oyentes, los desterrados de Babilonia, lo que acontece a dos mil kilómetros de distancia. Ellos no desean ni imaginar que Jerusalén, la delicia de sus ojos, el amor de su alma, pueda convertirse improvisamente en una selva envuelta en llamas. Pero el espectáculo del bosque en llamas o de la espada arrasando será un hecho revelador de Dios, como Señor de la historia:

-Y todo el mundo sabrá que yo, Yahveh, he sacado mi espada de la vaina y no volverá a la vaina (21,10).

Si los oyentes no toman en serio el trágico acontecimiento del fuego y la espada, que llegan desde Babilonia contra Jerusalén, Ezequiel, con sus gemidos les hará sentir la angustia que les espera.

-Y tú, hijo de hombre, lanza gemidos, con corazón quebrantado. Lleno de amargura, lanzarás gemidos ante sus ojos (21,11).

Dios le ordena a Ezequiel gemir y llorar, pero esto no es para el profeta un teatro; no es que debe fingirlo ante el pueblo. Es una acción con valor simbólico, pero la acción es real. Los gestos de dolor, que alcanzarán a todos, los vive Ezequiel por dentro y por fuera, en el corazón, en el espíritu, en los brazos y las piernas (7,17). Los lamentos de Ezequiel, expresión de los sentimientos de su corazón, son símbolo del dolor de los heridos por la espada, sufrimiento del que también participa el profeta de Dios. Con los gemidos de Ezequiel Dios espera que su palabra alcance a los oyentes:

-Y si acaso te dicen: “¿Por qué gimes?”, les dirás: “Por causa de una noticia a cuya llegada desfallecerán todos los corazones, desmayarán todos los brazos, todos los espíritus se amilanarán, y todas las rodillas se irán en agua. Ved que ya llega; es cosa hecha, oráculo del Señor Yahveh (21,12).

El profeta Ezequiel: el horno para fundir plata

Dios mismo se dedica a expandir el fuego, aplicando las llamas de árbol en árbol. Todo el bosque se transforma en un crepitar del fuego, que quema el árbol seco y el verde. Arden jóvenes y ancianos, impíos y justos. El árbol verde representa al justo, que es “como un árbol plantado junto a corrientes de agua”, mientras que el árbol seco es el malvado. Jesús, camino del Calvario, en su última hora, alude quizás a este texto de Ezequiel, al decir a las mujeres, que intentan consolarlo: “Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos. Porque llegarán días en que se dirá: ¡Dichosas las estériles, las entrañas que no engendraron y los pechos que no criaron! Entonces se pondrán a decir a los montes: ¡Caed sobre nosotros! Y a las colinas: ¡Cubridnos! Porque si en el leño verde hacen esto, en el seco ¿qué se hará?” (Lc 23,28-31).

La alusión a la espada trae a la mente de Ezequiel un canto a la espada, que Dios pone en manos de un desconocido para ejecutar su sentencia contra su pueblo:

-¡Espada, espada! Afilada está y bruñida. Afilada está para degollar, bruñida está para centellear...  Se la ha hecho bruñir para empuñarla; ha sido afilada la espada, ha sido bruñida para ponerla en manos del matador. Grita, da alaridos, hijo de hombre, porque está destinada a mi pueblo, a todos los príncipes de Israel destinados a la espada con mi pueblo. Por eso golpéate el pecho, pues la prueba está hecha... Y tú, hijo de hombre, profetiza y bate palmas ¡Golpee la espada dos, tres veces, la espada de las víctimas, la espada de la gran víctima, que les amenaza en torno! A fin de que desmaye el corazón y abunden las ocasiones de caída, en todas las puertas he puesto yo matanza por la espada, hecha para centellear, bruñida para la matanza. ¡Toma un rumbo: a la derecha, vuélvete a la izquierda, donde tus filos sean requeridos! Yo también batiré palmas, saciaré mi furor. Yo, Yahveh, he hablado (21,13-22).

Con un estilo entrecortado, el profeta imagina al degollador que blande la espada, haciéndola fulgurar como el rayo sobre el pueblo de Judá y sobre los príncipes de Israel. El profeta aplaude y anima a que se cumpla la voluntad de Dios y, al mismo tiempo, sufre con el pueblo, golpeándose el pecho de dolor.

Ya Isaías (c. 10) había presentado a Asiria como el bastón con el que Dios castigaba al reino de Israel y de Judá. También Jeremías ha presentado a Babilonia y a Nabucodonosor como el martillo con el que el Señor golpea a su pueblo (Jr 51,20ss). Ahora Ezequiel, cargando los tonos, presenta a Dios desenvainando la espada y colocándola en la mano de Nabucodonosor para  herir “a mi pueblo” Israel.

El desconocido que empuña la espada del Señor ahora se hace conocido. Ezequiel nos presenta al rey de Babilonia con la espada desenvainada. Ezequiel le contempla en el momento en que está indeciso hacia dónde dirigirse. Y Dios encomienda a su profeta que ponga una doble señal para orientar los pasos de Babilonia hacia Amón y hacia Judá, que esta vez se han aliado contra Babilonia. Sedecías, aliándose con Amón, ha quebrantado su juramento de fidelidad a Babilonia. Nabucodonosor se enfrenta a ambos pueblos:

            -Y tú, hijo de hombre, marca dos caminos para la espada del rey de Babilonia, que salgan los dos del mismo país; pon una señal, márcala en el arranque del camino de la ciudad; traza el camino para que la espada se dirija a Rabbá de los ammonitas y a Judá, a la fortaleza de Jerusalén.  Porque el rey de Babilonia se ha detenido en el cruce de los dos caminos, para consultar a la suerte. Sacude las flechas, interroga a los ídolos, observa el hígado (21,24-26).

Hechas las consultas mágicas y consultados los ídolos, la suerte cae primero sobre Jerusalén. En realidad detrás de la suerte está la voluntad de Dios, que ha decidido apresar en el lazo a los habitantes de Judá por sus pecados, en particular por los de su príncipe Sedecías, a quien arrebatarán el turbante y la corona. Con alaridos y gritos de guerra el ejército de Babilonia parte hacia la plaza fuerte de Israel:

-En su mano derecha está la suerte de Jerusalén: ¡A prorrumpir en alaridos y lanzar gritos de guerra, a situar arietes contra las puertas, a levantar un terraplén, a hacer trincheras! (21,27).

La urgencia sugiere que la palabra se transforma en acción. El asedio de Jerusalén es una realidad increíble:

-Para ellos y a sus ojos, no es más que un vano presagio: se les había dado un juramento. Pero él recuerda las culpas por las que caerán presos (21,28).

¿Es Nabucodonosor o es Dios? Babilonia asedia Jerusalén. Pero es el Señor Yahveh quien acusa al pueblo y, en concreto, a su rey Sedecías:

-Porque os denuncian vuestras culpas y se descubren vuestros crímenes, porque se hacen patentes vuestros pecados en todas vuestras acciones, caeréis presos en su mano. Y en cuanto a ti, vil criminal, príncipe de Israel, cuya hora ha llegado con la última culpa, así dice el Señor Yahveh: se te quitará la tiara, se te despojará de la corona; todo será transformado; lo humilde será elevado, lo elevado será humillado. Ruina, ruina, ruina, eso es lo que haré con él, como jamás la hubo, hasta que llegue aquel a quien corresponde el juicio y a quien yo se lo encargaré (21,29-32).

Con duras expresiones Ezequiel pronuncia la sentencia de Dios sobre el rey de Israel. A Sedecías se le despojará de sus insignias reales. Y la ciudad, sin rey y sentenciado a muerte el pueblo, cae en la ruina y el caos total. La confusión reina en todo, lo alto se confunde con lo bajo y lo bajo con lo alto, al bien se le llama mal y al mal se le llama bien. ¡El crimen cobra valor de derecho humano! El hombre queda desorientado. Así lo había ya lamentado Isaías: “¡Ay de los que llaman al mal bien, y al bien mal; que dan oscuridad por luz, y luz por oscuridad; que dan amargo por dulce, y dulce por amargo!” (Is 5,20).

Ejecutada la sentencia contra Jerusalén, la espada se dirige contra los ammonitas:

-Y tú, hijo de hombre, profetiza y di: Así dice el Señor Yahveh contra los ammonitas y contra sus burlas: ¡La espada, la espada está desenvainada para la matanza, bruñida para devorar, para centellear ‑ mientras se tienen para ti visiones vanas, y para ti se presagia la mentira ‑, para degollar a los viles criminales cuya hora ha llegado con la última culpa! (21,33-34).

La historia termina con la ejecución de la misma espada. Cumplida su misión, Dios condena a Babilonia, ejecutora de sus órdenes. El fuego, que devoró el bosque, devora la misma espada que forjó. Babilonia será derrotada en su propia tierra. Y, una vez destruida, no quedará memoria de ella:

-Vuélvela a la vaina. En el lugar donde fuiste creada, en tu tierra de origen, te juzgaré yo; derramaré sobre ti mi ira, soplaré contra ti el fuego de mi furia, y te entregaré en manos de hombres bárbaros, agentes de destrucción. Serás pasto del fuego, tu sangre correrá en medio del país. Y no quedará de ti memoria alguna, porque yo, Yahveh, he hablado (21,35-37).

El oráculo se revuelve repentinamente contra la espada, es decir, contra Babilonia, de la que Dios se ha servido como instrumento de castigo contra Israel y contra Ammón. Babilonia se ha sobrepasado en sus atribuciones y el fuego de la ira de Dios se abatirá sobre ella. El capítulo termina como había comenzado con la evocación del fuego devorador.

El profeta Ezequiel: el horno para fundir plata

 

 


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