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Santo Cura de Ars: Sermón sobre  LA ORACIÓN


Santo Cura de Ars: Sermón sobre la Oración

 

Amen, amen dico vobis: si quid petieritis Patrem in nomine meo, dabit vobis.
En verdad os digo, todo cuanto pidiéreis a mi Padre en mi nombre, os lo concederá: (S. In., XVI, 23.)



Nada más consolador para nosotros que las promesas que Jesucristo nos hace en el Evangelio, al decirnos que todo cuanto pidamos a su Padre en su nombre, nos será concedido. No contento con esto, no solamente nos permite pedirle lo que deseamos, sino que nos insta a ello, llegando hasta a mandárnoslo. Así hablaba a sus Apóstoles (Joam., XVI, 24.): "He aquí que hace ya tres años estoy con vosotros y no me pedís nada. Pedidme, pues, a fin de que vuestra alegría sea llena y perfecta". Lo cual nos indica que la oración es la fuente de todos los bienes y de toda la felicidad que podemos esperar aquí en la tierra. Siendo esto así, si nos hallamos tan pobres, tan faltos de luces y de dones de la gracia, es porque no oramos o lo hacemos mal. Digámoslo con pena: muchos ni siquiera saben lo que sea orar, y otros sólo sienten repugnancia por un ejercicio tan dulce y consolador para todo buen cristiano. En cambio, vemos a algunos orar pero sin alcanzar nada, lo cual proviene de que oran mal; es decir, sin preparación y hasta sin saber lo que van a pedir a Dios. Mas, para mejor haceros sentir la magnitud de los bienes que la oración nos procura, os diré que todos los males que nos agobian en la tierra vienen precisamente de que no oramos o lo hacemos mal; y si queréis saber la razón de ello, aquí la tenéis: si acertásemos a orar ante Dios cual debe hacerse, nos sería imposible caer en pecado; y si nos hallásemos exentos de pecado, volveríamos a un estado, por decirlo así, semejante al de Adán antes de su caída. Voy a mostraros:

1.° Cómo sin la oración nos es imposible salvarnos;

2.° Cómo la oración lo puede todo delante de Dios;

3.° Qué cualidades ha de reunir la oración para ser agradable a Dios y meritoria para el que la hace.

I.- Para mostraros el poder de la oración y las gracias que del cielo nos alcanza, os diré que por la oración es como los justos han tenido la dicha de perseverar. La oración es para nuestra alma lo que la lluvia para el cielo. Abonad un campo cuanto os plazca; si falta la lluvia, de nada os servirá cuanto hayáis hecho. Así también, practicad cuantas obras os parezcan bien; si no oráis debidamente y con frecuencia, nunca alcanzareis vuestra salvación; pues la oración abre los ojos del alma, hácele sentir la magnitud de su miseria, la necesidad de recurrir a Dios y de temer su propia debilidad.

El cristiano confía solamente en Dios; nada espera de sí mismo. Sí, por la oración es como perseveraron los justos. Era la oración lo que inflamaba sus corazones con el pensamiento de la presencia de Dios, con el deseo de agradarle y de no servir más que a Él. Mirad a Magdalena; ¿en qué se ocupa después de su conversión? ¿No es por ventura en la oración? Mirad a San Pedro; mirad aún a San Luis, rey de Francia, quien, en sus viajes, en vez de pasar la noche durmiendo en su lecho, pasábala en una iglesia orando y pidiendo a Dios el don precioso de perseverar en su gracia. Mas, sin ir tan lejos, ¿no observamos nosotros mismos cómo, a medida que descuidamos la oración, vamos perdiendo el gusto por las cosas el cielo? No pensamos más que en la tierra: pero, si reanudamos nuestra oración, sentimos renacer también en nosotros el pensamiento y el deseo de las cosas del cielo. Cuando tenemos la dicha de estar en gracia de Dios, o bien recurriremos a la oración, o podemos tener la certeza de no perseverar largo tiempo en el camino del cielo.

En segundo lugar, decimos que todos los pecadores, salvo extraordinario e insólito milagro, se convirtieron por la oración. Mirad lo que hace Santa Mónica para alcanzar la conversión de su hijo: o bien la hallaréis al pie del crucifijo, orando y llorando; o bien la veréis junto a personas buenas y prudentes para recabar su auxilio y sus oraciones. Ved al mismo San Agustín cuando quiso de veras convertirse; miradle en el jardín, entregado a la oración y a las lágrimas a fin de mover el corazón de Dios y cambiar el suyo. Por más que seamos pecadores, si recurrimos a la oración y la practicamos debidamente, podremos estar seguros de que Dios nos ha de perdonar. No nos extrañe, pues, que el demonio haga todos los posibles para movernos a dejar la oración o a practicarla mal, pues sabe mejor que nosotros cuán temible sea ella al infierno v cómo es imposible que Dios pueda denegarnos lo que le pedimos al orar. ¡Cuántos pecadores saldrían del pecado, si acertasen a recurrir a la oración !

En tercer lugar; digo que todos los condenados se perdieron porque no oraron o porque oraran mal. De lo cual deduzco que, sin la oración, habremos de perdernos por toda una eternidad, mientras que, con la oración bien hecha, tenemos la seguridad de salvarnos. Los santos estaban de tal manera convencidos de la eficacia de la oración, que, no contentos con dedicarse a ella durante el día, empleaban en tal ejercicio noches enteras. ¿Por qué, pues, sentimos tanta repugnancia por una práctica tan dulce y consoladora? Es porque la hacemos mal, y nunca hemos sentido las delicias que en ella experimentaban los santos...

En efecto, la oración bien hecha es aceite balsámico que se extiende por toda el alma y parece hacernos sentir ya la felicidad de que gozan los bienaventurados en el cielo. Es esto tan cierto, que leemos en la vida de San Francisco de Asís que, estando en oración, caía muchas veces en éxtasis, hasta tal punto que no podía discernir si se hallaba en la tierra, o en el cielo entre los
bienaventurados. Tan abrasado estaba por el fuego divino que la oración encendía en su corazón, que llegaba a comunicarle calor sensible. Un día, mientras se hallaba en la iglesia, sintió un acceso de amor tan violento, que hubo de exclamar en alta voz : "Dios mío, no puedo más".

-Pero, pensaréis para vosotros mismos, esto sucederá a los que saben orar bien y proferir hermosas palabras.-No es, a las largas y bellas oraciones a lo que Dios mira, sino a las que salen del fonda del corazón, con gran reverencia y vehemente deseo de agradarle. Ved de ello un hermoso ejemplo. Refiérese en la vida de San Buenaventura, gran doctor de la Iglesia, que un religioso muy sencillo le dijo: "Padre mío, ¿creéis que yo, con mi poca instrucción, podré orar y amar a Dios?" San Buenaventura le contestó: "¡Ay!, amigo mío, precisamente los simples y humildes son los que más agradan a Dios y aquellos a quienes El ama con mayor ternura". Admirado aquel religioso de lo que acababa de saber, se fue a la puerta del monasterio, y decía a cuantos pasaban por allí: "Venid, amigos míos, tengo que datos una buena noticia: el doctor Buenaventura me ha dicho que nosotros, aunque

ignorantes, podemos amar a Dios tanto coma los sabios. ¡Qué dicha para nosotros, poder amar y agradar a Dios, con todo y ser ignorantes!" Ya veis, pues, cómo es cosa fácil y consoladora orar delante del Señor.

Decimos que la oración es la elevación de nuestra corazón a Dios. Mejor dicho, es una dulce conversación de un hijo con su padre, de un súbdito con su rey, de un criado con su dueño, de un amigo con su amigo en el sena del cual deposita sus tristezas y sus penas. Para mejor haceros cargo de la excelsitud de la oración, considerad cómo es tina vil criatura la que Dios recibe en sus brazos para prodigarle toda suerte de bendiciones. ¿Queréis saber aún más? La oración es la unión de cuanto hay de más vil con lo más grande, más poderoso, más perfecto en todos los órdenes que imaginar podamos. Decidme, ¿necesitamos algo más para penetrarnos de la excelencia y necesidad de la oración?. Ya veis, pues, cuán necesaria sea ella para agradar a Dios y salvarnos.

Por otra parte, no podemos hallar la felicidad aquí en la tierra si no amamos a Dios; y solamente podemos amarle orando. Así vemos que Jesucristo, para animarnos a recurrir frecuentemente a la oración, nos promete no denegarnos nada cuando oremos de la manera debida. Mas no hay necesidad de ir muy lejos para convenceros de que debemos orar con frecuencia; no tenéis más que abrir el catecismo, y allí veréis que el deber de todo buen cristiano es orar por la mañana, por la noche, y a menuda durante el día: o sea, hemos de orar siempre.

Un cristiano que desea salvar su alma, por la mañana, al despertarse, debe hacer la señal de la cruz, consagrar su corazón a Dios, ofrecerle todas sus obras, y prepararse para la oración: No ha de empezar jamás el trabajo sino después de haber orado. No perdamos nunca de vista, que es la mañana el momento en que Dios nos tiene preparadas todas las gracias necesarias para pasar santamente el día; pues Él sabe y conoce todas las ocasiones que de pecar se nos presentarán, y todas las tentaciones a que el demonio nos someterá durante el día; y si oramos de rodillas y cual debemos, el Señor nos otorgará todas las gracias que necesitemos para no sucumbir.

Por esto el demonio hace cuanto puede para que dejemos la oración o la hagamos mal, plenamente convencido, como lo confesó un día por boca de un poseso, de que, si puede obtener para sí el primer momento de la jornada, tiene ya la seguridad de obtener también lo restante. ¿Quién de nosotros podrá oír, sin llorar de compasión, a esos pobres cristianos que se atreven a deciros que no tienen tiempo para orar?

¡Pobres ciegos! ¿Qué obra es más preciosa, la de trabajar por agradar a Dios y salvar el alma, o la de dar de comer al ganado de las cuadras, o bien llamar a los hijos o sirvientes para enviarlos a remover la tierra o el estercolero? ¡Dios mío, cuán ciego es el hombre! ... ¡No tenéis tiempo!, más, decidme, ingratos, si Dios os hubiese enviado la muerte esta noche, ¿habríais trabajado? Si Dios os hubiese enviado tres o cuatro meses de enfermedad, ¿habríais trabajado? Id, miserables, merecéis que el Señor os abandone en vuestra ceguera y en ella perezcáis. ¡Hallamos ser demasiada dedicarle algunos minutos para agradecer las gracias que en todo momento nos concede! -Quieres dedicarte a tu tarea, dices. Pero, amigo mío, te engañas miserablemente, ya que tu tarea no es otra que agradar a Dios y salvar tu alma; todo lo demás no es tu tarea: si tú no la haces, otros la harán; mas si pierdes el alma, ¿quién la salvará? Vete, eres un insensato: cuando estés en el infierno, entonces conocerás lo que debías practicar y, desgraciadamente, no has practicado.

Pero, me diréis, ¿cuáles son las ventajas que con la oración obtenemos, para que hayamos de orar con tanta frecuencia? -Vedlas. La oración hace que hallemos menos pesada nuestra cruz, endulza nuestras penas y nos vuelve menos apegados a la vida, atrae sobre nosotros la mirada misericordiosa de Dios, fortalece nuestra alma contra el pecado, nos hace desear la penitencia y nos inclina a practicarla con gusto, nos hace comprender y sentir hasta qué punto el pecado ultraja a Dios Nuestro Señor.

Mejor dicho, mediante la oración agradamos a Dios, enriquecemos nuestras almas v nos aseguramos la vida eterna. Decidme, ¿necesitamos aún más para decidirnos a que nuestra vida sea una continua oración mediante nuestra unión con Dios? ¿Cuando se ama a alguien, hay necesidad de verle para pensar en él? No, ciertamente. Por lo mismo, si amamos a Dios, la oración nos será tan familiar como la respiración. Sin embargo, debo advertiros que, para orar de manera que dicha práctica pueda lograrnos los favores que os acabo de enumerar, no basta dedicar a ella un breve instante, ni hacerla con precipitación. Dios quiere que empleemos en la oración el tiempo conveniente, que haya espacio suficiente para pedirle las gracias que nos son necesarias, agradecerle sus favores y llorar nuestras culpas pasadas, pidiéndole perdón de las mismas.

Pero, me diréis, ¿cómo podremos orar continuamente? - Nada más fácil: ocupándonos de Nuestro Señor, de tiempo en tiempo, mientras trabajamos; ora haciendo un acto de amor, para testimoniarle que le amamos porque es bueno y digno de ser amado; ora un acto de humildad, reconociéndonos indignos de las gracias con que no cesa de enriquecernos; ora un acto de confianza, pensando que; aunque miserables, sabemos que Dios nos ama y quiere hacernos felices. O también, podremos pensar en la pasión y muerte de Jesucristo: le contemplaremos en el huerto de los Olivos, aceptando la pesada cruz; nos representaremos su coronación de espinas, su crucifixión, y si queréis, recordaremos su encarnación, su nacimiento, su huída a Egipto, podemos pensar también en la muerte, en el juicio, en el infierno o en el cielo.

Rezaremos algunas preces en honor del santo Angel de la Guarda, y no dejaremos nunca de bendecir la mesa, ni de dar gracias después de la comida, de rezar el Angelus, y el Ave María cuando dan las horas: todo lo cual nos va recordando nuestro último fin, nos hace presente que en breve ya no estaremos en la tierra, y así nos iremos desligando de ella, procuraremos no vivir en pecado por temor de que la muerte nos sorprenda en tan miserable estado. Ya veis, cuán fácil es orar constantemente, practicando lo que hemos dicho. Esta es la manera cómo oraban siempre los santos.

II.- El segundo motivo que debe inducirnos a recurrir a la oración, es que todo el provecho redunda en favor nuestro. El Señor conoce dónde está nuestra felicidad y sabe que solamente por la oración podemos procurárnosla. Por otra parte, ¡cuán grande honor para una vil criatura cual nosotros, el que todo un Dios quiera abajarse hasta ella y conversar con ella tan familiarmente coma un amigo que habla con otro amigo? Ved cuánta es su bondad al permitirnos que le comuniquemos nuestras penas y nuestras aflicciones. Y este buen Salvador pone toda su diligencia en consolarnos, en sostenernos en las pruebas, o por decirlo mejor, en sufrirlas por nosotros. Decidme, el dejar de orar ¿no, sería equivalente a renunciar a nuestra salvación y a nuestra felicidad aquí en la tierra, toda vez que sin la oración no podemos menos de ser desgraciados, mientras que mediante la oración estamos seguros de alcanzar cuanto nos sea necesario para el tiempo y para la eternidad, según ahora vamos a ver?

Primeramente digo que todo le está prometido a la oración, y en segundo lugar, que la oración bien hecha lo alcanzará todo: es ésta una verdad que Jesucristo nos repite casi en cada página de la Sagrada Escritura. La promesa de Jesucristo es formal: "Pedid, nos dice, y recibiréis; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá. Todo cuanto pidáis al Padre en mi nombre, lo obtendréis, si lo pedís con fe". Mas no se contenta Jesucristo con decirnos que la oración bien hecha lo alcanza todo. Para mejor convencernos de ello, nos lo asegura con juramento (Juan XIV, 13.): "En verdad, en verdad os digo, que todo cuanto pidiereis a mi Padre en mi nombre, os lo concederé". Después de estas palabras del mismo Jesucristo, me parece que es va imposible dudar de la eficacia de la oración.

Por otra parte, ¿de dónde podría venir nuestra desconfianza?, ¿sería de nuestra indignidad? Pero Dios sabe muy bien que como pecadores y culpables, que oramos en su nombre, y que, ante todo, contamos con su infinita bondad. Y nuestra indignidad ¿no está cubierta y como disimulada por, sus méritos? ¿Será, pues, por ser nuestros pecados demasiado horribles o demasiado numerosos? Mas ¿no le es a Dios igualmente fácil perdonarnos un pecado que mil? ¿No dió principalmente su vida por los pecadores?. Escuchad lo que nos dice el Rey Profeta: "¿Se ha visto jamás a alguien que haya orado al Señor y cuya oración haya sido desoída?" (Eccli., II, 12.) , "Sí, nos dice, cuantos invocan al Señor y recurren a É1, han experimentado los efectos de su misericordia."

Para sentir esto mejor, veamos algunos ejemplos. Mirad a Adán pidiendo misericordia después de su pecado. No solamente el Señor le perdona a él, sino además a toda su descendencia; le promete su Hijo, que deberá encarnarse, sufrir y morir para reparar su pecado. Ved a los ninivitas, grandes pecadores, a quienes el Señor envió el profeta Jonás, para que les avisase que iba a castigarlos de la manera más espantosa: a saber, haciendo bajar fuego del cielo (Jon.; III; 4.). Se entregan todos a la oración, y el Señor los perdona.

Hasta en aquella ocasión en que el Señor se decidió a destruir el mundo por el diluvio universal, si aquellos pecadores hubiesen recurrido a la oración, con seguridad el Señor los hubiera perdonado. Y si proseguís leyendo las Escrituras, veréis a Moisés sobre la montaña, mientras Josué lucha con los enemigos del pueblo de Dios. Cuando Moisés ora, los israelitas vencen ; más, en cuanto cesa su oración, los israelitas son vencidos: Ved aún al mismo Moisés pidiendo al Señor que perdone a treinta mil culpables a los cuales había resuelto perder : con sus oraciones, forzó, por decirlo así al Señor a perdonarlos. "No, Moisés, le dijo el Señor, no intercedas por este pueblo, no quiero perdonarle." Moisés continúa en su oración, v el Señor es vencido por las preces de su siervo, y perdona a su pueblo.

¿Qué hace Judit para librar a su patria de aquel su temible enemiga? Acude a la oración y, llena de confianza en el Señor ante quien se acaba de postrar, va a la morada de Holofernes, le corta la cabeza y salva a su patria. Ved al piadoso rey Ezequías, a quien el Señor envió un profeta para advertirle que pusiese en orden sus negocios, pues iba a morir, Prosternóse delante del Señor, suplicándole que no le arrebatase aún de este mundo. Movido el Señor por sus oraciones, concedióle quince años más de vida. Si seguís adelante, veréis al publicano que, reconociéndose culpable, acude al templo para implorar de Dios el perdón. El mismo Jesucristo nos dice que sus pecados le fueron perdonados. Ved a la pecadora, prosternada a los pies de Jesús, orando con lágrimas en los ojos. Y ¿no le responde Jesucristo: "Te son perdonados tus pecados"?. El buen ladrón, aunque lleno de los más enormes crímenes hace oración desde la cruz, y no sólo Jesucristo le perdona, sino que le promete que en aquel mismo día estará en el cielo con Él. Si tuviésemos que citar a cuantos han alcanzado el perdón orando, tendríamos
que enumerar a todos los santos que fueron pecadores; ya que por la oración tuvieron la dicha de reconciliarse con Dios, el cual dejóse conmover por sus súplicas.

III.- Mas pensaréis tal ver : ¿De dónde proviene que, a pesar de tantas oraciones, seamos siempre pecadores, sin mejorar en lo más mínimo?- Nuestra desgracia, amigo mío, proviene de que no oramos cual deberíamos, esto es, oramos sin preparación y sin deseo de convertirnos, y muchas veces sin saber lo que a Dios hemos de pedir. No dudéis de esto, pues cuantos pecadores pidieron a Dios su conversión la obtuvieron, y todos los justos que suplicaron a Dios la perseverancia, perseveraron. - Mas alguien me dirá: Se experimentan demasiadas tentaciones. - ¿Eres excesivamente tentado, amigo mío? Ora, y ten la seguridad de que la oración te dará fuerzas para resistir la tentación. ¿Tenéis necesidad de la gracia? Pues la oración te la obtendrá.

Si dudas de ello, oye lo que nos dice Santiago, a saber: que mediante la oración dominamos al mundo, al demonio y a nuestras pasiones. Por muchas que sean las penas que experimentemos, si oramos, tendremos la dicha de soportarlas enteramente resignados a la voluntad de Dios; y por violentas que sean las tentaciones, si recurrimos a la oración, las dominaremos. Mas ¿qué hace el pecador? Vedlo aquí. Tiene la plena convicción de que la oración le es absolutamente necesaria para evitar el mal y para obrar el bien, así como para salir del pecado cuando ha caído en él; pero mirad su gran ceguera: o no hace oración, o la hace mal. ¿Que no es cierto esto?

Ved la manera de orar que tiene un pecador, suponiendo que ore, pues la mayor parte de los pecadores no lo hacen; veréis que se levantan y se acuestan como bestias. Mas observemos a aquel pecador orando: vedle recostado en una poltrona, o echado sobre la cama rezando mientras se viste o se desnuda, o va andando o gritando; hasta tal vez jurando, a la zaga de sus criados o de sus hijos. ¿ Con qué preparación se pone a orar?. Con ninguna. Frecuentemente y en la mayoría de los casos, esta clase de gente acaba su pretendida oración, no solamente sin saber lo que ha dicho sino hasta sin pensar ante quien se hallaba, ni lo que iba a hacer o a pedir. Miradlos en la casa de Dios; ¿no os inspira compasión su actitud?. ¿Hácense cargo de que están en la santa presencia de Dios?.

Indudablemente que no: miran a los que entran o salen, hablan con los de al lado, bostezan, duermen, se fastidian, y hasta tal vez se enojan porque las funciones, a su parecer, son demasiado largas. Toman el agua bendita con la misma devoción que sacan la de un cubo para beber. Con duros trabajos hincan las rodillas. pareciéndoles ya demasiado inclinar un poco la cabeza durante la Consagración o la Bendición. Los veréis paseando su mirada por el templo, fijándola tal vez en aquello que puede inducirlos al mal; aun no han entrado y va quisieran estar fuera. Al salir, los oiréis exclamar cual si fuesen personas sacadas de una cárcel y puestas en libertad. Pues bien, tal es la miseria del pecador, y por cierto que es muy grande. Y al considerar esto, ¿deberá admirarnos que los pecadores continúen en sus pecarlos y perseveren en tan miserable estado?

Hemos dicho, en tercer lugar, que los provechos de la oración van anejos a la manera como cumplamos tal deber, según ahora vamos a considerar.

1.° Para que la oración sea agradable a Dios y provechosa al que la hace, es necesario hallarse en estado de gracia o lo menos tener una firme resolución de salir cuanto antes del pecado, puesto que la oración de un pecador que no quiere salir del pecado, es un insulto que se hace a Dios.

2.° Para que nuestra oración esté bien hecha, es necesario habernos preparado antes. Toda oración hecha sin prepararse, es una oración defectuosa, y esta preparación consiste en pensar un rato en Dios antes de arrodillarnos en su presencia, considerando a quién vamos a hablar y lo que le hemos de pedir. ¡Cuán escasos son los que se preparan, y por lo mismo, cuán pocos oran de una manera debida, es decir, en forma adecuada para ser escuchados favorablemente!. Por otra parte, ¡qué os ha de conceder el Señor si no le pedís nada, ni deseáis nada! - Más claro: sois como un pobre hombre que no quiere limosna, como un enfermo que no quiere sanar, como un ciego que quiere permanecer en su ceguera; en fin, como un condenado que no quiere ir al cielo, sino que consiente en bajar al infierno.

En segundo lugar, hemos dicho que la oración es la elevación de nuestro corazón a Dios, una dulce conversación entre la criatura y su Criador. No será pues orar debidamente el pensar en cosas ajenas, mientras estamos en oración. Apenas nos demos cuenta de que nuestro espíritu se distrae, es necesario ponerse de nuevo ante la presencia de Dios, humillarnos ante la divina Majestad, y no dejar nunca la oración porque no experimentemos gusto al orar.

Por el contrario, hemos de pensar que, cuanto más pesadez sintamos, más meritoria será vuestra oración a los ojos de Dios, si perseveramos en ella siempre con la intención de agradarle. Refiérese en la historia que, en cierta ocasión, un santo decía a otro santo: "¿A qué será debido que, mientras oramos, nuestro espíritu se llena de mil pensamientos ajenos, los cuales quizá no nos acudirían, si no estuviésemos ocupados en la oración?" El otro le contestó: "Ello no es extraño, amigo mío : ante todo, el demonio prevé las abundantes gracias que por la oración podemos alcanzar y, por consiguiente, desespera de ganar a una persona que ore debidamente; además, cuanto mayor es el fervor con que oramos, más excitamos su furor". Otro santo, a quien se le apareció el demonio, le preguntó por qué se ocupaba continuamente en tentar a los cristianos. Y el demonio le respondió que se le hacía insoportable que un cristiano, que tantas veces ha pecado, pudiese obtener aún el perdón, y que en tanto hubiese un cristiano en la tierra, él lo tentaría. Después le preguntó de qué manera los tentaba. Contestóle el demonio: "A unos les meto el dedo en la boca para hacerlos bostezar; a otros hago que duerman; a otros hago vagar su pensamiento de un lugar a otro". ¡Ay!, demasiado verdad es esto; podemos experimentarlo cuantas veces nos ponemos en la presencia de Dios para orar.

Refiérese que, habiendo observado el superior de un monasterio que uno de sus religiosos, antes de comenzar sus oraciones, se movía en ademán de hablar con alguien, le preguntó en qué se ocupaba en aquellos momentos. "Padre mío, le dijo, es que antes de comenzar mis oraciones, tengo la costumbre de llamar a mis pensamientos y deseos diciéndoles: Venid todos y adoremos a Jesucristo nuestro Dios".

¡Cuán agradable era contemplar la oración de los primeros cristianos!, nos dice Casiano. Era tan grande el respeto que tenían a la presencia de Dios; era tanto su silencio y recogimiento, que parecían muertos: veíaselos en la iglesia temblorosos; no había allí ni sillas ni bancos; permanecían todos prosternados cual criminales que esperasen la sentencia. Pero también, ¡cuán rápidamente se poblaba el cielo, y cuán delicioso era vivir en la tierra! ¡Felices los que vivieron en aquellos tiempos dichosos!

3.° Hemos dicho que nuestras oraciones han de ser hechas con confianza, y con una esperanza firme de que Dios puede y quiere concedernos lo que le pedimos, mientras se lo supliquemos debidamente. Todas las veces que Jesucristo nos promete no negar nada a la plegaria, añade esta condición: "Si lo pedís con fe". Cuando alguien le imploraba su curación u otra cosa, nunca se olvidaba de decirle: "Hágase según tu fe". Por otra parte, ¿qué nos podrá hacer dudar, cuando nuestra confianza está apoyada en la omnipotencia de Dios que es infinita, en su misericordia sin límites, v en los méritos infinitos de Jesucristo, en nombre del cual oramos? Al orar en nombre de Jesucristo, no somos nosotros quienes oramos, es el mismo Jesucristo quien ora por nosotros a su Padre.

El Evangelio nos ofrece un hermoso ejemplo de la fe que debemos tener al orar, en la persona de aquella mujer que sufría flujo de sangre. Decíase ella a sí misma: "Si puedo llegar a tocar aunque sea sólo el borde de su manto, tengo la seguridad de que sanaré". Ya veis cómo ella creía firmemente que Jesucristo podía curarla y con qué confianza esperaba una curación que deseaba ardientemente. En efecto, al pasar el Salvador junto a ella, arrojóse a sus pies, tocó su manto, y al momento quedó sana. Viendo Jesucristo su fe, la miró bondadosamente, y le dijo: "Anda, tu fe te ha salvado". Sí, a esta fe, a esta confianza está todo prometido.

4.- Decimos que, al orar, es preciso tener una intención pura tocante a lo que pedimos, y solamente implorar lo que mire a la gloria de Dios y a nuestra salvación. Podéis pedir cosas temporales, nos dice San Agustín ; mas siempre con la intención de que os serviréis de ellas para gloria de Dios, para salvación de vuestra alma y la de vuestro prójimo; de lo contrario, vuestras peticiones procederían del orgullo o de la ambición; y entonces, si Dios rehúsa concederos lo que le pedís, es porque no quiere perderos. Mas ¿qué acontece en nuestras oraciones?, nos dice además San Agustín: pedimos una cosa y deseamos otra. Al rezar el Padre nuestro, decimos: "Padre nuestro que estás en los cielos; es decir: Dios mío, desligadnos de este mundo; concedednos la gracia de saber despreciar todas aquellas cosas que sólo sirven para la vida presente; hacednos la gracia de que todos nuestros pensamientos y deseos sean sólo para el cielo! " ¡Ay!, si Dios nos concediera esta gracia, muchos de nosotros íbamos a quedar disgustados.
Hemos de orar con frecuencia, pero debemos redoblar nuestras oraciones en las horas de prueba, en los momentos en que sentimos el ataque de la tentación. Ved un ejemplo. Leemos en la historia que, en tiempo del emperador Licimo, dióse una orden, según la cual todos los soldados debían ofrecer sacrificios al demonio. Entre ellos hubo cuarenta que se negaron a cumplirla, diciendo que los sacrificios sólo a Dios eran debidos y de ninguna manera al demonio. Se les hizo toda clase de promesas. Al ver que nada era capaz de rendirlos, después de someterlos a una serie de tormentos, fueron condenados a ser arrojados desnudos en un lago de agua helada, durante la noche, en los rigores del invierno, para que muriesen de frío.

Los santos mártires, al verse así condenados, díjéronse unos a otros: "Amigos, ¿que nos queda al presente sino ponernos en las manos de Dios omnipotente, el único de quien podemos obtener la fortaleza y la victoria?. Recurramos a la oración y oremos continuamente para atraer sobre nosotros las gracias del cielo; pidamos a Dios que nos conceda a los cuarenta la dicha de perseverar". Mas, para tentarlos, colocóse muy cercano a aquel sitio un baño caliente. Por desgracia, uno entre ellos desfalleció, abandonó el combate, y fué a meterse en el baño caliente; pero al entrar en él perdió la vida. El que los custodiaba, viendo bajar del cielo treinta y nueve coronas y otra que quedaba suspendida en las alturas, "¡Ah !, exclamó, ¡es la de aquel infeliz que ha abandonado a sus compañeros!...", y arrojóse al estanque helado, para ocupar el lugar del que aquél había desertado, y así recibió el bautismo de sangre. Como al día siguiente estuviesen aún con vida, ordenó el gobernador que fuesen echados al fuego. Habiendo sido puestos en un carro todos, excepto el más joven a quien confiaba conquistar aún, su madre, que era testigo de la escena, exclamó: ¡ hijo mío, ten valor!, un momento de sufrir te valdrá toda una eternidad de dicha. Y cogiendo ella misma a su hijo, lo llevó al carro con los demás, y llena de alegría, le condujo, como en triunfo, a la gloria del martirio. Tan persuadidos estaban de que la oración es el medio más poderoso para atraer sobre nosotros los auxilios del cielo, que durante todo su martirio no cesaron de orar.

Vernos que San Agustín, después de su conversión, se retiró durante largo tiempo a un pequeño desierto, para pedir a Dios la gracia de perseverar en sus buenos propósitos. Y siendo obispo, pasaba buena parte de sus noches en oración. San Vicente Ferrer, que tantas almas llevó al buen camino, decía que nada es tan poderoso como la oración para convertir a los pecadores, y que la oración es semejante a un dardo que atraviesa el corazón del pecador.

Bien podemos decir que la oración lo hace todo: ella es la que nos da a conocer nuestros deberes, ella la que nos pone de manifiesto el estado miserable de nuestra alma después del pecado, ella la que nos procura las disposiciones necesarias para recibir los sacramentos; ella la que nos hace comprender cuán poca cosa sean la vida y los bienes de este mundo, lo cual nos lleva a no aficionarnos demasiado a lo terreno; ella, por fin, es la que imprime vivamente en el espíritu el saludable temor de la muerte, del juicio del infierno y de la pérdida del cielo. Si tuviésemos el acierto de orar siempre bien, pronto seríamos unos santos penitentes. Vemos que San Hugo obispo de Grenoble, nunca se cansaba de rezar el Padre nuestro. Se le dijo que aquello podía contribuir a aumentar su dolencia; respondió: "Al contrario, esto causa alivio".

Hemos dicho que la tercera condición que debe reunir la oración para ser agradable a Dios, es la perseverancia. Vemos muchas veces que el Señor no nos concede en seguida lo que Pedimos; esto lo hace para que lo deseemos con más ardor, o para que
apreciemos mejor lo que vale. Tal retraso no es una negativa, sino una prueba que nos dispone a recibir más abundante lo que pedimos. Ved a San Agustín implorando por espacio de cinco años la gracia de su conversión. Ved a Santa María Egipcíaca ocupándose durante diecinueve años en pedir a Dios que la librase de recaer en las torpezas pasadas. ¿Qué hicieron, pues, los santos? Perseveraron constantemente en sus peticiones y, por su constancia, obtuviere siempre lo que pedían a Dios. Y nosotros, aunque llenos de pecados, si Dios no nos otorga al momento lo que le pedimos, pensamos que no quiere concedérnoslo, y dejamos en seguida la oración. No es ésta la conducta que observaron los santos respecto al particular: ellos se consideraron siempre indignos de ser escuchados favorablemente por Dios, creyendo que, si Él accedía a sus ruegos, era a impulsos de su misericordia, mas no en vista de sus méritos.

Digo, pues, que al orar aunque Dios parezca no escuchar nuestras oraciones, nunca hemos de abandonarlas, sino continuar con gran constancia. Si Dios no nos concede lo que pedimos. Un ejemplo de la manera como debemos insistir en nuestras oraciones, nos lo ofrece aquella mujer cananea que se acercó a Jesucristo para implorar la curación de su hija. Ved su humildad, su perseverancia, etc... Citaré también otro ejemplo admirable de lo que puede la oración. Leemos en la historia de los Padres del desierto que, habiendo los católicos de una ciudad vecina ido a encontrar a un santo cuya fama estaba muy extendida por aquellos países, a fin de pedirle que los acompañase para ver de confundir a cierto hereje cuyos discursos seducían a mucha gente, aquel santo se puso a discutir con el desgraciado, sin poderle convencer de que no llevaba razón y de que era un desgraciado que parecía sólo haber nacido para perder las almas; viendo que, con sus, sofismas y rodeos, continuaba en la pretensión de hacer creer a los demás que la razón estaba de su parte, el santo le dijo: "Desgraciado, el reino de Dios no consiste en palabras, sino en obras; vamos los dos al cementerio, junto con toda esta gente, que servirán de testigos; invocaremos ambos a Dios ante el primer muerto que hallemos, y nuestras obras darán razón de nuestra fe". El hereje quedó corrido ante aquella proposición, sin atreverse a acudir al reto; mas propuso al santo aguardar al día siguiente, a lo cual éste accedió. El día señalado, el pueblo, afanoso de ver en qué pararía aquello, se dirigió en masa al cementerio, Esperaron todos allí hasta las tres de la tarde; mas en aquella hora el santo tuvo noticia de que su adversario había huído por la noche y tomado el camino de Egipto. Entonces San Macario, que así se llamaba el santo, llevóse al cementerio a todo aquel gentío que estaba esperando el resultado de la controversia, procurando sobre todo que estuviesen presentes aquellos a quienes el desgraciado hereje había seducido. Paróse ante una tumba, y en presencia de todos los que le rodeaban, se arrodilló, oro unos momentos y, dirigiéndose al cadáver que de años estaba enterrado en aquel lugar, habló así: "¡Oh hombre!, escúchame: si aquel hereje hubiese venido aquí conmigo, y delante de él hubiese yo invocado en nombre de Jesucristo mi Salvador, ¿no te habrías levantado para dar testimonio de la verdad de mi fe? A estas palabras, el muerto se levantó y, en presencia de todos, dijo que lo hubiera hecho al momento tal como lo hacía entonces. San Macario le dijo: "¿Quién eres?, ¿en qué edad del mundo viviste?, ¿tuviste conocimiento de Jesucristo?" El muerto resucitado respondió que había vivido en tiempo de los mas antiguos reyes; pero que nunca había oído pronunciar el nombre de Jesucristo. Entonces, viendo San Macario que todo el mundo estaba ya plenamente convencido de que aquel desgraciado hereje era un falsario, dijo al muerto: "Duerme en paz hasta la resurrección general". Y todo el mundo se retiró alabando a Dios, que de una manera tan elocuente había hecho conocer la verdad de nuestra santa religión. San Macario retornó a su desierto para continuar las penitencias a que se entregaba (Vida de los Padres del desierto, t. II, San Macario de Egipto.).

¿Veis la eficacia de la oración cuando ella se hace con las debidas condiciones? ¿No convendréis conmigo en que, si no alcanzamos lo que pedimos a Dios, es porque no oramos con fe, con el corazón bastante puro, con una confianza bastante grande, o porque no perseveramos en la oración cual debiéramos? Jamás Dios ha denegado ni denegará nada a los que le piden sus gracias debidamente. La oración es el gran recurso que nos queda para salir del pecado, perseverar en la gracia, ver el corazón de Dios y atraer sobre nosotros toda suerte de bendiciones del cielo, ya para el alma, ya por lo que hace a nuestras necesidades temporales.

De aquí concluyo que, si continuamos en pecado, si no nos convertirnos, si nos inquietamos tanto por las penas que Dios nos envía, es porque no oramos u oramos defectuosamente. Sin la oración no podemos frecuentar dignamente los sacramentos, sin la oración no conoceremos nunca el estado a que Dios nos llama; sin la oración no podremos librarnos del infierno, sin la oración jamás participaremos de las delicias que podemos disfrutar amando a Dios; sin la oración todas las cruces que nos sobrevengan quedan sin mérito. ¡De qué goces disfrutaríamos si supiésemos orar debidamente! No oremos, pues, nunca, sin considerar primero atentamente a quién hablamos y lo qué queremos pedir a Dios. Oremos sobre todo, con humildad y confianza, y con ello obtendremos la dicha de alcanzar cuanto deseemos, siempre que nuestras peticiones se conformen con el espíritu de Dios. CORPUS CHRISTI
Incola ego sum in terra.
Soy como extranjero en mi tierra, (Ps. CXVIII, 19.)

Estas palabras nos recuerdan todas las miserias de la vida, el menosprecio con que hemos de mirar las cosas creadas y perecederas, el deseo con que debemos esperar la salida de este mundo para encaminarnos a nuestra verdadera patria, ya que esta tierra no lo es.

Consolémonos, sin embargo, del destierro a que estamos sujetos; en él tenemos un Dios, un amigo, un consolador y un Redentor, que puede endulzar nuestras penas, haciéndanos vislumbrar grandes bienes, desde este valle de miserias; lo cual debe llevarnos a exclamar, como la Esposa de los Cantares: "¿Habéis visto a mi amado? Y si lo habéis visto, decidle que no hago más que penar" (Cant., V, 8.) ¿Hasta cuándo, Señor, exclama el santo Rey Profeta en sus transportes de amor y arrobamiento, hasta cuándo prolongaréis mi destierro lejos de Vos? (Ps. CXIX, 5.).

 Mas dichosos que los santos del Antiguo Testamento, no solamente poseemos a Dios por la grandeza de su inmensidad, en virtud de la cual se halla en todas partes; sino que le tenemos con nosotros tal cual estuvo durante nueve meses en el sello de María, tal cual estuvo en la cruz. Más afortunados aún que los primeros cristianos, quienes hacían cincuenta o sesenta leguas de camino para tener la dicha de verle, nosotros le poseemos en cada parroquia, cada parroquia puede gozar a su gusto de tan dulce compañía. ¡Oh, pueblo feliz!.

¿Cuál es mi propósito?. Vedlo aquí. Quiero mostraros la bondad de Dios en la institución del adorable sacramento de la Eucaristía y los grandes provechos que de este sacramento podemos sacar.

I.- Digo yo que lo que hace la felicidad de un buen cristiano, hace la desgracia de un pecador. ¿Queréis de ello una prueba? Vedla aquí. Para el pecador que no quiere salir del pecado, la presencia de Dios se convierte en un suplicio: quisiera él borrar el pensamiento de que Dios le está mirando y le juzgará, se oculta, huye de la luz del sol, se hunde en las tinieblas, siente indecible horror por todo lo que puede evocarle aquel pensamiento; un ministro de Dios le estorba, le causa odio, huye de Él, cuando piensa que tiene un alma inmortal, que hay un Dios que le recompensará o castigará durante toda la eternidad; conforme a sus obras; le parece que tales pensamientos son otros tantos verdugos que le atormentan sin cesar. ¡Ah!, ¡triste existencia la de un pecador que vive en pecado! ¡Es en vano que te ocultes de la presencia de Dios, nunca podrás conseguirlo! "¿Adán, Adan, donde estás?" "Señor, exclama, he pecado y temo vuestra presencia" (Gen., III, 9-10). Adán, temblando, corre a ocultarse, y es precisamente en el momento en que creía no ser visto de Dios cuando se hizo oír su voz : "Adán en todas partes me hallarás; has pecado, y Yo he sido testigo de tu crimen; mis ojos estaban fijos en ti". "Caín, Caín, ¿dónde está tu hermano?". Al oír la Voz del Señor, Caín quedó estupefacto. Pero Dios le persiguió con la espada en el cinto: "Caín, la sangre de tu hermano clama venganza" (Gen., IV, 9-10). Cuan cierto es que el pecador se halla en un continuado espanto y desesperación. ¿Qué hiciste, pecador? Dios te castigará. No, no, exclama, Dios no me ha visto, "no hay Dios". ¡Ah!, desgraciado, Dios te ve y te castigará. De lo cual concluyo que en vano el pecador querrá tranquilizarse, olvidar sus pecados, huir de la presencia de Dios y procurarse todo cuanto su corazón pueda desear; a pesar de todo esto, no dejará de ser un desdichado; en todas partes arrastrará sus cadenas y su infierno. ¡ Ah !, ¡ triste existencia 1 No vayamos más lejos; estos pensamientos son demasiados desesperanzadores; de ningún modo nos conviene hoy_ este lenguaje; dejemos a esos pobres desgraciados en las tinieblas, ya que en ellas quieren vivir; dejemos que se condenen, ya que no quieren salvarse.

"Venid, hijos míos, decía el santo Rey David, venid, pues tenga grandes cosas que anunciaros ; venid, y os diré cuán bueno es el Señor para los que le aman. Tiene preparado para sus hijos un alimento celestial que da frutos de vida. En todas partes hallaremos a nuestro Dios; si vamos al cielo, allí estará; si pasamos el mar, le veremos a nuestro lado. Si nos sumergimos en la profundidad caótica de las aguas, hasta allí nos acompañará" (Ps. XXXIII; CXXXVIII. XXII.). Nuestro Dios no nos pierde de vista, cual una madre que está vigilando al hijito que da los primeros pasos. "Abraham, dice el Señor, anda en mi presencia y la hallarás en todas partes." "¡ Dios mío !, exclama Moisés, servíos mostrarme vuestra faz: con ella tendré cuanto puedo desear" (Exod, XXIII, 13.). Cuán consolado queda un cristiano, al pensar que Dios le ve, que es testigo de sus penalidades y de sus combates, que tiene a Dios de su parte. Digámoslo mejor, ¡todo un Dios le estrecha dulcemente contra su seno! ¡Pueblo cristiano! ¡Cuán dichoso eres al
gozar de tantos favores que no se conceden a los demás pueblos! Razón tenía al decirnos, que si la presencia de Dios es una tiranía para el pecador, es en cambio una delicia infinita; un cielo anticipado para el buen cristiano.

Hermoso y consolador es lo que os acabo de decir, más aún no es todo, es poca cosa todavía, me atrevo a decir, en comparación del amor que Jesucristo nos manifiesta en el adorable sacramento de la Eucaristía. Si me dirigiese a gente incrédula o impía, que se atreve a dudar de la presencia de Jesucristo en este adorable sacramento, comenzaría por aportar pruebas tan claras y convincentes, que morirían de pena por haber dudado un misterio apoyado en argumentos tan fuertes v persuasivos. Les diría yo: si es verdad la existencia de Jesucristo, también es verdad este misterio, ya que Aquél, después de haber tomado un fragmento de pan en presencia de sus apóstoles, les dijo: "Ved aquí pan; pues bien, voy a transformarlo en mi Cuerpo; ved aquí vino, el cual voy a transformar en mi sangre; este cuerpo es verdaderamente el mismo que será crucificado, y esta sangre es la misma que será derramada en remisión de los pecados ; y cuantas veces pronunciéis estas palabras, dijo además a sus apóstoles, obraréis el mismo milagro; esta potestad la comunicaréis unos a otros hasta el fin de los siglos"(Matth., XXVI ; Luc., XXII.). Mas ahora dejemos a
un lado estas pruebas; tales razonamientos son inútiles para unos cristianos que tantas veces han gustado las dulzuras que Dios les comunica en el sacramento del amor.

Dice San Bernardo que hay tres misterios en los cuales no puede pensar sin que su corazón desfallezca de amor y de dolor, El primero es el de la Encarnación, el segundo es el de la muerte y pasión de Jesús, y el tercero es el del adorable sacramento de la Eucaristía. Al hablarnos el Espíritu Santo del misterio de la encarnación, se expresa en términos que nos muestra la imposibilidad de comprender hasta dónde llega el amor de Dios a los hombres, pues dice: "Así amó Dios al mundo", como si nos dijese: dejo a vuestra mente, deja a vuestra imaginación la libertad de formar sobre ello las ideas que os plazca; aunque tuvieseis toda la ciencia dé las profetas, todas las luces de los doctores y todos los conocimientos de los ángeles, os sería imposible comprender el amor que Jesucristo ha sentido por vosotros en estos misterios. Cuando nos habla San Pablo de los misterios de la Pasión de Jesucristo, ved cómo se expresa : "Con todo y ser Dios infinito en misericordia y en gracia, parece haberse agotado por amor nuestro. Estábamos muertos y nos dió la vida. Estábamos destinados a ser infelices por toda una eternidad, y con su bondad y misericordia ha cambiado nuestra suerte" (Eph., II, 4-6.). Finalmente, al hablarnos, San Juan, de la caridad que Jesucristo mostró con nosotros al instituir el adorable sacramento de la Eucaristía, nos dice "que nos amó hasta el fin" (Joan., XIII, 1.) es decir, que amó al hombre, durante toda su vida, con un amor sin igual. Mejor dicho, nos amó cuanto pudo. ¡Oh, amor, cuan grande y cuán poco conocido eres!

Y pues, amiga mío, ¿no amaremos a un Dios que durante toda la eternidad ha suspirado por nuestro bien? ¡Un Dios que tanto lloró nuestros pecados, y que murió para borrarlos! Un Dios que quiso dejar a los ángeles del cielo, donde es amado con amor tan perfecto y puro, para bajar a este mundo, sabiendo muy bien que aquí sería despreciado. De antemano sabía las profanaciones que iba a sufrir en este sacramento de amor. No se le ocultaba que unos le recibirían sin contrición; otros sin deseo de corregirse; ¡ay!, otros tal vez, con el crimen en su corazón, dándole con ello nueva muerte. Pero nada de esto pudo detener su amor. ¡Dichoso pueblo cristiano! ... "Ciudad de Sión, regocíjate, prorrumpe en la más franca alegría, exclama el Señor por la boca de Isaías, ya que tu Dios mora en tu recinto" (Is.,XII,6.). Lo que el profeta Isaías decía a su pueblo, puedo yo decíroslo con más exactitud.

¡Cristianos, regocijaos!, vuestro Dios va a comparecer entre vosotros. Este dulce Salvador va a visitar vuestras plazas, vuestras calles, vuestras moradas; en todas partes derramará las más abundantes bendiciones. ¡Moradas felices aquellas delante de las cuales va a pasar! ¡Oh, felices caminas los que vais a estremeceros bajo tan santos y sagrados pasos! ¿Quién nos impedirá decir, al volver a discurrir por la misma vía : Por aquí ha pasado mi Dios, por esta senda ha seguido cuando derramaba sus saludables bendiciones en esta parroquia?

¡Qué día tan consolador para nosotros!. Si nos es dado gozar de algún consuela en este mundo, ¿ no será, por ventura, en este momento feliz? Olvidemos, a ser posible, todas nuestras miserias. Esta tierra extranjera va a convertirse en la imagen de la
celestial Jerusalén; las alegrías y fiestas del cielo, van a bajar a la tierra. "Péguese la lengua a mi paladar, si es capaz de olvidar estos grandes beneficios" (Ps. CYXXVI, 6.). ¿Que el cielo prive a mis ojos de la luz, si ellos han de fijar sus miradas en las cosas terrenas?

Si consideramos las obras de Dios: el cielo v la tierra, el orden admirable que reina en el vasto universo, ellas nos anuncian un poder infinito que lo ha creado todo, una sabiduría infinita que todo lo gobierna, tina bondad suprema y providente que cuida de todo con la misma facilidad que si estuviese ocupada en un solo ser: tantos prodigios han de llenarnos forzosamente de sorpresa, espanto y admiración. Mas; fijándonos en el adorable sacramento de la Eucaristía, podemos decir que en él está el gran prodigio del amor de Dios con nosotros; en él es donde su omnipotencia, su gracia y su bondad brillan de la manera más extraordinaria. Con toda verdad podemos decir que éste es el pan bajado del cielo, el pan de los ángeles, que recibimos coma alimento de nuestras almas. Es el pan de los fuertes que nos consuela y suaviza nuestras penas. Es éste realmente "el pan de los caminantes"; mejor dicho, es la llave qué nos franquea las puertas del cielo. "Quien me reciba, dice el Salvador, alcanzará la vida eterna: el que me coma no morirá. Aquel, dice el Salvador, que acuda a este sagrado banquete, hará nacer en él una fuente que manará hasta la vida eterna" (Ioan., VI, 54.55; IV, 14.).

Mas, para conocer mejor las excelencias de este don, debemos examinar hasta qué punto Jesucristo ha llevado su amor a nosotros en este sacramento. No era bastante que el Hijo de Dios se hiciese hombre por nosotros; para dejar satisfecho su amor, era preciso ofrecerse a cada uno en particular. Ved cuánto nos ama. En la misma hora en que sus indignos hijos activaban los preparativos para darle muerte, su amor le llevaba a obrar un milagro cuyo objeto es permanecer entre ellos. ¿Se ha visto, podrá verse amor más generoso ni mas liberal que el que nos manifiesta en el Sacramento de su amor? ¿No habremos de afirmar, con el Concilio de Trento, que en dicho Sacramento es donde la liberalidad v generosidad divinas han agotado todas sus riquezas? (Ses., XIII, cap. II.). ¿Nos será dado hallar sobre la tierra, y hasta en el cielo, algo que con este misterio pueda ser comparado? ¿Se ha visto jamás que la ternura de un padre, la liberalidad de un rey para sus súbditos, llegase hasta donde ha llegado la que muestra Jesucristo en el Sacramento de nuestros altares? Vemos que los padres, en su testamento, dejan las riquezas a sus hijos; mas en el testamento del Divino Redentor, no son bienes temporales, puesto que ya los tenemos..., sino su Cuerpo adorable y su Sangre preciosa lo que nos da. ¡Oh, dicha del cristiano, cuán poco apreciada eres¡.

No, Jesús no podía llevar su amor más allá que dándose a Sí mismo; ya que, al recibirlo, le recibimos con todas sus riquezas. ¿No es esto una verdadera prodigalidad de un Dios para con sus criaturas?. Si Dios nos hubiese dejado en libertad de pedirle cuanto quisiéramos, ¿nos habríamos atrevido a llevar hasta tal punto nuestras esperanzas? Por otra parte, el mismo Dios, con ser Dios, ¿podía hallar alga más precioso para darnos?, nos dice San Agustín.

Pero, ¿sabéis aún cuál fué el motivo que movió a Jesucristo a permanecer día y noche en nuestras templos? Pues fué para que, cuantas veces quisiéramos verle, nos fuese dado hallarle. ¡Cuán grande eres, ternura de un padre!. ¡Qué cosa puede haber más consoladora para, un cristiano, que sentir que adora a un Dios presente en cuerpo y alma! "Señor, exclama el Profeta Rey, ¡un día pasado junta a Vos es preferible a mil empleados en las reuniones del mundo"! (Pes., LXXXIII, 11.). ¿Qué es, en efecto, lo que hace tan santas y respetables nuestras iglesias?, ¿no es, por ventura, la presencia real de Nuestro Señor Jesucristo? ¡Ah!, ¡pueblo feliz, el cristiano!

II.- Pero, me preguntaréis, ¿qué deberemos hacer para testimoniar a Jesucristo nuestro respeto y nuestra gratitud? Vedlo aquí :

1.° Deberemos comparecer siempre ante su presencia con el mayor respeto, y seguirle con alegría verdaderamente celestial, representándonos interiormente aquella gran procesión que tendrá lugar después del juicio final. Para quedar penetrados del más profundo respecto, bastará recordar nuestra condición de pecadores, considerando cuán indignos somos de seguir a un Dios tan santo y tan puro, Padre bondadoso al que tantas veces hemos despreciado y ultrajado, y que con todo nos ama aún y se complace en darnos a entender que está dispuesto a perdonarnos nuevamente.

¿Qué es lo que hace Jesucristo cuando le llevamos en procesión? Vedlo aquí. Viene a ser como un buen rey en medio de sus súbditos, como un padre bondadoso rodeado de sus hijos, como un buen pastor visitando sus rebaños. ¿En qué debemos pensar cuando marchamos en pos de nuestro Dios? Mirad. Hemos de seguirle con la misma devoción y adhesión que los primeros fieles cuando moraba aquí en la tierra prodigando el bien a todo el mundo. Sí, si acertamos a acompañarle con viva fe, tendremos la seguridad de alcanzar cuanto le pidamos.

Leemos en el Evangelio que un día, en el camino por donde pasaba el Señor, había dos ciegos, los cuales se pusieron a dar voces diciendo: "¡Jesús, hijo de David, ten piedad de nosotros!" Al verlos el Divino Maestro, movióse a compasión, y les preguntó qué querían. "Señor, le respondieron, haced que veamos." "Pues ved", les dijo el Salvador (Matth., XX, 30-34.). Un gran pecador llamado Zaqueo, deseando verle pasar, se encaramó a un árbol; pero Jesucristo, que había venido para salvar a los pecadores, le dijo: "Zaqueo, baja del árbol pues quiero alojarme en tu casa", ¡En tu casa!, lo cual es como si le dijese: Zaqueo, desde hace mucho tiempo, la puerta de tu corazón está cerrada por el orgullo y las injusticias; ábreme hoy, pues vengo para otorgarte el perdón. Al momento, bajó Zaqueo, humillóse profundamente ante su, Dios, reparó todas sus injusticia no deseando ya por herencia otra cosa que la pobreza y el sufrimiento (Luc., XIX, 1-10.). ¡Oh, instante feliz, el cual le valió una eternidad de dicha!

Otro día pasando el Salvador por otra calle, seguíale una pobre mujer, afligida por espacio de. doce años a causa de un flujo desangre: Se decía ella : "Si tuviese la dicha de tocar aunque sólo fuese el borde de sus vestiduras, estoy cierta que curaría " (Matth., IX, 20-22.). Y corrió, llena de confianza, a arrojarse a los pies del Salvador, y al momento quedó libre de su enfermedad. Si tuviésemos la misma fe y la misma confianza, obtendríamos también las mismas gracias; puesto que es el mismo Dios, el mismo Salvador y el mismo Padre, animado de la misma caridad. "Venid. decía el Profeta, venid, salid de vuestros tabernáculos, mostraos a vuestro pueblo que os desea y os ama." ¡Ay!, ¡cuántos enfermos esperan la curación! ¡Cuántos ciegos a quienes habría que devolver la vista! ¡Cuantos cristianos, de los que van a seguir a Jesucristo, tienen sus almas cubiertas de llagas! ¡Cuántos cristianos están en las tinieblas y no ven que corren inminente peligro de precipitarse en el infierno! ¡Dios mío!, ¡curad a unos e iluminad a otros! ¡Pobres almas, cuán desdichadas sois!
Nos refiere San Pablo que, hallándose en Atenas, vió escrito en un altar: "Aquí reside el Dios desconocido" (Ignoto Deo (Act. XVII, 23).). Pero, ¡ay!, podría deciros yo lo contrario: vengo a anunciaros un Dios que vosotros conocéis como tal, y no obstante no le adoráis, antes bien le despreciáis. Cuántos cristianos, en el santo día del domingo, no saben cómo emplear el tiempo, y, con todo, no se dignan dedicar ni tan sólo unos momentos a visitar a su Salvador que arde en deseos de verlos juntos a sí, para decirles que los ama y que quiere colmarles de favores. ¡Qué vergüenza para nosotros!... ¿Ocurre algún acontecimiento extraordinario?, lo abandonáis todo y corréis a presenciarlo. Mas a Dios no hacemos otra cosa que despreciarle, huyendo de su presencia; el tiempo empleado en honrarle siempre nos parece largo, toda práctica religiosa nos parece durar demasiado. ¡Cuán distintos eran los primeros cristianos!. Consideraban como las más felices de su vida los días y noches empleados en las iglesias cantando las alabanzas del Señor o llorando sus pecados; mas hoy, por desgracia; no ocurre lo mismo.

Los cristianos de hoy, huyen de Él y le abandonan, y hasta algunos le desprecian; la mayor parte nos presentamos en las iglesias, lugar tan sagrado, sin reverencia sin amor de Dios, hasta sin saber para qué vamos allí. Unos tienen ocupado su corazón y su mente en mil cosas terrenas o tal vez criminales; otros están allí can disgusta y fastidio; otros hay que apenas si doblan la rodilla en las momentos en que un Dios derrama su sangre preciosa para perdonar sus pecados; finalmente, otros, aun no se ha retirado el sacerdote del altar, ya están fuera del templo. Dios mío, cuán poco os aman vuestras hijos, mejor dicho, cuanto os desprecian. En efecto, ¿cuál es el espíritu de ligereza y disipación que dejéis de. mostrar en la iglesia? Unos duermen, otros hablan, y casi ninguno hay que se ocupe en lo que
allí debería ocuparse.

2.° Digo que habiendo sido los hombres criados por Dios y enriquecidos sin cesar por su mano con los más abundantes favores, debemos todos testificarle nuestra agradecimiento, y a la vez afligirnos por haberle ultrajado. Nuestra conducta debe ser la de un amigo que se entristece por las desgracias que a su amigo sobrevienen: a esto se llama mostrar una amistad sincera. Sin embargo, por favores que haya podido prestar un amigo, nunca hará lo que Dios ha hecho por nosotros. - Pero, me diréis, ¿quiénes deben, al parecer de usted, sentir un amor más intenso y más ardiente a la vista de los ultrajes que Jesucristo recibe de los malos cristianos?

- Es indudable que todos han de afligirse por los desprecios de que es objeto, todos han de procurar desagraviarle; mas entre los cristianos hay algunos que están obligados a ello de un modo especial, y san los que tienen la dicha de pertenecer a la cofradía del Santísimo Sacramento. He dicho: "Que tienen la dicha". ¿Habrá otra mayor que la de ser escogidas para desagraviar a Jesucristo de los ultrajes que recibe en el Sacramento de su amor? No os quepa duda; vosotros, como cofrades, estáis obligados a llevar una vida mucho más perfecta que el común de los cristianos. Vuestros pecados son mucho más sensibles a Dios Nuestro Señor. No es bastante can llevar un cirio en la mano, para dar a entender que somos cantados entre los escogidos de Dios; es preciso que nuestro comportamiento nos singularice, como el cirio nos distingue de los que no lo llevan.

¿Por qué llevamos esos cirios que brillan, si no es para indican que nuestra vida debe ser un modelo de virtud, para mostrar que consideramos como una gloria el ser hijos de Dios y que estamos prestos a dar la vida por defender los intereses de Aquel a quien nos hemos consagrado perpetuamente? Sí, esforzarse en adornar las iglesias y los altares es dar, ciertamente, señales exteriores muy buenas y laudables; pero no hay, bastante. Los bethsamitas, cuando el arca del Señor pasó por su tierra, dieron muestras del mayor celo y diligencia; en cuanto la divisaron, salió el pueblo en masa para precederla; todos se ocuparon diligentemente en preparar la leña para ofrecer los sacrificios. Sin embargo, cincuenta mil hubieron de morir, por no haber guardado bastante respeto (1 Reg., VI.).

¡Cuánto ha de hacernos temblar este ejemplo! ¿Que objetos guardaba aquella arca?. Un poco de maná, las tablas de la Ley; y porque los que a ella se acercan no están bien penetrados de su presencia, el Señor los hiere de muerte. Pero, decidme, ¿quiénes de los que reflexionen tan sólo por un momento sobre la presencia de Jesucristo, no quedarán sobrecogidos de temor? ¡Cuántos desgraciados forman parte del cortejo del Salvador, con un corazón lleno de culpas! ¡Ah, infeliz!, en vano doblarás la rodilla, mientras un Dios se yergue para bendecir a su pueblo; sus penetrantes miradas no dejarán por eso de ver los horrores que cobija tu corazón. Mas, si nuestra alma está pura, entonces podremos figurarnos que vamos en pos de Jesucristo como en pos de un gran rey, que sale de la capital de su reino para recibir los homenajes de sus súbditos y colmarlos de favores.

Leemos en el Evangelio que aquellos dos discípulos que iban a Emmaús andaban en compañía del Salvador sin conocerle; y cuando le hubieron reconocido, desapareció. Enajenados por su dicha, decíanse el uno al otro: "Cómo se explica que no le hayamos reconocido, ¿Acaso nuestros corazones no se sentían inflamados de amor cuando nos hablaba explicándonos las Escrituras?" (Luc., XXIV, 13-32.) . Mil veces más dichosos que aquellas discípulos somos nosotros, va que ellos iban en compañía de Jesucristo sin conocerle, mas nosotros sabemos que quien marcha en nuestra compañía presidiéndonos, es nuestro Dios y Salvador, el cual va a hablar al fondo de nuestro corazón, en donde infundirá una infinidad de buenos pensamientos y santas inspiraciones. "Hijo mío, te dirá, ¿por qué no quieres amarme? ¿Por qué no dejas ese maldito pecado que levanta una muralla de separación entre ambos? ¡Ah!, hijo mío, aquí tienes el perdón, ¿quieres arrepentirte?" Pero ¿qué le responde el pecador? "No, no, Señor, prefiero vivir bajo la tiranía del demonio y ser reprobado, a imploraros perdón."

Mas, me dirá alguno, nosotros no decimos esto al Señor. - Pero ya replica que se lo decís repetidamente, o sea, cada vez que Dios os inspira el pensamiento de convertiros. ¡Ah, desgraciado! día vendrá en que pedirás lo que hoy rehúsas, y entonces tal vez no te será concedido. Es muy cierto, que si tuviésemos la dicha de que Dios se nos hiciese visible, como ha acontecido a muchos santos, ya en la figura de un niño en el pesebre, ya traspasado por los clavos en la cruz, sentiríamos hacia Él mayor respeta y amor; pera esto no lo merecemos, y si nos aconteciese un caso semejante nos creeríamos ya santos, lo cual sería un motivo de orgullo. Mas, aunque Dios no nos otorgue esta gracia, no deja por ello de estar presente, y presto a concedernos cuanto le pidamos.

Refiérese en la historia que, dudando un sacerdote de esta verdad, después de haber pronunciado las palabras de la consagración:

"¿Cómo es posible, decía entre sí, que las palabras de un hombre abren tan gran milagro?" Mas Jesucristo, para echarle en cara su poca fe, hizo que la santa Hostia sudase sangre en abundancia, hasta el punto que fué preciso recoger ésta con una cuchara (Las maravillas divinas en la Santa Eucaristía, por el P. Rossignoli, S. J., CXIII. maravilla.). Y el mismo autor nos refiere también que un día se pegó fuego a una capilla, y ardió toda la construcción hasta quedar destruída; mas la santa Hostia quedó suspendida en el aire sin apoyarse en ninguna parte. Habiendo acudido un sacerdote para recibirla en un vaso, vino en seguida ella misma a posarse allí...( Es el milagro de las sagradas Hostias de Faverney; en la diócesis de Besançon, ocurrido el día 26 de mayo de 1608. Cfr. Monseñor de Segur, en La Francia al Pie del Santísimo Sacramento, XV.).

Si amásemos a Dios, sería para nosotros una gran alegría, una gran dicha el venir todas los domingos al templo a emplear algunos momentos en adorarle y pedirle perdón de los pecados; miraríamos aquellos instantes como los más deliciosos de nuestra vida.

¡Cuán consoladores y suaves son los momentos pasados con este Dios de bondad! ¿Estás dominado por la tristeza?, ven un momento a echarte a sus plantas, y quedarás consolado. ¿Eres despreciado del mundo?, ven aquí, y hallarás un amigo que jamás quebrantará la fidelidad. ¿Te sientes tentado?, aquí es donde vas a hallar las armas más seguras y terribles para vencer a tu enemigo. ¿Temes el juicio formidable que a tantos santos ha hecho temblar?, aprovéchate del tiempo en que tu Dios es Dios de misericordia y en que tan fácil es conseguir el perdón. ¿Estás oprimido por la pobreza?, ven aquí, donde hallarás a un Dios inmensamente rico, que te dirá que todos sus bienes son tuyos, no en este inundo sino en el otro: Allí es donde te preparo riquezas infinitas; anda, desprecia esos bienes perecederos y en cambio obtendrás otros que nunca te habrán de faltar. ¿Queremos comenzar a gozar de la felicidad de los santos ?, acudamos aquí y saborearemos tan venturosas primicias.

¡Cuán dulce es gozar de los castos abrazos del Salvador! ¿No habéis experimentado jamás una tal delicia? Si hubieseis disfrutado de semejante placer, no sabríais aveniros a veros privados de él. No nos admire, pues, que tantas almas santas hayan pasado toda su vida, día y noche, en la casa de Dios, no sabiendo apartarse de su presencia.

Leemos en la historia que un santo sacerdote hallaba tal delicia y consuelo en el recinto de los templos, que hasta se acostaba sobre las gradas del altar, para que, al despertarse, le cupiese la dicha de hallarse junto a su Dios; y Dios, para recompensarle, permitió que ni muriese al pie del altar. Mirad a San Luis: durante sus viajes, en vez de pasar la noche en la cama, la pasaba al pie de los altares, junto a la dulce presencia del Salvador. ¿Por qué, pues, sentimos nosotros tanta indiferencia y fastidio al venir aquí? Es que nunca hemos disfrutado de tan deliciosos momentos?
¿Qué debemos sacar de todo esto?, vedlo aquí. Hemos de tener como uno de los instantes más felices de nuestra vida aquel en que nos es dado estar en compañía de tan buen amigo. Formemos en su cortejo con santo temor; como pecadores, pidámosle, con
dolor y lágrimas en las ojos, perdón de nuestros pecados, y podemos estar ciertos de que lo alcanzaremos... Si nos hemos reconciliado, imploremos el don precioso de la perseverancia. Digámosle formalmente que preferimos mil veces morir antes que volver a ofenderle. Mientras no améis a vuestro Dios, jamás vais a quedar satisfechos: todo os agobiará, todo os fastidiará; mas, en cuanto le améis, comenzaréis una vida dichosa; y en ella podréis esperar tranquilamente la muerte! ... ¡Aquella muerte feliz, que nos juntará a nuestro Dios!... ��Ah, dulce felicidad!, ¿cuándo llegarás?... ¡Cuán largo es el tiempo de espera!, ¡ven!, ¡tú nos procurarás el mayor de todos los bienes, o sea la posesión del mismo Dios!....

 

 





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