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Santo Cura de Ars: Sermón sobre DEBERES DE LOS PADRES HACIA SUS HIJOS


Santo Cura de Ars: sermón sobre los deberes de los padres hacia los hijos

 

Credidit ipse et domus eius tota.
Creyó el y creyó toda su casa.
        (S. Juan, IV, 53.)

 

¿Podremos hallar un ejemplo mejor para dar a entender a los cabezas de familia que no pueden trabajar eficazmente en la salvación propia sin trabajar también en la de sus hijos?. En vano los padres y madres emplearan sus días en la penitencia, en llorar sus pecados, en repartir sus bienes a los pobres; si tienen la desgracia de descuidar la salvación de sus hijos, todo está perdido. ¿Dudáis de ello?. Abrid la Escritura, y allí veréis que, cuando los padres fueron santos, también lo fueron los hijos. Cuando el Señor alaba a los padres o madres que se distinguieron por su fe y piedad, jamás se olvida de hacernos saber que los hijos y los servidores siguieron también sus huellas. ¿Quiere el Espíritu Santo hacernos el elogio de Abraham y de Sara?, pues tampoco se olvida de hablarnos de la inocencia de Isaac y de su fiel siervo Elezer (Gen., XXIV.). Y si pone ante nuestra consideración las raras virtudes de la madre de Samuel, pondera al mismo tiempo las bellas cualidades de este digno hijo (1Reg., I y II.). Cuando quiere ponernos de manifiesto la inocencia de Zacarias y Elisabet, en seguida nos habla de Juan Bautista, el santo precursor del Salvador (Luc., I.). Si el Señor quiere presentarnos a la madre de los Macabeos como una madre digna de sus hijos, nos manifiesta al mismo tiempo el ánimo y la generosidad de estos, quienes con tanta alegría dan su vida por el Señor (II Mach., VII.). Cuando San Pedro nos habla del centurión Cornelio como de un modelo de virtud, nos dice al mismo tiempo que su familia toda servia con él al Señor (Act., X, 2.). Cuando el Evangelio nos habla de aquel otro oficial que acudió a Jesucristo para pedirle la curación de su hijo, nos dice que, una vez alcanzada, no se dio punto de reposo hasta que toda su familia le acompañó en seguimiento del Señor (Ioan., IV, 33.). ¡Bellos ejemplos para los padres y madres!. ¡Dios mío!, si los padres y madres de nuestros días tuviesen la suerte de ser santos. ¡Cuanto mayor numero de hijos tendrían entrada en el cielo!. ¡Cuantos hijos de menos para el infierno!.

Pero, me diréis tal vez, ¿qué debemos hacer para cumplir nuestros deberes, pues son ellos tan grandes y temibles?.

-Vedlos aquí instruir a los hijos, esto es, enseñarles a conocer a Dios y a cumplir sus deberes; corregirlos cristianamente, darles buen ejemplo, dirigirlos por el camino que conduce al cielo, siguiéndolo también vosotros mismos. ¡Ay!, mucho me temo que esta plática no sea para vosotros, como tantas otras, un nuevo motivo de condenación. El intento de mostraros la magnitud y extensión de vuestros deberes, es semejante al de querer bajar a un abismo sin fondo, o al de querer desentrañar una verdad que al hombre le es imposible conocer en todo su alcance. Para lograr este mi objeto, seria preciso haceros comprender lo que valen las almas de vuestros hijos, lo que Jesucristo sufrió para ganarles el cielo, la terrible cuenta que por su causa habréis de rendir un día a Dios Nuestro Señor, los bienes eternos que les hacéis perder, los tormentos que para la otra vida les preparáis. ¡ Ah !, padres desgraciados, si amaseis a vuestros hijos como los ama el demonio Aunque debiese él estar tres mil años tentándolos, si al cabo de ese tiempo pudiese tenerlos por suyos, daría por muy bien empleados todos sus trabajos. Lloremos la pérdida de tantas almas, a las cuales sus padres están todos los días precipitando al infierno.

Os hablaré, pues, ligeramente de vuestras obligaciones, y, si no habéis aún perdido enteramente la fe, vais a ver lo que Dios exige de vosotros en favor de vuestros hijos. Cuántos casados van a verse privados del cielo! — ¿Y por qué?, me dirás.            Por lo que te voy a decir, amigo. Porque son muchos los que entran en el estado del matrimonio sin las disposiciones debidas, con lo cual profanan el sacramento desde sus principios. Sí, ¿dónde están los que reciben dicho sacramento con la preparación conveniente? Unos entran en el matrimonio sólo con el pensamiento de satisfacer sus impuros deseos; otros sólo por miras interesadas, o bien atraídos por la seducción de la belleza; más casi nadie se propone como único objeto a Dios. ¡Ay! Cuántos matrimonios profanados, cuán escasas las uniones donde reine la paz y la virtud. ¡Dios mío!. ¡Cuántos casados van a condenarse!. Mas no entremos ahora en detalles; hablemos solamente de los deberes de los padres para con sus hijos: son tan extensos, que ellos solos nos van a proporcionar asunto para esta platica.

Nada diremos hoy de esos padres y madres cuyo negro y horrendo crimen podría pintaros con trazos duros v enérgicos. Son los que, antes que el mismo Dios, fijan el número de sus hijos, ponen límites a los designios de la divina Providencia, v se oponen a su adorable voluntad. Cubramos con un velo todas esas torpezas, pues Aquel que todo lo ve, todo lo cuenta y todo lo mide, sabrá bien descorrerlo en el gran día de las venganzas. Tus crímenes están por ahora ocultos, amigo mío; mas aguarda unos días, que Dios sabrá muy bien manifestarlos ante el universo entero. Sí, en el día del juicio veremos los horrores que en el matrimonio cometieron, los cuales hubieran hecho temblar a los mismos paganos.

Nada diremos tampoco de esas madres criminales que verían sin pena, ¡ay!, y tal vez con gusto, perecer a sus pobres hijos, antes de darlos a la luz v procurarles la gracia del santo Bautismo: unas, por temor de las penalidades que experimentarán al educarlos; otras, por miedo al desprecio y desvío de un marido brutal y privado de razón; y ya no digo falto de religión, pues los paganos no llegarían a tanto. ¡Dios mío!, es posible que tales crímenes se cometan entre cristianos?. Y, no obstante, su número no es escaso!. Repitámoslo: ¡Cuantos casados se condenaran!. ¿Es que acaso os ha dado Dios un conocimiento y unas facultades superiores a las de las bestias solo para que le infiráis mayores ultrajes?. ¿Habrán de servirnos de ejemplo tal vez las aves que pueblan los aires y las fieras que se ocultan en la selva?. Mirad cuanta alegría manifiestan esos pobres animales al ver multiplicada su prole; durante el día se ocupan en proporcionar alimento a sus pequeñuelos, y por la noche los cobijan en sus nidos para librarlos de las inclemencias de la intemperie. Si una mano alevosa les arrebata sus hijuelos, los oiréis llorar a su manera; no saben apartarse de su nido, siempre con la esperanza de recobrar sus crías. ¡Qué vergüenza ver que, no ya los paganos, sino hasta los mismos cristianos, hijos de Dios, sean menos fieles en cumplir los designios de la Providencia que las mismas bestias; ¡esos padres y madres a quienes Dios no escogió sino para poblar el cielo!. No, no pasemos adelante, dejemos tan asqueroso asunto; entremos en otros puntos que interesaran a mayor numero de los que me escuchan.

Os hablaré con la mayor sencillez posible, a fin de que podáis comprender claramente vuestros deberes y, por ende, cumplirlos.

Digo: 1:° Que, desde el momento en que una madre queda encinta, debe orar especialmente, o dar alguna limosna; y si le es posible, será mejor aun hacer celebrar una Misa para implorar de la Santísima Virgen que la acoja bajo su protección, a fin de que alcance de su divino Hijo que aquel pobre niño no muera antes de recibir el Santo Bautismo. La madre que tenga verdaderos sentimientos religiosos, se dirá a si misma

«¡Ay!, Si tuviese la dicha de ver a este pobre hijo mío convertido en un Santo, contemplarle a mi lado durante toda la eternidad, cantando alabanzas a Dios, ¡cuanta seria mi alegría!». Más no son estos los pensamientos en que se ocupan las madres encintas; unas se sienten apesadumbradas al verse en aquel estado, otras tal vez hasta habrán alimentado el deseo de destruir el fruto que llevan en su seno. ¡Dios mío!, ¿es posible que el corazón de una madre cristiana sea capaz de concebir un crimen tal?. Y, sin embargo, ¡cuantas veremos en el día del juicio, que habrán acariciado esos pensamientos de homicidio!.

2.° Digo que la madre que está encinta y quiere conservar a su hijo para el cielo, debe evitar dos cosa: la primera es el llevan cargas demasiado pesadas, lo cual podría dañar al hijo y causar su muerte. Lo segundo es tomar ciertos remedios y bebidas que podrían perjudicar al hijo, y dejarse llevar de violentos arrebatos de ira, los cuales podrían ahogarle. Los maridos deben resignarse a lo que tal vez no se resignarían en otro tiempo; si no quieren hacerlo por la madre, háganlo por el pobre hijo, el cual está en peligro de morir sin recibir la gracia del Bautismo: y ¡ello sería la mayor de todas las desgracias!.

3.° En cuanto la madre conoce acercarse la hora del alumbramiento, debe ira confesarse, y ello por varias razones. La primera es porque muchas mueren del parto y, por consiguiente, si tuviese la desgracia de estar en pecado, se condenaría. La segunda es porque, hallándose en estado de gracia, todos sus sufrimientos v dolores serán meritorios para el cielo. La tercera es porque así Dios no dejará de concederle cuantas bendiciones desee para su hijo. La madre, al dar a luz, debe siempre conservar el pudor y la modestia en cuanto eso sea posible en tal estado, no perdiendo jamás de vista que se halla en la presencia de Dios y en compañía de su ángel de la guarda. No debe nunca, sin permiso, comer carne los días prohibidos, lo cual atraería la maldición de Dios sobre sí misma y sobre el hijo.

4.° No dejéis pasar más de veinticuatro horas sin bautizar a los hijos ; si no lo hacéis, sin que razones serias para ello lo justifiquen, sois culpables. Al escoger el padrino y la madrina, buscad siempre a personas virtuosas en cuanto os sea posible; y la razón es ésta: cuantas oraciones y buenas obras practiquen los padrinos, en fuerza del parentesco espiritual alcanzarán para vuestros hijos gran copia de gracias celestiales. No nos quepa duda alguna de que en el día del Juicio veremos a muchos que deberán su salvación a las oraciones, buenos consejos y buenos ejemplos de sus padrinos y madrinas. Otra razón os obliga también a ello, y es que, si tenéis la desgracia de fallecer, ellos son los que han de ocupar vuestro lugar para vuestros hijos. Así, pues, si tuvieseis la desgracia de escoger padrinos sin religión, no harían otra cosa que encaminar a vuestros hijos hacia el infierno.

Padres v madres, jamás debéis dejar que vuestros hijos pierdan el fruto del Bautismo; ¡cuán ciegos y crueles seríais!. La Iglesia acaba de salvarlos mediante el Bautismo, y ¿vosotros, con vuestra negligencia, los restituiríais al demonio?. ¡Pobres hijos!, en qué manos tuvisteis la desgracia de caer!. Mas, al trotar de los padrinos, no debemos olvidar que, para responder de un niño, deben estar suficientemente instruidos en la religión, para el caso de que tengan que instruir al ahijado, por faltarle su padre y su madre. Además, es necesario que sean buenos cristianos, y hasta cristianos perfectos; pues deben servir de ejemplo a sus hijos espirituales. Así, no está bien que sirvan de padrinos los que no cumplen el precepto pascual, los que contrajeron un mal hábito y no quieren dejarlo, los que andan por las salas de baile y frecuentan las tabernas; pues los tales, a cada pregunta del sacerdote, pronuncian un falso juramento: cosa grave, como podéis suponer, en presencia del mismo Jesucristo y al pie de las sagradas fuentes del Bautismo. Si no os reconocéis en condiciones de apadrinar cristianamente, debéis renunciar el cargo; y si no lo hicisteis así alguna vez, debéis confesaros de ello, proponiendo no recaer en tal pecado.

   5.° No debéis tener en vuestra cama a los hijos menores de dos años. — Pero, me diréis, es que a veces hace mucho frío, o estamos muy cansados. Mas no hay en todo esto razón alguna que pueda excusaros delante de Dios. Además, cuando os casasteis, muy bien sabíais que estaríais obligados a cumplir las cargas y deberes de dicho estado. Padres v madres hay tan faltos de instrucción religiosa, o tan poco celosos de sus deberes, que llegan a admitir en su cama a hijos de quince y dieciocho años, y hasta a veces a hermanos y hermanas juntos. Dios mío!, ¡en qué estado de ignorancia se hallan tales padres y madres!. Mas vuelvo al asunto, y os digo que cuantas veces acostáis a vuestros hijos menores de dos años en vuestra propia cama, ofendéis a Dios. ¡Cuántas madres hallaron ahogado al hijo por la mañana!. Y aunque Dios os haya preservado de ella, no sois menos culpables que si hubieseis ahogado a vuestros hijos cuantas veces los habéis acostado junto a vosotros en la cama. -Pero, me diréis, cuando están bautizados ya no se pierden; antes al contrario, van al cielo. Es indudable que ellos no se pierden, mas os perderéis vosotros; y además, ¿sabéis por ventura a qué destinaba Dios a tales niños?. Tal vez ese hijo habría sido un santo sacerdote. Habría llevado muchas almas a Dios; al celebrar todos los días la santa Misa, habría dado más gloria a Dios que todos los ángeles v santos juntos en el cielo; habría sacado más almas del purgatorio que las lágrimas y las penitencias de todos los solitarios reunidos ante el tribunal de Dios. ¿Comprendéis ahora la trascendencia de dejar morir a un niño, aunque esté bautizado?. Si la madre de San Francisco Javier, aquel gran santo que tantos idólatras convirtió, lo hubiese dejado perecer, ¡ay!, cuantas almas en el infierno le echarían en cara, en el día del Juicio, el haber sido la causa de su desgracia, pues aquel niño estaba destinado a convertirlas!. Dejáis perecer a esa hija que tal vez se hubiera consagrado a Dios; con sus oraciones y buenos ejemplos hubiera llevado muchas almas al cielo. Tal vez hubiera sido madre de familia, y habría educado santamente a sus hijos, los cuales a su vez hubieran educado a otros, y así la religión se hubiera mantenido y conservado en numerosas generaciones. No dais grande importancia a la perdida de un niño, alegando como pretexto el estar va bautizado ; más aguardad el día del juicio y entonces veréis y tendréis que reconocer lo que no habéis sabido nunca comprender en este mundo. Si los padres y las madres reflexionasen a menudo sobre esto, cuantas más mamas habría en el cielo.

6.° Digo que los padres se hacen muy culpables acariciando a sus hijos de una manera inconveniente.

-Pero, me diréis, ningún mal cometemos; es solo para acariciarlos.

- Más yo os contestare que ofendéis a Dios, y atraéis la maldición sobre aquellos pobres niños.

7.° Hay madres tan faltas de religión, o si queréis, tan ignorantes, que, para mostrar a una vecina la robustez de sus hijos, los desnudan por entero; otras, para vestirlos, los dejan al descubierto ante cualquiera clase de gente. Pues bien, esto no deberíais hacerlo, aunque no lo viese nadie. ¿Por ventura no debéis respetar la presencia de su Ángel de la guarda?. Lo mismo debo deciros respecto a la forma de darles el pecho. ¿Puede una madre cristiana dejar sus senos al descubierto?, y aunque los cubra, ¿no debe también volverse hacia el lado donde nadie la vea?.

Otras, con et pretexto de que están criando, se presentan constantemente solo medio cubiertas: ¡que abominación!, ¿ no es esto para hacer ruborizar a los paganos?. A fin de no exponerse a miradas pecaminosas, se ve uno obligado a huir de su compañía. ¡Que horror!

- Pero, me diréis, aunque haya otra gente, bien debemos alimentar y vestir a nuestros pequeñuelos cuando lloran.

- Más yo os contestare que, cuando lloran, ciertamente que debéis hacer todo lo posible para que callen; pero vale más dejarlos llorar un poco que ofender a Dios. ¡Cuantas madres son causa de malas miradas, de malos pensamientos, de tocamientos deshonestos!. Decidme, ¿estas son aquellas madres cristianas que tan reservadas deberían aparecer?. ¡Dios mío!, ¿qué juicio se les espera?. Otras son tan crueles que, en verano, dejan correr toda la mañana a sus hijos solo a medio vestir. Decidme, infelices, ¿no estaríais mejor entre las bestias salvajes?. ¿Donde esta vuestra religión y el celo por el cumplimiento de vuestros deberes?. ¡Ay!, religión, apenas si tenéis, y vuestros deberes jamás los conocisteis. Todos los días lo estáis dando a entender. Pobres hijos, ¡cuan desgraciados los que pertenecéis a tales padres!.

8.° Digo también que debéis vigilar a vuestros hijos cuando los enviáis al campo; entonces, lejos de vuestra presencia, se entregan a cuanto el demonio les inspira. Me atrevería a deciros que cometen toda suerte de deshonestidades, y que emplean a veces la mitad del día en cometer actos abominables. Ya se yo que la mayor parte ignoran el mal que hacen; más aguardad a que tengan conocimiento. No se olvidara el demonio de excitarles el recuerdo de lo que hicieron en otros tiempos, a fin de hacerlos consentir en el pecado. ¿Sabéis de lo que es causa vuestra negligencia o ignorancia?. Vedlo aquí tenedlo muy presente. Muchos de los niños que enviáis al campo cometen sacrilegio en su primera comunión; contrajeron hábitos vergonzosos: y o no se atreven a declararlos, o no se han enmendado de ellos. Entonces, si un sacerdote quiere evitar su condenación, se resiste a absolverlos; y sus padres se lo echarían en cara y se quejarán diciendo: Lo ha hecho porque se trata de mi hijo... Vamos, miserables, vigilad con mayor diligencia a vuestros hijos, y no serán despedidos del santo tribunal. Si, no lo dudéis, muchos de vuestros hijos comenzaron su reprobación en aquellos tiempos en que se iban al campo.

- Pero, me diréis, no podemos irles continuamente a la zaga, otras ocupaciones tenemos.

- No me meto yo con eso; más lo que os digo es que deberéis dar cuenta de sus almas como si fuesen la vuestra propia.

- Más no dejamos de hacer cuanto esta en nuestra mano.

-Yo no sé si hacéis cuanto podéis o no ; más lo que me consta es que, si vuestros hijos se condenan por vuestra causa, os condenareis también vosotros; esto es lo que yo se y nada más. En vano me objetareis que voy en esto demasiado lejos; los que no hayan perdido enteramente su fe habrán de convenir en que es así, tal como digo.

9.° Debéis evitar que vuestras hijas o vuestras criadas duerman en habitaciones donde por la mañana hayan de entrar los mozos o criadas en busca de forrajes, patatas, etcetera. Hay que hacer constar, para vergüenza de padres y dueños, que no faltan pobres hijas o criadas que se ven obligadas a levantarse y a vestirse delante de gente relajada y sin religión. Muchas veces las camas de esas pobres niñas, ni tan solo están protegidas por cortinas ni pabellones.

- Pero, me diréis, muy costoso nos seria practicar todo esto.

- Costoso o no, esto es lo que debéis hacer; y si no, por ello serás juzgado y recibirás el correspondiente castigo. Tampoco debéis tener a los hijos en vuestro cuanto, en cuanto lleguen a la edad de siete u ocho años. ¡Ay, que no vais a daros cuenta del mal que hacéis pasta que Dios os llame a juicio!.

Acabáis de ver como vuestros hijos, aunque pequeños, os han hecho cometer ya muchas faltas; más ahora veréis como, al ser mayores, serán causa de muchísimas otras, muy graves y muy funestas para ellos y para vosotros. Habréis de convenir conmigo en que, a medida que vuestros hijos van creciendo, debéis redoblar vuestras oraciones y cuidados, pues los peligros son mayores y las tentaciones aumentan. Mas, decidme, ¿es esto lo que hacéis?. Desgraciadamente, no. Mientras vuestros hijos eran pequeños, procurabais hablarles de Dios, y los acostumbrabais a rezar las oraciones; vigilabais su comportamiento, les preguntabais si habían ido a confesarse, si habían asistido a la santa Misa; cuidabais de que acudiesen al catecismo. Mas, en cuanto llegaron a los dieciocho o veinte años, lejos de mantenerlos en el amor y temor de Dios, de pintarles la felicidad de los que le sirven en esta vida, el pesar que sentiremos al morir y vernos perdidos; ¡ay!, esos pobres hijos se os presentan llenos de vicios, habiendo quebrantado ya mil veces los divinos preceptor sin conocerlos; su corazón esta lleno de las cosas terrenas y vacío de las cosas de Dios. Y solo le habláis del mundo. Si se trata de una madre, comenzara a recordar a su hija que fulana se ha casado ya con aquel joven; que halló buen partido; que ojalá le cupiese a ella la misma suerte. Aquella madre solo tendrá en la cabeza a su hija, esto es, hará todos los posibles para que brille en el mundo. La llenará de cosas vanas y frívolas, quizá hasta contraer deudas: la enseñará a andar erguida, diciéndole que anda toda encorvada, y ofrece mal aspecto. ¡Os extraña que existan madres tan ciegas!. Cuanto abundan eras infelices que solo procuran la perdición de sus hijas. Otras veces, al verlas salir por la mañana, antes cuidan de mirar si llevan el tocado arreglado, la cara y las manos limpias, que de preguntarles si ofrecieron a Dios su corazón, si rezaron las oraciones de la mañana y si consagraron el día al Señor: de esto ni se habla. Otras veces les dirán que no han de ser ariscas, que deben ser afables con todo el mundo; que han de pensar en adquirir muchas relaciones, para así establecerse con mar facilidad. ¡Cuantos padres o madres, en su ceguera, dicen a sus hijas: Si te portas bien, si haces con diligencia esto que te mando, te permitiré ir a la feria de Montmerle, o a tal o cual fiesta mayor: es decir, si haces siempre lo que yo quiero, te arrastrare hacia el infierno!. ¡Dios mío!, ¡así hablan los padres cristianos, cuando debieran orar noche y día por sus hijos, a fin de que Dios les inspirase un grande horror a los placeres, y un grande amor para Él, a fin de salvar su alma!. Y lo más triste es lo que sucede con aquellas hijas que por su propio impulso se resisten a salir de casa: entonces son sus padres los que las incitan, diciendo: Si permaneces siempre en casa, mucho tardaras en casarte, nadie lo sabrá en el mundo. ¿Quieres, madre infeliz, que tu hija adquiera relaciones?, no te preocupes, ya las adquirirá, sin que debas inquietarte mucho; deja que pase algún tiempo, y veras las relaciones que adquirió.

La hija, cuyo corazón tal vez no está tan corrompido como el de la madre, dirá: «Como mandéis; pero esto el Señor cura no lo quiere; nos dice que esto atrae la maldición de Dios sobre los matrimonios; por mi gusto no iría al baile, ¿que os parece, madre?». -- «Dios mío, cuan tonta eres, hija mía, al hacer caso del cura; oficio suyo es darnos advertencias; con ello se gana la vida, más una toma lo que quiere y deja lo otro para los demás». - «¿Pero podremos así cumplir el precepto pascual?» - «¡Ah!, pobre niña, si no nos quiere absolver, iremos a otro; lo que uno no quiere siempre se halla otro que lo acepta. Eso si, ten juicio, hija mía; vuelve temprano; pero diviértete ahora que tienes edad par a ello». En otra ocasión será una vecina que diga: «Concedéis demasiada libertad a vuestra hija, un día os dará un disgusto». - «¡Mi hija !, contestara, ah, no, estoy muy tranquila en cuanto a esto. Además, le he recomendado mucha prudencia, y ella me ha prometido seguir mis consejos; cónstame de cierto que solo se trata con personas decentes.» Aguarda un poco, madre ciega, y verás el fruto de su prudencia. Al divulgarse el crimen, será gran tema de escándalo para la parroquia, y llenara de deshonra y oprobio a toda la familia; más, aunque no se divulgue, ni se descubra nada, tu hija llevara bajo el velo del matrimonio un corazón y un alma corrompidos por las impurezas a que se entrego antes de casarse, las cuales serán fuente de maldición para toda su vida.

- Pero, dirá la madre, al darse cuenta de que se propasa, ya la advertiré para que se detenga; le privare el salir, o, en todo caso, ¡con el bastón la haré volver!.

- No la permitirás salir en adelante; propósito inútil, ya se arreglara ella sin tu permiso, y si haces ademán de negárselo, también sabrá insultarte, burlarse de ti y marcharse. Tu la habrás empujado, más no serás quien la detenga. Al ver esto, tal vez te eches a llorar, más ¿de que servirán tus lágrimas?, de nada, si no es recordarte el engaño de que has sido victima, y que hubieras debido ser mas prudente y dirigir mejor a tus hijos. Si dudas de lo que te digo, escúchame un momento, y, a pesar de la dureza de tu corazón con el alma de tus hijos, podrás ver como solo el primer paso es el difícil; una vez los dejaste extraviar, pierdes sobre ellos todo señorío, y ellos las más de las veces acaban de la manera más desastrosa.

Refiérese en la historia que un padre tenía un hijo del cual recibía toda suerte de consuelos; era juicioso, obediente, reservado, en fin, un modelo que edificaba a toda la parroquia. Un día hubo unos festejos en un lugar vecino, y el padre le dijo: «Hijo mío, tu no sales nunca, vete un momento a divertirte con tus amigos, todos son personas decentes, no estarás con malas compañías». Y el hijo contesto: «Padre mío, mi mayor placer, mi mayor recreo, es estar en vuestra compañía». Ved aquí una excelente respuesta para tu hijo: preferir la compañía del padre a todos los placeres y a todas las compañías. «Hijo mío, le dijo aquel padre ciego, si esto es así, iré yo también contigo».Y padre e hijo partieron. La segunda vez que ocurrió un caso semejante, el hijo no necesito ya tantas instancias para decidirse; la tercera partió solo; ya no necesitaba a su padre; al contrario, aquel comenzaba a estorbarle; sin necesidad de nadie sabia hallar perfectamente el camino. Su pensamiento no se ocupaba en otra cosa que en las músicas que oyó y en las personas con quienes habló. Acabó por dejar aquellas practicas religiosas que se había impuesto cuando estaba entregado del todo a Dios; trabó relaciones con una joven mucho peor que el. El vecindario comenzó a hablar del joven como de un novel libertino. En cuanto su padre se dio cuenta de ello, quiso interponerse en su carrera y le prohibió salir para cualquier lugar sin su permiso; más ya no encontró en el hijo aquella antigua sumisión. ¡Nada pudo detenerle; burlabase de su padre, diciéndole que, porque ahora no podía el ya divertirse, quería también impedírselo a los demás. El padre, desesperado al ver que la cosa no tenia remedio, mesabase los cabellos. La madre, que apreciaba mejor que su marido los daños de aquellas malas compañías, muchas veces le había advertido el peligro, diciéndole que otro día se arrepentiría; más era ya demasiado tarde. Un día, al volver el hijo de sus correrías, el padre le pegó. El hijo, al verse aborrecido de sus padres, sentó plaza en el ejercito, y, al cabo de algún tiempo, recibieron en su casa una carta en la que se les notificaba que aquel hijo había perecido aplastado a los pies de los caballos. ¡Ay!, ¿donde fue a parar aquel pobre joven?. Dios quiera que no fuese al infierno. Sin embargo, si se condenó, lo cual parece probable según todas las apariencias, su padre fue el verdadero causante de su perdición. Y aunque el padre se abandonase a la penitencia, todas las lágrimas y todas las mortificaciones serian incapaces de sacar al pobre hijo de aquel lugar de tormento. ¡Ah!, ¡desgraciados padres los que arrojáis vuestros hijos a las eternas llamas!.

Os parecerá todo esto un poco extraordinario; no obstante, examinando de cerca la conducta de muchos padres, veremos que esto es lo que hacen a todas horas. Si aun dudáis de lo que os digo, investiguémoslo más de cerca. ¿No es cierto que todos los días os quejáis de vuestros hijos?. ¿Que os lamentáis de que no os quieren obedecer?, lo cual es verdad. Es que os olvidáis tal vez del día que dijisteis a vuestro hijo o a vuestra hija: Si quieres ir a la feria de Montmerle, o al sarao de la taberna, no tengo en ello inconveniente; vuelve empero temprano. Y el hijo os contestaría tal vez que estaba dispuesto a hacer vuestra voluntad.

-Vamos, que no sales nunca, bien lo mereces unas horas de placer.

-Al principio no le denegáis el permiso. Pero mas adelante, no tendréis ya necesidad de empujarle, ni aun de darle licencia. Entonces os quejareis porque sale sin deciros nada. Vuelve atrás tu mirada, madre infeliz, y te acordaras de que ya le diste el permiso una vez por todas. Haceos cargo de lo que ha de suceder cuando le dais libertad para ir a todos aquellos lugares donde su cabeza destornillada le conduzca. Queréis que vuestra hija adquiera relaciones para casarse. En efecto, a fuerza de correrías, adquirirá muchas relaciones, y, multiplicara sus crímenes. Y ellos constituirán como una montaña de pecados que impedirán que la bendición de Dios se derrame sobre estos jóvenes cuando entren en el matrimonio. ¡Ay!, ¡tales personas están ya malditas de Dios!. Mientras el sacerdote levanta su mano para bendecírlas, Dios, desde lo alto, lanza la maldición sobre sus cabezas. De ahí para tales infelices una espantosa fuente de desgracias. Aquel nuevo sacrilegio, añadido a los demás, le arranca la fe para siempre. Una vez entraron en el estado de matrimonio, en el cual piensan ser ya todo permitido, su vida no es para ellos otra cosa que un abismo de corrupción, capaz de pacer estremecer al infierno, si lo presenciase. Pero, ¡ay!, todo esto dura poco tiempo. No tardan en llegar la tristeza, el odio, las riñas, los malos tratos de una o de otra parte entre los esposos.

Pasados unos cinco o seis meses de matrimonio, vera el padre llegar a su hijo enfurecido y desesperado, maldiciendo al padre, a la madre, a la mujer, y quizá hasta a los que negociaron el casamiento. Su padre, extrañado, le preguntara que le pasa: «Soy un desgraciado. ¡Ojala me hubieseis aplastado al nacer, ojala me hubieseis envenenado antes de casarme!

- Pero, hijo mío, le dirá su padre todo contrariado, has de tener paciencia. Quizá te dueles de un mal que será pasajero.

- No me habléis, que, si cediese a mis impulsos, seria capaz de dispararme un tiro o arrojarme al río: tanto me fastidia estar todo el día disputando o riñendo».

- Si, padre insensato, dejemos que el cura diga lo que quiera, es preciso adquirir muchas relaciones, pues sin ellas ¿quien se casaría?. Vete cuando quieras, hijo mío, sé juicioso, vuelve temprano y esta tranquilo.

No hay duda de que, si hubieses sido juicioso, si hubieses consultado al Señor, no lo habrías casado con tan mala estrella, pues Dios no lo hubiera permitido; sino que, como al joven Tobías (Tob., VII.), El mismo le hubiera elegido una esposa que, al entrar en la casa, habría traído allí la paz, la virtud y toda suerte de bendiciones. He aquí, amigo mío, lo que has perdido al despreciar los consejos de tu pastor, y seguir los consejos de tus ciegos padres.

Otra vez será una pobre hija la que comparecerá molida a golpes, para deshacerse llorando en el regazo de su madre. Mezclaran juntas sus lágrimas: «Madre mía!, ¡cuan desgraciada soy al haber tomado un marido como el que tengo: es tan brutal como malvado!. Temo que algún día oigáis decir que me ha matado». - «Mas, responderá la madre ¿por que no haces siempre lo que te manda?» - «No me pierdo por este lado; mas nada le contenta, siempre esta enojado.» - «Pobre hija, le dirá la madre, si hubieses acertado a casarte con fulano, que te pidió en matrimonio, hubieras sido mucho más feliz»...

Te engañas, madre; no es esto lo que le debes contestar, sino «¡Pobre hija!, si hubiese yo acertado a inspirarte el temor y amor de Dios, si nunca lo hubiese permitido correr detrás de los placeres, Dios no hubiera permitido tu desgracia»...  ¿Que lo parece, mujer?, deja que el cura diga lo que le venga en mientes, sal siempre que quieras, se juiciosa, vuelve temprano y está tranquila. Todo esto está muy bien, pero escúchame.

Cierto día me ocurrió pasar junto a un gran fuego, y tome un puñado de paja seca, la eche en la hoguera y le dije que no ardiese. Los que lo presenciaban, me dijeron burlándose de mi: «Es en vano que se lo advirtáis esto no impedirá que quede al momento hecha cenizas. - ¿Y como?, les conteste, cuando yo le he mandado no abrasarse». - ¿Que te parece, madre?, ¿no reconoces en esto tu ejemplo?. ¿ no es ésta tu conducta o la de tu vecina?. ¿No recomendaste a lo hija la prudencia al concederle permiso para salir? - No hay duda... - Anda, mujer, te dejaste dominar por la ceguera, y fuiste el verdugo de tus hijos. Si son desgraciados en el matrimonio, tu sola eres la causa de ello. Dime: si hubieses tenido algún sentimiento de religión o de afecto a tus hijos, ¿no debieras haber trabajado con todas tus fuerzas para pacer que evitasen el mal que tu misma cometiste cuando te hallabas en el mismo caso de tu hija?.  Más claro: no contenta con haber sido lo desgraciada, quieres que también lo sean tus hijos. Y tu, hija mía, ¿eres desgraciada en lo nueva casa?. Mucho lo siento, ello me causa pena; pero me extraña menos que si me dijeses que eres feliz; atendiendo a las disposiciones con que lo casaste.

Ha llegado la corrupción a un tan alto grado entre los jóvenes de nuestros tiempos, que resulta tan imposible hallar quienes reciban santamente dicho sacramento, como es imposible hacer que un condenado suba al cielo.

- Pero, me diréis: existen todavía algunos.

- ¡Amigo mío!, ¿dónde están?... ¡Ay!, si, los padres no tienen reparo alguno en dejar solos a la hija con un joven durante tres o cuatro horas durante las veladas.

- Pero, me diréis, son muy juiciosos.

- Si, no hay duda que son juiciosos; así ha de hacérnoslo creer la caridad. Pero dime, mujer, ¿eras tu muy juiciosa cuando te hallabas en el mismo caso de tu hija?.

Terminemos diciendo que, si los hijos son desgraciados en este mundo y en el otro, es por culpa de sus padres, que no pusieron todos los medios que estaban a su alcance para dirigirlos santamente por el camino de la salvación, donde no hay duda que el Señor los hubiera bendecido. Cuando, en nuestros días, un  joven o una joven quieren casarse, se los lleva a abandonar a Dios... ¡Pobres padres y pobres madres, cuantos tormentos os aguardan en la otra vida!. Mientras subsista vuestra descendencia, os haréis participantes de todos los pecados que en ella se cometan, y recibiréis el castigo cual si vosotros los hubieseis cometido, y aun más, tendréis que dar cuenta de todas las almas que de vuestra descendencia se condenen. Todas esas almas os acusarán de haber sido causa de su perdición. Lo cual se comprende fácilmente. Si hubieseis educado bien a vuestros hijos, estos a su vez hubieran educado bien a los suyos: y unos y otros se habrían salvado. Mas no esta todo aquí, sino que además seréis responsables, delante de Dios, de todas las buenas obras que vuestra descendencia hubiera podido practicar hasta la consumación de los siglos, y no practicó por vuestra culpa.

¿ Qué os parece todo esto, padres y madres que me escucháis?. Si no perdisteis enteramente la fe, ¿no tendréis motivos de llorar al ver el mal que hicisteis y la imposibilidad en que os halláis de repararlo?. ¿Tenia yo razón al principio, cuando os decía ser casi imposible declararos la magnitud de vuestros deberes?... Mas lo que hoy os he dicho, es solamente una pequeña parte de tan importante y extensa materia...

¡Cuántos padres arrastran consigo a sus hijos hacia el infierno!. ¡Dios mío!, ¿podremos pensar en todos esos males sin estremecernos?

- Pero me diréis: «No dejamos de hacer cuanto esta en nuestra mano».

- Hacéis cuanto esta en vuestra mano, es verdad; más para perderlos, no para salvarlos. Para terminar, quiero convenceros de que no hacéis todos los posibles para salvarlos. ¿Dónde están las lágrimas que derramasteis, las limosnas que repartisteis para implorar su conversión?. Pobres hijos, ¡cuan desgraciados por pertenecer a unos padres que sólo trabajan por haceros desgraciados en este mundo y aun mucho más en el otro! Siendo yo vuestro padre espiritual, voy a daros ahora un consejo: Cuando veáis que vuestros padres faltan a Misa o a las funciones, trabajan en domingo, comen carne los días prohibidos, dejan de frecuentar los sacramentos, no procuran instruirse en la religión; haced vosotros todo lo contrario, para que vuestros buenos ejemplos los salven a ellos, lo cual seria para vosotros una gran victoria.

 

 

 

 





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