CAPÍTULO IV.5. EL VIERNES

Este día se ha de contemplar el Misterio de la Cruz y las siete palabras que el Señor habló.

Despierta, pues, ahora, ánima mía, y comienza a pensar en el Misterio de la santa Cruz, por cuyo fruto se reparó el daño de aquel venenoso fruto del árbol vedado. Mira primeramente cómo, llegado ya el Salvador a este lugar, aquellos perversos enemigos (porque fuese más vergonzosa su muerte) lo desnudan de todas sus vestiduras hasta la túnica interior, que era toda tejida de alto a bajo, sin costura alguna. Mira, pues, aquí, con cuánta mansedumbre se deja desollar aquel inocentísimo Cordero sin abrir su boca, ni hablar palabra contra los que así lo trataban. Antes de muy buena voluntad consentía ser despojado de sus vestiduras, y quedar a la vergüenza desnudo, porque con ellas se cubriese mejor que con las hojas de higuera la desnudez en que por el pecado caímos.

Dicen algunos Doctores que, para desnudar al Señor esta túnica, le quitaron con grande crueldad la corona de espinas que tenía en la cabeza y, después de ya desnudo, se la volvieron a poner, y ahincarle otra vez las espinas por el cerebro, que sería cosa de grandísimo dolor. Y es de creer, cierto, que usaran de esta crueldad los que de otras muchas y muy extrañas usaron con El en todo el proceso de su Pasión, mayormente diciendo el Evangelista que hicieron con Él todo lo que quisieron. Y como la túnica estaba pegada a las llagas de los azotes, y la sangre estaba ya helada y abrazada con la misma vestidura, al tiempo que se la desnudaron (como eran tan ajenos de piedad aquellos malvados), despegáronsela de golpe y con tanta fuerza, que le desollaron y renovaron todas las llagas de los azotes, de tal manera, que el santo Cuerpo quedó por todas partes abierto y como descortezado, y hecho todo una grande llaga, que por todas partes manaba sangre.

Considera, pues, aquí, ánima mía, la alteza ae la divina bondad y misericordia que en este Misterio tan claramente resplandece; mira cómo Aquel que viste los cielos de nubes y los campos de flores y hermosura, es aquí despojado de todas su vestiduras. Considera el frío que padecería aquel santo Cuerpo, estando como estaba despedazado y desnudo, no sólo de sus vestiduras, sino también de los cueros de la piel, y con tantas puertas de llagas abiertas por todo él. Y si estando San Pedro vestido y calzado la noche antes padecía frío, ¿cuánto mayor lo padecería aquel delicadísimo Cuerpo estando tan llagado y desnudo?

Después de esto considera cómo el Señor fue enclavado en la Cruz, y el dolor que padecería al tiempo que aquellos clavos gruesos y esquinados entraban por las más sensibles y más delicadas partes del más delicado de todos los cuerpos. Y mira también lo que la Virgen sentiría cuando vie

se con sus ojos y oyese con sus oídos los crueles y duros golpes que sobre aquellos miembros divinales tan a menudo caían, porque verdaderamente aquellas martilladas y clavos al Hijo pasaban las manos, mas a la Madre herían el corazón.

Mira cómo luego levantaron la Cruz en alto y la fueron a hincar en un hoyo que para esto tenían hecho, y cómo (según eran crueles los ministros) al tiempo de asentar, la dejaron caer de golpe, y así se estremecería todo aquel santo Cuerpo en el aire y se rasgarían más los agujeros de los clavos, que sería cosa de intolerable dolor.

Pues, oh Salvador y Redentor mío, ¿qué corazón habrá tan de piedra que no se parta de dolor (pues en este día se partieron las piedras) considerando lo que padeces en esta cruz? Cercádote han, Señor, dolores de muerte, y envestido han sobre Ti todos los vientos y olas de la mar. Atollado has en el profundo de los abismos, y no hallas sobre qué estribar. El Padre te ha desamparado, ¿qué esperas, Señor, de los hombres? Los enemigos te dan grita, los amigos te quiebran el corazón, tu ánima está afligida, y no admites consuelo por mi amor. Duros fueron, cierto, mis pecados, y tu penitencia lo declara. Véote, Rey mío, cosido con un madero; no hay quien sostenga tu cuerpo sino tres garfios de hierro; de ellos cuelga tu sagrada carne, sin tener otro refrigerio. Cuando cargas el cuerpo sobre los pies, desgárranse las heridas de los pies con los clavos que tienen atravesados; cuando las cargas sobre las manos, desgárranse las heridas de las manos con el peso del cuerpo. Pues la santa cabeza, atormentada y enflaquecida con la corona de espinas, ¿qué almohada la sostendría? ¡Oh cuán bien empleados fueron allí vuestros brazos, serenísima Virgen, para este oficio, mas no servirán ahora allí los vuestros, sino los de la Cruz! Sobre ellos se reclinará la sagrada cabeza cuando quisiere descansar, y el refrigerio que de ello recibirá será hincarse más las espinas por el cerebro.

Crecieron los dolores del Hijo con la presencia de la Madre, con los cuales no menos estaba su corazón sacrificado de dentro, que el sagrado Cuerpo lo estaba de fuera. Dos cruces hay para Ti, ¡oh buen jesús!, en este día: una para el cuerpo y otra para el ánima; la una es de pasión, la otra de compasión; la una traspasa el Cuerpo con clavos de hierro, y la otra tu ánima santísima con clavos de dolor. ¿Quién podría, oh buen jesús, declarar lo que sentías cuando declarabas las angustias de aquella ánima santísima, la cual tan de cierto sabías estar contigo crucificada en la Cruz? ¿Cuando veías aquel piadoso corazón traspasado y atravesado con cuchillo de dolor, cuando tendías los ojos sangrientos y mirabas aquel divino rostro cubierto de amarillez de muerte? ¿Y aquellas angustias de su ánimo sin muerte, ya más que muerto? ¿Y aquellos ríos de lágrimas, que de sus purísimos ojos salían, y oías los gemidos, que se arrancaban de aquel sagrado pecho exprimidos con peso de tan gran dolor?

Después de esto, puedes considerar aquellas siete palabras que el Señor habló en la Cruz. De las cuales la primera fue (Lc.23,34): Padre, perdona a éstos, que no saben lo que hacen. La segunda al Ladrón (Lc.23,43): Hoy serás conmigo en el Paraíso. La tercera a su Madre Santísima (Io.19,26): Mujer, cata ahí a tu hijo. La cuarta (Io.19,28): Sed he. La quinta (Mt.27,46): Dios mío, Dios mío, ¿por qué me desamparaste? La sexta (Io.19,30): Acabado es. La séptima (Lc.23,46): Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.

Mira, pues, oh ánima mía, con cuánta caridad en estas palabras encomendó sus enemigos al Padre; con cuánta misericordia recibió al Ladrón que le confesaba; con qué entrañas encomendó a la piadosa Madre el amado discípulo; con cuánta sed y ardor mostró que deseaba la salud de los hombres; con cuán dolorosa voz derramó su oración, y pronunció su tribulación ante el acatamiento divino; cómo llevó hasta el cabo tan perfectamente la obediencia del Padre, y cómo, finalmente, le encomendó su espíritu y se resignó todo en sus benditísimas manos. Por donde parece como en cada una de estas palabras está encerrado un documento de virtud. En la primera se nos encomienda la caridad para con los enemigos. En la segunda, la misericordia para con los pecadores. En la tercera, la piedad para con los padres. En la cuarta, el deseo de la salud de los prójimos. En la quinta, la oración de las tribulaciones y desamparos de Dios. En la sexta, la virtud de la obediencia y perseverancia. Y en la séptima, la perfecta resignación en la mano de Dios, que es la suma de toda nuestra perfección.




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