CAPÍTULO II.1. EL LUNES

Este día podrás entender en la memoria de los pecados, y en el conocimiento de ti mismo, para que en lo uno veas cuántos males tienes, y en lo otro cómo ningún bien tienes que no sea de Dios, que es el medio por donde se alcanza la humildad, madre de todas las virtudes.

Para esto debes primero pensar en la muchedumbre de los pecados de la vida pasada, especialmente en aquellos que hiciste en el tiempo que menos conocías a Dios. Porque si lo sabes bien mirar, hallarás que se han multiplicado sobre los cabellos de tu cabeza, y que viviste en aquel tiempo como un gentil, que no sabe qué cosa es Dios. Discurre, pues, brevemente por todos los diez mandamientos y por los siete pecados mortales, y verás que ninguno de ellos hay en que no hayas caído muchas veces, por obra o por palabra o pensamiento.

Lo segundo, discurre por todos los beneficios divinos, y por los tiempos de la vida pasada, y mira en qué los has empleado; pues de todos ellos has de dar cuenta a Dios. Pues dime ahora, ¿en qué gastaste la niñez? ¿En qué la mocedad? ¿En qué la juventud? ¿En qué, finalmente, todos los días de la vida pasada? ¿En qué ocupaste los sentidos corporales y las potencias del ánima que Dios te dio para que lo conocieses y sirvieses? ¿En qué se emplearon tus ojos, sino en ver la vanidad? ¿En qué tus oídos, sino en oír la mentira, y en qué tu lengua, sino en mil maneras de juramentos y murmuraciones, y en qué tu gusto, y tu oler, y tu tocar, sino en regalos y blanduras sensuales?

¿Cómo te aprovechaste de los Santos Sacramentos, que Dios ordenó para tu remedio? ¿Cómo le diste gracias por sus beneficios? ¿Cómo respondiste a sus inspiraciones? ¿En qué empleaste la salud y las fuerzas, y las habilidades de la naturaleza, y los bienes que dicen de fortuna, y los aparejos y oportunidades para bien vivir? ¿Qué cuidado tuviste de tu prójimo, que Dios te encomendó, y de aquellas obras de misericordia que te señaló para con él? ¿Pues qué responderás en aquel día de la cuenta, cuando Dios te diga (Lc.16,2): Dame cuenta de tu mayordomía, y de la cuenta que te entregué; porque ya no quiero que trates más en ella? ¡Oh árbol seco y aparejado para los tormentos eternos! ¿Qué responderás en aquel día, cuanto te pidan cuenta de todo el tiempo de tu vida y de todos los puntos y momentos de ella?

Lo tercero, piensa en los pecados que has hecho y haces cada día, después que abriste más los ojos al conocimiento de Dios, y hallarás que todavía vive en ti Adán con muchas de las raíces y costumbres antiguas. Mira cuán desacatado eres para con Dios, cuán ingrato a sus beneficios, cuán rebelde a sus inspiraciones, cuán perezoso para las cosas de su servicio, las cuales nunca haces ni con aquella presteza y diligencia, ni con aquella pureza de intención que debías, sino por otros respetos e intereses del mundo.

Considera cuán duro eres para con el prójimo, y cuán piadoso para contigo, cuán amigo de tu propia voluntad, y de tu carne, y de tu honra, y de todos tus intereses. Mira cómo todavía eres soberbio, ambicioso, airado, súbito, vanaglorioso, envidioso, malicioso, regalado, mudable, liviano, sensual, amigo de tus recreaciones y conversaciones y risas y parlerías. Mira cuán inconstante eres en los buenos propósitos, cuán inconsiderado en tus palabras, cuán desproveído en tus obras, y cuán cobarde y pusilánime para cualesquier graves negocios.

Lo cuarto, considera ya por este orden la muchedumbre de tus pecados, considera luego la gra- vedad de ellos, para que veas cómo por todas partes es crecida tu miseria. Para lo cual debes primeramente considerar estas tres circunstancias en los pecados de la vida pasada, conviene a saber: Contra quién pecaste, por qué pecaste y en qué manera pecaste. Si miras contra quién pecaste, hallarás que pecaste contra Dios, cuya bondad y majestad es infinita, y cuyos beneficios y misericordias para con el hombre sobrepujan las arenas del mar; mas, ¿por qué causa pecaste? Por un punto de honra, por un deleite de bestias, por un cabello de interés y muchas veces sin interés; por sola costumbre y desprecio de Dios. Mas ¿en qué manera pecaste? Con tanta facilidad, con tanto atrevimiento, tan sin escrúpulo, tan sin temor y a veces con tanta facilidad y contentamiento, como si pecaras contra un Dios de palo, que ni sabe ni ve lo que pasa en el mundo. ¿Pues ésta era la honra que se debía a tan alta majestad? ¿Éste es el agradecimiento de tantos beneficios? ¿Así se paga aquella sangre preciosa que se derramó en la Cruz, y aquellos azotes y bofetadas que se recibieron por ti? ¡Oh miserable de ti por lo que perdiste, y mucho más por lo que hiciste, y muy mucho más si con todo esto no sientes tu perdición! Después de esto, es cosa de grandísimo provecho detener un poco los ojos de la consideración en pensar tu nada; esto es, cómo de tu parte no tienes otra cosa más que nada y pecado, y cómo todo lo demás es de Dios; porque claro está que así los bienes de naturaleza como los de gracia (que son los mayores), son todos suyos; porque suya es la gracia de la predestinación (que es la fuente de todas las otras gracias), y suya la de la vocación, y suya la gracia concomitante, y suya la gracia de la perseverancia, y suya la gracia de la vida eterna. Pues ¿qué tienes, de qué te puedes gloriar, sino de nada, y pecado? Reposa, pues, un poco en la consideración de esa nada, y pon esto sólo a tu cuenta, y todo lo demás a la de Dios, para que clara, y palpablemente veas quién eres tú y quién es El; cuán pobre tú y cuán rico El, y, por consiguiente, cuán poco debes confiar en ti y estimar a ti, y cuánto confiar en El, amar a Él y gloriarte en Él.

Pues consideradas todas estas cosas arriba dichas, siente de ti lo más bajamente que te sea posible. Piensa que no eres más que una cañavera, que se muda a todos vientos, sin peso, sin virtud, sin firmeza, sin estabilidad y sin ninguna manera de ser. Piensa que eres un Lázaro de cuatro días muerto, y un cuerpo hediondo y abominable, lleno de gusanos, que todos cuantos pasan se tapan las narices y los ojos para no verlo. Parézcate que de esta manera hiedes delante de Dios y de sus ángeles, y tente por indigno de alzar los ojos al cielo, y de que te sustente la tierra, y de que te sirvan las criaturas, y del mismo pan que comes y del aire que recibes.

Derríbate con aquella pública pecadora a los pies del Salvador, y cubierta tu cara de confusión con aquella vergüenza que padecería una mujer delante de su marido cuando le hubiese hecho traición, y con mucho dolor y arrepentimiento de tu corazón pídele perdón de tus yerros, y que por su infinita piedad y misericordia haya por bien volverte a recibir en su casa.




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