CAPÍTULO II.3. EL MIÉRCOLES

Este día pensarás en el paso de la muerte, que es una de las más provechosas consideraciones que hay, así para alcanzar la verdadera sabiduría como para huir del pecado, como también para comenzar con tiempo a aparejarse para la hora de la cuenta.

Piensa, pues, primeramente, cuán incierta es aquella hora en que te ha de saltear la muerte, porque no sabes en qué día, ni en qué lugar, ni en qué estado te tomará. Solamente sabes que has de morir, todo lo demás está incierto; sino que ordinariamente suele sobrevenir esta hora al tiempo que el hombre está más descuidado y olvidado de ella.

Lo segundo piensa en el apartamiento que allí habrá, no sólo entre todas las cosas que se aman en esta vida, sino también entre el ánima y el cuerpo, compañía tan antigua y tan amada. Si se tiene por grande mal el destierro de la patria y de los aires en que el hombre se crió, pudiendo el desterrado llevar consigo todo lo que ama, ¿cuánto mayor será el destierro universal de todas las cosas de la casa, y de la hacienda, y de los hijos, y de esta luz y aire común, y, finalmente, de todas las cosas? Si un buey da bramidos cuando lo apartan de otro buey con quien araba, qué bramido será el de tu corazón cuando te aparten de todos aquellos con cuya compañía trajiste a cuestas el yugo de las cargas de esta vida?

Considera también la pena que el hombre allí recibe cuando se le representa en lo que han de parar el cuerpo y el ánima después de la muerte, porque del cuerpo ya sabe que no le puede caber otra suerte mejor que un hoyo de siete pies de largo en compañía de los otros muertos; mas del ánima no sabe cierto lo que será, ni qué suerte le ha de caber. Ésta es una de las mayores congojas que allí se padecen: saber que hay gloria y pena para siempre, y estar tan cerca de lo uno y de lo otro, y no saber cuál de estas dos suertes tan desiguales nos ha de caber.

Tras ésta congoja se sigue otra no menor, que es la cuenta que allí se tiene de dar, la cual es tal que hace temblar aún a los más esforzados. De Arsenio se escribe que estando ya para morir empezó a temer. Y como sus discípulos le dijesen: Padre, y tú ahora temes. Respondió: Hijos, no es nuevo en mí este temor, porque siempre viví con él. Allí, pues, se le representan al hombre todos los pecados de la vida pasada como un escuadrón de enemigos que vienen a dar sobre él, y los más grandes y en qué mayor deleite recibió, ésos se representan más vivamente y son causa de mayor temor. ¡Oh, cuán amarga es allí la memoria del deleite pasado, que en otro tiempo parecía más dulce! Por cierto, con mucha razón, dijo el Sabio (Prov.23,31-32): No mires al vino cuando está rubio y cuando resplandece en el vidrio su color, porque aunque el tiempo del beber parece blando, mas a la postre muerde como culebra y derrama su- ponzoña como basilisco. Éstas son las heces de aquel brebaje ponzoñoso del enemigo; éste es el dejo que tiene aquel cáliz de Babilonia por de fuera dorado. Pues entonces el hombre miserable, viéndose cercado de tantos acusadores, comienza a temer la tela de este juicio y a decir entre sí: Miserable de mí, que tan engañado he venido y por tales caminos he andado, ¿qué será de mi obra en este juicio? Si San Pablo dice (Gal.6,8) que lo que el hombre hubiere sembrado, eso cogerá, yo que ninguna otra cosa he sembrado, sino obras de carne, ¿qué espero coger de aquí sino corrupción?

Si San Juan dices (Apoc.21,27) que en aquella soberana ciudad, que es todo oro limpio, no ha de entrar cosa sucia, ¿qué espera quien tan sucia y tan torpemente ha vivido?

Después de esto suceden los sacramentos de la Confesión y Comunión y de la Extremaunción, que es el último socorro con que la Iglesia nos puede ayudar en aquel trabajo, y así en éste como en los otros debes considerar las ansias y congojas que allí el hombre padecerá por haber vivido mal, y cuánto quisiera haber llevado otro camino, y qué vida haría entonces si le diesen tiempo para eso, y cómo allí se esforzará a llamar a Dios, y los dolores y la prisa de la enfermedad apenas le darán lugar.

Mira también aquellos postreros accidentes de la enfermedad, que son como mensajeros de la muerte, cuán espantosos son y cuán para temer. Levántase el pecho, enronquécese la voz, muérense los pies, hiélanse las rodillas, afílanse las narices, húndense los ojos, párase el rostro difunto, y luego la lengua no acierta a hacer su oficio; finalmente, con la gran prisa del ánima que se parte, turbados todos los sentidos pierden su valor y su virtud. Mas, sobre todo, el ánima es la que allí padece los mayores. trabajos, porque allí está batallando y agonizado, parte por la salida y parte por el temor de la cuenta que se le apareja; porque ella, naturalmente, rehúsa la salida y ama la estada y teme la cuenta.

Salida ya el ánima de la carne, aún te quedan dos caminos por andar, el uno acompañando el cuerpo hasta la sepultura, y el otro siguiendo el ánima hasta la determinación de su causa, considerando lo que a cada una de estas partes acaecerá. Mira, pues, cuál queda el cuerpo después que su ánima la desampara, y cuál esa noble vestidura que le aparejan para enterrarlo, y cuán presto procuran echarlo de casa. Considera su enterramiento con todo lo que él pasará, el doblar de las campanas, el preguntar todos por el muerto, los oficios y cantos dolorosos de la Iglesia, el acompañamiento y sentimiento che los amigos, y, finalmente, todas las particularidades que allí suelen acaecer hasta dejar el cuerpo en la sepultura, donde quedará sepultado en aquella tierra de perpetuo olvido.

Dejado el cuerpo en la sepultura, vete luego en pos del ánima y mira el camino que llevará por aquella nueva región, y en lo que, finalmente, parará, y cómo será juzgada. Imagina que estás ya presente en este juicio, y que toda la corte del cielo está aguardando el fin de esta sentencia, donde se hará el cargo y el descargo de todo lo recibido hasta el cabo de la agujeta. Allí se pedirá cuenta de la vida, de la hacienda, de la familia, de las inspiraciones de Dios, de los aparejos que tuvimos para bien vivir, y sobre todo de la sangre de Cristo, y allí será cada uno juzgado según la cuenta que diere de lo recibido.




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