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Síntesis de espiritualidad católica: Creciendo en la Caridad VI - La Castidad y el Pudor

Páginas relacionadas 

 

 

JOSE RIVERA-JOSE MARIA IRABURU

Síntesis de espiritualidad católica

4ª PARTE

El crecimiento en la caridad VI

6. La castidad

J. Coppens, Sacerdocio y celibato, BAC 326 (1972); M. M. Croiset, Virginité et vie chrétienne au regard du rituel de la consécration des vierges, «La Maison-Dieu» 110 (1972) 116-128; J. Galot, La motivation évangélique du célibat, «Gregorianum« 53 (1972) 731-758; J. L. Larrabe, La virtud de la castidad según la reflexión teológica de Santo Tomás, «Ciencia Tomista» 100 (1973) 191-214; L. Legrand, La virginité dans la Bible, París 1964, Lectio divina 39; L. Merino, Origen y vicisitudes históricas del celibato ministerial, «Burgense» 21 (1971) 91-162; R. Metz, Le nouveau rituel de consécration des vierges, «La Maison-Dieu» 110 (1972) 88-115; A. M. Sicari, Matrimonio e verginità nella problematica della tradizione, «Ephemerides Carmeliticæ» 28 (1977) 226-277; R. de Vizmanos, Las vírgenes cristianas de la Iglesia primitiva (tratados patrísticos sobre la virginidad), BAC 45 (1949); P. Zerafa, Matrimonio, verginità e castità in S. Paolo, «Riv. di Ascetica e Mistica» 12 (1967) 226-246.

Véase también Pío XII, const. apost. Sponsa Christi, 21-XI-1950; enc. Sacra Virginitas (= S.Virg.), 25-III-1954; Pablo VI, enc. Sacerdotalis coelibatus (=S.Coelib.), 24-VI-1967; S. Congr. Educ. Católica, Orientaciones sobre la educación para el celibato sacerdotal, «Ecclesia» 35 (1975) 400-428; S. Congr. Fe, decl. Persona humana, 29-XII-1975; texto y comentario en AA.VV., Algunas cuestiones de ética sexual, BAC 1976; catequesis de Juan Pablo II: 10-III-1982ss: DP 1982, 81ss. Catecismo, castidad y vicios contrarios (2337-2391, 2514-2527); virginidad (723, 922-924ss, 1618-1620).

La castidad

La castidad es una virtud sobrenatural que orienta en la caridad el impulso genésico, tanto en lo afectivo como en lo físico. Ella suscita el pudor, «la prudencia de la castidad», como decía Pío XII: «El pudor advierte el peligro inminente, impide el exponerse a él e impone la fuga de aquellas ocasiones a las que se hallan expuestos los menos prudentes» y los menos castos (S.Virg. 28).

La lujuria, en cualquiera de sus modalidades lamentables, es rechazada con energía por la sagrada Escritura. «Ni fornicarios, ni idólatras, ni adúlteros, ni afeminados, ni sodomitas poseerán el reino de Dios» (1 Cor 6,9 10). Los fornicarios, en efecto, son idólatras; dan culto a la criatura en lugar de al Creador (Ef 5,5; Col 3,5-6; +Rm 1,25). La lujuria repugna en absoluto al que es miembro de Cristo y templo del Espíritu divino (1 Cor 6,12-20). Y se puede pecar de ella con actos sólo internos, pues Cristo nos enseña que «todo el que mira a una mujer deseándola, ya en su corazón cometió adulterio con ella» (Mt 5,28).

No es la lujuria, por supuesto, el más grave pecado, pero sí es la más grave quiebra de la virtud de la templanza (STh II-II,151,4 ad 3m), y es un vicio capital, esto es, cabeza de otros muchos males: egoísmo, avidez del mundo, olvido de Dios y de la esperanza del cielo, obscurecimiento del juicio, inconstancia, vanidad, infidelidad, mentira, etc. (153,4-5; 53,6).

((Digamos de paso que la sexología moderna apenas sirve para el conocimiento de la castidad, pues cuando, por ejemplo, A. Kinsey, W. H. Masters-V. Johnson, G. Zwang, estudian el impulso sexual humano, consideran normal, o si se quiere natural, todo aquello que aparece como conducta mayoritaria entre los hombres observados. Las consecuencias a que llegan estos estudios son previsibles, si tenemos en cuenta que son hombres adámicos, viejos y pecadores la mayoría de los individuos observados.))

La perfecta castidad es un amor perfecto al prójimo, una gran veneración interpersonal; de modo que con el crecimiento de la caridad, crece la castidad, y viceversa. La castidad evangélica es mucho más que una sexualidad razonable y ordenada: es la calidad de la caridad en la relación sexual entre personas.

La castidad implica madurez personal, la supone y colabora a producirla. La sexualidad del niño es incierta, quizá se orienta a él mismo, a otros niños -posiblemente del mismo sexo- o a los adultos más próximos. El adolescente sano desarrolla una inclinación claramente heterosexual, pero la inmadurez de su tendencia se manifiesta en que todavía es general, hacia las personas del otro sexo. El adulto casado que ha alcanzado la madurez personal, centra su sexualidad en una sola persona, el cónyuge, y se hace incapaz de enamorarse de otras; por eso Gregorio Marañón, con otros autores, ve una clara inmadurez sexual en la figura de un «Don Juan», capaz de enamorarse de muy diversas mujeres. Por otra parte, el cristiano adulto célibe se enamora de Cristo, y al mismo tiempo que este amor le hace incapaz de enamorarse de una persona humana concreta, le hace capaz de amar a todas las personas, con una admirable universalidad oblativa, no posesiva.

El ejercicio de la sexualidad no es requisito necesario para el desarrollo personal del cristiano -ni de cualquier hombre-, como lo vemos en Cristo. Dios es amor interpersonal, y el hombre es su imagen; por eso lo que es imprescindible para la maduración personal es el crecimiento en el amor interpersonal, amor que, según las vocaciones, tendrá una dimensión sexual (matrimonio) o carecerá de ella (celibato).

A virginidad y celibato se da el nombre de perfecta castidad en la terminología tradicional cristiana (+S.Virg. 1), porque, efectivamente, es más fácil lograr la perfecta castidad en tal estado de vida.

Castidad de todo el hombre

La castidad ordena la sexualidad del cristiano en todos los planos de su personalidad. Al estudiar la santidad, veíamos cómo el Espíritu de Jesús va impregnando al hombre entero, hasta los fondos menos conscientes. La gracia sana y perfecciona toda la naturaleza del hombre. Pues bien, la castidad cristiana ha de afectar no sólo al pensamiento o a los actos libres de la voluntad, sino también ha de perfeccionar imaginación, memoria, afectos y deseos, incluso hasta las agitaciones apenas controlables del subsconsciente. Y esto, sea cual fuere el pasado, quizá tormentoso, de la persona.

La espiritualidad cristiana siempre ha conocido esta perfección universal de la castidad sobrenatural. Casiano refiere en sus Colaciones (12,8-16) una interesante enseñanza del abad Queremón. Según éste, yerran quienes estiman que la castidad es posible en la vigilia, mientras que no es posible guardar su integridad en el sueño. Mientras se permanece atraído por la voluptuosidad no se es casto, sino sólo continente. «La perfecta castidad se da en el monje que de día no se deja apresar por el placer malvado, y en el sueño no se ve turbado por ilusiones importunas». Esta doctrina tiene una lógica psicológica perfecta.

La castidad es una virtud, es por tanto una fuerza espiritual, una facilidad e inclinación hacia el bien honesto de la sexualidad, así como es una repugnancia hacia toda forma de sexualidad deshonesta. Cuando tal fuerza espiritual está suficientemente arraigada en la persona, afecta también, evidentemente, a las posibles perturbaciones imaginativas y somáticas subconscientes -dada la unidad de la persona humana-, pacificándolas en la santidad de Cristo Jesús, Salvador del hombre.

Castidad en todos los estados de vida

La castidad evangélica es santa y hermosa en todos los estados de la vida cristiana. Es santa y hermosa la castidad en la virginidad, como en seguida veremos, pero también en todos los estados de la vida laical puede y debe, con la gracia de Cristo, alcanzar la perfección, una perfección que vamos a describir, pues algunos la desconocen y ni siquiera pueden imaginarla.

El novio cristiano no sólo continente, sino perfectamente casto, ama a su novia con el amor de Cristo, sin relacionarla con mal alguno, ni en obra, ni en deseo o imaginación. Su amor, que todavía no tiene ejercicio sexual, es ciertamente profundo, personal, libre y fiel.

El cristiano casado perfectamente casto ama a su esposa como Cristo ama a su Iglesia. Es incapaz de enamorarse de otra mujer, y toda su sexualidad es plenamente conyugal. De tal modo su sexualidad está integrada en la caridad, que el amor puede despertarla, y el amor puede dormirla, según convenga a las mismas exigencias del amor conyugal. Por eso los esposos cristianos -como antes, de novios- pueden abstenerse de la unión sexual, periódica o totalmente, sea por motivos de salud, de regulación de la natalidad o simplemente «por entregarse a la oración» (1 Cor 7,5).

Aquí comprobamos que el amor personal puede y debe ser mucho más fuerte que la mera inclinación sensual, y que ésta, en su ejercicio, debe ser siempre una manifestación elocuente del amor interpersonal. Qué diferencia tan inmensa entre la sexualidad cristiana -personal, libre y digna, siempre amorosa- y la sexualidad adámica -con frecuencia egoísta, animal, compulsiva, apenas libre-.

((Y sin embargo hay autores y editoriales empeñados en que los cristianos se adiestren en los modos de sexualidad mundana. Pero también aquí hay que guardar el vino nuevo en odres nuevos (Mt 9,17). El espíritu y la carne, preciso es reconocerlo, inclinan en todo a obras diversas, también en el ejercicio de la sexualidad (+Rm 8,4-13; Gál 5,16-25). Es un gran error pensar que dentro del matrimonio todo es lícito. «Todo me es lícito», dirá alguno, «pero no todo conviene», le responde el Apóstol (1 Cor 6,12; +10,23; Rm 14,20-21).

Entre la mojigatería ridícula y el sensualismo perverso está el pudor de la castidad conyugal cristiana. El matrimonio cristiano no ha de tomar de los burdeles el modelo de su vida sexual. Los casados cristianos poco tienen que aprender de aquellos idólatras «cuyo dios es el vientre» (Flp 3,19). Más bien el cónyuge, atendiendo a la enseñanza apostólica, «sepa controlar su propio cuerpo (o bien: buscarse su propia mujer) santa y respetuosamente, sin dejarse arrastrar por la pasión, como los paganos que no conocen a Dios» (1 Tes 4,4).))

El cristiano viudo ha de vivir también la perfecta paz de la castidad evangélica. La gracia de Cristo le sitúa providencialmente en un estado de vida singularmente abierto a los valores espirituales.

En el Antiguo y el Nuevo Testamento se dibuja con veneración la fisonomía de la santa viudez (Jdt 8s; Mc 12,42; Lc 2,37; 1 Cor 7,8; 1 Tim 5,3-7). Y lo mismo hicieron los Padres en frecuentes cartas y pequeños tratados. La viuda -en vida de oración, penitencia y servicio de la comunidad- aparece asimilada a la virgen. Dios le ha retirado el esposo a la esposa, es decir, le ha quitado la representación sensible y sacramental de Cristo Esposo; y así la viuda ha pasado del signo a la realidad, quedando a solas con Cristo Esposo -y ésta es la gracia propia de la virginidad-. y esto no implica que la relación entre los cónyuges cristianos se rompa o se debilite con la muerte de uno de ellos -al menos si murió «en el Señor»-, pues el influjo benéfico del difunto hacia la viuda y los hijos no disminuye desde el cielo, sino que aumenta. Pero la viuda cristiana no capta ya hacia el pasado su relación con el cónyuge, en evocaciones vanas o morbosas, sino en el presente y, sobre todo, hacia el futuro escatológico del Reino: «El tiempo es corto... Pasa la apariencia de este mundo» (1 Cor 7,29. 31); y «en la resurrección no se tomará mujer ni marido, sino que serán como ángeles de Dios en el cielo» (Mt 22,30).

La castidad es fácil

Extrañamente, a veces los pecadores y los santos coinciden en decir que la castidad es virtud muy difícil, claro que unos y otros hablan con fines contrarios. Los primeros lo afirman para excusar sus caídas; los segundos para exhortar a la oración y a la vigilancia. Fácil y difícil son términos muy relativos, cuya veracidad en cada caso dependerá del contexto.

La castidad es virtud bastante fácil, al menos si se compara con otras virtudes cristianas que han de vencer enemigos más poderosos y durables: soberbia, vanidad, avaricia, pereza, etc. Es fácil siempre que el cristiano se libere de los hábitos mundanos erotizantes, y siga una vida que merezca ser llamada cristiana, con oración y sacramentos, trabajo santo y santo ocio. Por el contrario, la castidad será imposible al cristiano que vive según el mundo y que no se alimenta habitualmente de Cristo en la palabra, la oración, los sacramentos y la vida virtuosa. Pero en estas condiciones cualquier virtud es muy difícil, prácticamente imposible.

((Algunos dicen que la sexualidad es una tendencia humana tan fuerte que es indomable, es decir, que toda pretensión de conducirla o refrenarla es necesariamente insana y traumatizante. La falsedad de esta tesis resalta claramente cuando se compara con el tratamiento que estos mismos autores dan a la agresividad, otro de los impulsos que consideran fuertes y primarios en el hombre. ¿Por qué la agresividad puede y debe ser socializada sin traumas insanos, y en cambio la sexualidad debe ser abandonada a su propio impulso, so pena de dañar la persona? Cuando dos novios riñen y se enfurecen al máximo, deben reprimir su agresividad y refrenar el impulso de darse bofetadas y arañarse; pero si esa misma pareja de novios se ve fuertemente atraída por el deseo sexual, deben abandonarse a él, si quieren evitar malas consecuencias psicosomáticas. Esto es absurdo. El hombre debe tener dominio (esto es, señorío consciente y libre) igualmente sobre la agresividad, sobre la sexualidad y sobre todos los impulsos e inclinaciones que hay en él, si de verdad quiere ser hombre.

Por otra parte, y siguiendo con la misma analogía, la historia ha conocido sociedades agresivas -duelos, invasiones, venganzas, odios hereditarios- y otras pacíficas o incluso pacifistas -trabajo, negociación, competición atlética, torneo deportivo-. En éstas, lo normal es la convivencia pacífica, y lo raro es la trifulca y la pelea criminal. Aquellas sociedades agresivas nos parecen primitivas y lamentables, y éstas, en las que la agresividad está socializada y dominada, las tenemos por civilizadas y mejores. Verdad es también que en una sociedad pacífica, donde millones de hombres pasan los años sin sentir vehementes deseos de matar a nadie, puede estallar, por iniciativa de los políticos y militares, una guerra -discursos, artículos incendiarios, carteles, asambleas, canciones-, y en poco tiempo puede lograrse que la masa de los ciudadanos -con raras excepciones- se haga capaz de brutalidades increíbles. ¿Qué pensaremos: que en la paz esa agresividad latente estaba reprimida y que en la guerra ha hallado su curso natural? No. En la paz la agresividad estaba felizmente pacificada, y en la guerra se ha visto criminalmente exacerbada por el ambiente.

Pues bien, también la historia conoce sociedades erotizadas, como la nuestra presente occidental, y otras castas, como la China actual -según cuentan- y otros países cristianos de otro tiempo. En una sociedad honesta la sexualidad está pacificada, no reprimida, en el sentido morboso de la palabra; y la gente, aun la que no es especialmente virtuosa, vive la castidad sin mayores problemas o con alguna falla esporádica. Pero en una sociedad pervertida -diarios y revistas, televisión y espectáculos, calles y playas, literatura y anuncios comerciales aunque sean de lentejas- la sexualidad está constantemente exacerbada, y la mayoría de sus miembros cae normalmente en la lujuria, en un grado u otro. Es patente que para los cristianos será muy difícil la castidad si asumen ampliamente ese ambiente corrompido.

Ahora bien, quienes excusan su lujuria por el ambiente condicionante, arguyen a veces simultáneamente su derecho, más aún, su deber de asumir el mundo vigente -según la ley de la encarnación-, y de seguir las costumbres modernas -por aquello de que los cristianos no deben marginarse del curso de la historia-. Es claro que, en tales casos, estamos ante personas sujetas, más o menos, al Padre de la mentira. La verdad es que en las sociedades enfermas de agresividad, los cristianos debemos mantenernos, con la palabra y el ejemplo, en el perdón y la paz. Y en las culturas morbosamente erotizadas, los cristianos, de palabra y de obra, debemos afirmar la castidad y el pudor.))

Cristo célibe, Esposo de la Iglesia

«Cristo permaneció toda su vida en estado de virginidad, que significa su dedicación total al servicio de Dios y de los hombres» (S.Coelib. 21). «No es bueno que el hombre esté sólo» (Gén 2,18), pero es que Jesucristo, el Hijo, vive siempre como hijo, en unión filial con el Padre: «Yo no estoy solo, porque el Padre está conmigo» (Jn 16,32). Y él, por otra parte, no ha venido a unirse con una persona humana, sino a unirse con toda la humanidad, dándose entero a todos los hombres. Por eso la virginidad es el estado de vida elegido por Cristo.

La Biblia nos muestra a Yavé como esposo fiel que se une con su pueblo en una Alianza de amor profundo indisoluble (Is 54,4-8; 61,10; 62,4s; Jer 2,2. 20; 31,3; Ez 16 y 23; Os 1-3; Cantar; Sal 44; Sir 15,2; Sab 8,2). Y en la plenitud de los tiempos, las bodas entre Dios y la humanidad se consuman en Cristo Esposo. Los apóstoles son «los amigos del novio» (9,15), los que trabajan por desposar a la humanidad con Cristo (2 Cor 11,2). La Iglesia es la Esposa (Ef 5,25. 32), la Esposa del Cordero, purificada, amada y santificada por su Esposo (Ap 19,7s; 20,9; 21,2 9s; 22,17). Y los cristianos son los invitados a las bodas del Esposo (Mt 22,2-14; Lc 14,15-24), que esperan su venida como las vírgenes prudentes (Mt 25,1-13).

La tradición patrística, litúrgica y teológica ha visto en la unión conyugal de Cristo con la Iglesia la síntesis de los más altos valores evangélicos. El Esposo elige a su Esposa, y la Iglesia es la Señora elegida (2 Jn 1). La Iglesia, en cuanto Esposa, está unida al Señor, pero es distinta de él. El mutuo amor que une a Cristo y la Iglesia hace que ésta sea fiel, siempre obediente, y permanentemente fecunda en hijos para Dios. Entre Esposo y Esposa hay una intimidad total, forman «una sola carne» (Mt 19,5; Ef 5,31). Los Esposos están siempre unidos en una colaboración constante, pues «Cristo, esposo humilde y fiel, no quiere hacer nada sin su Esposa» (Isaac de la Estrella: ML 194, 1729; +SC 7b). Por último, a la Esposa le corresponde estar femeninamente velada, y orientar las miradas de los hombres hacia Cristo, el Señor. Como dijo el Sínodo de 1985, «la Iglesia se hace más creíble si, hablando menos de sí misma, predica más y más a Cristo crucificado» (II,A,2).

Cristo Esposo se une con todos los cristianos en alianza conyugal indisoluble. En el principio, viendo Dios que «no es bueno que el hombre esté solo», decidió: «Voy a hacerle una ayuda semejante a él» (Gén 2,18. 20), y nació el matrimonio. Ahora, en el tiempo de la Iglesia, Dios ha dispuesto para el hombre en Jesucristo una ayuda en todo semejante, menos en el pecado (Heb 2,17; 4,15), y así han nacido el celibato y el matrimonio de los cristianos.

En el matrimonio, el cristiano halla en su cónyuge una sensibilización sacramental de Cristo Esposo; por eso la alianza conyugal cristiana, fortalecida y configurada en el amor de Cristo, logra ser indisoluble, fecunda y fiel (Ef 5,22-33; Juan Pablo II, catequesis 28-VII-1982ss: DP 1982, 218ss).

En el celibato, el cristiano, sin mediación humana sacramental, se une conyugalmente a Cristo Esposo, y dejando casa, padres, familia y todo, viene a formar con él una sola vida (Gén 2,24; Lc 18,28). Como dice Pablo VI, de este modo Cristo «ha abierto un camino nuevo, en el que la criatura humana, adhiriéndose total y directamente al Señor, y preocupada sólamente de El y de sus cosas (1 Cor 7,33-35), manifiesta de modo más claro y completo la realidad profundamente innovadora del Nuevo Testamento» (S.Coelib. 20).

El celibato cristiano

El sentido más profundo del celibato evangélico ha de verse en la unión inmediata de la persona con Cristo Esposo. Jesús mismo dice que el camino de la virginidad se toma «por amor de mi nombre», «por amor de mí y del Evangelio», «por amor al reino de Dios» (Mt 19,29; +19,12; Mc 10,29; Lc 18,29). Por amor a mí: el celibato es ante todo un enamoramiento de Cristo. Por él los cristianos vienen a ser sus «compañeros» (Mc 3,14), sus «amigos» (Jn 15,15), sus «hermanos» (20,17), sus «embajadores» (2 Cor 5,20), y serán llamados con razón «los que estaban con Jesús» (Hch 4,13).

Hombres y mujeres, dejando matrimonio y trabajo, que son las coordenadas habituales de la vida secular, siguen a Cristo en celibato y pobreza, que es una forma de vida nueva y distinta, querida por Jesús: «Venid conmigo, y os haré pescadores de hombres» (Mt 4,19).

En la Iglesia primera, el Espíritu Santo suscita asceti, hombres continenti, mujeres virgines, que hacen suya la forma de vida del Bautista, María, Jesús y los Doce (Hch 21,9; San Ignacio de Antioquía: Esmirniotas 13,1; San Justino, I Apología 15). los Padres ven la virginidad como una consagración y una dedicación exclusiva al Señor. Vírgenes son «las que se han dedicado a Cristo» (San Cipriano: ML 4,443), y «la virginidad no merece honores por sí misma, sino por estar dedicada a Dios» (San Agustín: 40,400). «La costumbre de la Iglesia católica es llamar «esposas de Cristo» a las vírgenes» (San Atanasio: MG 25,640; +San Ambrosio: ML 16,202-203). No es raro, pues, que la infracción del voto de virginidad sea considerada como un «adulterio» (San Cipriano: 4,459).

La relación entre matrimonio y virginidad nos puede iluminar la naturaleza espiritual de ésta. Resumiremos así algunos aspectos de la doctrina católica.

-La virginidad es un consejo y una gracia. Es un consejo, y por tanto «un medio más seguro y fácil para lograr que aquéllos a quienes ha sido concedido alcancen más segura y fácilmente la perfección evangélica y el reino de los cielos» (S.Virg. 20). Y es una gracia, una gracia personal que Dios da sólo a algunos, a quienes elige para esa vida (Mt 19,11-12). Por tanto, no se piense que Cristo invita a todos los cristianos a la virginidad, y que únicamente «los más generosos» la aceptan, mientras que «los menos generosos» quedan en el matrimonio. Sería entonces el hombre -más o menos generoso- el que elegiría su vocación, en contra de lo dicho por el Señor: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros» (Jn 15,16).

-La virginidad no es un sacramento, mientras que el matrimonio lo es. En efecto, el matrimonio es sacramento porque es signo de la unión de Cristo con la Iglesia. La virginidad en cambio se sitúa en el plano de la misma realidad significada: es unión inmediata con Cristo Esposo, y por eso no tiene estructura sacramental. Cuando en el cielo cesen los sacramentos, cesa el matrimonio (Mt 22,30), pero no cesa la virginidad, que permanece inalterada. De ahí que los Padres le dieran el nombre de vida angélica.

Es mejor y más perfecto permanecer en virginidad o celibato que unirse en matrimonio» (Trento 1563: Dz 1810). La virginidad «es mejor» (1 Cor 7,35) no sólo porque posee una estructura objetiva superior, por su fin más excelente (STh II-II,152, 3-4), sino también porque, teniendo en cuenta la fragilidad del hombre, ofrece una vía ascética privilegiada, en la que es más fácil guardar para el Señor «el corazón indiviso» (1 Cor 7,32-34; +S.Virg. 11; Vaticano II, LG 42c; OT 10ab; Juan Pablo II, 23 y 30-VI-1982).

De la superioridad de la virginidad sobre el matrimonio en modo alguno se sigue que sea imprescindible para alcanzar la perfección cristiana» (S.Virg. 20). Sabemos bien que todos los cristianos están llamados por Dios a la santidad (Mt 5,48; LG 39-42), y que el matrimonio cristiano tiene en sí mismo el espíritu de la virginidad evangélica. Debemos, pues, guardarnos de contraponer virginidad y matrimonio, pues ambos estados de vida se complementan profundamente (S. Coelib. 50, 57, 96-97).

Como también debemos guardarnos de un celibato orgulloso, pues Dios a veces da la virginidad a los que más le aman, pero otras veces la da, como camino más fácil y seguro, a cristianos flacos en el amor, para que no se le pierdan. Y es siempre Dios el que da y el que lleva la iniciativa en los cristianos. A otros les dará el matrimonio, camino más difícil, porque los ha hecho fuertes en el amor y sabe que con su gracia podrán santificarse en él.

Señalemos de paso que el soltero (en su sentido etimológico, solutus, suelto) no aparece tipificado en el Evangelio. La condición adulta se realiza en el cristiano por una vinculación personal con Cristo, sea en matrimonio, sea en celibato. Es cierto, sin embargo, que la Providencia dispone en ocasiones la vida de algunos cristianos de tal modo que no cristalizan ni en uno ni en otro estado. Pues bien, este género de vida puede ser -y no pocas veces lo es- altamente santificante y fecundo, cuando la persona, aunque sea en forma atípica, realiza la total entrega de sí misma a Dios y al prójimo. El cristiano, entonces, se desarrolla del todo, pues se entrega en caridad seria y establemente, no eventual y caprichosamente. Pero cuando así hace el cristiano la entrega de sí mismo, se vincula a Cristo y al prójimo en modos análogos al del matrimonio o al de la virginidad. Ahora bien, ya no realiza el tipo de soltero, peyorativamente entendido como solutus, el que está suelto, el que no se debe a nadie.

Los valores del celibato evangélico

La virginidad es un misterio de gracia, una forma de vida que no viene del Génesis, sino del Evangelio, una situación que anticipa la vida celestial, y que implica dedicación a Cristo, consagración a la Iglesia, pobreza y renuncia, contemplación y apostolado.

-El celibato es una forma de pobreza: es no tener esposa, hijos, hogar, donde reclinar la cabeza (Lc 9,58). El celibato, como es una pobreza, participa de todos los valores de la pobreza evangélica, aquellos que más arriba consideramos. El celibato no es tener mujer, hijos y campos «como si no se tuvieran» (1 Cor 7,29-31). Es no tener esos bienes, para tener más al Señor: «El Señor es el lote de mi heredad y mi copa, me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad» (Sal 15,5-6). En este salmo encuadra San Jerónimo, por ejemplo, la condición del clero cristiano, y su misma etimología («kleros, en griego, sors en latín»): «El que posee al Señor, y dice con el profeta «el Señor es mi parte», nada debe poseer aparte del Señor. Pues si uno poseyera algo además del Señor, ya el Señor no sería su heredad» (ML 22,531).

-El celibato es amor total a Cristo Esposo, es enamoramiento que debe excluir toda fuga afectiva y toda compensación ilícita. Y se profesa porque permite «unirse más al Señor, libres de impedimentos» (1 Cor 7,35). La unión virginal con Cristo Esposo es tan perfecta, que a su imagen debe ser la unión conyugal del matrimonio cristiano (Ef 5,22-33). Sin embargo, como conocemos más el amor conyugal que el amor virginal, más misterioso, iluminaremos éste con analogías tomadas de aquél.

Como la esposa enamorada se alegra en su esposo, la virgen cristiana ha de alegrarse siempre en el Señor (Flp 4,4). «Los santos Padres exhortan a las vírgenes a que amen a su divino Esposo con más afecto aún que amarían a su propio marido, si estuvieran unidas en matrimonio; y les aconsejan también que se sometan a Su voluntad siempre, y tanto en el pensamiento como en el obrar» (S.virg. 7).

Una buena esposa ordena todos los elementos de su vida -trabajos, casa, vestidos, aficiones, viajes, amistades- siempre en función del amor a su marido; y ésta es, evidentemente, la actitud espiritual que deben tener la virgen y el célibe consagrados a Cristo.

No es bueno que la esposa esté sola, sino que Dios quiso que se apoyara en la ayuda de un cónyuge, semejante a ella (Gén 2,18-24); tampoco es bueno que la virgen esté sola, sino que aprenda a vivir apoyada en Cristo, la ayuda semejante a ella en todo, menos en el pecado, que el Padre le ha dado (Heb 2,17; 4,15).

La esposa busca en el esposo la consolación de sus penas; y la virgen ha de acostumbrarse a buscar inmediatamente en Cristo Esposo la confortación que necesita en sus penas, que, como dice San Ignacio de Loyola, «sólo es de Dios nuestro Señor dar consolación al alma sin causa precedente», esto es, sin mediación de criatura (Ejercicios 330); aunque habrá veces que el mismo Señor querrá confortarle con la mediación de algún ángel (Lc 22,43).

Una buena esposa no se permite vinculaciones afectivas con otro hombre, si lesionan, aunque sea mínimamente, el amor con su esposo; y un célibe no debe estimar que tiene derecho a compensaciones afectivas que lesionen, aunque sea sólo un poco, el amor con Cristo.

En fin, una buena esposa no debe buscar sino agradar a Cristo Esposo agradando a su marido; y del mismo modo «el célibe se cuida de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado ha de cuidarse de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer, y así está dividido. La mujer no casada y la doncella sólo tienen que preocuparse de las cosas del Señor, de ser santa en cuerpo y en espíritu» (1 Cor 7,32-34).

-El celibato, como enamoramiento de Cristo, produce una gran autonomía afectiva. Las hostilidades del mundo, lo mismo que los eventuales halagos y éxitos, al corazón centrado en Cristo por la virginidad le traen sin cuidado: no se goza, ni se duele, ni espera, ni teme nada de este mundo, «con tal de gozar a Cristo» (Flp 3,8). Esto es lo absoluto, lo único necesario (Lc 10,42), y todo lo demás queda trivializado, son sólo añadiduras (Mt 6,33). En el amor de Cristo, para el corazón célibe, todo lo del mundo queda por un lado oscurecido y por otro iluminado.

Oscurecido. «Cuanto tuve por ventaja lo reputo daño por amor de Cristo, y aun todo lo tengo por daño, a causa del sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por cuyo amor todo lo sacrifiqué y lo tengo por estiércol, con tal de gozar a Cristo» (Flp 3,7-8). Cuando sale el Sol, empalidecen las estrellas, hasta desaparecer. Esto es sabido: cuando una persona se enamora, todas las aficiones que tenía -amigos, viajes, deportes, etc. -, todo queda relativizado, algunas aficiones siguen, otras se transforman, algunas desaparecen, y todas quedan completamente a merced del amor. Así le pasó a Santa Teresa con Jesús: «De ver a Cristo me quedó impresa su grandísima hermosura», y ese amor le dejó el corazón libre de ciertas atracciones de criaturas, que antes la habían atado: «Después que vi la gran hermosura del Señor, no veía a nadie que en su comparación me pareciese bien, ni me ocupase [el corazón]; que con poner un poco los ojos de la consideración en la imagen que tengo en mi alma, he quedado con tanta libertad en esto que después acá todo lo que veo me parece hace asco en comparación de las excelencias y gracias que en este Señor veía» (Vida 37,4).

Iluminado. Al corazón que se enamora de Cristo, todas las cosas del mundo se le transfiguran y embellecen. Y así se abre a una indecible ternura universal. Y es que el Cristo Amado, en palabras de San Juan de la Cruz, «mil gracias derramando - pasó por estos sotos con presura - e, yéndolos mirando, - con sola su figura - vestidos los dejó de hermosura» (Canc. entre el alma y el Esposo).

-El celibato es una ofrenda sacrificial hecha a Dios. Hay en la virginidad renuncia, dejarlo todo, no tener, perder la vida por amor a Cristo (Lc 9,24; 18,28); y hay consagración, dedicación total a Dios. Esta condición sacrificial y cultual del celibato se manifiesta claramente en el Ritual de consagración de vírgenes. Sí, el celibato es sacrificio, y por eso conviene tanto al sacerdote, ministro de la eucaristía: Así, viviendo con fidelidad el celibato, «el sacerdote se une más íntimamente a la ofrenda, poniendo sobre el altar su vida entera, que lleva las señales del holocausto» (S.Coelib. 29).

-El celibato «acrecienta la idoneidad para oír la Palabra de Dios y para la oración» (S.Coelib. 27). La oración, el trato íntimo y amistoso con el Señor, hace posible el celibato. Pero a su vez el celibato es una situación privilegiada para la vida de oración, pues mientras que el casado ha de «ocuparse de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer» (1 Cor 7,33), «la virginidad se ordena al bien del alma según la vida contemplativa, que consiste en "ocuparse de las cosas de Dios"» (STh II-II,152,4; +1 Cor 7,32). Es significativo que la Iglesia, en su disciplina tradicional, ha unido normalmente la obligación de las Horas litúrgicas a la profesión del celibato y la virginidad. Según la norma de San Pedro, los que han sido elegidos por Cristo para la vida apostólica, en calidad de compañeros y colaboradores, deben «dedicarse a la oración y al ministerio de la palabra» (Hch 6,4; +Mc 3,14).

-El celibato es seguimiento e imitación de Cristo. Quienes lo viven «siguen al Cordero adondequiera que vaya» (Ap 14,4), esto es, se configuran a él y a su modo de vida en todo.

-El celibato evangélico es un camino feliz, es una bienaventuranza. Hay también en él rasgos de sacrificio y martirio. Pero, ciertamente, en las bodas del cristiano con Cristo Esposo prevalece la tonalidad festiva, enamorada y gozosa. Al cristiano célibe hay que felicitarle, pues le ha correspondido «la mejor parte» (Lc 10,42; +Sal 15,5-6). San Pablo lo dice muy claramente. Los casados «pasarán tribulaciones en su carne, que yo quisiera ahorraros. Yo os querría libres de cuidados. Esto [la exhortación a la virginidad] os lo digo para vuestra conveniencia, no para tenderos un lazo. Más feliz sera si permanece así, conforme a mi consejo» (1 Cor 7,28. 32. 35. 40).

Fecundidad de la virginidad

El cristiano célibe, por su especial unión con Cristo Esposo, participa también de peculiar manera en el misterio de María y de la Iglesia.

María es la virgen-madre, la Madre de Cristo, la Madre de la Iglesia, y la fecundidad inmensa de su gloriosa virginidad ha venido a constituirla como Nueva Eva, «madre de todos los vivientes» (Gén 3,20). Por eso, dice Juan Pablo II, «la maternidad divina de María es también, en cierto sentido, una sobreabundante revelación de esa fecundidad en el Espíritu Santo, al cual somete el hombre su espíritu cuando elige libremente la continencia «en el cuerpo»: precisamente la continencia «por el reino de los cielos»» (24-III-1982).

Y la Iglesia es la virgen-madre, ella también, que no se casa con el mundo, sino que sólo reconoce como Esposo a Cristo, que «la alimenta y la abriga» (Ef 5,29). Jesucristo comunica a su Esposa una fecundidad universal. En la Iglesia Madre, «del agua y del Espíritu» (Jn 3,5), nacen todos aquellos que «no de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad de hombre, sino que de Dios son nacidos» (1,13). La Esposa virginal de Cristo concibe, como la Virgen María, «por obra del Espíritu Santo», y tanto mayor es su fecundidad cuando más unida se mantiene a Cristo Esposo.

Pues bien, el celibato cristiano participa de esa admirable fecundidad virginal de María y de la Iglesia. Y esta verdad tiene una abrumadora confirmación histórica. Los doce Apóstoles célibes, con su palabra y su sangre, pusieron el fundamento constante de una segura transformación del mundo. Los misioneros célibes, entregados a Cristo y a los hombres, han dado a luz pueblos, ciudades y naciones. La contemplación mística y la especulación teológica han alcanzado en el celibato y la virginidad sus alturas máximas. Pío XII, considerando la historia de la Iglesia, enumeraba asombrado los frutos incontables de la virginidad: misiones, parroquias, monasterios, escuelas y universidades, asilos y hospitales. A todos los miembros de la Iglesia y del mundo extiende su solícita eficacia la caridad virginal (S.Virg. 12-13). Este es un «amor todo espiritual», que Santa Teresa describe: «Me diréis: "Esos tales no sabrán querer". Mucho más quieren éstos, y con más pasión y más verdadero amor y más provechoso amor» (Camino Perf. 9,1; 10,2; +11,1).

Celibato y apostolado van muy unidos, como ya Jesús nos lo mostró en la misma vocación de los Doce. Los que son elegidos por Cristo para vivir como compañeros suyos, han de dedicarse a la oración, y para ser fieles colaboradores de su misión, deben aplicarse al ministerio de la palabra (Mc 3,14; Hch 6,4). En efecto, el celibato ofrece un marco de oro para esa vida de oración y de predicación del Reino. El apóstol célibe, centrado exclusivamente en el amor de Cristo, encuentra la máxima potencia y libertad para anunciar el Evangelio a los hombres. En cambio, el apóstol de vida afectiva vulnerable, llena de necesidades sentimentales, deseoso de triunfos y temeroso de persecuciones, está perdido para el servicio de la Verdad. Por eso la Iglesia, al configurar históricamente el sacerdocio ministerial, ha querido unirlo al celibato, viendo entre uno y otro un nexo de «múltiple conveniencia», aunque no sea un vínculo esencial (PO 16; +S.Coelib.17, 18, 21, 31, 35, 44).

Y esto no por razones cuantitativas: un sacerdote célibe sale más barato, tendrá más horas libres para trabajar, y será más fácilmente trasladable. No, no va por ahí la fundamentación del celibato apostólico, pues muchos trabajadores casados, con el testimonio de su propia vida laboral, pondrían muy en duda, con razón, esos supuestos. No. El celibato apostólico nace de razones cualitativas, espirituales, relacionadas con la misteriosa fecundidad de la virginidad. En efecto, el celibato «dilata hasta el infinito el horizonte del sacerdote» y le conduce a una «más alta paternidad» (S.Coelib. 56; +26,30).

Ascesis del celibato

El célibe necesita vivir «una ascesis particular, superior a la exigida a todos los otros fieles» (S.Coelib. 70). Una ascesis en la que el amor ha de ir creciendo con los años, y que implica aspectos negativos y positivos -aunque ya sabemos que en la ascética cristiana, siempre motivada por el amor, en realidad todo es positivo, también las negaciones-.

Negativamente, el cultivo del celibato lleva consigo una fidelidad vigilante, que evite ciertas ocasiones de pecado y que no transija con determinadas costumbres del mundo. El humilde comprende fácilmente la necesidad de proteger los sentidos y el corazón de estimulaciones inconvenientes o simplemente malas (S.Virg. 24-28).

San Agustín decía: Ya que «la virginidad es un espléndido don de Dios en los santos, es preciso velar con suma diligencia, no sea que se corrompa por la soberbia. La guardiana de la virginidad es la caridad, pero el castillo de tal guardiana es la humildad» (ML 40,415. 426). No sólo el celibato, la virtud de la castidad en general, ha de guardarse en la humildad, alejándose de aquellas ocasiones próximas de pecado que son evitables. El uso abusivo de la televisión, por ejemplo, o la aceptación pasiva de modas y costumbres absolutamente indecentes no sólamente dañan con gran frecuencia la castidad, sino también -y antes- la humildad.

Positivamente, todas las virtudes cristianas -obediencia, laboriosidad, castidad, pobreza, etc.-, todas concurren al perfeccionamiento de la virginidad. Pero sobre todo el amor a Jesucristo, la oración asidua, continua, prolongada, que hace crecer en el célibe «su intimidad con Cristo» (S.Coelib. 75), y el amor al prójimo, en una vida de entrega total, hallando siempre a Cristo en los hermanos. Viviendo así, la pretendida soledad del célibe no es sino una plenitud constante de compañía. Y la devoción a María, como lo han enseñado tantos santos desde hace mucho tiempo: «Para mí -decía San Jerónimo- la virginidad es una consagración en María y en Cristo» (ML 22,405).

Significado escatológico del celibato

«El tiempo es corto. Pasa la apariencia de este mundo» (1 Cor 7,29. 31). «Nuestro Señor y Maestro -escribe Pablo VI- ha dicho que «en la resurrección no se tomará mujer ni marido, sino que serán como ángeles de Dios en el cielo» (Mt 22,30). En el mundo de los hombres, ocupados en gran número en los cuidados terrenales y dominados con gran frecuencia por los deseos de la carne (+1 Jn 2,16), el precioso don divino de la perfecta continencia por el reino de los cielos, constituye precisamente «un signo particular de los bienes celestiales» (PC 12), anuncia la presencia sobre la tierra de los últimos tiempos de la salvación (+1 Cor 7,29-31) con el advenimiento de un mundo nuevo, y anticipa de alguna manera la consumación del reino, afirmando sus valores supremos, que un día brillarán en todos los hijos de Dios» (S.Coelib. 34).

Premio del celibato

Los evangelios sinópticos nos refieren una escena conmovedora (Mt 19,27-30; Mc 10,28-31; Lc 18,28-30). Un día Pedro, quizá animado por sus compañeros, se atrevió a preguntarle a Jesús: «Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido; ¿qué tendremos?» (Mt). Y Jesús le respondió: Nadie que haya dejado «casa, mujer, hermanos, padres o hijos» (Lc) «por amor de mí y del Evangelio, dejará de recibir el céntuplo ahora en este tiempo en casas, hermanos, hermanas, madres e hijos y campos, con persecuciones, y la vida eterna en el siglo venidero» (Mc).

Santa Teresa observa que «no acabamos de creer que aun en esta vida da Dios ciento por uno» (Vida 22,15). Pero así es, ciertamente. Y después la vida eterna.