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Escuela de Oración - Catequesis de Benedicto XVI: La oración en el libro del Apocalipsis

5 de septiembre de 2012

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Benedicto XVI: La Escuela de la Oración

 

Apocalipsis (1,4 - 3,22) Ya estos primeros cuatro versículos contienen una gran riqueza de indicaciones para nosotros, nos dicen que nuestra oración debe ser, sobre todo, escuchar a Dios que nos habla. Sumergidos en tantas palabras, no estamos acostumbrados a escuchar, sobre todo a ponernos en la disposición interior y exterior del silencio, para estar atentos a lo que Dios nos quiere decir. Estos versículos nos enseñan que nuestra oración, a menudo sólo de pedidos, debe ser, ante todo de alabanza de Dios por su amor, por el don de Jesucristo, que nos ha traído la fuerza, la esperanza y la salvación.



Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, después de la pausa de las vacaciones, reanudamos la Audiencias, aquí en el Vaticano, y quisiera continuar con esa "escuela de oración", que estoy viviendo junto con ustedes en estas Catequesis de los miércoles.

Hoy quisiera hablar de la oración en el libro del Apocalipsis, que, como saben, es el último del Nuevo Testamento. Es un libro difícil, que sin embargo contiene una gran riqueza. Nos pone en contacto con la oración viva y palpitante de la asamblea cristiana, reunida "el día del Señor" (Ap 1, 10), éste, en efecto, es el telón de fondo en el que se desarrolla el texto.

Un lector presenta a la asamblea un mensaje encomendado por el Señor a Juan el Evangelista. El lector y la asamblea son, por así decirlo, los dos protagonistas del desarrollo del libro, a ellos, desde el principio, se les dirige un saludo festivo: "Feliz el que lea, y felices los que escuchen las palabras de esta profecía" (Ap 1,3). Del diálogo constante entre ellos, brota una sinfonía de oración, que se desarrolla con una gran variedad de formas hasta el final. Escuchando al lector que presenta el mensaje y escuchando y observando a la asamblea que reacciona, su oración tiende a ser nuestra.

La primera parte del Apocalipsis (Ap 1,4 - 3,22) presenta, en la actitud de la asamblea que reza, tres etapas sucesivas. La primera (Ap 1,4-8) consiste en un diálogo - único caso en el Nuevo Testamento - que se lleva a cabo entre la asamblea recién reunida y el lector, que le dirige un saludo de bendición: "Gracia y paz a vosotros" (Ap 1,4). El lector prosigue subrayando la proveniencia de este deseo: proviene de la Trinidad: del Padre, del Espíritu Santo, de Jesucristo, que juntos llevan adelante el proyecto creativo y de salvación para la humanidad. La asamblea escucha y, cuando oye nombrar a Jesucristo, tiene como un estremecimiento de alegría y responde con entusiasmo, elevando una oración de alabanza: "Él nos amó y nos purificó de nuestros pecados, por medio de su sangre, e hizo de nosotros un Reino sacerdotal para Dios, su Padre ¡A él sea la gloria y el poder por los siglos de los siglos! Amén" (Ap 1,5 b-6). La asamblea, envuelta por el amor de Cristo, se siente liberada de los lazos del pecado y se proclama "reino" de Jesucristo, que pertenece por completo a Él. Reconoce la gran misión, que por el bautismo se le ha confiado, de llevar al mundo la presencia de Dios.

Esta celebración de alabanza culmina volviendo de nuevo la mirada directamente a Jesús y, con creciente entusiasmo, reconociendo "la gloria y el poder" para salvar a la humanidad. El "amén", final concluye el himno de alabanza a Cristo.

Ya estos primeros cuatro versículos contienen una gran riqueza de indicaciones para nosotros, nos dicen que nuestra oración debe ser, sobre todo, escuchar a Dios que nos habla. Sumergidos en tantas palabras, no estamos acostumbrados a escuchar, sobre todo a ponernos en la disposición interior y exterior del silencio, para estar atentos a lo que Dios nos quiere decir. Estos versículos nos enseñan que nuestra oración, a menudo sólo de pedidos, debe ser, ante todo de alabanza de Dios por su amor, por el don de Jesucristo, que nos ha traído la fuerza, la esperanza y la salvación.

Una nueva intervención del lector recuerda a la asamblea, arrebatada por el amor de Cristo, el compromiso de percibir su presencia en sus vidas, "El vendrá entre las nubes y todos lo verán, aún aquellos que lo habían traspasado. Por él se golpearán el pecho todas las razas de la tierra" (Ap 1,7 a). Después de ascender al cielo en una "nube", símbolo de su trascendencia (cfr. Hch 1, 9), Jesucristo regresará, como había subido al Cielo (cfr. Hch 1,11 b). Entonces todos los pueblos lo reconocerán y, como exhorta San Juan en el cuarto Evangelio, "verán al que ellos mismos traspasaron" (Jn 19,37). Pensarán en sus pecados, causa de su crucifixión, y, como los que lo habían visto directamente en el Calvario, "se golearán el pecho" (cfr. Lc 23,48) pidiendo perdón, para seguirlo en la vida y así preparar la plena comunión con Él, después de su regreso final.

La asamblea reflexiona sobre el mensaje y dice: "Sí ¡Amén!" (Ap 1,7 b). Expresa con su "sí" la aceptación plena de lo que se le ha comunicado y pide que pueda convertirse en realidad. Es la oración de la asamblea, que medita sobre el amor de Dios manifestado de modo supremo en la Cruz, y pide vivir con coherencia como discípulos de Cristo. Y llega la respuesta de Dios: "Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era y el que vendrá, el Todopoderoso" (Ap 1,8). Dios, que se revela como el principio y el final de la historia, acepta y toma en su corazón la petición de la asamblea. Él ha estado, está y estará presente y activo con su amor en las vivencias humanas, en el presente, en el futuro, y en el pasado, hasta llegar a la meta final. Ésta es la promesa de Dios. Aquí encontramos otro elemento importante: la oración constante despierta en nosotros el sentido de la presencia del Señor en nuestras vidas y en la historia, y la suya es una presencia que nos sostiene, nos guía y nos da una gran esperanza en medio de la oscuridad de ciertos acontecimientos humanos, además, cada oración, incluso en la soledad más radical, nunca es quedar aislados y nunca es estéril, sino que es el elemento vital para alimentar una vida cristiana, cada vez más comprometida y coherente.

La segunda fase de la oración de la asamblea (Ap 1,9-22) profundiza aún más la relación con Jesucristo: el Señor aparece, habla, actúa; y la comunidad, siempre más cercana a Él, escucha, reacciona y acoge. En el mensaje presentado por el lector, San Juan relata su experiencia personal del encuentro con Cristo: se encuentra en la isla de Patmos, a causa de la “palabra de Dios y del testimonio de Jesús” (Ap 1,9) y “es el Día del Señor" (Ap 1,10 a), el domingo, en el que se celebra la Resurrección. Y San Juan viene "arrebatado por el Espíritu" (Ap 1,10a). El Espíritu Santo lo impregna y lo renueva, ampliando su capacidad de aceptar a Jesús, Quien lo invita a escribir. La oración de la Asamblea que escucha, poco a poco asume una actitud contemplativa marcada por los verbos "ver", "mirar": contempla lo que el lector le propone, interiorizándolo y haciéndolo suyo.

Juan oye “una voz fuerte, como una trompeta” (Ap 1,10b): la voz le impone enviar un mensaje “a las siete Iglesias” (Ap 1,11) que se encuentran en Asia Menor, y a través de ellas a todas las Iglesias, de todos los tiempos, unidas a sus Pastores. La expresión “voz… de trompeta”, tomada del Libro del Éxodo (Ex 20,18), alude a la manifestación divina ante Moisés en el monte Sinaí e indica la voz de Dios, que habla desde su Cielo, desde su trascendencia.

Aquí es atribuida a Jesucristo Resucitado, que desde la gloria del Padre habla, a la voz de Dios, a la Asamblea en oración. Dándose la vuelta “para ver de quién era esa voz” (Ap 1,12), Juan ve “siete candelabros de oro siete candelabros de oro y, en medio de ellos, a alguien semejante a un Hijo de hombre” (Ap 1,12-13) término particularmente familiar a Juan, que indica al mismo Jesús. Los candelabros de oro, con sus velas encendidas, indican la Iglesia de todos los tiempos en oración, en la Liturgia: Jesús Resucitado, el "Hijo del Hombre", está en medio de ella y, revestido con las vestiduras del sumo sacerdote del Antiguo Testamento, actúa como mediador sacerdotal ante el Padre.

En el mensaje simbólico de Juan sigue después una manifestación luminosa de Cristo Resucitado, con las características propias de Dios, que recurren al Antiguo Testamento. Se habla de los “cabellos…que tenían la blancura de la lana y de la nieve” (Ap 1,14), símbolo de la eternidad de Dios y de la Resurrección. Un segundo símbolo es el del fuego, que, en el Antiguo Testamento viene a menudo referido a Dios para indicar dos propiedades. La primera es la intensidad celosa de su amor, que anima su alianza con el hombre (Dt 4,24). Y es esta misma intensidad cegadora de amor la que se lee en la mirada de Jesús Resucitado: “sus ojos eran como una llama de fuego” (Ap 1,14 a). La segunda es la capacidad imparable de vencer el mal como si fuera un "fuego devorador” (Dt 9,3). Así que incluso los "pies" de Jesús, en camino para afrontar y destruir el mal, tienen la incandescencia del "bronce bruñido" (Ap 1,15). La voz de Jesucristo, después, "como el sonido de muchas aguas" (Ap 1,15 c), tiene el rugido impresionante "de la gloria del Dios de Israel", que se traslada a Jerusalén, de quien habla el profeta Ezequiel (cf. Ez 43,2 ).

Siguen aún otros tres elementos simbólicos que muestran cuánto está haciendo Jesús resucitado por su Iglesia: La mantiene firmemente en su mano derecha (una imagen muy importante que muestra que Jesús tiene la Iglesia en su mano); le habla con la fuerza de penetración de una espada afilada; y le muestra el esplendor de su divinidad: "Su rostro era como el sol cuando brilla con toda su fuerza" (Ap 1,16). Juan queda tan impresionado por esta maravillosa experiencia del Resucitado, que se desmaya, cayendo como muerto.

Después de esta experiencia de revelación, el Apóstol tiene delante el Señor Jesús que habla con él, lo tranquiliza, le coloca la mano sobre su cabeza, le revela su identidad de Crucificado Resucitado, y le confía que transmita su mensaje a las iglesias (Ap 1,17-18). Es una cosa hermosa este Dios grande, que ante su grandeza Juan cae como un muerto, y el amigo de la vida le pone su mano derecha. Así será también para nosotros. Somos amigos de Jesús. La revelación de Dios resucitado, de Cristo resucitado no es una cosa terrible, sino el encuentro con el amigo. Incluso la Asamblea vive con Juan el momento particular de la luz delante del Señor, unido, sin embargo, a la experiencia del encuentro diario con Jesús, experimentando la riqueza de contacto con el Señor, que llena todos los espacios de la existencia.

En la tercera y última fase de la primera parte de la Revelación (Ap 2-3), el lector propone a la asamblea un mensaje de siete caras, en el que Jesús habla en primera persona. Dirigido a las siete iglesias situadas en Asía Menor alrededor de Éfeso, el mensaje de Jesús parte de la situación particular de cada una de las Iglesias, para extenderse después a las Iglesias de todos los tiempos. Jesús entra rápidamente en el vivo de la situación de cada una de las Iglesias, poniendo de relieve las luces y las sombras y dirigiéndoles una apremiante invitación: “Conviértete” (Ap 2,5.16; Ap 3,19c); “conserva firmemente lo que ya posees” (Ap 3,11); “observa tu conducta anterior” (Ap 2,5); “¡Reanima tu fervor y arrepiéntete!” (Ap 3,19b)…Esta palabra de Jesús, se escucha con fe, inicia rápidamente a ser eficaz: la Iglesia en oración, acogiendo la palabra del Señor viene transformada. Todas las Iglesias deben disponerse en atenta escucha al Señor, abriéndose al Espíritu como Jesús pide con insistencia repitiendo este mandamiento siete veces: “El que pueda entender, que entienda lo que el Espíritu dice a las Iglesias” (2,7.11.17.29; 3,6.13.22). La asamblea escucha el mensaje recibiendo un estímulo para el arrepentimiento, la conversión, la perseverancia, el crecimiento del amor, la orientación para el camino.

Queridos amigos, el libro del Apocalipsis nos presenta una comunidad reunida en oración, porque es en la oración donde experimentamos cómo aumenta la presencia de Jesús en nosotros. Cuanto más y mejor oramos, con constancia e la intensidad, más nos asimilamos a El, y Jesús realmente entra en nuestra vida y la guía, dándole alegría y paz. Y cuánto más conocemos, amamos y seguimos a Jesús, más sentimos la necesidad de quedarnos en oración con él, recibiendo serenidad, esperanza y fuerza en nuestra vida. Gracias por la atención.


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