LA LUZ DE LA INTELIGENCIA: 5. «Nos hiciste, Señor, para ti»
Cardenal Paul Poupard,
Presidente del Pontificio Consejo
para la Cultura
En nuestro mundo, los medios de comunicación de masas tienen un influjo cada
vez más decisivo. A la hora de valorar este influjo, hoy se tiende a no
dramatizar, constatando que los medios se limitan a transmitir y a reforzar
los valores y la mentalidad que ya existen en una sociedad determinada. De
todos modos, hay que reconocer que, de hecho, nuestra cultura se caracteriza
por una enorme superficialidad, e, incluso, por la pérdida progresiva de una
sana racionalidad. Con esto no me refiero a la pérdida de la moral, a la
degeneración del tejido ético de nuestra sociedad, que es también
manifiesta; es ya a nivel noético, a nivel de los valores cognoscitivos, que
se observa una preocupante regresión.
Se suele decir que "una imagen vale por mil palabras". Ahora bien, ¿no es
verdad que en el mundo que nos hemos fabricado vivimos inmersos en un mar de
imágenes banales? ¿No es verdad que la sociedad en su conjunto anda a la
caza de experiencias y en cambio se olvida de cultivar sus dimensiones más
elevadas? ¿No es verdad que el nivel cultural de la sociedad experimenta un
descenso lento, pero constante? Ante esta realidad, dramática para la
cultura, yo me atrevería a decir: es cierto que una imagen vale más que mil
palabras; pero hay veces que un concepto, un término bien acuñado, vale más
que mil imágenes, porque capta lo esencial; y en el mundo de hoy, estamos
llegando a perder los conceptos.
«Hoy, cada vez más, el campo de batalla de los valores está localizado en el
mundo de las imágenes, más bien que en el de las ideas... En esta
perspectiva, el conflicto de imágenes de la felicidad es de una importancia
vital para la transmisión de la misma fe. Si el dato puramente banal ocupa
la mente humana, y lo hace usando imágenes atrayentes, resulta difícil que
se verifique aquella "escucha" de la que proviene la fe... El verdadero
peligro de este momento histórico es que la gente, al quedar prisionera de
semejante superficialidad, no se dé cuenta de las necesidades fundamentales
del corazón humano» (15).
Debido a este "bloqueo", el hombre de hoy, envuelto en el ritmo frenético de
la vida moderna y en los placeres superficiales que constantemente se le
ofrecen o se le insinúan, corre el riesgo de pasarse la vida entera
distraído, sin plantearse siquiera los interrogantes decisivos para la
existencia. Pero esta especie de "embotamiento" intelectual, este hedonismo
fácil que tiende a excluir los planteamientos profundos, metafísicos o
religiosos, no puede impedir el rebrotar de los sentimientos religiosos, el
"hambre de lo divino y de lo sagrado" al que antes aludía. El hombre tiene
una necesidad constitutiva de saciarse de algo más, y, por ello, también hoy
se verifica el inquietum cor de San Agustín: «Nos hiciste, Señor, para ti, y
nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (16). La idea de
Dios sigue todavía viva, y esto demuestra la enorme vitalidad de la
religión.
Al mismo tiempo, es importante prestar atención al modo de saciar esta
hambre de lo divino. Habiendo perdido la confianza en el poder de la razón
para ayudarnos a salir del atolladero, corremos el riesgo de no acertar con
el camino. Es decir, de dejarnos llevar por el sentimiento, o por un
subjetivismo que olvide la sabiduría que nos ha legado la tradición. Es
éste, a mi juicio, el punto delicado, y donde hace falta una gran lucidez,
unida a un espíritu abierto que se atreva a explorar nuevos caminos.
Necesitamos salir urgentemente de ese estado en que nuestra inteligencia
funciona sólo a mitad de rendimiento. Necesitamos hacer un poco de luz,
empezar a pensar, poner un cierto orden en nuestros esquemas, en nuestras
ideas, en nuestra misma sociedad. Necesitamos, en suma, despertar. En el
fondo, ¡no se trata de algo tan difícil! Sólo cultivando la inteligencia de
este modo lograremos salir de la crisis cultural en que nos encontramos.
Notas
15. Card. Paul Poupard, Felicidad y fe cristiana.
Estudio del Pontificio Consejo para el Diálogo con los No Creyentes, Herder,
Barcelona 1992, p. 65.
16. San Agustín, Confesiones, I,1: CCL 27, 1.