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Reflexión eucarística sobre la Exhortación Apostólica 'Sacramentum Caritatis' (Monseñor Paul Josef Cordes)

Páginas relacionadas 

(vea también la nota al final)

 

El arte de participar activamente en la Celebración Eucarística

 

 

Permita que la eucaristía entre a su vida y la cambie

El título de la exhortación apostólica Sacramentum Caritatis está dirigiendo nuestra atención hacia el misterio que constituye el corazón del sacramento de la eucaristía: la caridad.

Ante todo recordemos que reconocemos la caridad – ágape -como la raíz de este sacramento. Realmente, se trata del memorial de la muerte y resurrección de Cristo. Es el continuo cumplimiento del misterio por medio del cual Dios por amor no solamente desea llegar a ser como nosotros sino que también quiere donarse a sí mismo en una forma que dilataría su presencia amorosa a todas las épocas hasta llegar donde nosotros hoy y a todo rincón de la tierra.

“8. En la Eucaristía se revela el designio de amor que guía toda la historia de la salvación (cf. Ef 1,10; 3,8-11). En ella, el Deus Trinitas, que en sí mismo es amor (cf. 1 Jn 4,7-8), se une plenamente a nuestra condición humana. En el pan y en el vino, bajo cuya apariencia Cristo se nos entrega en la cena pascual (cf. Lc 22,14-20; 1 Co 11,23-26), nos llega toda la vida divina y se comparte con nosotros en la forma del Sacramento.

Dios es comunión perfecta de amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Ya en la creación, el hombre fue llamado a compartir en cierta medida el aliento vital de Dios (cf. Gn 2,7). Pero es en Cristo muerto y resucitado, y en la efusión del Espíritu Santo que se nos da sin medida (cf. Jn 3,34), donde nos convertimos en verdaderos partícipes de la intimidad divina” (n. 8).

Por eso es en la vida trinitaria que hemos de buscar el origen de la eucaristía, sacramento de la caridad y, en consecuencia, toda caridad. Tenemos un reflejo verdadero en el don que Cristo hizo de sí mismo para la salvación del mundo.

La caridad que la Iglesia trata de extender a través del mundo no tiene su raíz en la buena voluntad humana y tampoco es una forma de heroísmo o simplemente como resultado de un compromiso.

 

No se le puede comprender fuera de la divina revelación.

El Cristo crucificado, el abismo de la divina caridad revela y nos enseña el verdadero sentido, nos permite descubrir el amor.

En la celebración de este sacramento, el creyente es habilitado para darse a sí mismo a su prójimo de manera que se ensancha la vida moral del creyente. Mucho depende de nuestra disponibilidad de estar abiertos a los signos.

En primer lugar es necesario aprender de poner en acción durante la celebración lo integro de nuestra humanidad, incluyendo los sentidos que Dios nos ha dado, oído y vista.

 

El Arte de participar en la celebración de la Eucaristía

El encuentro real con el amor de Dios

La eucaristía no es un rito para celebrarlo sino más bien un lugar donde Dios realmente se manifiesta a sí mismo en los signos que percibe nuestra sensibilidad, nuestra inteligencia y nuestra voluntad. Es una invitación permanente de acogerlo.

De hecho, en la comunión “física” se da un encuentro real con este amor que se nos entrega.

Precisamente es en esta dimensión que recuerdo la oración que el sacerdote dirá después de la comunión según su forma original: “Lo que recibimos con la boca, lo acojamos con la mente”: el misterio celebrado se convierte en parte de nuestra vida y la cambia.

Y esta comunión se extiende a su vez hacia todos los hermanos, al cuerpo de la Iglesia. El Santo Padre escribió en su encíclica “Deus Caritas Est”:

“En la comunión sacramental yo me hago uno con el Señor, igual que los demás que están comulgando. Como dice San Pablo: “« El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan » (1 Cor 10, 17). Unión con Cristo es también un unión con todos aquellos a quienes él se entrega” (n° 14).

Desde esta participación intensiva en Cristo fluye el amor fraterno.

Nuevamente, en las palabras de la encíclica: “

“La comunión me hace salir de mí mismo para ir hacia Él, y por tanto, también hacia la unidad con todos los cristianos. Nos hacemos « un cuerpo », aunados en una única existencia. Ahora, el amor a Dios y al prójimo están realmente unidos: el Dios encarnado nos atrae a todos hacia sí. Se entiende, pues, que el ágape se haya convertido también en un nombre de la Eucaristía: en ella el ágape de Dios nos lleva corporalmente para seguir actuando en nosotros y por nosotros.

Sólo a partir de este fundamento cristológico-sacramental se puede entender correctamente la enseñanza de Jesús sobre el amor. El paso desde la Ley y los Profetas al doble mandamiento del amor de Dios y del prójimo, el hacer derivar de este precepto toda la existencia de fe, no es simplemente moral, que podría darse autónomamente, paralelamente a la fe en Cristo y a su actualización en el Sacramento: fe, culto y ethos se compenetran recíprocamente como una sola realidad, que se configura en el encuentro con el ágape de Dios. Así, la contraposición usual entre culto y ética simplemente desaparece. En el « culto » mismo, en la comunión eucarística, está incluido a la vez el ser amados y el amar a los otros.

Una Eucaristía que no comporte un ejercicio práctico del amor es fragmentaria en sí misma. Viceversa —como hemos de considerar más detalladamente aún—, el « mandamiento » del amor es posible sólo porque no es una mera exigencia: el amor puede ser « mandado » porque antes es dado” (ibíd.)

 

La caridad verdadera tiene su raíz en el ágape

Es imposible comprender o realizar una acción de caridad de parte de los miembros de la Iglesia sin una participación personal en el ágape de Dios.

Todo esto se puede resumir al reconocer que la caridad es la experiencia del amor recibido de Dios que transforma a los cristianos para una vida de amor.

En otras palabras, la eucaristía genera en cada uno de los creyentes el poder de dar la vida en la medida de Cristo a quien recibimos en el Sacramento. De esta manera toda persona creyente, nutrida por la caridad de Cristo, se convierte en don para los demás igual como el mismo Hijo de Dios. Y esta es precisamente la implicancia existencial que a su vez da testimonio de la autenticidad de la vida de fe y de su celebración litúrgica.

Con todo, a la vez es su condicionamiento, ya que el Sacramento es eficaz en la medida que el corazón humano está dispuesto que el misterio se haga realidad en él.

Este dinamismo personal se ha desplegado en el curso de la historia de la Iglesia y produjo innumerables obras que son expresión de la caridad divina.

Motivados por este dinamismo, un amplio número de laicos, misioneros, sacerdotes y fundadores de órdenes y congregaciones expresaron por medio de iniciativas prácticas el amor de Dios, su cercanía a los hombres, su misterio de comunión que llama a todos a la unidad.

Esta es la misión de la Iglesia que debe ejercitarse en favor de los pobres y de los más desafortunados imprimiendo como quizás ninguna otra su marca indeleble de caridad en la civilización humana.

La exhortación apostólica Sacramentum Caritatis resalta estos puntos: “88. « El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo » (Jn 6,51). Con estas palabras el Señor revela el verdadero sentido del don de la propia vida por todos los hombres y nos muestran también la íntima compasión que Él tiene por cada persona. En efecto, los Evangelios nos narran muchas veces los sentimientos de Jesús por los hombres, de modo especial por los que sufren y los pecadores (cf. Mt 20,34; Mc 6,54; Lc 9,41). Mediante un sentimiento profundamente humano, Él expresa la intención salvadora de Dios para todos los hombres, a fin de que lleguen a la vida verdadera.

Cada celebración eucarística actualiza sacramentalmente el don de la propia vida que Jesús ha hecho en la Cruz por nosotros y por el mundo entero. Al mismo tiempo, en la Eucaristía Jesús nos hace testigos de la compasión de Dios por cada hermano y hermana. Nace así, en torno al Misterio eucarístico, el servicio de la caridad para con el prójimo, que « consiste justamente en que, en Dios y con Dios, amo también a la persona que no me agrada o ni siquiera conozco. Esto sólo puede llevarse a cabo a partir del encuentro íntimo con Dios, un encuentro que se ha convertido en comunión de voluntad, llegando a implicar el sentimiento. Entonces aprendo a mirar a esta otra persona no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo ».(240) De ese modo, en las personas que encuentro reconozco a hermanos y hermanas por los que el Señor ha dado su vida amándolos « hasta el extremo » (Jn 13,1).

 Por consiguiente, nuestras comunidades, cuando celebran la Eucaristía, han de ser cada vez más conscientes de que el sacrificio de Cristo es para todos y que, por eso, la Eucaristía impulsa a todo el que cree en Él a hacerse « pan partido » para los demás y, por tanto, a trabajar por un mundo más justo y fraterno. Pensando en la multiplicación de los panes y los peces, hemos de reconocer que Cristo sigue exhortando también hoy a sus discípulos a comprometerse en primera persona: « dadles vosotros de comer » (Mt 14,16). En verdad, la vocación de cada uno de nosotros consiste en ser, junto con Jesús, pan partido para la vida del mundo”

La realidad del Sacramento trae el regalo real. Sin la eucaristía no hay comunión eclesial y sin la eucaristía de la misma manera no hay caridad eclesial.

L'Osservatore Romano, 3 de octubre de 2007

 

El arte de participar de manera activa en la celebración eucarística

Nota: Después de haber leído las profundas explicaciones de Mons. Cordes, si usted calificaría su participación durante la última Santa Misa en la que ha tomado parte, ¿se pondría un 20?

Bromeando....¿?


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