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Medalla milagrosa

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Medalla MilagrosaLa Medalla Milagrosa y Catalina Labouré

- El milagro que «descubrió» la verdad de santa Catalina

- Lo que simboliza la Medalla Milagrosa

- ¿Por qué milagrosa?

- No hay ninguna «magia» en la medalla

Dos fiestas sucesivas en la Iglesia de Cristo

La Medalla Milagrosa y Catalina Labouré

El 27 de noviembre es la fiesta de Nuestra Señora de la Medalla Milagrosa, y el 28 de noviembre es la fiesta de santa Catalina Labouré. Ambos acontecimientos son dependientes uno del otro, no porque las manifestaciones de la Virgen estén atadas a las voluntades de otra persona sino porque Ella eligió a la religiosa Catalina Labouré para comunicar su mensaje; y en el caso de la santa, no es que se haya santificado porque se le apareció la Virgen, sino que su vida de santidad seguramente habría pasado del todo inadvertida si la Madre de Dios no se le hubiera aparecido; de hecho, las intenciones de Catalina siempre fueron las de permanecer en el más estricto anonimato.

Catalina —su nombre de bautismo fue Zoe—nació en Fain-les-Moutiers, Francia, el 2 de enero del 1806, en el seno de una familia campesina. Fue la séptima de un total de 17 hijos. Quedó huérfana de madre a los 8 años, y como su hermana mayor se fue de monja vicentina, Catalina tuvo que quedarse al frente de la casa, por lo que hubo de abandonar sus estudios.

Deseaba consagrarse a Dios, así que a los 14 años pidió permiso a su padre para entrar a un convento; pero él, que la necesitaba en casa, no se lo permitió. En sueños vio a un anciano sacerdote que le decía: «Un día me ayudarás a cuidar a los enfermos». En otra ocasión, al salir de visitar a una enferma, aquel sacerdote se le apareció de nuevo y le dijo: «Hija mía, tú ahora huyes de mí, pero un día serás feliz de venir a mí. Dios tiene designios sobre ti, no lo olvides». Zoe no conocía a ese sacerdote, pero su imagen se le quedó grabada para siempre.

A los 24 años de edad logró que su padre la enviara a París y ella pudo visitar a su hermana en su convento; ahí vio un retrato que resultó ser de san Vicente de Paul; Zoe se dio cuenta de que ése era el sacerdote desconocido que había visto dos veces. Desde ese día se propuso ser hermana vicentina, y tanto insistió que finalmente lo consiguió. Ahí tomó el nombre de Catalina.

Después de un año de prueba fue enviada al hospital de Enghen, donde sirvió a los ancianos por 36 años, de los cuales estuvo cinco como ayudante de cocina, cuatro en la ropería y 15 cuidando de las vacas del asilo. Los últimos años, como ya no tenía fuerzas, fue la portera del convento. Y siempre se mostró obediente, silenciosa y amante de los oficios humildes.

Era todavía una joven novicia cuando comenzó a tener apariciones. La primera vez era de noche, y un hermoso niño —su ángel de la guarda— se apareció en su celda y la invitó a ir con él a la capilla, donde la condujo hasta la Virgen, quien le comunicó esa noche a Catalina varias cosas que iban a suceder en la Iglesia.

Pero la aparición más famosa fue la del 27 de noviembre de 1830. Estando por la noche en la capilla, vio a la Virgen resplandeciente. De sus manos salían rayos de luz hacia la tierra. La Virgen le encomendó que hiciera una imagen suya, así como se le había aparecido, y que mandara hacer una medalla con indicaciones específicas, incluida una oración impresa. La Santísima Virgen le prometió ayudas muy especiales para quienes lleven esta medalla y recen dicha oración.

Catalina le contó a su confesor, pero él, naturalmente, no le creyó. Sin embargo, el sacerdote empezó a darse cuenta de la enorme santidad de tan humilde monja, y consultó el asunto con su arzobispo, el cual dio permiso para que se hicieran y difundieran las medallas. Entonces empezaron los milagros entre los fieles que portaban la medalla y rezaban con devoción, por lo que se hizo sumamente popular: en 1836 ya se habían repartido más de 130 mil medallas. Pero nadie —ni siquiera el arzobispo o la madre superiora de Catalina— sabía quién era la persona a quien la Virgen se le había aparecido y pedido la difusión de la medalla.

Después de las apariciones de la Virgen, la joven Catalina vivió el resto de sus años en el más completo anonimato, desempeñando trabajos escondidos y sin brillo. El confesor de Catalina, Jean Marie Aladel, había publicado un librito con lo que la Virgen había venido a decir y prometer, pero no reveló el nombre de la santa porque ella le había hecho prometer que no lo diría.

Cuando ya había fallecido su confesor, Catalina le contó todo a la madre superiora; pero esta última no fue tan reservada, así que, al morir la santa el 31 de diciembre de 1876, a los 70 años de edad, todo el pueblo se volcó en sus funerales.

NARRA LA SANTA:

«Serían no más que las once y media de la noche, cuando oí que me llamaban: ‘Hermana, Hermana’. Desperté... y vi a un niño, como de cinco años que vestía de blanco; y así me dijo: ‘Ven a la capilla, que allí te espera la Virgen’... Sin embargo, la Virgen no se veía por ningún lado. Arrodillada, esperé un largo rato... Y el niño me previno con estas palabras: ‘Mira, ahí tienes a la Virgen Santísima’. Noté como un roce de sedas que se dirigía... a un sillón donde normalmente se sentaba el sacerdote. Era la Virgen, quien se me ofrecía sentada... Me arrodillé junta a Ella y puse mis manos en su regazo. Y me dijo: ‘Quiero, hija mía, nombrarte por mi embajadora. Sufrirás no poco; mas vencerás, pensando ser todo para la gloria de Dios. Con sencillez y confianza di cuanto entiendas y veas’».


El milagro que «descubrió» la verdad de santa Catalina

Cuando santa Catalina Labouré falleció, el pueblo no tuvo dudas acerca de que ella era no sólo la vidente de la Santísima Virgen y de la Medalla Milagrosa, sino una verdadera santa. Pero estaba por ocurrir un milagro que igualmente dejaría asombrados a todos y que pondría en evidencia —si es que alguien aún tenía duda— la santidad de la humilde religiosa.

Habían pasado pocos días de los funerales de Catalina cuando fue llevado hasta ella un niño de once años, inválido de nacimiento —«nació con las piernas trabadas», decía su mamá—, y, al acercarlo al sepulcro de la santa, quedó instantáneamente curado.

Santa Catalina estuvo enterrada durante 56 años en una fosa subterránea del convento de Reuilly, hasta que el 22 de marzo de 1933, con motivo de su beatificación, se requirió la recognición oficial de sus reliquias; pero cuando su cuerpo fue exhumado en presencia del cardenal Verdier, se comprobó que se hallaba en perfecto estado de conservación. Dos meses después, el 28 de mayo, el Papa Pío XI la proclamó beata. El 27 de julio de 1947 el Papa Pío XII la canonizó.

Desde entonces y hasta el día de hoy el cuerpo incorrupto de santa Catalina Labouré reposa en una urna de la capilla de las Hermanas de la Caridad, en la Rue du Bac, en París, es decir, en el mismo lugar en donde tuvieron lugar las apariciones.

Lo que simboliza la Medalla Milagrosa

medallasEntre las diversas apariciones que tuvo santa Catalina Labouré se destaca la del 27 de noviembre de 1830. Eran como las 5: 30 de la tarde, cuando estaban todas las novicias en oración. La santa vio dos cuadros vivientes; en el primero apareció la Virgen; en el segundo se veían algunos símbolos. Al terminar dicha visión, que se repitió idéntica en posteriores ocasiones (diciembre de 1830 y enero de 1831), santa Catalina escuchó una voz que le ordenaba: « Haz acuñar una medalla según este modelo. Las personas que la lleven con confianza recibirán grandes gracias ».

El nombre de la medalla
¿Por qué milagrosa?

NI la Virgen ni santa Catalina Labouré dijeron nunca que la medalla debía ser llamada «milagrosa». En realidad no tenía ningún nombre; pero en un principio, para diferenciarla de otras, se le llegó a llamar «Medalla de la Inmaculada Concepción» o «Medalla de la Virgen de los Rayos».

Fue la feligresía quien le confirió el nombre de «Medalla Milagrosa», dado el modo en que se difundieron las medallas, junto al gran número de gracias operadas a través de éstas. Por ejemplo, en marzo de 1832, una terrible epidemia de cólera, proveniente de Europa oriental, alcanzó a París; más de 18 mil personas murieron en pocas semanas. A fines de junio, las primeras medallas quedaron listas y comenzaron a ser distribuidas entre los contagiados. En ese mismo instante la epidemia de peste amainó. Testimonios de prodigios por el uso de la medalla volaban de boca en boca, y en pocos años todo el mundo católico sabía que la Virgen había indicado el modelo de la medalla a una religiosa, prometiendo favores a aquellos que la usaran con confianza. Por eso en 1839 ya habían sido difundidas más de diez millones de medallas por los cinco continentes, y con ellas continuó el aluvión de testimonios, por lo que la gente no dudó en referirse a ella como la «Medalla Milagrosa».

1) La Virgen apareció con vestido y velo blanco, de pie sobre media esfera. También se veía una serpiente verde con manchas amarillas, aplastada por los pies de la Virgen (cfr. Gn 3, 15).

2) La Madre de Dios sostenía en sus manos, a la altura de su cintura, un globo de oro rematado con una cruz, y lo ofrecía a Dios. «La esfera representa el mundo entero... y a cada persona en particular», dijo María. Sin embargo, al acuñar las medallas se omitió el globo.

3) Dice santa Catalina que la Virgen tenía en sus dedos «anillos con piedras, unas más bellas que las otras, unas mayores y otras menores, que lanzaban rayos... llenando toda la parte de abajo». La Señora explicó: «Estos rayos son símbolos de las gracias que yo derramo sobre aquellos que me las piden». María dijo que los rayos que quedaban como cortados y no caían en la Tierra «representan los muchos favores y gracias que yo quisiera conceder a las personas, pero se quedan sin ser concedidos porque las gentes no los piden».

4) Se formó un óvalo en torno a la Virgen y apareció esta inscripción en semicírculo (una invocación hasta entonces desconocida) escrita en letras de oro: Ô Marie conçue sans péché, priez pour nous qui avons recours à vous, que significa: «Oh María sin pecado concebida, ruega por nosotros que recurrimos a ti».

5) Para el reverso de la medalla la Virgen pidió que llevara la letra inicial de su nombre. Se acuñó la medalla con una Cruz descansando sobre una barra y coronando la letra M de María.

6) María pidió que en el reverso se colocaran «los dos Corazones», es decir, uno rodeado de espinas (el Sagrado Corazón de Jesús) y el otro atravesado por una espada (el Inmaculado Corazón de María, según la profecía del anciano Simeón en Jerusalén (cfr. Lc 2, 34-35).

7) Al modelo de la medalla se agregaron doce estrellas. Éstas representarían a la Iglesia, fundada por Cristo sobre los Apóstoles. También recuerdan a la Mujer del Apocalipsis con una corona de doce estrellas (cfr. Ap 12, 1-6) y que se refiere tanto a la Iglesia como a María.

8) El 1830 grabado en las medallas es sólo un recordatorio del año en que ocurrió la aparición de la Virgen y que el acuñador decidió incluir.

No hay ninguna «magia» en la medalla

¿Es como un amuleto?

La Medalla Milagrosa no es un amuleto, no es un talismán, no es para la suerte. Creer que una medalla tiene por sí sola el poder de librar de un peligro o conceder un favor es lo mismo que concederle poderes mágicos y caer en la superstición, lo cual es pecado contra el Primer Mandamiento de la Ley de Dios.

La Medalla Milagrosa es un sacramental y, por tanto, no confiere por sí sola la gracia, aunque sí predispone a que el cristiano la pueda recibir. Para que realmente «funcione» hace falta la cooperación humana, es decir, la disposición adecuada por parte de quien la utiliza.

¿Por qué usarla?

Primero que nada, porque la Virgen María lo recomienda: «Haz acuñar una medalla según este modelo. Las personas que la llevaren en el cuello recibirán grandes gracias. Las gracias serán abundantes para las personas que la llevaren con confianza».

La Medalla Milagrosa ha mostrado en la práctica ser verdaderamente eficaz para alcanzar la ayuda del Cielo. A veces se han conseguido curaciones extraordinarias de males físicos, como esterilidad y cáncer, entre otros; pero hay que recordar que los auxilios obtenidos en el plano espiritual son siempre los más importantes y necesarios, aunque casi nadie los note.

¿A qué compromete?

Portar y aceptar la Medalla Milagrosa es un modo de proclamar la confianza en la poderosa intercesión de la Virgen María delante de su Hijo Jesucristo.

Por lo mismo, también implica la aceptación de la existencia de Dios y de su Iglesia, puesto que se trata de un sacramental religioso cristiano. Y al ser un signo religioso, puede y debe usarse como medio de evangelización.

Usar la medalla implica un compromiso de vida según la Voluntad de Dios, tal como hizo María en su vida terrena: «He aquí la esclava del Señor».

¿Qué hay que rezar?

La Medalla Milagrosa es un regalo de Dios al mundo dado a través de María. A pesar de su tremenda eficacia, es un regalo tan pequeño y sencillo que no requiere ninguna complicación en su uso: simplemente portar la medalla al cuello, con confianza y con el corazón dispuesto a hacer la voluntad de Dios, y orar regularmente con la breve oración inscrita en la medalla, y especialmente en las necesidades urgentes.

Sin embargo, si alguien quiere extenderse en la oración puede hacerlo, pues rezar nunca le ha hecho mal a nadie. De hecho, el beato Juan Pablo II se extendió mucho al orar meditando en la Medalla Milagrosa y partiendo de la pequeña jaculatoria en ella inscrita. Aquí presentamos su rezo, para quienes quieran utilizarlo:

«Oh María sin pecado concebida, ruega por nosotros que recurrimos a Vos. Ésta es la oración que tú inspiraste, oh María, a santa Catalina Labouré, y esta invocación, grabada en la medalla, la llevan y pronuncian ahora muchos fieles por el mundo entero. ¡Bendita tú entre todas las mujeres! ¡Bienaventurada tú que has creído! ¡El Poderoso ha hecho maravillas en ti! ¡La maravilla de tu maternidad divina! Y con vistas a ésta, ¡la maravilla de tu Inmaculada Concepción! ¡La maravilla de tu fiat! ¡Has sido asociada tan íntimamente a toda la obra de nuestra redención, has sido asociada a la cruz de nuestro Salvador!

«Tu corazón fue traspasado junto con su Corazón. Y ahora, en la gloria de tu Hijo, no cesas de interceder por nosotros, pobres pecadores. Velas sobre la Iglesia de la que eres Madre. Velas sobre cada uno de tus hijos. Obtienes de Dios para nosotros todas esas gracias que simbolizan los rayos de luz que irradian de tus manos abiertas. Con la única condición de que nos atrevemos a pedírtelas, de que nos acerquemos a ti con la confianza, osadía y sencillez de un niño. Y precisamente así nos encaminas sin cesar a tu Divino Hijo.

«Te consagramos nuestras fuerzas y disponibilidad para estar al servicio del designio de salvación actuado por tu Hijo. Te pedimos que por medio del Espíritu Santo la fe se arraigue y consolide en todo el pueblo cristiano, que la comunión supere todos los gérmenes de división, que la esperanza cobre nueva vida en los que están desalentados. Te pedimos por los que padecen pruebas particulares, físicas o morales, por los que están tentados de infidelidad, por los que son zarandeados por la duda de un clima de incredulidad, y también por los que padecen persecución a causa de su fe.

«Te confiamos el apostolado de los laicos, el ministerio de los sacerdotes, el testimonio de las religiosas. Amén».


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