Indisolubilidad del Matrimonio: Carta Pastoral
Cardenal Arzobispo de Santiago
Francisco Javier Errázuriz Ossa
"LO QUE DIOS HA UNIDO" (Mt 19, 6)
Carta pastoral sobre la estabilidad e indisolubilidad del matrimonio, del
Cardenal Arzobispo de Santiago Francisco Javier Errázuriz Ossa a las
familias, a los sacerdotes y diáconos, a los religiosos, religiosas y demás
personas consagradas, a los agentes pastorales, como también a todos los
demás miembros de esta porción del Pueblo de Dios, y a disposición de
quienes se interesan por el bien de la familia en nuestra Patria. (Nota:
aúnque trate una carta pastoral para la Iglesia de Chile, nos sirve a todos
los católicos).
Queridos hermanos y hermanas en Cristo,
Hace muy pocas semanas les escribí una carta pastoral sobre la
espiritualidad de la comunión, que es el alma de toda comunidad cristiana;
también el alma de nuestro esfuerzo por construir una sociedad unida y
solidaria. Lleva por título palabras de Nuestro Señor que son una gracia a
la vez que una misión: "Permaneced en mi amor".
Hacia el final compartía con Uds. algo que constatamos a diario: "nuestra
Patria lleva en su alma un sueño de felicidad"; "Chile anhela que todos
tengan una familia, y que ésta sea un santuario de la vida, un hogar de
fidelidad y esperanza, un espacio interior de amor, de confianza y de paz".
Hoy pesa sobre mí el imperioso deber pastoral de escribirles nuevamente,
para reafirmar una de las condiciones más importantes para realizar este
sueño. Debo invitarles a reflexionar acerca de la estabilidad e
indisolubilidad del matrimonio, fundamento de la familia.
Una encrucijada en el camino
Nuestra realidad familiar es débil y está amenazada
Antes de entrar de lleno en materia, les pido que tomemos conciencia de un
hecho. Si bien es cierto que la familia es, a mucha distancia, el bien más
apreciado por nosotros los chilenos, no es menos cierta la debilidad de
nuestra realidad familiar. En nuestra Patria es muy alto el porcentaje de
chilenos que cuentan con un hogar en el cual sólo uno de los padres comparte
la vida con sus hijos; las más de las veces, tan sólo la madre. Es muy
elevado el número de hogares en los cuales hay familiares que sufren la
violencia, de palabra o de hecho, que desata uno o más de sus miembros. Son
muchísimas las familias que viven en casas o piezas demasiado estrechas; no
pocas comparten el mismo lecho. Esto no las ayuda a construir el respeto, la
intimidad y la confianza entre sus miembros. Es más, la vivienda tan
reducida favorece la vida en la calle de numerosos hijos y sus perniciosas
consecuencias.
También es doloroso comprobar que en todas las comunas un gran número de
jóvenes y adultos no tienen empleo, lo que daña la dignidad del jefe o la
jefa de hogar y hiere a la familia. A esto se agregan las ausencias
prolongadas de los padres por motivos de trabajo -debido a las grandes
distancias, los horarios, los trabajos dominicales-, que también dañan y, a
veces, hasta destruyen el calor de la convivencia y la unidad familiar.
Por otra parte, es muy alto el porcentaje de hogares que son fruto de una
mera convivencia. No tienen por fundamento el matrimonio, y viven expuestos
permanentemente a la separación y el abandono. Entre amigos y familiares son
también numerosos los cónyuges que gozan de nuestro aprecio y cariño cuyas
crisis matrimoniales terminaron en rupturas, frecuentemente con un dolor
desgarrador para todos, particularmente para los hijos. Después, entre
incertidumbres y esperanzas, con variada fortuna, un número considerable de
ellos ha sellado nuevas uniones.
El divorcio, ¿una manera de reconstruir la esperanza?
Tomemos conciencia también de las motivaciones que existen para dar solución
jurídica a los problemas matrimoniales. Nos estremece el sufrimiento; ¡cómo
quisiéramos ahorrárselo también a los seres más queridos! Nos indigna el
abandono que puede sufrir un familiar, que muchas veces sentimos tan injusto
y humillante. Nos conmueve ver a niños que quedan interiormente divididos
cuando se divide el hogar. Y entre nosotros más de alguien piensa que es
natural que todos tengan una nueva familia si fracasó la primera, y que
después de una ruptura nadie podrá gozar de la felicidad que ofrece este
mundo, si no establece una relación conyugal con otra persona. Considerando
numerosas situaciones individuales que conmueven profundamente, una gran
cantidad de chilenos piensa en la posibilidad del divorcio como una manera
de procurar el bien de quien ha sufrido la ruptura y de sus hijos, como
también de reconstruir la esperanza, pero sin considerar suficientemente que
el divorcio es un mal en sí mismo, tampoco sus consecuencias en toda la
sociedad, ni menos el futuro de la institución familiar y el bien de las
generaciones futuras. Una corriente cultural que cobra fuerza entre
nosotros.
Esta manera de pensar se refuerza con un rasgo central de una corriente
cultural que ha cobrado fuerza entre nosotros. Ella centra toda su atención
que como ser social que vive con otros, de otros y para otros; más en la
realización propia más en la persona como individuo que en el servicio a los
demás; más en la plena libertad de cada uno que en los compromisos que
asume; más en los derechos que en las obligaciones; más en la actualidad del
hoy que en la permanencia del siempre; más en la experiencia que en la
verdad; más en el placer del momento que en la renuncia conducente a una
mayor felicidad. En esta corriente aflora una reacción vigorosa contra la
preponderancia del bien común, cuando éste prescinde erradamente del bien
individual; reacción también contra una manera de entender las obligaciones,
que no da cabida a la libertad. Expresa asimismo un rechazo contra una
manera de insistir en la verdad, que olvida la experiencia humana y el gozo.
Sin embargo, en sus expresiones extremas, no dará buenos frutos la sobre
valoración del hoy, del placer, de la experiencia, de los propios derechos,
de la realización personal y de la indomable libertad. No se puede inmolar
la verdad, la lealtad, los compromisos asumidos, el trabajo constante, el
servicio abnegado ni la renuncia que busca bienes superiores; tampoco la
entrega a un tú ni el amor gratuito e incondicional que gesta una familia.
Los que optan por sacrificar estas dimensiones de la vida construyen
obstáculos insalvables a la generosidad de una madre, que siempre privilegia
al niño; a la responsabilidad de un padre, que nunca debe abandonar a los
suyos, ni espiritual ni físicamente; y a la unión y fidelidad de los esposos
en un "nosotros", colmado de benevolencia, de aceptación mutua, de donación
de sí y de solidaridad, precisamente para toda la vida. No es de extrañar
que esta corriente cuestione actualmente la estabilidad e indisolubilidad de
la alianza conyugal. No del matrimonio sacramento, sino del matrimonio
natural.
La unión indisoluble, la casa y sus muros
Así como hay factores que debilitan la vida matrimonial, hay otros que
refuerzan su unidad. Reflexionemos sobre el vínculo conyugal como un signo
de la vocación de la familia, y consideremos las ventajas que encierra la
unión conyugal como unión indisoluble. Para ello quisiera proponerles una
comparación. No conocemos casas sin muros exteriores. Ellos no impiden el
contacto con la ciudad. Por sus puertas entran los bienes de la cultura, de
la amistad, del campo y de la técnica. Pero las murallas son realmente
necesarias para delimitar y proteger el espacio interior.
La característica distintiva del contrato matrimonial, de ser para oda la
vida, es comparable a los muros de la casa. De hecho, la estabilidad cierta
de los vínculos familiares contiene y da permanencia a todo lo que es
interior en el hogar, ya que acoge y protege la alegría de los encuentros,
el cariño y la confianza, la lealtad y la solidaridad, los recuerdos y la
nostalgia, el apoyo mutuo en las pruebas, las tareas, las enfermedades y las
desgracias, y los gestos renovados de gratitud, perdón y misericordia.
Permite al espíritu de familia alcanzar su madurez, da a los hijos la
experiencia de contar con el respaldo del amor incondicional de sus padres,
y asegura continuidad a su tarea educativa. Es más, esos muros exteriores
son necesarios para que crezca y madure cuanto enriquece a la familia su
relación con la sociedad, y para fortalecer a sus miembros como
constructores de la misma. Abren un ambiente propicio al desarrollo de
proyectos comunes y a la esperanza.
Para los esposos y los hijos cuya convivencia está compenetrada por la fe y
constituyen una ´iglesia doméstica´ en la estabilidad incondicional del
espacio interior que anima el amor de los padres, siempre habrá cabida para
agradecer el pan de cada día, para orar en los momentos de aflicción, para
adquirir la fortaleza interior que permite cumplir los encargos del Señor y
para gustar la Palabra de Dios como lo hacía la Virgen Santísima,
contemplando el paso del Señor por la historia y colaborando con él, y
dejando en su corazón el presente y los proyectos futuros. Esos que
realizaremos "si Dios quiere".
Es claro, si no existiera más que la indisolubilidad, es decir, si esos
muros que dieron consistencia a la casa sólo protegieran un ámbito de
indiferencia, egoísmo, infidelidad, mentira, opresión o violencia, vale
decir, un ámbito en que se destruye la dignidad de las personas, se cercenan
los vínculos y se demuele la confianza, la indisolubilidad sería sentida
como una cadena que ata a una cárcel. Sería todo lo contrario de su sentido
auténtico. En tales situaciones no es de extrañar que aflore la nostalgia
del proyecto de Dios, que fundó la familia no como una casa de enemistad y
destrucción, sino de comunión; no como una escuela de desarraigos,
inseguridades y adicciones, sino de salud, de paz y de amistad; no como un
taller del desconcierto y la desesperanza. La necesitamos como una escuela
en la cual el ejemplo de los padres y de los hijos se constituye en ruta de
esperanza para todos, en un lenguaje vivo y comprensible sobre el sentido de
la vida y sobre el compromiso con los necesitados, y en una vivencia del
amor fiel y fecundo de Dios, que quiere ser comunicada a otros.
Con esperanza, misericordia y espíritu constructivo
Tengamos presente los dolorosos problemas de numerosísimos hogares y sus
carencias, que día a día salen a nuestro encuentro, las corrientes valóricas
que se abren espacio entre nosotros, como asimismo el sueño de tantos
chilenos y los frutos del matrimonio para siempre. En este contexto vivo,
los invito a tratar el tema de la indisolubilidad del matrimonio con mucha
esperanza, confiando en la gracia y el amor de Dios; con mucho respeto y
misericordia, recordando a todos los que sufren dolorosas situaciones en sus
hogares; y con la decisión más vigorosa de impulsar múltiples iniciativas en
bien de la familia, de manera que se multipliquen aquellas que sean
santuarios de la vida, del respeto y de la paz.
Una nueva legislación
para el matrimonio civil
Hay problemas reales para un proyecto de ley Ciertamente los proyectos de
ley que estudia el Senado quieren hacerse cargo de numerosos problemas
reales que afectan a los esposos y a los hijos. En efecto, es necesaria una
nueva ley que se ocupe, por ejemplo, de la preparación al matrimonio, de las
condiciones que deben ser cumplidas para celebrar válidamente el compromiso
conyugal, de su misma celebración y de las razones por las cuales cabe
dictar la separación entre los esposos; que se ocupe también de los deberes
que permanecen después de establecida la separación, de las causas por las
cuales un matrimonio fue nulo desde un comienzo y posteriormente debe ser
declarado inexistente, de las instancias que deben ayudar para superar las
crisis que pueden terminar en rupturas definitivas, como también de los
hogares que surgen después de una ruptura irreparable. Pero el proyecto que
se estudia no trata tan sólo de los asuntos enumerados. Lo que despierta el
mayor debate es la introducción del divorcio en nuestra legislación, como un
instrumento para dar solución a las dolorosas situaciones de ruptura
definitiva.
Pero no hay lugar para confusiones
Hay quienes tratan de quitarle importancia a este hecho, argumentando que en
Chile ya existe el divorcio, puesto que las declaraciones fraudulentas de
nulidad deshacen matrimonios válidamente contraídos. Pero una cosa es una
acción basada en declaraciones falsas, que finge la disolución de un
matrimonio válido, y otra cosa es introducir en nuestra legislación, por
primera vez, una herramienta jurídica para disolver matrimonios válidos, a
saber, el divorcio.
Está en juego la naturaleza del matrimonio
Las situaciones de ruptura definitiva existen. Y, sin lugar a duda, surgen
derechos y deberes entre quienes toman la decisión de comprometerse con otra
persona, formar un nuevo hogar con ella, y tener hijos de esta unión. Cuando
esta realidad se presenta con frecuencia, la ley debe hacerse cargo de ella.
Pero una cosa es buscar las soluciones legales más adecuadas para estas
situaciones particulares, y otra introducir el divorcio, negando la
indisolubilidad del matrimonio y estableciendo además que ´la acción de
divorcio es irrenunciable´, esto es, desnaturalizando la definición del
contrato conyugal. No hay que equivocarse, lo que está en juego con la nueva
legislación es nada menos que la misma naturaleza del matrimonio: lo que
entendemos por matrimonio y por el bien de los esposos, de los hijos y de
las familias, con todas las demoledoras consecuencias que puede entrañar una
comprensión equivocada de lo que es la célula básica de la sociedad.
Para toda la vida, ¿es sólo la intención de quienes se casan? Antes de
continuar con esta exposición, detengámonos en el significado de la palabra
"indisolubilidad". Digamos, en primer lugar, que la persona humana tiene la
capacidad de comprometerse libremente para toda la vida, y que tomar tales
decisiones es parte de su vocación humana. Es más, la fidelidad durante toda
la vida a la palabra empeñada la ennoblece. Y en Chile, gracias a Dios, casi
todos los novios que contraen matrimonio, civil o religioso, llegan a esa
hora solemne con una intención clara: quieren casarse para toda la vida. En
nuestra cultura no se designaría matrimonio a una unión por poco tiempo, o
carente de la voluntad de forjar una comunidad humana para siempre. Ahora
bien, la indisolubilidad, como propiedad del matrimonio natural, agrega algo
más a la mera intención de unirse en matrimonio para siempre. Expresa que,
entre los diversos tipos de contrato existe uno, el contrato conyugal, que
tiene constitutivamente una característica propia: la de ser para toda la
vida. Y como el contrato mismo tiene esta propiedad esencial, no hay
autoridad humana que lo pueda disolver, es indisoluble.
Dos definiciones incompatibles entre sí
Hasta ahora nuestra legislación se ha basado en una noción de contrato
conyugal según la cual en el matrimonio hay bienes y propiedades esenciales.
Los bienes de la alianza conyugal, desde el mismo orden natural, son la
unión y el apoyo entre los esposos, como asimismo los hijos que de ésta
nacerán. Sus propiedades esenciales son la unidad (llamada también unicidad)
y la indisolubilidad, vale decir, la unión de un solo varón con una sola
mujer, y su permanencia en el tiempo hasta la muerte. Todos estos elementos
están en la definición que Andrés Bello estampó en nuestro Código Civil el
año 1855: "El matrimonio es un contrato solemne por el cual un hombre y una
mujer se unen actual e indisolublemente, y por toda la vida, con el fin de
vivir juntos, de procrear, y de auxiliarse mutuamente".
Sin afán de polemizar, propongo a todos los católicos y a las personas que
se sientan interpretadas por la definición que nos legó don Andrés Bello,
que comparen esa definición, que todavía rige en Chile, con la idea de
matrimonio que aparece en el Mensaje del Ejecutivo, presentada hace pocos
meses como el fundamento de las indicaciones al proyecto de ley que estudia
el Senado. Ella desdibuja uno de las realidades fundantes de nuestra
sociedad. El Mensaje dice que el matrimonio es "la formalización de una
unión heterosexual, con voluntad de permanencia, ante un representante del
poder público". Aquí ya no se trata de la promesa con la cual los cónyuges
sellan su alianza, ni de un contrato, sino de una mera unión. No se extiende
por toda la vida ni se menciona la indisolubilidad, puesto que no se dice
qué permanencia deba tener en el tiempo. Por último, nada se expresa sobre
la finalidad de esta unión heterosexual. En efecto, con una definición tan
abierta podría prescindirse de la vida en común, de la procreación y del
auxilio mutuo. Como finalidad, podría bastar una meta comercial.
La enseñanza de Jesús
Lo que Dios ha unido
Como escribo a quienes comparten la misma fe en Jesucristo, me referiré en
primer lugar a sus palabras. Más adelante reflexionaremos sobre otros
argumentos que no precisan la fe. El Santo Padre, para dar "una respuesta
válida y exhaustiva" al tema de la indisolubilidad, nos expresa que: "es
necesario partir de la palabra de Dios.
Pienso concretamente en el pasaje del evangelio de san Mateo que recoge el
diálogo de Jesús con algunos fariseos, y después con sus discípulos, acerca
del divorcio (cf. Mt 19, 3-12). Jesús supera radicalmente las discusiones de
entonces sobre los motivos que podían autorizar el divorcio, afirmando:
´Moisés, teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón, os permitió
repudiar a vuestras mujeres; pero al principio no fue así´ (Mt 19, 8)". Poco
antes Cristo había dicho: "¿No habéis leído que el Creador desde el comienzo
les hizo varón y mujer y dijo: ´a causa de esto dejará el hombre a su padre
y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos (...) una sola carne, de
suerte que ya no son dos, sino una sola carne´? Lo que Dios, pues, unió no
lo separe el hombre" (v. 4-6).
El Santo Padre comenta así estas palabras de Cristo sobre el matrimonio en
el orden natural: "Según la enseñanza de Jesús, es Dios quien ha unido en el
vínculo conyugal al hombre y a la mujer. Ciertamente esta unión tiene lugar
a través del libre consentimiento de ambos, pero este consentimiento humano
se da a un designio que es divino". Como la unión conyugal es para siempre
por designio divino, al aceptarse mutuamente los esposos para toda la vida,
también dan su consentimiento a ese designio de Dios, que los une para
siempre, sin que hombre alguno los pueda separar. Con sus palabras el Papa
transmite la enseñanza del Concilio Vaticano II: "Fundada por el Creador y
en posesión de sus propias leyes, la íntima comunidad conyugal de vida y
amor está establecida sobre la alianza de los cónyuges, es decir, sobre su
consentimiento personal e irrevocable. Así, del acto humano, por el cual los
esposos se dan y se reciben mutuamente, nace, aun ante la sociedad, una
institución confirmada por la ley divina".
No es una unión cualquiera
Pero, ¿dónde dejó escrita Dios esta voluntad suya? A esta pregunta responde
el Papa, diciendo que ese designio se halla inscrito en la dimensión natural
de la unión, agregando más concretamente, que es "la naturaleza del hombre
modelada por Dios mismo, la que proporciona la clave indispensable de
lectura de las propiedades esenciales - que son la unidad y la
indisolubilidad - del matrimonio". Dios dejó escrito este designio suyo en
la naturaleza del tipo de relación que se crea entre los esposos cuando
sellan entre sí una alianza, y establecen así una íntima comunión conyugal
que "hunde sus raíces en el complemento natural que existe entre el hombre y
la mujer, y se alimenta mediante la voluntad personal de los esposos de
compartir todo su proyecto de vida, lo que tienen y lo que son; por esto tal
comunión es el fruto y el signo de una exigencia profundamente humana".
"Esta unión íntima, en cuanto donación mutua de dos personas, lo mismo que
el bien de los hijos, exigen la plena fidelidad de los cónyuges y reclaman
su indisoluble unidad". Así, "el matrimonio no es una unión cualquiera entre
personas humanas, susceptible de configurarse según una pluralidad de
modelos culturales. El hombre y la mujer encuentran en sí mismos la
inclinación natural a unirse conyugalmente". Como este designio divino está
inmerso en las exigencias de la naturaleza, corresponde a las aspiraciones
más profundas del corazón humano, y a él "se han conformado innumerables
hombres y mujeres de todos los tiempos y lugares, también antes de la venida
del Salvador, y se conforman después de su venida muchos otros, incluso sin
saberlo. Su libertad se abre al don de Dios, tanto en el momento de casarse
como durante toda su vida conyugal".
Un dato intrínseco: "No lo separe el hombre"
Como hemos visto, la indisolubilidad no es una ley extrínseca al matrimonio.
Por el contrario, ella "se inscribe en el ser mismo del matrimonio", que es
"una unión que implica a la persona en la actuación - diríamos, plena - de
su estructura relacional natural", es decir, de la manera de ser, natural e
intrínseca, de la relación conyugal. Por eso, el "ulterior fortalecimiento
(de las propiedades esenciales del matrimonio, es decir, de la unidad y la
indisolubilidad) en el matrimonio cristiano a través del sacramento, se
apoya en un fundamento de derecho natural, sin el cual sería incomprensible
la misma obra salvífica y la elevación que Cristo realizó una vez para
siempre con respecto a la realidad conyugal". La fe y la tradición de la
Iglesia no han agregado nada al matrimonio natural al afirmar que es para
toda vida. Lo que hace la Iglesia es reconocer que esta propiedad emana de
las mismas exigencias de la alianza matrimonial, si bien ella tiene
conciencia que "la seguridad que asiste a los que siguen a Cristo acerca de
la naturaleza del pacto conyugal la obtienen sobre todo de la enseñanza de
Nuestro Señor".
Una verdad asequible a la razón
Como toda realidad del orden natural
Las palabras de Jesús dan "una respuesta válida y exhaustiva" a este tema.
En ellas él quiso dejar atrás toda duda sobre la voluntad del Padre acerca
del matrimonio antes de toda realidad sacramental. El Señor confirma así que
estamos ante una realidad del orden natural. Por eso escribía la Conferencia
Episcopal a fines del año pasado: "No es nuestra intención convencer
mediante un dato de la revelación de Dios a quienes no comparten nuestra fe;
tampoco imponer una verdad, a pesar de considerarla decisiva para el bien de
las familias, los esposos, los hijos y la sociedad. En realidad, se trata de
verdades asequibles a nuestra capacidad de razonar. No es necesaria la fe
para fundamentar el anhelo del ser humano de vivir en familia, ni para
pensar que la alianza matrimonial entre un hombre y una mujer es el
fundamento de la familia, y que la característica decisiva de esta alianza
es la de ser sellada para siempre". Agregábamos: "a la hora de legislar
sobre esta materia, estimamos necesario que se reflexione sobre la
naturaleza del pacto conyugal, y que se tome en cuenta el mal que ha
producido en incontables familias y pueblos la introducción del divorcio".
También para quienes no comparten nuestra fe
Por consiguiente, queridos hermanos y hermanas de la Arquidiócesis, cuando
Uds. tengan que proponer la indisolubilidad del matrimonio a personas que no
comparten nuestra fe, es necesario proporcionar argumentos que sean
asequibles a ellas, ya sea de orden antropológico, sociológico, jurídico,
económico, etc. La verdad que proponemos, "como todo el mensaje cristiano,
está destinada a los hombres y mujeres de todos los tiempos y lugares". Es
cierto que hay diversas culturas, y que ellas desentrañan y expresan desde
distintos ángulos, con sus ideas y sus costumbre, la riqueza extraordinaria
del ser humano. Pero ya nadie dirá que en los miembros de una etnia poco
conocida no se encuentre la misma esencia del ser humano que en un holandés
o un inglés. Igual cosa ocurre con el matrimonio, que expresa precisamente
las características esenciales de la unión conyugal entre un hombre y una
mujer. En cuanto a la esencia del matrimonio no puede introducirse una
ideologización, como si existieran diversos conceptos igualmente válidos,
según diferentes parámetros culturales. Si bien es cierto que hay uniones
que se asemejan al matrimonio (precisamente porque hacia él tiende la
relación íntima, con voluntad de permanencia, entre el hombre y la mujer),
el concepto esencial y pleno es uno, al cual podemos llegar también con la
razón mediante un trabajo desapasionado, intenso, constante e
interdisciplinario.
Es cierto que en tiempos revueltos como los nuestros es leal y sencilla la
"fe del carbonero", que afirma lo que la Iglesia cree y el Magisterio
enseña, simplemente porque él lo enseña. Pero no es menos cierto que debemos
estar siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que nos pida razón de
nuestra esperanza. Sobre todo quienes tienen mayor responsabilidad por la
cultura y por la misma sociedad, necesitan formarse para ser capaces de
comprender las razones de nuestra doctrina: aquellas que provienen realmente
de la fe, como en este caso, y aquellas que proporciona la razón, también
como en este caso. Sólo así estaremos en condición de dialogar con quienes
no comparten con nosotros esa rica fuente de sabiduría que es la Revelación.
Dejemos hablar al orden propio de la naturaleza
No es difícil encontrar numerosos signos que hablan de esta nota
característica del contrato conyugal, que configura una inclinación
dominante de la naturaleza. Tomemos uno de ellos: prácticamente todos los
novios llegan al matrimonio con la intención de compartir unidos y con hijos
no una parte de la vida, sino toda la vida, hasta que la muerte los separe.
El fenómeno es tan universal, que no se explica adecuadamente sólo como una
suma de innumerables decisiones personales. Más bien muestra que este tipo
de donación y compromiso mutuo ´es´ para toda la vida, y que así está
inscrito en el corazón de los novios. Veamos otro signo. Algo similar ocurre
con las expectativas de los hijos. Podrán desear que la unión entre sus
padres sea más gozosa, más pacífica y de mayor diálogo, pero nunca querrán
que se rompa la relación entre ellos. Esta constatación es tan universal,
que cabe postularla como un dato de la naturaleza de la vida familiar.
También la familia se presenta como una comunidad de vínculos estables, para
toda la vida. Una tercera constatación arroja luz sobre el tema. Cuando una
persona ha pasado por todo el sufrimiento y las decepciones de una ruptura,
y decide unirse a otra persona con la ilusión de formar un nuevo hogar, lo
único que quiere es que esta vez sea para toda la vida. Ésta es una
tendencia que, sin duda, proviene de la naturaleza de este tipo de unión. De
lo contrario, dado el dolor anterior, no querría una unión sin condiciones,
para siempre, ya que podría ser causa de nuevas y deprimentes decepciones.
Y constatemos el desmoronamiento, cuando no se le respeta Pero hay también
otras razones, fáciles de comprender, que comprueban que la indisolubilidad
es un deber natural del matrimonio. Éstas son las consecuencias devastadoras
para la familia, los hijos, el cónyuge más débil y la sociedad, tanto de las
legislaciones que suprimen la estabilidad del matrimonio para toda la vida,
como de las corrientes culturales que las inspiran y acompañan. Informes
científicos sobre los desarrollos posteriores a la entrada en vigor de la
ley de divorcio muestran que existe un incremento en el número de
disoluciones matrimoniales. Y con ello, más personas se ven enfrentadas a
sus efectos negativos. Al aprobarse una ley de divorcio, suele presentarse
un elevado número de recursos a ella en el primer año de su vigencia. Muchos
estiman, y con razón, que se trata sobre todo de los casos que esperaban la
aprobación de la ley para divorciarse, y suponen que éste sea un efecto
puntual, sólo del primer período. Sin embargo, ello no es así. El número de
divorcios se mantiene e incrementa al paso de los años. Comparando los
promedios de divorcios que se dieron 20 años después de su introducción con
los que se produjeron apenas introducido, se puede comprobar en los países
estudiados que la cifra siguió creciendo, y que actualmente se mantienen
cifras muy superiores a entonces. Siempre es superior al 50%. En un país, la
cifra es seis veces superior a la del primer año. En países como Alemania,
Australia, Bélgica, Canadá, Estados Unidos, Reino Unido y Suecia, por cada
100 matrimonios que se realizan en un año se producen actualmente más de 45
y hasta 60 divorcios en el mismo período. Diversos estudios muestran que los
hijos de padres divorciados, en comparación con los de las familias que
mantuvieron su unidad, tienen en promedio -es decir, no cada uno de ellos,
sino en promedio- mayores problemas psicológicos y de aprendizaje, mayores
tasas de precocidad sexual y de hijos extra matrimoniales, tienen el doble
de probabilidad de ruptura matrimonial, y presentan mayores índices de
delincuencia, violencia, alcoholismo y drogadicción. Por otra parte, está
comprobado que al divorcio entre los padres sigue, en la mayoría de los
casos, el ´divorcio´ con los hijos, sobre todo de parte del padre, ya que
con frecuencia termina no cumpliendo los encuentros regulados por el juez.
Sobre todo las mujeres y los hijos experimentan un grave empobrecimiento
tras el divorcio, efecto que se ve ampliado a medida que los maridos se
casan nuevamente, porque en la mayoría de los casos les resulta imposible
contribuir adecuadamente al mantenimiento de dos o más hogares. En el caso
de las mujeres, y dependiendo del tipo de medición que se considere, las
caídas en su ingreso varían entre un 20% y hasta un 60%. Como consecuencia
de lo anterior, el divorcio contribuye fuertemente a la formación de hogares
monoparentales de jefatura femenina que viven mayoritariamente en
condiciones de pobreza (más del 50% en EE.UU. y más del 75% en Gran
Bretaña). Esta situación pasa a ser una carga durísima para la mujer y para
los hijos que ella sostiene, como también un gasto social enorme para el
Estado y los contribuyentes.
¿Quién quiere estos males para Chile?
Queridos hermanos, es difícil pensar que alguien quiera estos males para
Chile. Por desgracia, quienes piensan que el divorcio es una de las banderas
irrenunciables del progreso y de la modernidad, muchas veces no se detienen
suficientemente a sopesar estos fenómenos de destrucción de la sociedad.
Pero ellos muestran la importancia de la indisolubilidad del matrimonio. En
efecto, si se arranca esta viga maestra de la construcción, con frecuencia
la casa -es decir, el matrimonio y la familia- se desmorona. Estos males
confirman que el bien de la familia, como lo pide su propia vida y su misión
en favor de los padres y de los hijos, está ligado inseparablemente a la
indisolubilidad del vínculo que la une. Lo aseveraba Juan Pablo II a
comienzos de este año: "El matrimonio ´es´ indisoluble: esta propiedad
expresa una dimensión de su mismo ser objetivo; no es un mero hecho
subjetivo. En consecuencia, el bien de la indisolubilidad es el bien del
matrimonio mismo; y la incomprensión de su índole indisoluble constituye la
incomprensión del matrimonio en su esencia".
Por eso, no es de extrañar que sintamos el deber moral de entregar a los
católicos la enseñanza de la Iglesia, y de proponer a todos los que no
pertenecen a ella que tengan a bien sopesar las reflexiones que se apoyan en
la sola razón, y los hechos devastadores que se desprenden del divorcio.
Prestemos nuestro apoyo a la renovación de la ley de matrimonio civil, que
puede y debe ser mejorada, pero sin dar carta de ciudadanía al divorcio. No
contribuye al bien de las familias de nuestra Patria y de sus hijos.
No seamos el último país en evitar tanto deterioro
Es cierto, somos uno de los últimos países del mundo occidental sin ley de
divorcio. En lugar de avergonzarnos de ello y de pensar que también nosotros
debemos incorporarnos a todos los dictados de ´esta´ modernidad, podemos
aprender de las experiencias en los países que ya las tienen. Actualmente
hacen grandes esfuerzos por reducir las nocivas consecuencias de sus
legislaciones. Nosotros tenemos el chance de elaborar una legislación
moderna y creativa que evite la causa del grave deterioro que se ha generado
en ellos, atienda la situación de las uniones después de una ruptura
matrimonial, y conduzca realmente al fortalecimiento de la familia.
Seamos coherentes
Cuando en nuestra sociedad corren aires favorables al divorcio
Ante una mentalidad divorcista, a comienzos de este año, el Santo Padre nos
exhortó con estas palabras: "No hay que rendirse ante la mentalidad
divorcista: lo impide la confianza en los dones naturales y sobrenaturales
de Dios al hombre. La actividad pastoral debe sostener y promover la
indisolubilidad". Y ante el desafío de dar razones convincentes en una
sociedad pluralista, invita a "responder con la humilde valentía de la fe,
de una fe que sostiene y corrobora a la razón misma, para permitirle
dialogar con todos, buscando el verdadero bien de la persona humana y de la
sociedad". Y agrega que "considerar la indisolubilidad no como una norma
jurídica natural, sino como un simple ideal, desvirtúa el sentido de la
inequívoca declaración de Jesucristo, que rechazó absolutamente el divorcio,
porque "al principio no fue así"(Mt 19,8)".
No debemos olvidar que el Papa pronuncia estas palabras en Italia, un país
que tiene ley de divorcio desde hace muchos años. Sin embargo, dice: "Podría
parecer que el divorcio está tan arraigado en ciertos ambientes sociales,
que casi no vale la pena seguir combatiéndolo mediante la difusión de una
mentalidad, una costumbre social y una legislación civil favorable a la
indisolubilidad. Y, sin embargo, ¡vale la pena! En realidad, este bien se
sitúa precisamente en la base de toda la sociedad, como condición necesaria
de la existencia de la familia. Por tanto su ausencia tiene consecuencias
devastadoras, que se propagan en el cuerpo social como una plaga -según el
término que usó el Concilio Vaticano II para describir el divorcio (G.S.
47)- , e influyen negativamente en las nuevas generaciones, ante las cuales
se ofusca la belleza del verdadero matrimonio".
Preocupémonos de la legislación
El Santo Padre en el discurso citado se refiere no sólo a las costumbres,
sino además a la legislación civil, dado que el matrimonio indisoluble es un
bien, por así decirlo, de utilidad pública. Por eso afirma que "el valor de
la indisolubilidad no puede considerarse
objeto de una mera opción privada: atañe a uno de los fundamentos de la
sociedad entera. Por tanto, así como es preciso impulsar las numerosas
iniciativas que los cristianos promueven, junto con otras personas de buena
voluntad, por el bien de las familias (...), del mismo modo hay que evitar
el peligro del permisivismo en cuestiones de fondo concernientes a la
esencia del matrimonio y de la familia". Y agrega a continuación: "Entre
esas iniciativas no pueden faltar las que se orientan al reconocimiento
público del matrimonio indisoluble en los ordenamientos jurídicos civiles.
La oposición decidida a todas las medidas legales y administrativas que
introduzcan el divorcio o equiparen las uniones de hecho, incluso las
homosexuales, al matrimonio verdadero, ha de ir acompañada - en el ámbito de
los ordenamientos (de los países) que, lamentablemente, admiten el divorcio
- por una actitud de proponer medidas jurídicas que tiendan a mejorar el
reconocimiento social del matrimonio".
Apoyemos a nuestros legisladores
Actuar en conciencia es imprescindible, como también formarla Como bien lo
sabemos, también los legisladores tienen que actuar siempre siguiendo los
dictámenes de su conciencia, y nunca contra ella. Nadie puede dispensarles
de este deber. La conciencia es la norma inmediata de la acción. Pero por
esta misma causa, también tenemos la obligación de formarla, buscando la luz
que la razón, apoyada por la fe en el caso de los cristianos, nos puede
entregar. Así la conciencia puede alzarse sobre la tentación de dejarse
avasallar por lo que "se" piensa o "se" hace, y formarse un juicio recto
acerca de lo que es útil al bien común. Tratándose de una materia de tal
trascendencia, invitamos a todos los legisladores a dedicar su mejor tiempo
y sus mejores esfuerzos al estudio, al análisis y al discernimiento que esta
materia exige.
Haciendo el bien y evitando el mal
El precepto en que se fundan todas las obligaciones de la moral consiste,
como lo hemos visto, en "hacer y proseguir el bien y evitar el mal". Por eso
la primera pregunta clave para el discernimiento es siempre la misma: ¿me
encuentro ante un bien o ante un mal? Sin lugar a dudas, la unión estable y
para toda la vida del matrimonio es ese bien que hay que hacer y proseguir.
Y en cuanto al mal que se debe evitar, esta carta ha expuesto numerosas
razones por las cuales incontables hombre y mujeres, con la luz que aporta
el Magisterio de la Iglesia y aun sin ella, están ciertos de que el divorcio
es un mal, sobre todo en vista del bien común. Confrontarse con los
argumentos es del todo necesario.
No son pocos quienes quieren proseguir el bien
También se desprende del principio fundante de la moral el deber de respetar
la voluntad de millones de chilenos que quieren contraer matrimonio
indisoluble y tienen derecho a ello. Hay que mantener, al menos para ellos,
la posibilidad jurídica de alcanzar este bien, que es ampliamente reconocido
como tal. Al contraer el sacramento del matrimonio, según lo veremos más
adelante, el vínculo conyugal de su alianza indisoluble no queda sujeto a
autoridad humana alguna que se quisiera arrogar el derecho de disolverlo. El
vínculo matrimonial indisoluble subsistiría y perduraría no obstante una
eventual acción de divorcio civil.
Reduciendo ¿qué mal existente? Evitando ¿qué mal mayor?
En esta discusión se ha insistido, y con razón, que el legislador tiene la
obligación de considerar la realidad del pueblo que será regido por la ley.
Esto es innegable, si bien la realidad nunca hará de un bien un mal, o
viceversa. Para considerar adecuadamente la
realidad, se ha recurrido a un juicio de Santo Tomás, según el cual un
legislador, también un legislador cristiano, ante el mal existente e
imposible de erradicar, puede aprobar una ley que aminore sus efectos, de
manera que el mal sea menor, para proteger a las personas y evitar un mal
mayor. Lo que no puede hacer es introducir el mal. Al aplicar a este caso la
reflexión de Santo Tomas, surge una pregunta. ¿Cuál es ese mal existente e
imposible de erradicar? Ciertamente hay tres situaciones que pueden ser
consideradas tales: la existencia de matrimonios nulos, las separaciones y
las nuevas uniones, no basadas en el matrimonio. Estas realidades existen, y
no pueden ser erradicadas por ninguna ley. Cabe legislar sobre ellas para
dar solución a la primera, y aminorar los efectos negativos de las otras
dos. Pero la realidad que no existe es una ley de divorcio vincular, y no
son equiparables a ella las disoluciones fraudulentas. Optar por una ley de
divorcio es introducirlo en el ordenamiento jurídico. Por otra parte, ¿cuál
es el mal mayor que se evita introduciendo el divorcio? Según los estudios
que conocemos, no se evita un mal mayor, sólo se agrega uno, el divorcio y
todas sus consecuencias. En efecto, más allá del bien que se busca para
situaciones individuales, si se piensa en el bien de la sociedad, de las
generaciones futuras y de la institución matrimonial, las razones que hemos
considerado llevan a pensar que la introducción del divorcio no disminuye
los males, sino los aumenta.
Tienen derecho a contar con nuestro apoyo
Estas son las preguntas claves que los legisladores abordarán. Buscan
respuestas de enorme trascendencia para nuestra cultura, no sólo en el
ámbito familiar sino también en muchos otros, ya que la familia es la cuna
de incontables actitudes y proyectos. Apoyémoslos con la oración,
proporcionándoles antecedentes y reflexiones, pero sin ponerlos bajo
presión, ni aceptar que sean presionados por sus partidos o por otros
grupos. Deben votar libremente, conforme a su conciencia, después del
exigente esfuerzo que hagan por formarla.
Sobre este juicio ético, que también los servidores públicos deben formarse,
el Papa llegó a una conclusión, refiriéndose recientemente a otro caso en el
mismo ámbito legal, esto es, a la acción de los jueces y de los abogados en
aquellos países en los cuales existe una ley de divorcio. Expresó que "los
agentes del derecho en campo civil deben evitar implicarse personalmente en
lo que conlleve una cooperación al divorcio".
En el matrimonio cristiano
Un mandamiento nuevo
En Jesucristo apareció el amor de Dios a los hombres en toda su hondura, su
fidelidad y su belleza. La experiencia del amor de Cristo llevó a San Juan a
decir sobrecogido que Dios ´es´ Amor. Esta revelación conduce a la persona
humana, hecha a imagen y semejanza de Dios, al descubrimiento de su propia
vocación. No obstante las limitaciones, enfermedades y huellas del pecado,
la fe nos da una certeza: Dios nos ha creado y redimido para que el amor sea
lo que más nos caracterice, puesto que participamos de su amor. En la Última
Cena Jesucristo reveló algo sorprendente. Debemos amarnos los unos a los
otros como él nos ha amado. Junto con proclamar el mandamiento nuevo,
revelaba así las raíces trinitarias de nuestro amor, ya que él nos ha amado
como el Padre lo ama. El Espíritu Santo ungió a los discípulos de Jesús y
los envió a predicar el Evangelio hasta los confines del orbe, siendo ellos
mismos buena nueva para la humanidad, buena noticia de la inmensidad del
amor de Dios. La Nueva Alianza es la expresión indestructible y el cauce
vivificador de ese amor; es la alianza de eterna paz y de fecunda fidelidad
de Dios con el hombre, del hombre con su Dios y de los hombres entre sí.
El vínculo conyugal, testigo del amor fiel del Señor
Esa alianza revela las verdaderas dimensiones del proyecto de Dios para el
amor conyugal. Si bien no lo sabíamos, la sabiduría de su plan dispuso,
desde un inicio, que la unión conyugal entre el varón y la mujer, justamente
por ser creados a su imagen y semejanza, fuera siempre como una proyección
en este mundo de su amor a los hombres. El amor esponsal, maternal, paternal
y filial debían evocar y hacer presente la ternura, la generosidad, la
fidelidad y la fuerza vivificante y transformadora de su amor a la
humanidad. En la plenitud de los tiempos, Jesucristo elevó la alianza
matrimonial entre bautizados a sacramento, y dotó a los novios de la gracia
de ser sus ministros. Así Dios asumió y elevó cuanto es natural en el
matrimonio, con sus bienes y propiedades esenciales, confiriéndole la
capacidad, la gracia y el encargo de ser un signo elocuente y un instrumento
eficaz "del amor absolutamente fiel que Dios tiene al hombre y que el Señor
Jesús vive hacia su Iglesia". El matrimonio sacramento actualiza y refleja
la irrevocable unión de Cristo con la Iglesia en la Nueva y Eterna Alianza.
De esta manera, el vínculo conyugal y la misma indisolubilidad adquirieron
una dimensión y un significado nuevo. En la unión sacramental, en la cual
revive el amor de Cristo, por un nuevo título más firme y claro que el
anterior, el vínculo de la alianza conyugal es irrevocable, así como lo es
la fidelidad incondicional de Cristo a su Iglesia. Una vez consumado el
sacramento, por su propio significado ya no es disoluble. Amarse así, como
Cristo ama a los suyos, es una propiedad intrínseca, irreversible, de la
promesa que se dan los esposos al casarse en la Iglesia.
El anuncio alegre de la Buena Noticia sobre la familia
La gracia que reciben, se transforma en una relevante misión. Por eso,
"corresponde a los cristianos el deber de anunciar con alegría y convicción
la ´Buena Nueva´ sobre la familia" y sobre "la perennidad del amor
conyugal". Nos lo recuerda el Santo Padre en su Exhortación Apostólica
acerca de ella. Tenemos que dar nuestro propio aporte, orando y colaborando
con Dios, de modo que en nuestras familias sea muy fecunda la gracia del
sacramento, y que ellas abran caminos de esperanza en la sociedad. En
efecto, "el testimonio esencial sobre el valor de la indisolubilidad se da
mediante la vida matrimonial de los esposos, en la fidelidad a su vínculo a
través de las alegrías y las pruebas de la vida".
Será este testimonio elocuente, vivo y vivificante, el que más atraerá hacia
la alianza conyugal a tantos jóvenes y adultos jóvenes que conviven y no
valoran todavía la riqueza del matrimonio. Vayamos hacia ellos con mucho
respeto, estimando sinceramente sus grandes valores, y dialoguemos con
ellos, ya que nos importa entrañablemente su bien. Abrámosles las puertas de
hermosas experiencias de familia. Tal vez no las han tenido a lo largo de su
vida. Y que el trabajo silencioso y lleno de ardor de nuestras comunidades
parroquiales, nuestros movimientos y nuestros colegios, como también de
tantas personas y matrimonios a los cuales Dios mismo les ha insinuado que
impulsen o colaboren con la pastoral familiar, sea una gracia y un aliciente
para ellos, como también para todos los miembros de nuestra Iglesia que han
recibido el don y la misión de ser familia en Cristo Jesús.
Cuando la familia es casa y taller de comunión
Los proyectos del amor conyugal
Valoremos, en primer lugar, los proyectos del amor conyugal. Los novios
quieren contraer matrimonio para toda la vida. Quieren compartir la vida y
ayudarse. Ven en los hijos la proyección del futuro que desean y sólo
quieren darles lo mejor de sí. Piensan que una realización en común será más
plena y más vivificadora para cada uno de ellos. Saben que se presentarán
problemas en la convivencia y a veces tienen temor ante ellos, pero están
deseosos de asumir con pasión y esfuerzo ese desafío, y de construirla sana
y rica en valores compartidos. Presienten que en esa unión, con lealtad a la
persona que aman profundamente, realizarán su proyecto de vida y ganarán en
humanidad. Están seguros, con el conocimiento y la intuición natural que
Dios ha puesto en sus corazones, que únicamente haciéndose uno con aquel con
quien compartirán el futuro y velando por su felicidad, construirán el hogar
que hará feliz a los hijos y hará valiosa la vida en común. Creen que por
ese proyecto vale la pena sufrir y luchar, a veces en contra de deseos y
pasiones que incluso pueden cegarlos en algunos instantes. Están llenos de
esperanza de lograr esa unión tan única. La gracia sacramental les inspira
una gran confianza, puesto que el mismo Señor se ha comprometido con ellos,
de modo que el amor recíproco refleje la capacidad del amor de Jesús de
despertar amor y de ser ilimitadamente fiel.
La preparación de la alianza
Una excelente preparación al matrimonio, que contribuya a valorar su riqueza
y su misión, y exprese la confianza que la Iglesia cifra en los novios y en
su futura familia, se hace cada vez más necesaria. Ella les ayudará a
comprender en profundidad lo que más desean, esa alianza personal que los
unirá durante toda la vida, en la cual resplandecerá el amor fiel de Cristo
a la Iglesia. Aprenderán que quienes se entregan y se reciben mutuamente en
matrimonio y consuman esa donación, fundan así una familia que ha de ser
para ellos, para sus hijos y para su entorno, en las horas de gozo y en las
dificultades, un verdadero remanso de confianza y amistad. Se prometerán no
sólo construir esa alianza, sino también luchar por ella, afrontando dudas y
complicaciones. Y como ambos todavía son peregrinos hacia la santidad, han
de tener conciencia de que están amenazados por el pecado. El amor conyugal
necesita la experiencia de la redención. ¡Cuántas veces deberán recurrir al
perdón de Dios, y al perdón del cónyuge y de los hijos! Porque no ser
perdonados, no ofrecer perdón y no perdonar, es parte del infierno; también
en esta vida. Nada de eso tendrá el testimonio del matrimonio que los
prepare: les infundirá la confianza de vencer en esas batallas, y de hallar,
con la ayuda de Dios, humildad, fuerza y amor en las derrotas. Así la firme
resolución de ser uno para el otro, con el otro y en el otro, será el acorde
constante y agradecido de la opción libre que han hecho por amor, de sellar
un pacto conyugal hasta que la muerte los separe.
El derecho a rehacer la vida
Muchas veces, pero sólo después de una ruptura, se habla de "el derecho a
rehacer la vida". Rehacer la vida, sin embargo, es una obra que puede y debe
empezar mucho antes de la ruptura. Consiste, más que en buscar a otra
persona, en aceptar el compromiso que libremente se ha escogido y en aportar
de sí lo mejor: la capacidad de redescubrir en el otro el destello del amor
y la belleza de Dios que le sedujo; la capacidad de amar con olvido de sí
mismo y la disposición de valorar el misterio de ser padre y madre. En una
palabra, la vocación de constructores de esa vida que no necesita ser
rehecha con otra persona, sino ser reconstruida en sus mismos cimientos,
sobre el mismo fundamento que se amaba al casarse. Rehacer la vida es no
dañar a los hijos ni al cónyuge, y si se les ha inferido un daño, saber que
el Padre que busca nuestra felicidad quiere perdonarnos, infundir nuevamente
su Amor en nuestros corazones y ayudarnos a tomar la cruz que El nos
presenta, como la presentó a su propio Hijo. Él enseñará nuevamente a mirar
desde sus ojos y a hablar desde su corazón para reparar y reconstruir, para
reemprender el camino y volver a la gratuidad y a la gratitud del amor. Él
quiere dar la gracia de amar el rostro de su Hijo, como asimismo su belleza,
su gracia y su fidelidad, en el rostro cansado, dolido y a veces desleal del
esposo o la esposa que se ha escogido como compañía por propia elección,
para ser uno y vivir juntos una alianza de amor, de fecundidad y de paz.
Rehacer la vida es reemprender la marcha detenida, tomar de la mano al
ofendido o al ofensor y dar testimonio personalmente, con humildad y
perseverancia, de cómo es el Amor de Dios, cuál es el Camino, cómo se busca
la Verdad que nos hace libres, y dónde se encuentra la Vida. La felicidad
que buscamos también está en seguir a Cristo por las rutas torcidas, sobre
las cuales él escribe derecho, sabiendo "que en todas las cosas interviene
Dios para bien de los que le aman, de aquellos que han sido llamados según
sus designios". Y si la oración, que acompañará constante la búsqueda y el
dolor, no parece a veces llevarnos a donde quisiéramos ni nos acerca al
otro, oyendo a Pablo sabremos que "la paz de Dios, que sobrepasa toda
inteligencia, guardará nuestros corazones en Cristo Jesús".
Como cristianos no podemos desconfiar de la capacidad de amar que hemos
recibido de Dios, y que en el caso de los esposos es vivificada por la
gracia del sacramento, porque la lealtad la ha impreso él mismo en nuestro
espíritu, y nos acompaña en el amor a la Patria, en el sacrificio de la
vida, en nuestros actos más sagrados y nobles. Posponer y olvidar
oportunamente todo lo que nuestra lealtad rechaza, es tener muy buena
memoria, es recordar a nuestro Padre y su plan de amor, es ser dócil a las
mociones del Espíritu. Luchar por restituir el bien a quien le pertenece, es
redescubrir el amor verdadero cuando no sabíamos encontrarlo, y es darle
transparencia a la imagen de Dios, como él la quiso imprimir en nosotros.
Construir la familia es asumir una vocación muy grande: es ingresar en una
escuela de paz, generosidad y abnegación, en un taller para hijos de Dios,
es construirse a sí mismo y edificar la mejor sociedad humana y la más
hermosa Patria.
El doloroso camino de la distancia y la separación
Con mucha esperanza, a solas con Jesús
El camino de la alianza conyugal también conduce a escuchar esas palabras de
Jesús que invitan a hacer las buenas obras cuando nadie las vea ni las
agradezca, salvo el Padre de los cielos. Recordándonos que nuestro amor debe
ser semejante al amor fiel del Señor, él puede solicitar incluso que en la
vida conyugal se acepte la soledad, porque amamos a nuestro Padre y su santa
voluntad. En su sabiduría puede pedir, en distintas circunstancias de la
vida, compartir la esperanza y el sufrimiento a solas con él, por un tiempo
breve o prolongado, pensando en el bien de la unión conyugal, de los hijos,
de la sociedad, y en el ejemplo que reforzará otros matrimonios. Aceptar esa
soledad interior es decirle "sí" a Cristo cuando, mirándonos hondamente a
los ojos, como al joven rico que lo abandonó porque tenía mucho que perder,
nos pide dejar tantas cosas y seguirlo por su camino.
La separación, un remedio extremo
A veces la soledad es más profunda, y está unida a grandes tensiones y a la
imposibilidad de mantener la convivencia. Es más, a veces en la convivencia
se producen tales daños, que la separación llega a ser un deber. Escribe el
Santo Padre: "Motivos diversos, como incomprensiones recíprocas, incapacidad
de abrirse a las relaciones interpersonales, etc.; pueden conducir
dolorosamente el matrimonio válido a una ruptura con frecuencia irreparable.
Obviamente la separación debe considerarse como un remedio extremo, después
de que cualquier intento razonable haya sido inútil. La soledad y otras
dificultades son a veces patrimonio del cónyuge separado, especialmente si
es inocente. En este caso la comunidad eclesial debe particularmente
sostenerlo, procurarle estima, solidaridad, comprensión y ayuda concreta, de
manera que le sea posible conservar la fidelidad, incluso en la difícil
situación en que se encuentra; ayudarle a cultivar la exigencia del perdón,
propio del amor cristiano y la disponibilidad a reanudar eventualmente la
vida conyugal anterior".
Y una puerta hacia un encuentro personal con el Señor
Nos cabe respetar y acompañar a quienes tuvieron que tomar la dolorosa
decisión de separarse. Tuvieron que asumir no sólo su propio sufrimiento,
sino además el dolor de las personas que fueron profundamente afectadas por
su decisión, lo que la hizo aún más dura. Es difícil hablar a quienes la han
sufrido, cuando no se ha experimentado ese mismo dolor. Pero hay algo que
sabemos y que todos hemos vivido: el sufrimiento puede ser la puerta de
acceso a una mayor unión con Cristo. En efecto, el sufrimiento que inclina a
buscar el mensaje que el Padre nos envía a través de él, y a recibir y
conquistar ese bien que el Padre persigue cuando sus entrañas se conmueven
al vernos sufrir, ese sufrimiento nos enaltece, abre el corazón y prepara
para una nueva manera de vivir con Dios. Él nos llama y nos busca en el
dolor. Las personas separadas pueden responder a la voz del Señor desde su
situación, a partir de su experiencia nueva, y con el corazón purificado y
preparado para nuevas tareas, que serán emprendidas con más comprensión, con
más compasión y más humildad. El dolor puede traernos dones que consuelan y
aportan paz interior. No en vano dijo Nuestro Señor: "Felices los que
lloran, porque ellos serán consolados". Con mucha delicadeza habrá que
pensar en el bien de los hijos, y lograr que ellos mantengan, dentro de lo
posible, una relación filial con ambos padres. A veces el marido queda muy
desvalido después de una separación, y necesita mucho apoyo de sus
familiares y amigos. Pero con frecuencia es la mujer la que llevará el peso
del hogar y de la educación de los hijos, y la que recibe poco apoyo de la
sociedad. Lo necesita más que nunca.
También un camino de santidad
Con gran admiración he conocido a hombres que han llevado de manera muy
meritoria su separación, y sobre todo a mujeres que han sufrido la
separación de sus maridos, y que han resuelto vivir íntegramente, con mucha
fe en la gracia sacramental, la promesa de fidelidad en Cristo, y entenderla
como un camino de santidad. Se han unido en grupos de oración y de sincera
amistad. Han vitalizado su encuentro personal con el Señor, meditando y
saboreando la sabiduría de su Palabra, acudiendo a los sacramentos,
encontrándolo en la comunidad y en los hijos, también dándole más cabida en
la vida a la comprensión y la bondad. No olvidaron el misterio de la cruz,
que pesa sobre nuestra existencia como misterio de salvación, y que abre
puertas hacia una vida interior más misericordiosa, más contemplativa y más
plena. Era algo conmovedor descubrir en el rostro de estas mujeres separadas
mucha paz y alegría interior, y en su vida un signo elocuente de la
fidelidad irrevocable de Cristo a la Iglesia.
El matrimonio, ¿habrá sido realmente válido?
A veces uno de los cónyuges o ambos, llegan a la conclusión que la
separación es una ruptura definitiva. Sucede sobre todo cuando a pesar de
numerosos intentos y después de recurrir a instancias de consejo y
mediación, la convivencia los ha alejado irrecuperablemente o les infiere un
gran daño y se ha hecho del todo imposible. También ocurre cuando la otra
parte funda un nuevo hogar. Cabría solicitar la declaración canónica y civil
de la separación. Pero a veces sucede que la causa del desencuentro reside
en el hecho de haber contraído inválidamente el matrimonio. Por eso, es
aconsejable examinar si el primer matrimonio fue válido o inválido desde el
primer día. Se puede recurrir a una persona experta, para investigar si el
matrimonio fracasó porque faltó algo necesario para que fuera válido. Los
tribunales eclesiásticos tienen abogados que conocen los principios de la
Iglesia, y los Tribunales civiles que se ocuparán de las causas familiares
ya contarán con abogados expertos. En ambos foros se podrá obtener un
consejo calificado y un trato justo.
Son hermanos nuestros quienes han establecido una nueva unión Hay
situaciones muy diversas Nos conmueve profundamente el dolor y la esperanza
de quienes han sufrido el impacto de la destrucción de su familia, y
pensaron que debían tomar la difícil decisión de fundar un nuevo hogar. Los
cientistas sociales llegan a la conclusión que la infidelidad estable de uno
de los cónyuges es la causa primera del término de la amistad conyugal y de
la ruptura. Otras fallas son perdonadas; ésta difícilmente. Pero hay, como
sabemos, otras causas que inclinan hacia una nueva unión: por ejemplo, la
convicción del cónyuge abandonado de ser demasiado débil para seguir
viviendo, por el resto de sus días, sin un apoyo cercano con quien compartir
la vida. Las situaciones son muy diversas entre sí. El mismo Santo Padre
recomienda a los pastores que, por amor a la verdad, hagan un buen
discernimiento de las situaciones, y no confundan entre aquellos que
"sinceramente se han esforzado por salvar el primer matrimonio y han sido
abandonados del todo injustamente, y los que por culpa propia han destruido
un matrimonio canónicamente válido". También menciona el Papa otra
situación, la de aquellos "que han contraído una segunda unión en vista de
la educación de los hijos, y a veces están subjetivamente seguros en
conciencia de que el precedente matrimonio, irreparablemente destruido, no
había sido nunca válido". Pero es seguro que casi todos los que han sellado
una nueva unión esperan que la sociedad la reconozca, y que la equipare, lo
más posible, al matrimonio.
Esperan nuestro respeto
Un primer paso será reconocer que quienes han sufrido las separaciones
definitivas y han tomado la decisión de sellar una nueva unión esperan el
respeto de la sociedad. La decisión la han tomado en el foro de su
conciencia. Es cierto, abandonaron objetivamente lo que pide Nuestro Señor,
quien les ofrecía su gracia para reflejar su amor fiel e irrevocable, como
la ofrece en virtud del sacramento a quienes lo han contraído. Pero aun así,
esperan sentirse respetados por nosotros. Desde luego, no conocemos sus
motivaciones subjetivas. No sabemos con qué formación llegaron a su primer
compromiso; con qué apoyo contaron en las dificultades; si solicitaron un
consejo y qué consejos recibieron en las situaciones de profunda crisis;
cuánta debilidad, qué desvalimiento y a veces cuánta desesperación
experimentaron después de la separación; con qué libertad y con qué
preparación y energía espiritual han podido abordar su presente y su futuro;
cuántos errores y qué errores cometieron, o en qué faltas personales y
culpas pueden haber incurrido. Tampoco sabemos con qué disposición subjetiva
optaron por seguir una ruta diversa de la propuesta por el Creador como un
camino estrecho, que nos asemeja al grano de trigo que ha de morir si quiere
producir mucho fruto. Conscientes de nuestra ignorancia, de la debilidad que
muchas veces nos amenaza, de nuestras propias desviaciones y errores, del
misterio de la dignidad de todos los hijos de Dios y de la asombrosa
clemencia del Padre celestial, queremos tratarles de la misma manera como
nosotros quisiéramos ser tratados si estuviéramos en su lugar. También por
eso no queremos juzgarlos. Además no podemos olvidar la enseñanza del
Maestro: "Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso. No
juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados".
Los hermanos y las hermanas nuestras que han seguido este camino esperan
también el reconocimiento de su voluntad noble de dar estabilidad a los
hijos en el hogar que han fundado, de educarlos en la fe y de lograr que en
su casa brillen el amor, la confianza, el apoyo mutuo y la alegría. En los
anhelos, en los esfuerzos y en el dolor de estas hijas e hijos suyos, el
Señor llama a su Iglesia, para que "rece por ellos, los anime, se presente
como madre misericordiosa y así los sostenga en la fe y en la esperanza".
Con este espíritu ha de procurar "con solícita caridad que no se consideren
separados de la Iglesia, pudiendo y aun debiendo, en cuanto bautizados,
participar en su vida".
Y tienen derecho a mucho más como hermanos nuestros
Es cierto que estas parejas, si llevan vida conyugal, no pueden participar
de la "comunión eucarística, dado que su estado y situación de vida
contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia,
significada y actualizada en la Eucaristía", pero ello no significa que
estén "excomulgados", es decir, fuera de la comunidad de los bautizados. Es
más, la Iglesia exhorta a sus pastores y a toda la comunidad de los fieles
que los ayude y les exhorte a escuchar la Palabra de Dios, a frecuentar el
sacrificio de la Misa, a perseverar en la oración, a incrementar las obras
de caridad y las iniciativas de la comunidad a favor de la justicia, a
educar a los hijos en la fe cristiana, a cultivar el espíritu y las obras de
penitencia para implorar de este modo, día a día, la gracia de Dios". Hay
sobradas razones para darles un trato verdaderamente fraterno, respetuoso y
lleno de caridad. Suelen participar en comunidades que buscan un
conocimiento más profundo de las Escrituras y en acciones solidarias,
sirviendo a los que más sufren. No pocas veces dan su contribución económica
a la Iglesia, aun ayudan con su experiencia a esposos en dificultad. Muchas
veces nos admira su espíritu de oración y sus generosas obras de
misericordia, practicadas con gran discreción, mediante las cuales esperan
alcanzar la misericordia que el Señor prometió a los misericordiosos. Así
crecerá la confianza de poder retomar un día, con la ayuda de la gracia y
del sacramento de la reconciliación, la plena participación sacramental en
la comunidad del Pueblo de Dios. Nos escribe el Santo Padre: "La Iglesia
está firmemente convencida de que también quienes se han alejado del mandato
del Señor y viven en tal situación, pueden obtener de Dios la gracia de la
conversión y de la salvación, si perseveran en la oración, en la penitencia
y en la caridad".
Al Estado le importa su bien y el bien de sus hijos
También al Estado debe importarle el bien de los esposos cuyo hogar se
rompió, el bien de los hijos que nacieron en ese primer hogar, el bien de
los hijos de la nueva unión, como igualmente la estabilidad del nuevo hogar.
El Estado tiene que hacer lo suyo por atender estas situaciones, ofreciendo
soluciones legales coherentes con el bien social. Sobre ellas, la
Conferencia Episcopal manifestó lo siguiente: "Nuestra intención no es
agobiar a los hogares que se formaron después de una ruptura matrimonial, ni
impedir que el Estado, tomando ciertas cautelas, proteja estos hogares
cuando son estables. También en estos casos el bien de los hijos requiere la
protección de la ley. Pero para ello creemos que no es necesario ni
conveniente alterar la naturaleza del vínculo matrimonial y reemplazar este
firme fundamento de la familia por la inestabilidad del ´matrimonio
divorciable´". No queremos que más personas sufran las consecuencias de este
mal.
La familia, fundamento vivo
del futuro de Chile
Protegerla y fortalecerla es deber del Estado
La tarea social más decisiva para nuestra Patria es la que plantea la
Constitución Política de nuestra República. Ella afirma que "la familia es
el núcleo básico de la sociedad". Es más, cuando declara que la finalidad
del Estado es promover el bien común, afirma que es "deber del Estado" dar
protección a la familia y propender a su fortalecimiento. Precisamente la
debilidad de la familia, los obstáculos que encuentran los jóvenes para
comprometerse para siempre, la destrucción permanente de incontables
familias, el sinnúmero de hijos que no nacen en un hogar constituido por sus
padres, como asimismo las ideologías, los temores, la falsa comprensión de
la sexualidad y los falsos valores que propician esta situación, éstas son
las realidades más preocupantes que deben ser abordadas con energía. El
Estado no debe debilitar la familia, sino fortalecerla.
Por eso, todos los Obispos de la Conferencia Episcopal expresamos que "la
tarea primaria del Estado en este ámbito (y podríamos agregar que lo mismo
vale para la sociedad civil y las múltiples organizaciones que velan por el
bien del país y de sus habitantes) es ofrecer -y abrir espacios para que
diversas instancias ofrezcan- los medios que ayuden a la familia a
consolidarse y a cumplir con su misión. Es decir, a que ella sea unida y
estable, próspera y feliz; a que sus miembros sean fieles a los compromisos
contraídos; a que el hogar sea centro de transmisión de los valores más
nobles de nuestra cultura, y un lugar en que se ayude a superar tensiones,
sufrimientos y problemas, gracias a la calidad de las relaciones entre las
personas que forman parte de él, y gracias a su confianza en Dios; y que sea
también una escuela de ciudadanos que saben poner sus talentos, con espíritu
constructivo, al servicio del bien común, atentos a los más débiles".
Familia, riesgo social y pobreza
Sabemos que cuanto se hace por fortalecer la familia ayuda a solucionar
graves problemas como el alcoholismo, la drogadicción, la violencia y la
depresión por no hallarle sentido a la vida. El fortalecimiento de la
familia también redunda en la superación de la pobreza. Por eso, cuando el
país se declara en lucha frontal contra la pobreza para erradicar
absolutamente la indigencia, si quiere ser consecuente con su gran proyecto,
no debe aprobar leyes, como ésta del divorcio, que conducen a la pobreza y a
la miseria a un alto porcentaje de hogares que se transforman en
monoparentales a causa del divorcio.
Fortalecer la familia, una misión global
En una palabra, la debilidad familiar que constatamos nos exige abordar
unidos, con todas nuestras energías, un conjunto de tareas favorables a la
formación y el fortalecimiento de familias estables, y ricas en valores
sociales y religiosos. Juntos, cada uno desde su propia responsabilidad,
hemos de impulsar todo lo que propicie la creación de más empleo, las
oportunidades de capacitación y, con ella, el aumento de sueldos y salarios
de las familias que viven con mayor estrechez o en la pobreza; también
proyectos comunicacionales, habitacionales y recreativos favorables a las
familias; asimismo, iniciativas de preparación, temprana y próxima, al
matrimonio, como también de mediación y consejería familiar, entre otras.
En el norte de toda educación; también de la reforma
De decisiva importancia son los objetivos y los programas de educación.
Deben preocuparse de la formación de jóvenes capaces de contraer matrimonio
y de forjar familias estables. Entre nosotros es débil la cultura
matrimonial. Se puede constatar que muchas veces el varón no logra responder
a los compromisos propios de la unión conyugal y familiar. Este objetivo
transversal de la educación debe ser cabalmente considerado, para que todos
valoren el respeto y la amistad, adquieran una visión profunda de la
sexualidad y no silencien su tendencia hacia el matrimonio, sean aptos para
contraer vínculos para toda la vida, sean capaces de ser fieles a ellos, y
de renunciar con alegría cuando se trate del bien de los demás, sobre todo
de los más débiles. Esta sigue siendo una de las tareas de mayor
trascendencia en vista del bien de Chile y de su futuro.
Conclusión
Volvamos al proyecto de Dios. Él quiso dar un cauce al matrimonio y a la
familia, el cauce de la indisolubilidad, no para que el río sea un lecho
seco y pedregoso, sino para que sea, con el aliento del Espíritu Santo, un
torrente cristalino y vivificante, que lleva a la sed de mucha gente el agua
que reclaman y el murmullo de su caudal, despertando y alegrando infinidad
de vidas. Es él quien inspira a los esposos a dedicar infatigablemente sus
mejores desvelos y energías a cuidar y acrecentar el amor, para construir,
con la ayuda de la gracia, la familia que Dios les ha regalado, a imagen de
la comunión que reina en la Trinidad Santísima.
Junto con encomendar las intenciones de todos Uds. a la Virgen María, Madre
y Reina de la Familia, y Madre de la Sabiduría, del Amor Hermoso y de la
Santa Esperanza, les pido que durante los próximos meses acompañemos a
nuestros legisladores y a todas las familias de nuestra Patria, rezando el
rosario en familia, como asimismo frecuentemente la Oración por la Familia,
con la cual concluyo esta carta pastoral. De corazón les deseo que la
bendición de Dios Todopoderoso, del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo,
descienda sobre todos Uds. y les acompañe siempre.
Santiago, sábado 22 de junio de 2002.
+ Francisco Javier Errázuriz Ossa
Cardenal Arzobispo de Santiago
Oración por la familia
Dios Padre Todopoderoso, tú creaste al hombre y a la mujer a tu imagen y
semejanza, y les diste como vocación el amor.
Te agradecemos que hayas instituido desde el principio el matrimonio
indisoluble,
para que los esposos se amen generosamente y sean padres abnegados de sus
hijos.
Queremos acoger las enseñanzas de tu Hijo Jesucristo, nuestro Señor, que nos
mandó: "lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre", y que elevó la unión
conyugal a sacramento.
Infunde en nuestros corazones el Espíritu Santo, fuente de amor, respeto y
felicidad, para que nuestras familias crezcan en las dificultades y lleguen
a ser santuarios de la vida, del amor y de la paz.
Virgen del Carmen, Reina de Chile, te suplicamos que guíes a los que velan
por el bien común, para que nuestras leyes fortalezcan el vínculo conyugal y
la unión matrimonial, y la familia sea fundamento vivo del futuro de nuestra
Patria.
Amén.