La hora de los laicos 10: Ser cristiano y ser santo - Comentario a la luz de la Exhortación Apostólica 'Christifideles laici'
Germán Mazuelo-Leytón
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El cristiano no puede vivir su cristianismo solo. Necesita vivirlo con otros
bautizados como él, que compartan su fe, en el sentido propio del término.
Si el hombre es un ser social, el cristiano lo es con un doble título: en
virtud de su creación y en virtud de su bautismo, que lo introdujo en el
Cristo vivo, para formar Cuerpo con Él.
Hasta el Papa tiene necesidad de hermanos,
escribía el patriarca Atenágoras. Y ello para su propio equilibrio y para su
plena realización humana y sobrenatural. Esta ley del compartir es vital
para todos y en todos los tiempos, pero sobre todo en el nuestro, en el que
prácticamente han desaparecido los soportes sociológicos de una sociedad
cristiana, en el que todos los valores están puestos en cuestión, en el que
la religión va siendo desplazada, cada vez más, hacia el ámbito privado, y
aislada de la vida pública (El cristiano en el umbral de los nuevos
tiempos, Suenens).
La
Exhortación apostólica Christifideles laici, sobre la
vocación y misión de los fieles laicos en la Iglesia y en el mundo deja
claramente establecido, siguiendo al Sacrosanto Concilio Vaticano II, que la
libertad para que los fieles cristianos laicos se asocien, no proviene de
una especie de concesión de la autoridad, ese derecho se deriva del
Bautismo, que queda así, reconocido y garantizado.
Empero señala unos criterios para discernir y reconocer todas y cada una
de las asociaciones de fieles laicos en la Iglesia (CL, 30), en
otros términos, la Santa Sedereconocerá la eclesialidad de movimientos
laicales si éstos han sido creados: 1)con un espíritu que da la primacía
a la vocación de cada cristiano a la santidad; 2) con la
responsabilidad de confesar la fe católica; 3) viviendo el
testimonio de una comunión firme y convencida: 4) en conformidad y
participación en el fin apostólico de la Iglesia:5) comprometiéndose
en una presencia vivaz en la sociedad humana (CL, 30).
1º El primado que se da a la vocación de cada cristiano a la santidad manifestada
en los frutos de gracia que el Espíritu Santo produce en los fieles para una
vida de santificación y plenitud cristianas.
Las asociaciones de fieles laicos tienen especial responsabilidad, como instrumentos
de santidad de la Iglesia, buscando la unidad de la fe con la vida.
La vitalidad cristiana no se mide ni con números ni con cifras sino en
profundidad.
En la Constitución Lumen Gentium, ns. 39-41, dice el Concilio
Vaticano II que todos los cristianos estamos llamados a ser santos, y nos
ofrece fórmulas claras y hermosas acerca de la santidad:
-
Ser santo es cumplir el primer mandamiento de amar a Dios con todo el
corazón, con toda el alma, con toda la mente, y con todas las fuerzas y
amarse mutuamente como Cristo nos amó.
-
Es vivir nuestro bautismo, por el que somos verdaderos hijos de Dios y
partícipes de la divina naturaleza, y, por lo mismo, realmente santo.
-
Es sabernos lo que somos: con palabras del Apóstol, elegidos de Dios,
santos y amados, revestidos de entrañas de misericordia, benignidad,
humildad, modestia, paciencia (Col 3, 12) y producir los frutos
del Divino Espíritu para nuestra santificación y la de los demás (Gá 5,
22; Rm 6, 22).
El apostolado –dice el Siervo de Dios Tomás Morales, S.I.- igual que la
santidad, no sólo es deber para todos, sino que está al alcance de
todos. Es una santidad y un apostolado realista. No el de un ángel
impecable, sino el de un hombre lleno de limitaciones que fracasa y triunfa
en la derrota volviendo siempre a empezar.
La santidad consiste no en no caer, el apostolado no es no fracasar, sino en
no cansarse nunca de estar empezando siempre aunque aparentemente nunca se
consiga el objetivo. El santo, el apóstol, es un pecador que sigue
esforzándose, que no se acobarda ante las caídas y derrotas. Siempre vuela
más alto en aras de la humildad y confianza, sabiendo que los desastres nos
ayudan para “que no se gloríe ante Dios ningún mortal (1 Cor, 1, 29)
(Forja de hombres).
El bautizado conoce bien la definición de Juan Pablo II:
La santidad no consiste en ser impecables, sino en la lucha por no ceder y
por volver a levantarse siempre después de cada caída; no deriva tanto la
fuerza de voluntad de hombre, sino del esfuerzo por no obstaculizar nunca la
acción de la gracia en la propia alma, sino más bien sus humildes
colaboradores (3-3-1983).
El cristiano que quiere vivir la vida cristiana, pero no
quiere en realidad tender a la perfecta santidad, hace de su vida un
tormento interminable, pues introduce en ella una contradicción gravísima e
insuperable… aquél cristiano que no pretende llegar a la plena santidad, no
puede menos de experimentar el cristianismo, en mayor o menor medida, como
un problema, como una tristeza, como un peso aplastante (Caminos laicales
de perfección, José María Iraburu).
Pero para no asustarse del llamado a ser santos, el Beato J.H. Newman dijo:
Si me pregunta qué se debe hacer para ser perfecto, yo le digo: primero no
permanezca en la cama más del tiempo debido; dirija sus primeros
pensamientos a Dios; visite el Santísimo Sacramento; rece devotamente el
ángelus; coma y beba para la gloria de Dios; rece bien el Santo Rosario;
recójase; aleje los malos pensamientos; haga bien su meditación; haga cada
noche su examen de conciencia; acuéstese a tiempo y usted será perfecto.
(Añadimos... para contar siempre con la poderosa ayuda de Dios y del
Espíritu Santo: participe siempre en la Misa dominical escuchando la Palabra de Dios y
recibiendo la Santa Comunión, y confiésese regularmente).
Péguy escribió que hay una sola tragedia en la vida –la tragedia de no
ser santos. Teodosia,
la hermana del Aquinate, preguntó una vez al
santo: ¿qué debo hacer para ser santa?, el gran genio apuntó,
como siempre al quid, y le dio una respuesta contundente con una sola
palabra: desearlo.