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Recuerdo del Padre Giovanni Genocchi MSC de los Misioneros del Sagrado Corazón

 

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Padre Giovanni Genocchi MSC Misionenro del Sagrado Corazón

La figura del Padre

Habiendo conocido hace poco al Padre por haber entrado alguna vez en su maravillosa biblioteca, abierta por él a todos, profesores y estudiantes, tal como estaba abierto a todos su inmenso corazón evangélico, su persona me había impactado tanto que le pedí acogerme como huésped entre sus hermanos en aquella casa de la Via della Sapienza 32, justamente enfrente a la universidad donde desde hace años solían reunirse los hombres más expertos en Italia sobre los problemas religiosos y adonde solían peregrinar cuantos del extranjero llegaron a Roma en busca de bondad y de luz. 

 

Respiré. La casa era Genocchi. Y Genocchi era la personificación escueta del espíritu más fresco y sereno el evangelio. Se entraba a su cuarto a toda hora y se conversaba con la máxima sencillez de los problemas más difíciles, más abstrusos, sintiéndose cada uno en casa propia, en la libertad más autónoma y completa. El espíritu se abría espontáneamente ante él con candidez como se abre la flor al sol. 

No había en el sutilezas dialécticas ni reflexiones sofisticadas ni deliberaciones seudofilosóficas: Genocchi no tenía prejuicios filosóficos, casi no sentía empatía con la filosofía que absolutamente y diría quizás físicamente estaba ausente; Los hechos humildes, la vida humilde la guardaba con extrema limpidez, buscando el bien, haciendo el bien evangélicamente. La vida misionera, el contacto con la gente sencilla, no turbada por especulaciones sutiles o capciosas, habían fomentado en él una mentalidad clara como el agua. El bien y nada más que el bien, el bien inmediato lo interesaba. Los debates complicados filosófico-teológicos no eran para él; lo aburrían, hacían que se durmiese. 

Tampoco había en él cualidades específicas superiores de exégeta ni cualidad quisquillosa de filólogo, ni la capacidad axiomática de un histórico profundo, ni tampoco una habilidad de viveza política; más bien Genochhi era de todo un poco: de temperamento armonioso llegaba al fondo de la cuestión en conjunto con la gracia más amable. Los conocimientos lingüísticos eran serios y firmes - el hebreo, el arameo, el sirio, el árabe y el griego – con dominio exquisito, con fineza del crítico fino, más conciliador que severo, humanista, con la sabiduría cristiana de un investigador paciente que trabajaba tranquilamente y con seguridad, siempre invocando luz de lo alto, siempre mirando a Dios.

 Había en él una gran paz interior, una gran alegría que lo rodeaba, lo iluminaba y calentaba hasta las cosas. Ese desentrañar vago con ligereza señorial de cualquier problema atraía un dulce momento de sueño. Ingenuo y optimista hasta el infinito, esperaba en todo evento el bien, de todo y de todos, como que si no le preocupaba tampoco el airoso gastar del tiempo. La caridad era de San Pablo y un poco de San Juan vivida tranquila y suavemente con la gracia amorosa a la manera fascinante y exquisita de San Francisco de Sales.

El Cenáculo del Padre Genocchi.

Alrededor del Padre Genocchi palpitaba armoniosamente el mejor modernismo, aquel sano y sincero, modernismo – aplico con consciencia tranquila la palabra abrasadora, palabra que perdidamente se ha vuelto horrorosa para el desprecio de muchos – que era para nosotros sólo un espíritu franco de renovación cultural y espiritual, abandono de posiciones anticuadas sobre las cuales pesaban inconclusas leyendas fantasiosas unidas al capricho; más bien era un fresco rejuvenecimiento del cansador organismo oficial curial de la Iglesia, nada de herejías, nada de lacerantes rebeliones, nada de rechazo de herencias sagradas, ninguna loca voluntad de subversión partidaria.

Los problemas que nos apremiaban, surgían del vivir intenso, del apasionamiento que buscaba humildemente avanzar desde nuestra fe, de la profunda convicción católica en el clima de la cultura, de la civilización moderna.

Las raíces sólidamente ancladas en la roca firme, nosotros respirábamos el aire ventilada por las corrientes liberadas de la filosofía y de la investigación de los últimos siglos. Buscábamos la Verdad ante algunas de estas corrientes “de camarilla” en exceso y con un razonamiento a la deriva, la Verdad ante ciertos talantes que tenían el sabor de iconoclastas presuntuosos y ácidos, mucha Verdad ante algunos principios que contrastaron netamente con el cristianismo, con cualquier forma de religión positiva y también eran totalmente inaceptables; justo, realmente justo; no había duda alguna para nosotros que meditábamos y pregonábamos con ansia misionera.

Pero nosotros deseábamos aclarar, no rechazar en bloque con hostilidad preconcebida, e ir al encuentro sereno con los hermanos desviados, fuertes en nuestra fe luminosa, armados con nuestro amor conquistador.

¿Acaso no habían procedido así los padres de la iglesia de cara a la cultura antigua? ¿Acaso no los hemos alabado por ello y exaltado?

¿Nos habríamos tenido que exiliarnos de nuestro tiempo, rechazarlo brutalmente, sin esforzarnos para comprenderlo, relegándonos a un desierto de maldiciones? No es este el espíritu del evangelio, no, no es esta la actitud perene de la verdadera iglesia.

Entre los que frecuentaban el cenáculo evangélico del Padre Genocchi había entre los italianos Giulio Salvadori, Antonio Fogazzaro, Umberto Fracassini, poco Salvatore Minocchi, muy pocas veces Padre Semeria, algunas veces Romolo Murri y P. Ghignoni; de vez en cuando Bonaiuti que no lo he visto nunca, Mons. Benigni y Brizio Casciola; entre los extranjeros Duchesne frecuentemente, von Hügel, Sabatier, Battifol y Loisy.

Todos miraban a Genocchi como a un padre espiritual común, un venerable patriarca, un discípulo auténtico del Señor.

Ente la masa de figuras menores, menos espectacularmente presentados, se acercaban poco a poco Padre Lepidi, Mons. Della Chiesa, Mons. Tedeschini, Don Clementi, Don vercesi, Don Strurzo, Don Nediani, Mons. Ratti, Filippo Meda, Crispolti, N. Pestalozza, Corrado Riccii, el grupo florentino Papini – Prezzolini, el grupo de renovación Casati-Gallarati-Alfieri, el conde Solimei, Mons. Mercati, Mons. Lanzoni, el prof. Gabrieli, Ignazio Guidi, Fausto Salvatorio, G. Vitali, Pio Malajoni, y entre los jóvenes universitarios y periodistas Luigi Salvatorelli, Antonio Baldini, Martire, Bodrero, Trompeo, Centrelli, Valle, Quadrotta, Cento, Brauzzi, Romanelli, Fornia, Canezza.

Los problemas en los que insistía nuestra apasionada discusión eran múltiples, como se sabe y de naturaleza e importancia diferentísimos.

Uno, de inmediato para nosotros los italianos, pequeño en el fondo, restringido, aldeano, un obstáculo aburrido de cada día, provenía de las relaciones entre el estado y la iglesia en Italia particularmente, la hosquedad rígida de la iglesia oficial contra la nueva Italia, una deuda de nuestros gobernantes miopes, generalmente limitados.

Había que terminarlo una buena vez: permanecer ausentes de la responsabilidad de la vida política y comportarse como eternos quejumbrosos, las ‘casandras’ de malagüero, era un delito real que producía evidentemente frutos siempre amargos. Con resuelta y también respetuosa firmeza todos los jóvenes combatían para eso todos los días. El desgraciado – ‘Non expedit’ – debía superarse, una pesadísima cadena en los pies de los católicos italianos, debía romperse para siempre, sepultada sin honor en los recovecos del olvido.

Junto con la cuestión política venía en seguida y de manera más grave la cuestión social y ésta en tantas partes interfoliada para nosotros.

Por todas partes las clases obreras reclamaban justicia, desde todas partes urgían los nuevos y antiguos su derecho al trabajo digno.

León XIII había acogido el grito de los tiempos y lo había hecho en su admirable encíclica Rerum Novarum. De manera incondicional deberían llegar formas de vida civil más humanamente y cristianamente dignas para todos.  Ya no más harapientos de limosnas: justicia y caridad en la fraternidad verdaderamente entendida a la luz del único Padre. La riqueza egoísta no podía tener vida en el cristianismo.

Sin embargo, dado el ambiente cultural, naturalmente el interés mayor en el grupo buscaba una renovación cultural que era, pues, un nuevo florecimiento religioso, moral y espiritual.

Más importante, pues, más urgente apremiaba la renovación de la cultura del clero, la racionalización de los programas escolásticos en los seminarios, el adecuarlos a los cursos paralelos del estado, un aire de juventud que penetre los cuarteles mohosas de donde salían, producidos en serie, muchas veces sin sombra de una verdadera vocación, ignorantes, presuntuosos, tantos jóvenes miserables inclinados a lo peor, a los que luego iban a ser confiados lo secretos de las almas, la dirección las de pobres parroquias abandonadas a la torrente de los quehaceres humanos.

Contra el número masivo luchábamos decididos por la calidad. Surgía en nosotros por la experiencia diaria el antiguo lloro: ‘multiplicasti gentes, sed non magnificasti laetitiam’ (= multiplicaste a las personas, pero no aumentaste la alegría).

Sentíamos, veíamos sí, salir a raudales por los campos las cosechas abundantes, pero para recogerlas nosotros reclamábamos cosechadores capaces y fieles, no pequeños bodegueros calculadores; queríamos pastores auténticos para llevar de nuevo al redil paterno las ovejas dispersas, no mercenarios viles y harapientos.

Entre los dones divinos dábamos importancia a la vocación sacerdotal sagrada entre todos e inevitablemente necesaria en el umbral del tiempo. Para nosotros no tenía atracción el número; nos movía sólo la humilde y ardiente búsqueda de los verdaderos y seguramente llamados.

De una selección de este tipo, de un ambiente innovador – pensábamos – habría de salir poco a poco, por gracia divina, un reflorecimiento más amplio y gozoso, todo desde una germinar de vida nueva del jardín cerrado, demasiado cerrado de la Iglesia.

Por eso, comenzando con reclamar los certificados de estudios para los seminaristas, certificados de educación secundaria, aquellos que poquísimos seminarios habían osado aconsejar hasta ahora a sus alumnos bajo la sospecha malévola de ser intolerantes oscurones. El certificado era una prueba de libertad, un mínimo de garantía para la libertad individual. El joven con certificado podía escoger más libremente la vía propia, no ceder, coactado por la materialidad de la existencia, a peregrinar por cualquier camino, no recodarse airado, en la flor de los años, manoseado por recaderos para someterse de manera pretensiosa a la sombra de los tratamientos contravenidos.

Cuando un día el Padre Genocchi, volviendo del Vaticano en una de sus visitas ocasionales, nos relató durante el almuerzo la noticias que había obtenido – más exactamente habría que decir arrancado - del papa, justamente del papa Pío X, el certificado para los seminarios, fue una exultación en nuestros corazones.

Una victoria totalmente inesperada, devuelta como era del papa en persona, de aquel papa.

De la mejora cultural, de una selección mayor del joven clero esperábamos naturalmente una renovación general, a partir de una viva y generosa religiosidad litúrgica.

La participación en los ritos sagrados, ante todo en la Santa Misa, se había debilitado en los últimos tiempos reduciéndose, eliminando directamente con cierta frecuencia o estorbándose miserablemente por culpa especialmente del clero, culpa directo del clero incapaz, habiéndose vuelto inculto, intolerante, superficial.

Así había se había infiltrado una crasa vulgaridad que, por razón de especulaciones de dinero, se convirtió en devocionalismo mezquino y árido, se implantaba con enojadizo puntillismo una fruslería mixta, arremetía de manera ávida e inmunda una mala hierba turbulenta.

Contener firmemente el indigno pulular de gérmenes paganizantes, re-examinar y reducir dentro de los límites justos del culto las innumerables reliquias, muchas de ellas falsas, no auténticas, fruto tal vez de una fantasía hasta sádica, superfluas siempre, abusadas frecuentemente en miserables gimoteos, avivados en procesiones y muestras de neto sabor materialista: prohibir terminantemente la fiera masa de las lámparas multicolores delante de las acarameladas estatuas de papel maché, las exangües imágenes con rocío de miel de los salones mundanos, en fin, recuperar con coraje la belleza austera con el canto clásico y la pintura y esculturas clásicas, a los ritos sagrados donde la gran tradición católica enjoyada vive regiamente… esto era nuestro programa.

Junto con la activa y fervorosa promoción entre los fieles del Evangelio en la traducción ya hecha por la Sociedad de san Jerónimo u otras autorizadas y, en cuanto respecta al clero particularmente, solicitar una exacta revisión de las lecciones del breviario para quitar leyendas apócrifas, de mezquindades poco concluyentes, de datos erróneos y apurar una nueva versión que rindiese más inteligibles algunos salmos, quite otros que no responden al espíritu religioso después del evangelio.

Por último, un trabajo cuanto más arduo y prensado, primero en importancia sin duda y fundamental entre todos, el problema bíblico: Antiguo y Nuevo Testamento.

El Antiguo Testamento presentaba a la consciencia crítica moderna cuestiones formidables que la doctrina católica de la inspiración no podía ignorar, ni infravalorar, ni pasar en silencio. El Génesis el escolio inicial: ¿verdad histórica o símbolo? Donde la una se cruza con la otra ¿si sustituyen, se interpretan, se alegorizan mutuamente? Y los mismos salmos, la admirable colección de los salmos, ¿descienden todos realmente de David como se enseñaba en la escuela o eran, en su mayor parte, productos de varias épocas de desconocidos creadores del templo? ¿Cuál es su verdadero valor histórico para las atormentadas tesis teológicas?

Todo para revisar, todo para debatir, todo para reordenar sosegadamente.

Aunque uno quisiera ser muy severo, resistiendo a la crítica petulante, no se podían rechazar ex abrupto algunos claros resultados positivos en obsequio a la verdad. evidente.

El universalismo profético y la esperanza mesiánica que iluminan la historia de Israel, superan largamente las estrecheces odiosas del nacionalismo legal; por eso hay que cuidar y remediar con fe serena el patrimonio transmitido de la sagrada tradición, eso era deber de la devoción filial.

El Nuevo Testamento ponía, por su cuenta, ante el estudioso ecuánime tres investigaciones, una más delicada que la otra: la redacción sinóptica de los tres primeros evangelios, la paternidad y autoridad histórica del cuarto evangelio, la poderosa personalidad de San Pablo.

Con fe humilde y ojos abiertos nosotros intentábamos escrutar para comprender siempre mejor y amar siempre más el misterio de la revelación divina, la inefable belleza de la iglesia eterna.

Esto hería a los ciegos, lo sabíamos, a los ciegos por decisión propia, a los capciosos fariseos de la verdad, a los gallos desgarbados de la ignorancia.

El espionaje vil y canalla en consecuencia, y atroces persecuciones desencadenados sin medida desde un odio desatinado.

Desde el punto de vista filosófico nosotros manteníamos, equilibrados y serenos, no amarrados sin movernos al pensamiento humano, no petrificados en la escolástica: pero con todo el respeto posible y la más grande y devota comprensión para las enseñanzas perenes y beneméritas de la escolástica, juzgábamos que era obligación profundizar los conocimientos de pensadores modernos para descubrir en ellos y traer a la luz cualquier chispa de verdad que también brilla en ellos y tampoco podíamos dejar de ayudar para la salvación de las almas, para gloria de Dios.

En nosotros, en la mayoría de nosotros era así de simple y claro: la fe era tan profunda y clara para no sentir jamás necesidad, y hasta rehuir y rechazar como superfluo los que sostenían la vagancia, el regateo seudo-teológico de textos aislados y discutidos textos bíblicos, de testimonios inseguros y efímeros históricos.

Cuando se desenredó la vulgar campaña contra Lourdes, uno que tenía renombre en el mundo católico, se presentó audazmente al Padre Genocchi para demandar su intervención autorizado en la contraofensiva de la fila de los fieles.

Pacífico y sereno, Genocchi le preguntó muy brevemente:

Pero ¿usted cree lo que se dice?

El otro de manera escéptica movió los hombros con una sonrisa incrédula.


Entonces Genocchi le indicó la puerta y le pidió que se vaya.


Este era nuestra actitud ante Dios y la Iglesia.

 

 

Autor: Padre Giovanni Minozzi

Bolletino Mensile di P. G. Semaria e Padre G. Minozzi

diretta dalla congregaciones Religiosa de ‘I Discepoli’, Roma, febrero 1962

(de un manuscrito inédito)

 

 

 

 

 


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