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¿Por qué un católico se hace protestante (evangélico)?

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La estrategia del pandero
Alfredo Ortega-Trillo,
La Cruz septiembre 2004

Dos son las estrategias del proselitismo protestante aprovechando la ignorancia religiosa de algunos católicos (por no decir “muchos”), para embaucarlos y jalarlos a sus iglesias. Una tiene que ver con el corazón, la otra con el estómago. La primera compra la fe con canciones y otras glotonerías sentimentales con las que se halaga a esa maquinita del pecho. La segunda es menos sutil: compra la fe con despensas, estrategia preferida por numerosas sectas norteamericanas que “valientemente” zambuten las manos en los lodos del tercer mundo sabiendo que a la vuelta en avión les esperan en casita sábanas limpias. Esta vez me referiré a la primera: la estrategia del pandero.

Sabido es que las iglesias protestantes estimulan machaconamente el proselitismo entre sus miembros. De hecho sus asambleas terminan casi invariablemente con la exhortación de traer a un invitado para la siguiente reunión.

Y claro, el recibimiento apoteótico de los aplausos cae en blandito, como se dice, en el corazón del invitado quien, como nunca recibió ese halago en la Iglesia Católica ni albergaba la esperanza de aparecer en el programa de Cristina, ahora puede sentir que por fin se le hace justicia, sobre todo si entre los aplausos divisa la carita sonriente de la muchacha que conoció el viernes pasado y que a esa reunión lo llevó de la mano. Si hiciéramos una encuesta entre los ex-católicos que ahora profesan una religión protestante nos sorprenderíamos de descubrir que muchas de sus razones no son doctrinales, sino más bien de una índole psicológica que tiene que ver más con un “sentir bonito” que con una convicción.

Y claro, cómo no se van a “sentir bonito” si en esas reuniones la música que presuntamente es para “el Señor” en realidad la tocan los presentes para auto complacerse con ella palmeando el ritmo bailable desde sus lugares mientras, al frente, el grupo de músicos con guitarras eléctricas, un órgano y los infaltables panderos se contonea y baila como lo haría algún otro grupo musical en el espectáculo de un antro cualquiera.

Es verdad que la inducción sugestiva del pastor protestante puede llevar la asamblea a estados de delirio en que la concurrencia experimenta crisis catárticas de llanto creyendo que “eso” es Dios. Es más, los buenazos de nuestros entrevistados podrán decir: “Aquí sí sentí a Dios” con los ojos desorbitados, cuando lo mismo podría haber logrado un hipnotizador con el público que le ha entregado su voluntad pagando un boleto para ver un espectáculo en el que él mismo ha terminado por hacer el show.

Si procediéramos en nuestra encuesta indagando las razones por las que nuestros entrevistados dejaron la religión católica nos sorprenderíamos de encontrar un patrón de regularidad en sus respuestas, entre las que figuraría con el número uno sin duda esta: “Yo en la Misa católica no sentía nada”, y en la que se deja ver una vez más la idea equivocada de vivir la religión como una cuestión emocional. Buscando desvalorar la Misa agregarían (y muchas veces con razón) que las homilías aburridas del padre no les aportan nada, como si el valor de la Misa dependiera de ello. Y es que se suele ignorar que la homilía bien puede valer un rábano sin que por ello empañe un ápice el valor de la Misa. Diga lo que diga el padre, con o sin razón, cuando levanta las manos y consagra el pan y el vino, no hay de otra que arrodillarse, porque en ese preciso momento Jesucristo, bajo la apariencia del pan y el vino repite su sacrificio para salvarnos. Contra esto no hay pandero que suene. El valor sagrado e inconmensurable de la Misa, de la liturgia católica está en la Eucaristía y no tiene parangón con el de ninguna otra iglesia.

Y aún, como quien tratara de complacer una afición personal: jugar al tenis o ver una película, la ciega necedad podría incluso hacer decir a nuestros entrevistados que la Misa no les gusta y que si no van a estar a gusto es mejor no ir. Lo cierto es que a Misa no se va por gusto sino por obligación. Sea la religión que se profese, como criaturas hechas por el dios que alabamos según esa fe nos debemos a ese dios y es nuestra obligación rendirle culto aunque no nos guste. Lo hicieron los aztecas sacrificando corazones palpitantes, ¿y no lo haremos nosotros cuando el sacrificio máximo del Hijo de Dios únicamente espera de nosotros que abramos la boca y el corazón al tomar la ostia?

“Pues yo le rindo culto a Dios en mi casita”, dirá aún el más indolente. Lo cual está muy bien, pero también somos Iglesia, somos el pueblo de Dios, y como tal colectivamente lo adoramos y le rendimos culto en la Santa Misa.

Dios es una experiencia bastante más alejada de toda esa sensiblería escandalosa en que se regodean tantos grupos protestantes. La experiencia de Dios es mucho íntima y personal que el zangoloteo frenético; mucho más sosegada que todos esos aspavientos con los que esas sectas se confunden. Por el contrario, son el recogimiento, la meditación y la oración, los conocimientos profundos de la fe, los estados apacibles del alma que verdaderamente nos predisponen a la voz de Dios.