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LA IGLESIA REINO DE DIOS: Catequesis del Santo Padre, Juan Pablo II, sobre las Verdades del Credo

Páginas relacionadas 

Iglesia, reino de Dios

 

IGLESIA -1-

(LA IGLESIA: REINO DE DIOS)

INDICE

Notas de la Iglesia (10.VII.91)


La Iglesia en el designio eterno del Padre (17.VII.91)


El nombre de la Iglesia (24.VII.91)


El reino de Dios en el Antiguo Testamento (7.VIII.91)


La mediación de Cristo y su Iglesia (28.VIII.91)


Reino de Dios, reino de Cristo (4.IX.91)


La obra de Cristo en la fundación de la Iglesia (11.IX.91)


El significado del Reino de Dios en las parábolas evangélicas (18.IX.91)


El crecimiento del reino de Dios según las parábolas (25.IX.91)


El Espíritu Santo en el origen de la Iglesia (2.X.91)


La Iglesia y el misterio trinitario (9.X.91)

 

 

Notas de la Iglesia (10.VII.91)

1. Comenzamos hoy un ciclo nuevo de catequesis dedicadas a la Iglesia, cuyo Símbolo niceno-constantinopolitano nos hace decir: 'Creo en la Iglesia una, santa, católica y apostólica'. Este Símbolo, así como también el anterior, llamado de los Apóstoles, une directamente al Espíritu Santo la verdad sobre la Iglesia: 'Creo en el Espíritu Santo ( ) Creo en la santa Iglesia católica'.

Este paso del Espíritu Santo a la Iglesia tiene una lógica, que santo Tomás explica al comienzo de su catequesis sobre la Iglesia con estas palabras: 'Vemos que en un hombre hay una sola alma y un solo cuerpo y, sin embargo, este cuerpo tiene diversos miembros; así también la Iglesia católica es un solo cuerpo, pero tiene muchos miembros. El alma que vivifica a este cuerpo es el Espíritu Santo. Y, por eso, después de la fe en el Espíritu Santo, se nos manda creer en la santa Iglesia católica' (Cfr. In Symbolum Apostolorurn Expositio, art. 9).

2. En el Símbolo Niceno-constantinopolitano se habla de Iglesia 'una, santa, católica y apostólica'. Son las llamadas 'notas' de la Iglesia, que exigen cierta explicación introductiva, aunque volveremos a hablar de su significado en las catequesis siguientes.

Veamos qué dicen a este propósito los dos últimos Concilios.

El Concilio Vaticano I se pronuncia sobre la unidad de la Iglesia con palabras más bien descriptivas: 'El Pastor eterno ( ) decretó edificar la Santa Iglesia en la que, como en casa del Dios vivo, todos los fieles estuvieran unidos por el vinculo de una sola fe y caridad' (Cfr. DS 3050).

El Concilio Vaticano II, a su vez, afirma: 'Cristo; único Mediador, instituyó y mantiene continuamente en la tierra a su Iglesia santa, comunidad de fe, esperanza y caridad, como un todo visible'. Y más adelante: 'La Iglesia terrestre y la Iglesia enriquecida con los bienes celestiales ( ) forman una realidad compleja que está integrada de un elemento humano y otro divino( ). ésta es la única Iglesia de Cristo, que en el Símbolo confesamos' (Lumen Gentium, 8). Hablando de esta Iglesia, el Concilio enseña que es 'en Cristo como un sacramento, o sea, signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano' (Lumen Gentium, 1).

Está claro que la unidad de la Iglesia que confesamos en el Credo es propia de la Iglesia universal, y que las Iglesias particulares o locales son tales en cuanto participan en esta unidad. Se la reconocía y predicaba como una propiedad de la Iglesia ya desde los comienzos: desde los días de Pentecostés. Es, por tanto, una realidad primordial y esencial en la Iglesia, y no sólo un ideal hacia el que se tiende con la esperanza de alcanzarlo en un futuro desconocido. Esta esperanza y esta búsqueda pueden hacer referencia a la actuación histórica de una reunificación de los creyentes en Cristo, pero sin anular la verdad enunciada en la carta a los Efesios: 'Un solo cuerpo y un solo espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados' (Ef 4, 4). ésta es la verdad desde los comienzos, la que profesamos en el Símbolo: 'Credo unam ( ) Ecclesiam'.

3. La historia de la Iglesia, sin embargo, se ha desarrollado ya desde los comienzos entre tensiones e impulsos que comprometían su unidad, hasta el punto de que suscitó llamamientos y amonestaciones por parte de los Apóstoles y, en particular, de Pablo, quien llegó a exclamar: '¿Está dividido Cristo?' (1 Cor 1, 13). Ha sido y sigue siendo la manifestación de la inclinación de los hombres a enfrentarse unos a otros. Es como si se debiera, y quisiera, desempeñar el propio papel en la economía de la dispersión, representada eficazmente en las páginas bíblicas sobre Babel.

Pero los padres y pastores de la Iglesia siempre han hecho llamamientos a la unidad, a la luz de Pentecostés, que ha sido contrapuesto a Babel. El Concilio Vaticano II observa: 'El Espíritu Santo, que habita en los creyentes y llena y gobierna toda la Iglesia, realiza esa admirable unión de los fieles y tan estrechamente une a todos en Cristo, que es el Principio de la unidad de la Iglesia' (Unitatis redintegratio, 2). El hecho de reconocer, sobre todo hoy, que del Espíritu Santo brotan todos los esfuerzos leales por superar todas las divisiones y reunificar a los cristianos (ecumenismo) no puede menos de ser fuente de gozo, de esperanza y de oración para la Iglesia.

4. En la profesión de fe que hacemos en el Símbolo se dice, asimismo, que la Iglesia es 'santa'. Hay que precisar enseguida que lo es en virtud de su origen e institución divina. Santo es Cristo, quien instituyó a su Iglesia mereciendo para ella, por medio del sacrificio de la cruz, el don del Espíritu Santo, fuente inagotable de su santidad, y principio y fundamento de su unidad. La Iglesia es santa por su fin: la gloria de Dios y la salvación de los hombres; es santa por los medios que emplea para lograr ese fin, medios que encierran en sí mismos la santidad de Cristo y del Espíritu Santo. Son: la enseñanza de Cristo, resumida en la revelación del amor de Dios hacia nosotros y en el doble mandamiento de la caridad; los siete sacramentos y todo el culto .la liturgia., especialmente la Eucaristía, y la vida de oración. Todo esto es un ordenamiento divino de vida, en el que el Espíritu Santo obra por medio de la gracia infundida y alimentada en los creyentes y enriquecida por carismas multiformes para el bien de toda la Iglesia.

También ésta es una verdad fundamental, confesada en el Credo y ya afirmada en la carta a los Efesios, en la que se explica la razón de esa santidad: 'Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla' (5,25.26). La santificó con la efusión de su Espíritu, como dice el Concilio Vaticano II: 'Fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés a fin de santificar indefinidamente la Iglesia' (Lumen Gentium, 4). Aquí está el fundamento ontológico de nuestra fe en la santidad de la Iglesia. Los numerosos modos como dicha santidad se manifiesta en la vida de los cristianos y en el desarrollo de los acontecimientos religiosos y sociales de la historia, son una confirmación continua de la verdad encerrada en el Credo; es un modo empírico de descubrirla y, en cierta medida, de constatar una presencia en la que creemos. Si, constatamos de hecho que muchos miembros de la Iglesia son santos. Muchos poseen, por lo menos, esa santidad ordinaria que deriva del estado de gracia santificante en que viven. Pero cada vez es mayor el número de quienes presentan los signos de la santidad en grado heroico. La Iglesia se alegra de poder reconocer y exaltar esa santidad de tantos siervos y siervas de Dios, que se mantuvieron fieles hasta la muerte. Es como una compensación sociológica por la presencia de los pobres pecadores, una invitación que se les dirige a ellos .y, por tanto, también a todos nosotros., para que nos pongamos en el camino de los santos.

Pero sigue siendo verdad que la santidad pertenece a la Iglesia por su institución divina y por la efusión continua de dones que el Espíritu Santo derrama entre los fieles y en todo el conjunto del 'cuerpo de Cristo' desde Pentecostés. Esto no excluye que, según el Concilio, sea un objetivo que todos y cada uno deben lograr siguiendo las huellas de Cristo (Cfr. Lumen Gentium, 40).

5. Otra nota de la Iglesia en la que confesamos nuestra fe es la 'catolicidad'. En realidad, la Iglesia es por institución divina 'católica', o sea 'universal' (En griego kath'hólon: que comprende todo). Por lo que se sabe, san Ignacio de Antioquía fue el primero que usó este término escribiendo a los fieles de Esmirna: 'Donde está Jesucristo, allí está la Iglesia católica' (Ad Smirn, 8). Toda la tradición de los Padres y Doctores de la Iglesia repite esta definición de origen evangélico, hasta el Concilio Vaticano II, que enseña: 'Este carácter de universalidad que distingue al pueblo de Dios es un don del mismo Señor con el que la Iglesia católica tienda, eficaz y perpetuamente a recapitular toda la humanidad ( ) bajo Cristo Cabeza, en la unidad de su Espíritu' (Lumen Gentium, 13).

Esta catolicidad es una dimensión profunda, fundada en el poder universal de Cristo resucitado (Cfr. Mt 28, 18) y en la extensión universal de la acción del Espíritu Santo (Cfr. Sab 1, 7), y fue comunicada a la Iglesia por institución divina. Efectivamente, la Iglesia era católica ya desde el primer día de su existencia histórica, la mañana de Pentecostés. 'Universalidad' significa estar abierta a toda la humanidad, a todos los hombres y todas las culturas, por encima de los estrechos limites espaciales, culturales y religiosos a los que podía estar ligada la mentalidad de algunos de sus miembros, llamados judaizantes. Jesús dio a los Apóstoles el supremo mandato: 'Id ( ) y haced discípulos a todas las gentes' (Mt 28, 19). Antes les habéis prometido: .Seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra' (Hech 1, 8). También aquí nos hallamos frente a una forma constitutiva de la misión y no frente al simple hecho empírico de la difusión de la Iglesia en medio de personas que pertenece 'todas las gentes'; es decir, a todos los hombres. La universalidad es otra propiedad que la Iglesia posee por su misma naturaleza, en virtud de su institución divina. Es una dimensión constitutiva, que posee desde el principio como Iglesia una y santa, y que no se puede concebir como el resultado de una 'suma' de todas las Iglesias particulares. Precisamente por su dimensión de origen divino es objeto de la fe que profesamos en el Credo.

6. Por último, con la misma fe confesamos que la Iglesia de Cristo es 'apostólica', esto es, edificada .por Cristo y en Cristo sobre los Apóstoles, de quienes recibió la verdad divina revelada. La Iglesia es apostólica, puesto que conserva esta tradición apostólica y la custodia como su depósito más precioso.

Los custodios designados y autorizados de este depósito son los sucesores de los Apóstoles, asistidos por el Espíritu Santo. Pero no cabe duda de que todos los creyentes unidos a sus pastores legítimos y, por tanto, a la totalidad de la Iglesia participan en la apostolicidad de la Iglesia; en otras palabras, participan en su vinculo con los Apóstoles y, por medio de ellos, con Cristo. Por esta razón, la Iglesia no se puede reducir a la sola jerarquía eclesiástica que es, ciertamente, su quicio institucional. Pero todos los miembros de la Iglesia .pastores y fieles. pertenecen y están llamados a desempeñar un papel activo en el único pueblo de Dios, que recibe de él el don del vinculo con los Apóstoles y con Cristo, en el Espíritu Santo. Como leemos en la carta a los Efesios: 'Edificados sobre el cimiento de los Apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo ( ), estáis siendo edificados juntamente, hasta ser morada de Dios en el Espíritu' (2, 20. 22).

 

 

La Iglesia en el designio eterno del Padre (17.VII.91)

1. La Iglesia es un hecho histórico, cuyo origen es documentable y está documentado, como veremos a su debido tiempo. Pero, al empezar un ciclo de catequesis teológicas sobre la Iglesia, queremos partir, como hizo el Concilio Vaticano II, de la fuente más alta y más auténtica de la verdad cristiana: la revelación. En efecto, en la constitución Lumen Gentium consideró a la Iglesia en su fundamento eterno, que es el designio salvífico concebido por el Padre en el seno de la Trinidad. El Concilio escribe precisamente que 'el Padre eterno, por una disposición libérrima y arcana de su sabiduría y bondad, creó todo el universo, decretó elevar a los hombres a participar de la vida divina y, como ellos hubieran pecado en Adán, no los abandonó, antes bien les dispensó siempre los auxilios para la salvación, en atención a Cristo Redentor' (n. 2).

En el designio eterno de Dios la Iglesia constituye, en Cristo y con Cristo, una parte esencial de la economía universal de salvación en la que se traduce el amor de Dios.

2. Este designio eterno encierra el destino de los hombres, creados a imagen y semejanza de Dios, llamados a la dignidad de hijos de Dios y adoptados por el Padre celestial como hijos en Jesucristo. Como leemos en la carta a los Efesios, Dios nos ha elegido 'de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia con la que nos agració en el Amado' (1, 4.6). Y en la carta a los Romanos: 'Pues a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos' (8, 29).

Por tanto, para comprender bien el comienzo de la Iglesia como objeto de nuestra fe el 'misterio de la Iglesia', hemos de remitirnos al programa de san Pablo, que consiste en 'esclarecer cómo se ha dispensado el Misterio escondido desde siglos en Dios ( ) para que sea ahora manifestado a los Principados y las Potestades en los cielos, mediante la Iglesia, conforme al previo designio eterno que realizó [Dios] en Cristo Jesús, Señor nuestro' (Ef 3, 9.11). Como se desprende de este texto, la Iglesia forma parte del plan cristocéntrico que está en el designio de Dios, Padre desde toda la eternidad.

3. Los mismos textos paulinos se refieren al destino del hombre elegido y llamado a ser hijo adoptivo de Dios, no sólo en la dimensión individual de la humanidad, sino también en la comunitaria. Dios piensa, crea y llama a sí a una comunidad de personas. Este designio de Dios es enunciado más explícitamente en un paso importante de la carta a los Efesios: 'Según el benévolo designio que en él [Cristo] se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra' (1, 9.10). Así, pues, en el designio eterno de Dios la Iglesia como unidad de los hombres en Cristo-Cabeza se inserta en un plano que abraza a toda la creación .se podría decir, en un plano 'cósmico', el de unir todas las cosas en Cristo-Cabeza. El primogénito de toda la creación se convierte en el principio de .'recapitulación' de esta creación, para que Dios pueda ser todo en todo' (1 Cor 15, 28). Cristo, por consiguiente, es la clave de lectura del universo. La Iglesia, cuerpo viviente de quienes se adhieren a él como respuesta a la vocación de hijos de Dios, está asociada a él, como participe y administradora, en el centro del plan de redención universal.

4. El Concilio Vaticano II sitúa y explica el 'misterio de la Iglesia' en este horizonte de la concepción paulina, en el que se refleja y precisa la visión bíblica del mundo. Escribe: 'Y [el Padre] estableció convocar a quienes creen en Cristo en la santa Iglesia, que ya fue prefigurada desde el origen del mundo, preparada admirablemente en la historia del pueblo de Israel y en la antigua Alianza, constituida en los tiempos definitivos , manifestada por la efusión del Espíritu y que se consumará gloriosamente al final de los tiempos. Entonces, como se lee en los Santos Padres, todos los justos desde Abel hasta el último elegido , serán congregados en una Iglesia universal en la casa del Padre' (Lumen Gentium, 2). No se podía concentrar de modo mejor en pocos renglones toda la historia de la salvación, tal como se despliega en los libros sagrados, fijando su significado eclesiológico ya formulado e interpretado por los Padres según las indicaciones de los Apóstoles y del mismo Jesús.

5. Vista en la perspectiva del designio eterno del Padre, la Iglesia aparece, desde el comienzo, en el pensamiento de los Apóstoles y de las primeras generaciones cristianas, como fruto del infinito amor divino que une al Padre con el Hijo en el seno de la Trinidad: en virtud de este amor, el Padre ha querido reunir a los hombres en su Hijo. El mysterium Ecclesiae deriva, así, del mysterium Trinitatis. Debemos exclamar también aquí, como en el momento de la misa en que se realiza la renovación del sacrificio eucarístico, donde a su vez se reúne la Iglesia: mysterium fidei!

6. En esa fuente eterna está también el principio de su dinamismo misionero. La misión de la Iglesia es como la prolongación, o la expansión histórica, de la misión del Hijo y del Espíritu Santo, por lo que es posible afirmar que se trata de una participación vital, bajo la forma de asociación ministerial, en la acción trinitaria en la historia humana.

En la constitución Lumen Gentium (Cfr. núms. 1.4), el Concilio Vaticano II habla extensamente de la misión del Hijo y del Espíritu Santo. En el decreto Ad gentes precisa el carácter comunitario de la participación humana en la vida divina, cuando escribe que el plan de Dios 'dimana del amor fontal o caridad de Dios Padre, que, siendo Principio sin principio, del que es engendrado el Hijo y procede el Espíritu Santo por el Hijo, creándonos libremente por un acto de su excesiva y misericordiosa benignidad y llamándonos, además, graciosamente a participar con él en la vida y en la gloria, difundió con liberalidad, y no cesa de difundir, la bondad divina, de suerte que el que es creador de todas las cosas ha venido a hacerse todo en todas las cosas(1 Cor 15,28), procurando a la vez su gloria y nuestra felicidad. Y plugo a Dios llamar a los hombres a participar de su vida no sólo individualmente, sin mutua conexión alguna entre ellos, sino constituirlos en un pueblo en el que sus hijos, que estaban dispersos, se congreguen en unidad (Cfr. Jn 11, 52)' (n. 2).

7. El fundamento de la comunidad querido por Dios en su designio eterno es la obra de la Redención, que libera a los hombres de la división y la dispersión producida por el pecado. La Biblia nos presenta el pecado como fuente de hostilidad y violencia, tal como aparece ya en el fratricidio cometido por Caín (Cfr. Gen 4, 8); y también como fuente de fragmentación de los pueblos, que en los aspectos negativos encuentra su expresión paradigmática en el pasaje de la torre de Babel.

Dios quiso liberar a la humanidad de este estado por medio de Cristo. Esta voluntad salvífica suya parece resonar en el discurso de Caifás ante el Sanedrín. De Caifás escribe el evangelista Juan que 'como era sumo sacerdote ( ) profetizó que Jesús ib morir por la nación, y no sólo por la nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos' (Jn 11, 51.52). Caifás pronunció estas palabras con la finalidad de convencer al Sanedrín y condenar a muerte a Jesús, poniendo como pretexto el peligro político que por su causa corría la nación frente a los romanos que ocupaban Palestina. Pero Juan sabía bien que Jesús había venido para quitar el pecado del mundo y salvar a los hombres (Cfr. Jn 1, 29), y por eso no duda en atribuir a las palabras de Caifás un significado profético, como revelación del designio divino. Efectivamente, estaba escrito en este designio que Cristo, mediante su sacrificio redentor culminado en su muerte en la cruz, se convertiría en fuente de una nueva unidad para los hombres llamados en él a recuperar la dignidad de hijos adoptivos de Dios.

En ese sacrificio y en esa cruz se encuentra el origen de la Iglesia como comunidad de salvación.

 

 

El nombre de la Iglesia (24.VII.91)

1. En esta catequesis, a modo de introducción a la eclesiología, quiero hacer un breve análisis del nombre de la Iglesia, tal como nos llega del Evangelio o, mejor aún, de la palabra misma de Cristo. Seguimos así un método clásico de estudio de las cosas, en el que el primer paso es la exploración del significado de los términos empleados para designarla. Tratándose de una institución tan importante y antigua como la Iglesia es imprescindible saber cómo la llamó su fundador: porque ya este nombre define su pensamiento, su proyecto, su concepción creativa.

Ahora bien, sabemos por el evangelio de Mateo que cuando Jesús anunció la institución de 'su Iglesia' en respuesta a la confesión de fe de Pedro, ('sobre esta piedra edificaré mi Iglesia': Mt 16, 18), se sirvió de un término cuyo uso común en aquel tiempo y su presencia en diversos países del Antiguo Testamento nos permite descubrir su valor semántico. Es necesario decir que el texto griego del evangelio de Mateo utiliza aquí la expresión 'mou ten ekklesiam'. Este vocablo ekklesia lo emplearon los Setenta, o sea, la versión griega de la Biblia en el siglo II antes de Cristo, para traducir el qahal hebreo y su correspondiente arameo qahalá, que con mucha probabilidad usó Cristo en su respuesta a Pedro. Este hecho es el punto de partida de nuestro análisis de las palabras del anuncio de Jesús.

2. Tanto el termino hebraico qahal como el griego ekklesia significan 'reunión', 'asamblea'. Ekklesia tiene relación etimológica con el verbo kalein, que significa 'llamar'. En el lenguaje semítico, la palabra tenía prácticamente el significado de 'asamblea' (convocada), y en el Antiguo Testamento se usaba para designar a la 'comunidad' del pueblo elegido, especialmente en el desierto (Cfr. Dt 4,10; Hech 7, 38).

En tiempos de Jesús, la palabra seguía en uso. Se puede notar de manera particular que en un escrito de la secta de Qumrán referido a la guerra de los hijos de las tinieblas, la expresión qehál 'El, 'asamblea de Dios', se usa, entre otras semejantes, en relación con las insignias militares (1 QM 5, 10). También Jesús usa este término para hablar de 'su' comunidad mesiánica, la nueva asamblea convocada por la alianza en su sangre, alianza anunciada en el Cenáculo (Cfr. Mt 26, 28).

3. Tanto en el lenguaje semítico como en el griego, la asamblea se caracterizaba por la voluntad de quien la convocaba y por la finalidad con la que se la convocaba. En efecto, en Israel y en las antiguas ciudades-Estado de los griegos (póleis), se convocaban reuniones de diverso tipo, incluso de carácter profano (políticas, militares o profesionales), junto con las religiosas y litúrgicas.

También el Antiguo Testamento hace mención de reuniones de diversa índole. Pero, cuando habla de la comunidad del pueblo elegido, subraya el significado religioso, más aún, teocrático del pueblo elegido y convocado, proclamando explícitamente su pertenencia al Dios único. Por eso considera y designa a todo el pueblo de Israel como qahal de Yahvéh, precisamente porque es su 'propiedad personal entre todos los pueblos' (Ex 19, 5). Es una pertenencia y una relación con Dios completamente particular, fundada en la Alianza estipulada con él y en la aceptación de los mandamientos entregados mediante los intermediarios entre Dios y su pueblo en el momento de su llamada, que la Sagrada Escritura denomina precisamente como el 'día de la asamblea' ('jóm haqqahál': Dt 9, 10; 10, 4). El sentimiento de esta pertenencia jalona toda la historia de Israel y perdura a pesar de las repetidas traiciones y las frecuentes crisis y derrotas. Se trata de una verdad teológica contenida en la historia, a la que pueden recurrir los profetas en los períodos de desolación, como por ejemplo Isaías (deutero), quien a finales del exilio dice a Israel en nombre de Dios: 'No temas, que yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre: tú eres mío' (Is 43, 1 ). Como si quisiera anunciar que en virtud de la Antigua Alianza intervendrá pronto para liberar a su pueblo.

4. Esta Alianza con Dios, debida a una elección suya, da un carácter religioso a todo el pueblo de Dios y una finalidad transcendente a toda su historia, que también se desarrolla entre vicisitudes terrenas a veces felices y a veces funestas. Eso explica el lenguaje de la Biblia, cuando llama a Israel 'comunidad de Dios', 'qehal Elohim' (Cfr. Neh 13, 1); y, más a menudo, 'qehal Yahvéh' (Cfr. Dt 23, 2. 4. 9). Es la conciencia permanente de una pertenencia fundada en la elección de Israel que Dios hizo en primera persona: 'Seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos ( ). Seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa' (Ex 19, 5.6).

No es necesario recordar aquí, siempre en este contexto de análisis del lenguaje, que en el pueblo del Antiguo Testamento, por motivos del gran respeto que sentían hacia el nombre propio de Dios, 'qehal Yahvéh' se leía como 'qehal Adonai', o sea, la 'asamblea del Señor'. Por eso, también en la versión griega de los Setenta se encuentra traducida por 'ekklesia tou Kyriou': podríamos decir 'la Iglesia del Señor'.

5. También hay que notar que los escritos del texto griego del Nuevo Testamento seguían la versión de los Setenta, y este hecho nos permite entender por qué llaman 'ekklesia' al nuevo pueblo de Dios (el nuevo Israel), así como su referencia a la Iglesia de Dios. San Pablo habla a menudo de 'Iglesia de Dios' (Cfr. 1 Cor 1, 2; 10, 32; 15, 9; 2 Cor 1, 1; Gal 1, 13),o de 'Iglesias de Dios' (Cfr. 1 Cor 11, 16; 1 Tes 2, 14; 2 Tes 1, 4). De este modo destacaba la continuidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, hasta el punto de llamar a la Iglesia de Cristo 'el Israel de Dios' (Gal 6, 16). Pero muy pronto se produjo en san Pablo el paso a una formulación de las realidades de la Iglesia fundada por Cristo: como cuando habla de la Iglesia 'en Dios Padre y en el Señor Jesucristo' (1 Tes, 1, 1), o de la 'Iglesia de Dios en Jesucristo' (1 Tes 2, 14). En la carta a los Romanos, el Apóstol habla incluso de las 'Iglesias de Cristo' (16, 16), en plural, y tiene en mente .y ante sus ojos. a las Iglesias cristianas locales surgidas en Palestina, Asia menor y Grecia.

6. Este desarrollo progresivo del lenguaje atestigua que en las primeras comunidades cristianas se aclara gradualmente la novedad encerrada en las palabras de Cristo: 'Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia' (Mt 16, 18). A esta Iglesia se aplican ahora, con sentido nuevo y mayor profundidad, las palabras de la profecía de Isaías: 'No temas, que yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre; tú eres mío' (43, 1). La 'convocatoria divina' es obra de Jesucristo, Hijo de Dios encarnado; funda y edifica 'su', Iglesia, como 'convocatoria de todos los hombres de la Nueva Alianza'. Elige el fundamento visible de esta Iglesia y le confía el mandato de gobernarla. Por tanto, esta Iglesia le pertenece y seguirá siendo siempre suya. ésta es la convicción de las primeras comunidades cristianas y ésta es su fe en la Iglesia de Cristo.

7. Como podemos ver, ya del análisis terminológico y conceptual de los textos del Nuevo Testamento emergen algunos resultados sobre el significado de la Iglesia. Podemos sintetizarlos desde ahora en la siguiente afirmación: la Iglesia es la nueva comunidad de las hombres, instituida por Cristo como una 'convocación' de todos los llamados a formar parte del nuevo Israel para vivirla vida divina, según las gracias y exigencias de la Alianza establecida en el sacrificio de la cruz. La convocación se traduce para todos y cada uno en una llamada, que exige una respuesta de fe y cooperación con vistas al fin de la nueva comunidad, indicado por quien llama: 'No me habéis elegido vosotros a mi sino que yo os he elegido a vosotros y os he destinado para que vayáis y deis fruto ' (Jn 15, 16). De aquí deriva el dinamismo connatural a la Iglesia, cuyo campo de acción es inmenso, pues es una convocación a adherirse a Aquel que quiere 'hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza (Ef 1,10).

8. El objetivo de la convocación consiste en ser introducidos en la comunión divina (Cfr. 1 Jn 1, 3). Para alcanzar este objetivo, el primer paso es la escucha de la Palabra de Dios, que la Iglesia recibe, lee y vive con la luz que le llega desde lo alto, como don del Espíritu Santo, según la promesa de Cristo a los Apóstoles: 'El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho' (Jn 14, 26). La Iglesia está llamada y mandada para llevar a todos la palabra de Cristo y el don del Espíritu: a todo el pueblo que será el nuevo 'Israel' comenzando por los niños, de quienes Jesús dijo: '¡Dejad que los niños vengan a mí!' (Mt 19, 14). Pero todos están llamado, pequeños y grandes; y, entre los grandes, las personas de cualquier condición. Como dice san Pablo: 'Ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús' (Gal 3, 28).

9. Por último, el objetivo de la convocación es un destino escatológico, porque el nuevo pueblo está completamente orientado hacia la comunidad celestial, como sabían y sentían los primeros cristianos: 'No tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la del futuro' (Hb 13, 14). 'Somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesús' (Flp 3, 20).

A este vértice ultraterreno y sobrenatural nos ha conducido el análisis del nombre que dio Jesús a su Iglesia: el misterio de una nueva comunidad del pueblo de Dios que abarca, en el vinculo de la comunión de los santos, además de los fieles que en la tierra siguen a Cristo por el camino del Evangelio, a quienes completan su purificación en el purgatorio, y a los santos del cielo. Volveremos bordar todos estos puntos en las siguientes catequesis.

 

 

El reino de Dios en el Antiguo Testamento (7.VIII.91)

1. La revelación del designio eterno de Dios sobre la comunidad universal de los hombres, llamados a ser en Cristo sus hijos adoptivos, tiene ya su preludio en el Antiguo Testamento, primera fase de la palabra divina a los hombres y primera parte, para nosotros los cristianos, de la Sagrada Escritura. De aquí que la catequesis sobre la génesis histórica de la Iglesia deba buscar ante todo en los libros sagrados, que tenemos en común con el antiguo Israel, los anuncios del futuro pueblo de Dios. El mismo Concilio Vaticano II nos indica esta pista que hay que seguir, cuando escribe que la santa Iglesia, en la que el Padre decidió congregar a los creyentes en Cristo, fue 'preparada admirablemente en la historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza' (Lumen Gentium, 2). Por tanto, veremos en esta catequesis que en el Antiguo Testamento el designio eterno del Padre se da a conocer principalmente como revelación de un 'reino de Dios' futuro, que tendrá lugar en la fase mesiánica y escatológica de la economía de la salvación.

2. 'El Señor será vuestro rey', leemos en el libro de los Jueces (8, 23). Son las palabras que Gedeón, victorioso contra los madianitas, dirigió a una parte de los habitantes israelitas de la región de Siquem, que querían que fuera su soberano e incluso el fundador de una dinastía (Cfr. Jue 8, 22). Quizá se pueda relacionar esa respuesta de Gedeón, que rechaza la realeza, con las corrientes antimonárquicas de otro sector del pueblo (Cfr 1 Sm 8, 420); pero es siempre muy elocuente como expresión de su pensamiento y el de una buena parte de Israel sobre la realeza de Dios solo: 'No seré yo el que reine sobre vosotros ni mi hijo; el Señor será vuestro rey' (Jue 8, 23).

Esta doble tendencia se encontrará también posteriormente en la historia de Israel, en la que no faltan los grupos que añoran un reino en sentido terreno y político. Después del intento de los hijos de Gedeón (cf. Jue 9,1 ss.), sabemos por el primer libro de Samuel que los ancianos de Israel se dirigieron al juez ya anciano con esta petición: 'Danos un rey para que nos juzgue' (8, 6). Samuel había establecido a sus hijos como jueces, pero ellos abusaban del poder recibido (Cfr. 1 Sm 8,1.3). Pero Samuel se entristeció fundamentalmente porque veía en esa petición otro intento de quitar a Dios la exclusividad de la realeza sobre Israel. Por eso se dirigió a Dios para consultarle en la oración. Y, según el libro citado, 'el Señor dijo a Samuel: 'Haz caso a todo lo que el pueblo te dice. Porque no te han rechazado a ti, me han rechazado a mi, para que no reine sobre ellos' (1 Sm 8, 7). Probablemente se trataba de un nuevo encontronazo entre las dos tendencias .monárquica y antimonárquica. de aquel periodo de formación de Israel como pueblo unido y constituido también políticamente. De todas formas, es interesante el esfuerzo parcialmente exitoso que hace Samuel, no ya como juez sino como profeta, para conciliar la petición de una monarquía profana con las exigencias de la realeza absoluta de Dios, de quien un sector del pueblo, por lo menos, ya se había olvidado; unge a los reyes dados a Israel como signo de su función religiosa, además de política. Será David el rey emblemático de esta conciliación de aspectos y funciones; es más, por su gran personalidad se convertirá en el Ungido por excelencia, figura del futuro Mesías y del Rey del nuevo pueblo, Jesucristo.

3. Con todo, hay que notar esta confluencia entre las dos dimensiones del reino y del reinar: la dimensión temporal y política, y la dimensión transcendente y religiosa, que ya se encuentra en el Antiguo Testamento. El Dios de Israel es Rey en sentido religioso, incluso cuando los que gobiernan al pueblo en su nombre son jefes políticos. El pensamiento de Dios como Rey y Señor de todo, en cuanto Creador, se hace patente en los libros sagrados, tanto en los históricos como en los proféticos y en los salmos. Así, el profeta Jeremías llama a Dios muchas veces 'Rey, cuyo nombre es Dios de los ejércitos' (Jer 46, 18; 48, 15; 51, 57); y numerosos salmos proclaman que 'el Señor reina' (Sal 93, 1; 96, 10; 97, 1; 99, 1). Esta realeza trascendente y universal había tenido su primera expresión en la Alianza con Israel: verdadero acto constitutivo de la identidad propia y original de este pueblo que Dios eligió y con el que instauró una alianza. Como se lee en el libro del Éxodo: 'Ahora, pues, si de veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra; seréis para mi un reino de sacerdotes y una nación santa' (Ex 19, 5.6).

Esta pertenencia de Israel a Dios, como pueblo suyo, exige su obediencia y amor en sentido absoluto: 'Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza' (Dt 6, 5). Este primer y supremo mandamiento representa el verdadero principio constitucional de la Antigua Alianza Con este mandamiento se define el destino y la vocación de Israel.

4. Israel tiene conciencia de ello y vive su relación con Dios como una forma de sometimiento a su Rey. Como se lee en el salmo 48: 'El monte Sión( ) [es] la ciudad del gran Rey' (48, 3). Aun cuando el Señor acepta la institución en Israel del rey y de su dinastía en sentido político, Israel sabe que tal institución conserva un carácter teocrático. El profeta Samuel, por inspiración divina, designa como rey primero a Saúl (Cfr. 1 Sm 10, 24) y después a David (Cfr. 1 Sm 16, 12.13), con quien comienza la dinastía davídica Como se sabe por los libros del Antiguo Testamento, los reyes de Israel y luego los de Judá, transgredieron muchas veces los mandamientos, principios.base de la Alianza con Dios. Los profetas intervinieron contra estas prevaricaciones con sus admoniciones y reprimendas. De esa historia resulta evidente que, entre el reino en sentido terreno y político y las exigencias del reinar de Dios, existen divergencias y contrastes. Así, se explica el hecho de que aunque el Señor mantiene su fidelidad a las promesas hechas a David y a su descendencia (Cfr. 2 Sm 7, 12), la historia describe conspiraciones para poner resistencia 'al reino del Señor que está en manos de los hijos de David' (2 Cro 13, 8). Es un contraste en el que se delinea cada vez mejor el sentido mesiánico de las promesas divinas.

5. En efecto, casi como una reacción contra la desilusión causada por los reyes políticos, se refuerza en Israel la esperanza de un rey mesiánico, como soberano ideal, de quien leemos en los que la paz no tendrá fin sobre el trono de David y sobre su reino, para restaurarlo y consolidarlo por la equidad y la justicia, desde ahora y siempre' (Is 9, 6). Isaías se explaya en la profecía sobre este soberano al que atribuye los nombres de 'Maravilla del Consejero' Dios Fuerte' 'Siempre Padre' y 'Principe de la Paz' (9, 5), y cuyo reino describe como una utopía del paraíso terrenal: 'Justicia será el ceñidor de su cintura, verdad el cinturón de sus flancos. Serán vecinos el lobo y el cordero, y el leopardo se echará con el cabrito ( ). Nadie hará daño, nadie hará mal ( ) porque la tierra estará llena de conocimiento del Señor como cubren las aguas el mar' (11, 5. 6. 9). Son metáforas destinadas a poner de relieve el elemento esencial de las profecías sobre el reino mesiánico: una nueva alianza en la que Dios abrazará al hombre de modo benéfico y salvífico.

6. Después del periodo del exilio y de la esclavitud babilónica, la visión de un rey 'mesiánico' asume aún más claramente el sentido de una realeza directa por parte de Dios. Como para superar todas las desilusiones que el pueblo recibió a causa de sus soberanos políticos, la esperanza de Israel, alimentada por los profetas, apunta hacia un reino en el que Dios mismo será el rey. Será un reino universal: 'Y será el Señor rey sobre toda la tierra: ¡el día aquel será único el Señor y único su nombre!' (Za 14, 9). Aun en su universalidad, el reino conservará sus lazos con Jerusalén. Como predice Isaías: 'el Señor de los ejércitos reina sobre el monte Sión y en Jerusalén' (Is 24, 23). 'Hará el Señor de los ejércitos a todos los pueblos en este monte un convite de manjares frescos, convite de buenos vinos' (ib 25, 6). También aquí, como se puede apreciar, se trata de metáforas de una alegría nueva mediante la realización de esperanzas antiguas.

7. La dimensión escatológica del reino de Dios se acentúa a medida que se avecina el tiempo de la venida de Cristo. Especialmente el libro de Daniel, en las visiones que describe, destaca este sentido de los tiempos futuros. Leemos en él: 'Yo seguía contemplando en las visiones de la noche: y he aquí que en las nubes del cielo venia como un Hijo del hombre. Se dirigió hacia el Anciano y fue llevado a su presencia. A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás' (Dan 7,13.14).

Por consiguiente, a juicio de Daniel este reino futuro está íntimamente ligado a una Persona, a la que se describe como semejante a un 'Hijo de hombre'; es el origen del titulo que Jesús se atribuirá a sí mismo. Al mismo tiempo, Daniel escribe que el 'reino y el imperio y la grandeza de los reinos bajo los cielos todos serán dados al pueblo de los santos del Altísimo' (7, 27). Este texto nos trae a la memoria otro del libro de la Sabiduría, según el cual 'dos justos ( )juzgarán a las naciones y dominarán a los pueblos y sobre ellos el Señor reinará eternamente' (Sab 3,1. 8).

8. Todas éstas son miradas al futuro, pasos abiertos en el misterio hacia el que está avanzando la historia de la Antigua Alianza, que ya parece estar madura para la venida del Mesías, quien la llevará a su cumplimiento. Más allá de los enigmas, los sueños y las visiones, se perfila cada vez más un 'misterio' hacia el que apunta toda esperanza, también en las horas más oscuras de la derrota e incluso de la esclavitud y del exilio.

El hecho que mayor interés y admiración suscita en estos textos es que la esperanza del reino de Dios se ilumina y purifica cada vez más hacia un reinar directo por parte del Dios trascendente. Sabemos que este reino, que incluye a la persona del Mesías y a la multitud de los creyentes en él, anunciado por los profetas, tuvo en la tierra una realización inicial imperfecta en sus dimensiones históricas, pero sigue estando en tensión hacia un cumplimiento pleno y definitivo en la eternidad divina. Hacia esta plenitud final se mueve la Iglesia de la Nueva Alianza, y todos los hombres están llamados a formar parte de ella como hijos de Dios, herederos del reino y colaboradores de la Iglesia que Cristo fundó como realización de las profecías y las promesas antiguas. Los hombres, por tanto, están llamados a participar en este reino, destinado a ellos y que, en cierto modo, se realiza también por medio de ellos: también por medio de todos nosotros, llamados a ser artífices de la edificación del Cuerpo de Cristo (Cfr. Ef 4, 12). ¡Es una misión importante!

 

 

La mediación de Cristo y su Iglesia (28.VIII.91)

1. Estamos adentrándonos en el ciclo de catequesis dedicadas a la Iglesia. Ya hemos explicado que la profesión de esta verdad en el Símbolo presenta un carácter especifico, en cuanto la Iglesia no es sólo objeto de la fe sino también su sujeto: nosotros mismos somos la Iglesia en la que confesamos creer; creemos en la Iglesia y somos al mismo tiempo Iglesia creyente y orante. Somos la Iglesia en su aspecto visible, la Iglesia que manifiesta su propia fe en su misma realidad divina y humana de Iglesia: dos dimensiones tan inseparables entre sí que, si faltara una, se anularía toda la realidad de la Iglesia, tal como la quiso y fundó Cristo.

Esta realidad divino.humana de la Iglesia está unida orgánicamente a la realidad divino.humana de Cristo mismo. La Iglesia es, en cierto sentido, la continuación del misterio de la Encarnación. Efectivamente, el apóstol Pablo decía de la Iglesia que es el Cuerpo de Cristo (Cfr. 1 Cor 12, 27; Ef 1, 23; Col 1, 24), del mismo modo que Jesús comparaba el 'todo' cristo.eclesial a la unidad de la vid con sus sarmientos (Cfr. Jn 15,1.5).

De esta premisa se deduce que creer en la Iglesia, pronunciar ante ella el 'sí' de aceptación de fe, es consecuencia lógica de todo el 'Credo' y, en particular, de la profesión de fe en Cristo, Hombre.Dios. Es exigencia lógica interna del Credo, que debemos tener presente principalmente en nuestros días, en que muchos separan e, incluso, contraponen la Iglesia a Cristo al decir, por ejemplo, Cristo sí, Iglesia no. Esta contraposición, que no es nueva, ha sido puesta en circulación en algunos ambientes del mundo contemporáneo. Por ello, resulta útil dedicar la catequesis de hoy a un examen atento y sereno del significado de nuestro sí a la Iglesia, también en relación con la contraposición apenas mencionada.

2. Podemos admitir que esta contraposición Cristo sí, Iglesia no, nace en el terreno de la complejidad particular de nuestro acto de fe con el que decimos: 'Credo Ecclesiam'. Podemos preguntarnos si es legítimo incluir entre las verdades divinas el hecho de creer en una realidad humana, histórica y visible como es la Iglesia; realidad que, como todas las cosas humanas, presenta limites, imperfecciones y pecaminosidad en sus miembros, en todos los niveles de su estructura institucional, tanto entre los laicos como entre los eclesiásticos, incluso entre nosotros, las pastores de la Iglesia; nadie está exento de esta triste herencia de Adán.

Pero debemos constatar que Jesucristo mismo, cuando eligió a Pedro como '.piedra sobre la que edificar su Iglesia' (Cfr. Mt 16, 18), quiso que nuestra fe en la Iglesia afrontara y superara estas dificultades. Se sabe por el Evangelio, que refiere las mismas palabras de Jesús, qué imperfecta y frágil desde el punto de vista humano era la roca elegida, tal como Pedro demostró en el momento de la gran prueba. Así y todo, el Evangelio mismo nos atestigua que la triple negación de Pedro, poco después de haber prometido fidelidad al Maestro, no hizo que Cristo anulara su elección (Cfr. Lc 22, 32; Jn 21, 15. 17). Por el contrario, se puede notar que Pedro alcanza una nueva madurez a través de la contrición por su pecado, de manera que, después de la resurrección de Cristo, puede compensar su triple negación con la triple confesión: '.Señor, tú sabes que te quiero' (Cfr. Jn 21,15), y puede recibir de Cristo resucitado la triple confirmación de su mandato de pastor de la Iglesia: '.Apacienta mis corderos' (Jn 21, 15. 17). Pedro dio, luego, muestras de amar a Cristo '.más que los otros' (Cfr. Jn 21, 15), sirviendo a la Iglesia según su mandato de apostolado y de gobierno, hasta la muerte por martirio, que fue su testimonio definitivo para la edificación de la Iglesia.

Reflexionando sobre la vida y muerte de Simón Pedro, es más fácil pasar de la contraposición Cristo sí, Iglesia no a la convicción Cristo sí, Iglesia sí, como prolongación de sí a Cristo.

3. La lógica del misterio de la Encarnación (sintetizada en ese 'sí a Cristo') comporta la aceptación de todo lo que en la Iglesia es humano, por el hecho de que el Hijo de Dios asumió la naturaleza contaminada por el pecado en la estirpe de Adán. Aun siendo en absoluto sin pecado, cargó con el pecado de la humanidad: Agnus Dei qui tollit peccata mundi. El Padre 'lo hizo pecado por nosotros', escribía el apóstol Pablo en la segunda carta a los Corintios (5, 21). Por eso, la pecaminosidad de los cristianos .de quienes se dice, a veces con razón, que 'no son mejores que los demás'., la pecaminosidad de los mismos eclesiásticos, no debe originar una actitud farisaica de separación y rechazo; al contrario, debe impulsarnos hacia una aceptación más generosa y confiada de la Iglesia, hacia un sí más convencido y meritorio en su favor, porque sabemos que precisamente en la Iglesia y mediante la Iglesia esta pecaminosidad se transforma en objeto de la potencia divina de la redención, bajo la acción del amor que hace posible y realiza la conversión del hombre, la justificación del pecador, el cambio de vida y el progreso en el bien, a veces hasta el heroísmo, es decir, hasta la santidad. ¿Cómo negar que la historia de la Iglesia está llena de ejemplos de pecadores convertidos y de penitentes, que, habiendo vuelto a Cristo, lo siguieron fielmente hasta el fin?

Una cosa es cierta: el camino que Jesucristo (y la Iglesia con él) propone al hombre está sembrado de exigencias morales que comprometen a realizar el bien hasta el extremo del heroísmo. Es necesario, por ello, estar atento al hecho de que cuando se pronuncie un 'no a la Iglesia' en realidad no se intente escapar a esas exigencias. En este caso, más que en cualquier otro, el 'no a la Iglesia' equivaldría a un 'no a Cristo'. Por desgracia, la experiencia dice que muchas veces es así.

Por otra parte, no se puede menos de observar que, si la Iglesia a pesar de todas las debilidades humanas y los pecados de sus miembros. permanece fiel a Cristo en el conjunto de sus fieles y hace que muchos de sus hijos, que han faltado a su compromiso bautismal, vuelvan a Cristo, esto acaece gracias al 'poder desde lo alto' (Cfr. Lc 24, 49), el Espíritu Santo, que la anima y la guía en su peligroso camino a lo largo de la historia.

4. Pero debemos agregar que el 'no a la Iglesia' no se basa, a veces, en los defectos humanos de los miembros de la Iglesia, sino en el principio general del rechazo a la mediación. En realidad, hay gente que, aun admitiendo la existencia de Dios, quiere establecer con él contactos exclusivamente personales, sin aceptar ninguna mediación entre su propia conciencia y Dios; de ahí que lo primero que rechace sea la Iglesia.

De todas formas, no olvidemos que la valoración de la conciencia es también una preocupación de la Iglesia que, tanto en el orden moral como en el plano más específicamente religioso, se considera como portavoz de Dios para el bien del hombre y, por eso, esclarecedora, formadora y servidora de la conciencia humana. Su cometido es el de favorecer al acceso de las inteligencias y de las conciencias a la verdad de Dios que se reveló en Cristo, quien confió a los Apóstoles y a la Iglesia este ministerio, esta diaconía de la verdad en la caridad. Toda ciencia animada por un amor sincero a la verdad no puede menos de desear saber y, por consiguiente, escuchar .por lo menos esto. lo que el Evangelio predicado por la Iglesia dice al hombre para su bien.

5. Con todo, a menudo el problema del sí o del no a la Iglesia se complica precisamente en este punto, porque se niega la misma mediación de Cristo y de su Evangelio. Se trata de un no a Cristo, más que a la Iglesia. Quien se considera cristiano, y quiere serlo, tiene que tener muy presente este hecho. No puede ignorar el misterio de la Encarnación, por el que Dios mismo concedió al hombre la posibilidad de establecer un contacto con él sólo mediante Cristo, Verbo encarnado, de quien dice san Pablo: 'Hay ( ) un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también' (1 Tim 2,5). Y tampoco puede ignorar que, desde los comienzos de la Iglesia, los Apóstoles predicaban que '.no hay bajo el cielo otro nombre (fuera de Cristo) dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos' (Hech 4, 12). Ni puede olvidar que Cristo instituyó la Iglesia como una comunidad de salvación, en la que se prolonga hasta el fin de los tiempos su mediación salvífica en virtud del Espíritu Santo que él envió. El cristiano sabe que, conforme a la voluntad de Dios, el hombre .que como persona es un ser social. está llamado a actuar su relación con él en la comunidad de la Iglesia. Y sabe que no es posible separar la mediación de la Iglesia, la cual participa en la función de Cristo como mediador entre Dios y los hombres.

6. Por último, no podemos ignorar que el '.no a la Iglesia' muchas veces tiene raíces más profundas, ya sea en los individuos, ya sea en los grupos humanos y en los ambientes .sobre todo en ciertos sectores de cultura verdadera o supuesta., en los que no es difícil, hoy por hoy, y quizá más que en otros tiempos, tropezar con actitudes de rechazo o, incluso, de hostilidad. Se trata, en el fondo, de una psicología caracterizada por la voluntad de autonomía total, que nace del sentido de autosuficiencia personal o colectiva, por medio del cual el hombre se considera independiente del Ser sobrehumano, a quien se propone .o también se descubre en la interioridad. como autor y señor de la vida, de la ley fundamental, del orden moral y, por tanto, como fuente de distinción entre el bien y el mal. Hay quien pretende establecer por sí mismo lo que es bueno o malo y, en consecuencia, rehusa ser dirigido desde fuera, ya sea por un Dios trascendente, ya por una Iglesia que lo representa en la tierra.

Esta posición proviene generalmente de una gran ignorancia de la realidad. Se concibe a Dios como enemigo de la libertad humana, como patrón tiránico; por el contrario, precisamente él ha creado la libertad y es el amigo más auténtico. Sus mandamientos no tienen otra finalidad que la de ayudar a los hombres a que eviten la esclavitud peor y más vergonzosa, la inmoralidad, y favorecer el desarrollo de la libertad verdadera. Sin una relación de confianza con Dios, la persona humana no puede realizar plenamente su propio crecimiento espiritual.

7. No tenemos por qué maravillarnos al observar que una actitud de autonomía radical produce fácilmente una forma de sometimiento peor que el temido por la '.heteronomía', esto es, la dependencia de las opiniones de los demás, de los vínculos ideológicos y políticos, de las presiones sociales, o de las propias inclinaciones y pasiones. ¡Cuántas veces quien cree ser independiente y se gloria de ser un hombre libre de cualquier forma de esclavitud, está sometido a la opinión pública y a la otras formas antiguas y nuevas de dominio del espíritu humano! Es fácil comprobar que el intento de prescindir de Dios, o la pretensión de prescindir de la mediación de Cristo y de la Iglesia, tiene un precio muy alto. Era necesario concentrar la atención en este problema para terminar nuestra introducción al ciclo de catequesis eclesiológicas que ahora comenzaremos. Repitamos hoy una vez más: 'sí a la Iglesia', precisamente en virtud de nuestro 'sí a Cristo'.

 

 

 

Reino de Dios, reino de Cristo (4.IX.91)

1. Leemos en la constitución Lumen Gentium del Concilio Vaticano II que' [el Padre] estableció convocar a quienes creen en Cristo en la santa Iglesia, que ya fue ( ) preparada admirablemente en la historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza ( ), y manifestada por la efusión del Espíritu [Santo]' (n. 2). Hemos dedicado la catequesis anterior a esta preparación de la Iglesia en la Antigua Alianza; hemos visto que en la conciencia progresiva que Israel iba tomando del designio de Dios a través de las revelaciones de los profetas y de los mismos acontecimientos de su historia, se hacia cada vez más claro el concepto de un reino futuro de Dios, más elevado y universal que cualquier previsión sobre la suerte de la dinastía davídica. Hoy pasamos a considerar otro hecho histórico, denso de significado teológico: Jesucristo comienza su misión mesiánica con este anuncio: 'El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca' (Mc 1, 15). Estas palabras señalan la entrada 'en la plenitud de los tiempos', como dirá san Pablo (Cfr. Gal 4, 4), y preparan el paso a la Nueva Alianza, fundada en el misterio de la encarnación redentora del Hijo y destinada a ser Alianza eterna. En la vida y misión de Jesucristo el reino de Dios no sólo 'está cerca' (Lc 10, 9), sino que además ya está presente en el mundo, ya obra en la historia del hombre. Lo dice Jesús mismo: 'El reino de Dios está entre vosotros' (Lc 17, 21).

2. Nuestro Señor Jesucristo, hablando de su precursor Juan el Bautista, nos da a conocer la diferencia de nivel y de calidad entre el tiempo de la preparación y el del cumplimiento .entre la antigua y la Nueva Alianza., cuando nos dice: 'En verdad os digo que no ha surgido entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista: sin embargo, el más pequeño en el reino de los cielos es mayor que él' (Mt 11, 11). Ciertamente, desde las orillas del Jordán (y desde la cárcel) Juan contribuyó más que ningún otro, incluso mas que los antiguos profetas (Cfr. Lc 7, 26.27), a la preparación inmediata del camino del Mesías. No obstante, permanece de algún modo en el umbral del nuevo reino, que entró en el mundo con la venida de Cristo y que empezó a manifestarse con su ministerio mesiánico. Sólo por medio de Cristo los hombres llegan a ser 'hijos del reino', a saber, del reino nuevo, muy superior a aquel del que los judíos contemporáneos se consideraban los herederos naturales (Cfr. Mt 8, 12).

3. El nuevo reino tiene un carácter eminentemente espiritual. Para entrar en él, es necesario convertirse, creer en el Evangelio y liberarse de las potencias del espíritu de las tinieblas, sometiéndose al poder del Espíritu de Dios que Cristo trae a los hombres. Como dice Jesús: 'Si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el reino de Dios' (Mt 12, 28; cfr. Lc 11, 20).

La naturaleza espiritual y transcendente de este reino se manifiesta así mismo en otra expresión equivalente que encontramos en los textos evangélicos: 'reino de los cielos'. Es una imagen estupenda que deja entrever el origen y el fin del reino .los 'cielos'., así como la misma dignidad divino-humana de aquel en el que el reino de Dios se concreta históricamente con la Encarnación: Cristo.

4 . Esta trascendencia del reino de Dios se funda en el hecho de que no deriva de una iniciativa sólo humana, sino del plan, del designio y de la voluntad de Dios mismo. Jesucristo, que lo hace presente y lo actúa en el mundo, no es sólo uno de los profetas enviados por Dios, sino el Hijo consustancial al Padre, que se hizo hombre mediante la Encarnación. El reino de Dios es, por tanto, el reino del Padre y de su Hijo. El reino de Dios es el reino de Cristo; es el reino de los cielos que se ha abierto sobre la tierra para permitir que los hombres entren en este nuevo mundo de espiritualidad y de eternidad. Jesús afirma: 'Todo me ha sido entregado por mi Padre ( ); nadie conoce bien al padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar' (Mt 11, 27). 'Porque, como el Padre tiene vida en sí mismo, así también le ha dado al Hijo tener vida en sí mismo, y le ha dado poder para juzgar, porque es Hijo del hombre' (Jn 5, 26.27).

Junto con el Padre y con el Hijo, también el Espíritu Santo obra para la realización del reino ya en este mundo. Jesús mismo lo revela: el Hijo del hombre 'expulsa los demonios por el Espíritu de Dios', por esta razón 'ha llegado a vosotros el reino de Dios' (Mt 12, 28).

5. Pero, aunque se realice y se desarrolle en este mundo, el reino de Dios tiene su finalidad en los 'cielos'. Trascendente en su origen, lo es también en su fin, que se alcanza en la eternidad, siempre que nos mantengamos fieles a Cristo en esta vida y a lo largo del tiempo. Jesús nos advierte de esto cuando dice que, haciendo uso de su poder de 'juzgar' (Jn 5, 27), el Hijo del hombre ordenará, al fin del mundo, recoger 'de su Reino todos los escándalos', es decir, todas las injusticias cometidas también en el ámbito del reino de Cristo. Y 'entonces .agrega Jesús. los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre' (Mt 13, 41. 43). Entonces tendrá lugar la realización plena y definitiva del 'reino del Padre', a quien el Hijo entregará a los elegidos salva dos por él en virtud de la redención y de la obra del Espíritu Santo. El reino mesiánico revelará entonces su identidad con el reino de Dios (Cfr. Mt 25, 34; 1 Cor 15,24).

Existe, pues, un ciclo histórico del reino de Cristo, Verbo encarnado, pero el alfa y la omega de este reino .se podría decir, con mayor propiedad, el fondo en el que se abre, vive, se desarrolla y alcanza su cumplimiento pleno .es el mysterium Trinitatis. Ya hemos dicho, y lo volveremos a tratar a su debido tiempo, que en este misterio hunde sus raíces el mysterium Ecclesiae.

6. El punto de paso y de enlace de un misterio con el otro es Cristo, que ya había sido anunciado y esperado en la Antigua Alianza como un Rey-Mesías con el que se identificaba el reino de Dios. En la Nueva Alianza Cristo identifica el reino de Dios con su propia persona y misión. En efecto, no sólo proclama que con él el reino de Dios está en el mundo; enseña, además, a 'dejar por el reino de Dios' torio lo que es más preciado para el hombre (Cfr. Lc 18, 29.30); y, en otro punto, a dejar todo esto 'por su nombre' (Cfr. Mt 19, 29), o 'por mi y por el Evangelio' (Mc 10, 29).

Por consiguiente, el reino de Dios se identifica con el reino de Cristo. Está presente en él, en él se actúa, y de él pasa, por su misma iniciativa, a los Apóstoles y, por medio de ellos, a todos los que habrán de creer en él: 'Yo, por mi parte, dispongo un reino para vosotros, como mi Padre lo dispuso para mi' (Lc 22, 29). Es un reino que consiste en una expansión de Cristo mismo en el mundo, en la historia de los hombres, como vida nueva que se toma de él y que se comunica a los creyentes en virtud del Espíritu Santo. Paráclito, enviado por él (Cfr. Jn 1, 16; 7, 38.39; 15, 26; 16, 7)

7. El reino mesiánico, que Cristo instaura en el mundo, revela y precisa definitivamente su significado en el ámbito de la pasión y la muerte en la cruz. Ya en la entrada en Jerusalén se produjo un hecho, dispuesto por Cristo, que Mateo presenta como el cumplimiento de la profecía de Zacarías sobre el 'rey montado en un pollino, cría de asna' (Za 9, 9; Mt 21, 5). En la mente del profeta, en la intención de Jesús y en la Interpretación del evangelista, el pollino simbolizaba la mansedumbre y la humildad. Jesús era el rey manso y humilde que entraba en la ciudad davídica, en la que con su sacrificio iba a cumplir las profecías acerca de la verdadera realeza mesiánica.

Esta realeza se manifiesta de forma muy clara durante el interrogatorio al que fue sometido Jesús ante el tribunal de Pilato. Las acusaciones contra Jesús eran 'que alborotaba al pueblo, prohibía pagar tributos al César y decía que era Cristo rey' (Lc 23, 2). Por eso, Pilato pregunta al Acusado si es rey. Y ésta es la respuesta de Cristo: 'Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi gente habría combatido para que no fuera entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí'. El evangelista narra que 'entonces Pilato le dijo: '¿Luego tú eres rey?'. Respondió Jesús: 'Si, como dices, soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz' (Jn 18, 36.37).

8. Esa declaración concluye toda la antigua profecía que corre a lo largo de la historia de Israel y llega a ser realidad y revelación en Cristo. Las palabras de Jesús nos permiten vislumbrar los resplandores de luz que surcan la oscuridad del misterio sintetizado en el trinomio: reino de Dios, reino mesiánico y pueblo de Dios convocado en la Iglesia. Siguiendo esta estela de luz profética y mesiánica, podemos entender mejor y repetir, con mayor comprensión de las palabras, la plegaria que nos enseñó Jesús (Mt 6, 10): 'Venga tu reino'. Es el reino del Padre, reino que ha entrado en el mundo con Cristo; es el reino mesiánico que, por obra del Espíritu Santo, se desarrolla en el hombre y en el mundo para volver al seno del Padre, en la gloria de los Cielos.

 

 

La obra de Cristo en la fundación de la Iglesia (11.IX.91)

1. Concebida y querida en el designio eterno del Padre como reino de Dios y de su Hijo, el Verbo encarnado Jesucristo, la Iglesia se encarna en el mundo como hecho histórico y, aunque está llena de misterio y ha estado acompañada por milagros en su origen y, se podría decir, a lo largo de toda su historia, pertenece también al ámbito de los hechos verificables, experimentables y documentables.

En esta perspectiva, la Iglesia comienza con el grupo de doce discípulos a los que Jesús mismo elige entre la multitud de sus seguidores (Cfr. Mc 3, 13.19; Jn 6, 70; Hech 1, 2) y que reciben el nombre de Apóstoles (Cfr. Mt 10, 1.5; Lc 6, 13). Jesús los llama, los forma de modo completamente peculiar y, en fin, los envía al mundo como testigos y anunciadores de su mensaje, de su pasión y muerte, y de su resurrección. Los Doce son, desde este punto de vista, los fundadores de la Iglesia como reino de Dios que, sin embargo, tiene siempre su fundamento (Cfr. 1 Cor 3, 11; Ef 2, 20) en él, en Cristo.

Después de la Ascensión, un grupo de discípulos se encuentra reunido en torno a los Apóstoles y a María en espera del Espíritu Santo que Jesús había prometido. En verdad, ante la 'promesa del Padre' que Jesús les formula una vez más estando a la mesa con ellos .promesa que se referí un 'bautismo en el Espíritu Santo' (Hech 1, 4.5)., preguntan al Maestro resucitado: '¿Es en este momento cuando vas a restablecer el reino de Israel?' (Hech 1, 6). Evidentemente, su mentalidad estaba influida todavía por de la esperanza de un reino mesiánico, que consistiría en la restauración temporal del reino davídico (Cfr. Mc 11, 10; Lc 1, 32.33) esperada por Israel. Jesús los había disuadido de esta expectativa y había reafirmado la promesa: 'Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra'(Hech 1, 8).

2. El día de Pentecostés, que de primitiva fiesta de la cosecha. (Cfr. Ex 23,16) se había convertido para Israel en fiesta de la renovación de la Alianza (Cfr. 2 Cro 15,10.13), la promesa de Cristo se cumple del modo que ya conocemos. Bajo la acción del Espíritu Santo, el grupo de los Apóstoles y los discípulos se consolida y alrededor de ellos se reúnen los primeros convertidos por el anuncio de los Apóstoles y, especialmente, de Pedro. Así inicia el crecimiento de la primera comunidad cristiana (Cfr. Hech 2, 41) y se constituye la Iglesia de Jerusalén (Cfr. Hech 2, 42.47), que muy pronto se ensancha y se extiende también a otras ciudades, regiones y naciones .¡hasta Roma!., ya sea en virtud de su propio dinamismo interno impreso por el Espíritu Santo, ya porque las circunstancias obligan a los cristianos a huir de Jerusalén y de Judea y a dispersarse por diversas localidades, y también a causa del ardor con el que, principalmente los Apóstoles, pretenden poner por obra el mandato de Cristo sobre la evangelización universal.

Éste es el acontecimiento histórico de los orígenes, descrito por Lucas en los Hechos de los Apóstoles y confirmado por los demás textos cristianos y no cristianos que documentan la difusión del cristianismo y la existencia de las distintas Iglesias en toda la zona del Mediterráneo .y más allá., a lo largo de los últimos decenios del primer siglo.

3. En el contexto histórico de este hecho está contenido el elemento misterioso de la Iglesia, al que se refiere el Concilio Vaticano II cuando escribe que 'Cristo, en cumplimiento de voluntad del Padre inauguró en la tierra el reino de los cielos, nos reveló su misterio y con su obediencia realizó la redención. La Iglesia o reino de Cristo, presente actualmente en misterio, por poder de Dios crece visiblemente en el mundo' (Lumen Gentium, 3). Estas palabras son la síntesis de la catequesis anterior sobre el comienzo del reino de Dios en la tierra, en Cristo y por Cristo y, a la vez, indican que la Iglesia está llamada por Cristo a la existencia, a fin de que este reino perdure y se desarrolle en ella y por ella en el curso de la historia del hombre en la tierra.

Jesucristo, que desde el principio de su misión mesiánica proclamaba la conversión y llamada a la fe: 'convertíos y creed en la Buena Nueva' (Mc 1,15), confió a los Apóstoles y a la Iglesia la tarea de congregar a los hombres en la unidad de esta fe, invitándolos a entrar en la comunidad de fe fundada por él.

4. La comunidad de fe es paralelamente una comunidad de salvación. Jesús había repetido muchas veces: 'El hijo del hombre ha venido a buscar y salvarlo que estaba perdido' (Lc 19, 10). Sabia y declaraba desde el comienzo que su misión era la de 'anunciar a los pobres la Buena Nueva, proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos' (Cfr. Lc 4, 18). Sabia y declaraba que el Padre lo había enviado como salvador (Cfr. Jn 3, 17; 12, 47). De aquí derivaba su solicitud particular hacia los pobres y los pecadores.

En consecuencia, también su Iglesia debía surgir y desarrollarse como una comunidad de salvación. Lo subraya el Concilio Vaticano II en el decreto Ad gentes: 'Lo que ha sido predicado una vez por el Señor, lo que en él se ha obrado para salvación del género humano, debe ser proclamado y difundido hasta los últimos confines de la tierra, comenzando por Jerusalén, de suerte que lo que una vez se obró para todos en orden a la salvación alcance su efecto en todos en el curso de los tiempos' (n. 3). De esta exigencia de expansión, manifestada por el evangelio y por los Hechos de los Apóstoles, se originan la misión y las misiones de la Iglesia en el mundo entero.

5. Los Hechos de los Apóstoles nos atestiguan que en la Iglesia primitiva .la comunidad de Jerusalén. la vida de oración era sumamente intensa y que los cristianos se reunían para la 'fracción del pan' (Hech 2, 42 ss.). Esta expresión tenia, en el lenguaje cristiano, el significado de un rito eucarístico inicial (Cfr. 1 Cor 10, 16; 11, 24; Lc 22, 19; etc.).

En efecto, Jesús había querido que su Iglesia fuera la comunidad del culto a Dios en espíritu y en verdad. Éste era el significado nuevo del culto que él había enseñado: 'Llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que lo adoren' (Jn 4, 25). Lo dijo Jesús durante su conversación con la samaritana. Pero ese culto en espíritu y en verdad no excluía el aspecto visible; no excluía, por tanto, los signos y los ritos litúrgicos, para los que los primeros cristianos se reunían tanto en el templo (Cfr. Hech 2, 46) como en casas particulares (Cfr. Hech 2, 46; 12, 12). Hablando con Nicodemo, Jesús mismo había aludido al rito bautismal: 'En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios' (Jn 3, 5). Era el primer sacramento de la comunidad nueva, en el que se realizaba el renacimiento por obra del Espíritu Santo y la entrada en el reino de Dios, significada por el rito visible del lavado con el agua (Cfr. Hech 2, 38. 41).

6. El momento culminante del nuevo culto .en espíritu y en verdad. era la Eucaristía. La institución de este sacramento había sido el punto clave en la formación de la Iglesia. Relacionándola con el banquete pascual de Israel, Jesús la había concebido y realizado como un convite, en el que él mismo se entregaba bajo las especies de comida y bebida: pan y vino, signos de participación de su vida divina .vida eterna. con los invitados al banquete. San Pablo expresa bien el aspecto eclesial de tal participación en la Eucaristía, cuando escribe a los Corintios: 'Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque, aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan' (1 Cor 10,16.17).

Desde sus orígenes, la Iglesia comprendió que la institución del sacramento, que tuvo lugar durante la Ultima Cena, significaba la introducción de los cristianos en el corazón mismo del reino de Dios, que Cristo mediante su encarnación redentora había iniciado y constituido en la historia del hombre. Los cristianos sabían desde el principio que este reino perdura en la Iglesia, especialmente a través de la Eucaristía. Y ésta .como sacramento de la Iglesia. era y es también la expresión culminante de ese culto en espíritu y en verdad, al que Jesús había aludido durante su conversación con la samaritana. Al mismo tiempo, la Eucaristía-sacramento era y es un rito que Jesús instituyó para que fuera celebrado por la Iglesia. En realidad, había dicho en la Ultima Cena: 'Haced esto en conmemoración mía' (Lc 22, 19; Cfr. 1 Cor 11, 24.25).Son palabras pronunciadas en vísperas de su pasión y muerte en la cruz, en el marco de un discurso a los Apóstoles con el que Jesús los instruía y preparaba para su propio sacrificio. Ellos las comprendieron en este sentido. La Iglesia tomó de esas palabras la doctrina y la práctica de la Eucaristía como renovación incruenta del sacrificio de la cruz. Santo Tomás de Aquino expresó este aspecto fundamental del sacramento eucarístico en la famosa antífona: O Sacrum Convivium, in quo Christus sumitur, recolitur memoria passionis eius; y añadió lo que la Eucaristía produce en los participantes en el banquete, según el anuncio de Jesús sobre la vida eterna: mens impletur gratia, et futurae gloriae nobis pignus datur

7. El Concilio Vaticano II resume así la doctrina de la Iglesia acerca de este punto: 'La obra de nuestra redención se efectúa cuantas veces se celebra en el altar el sacrificio de la cruz, por medio del cual Cristo, que es nuestra Pascua, ha sido inmolado (1 Cor 5, 7). Y, al mismo tiempo, la unidad de los fieles, que constituyen un solo cuerpo en Cristo, está representada y se realiza por el sacramento del pan eucarístico (Cfr. 1 Cor 10, 17)' (Lumen Gentium, 3).

Según el Concilio, la Ultima Cena es el momento en que Cristo, anticipando su muerte en la cruz y su resurrección, da comienzo a la Iglesia: la Iglesia es engendrada junto con la Eucaristía, en cuanto que está llamada 'a esta unión con Cristo, luz del mundo, de quien procedemos, por quien vivimos y hacia quien caminamos' (Lumen Gentium, 3). Cristo es luz del mundo sobre todo en su sacrificio redentor. Es entonces cuando realiza plena mente las palabras que dijo un día: 'El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos' (Mc 10, 45; Mt 20, 28). Cumple entonces el designio eterno del Padre, según el cual Cristo 'iba a morir ( ) para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos' (Jn 11, 51.52). Por ello, en el sacrificio de la cruz Cristo es el centro de la unidad de la Iglesia, como había predicho: 'Y cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí' (Jn 12, 32). En el sacrificio de la cruz renovado en el altar, Cristo sigue siendo el perenne centro generador de la Iglesia, en la que los hombres están llamados a participar en su vida divina para alcanzar un día la participación en su gloria eterna. Et futurae gloriae nobis pignus datur.

 

 

El significado del Reino de Dios en las parábolas evangélicas (18.IX.91)

1. Los textos evangélicos documentan la enseñanza de Jesús sobre el reino de Dios en relación con la Iglesia. Documentan, también, de qué modo lo predicaban los Apóstoles, y cómo la Iglesia primitiva lo concebía y creía en él. En esos textos se vislumbra el misterio de la Iglesia como reino de Dios. Escribe el Concilio Vaticano II: 'El misterio de la santa Iglesia se manifiesta en su fundación. Pues nuestro Señor Jesús dio comienzo a la Iglesia predicando la buena nueva, es decir, la llegada del reino de Dios prometido ( ). Este reino brilla ante los hombres en la palabra, en las obras y en la presencia de Cristo' (Lumen Gentium, 5). A todo lo que dijimos en las catequesis anteriores acerca de este tema, especialmente en la última, agregamos hoy otra reflexión sobre la enseñanza que Jesús imparte sobre el reino de Dios haciendo uso de parábolas, sobre todo de las que se sirvió para darnos a entender su significado y su valor esencial.

2. Dice Jesús: 'El reino de los cielos es semejante a un rey que celebró el banquete de bodas de su hijo' (Mt 22, 2). La parábola del banquete nupcial presenta el reino de Dios como una iniciativa real .y, por tanto, soberana de Dios mismo. Incluye también el tema del amor y, con mayor propiedad, del amor nupcial: el hijo, para el que el padre prepara el banquete de bodas, es el esposo. Aunque en esta parábola no se habla de la esposa por su nombre, las circunstancias permiten suponer su presencia y su identidad. Esto resultará más claro en otros textos del Nuevo Testamento, que identifican a la Iglesia con la Esposa (Jn 3, 29; Ap 21, 9; 2 Cor 11, 2; Ef 5, 23.27. 29).

3. Por el contrario, la parábola contiene de modo explícito la indicación acerca del Esposo, Cristo, que lleva a cumplimiento la Alianza nueva del Padre con la humanidad. Ésta es una alianza de amor, y el reino mismo de Dios se presenta como una comunión (comunidad de amor), que el Hijo realiza por voluntad del Padre. El 'banquete' es la expresión de esta comunión. En el marco de la economía de la salvación descrita por el Evangelio, es fácil descubrir en este banquete nupcial una referencia a la Eucaristía: el sacramento de la Alianza nueva y eterna, el sacramento de las bodas de Cristo con la humanidad en la Iglesia.

4. A pesar de que en la parábola no se nombra a la Iglesia como Esposa, en su contexto se encuentran elementos que recuerdan lo que el Evangelio dice sobre la Iglesia como reino de Dios. Por ejemplo, la universalidad de la invitación divina: 'Entonces [el rey] dice a sus siervos ( ): 'a cuantos encontréis, invitadlos a la boda' (Mt 22, 9). Entre los invitados al banquete nupcial del Hijo faltan los que fueron elegidos en primer lugar: esos debían ser huéspedes, según la tradición de la Antigua Alianza. Rechazan asistir al banquete de la Nueva Alianza, aduciendo diversos pretextos. Entonces Jesús pone en boca del rey, dueño de la casa: 'Muchos son llamados, mas pocos escogidos' (Mt 22, 14). En su lugar, la invitación se dirige a muchos otros, que llenan la sala del banquete. Este episodio nos hace pensar en otras palabras que Jesús había pronunciado en tono de admonición: 'Y os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se pondrán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos, mientras que los hijos del reino serán echados a las tinieblas de fuera' (Mt 8, 11.12). Aquí se observa claramente cómo la invitación se vuelve universal: Dios tiene intención de sellar una alianza nueva en su Hijo, alianza que ya no será sólo con el pueblo elegido, sino con la humanidad entera.

5. El desenlace de esta parábola indica que la participación definitiva en el banquete nupcial está supeditada a ciertas condiciones esenciales. No basta haber entrado en la Iglesia para estar seguro de la salvación eterna: 'Amigo, ¿como has entrado aquí sin traje de bodas?' (Mt 22, 12), pregunta el rey a uno de los invitados. La parábola, que en este punto parece pasar del problema del rechazo histórico de la elección por parte del pueblo de Israel al comportamiento individual de todo aquel que es llamado, y al juicio que se pronunciará sobre él, no especifica el significado de ese 'traje' Pero se puede decir que la explicación se encuentra en el conjunto de la enseñanza de Cristo. El Evangelio, en particular el sermón de la montaña, habla del mandamiento del amor, que es el principio de la vida divina y de la perfección según el modelo del Padre: 'Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial' (Mt 5, 48). Se trata del 'mandamiento nuevo' que, como enseña Cristo, consiste en esto: 'Que como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros' (Jn 13, 34). Por ello, parece posible colegir que el 'traje de bodas', como condición para participar en el banquete, es precisamente ese amor.

Esa apreciación es confirmada por otra gran parábola, de carácter escatológico: la parábola del juicio final. Sólo quienes ponen en práctica el mandamiento del amor en las obras de misericordia espiritual y corporal para con el prójimo, pueden tomar parte en el banquete del reino de Dios: 'Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del reino preparado para vosotros des de la creación del mundo' (Mt 25, 34).

6. Otra parábola nos ayuda a comprender que nunca es demasiado tarde para entrar en la Iglesia. Dios puede dirigir su invitación al hombre hasta el último momento de su vida. Nos referimos a la conocida parábola de los obreros de la viña: 'El reino de los cielos es semejante a un propietario que salió a primera hora de la mañana a contratar obreros para su viña' (Mt 20,1). Salió, luego, a diferentes horas del día, hasta la última. A todos dio un jornal, pero a algunos, además de lo estrictamente pactado, quiso manifestarles todo su amor generoso.

Estas palabras nos traen a la memoria el episodio conmovedor que narra el evangelista Lucas sobre el 'buen ladrón' crucificado al lado de Cristo en el Gólgota. A él la invitación se le presentó como una manifestación de la iniciativa misericordiosa de Dios: cuando, a punto de expirar, exclamó: 'Jesús, acuérdate de mi cuando vengas con tu Reino', oyó de boca del Redentor. Esposo, condenado a morir en la cruz: 'Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso' (Lc 23, 42.43).

7. Citemos otra parábola de Jesús: 'El reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo un hombre, vuelve a esconderlo y, por la alegría que le da, va, vende todo lo que tiene y compra el campo aquel' (Mt 13, 44). De modo parecido, también el mercader que andaba buscando perlas finas, 'al encontrar una perla de gran valor, va, vende todo lo que tiene y la compra' (Mt 13, 45). Esta parábola enseña una gran verdad a los llamados: para ser dignos de la invitación al banquete real del Esposo es necesario comprender el valor supremo de lo que se nos ofrece. De aquí nace también la disponibilidad a sacrificarlo todo por el reino de los cielos, que vale más que cualquier otra cosa. Ningún valor de los bienes terrenos se puede parangonar con él. Es posible dejarlo todo, sin perder nada, con tal de tomar parte en el banquete de Cristo.Esposo.

Se trata de la condición esencial de desprendimiento y pobreza que Cristo nos señala, junto con las restantes, cuando llama bienaventurados a 'los pobres de espíritu', a 'los mansos' y a 'los perseguidos por causa de la justicia', porque 'de ellos es el reino de los cielos' (Cfr. Mt 5, 3. 10); y cuando presenta a un niño como 'el mayor en el reino de los cielos': 'Si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el reino de los cielos. Así pues, quien se haga pequeño como este niño, ése es el mayor en el reino de los cielos' (Mt 18, 2.4).

8. Podemos concluir, con el Concilio Vaticano II, que en las palabras y en las obras de Cristo, especialmente en su enseñanza a través de las parábolas, 'este reino ha brillado ante los hombres' (Lumen Gentium, 5). Predicando la llegada de ese reino, Cristo fundó su Iglesia y manifestó su íntimo misterio divino (Cfr. Lumen Gentium, 5).

 

 

El crecimiento del reino de Dios según las parábolas (25.IX.91)

1. Como dijimos en la catequesis anterior, no es posible comprender el origen de la Iglesia sin tener en cuenta todo lo que Jesús predicó y realizó (Cfr. Hech 1, 1). Precisamente de este tema habló a sus discípulos, y nos ha dejado su enseñanza fundamental en las parábolas del reino de Dios. Entre éstas, revisten importancia particular las que enuncian y nos permiten descubrir el carácter de desarrollo histórico y espiritual que es propio de la Iglesia según el proyecto de su mismo Fundador.

2. Jesús dice: 'El reino de Dios es como un hombre que echa el grano en la tierra; duerma o se levante, de noche o de día, el grano brota y crece, sin que Él sepa cómo. La tierra da el fruto por sí misma; primero hierba, luego espiga, después trigo abundante en la espiga. Y cuando el fruto lo admite, en seguida se le mete la hoz, porque ha llegado la siega' (Mc 4, 26.29). Por tanto, el reino de Dios crece aquí en la tierra, en la historia de la humanidad, en virtud de una siembra inicial, es decir, de una fundación que viene de Dios, y de uno obrar misterioso de Dios mismo, que la Iglesia sigue cultivando a lo largo de los siglos. En la acción de Dios en relación con el Reino también está presente la 'hoz' del sacrificio: el desarrollo del Reino no se realiza sin sufrimiento. Éste es el sentido de la parábola que narra el evangelio de San Marcos.

3. Volvemos a encontrar el mismo concepto también en otras parábolas, especialmente en las que están agrupadas en el texto de Mateo (13, 3.50).

'El reino de los cielos .leemos en este evangelio. es semejan te a un grano de mostaza que tomó un hombre y lo sembró en su campo. Es ciertamente más pequeña que cualquier semilla, pero cuando crece es mayor que las hortalizas, y se hace árbol, hasta el punto de que las aves del cielo vienen y anidan en sus ramas' (Mt 13, 31)32). Se trata del crecimiento del Reino en sentido 'extensivo'

Por el contrario, otra parábola muestra su crecimiento en sentido 'intensivo' o cualitativo, comparándolo a la 'levadura que tomó una mujer y la metió en tres medidas de harina, hasta que fermentó todo' (Mt 13, 33).

4. En la parábola del sembrador y la semilla, el crecimiento del reino de Dios se presenta ciertamente como fruto de la acción del sembrador; pero la siembra produce fruto en relación con el terreno y con las condiciones climáticas: 'una ciento, otra sesenta, otra treinta' (Mt 13, 8). El terreno representa la disponibilidad interior de los hombres. Por consiguiente, a juicio de Jesús, también el hombre condiciona el crecimiento del reino de Dios. La voluntad libre del hombre es responsable de este crecimiento. Por eso Jesús recomienda que todos oren: 'Venga tu Reino' (Cfr. Mt 6, 10; Lc 11, 2). Es una de las primeras peticiones del Pater noster.

5. Una de las parábolas que narra Jesús acerca del crecimiento del reino de Dios en la tierra, nos permite descubrir con mucho realismo el carácter de lucha que entraña el Reino a causa de la presencia y la acción de un 'enemigo' que 'siembra cizaña (gramínea) en medio del grano'. Dice Jesús que cuando 'brotó la hierba y produjo fruto, apareció entonces también la cizaña'. Los siervos del amo del campo querían arrancarla, pero éste no se lo permite, 'no sea que, al recoger la cizaña, arranquéis a la vez el trigo. Dejad que ambos crezcan juntos hasta la siega. Y al tiempo de la siega, diré a los segadores: recoged primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el trigo recogedlo en mi granero' (Mt 13, 24.30). Esta parábola explica la coexistencia y, con frecuencia, el entrelazamiento del bien y del mal en el mundo, en nuestra vida y en la misma historia de la Iglesia. Jesús nos enseña a ver las cosas con realismo cristiano y a afrontar cada problema con claridad de principios, pero también con prudencia y paciencia. Esto supone una visión transcendente de la historia, en la que se sabe que todo pertenece a Dios y que todo resultado final es obra de su Providencia. Como quiera que sea, no se nos oculta aquí el destino final .de dimensión escatológica de los buenos y los malos; está simbolizado por la recogida del grano en el granero y la quema de la cizaña.

6. Jesús mismo da la explicación de la parábola del sembrador a petición de sus discípulos (Cfr. Mt 13, 36)43). En sus palabras se transparenta la dimensión temporal y escatológica del reino de Dios.

Dice a los suyos: 'A vosotros se os ha dado el misterio del reino de Dios' (Mc 4, 11). Los instruye acerca de este misterio y, al mismo tiempo, con su palabra y su obra 'prepara un Reino para ellos, así como el Padre lo preparó para él [el Hijo]' (Cfr. Lc 22, 29). Esta preparación se lleva a cabo incluso después de su resurrección. En efecto, leemos en los Hechos de los Apóstoles que 'se les apareció durante cuarenta días y les hablaba acerca de lo referente al reino de Dios' (Cfr. Hech 1, 3) hasta el día en que 'fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios' (Mc 16,19). Eran las últimas instrucciones y disposiciones para los Apóstoles sobre lo que debían hacer después de la Ascensión y Pentecostés, a fin de que comenzara concretamente el reino de Dios en los orígenes de la Iglesia.

7. También las palabras dirigidas a Pedro en Cesarea de Filipo se inscriben en el ámbito de la predicación sobre el Reino. En efecto, le dice: 'A ti te daré las llaves del reino de los cielos' (Mt 16, 19), inmediatamente después de haberlo llamado piedra, sobre la que edificará su Iglesia, que será invencible para las 'puertas del Hades' (Cfr. Mt 16, 18). Es una promesa que en ese momento se formula con el verbo en futuro, 'edificaré', porque la fundación definitiva del reino de Dios en este mundo todavía tenia que realizarse a través del sacrificio de la cruz y la victoria de la resurrección. Después de este hecho, Pedro y los demás Apóstoles tendrán viva conciencia de su vocación a 'anunciar las alabanzas de Aquel que les ha llamado de las tinieblas a su luz admirable' (Cfr. 1 Pe 2, 9). Al mismo tiempo, todos tendrán también conciencia de la verdad que brota de la parábola del sembrador, es decir, que 'mi el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios que hace crecer', como escribió san Pablo (1 Cor 3, 7).

8.. El autor del Apocalipsis da voz a esta misma conciencia del Reino cuando afirma en el canto al Cordero: 'Porque fuiste degollado y compraste para Dios con tu sangre hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación, y has hecho de ellos para nuestro Dios un reino de sacerdotes' (Ap 5, 9.10). El apóstol Pedro precisa que fueron hechos tales 'para ofrecer sacrificios espirituales aceptos a Dios por mediación de Jesucristo' (Cfr. 1 Pe 2, 5). Todas éstas son expresiones de la verdad aprendida de Jesús quien, en las parábolas del sembrador y la semilla, del grano bueno y la cizaña, y del grano de mostaza que se siembra y luego se con vierte en un árbol, hablaba de un reino de Dios que, bajo la acción del Espíritu, crece en las almas gracias a la fuerza vital que deriva de su muerte y su resurrección; un Reino que crecerá hasta el tiempo que Dios mismo previó.

9. 'Luego, el fin )anuncia san Pablo) cuando [Cristo] entregue a Dios Padre el Reino, después de haber destruido todo Principado, Dominación y Potestad' (1 Cor 15, 24). En realidad, 'cuando hayan sido sometidas a él todas las cosas, entonces también el Hijo se someterá a aquel que ha sometido a él todas las cosas osas, para que Dios sea todo en todo' (1 Cor 15, 28).

Desde el principio hasta el fin, la existencia de la Iglesia se inscribe en la admirable perspectiva escatológica del reino de Dios, y su historia se despliega desde el primero hasta el último día.

 

 

El Espíritu Santo en el origen de la Iglesia (2.X.91)

1. Hemos aludido varias veces, en las catequesis anteriores, a la intervención del Espíritu Santo en el origen de la Iglesia. Es conveniente, ahora, dedicar una catequesis especial a este tema tan hermoso e importante.

Jesús mismo, antes de subir a los cielos, dice a los Apóstoles: 'Yo voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte, permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto' (Lc 24, 49). Jesús quiere preparar directamente a los Apóstoles para el cumplimiento de la 'promesa del Padre'. El evangelista Lucas repite la misma recomendación final del Maestro también en los primeros versículos de los Hechos de los Apóstoles: 'Mientras estaba comiendo con ellos, les mandó que no se ausentaran de Jerusalén, sino que aguardaran la promesa del Padre' (1,4).

Durante toda su actividad mesiánica, Jesús, predicando sobre el reino de Dios, preparaba 'el tiempo de la Iglesia', que debía comenzar después de su partida. Cuando ésta ya se hallaba próxima, les anunció que estaba para llegar el día que iba a comenzar ese tiempo (Cfr. Hech 1, 5), a saber, el día de la venida del Espíritu Santo. Y mirando hacia el futuro, agregó: 'Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra' (Hech 1,8).

2. Cuando llegó el día de Pentecostés, los Apóstoles, que estaban reunidos en oración en compañía de la Madre del Señor, tuvieron la demostración de que Jesucristo obraba de acuerdo con lo que había anunciado, es decir: se estaba cumpliendo 'la promesa del Padre'. Lo proclamó Simón Pedro, el primero de entre los Apóstoles, hablando a la asamblea. Pedro habló recordando en primer lugar la muerte en la cruz y, luego, el testimonio de la resurrección y la efusión del Espíritu Santo: 'A este Jesús Dios lo resucitó; de lo cual todos nosotros somos testigos. Y exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y ha derramado lo que vosotros veis y oís' (Hech 2, 32.33).

Pedro afirma ya desde el primer día que la 'promesa del Padre' se cumple como fruto de la redención porque Cristo, el Hijo exaltado 'a la diestra de Dios', en virtud de su cruz y resurrección manda al Espíritu, como había anunciado ya antes de su pasión, en el momento de la despedida en el Cenáculo.

3. El Espíritu Santo comenzaba así la misión de la Iglesia instituida para todos los hombres. Pero no podemos olvidar que el Espíritu Santo obraba como 'Dios desconocido' (Hech 17, 23) ya antes de Pentecostés. Obraba de modo particular en la Antigua Alianza, iluminando y guiando al pueblo elegido por el camino que llevaba la historia antigua hacia el Mesías. Obraba en los mensajes de los profetas y en los escritos de todos los autores inspirados. Obró, sobre todo, en la encarnación del Hijo, como testimonian el Evangelio de la Anunciación y la historia de los acontecimientos sucesivos relacionados con la venida al mundo del Verbo eterno que asumió la naturaleza humana. El Espíritu Santo obró en el Mesías y alrededor del Mesías desde el momento mismo en que Jesús empezó su misión mesiánica en Israel, como atestiguan los textos evangélicos acerca de la teofanía durante el bautismo en el Jordán y sus declaraciones en la sinagoga de Nazaret. Pero desde aquel momento, y a lo largo de toda la vida de Jesús, iban acentuándose y renovándose las promesas de una venida futura y definitiva del Espíritu Santo. Juan Bautista relacionaba la misión del Mesías con un nuevo bautismo 'en el Espíritu Santo)e Jesús prometía 'ríos de agua viva' a quienes creyeran en él, tal como narra el evangelio de Juan, que explica así esta promesa: 'Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él. Porque aún no había Espíritu, pues todavía Jesús no había sido glorificado' (Jn 7, 39). El día de Pentecostés, Cristo, habiendo sido ya glorificado tras el cumplimiento final de su misión, hizo brotar de su seno 'ríos de agua viva' e infundió el Espíritu para llenar de vida divina a los Apóstoles y todos los creyentes. Así, pudieron ser 'bautizados en un solo Espíritu' (Cfr. 1 Cor 12, 13). Este fue el comienzo del crecimiento de la Iglesia.

4. Como escribió el concilio Vaticano II, 'Cristo envió de parte del Padre al Espíritu Santo, para que llevar cabo interiormente su obra salvífica e impulsar la Iglesia a extenderse a sí misma. El Espíritu Santo obraba ya, sin duda, en el mundo antes de que Cristo fuera glorificado. Sin embargo, el día de Pentecostés descendió sobre los discípulos para permanecer con ellos para siempre; la Iglesia se manifestó públicamente ante la multitud; comenzó la difusión del Evangelio por la predicación y fue, por fin, prefigurada la unión de los pueblos en la catolicidad de la fe por medio de la Iglesia de la Nueva Alianza, que habla en todas las lenguas, comprende y abraza en la caridad todas las lenguas y supera así la dispersión de Babel' (Ad gentes, 4).

El texto conciliar pone de relieve en qué consiste la acción del Espíritu Santo en la Iglesia, a partir del día de Pentecostés. Se trata de unción salvífica e interior que, al mismo tiempo, se manifiesta externamente en el nacimiento de la comunidad e institución de salvación. Esa comunidad .la comunidad de los primeros discípulos. está completamente impregnada por el amor que supera todas las diferencias y las divisiones de orden terreno. El acontecimiento de Pentecostés es signo de una expresión de fe en Dios comprensible para todos, a pesar de la diversidad de las lenguas. Los Hechos de los Apóstoles aseguran que la gente, reunida en torno a los Apóstoles en aquella primera manifestación pública de la Iglesia, decía estupefacta: '¿Es que no son galileos todos estos que están hablando? Pues ¿cómo cada uno de nosotros los oímos en nuestra propia lengua nativa?' (Hech 2, 7.8).

5. La Iglesia recién nacida, de ese modo, por obra del Espíritu Santo, el día de Pentecostés, se manifiesta inmediatamente al mundo. No es una comunidad cerrada, sino abierta .podría decirse abierta de par en par. a todas las naciones 'hasta los confines de la tierra' (Hech 1, 8). Quienes entran en esta comunidad mediante el bautismo, llegan a ser, en virtud del Espíritu Santo de verdad, testigos de la Buena Nueva, dispuestos para transmitirla a los demás. Es, por tanto, una comunidad dinámica, apostólica: la Iglesia 'en estado demisión'.

El mismo Espíritu Santo es el primero que 'da testimonio' de Cristo (Cfr. Jn 15, 26), y este testimonio invade el alma y el corazón de quienes participan en Pentecostés, los cuales, a su vez, se convierten en testigos y anunciadores. Las 'lenguas como de fuego' (Hech 2, 3) que se posan sobre la cabeza de cada uno de los presentes constituyen el signo externo del entusiasmo que el Espíritu Santo había suscitado en ellos. Este entusiasmo se extiende de los Apóstoles a sus oyentes, ya desde el primer día en que, después del discurso de Pedro, 'se unieron unas tres mil almas' ( Hech 2, 41).

6. Todo el libro de los Hechos de los Apóstoles es una gran descripción de la acción del Espíritu Santo en los comienzos de la Iglesia, que (como leemos) 'se edificaba y progresaba en el temor del Señor y estaba llena de la consolación del Espíritu Santo' (Hech 9, 31). Es bien sabido que no faltaron dificultades internas y persecuciones, y que surgieron los primeros mártires. Pero los Apóstoles tenían la certeza de que era el Espíritu Santo quien los guiaba. Esta conciencia se iba a formalizar, en cierto modo, durante el Concilio de Jerusalén, cuyas resoluciones comienzan con las palabras 'hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros ' (Hech 15, 28). De esta manera, la comunidad testimoniaba la conciencia que tenía de estar obrando movida por la acción del Espíritu Santo.

 

 

La Iglesia y el misterio trinitario (9.X.91)

1. El Concilio Vaticano II en la constitución Lumen Gentium termina la primera parte de su exposición sobre la Iglesia con una frase de san Cipriano muy sintética y densa de misterio: 'Y así toda la Iglesia aparece como 'un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo' (Lumen Gentium, 4). Por tanto, según el Concilio, la Iglesia es en su esencia más intima un misterio de fe, profundamente vinculado con el misterio infinito de la Trinidad. A este misterio en el misterio debemos dedicar ahora nuestras consideraciones, después de haber presentado a la Iglesia, en las catequesis anteriores, de acuerdo con las enseñanzas de Jesús y la 'opus paschale' realizada por él con la pasión, muerte, resurrección, y coronada el día de Pentecostés con la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles. Según el magisterio del Concilio Vaticano II, heredero de la tradición, el misterio de la Iglesia está enraizado en Dios.Trinidad y por eso tiene como dimensión primera y fundamental la dimensión trinitaria, en cuanto que desde su origen hasta su conclusión histórica y su destino eterno la Iglesia tiene consistencia y vida en la Trinidad (Cfr San Cipriano, De oratione dominica, 23: PL 4, 553).

2. Esta perspectiva trinitaria la abrió a la Iglesia Jesús con las últimas palabras que dijo a los Apóstoles antes de su retorno definitivo al Padre: 'Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo' (Mt 28, 19). 'Todas las gentes', invitadas y llamadas a unirse en una sola fe, están marcadas por el misterio de Dios uno y trino. Todas están invitadas y llamadas al bautismo, que significa la introducción en el misterio de la vida divina de la Santísima Trinidad, a través de la Iglesia de los Apóstoles y de sus sucesores, quicio visible de la comunidad de los creyentes.

3. Dicha perspectiva trinitaria, indicada por Cristo al enviar a los Apóstoles a evangelizar el mundo entero que Pablo dirige a la comunidad de Corinto: 'La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios [Padre] y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros' (2 Cor 13, 13). Es el mismo saludo que en la liturgia de la misa, renovada después del Concilio Vaticano II, el celebrante dirige a la asamblea, como hacia en otro tiempo el apóstol Pablo con los fieles de Corinto. Ese saludo expresa el deseo de que los cristianos se hagan todos participes de los dones atribuidos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo: el amor del Padre creador, la gracia del Hijo redentor, la unidad en la comunión del Espíritu Santo, vínculo de amor de la Trinidad, de la que la Iglesia ha sido hecha participe.

4. La misma perspectiva trinitaria se halla también en otro texto paulino de gran importancia desde el punto de vista de la misión de la Iglesia: 'Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo; diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo; diversidad de operaciones, pero es el mismo Dios que obra todo en todos' (1 Cor 12, 4.6). Sin duda la unidad de la Iglesia refleja la unidad de Dios, pero al mismo tiempo saca vitalidad de la Trinidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que se refleja en la riqueza de la vida eclesial. La unidad es fecunda en multiformes manifestaciones de vida. El misterio de Dios uno y trino se extiende soberano sobre todo el misterio de la riquísima unidad de la Iglesia.

5. En la vida de la Iglesia se puede descubrir el reflejo de la unidad y de la trinidad divina. En el origen de esta vida se ve especialmente el amor del Padre, que tiene la iniciativa tanto de la creación como de la redención, por la que él reúne a los hombres como hijos en su Hijo unigénito. Por eso, la vida de la Iglesia es la vida de Cristo mismo, que vive en nosotros, dándonos la participación en la misma filiación divina. Y esta participación es obra del Espíritu Santo, que hace que, como Cristo y con Cristo, llamemos a Dios: 'Abbá, Padre!' (Rom 8,15).

6. En esta invocación, la nueva conciencia de la participación del hombre en la filiación del Hijo de Dios en virtud del Espíritu Santo que da la gracia, halla una formulación de origen divino ¡y trinitario! El mismo Espíritu, con la gracia, actúa la promesa de Cristo sobre la inhabitación de Dios.Trinidad en los hijos de la adopción divina. Efectivamente, la promesa que hace Jesús: 'Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amara, y vendremos a él, y haremos morada en él' (Jn 14, 23), está iluminada en el Evangelio por una promesa anterior: 'Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito para que esté con vosotros para siempre' (Jn 14,15 16). Una enseñanza semejante nos la da san Pablo, que dice a los cristianos que son 'templo de Dios' y explica este estupendo privilegio diciendo: 'El Espíritu de Dios habita en vosotros' (1 Cor 3, 16; cfr. Rom 8, 9; 1 Cor 6, 19; 2 Cor 6, 16).

Y he aquí que emerge de estos textos una gran verdad: el hombre.persona es en la Iglesia la morada de Dios.Trinidad, y toda la Iglesia, compuesta de personas habitadas por la Trinidad, es en su conjunto la morada, el templo de la Trinidad.

7. En Dios Trinidad se halla también la fuente esencial de la unidad de la Iglesia. Lo indica la plegaria 'sacerdotal' de Cristo en el Cenáculo: ' para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mi y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tu me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mi, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mi' (Jn 17, 21.23). ésta es la fuente y también el modelo para la unidad de la Iglesia. En efecto, dice Jesús: que sean uno, 'como nosotros somos uno'. Pero la realización de esta divina semejanza tiene lugar en el interior de la unidad de la Trinidad: 'ellos en nosotros'. Y en esta unidad trinitaria permanece la Iglesia, que vive de la verdad y de la caridad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Y la fuente de todos los esfuerzos encaminados a la reunión de los cristianos en la unidad de la Iglesia, herida en la dimensión humana e histórica de la unidad, está siempre en la Trinidad una e indivisible. En la base del verdadero ecumenismo se halla esta verdad de la unidad eclesial que la oración sacerdotal de Cristo nos revela como derivante de la Trinidad.

8. Incluso la santidad de la Iglesia .y toda santidad en la Iglesia. tiene su fuente en la santidad de Dios Trinidad. El paso de la santidad trinitaria a la eclesial se realiza sobre todo en la Encarnación del Hijo de Dios, como dan a entender las palabras del anuncio a María: 'por eso, el que ha de nacer será santo' (Lc 1, 35). Ese 'santo' es Cristo, el Hijo consagrado con la unción del Espíritu Santo (Cfr Lc 4, 18), el Hijo que con su sacrificio se consagra a sí mismo para poder comunicar a sus discípulos su consagración y su santidad: 'Y por ellos me santifico a mi mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad' (Jn 17, 19). Glorificado por el Padre por medio de esta consagración (Cfr Jn 13, 31; 17, 1.2), Cristo resucitado comunica a su Iglesia el Espíritu Santo (Cfr Jn 20, 22; 7, 39), que la hace santa (Cfr 1 Cor 6, 11)

9. Deseo concluir subrayando que esta Iglesia nuestra, una y santa, está llamada a ser y está puesta en el mundo como manifestación de ese amor que es Dios: 'Dios es amor', escribe san Juan (1 Jn 4, 8). Y si Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo, la vida infinita de conocimiento y de amor de las divinas Personas es la realidad trascendente de la Trinidad. Precisamente este 'amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado' (Rom 5, 5).

La Iglesia, 'un pueblo reunido en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo', como la definió san Cipriano es, pues, el 'sacramento' del amor trinitario. Precisamente en esto consiste su misterio más profundo.

 

 


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