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1. La revelación del Espíritu Santo

 

Por obra del Espíritu Santo

José María Iraburu

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1

Sagrada Escritura

Es de fe que «por la grandeza y hermosura de las criaturas, mediante la razón, se llega [es posible llegar] a conocer al Creador de ellas» (Sab 13,5; +Rm 1,19-20; Vaticano I: Dz 1806/3026).

Puede la razón, con sus propias luces, llegar a conocer que Dios existe, que es único, bueno, omnipotente, providente, etc. Pero nunca, sin la Revelación divina, podrá alcanzar a conocer el misterio de las tres Personas divinas.

La revelación del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo se realiza únicamente en Jesucristo.

Antiguo Testamento

En la Revelación divina que Israel recibe no se manifiesta en Yavé el misterio de la distinción eterna de Tres Personas divinas. La expresión «Espíritu Santo» se usa tres veces (Is 63,10-11.14; Sal 50,13).

Y así como en muchas ocasiones la antigua Escritura habla de Dios en modo antropomórfico, y así alude a la mano de Dios, a su boca, a su brazo, también habla, y con no poca frecuencia, del Espíritu de Dios, del Espíritu de Yavé (ruah Yavé): es decir, de su aliento vital. En el hombre, como en los animales, la respiración, el aliento, es la vida. Y en un sentido semejante se habla del Espíritu de Yavé; pero no, por supuesto, como Persona divina.

La Escritura antigua suele hablar del Espíritu divino en cuanto fuerza vivificante de la creación entera, ya desde su inicio (Gén 1,2; 2,7). Más aún: el Espíritu divino se revela innumerables veces como acción salvadora de Yavé entre los hombres. Es, en efecto, el Espíritu de Yavé el que impulsa a Sansón (Jue 13,25), establece y asiste a los jueces (Jue 3,10; 6,34) o a los reyes (1Sam 10,16), ilumina sobrenaturalmente a José (Gén 41,38; 42,38), a Daniel (Dan 4,5; 5,11), asiste con su prudencia a Moisés y a los setenta ancianos (Núm 11,17.25-26,29), y sobre todo, inspira a los profetas (Is 48,16; 61,1; Ez 11,5).

En todos estos casos, el Espíritu divino es dado a ciertos hombres elegidos, aunque todavía en escasa medida. Por otra parte, desde el fondo de los siglos, anuncia la Escritura que, en la plenitud de los tiempos, Dios establecerá un Mesías, en el que residirá con absoluta plenitud el Espíritu divino (Is 11,1-5; 42,1-9). Y también revela que, a partir de este Mesías, el Espíritu divino será difundido entre todos los hombres (Is 32,15; 44,3): «Yo les daré otro corazón, y pondré en ellos un espíritu nuevo; quitaré de su cuerpo su corazón de piedra, y les daré un corazón de carne, para que sigan mis mandamientos, y observen y practiquen mis leyes, y vengan a ser mi pueblo y sea yo su Dios» (Ez 11,19; +36,26-27; Zac 12,10; Joel 3,1-2).

Nuevo Testamento

La revelación plena de la Trinidad divina, y por tanto del Espíritu Santo, va a producirse en nuestro Señor Jesucristo. Es en los Evangelios donde el Espíritu divino se revela muchas veces en cuanto distinto del Padre y del Hijo. Hemos de ver todo esto más detenidamente en el capítulo próximo; pero aquí expongo brevemente los rasgos principales de la revelación del Espíritu Santo en el evangelio.

Es el Espíritu Santo el que encarna al Hijo divino en las entrañas de María (Lc 1,35). Es Él quien desvela este misterio a Isabel (Lc 1,41), a Zacarías (1,67), a Simeón (2,25-27).

Es el Espíritu Santo quien, en las orillas del Jordán, al mismo tiempo que se oye la voz del Padre, desciende en figura de paloma sobre el Hijo encarnado (3,22). Padre, Hijo y Espíritu Santo, por primera vez, se manifiestan en formidable epifanía como Personas divinas distintas.

Es el Espíritu Santo quien conduce a Jesús al desierto, para que luego, saliendo de él, inicie su ministerio como Profeta enviado por el Padre (Lc 4,1). Es Él quien alegra a Cristo, mostrándole la predilección del Padre por los pequeños (10,21). Por Él hace Jesús milagros admirables, revelando su condición mesiánica de Enviado de Dios (Mt 12,28).

En la última Cena, Jesús anuncia a sus discípulos que, una vez vuelto al Padre, vendrá sobre ellos el Espíritu divino: recibirán «el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre» (Jn 14,26). Tres Personas distintas, las tres divinas e iguales en eternidad, santidad, omnipotencia...

Poco después, en la cruz redentora, «Cristo se ofreció a sí mismo inmaculado a Dios por el Espíritu eterno» (Heb 9,14). Es en el fuego del Espíritu Santo, en la llama del amor divino, en el que Cristo ofrece al Padre el holocausto redentor de su vida. La epiclesis eucarística nos lo recuerda cada día.

Y en seguida, en Pentecostés, nace la Iglesia, que, como Jesús, nace «por obra del Espíritu Santo» (+Hch 2). Él es, con los apóstoles, el protagonista de la evangelización: «llenos del Espíritu Santo, hablaban la Palabra de Dios con libertad» (4,31).

Los hombres que acogen con fe el Evangelio de Cristo vuelven a nacer, esta vez «del agua y del Espíritu» (Jn 3,5). Y son bautizados «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19): tres distintas Personas divinas, en un solo Dios verdadero.

En adelante, pues, toda la vida sobrenatural cristiana será explicada en clave trinitaria. Los que viven en Cristo, iluminados y movidos por el Espíritu Santo, ésos son los hijos de Dios (+Rm 8,10-14). Y ellos se saludan entre sí en el nombre divino de la Trinidad:

«La gracia del Señor Jesucristo, la caridad de Dios y la comunicación del Espíritu Santo sean con todos vosotros» (2Cor 13,13).

2

Magisterio: Tradición doctrinal

En el árbol inmenso de la sabiduría cristiana, lo primero que ha de afirmarse es la raíz de todo, el tronco, las ramas fundamentales que de él brotan: la Trinidad eterna, la Encarnación histórica del Hijo. Y así fue: la predicación antigua de los Padres, igual que los primeros Concilios, trata continuamente del formidable misterio trinitario, de la divinidad de Jesucristo, de la condición también divina del Espíritu Santo.

Esa luminosidad maravillosa de la fe de la Iglesia primera procede precisamente de aquí, de que ella está centrada en lo que realmente es el centro del misterio cristiano: la santísima Trinidad, la Encarnación del Hijo divino, la efusión maravillosa del Espíritu Santo... Esto es lo que predica la Iglesia primitiva, pues es lo que lleva en su corazón, y «de la abundancia del corazón habla la boca» (Mt 12, 34).

Con gran frecuencia, sí, y al mismo tiempo con toda profundidad y sencillez, los antiguos Pastores de la Iglesia, en un lenguaje a un tiempo preciso y asequible a los fieles, predicaban la fe en la Trinidad, la fe que nos salva. Y sobre esta fe escribían maravillosos tratados De Trinitate, como el de San Hilario (+367) o el de San Agustín (+430), decisivo éste para la tradición católica posterior.

La primera contemplación de los Padres va entendiendo que nuestro Señor Jesucristo es revelación del Hijo divino eterno. Y que al mismo tiempo, por su encarnación y su cruz, es Él la suprema revelación del Padre: «quien me ve a mí, ve al Padre» (Jn 14,9).Y que el mismo Cristo es la revelación del Espíritu Santo: «yo os enviaré de parte del Padre el Espíritu de verdad, que procede del Padre» (15,26).

Recordemos aquí el venerable símbolo de la fe Quicumque, llamado atanasiano -modernamente atribuido a San Ambrosio (+397) o a San Fulgencio de Ruspe (+532)-. Mediante ese texto grandioso, la fe de la Iglesia en la santísima Trinidad queda integrada para siempre en las liturgias de Oriente y Occidente:

«La fe católica es que veneremos a un solo Dios en la Trinidad, y a la Trinidad en la unidad; sin confundir las personas, ni separar la sustancia. Porque una es la persona del Padre, otra la del Hijo y otra la del Espíritu Santo; pero el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo tienen una sola divinidad, gloria igual y coeterna majestad.

«Cual el Padre, tal el Hijo, tal el Espíritu Santo.

«Increado el Padre, increado el Hijo, increado el Espíritu Santo. Inmenso el Padre, inmenso el Hijo, inmenso el Espíritu Santo. Eterno el Padre, eterno el Hijo, eterno el Espíritu Santo.

«Y sin embargo, no son tres eternos, sino un solo eterno, como no son tres increados ni tres inmensos, sino un solo increado y un solo inmenso.

«Igualmente omnipotente el Padre, omnipotente el Hijo, omnipotente el Espíritu Santo; y sin embargo, no son tres omnipotentes, sino un solo omnipotente.

«Así, Dios es el Padre, Dios es el hijo, Dios el Espíritu Santo; y sin embargo, no son tres dioses, sino un solo Dios. Así, Señor es el Padre, Señor el Hijo, Señor el Espíritu Santo: y sin embargo, no son tres señores, sino un solo Señor [...]

«El Padre por nadie fue hecho, ni creado ni engendrado. El Hijo fue por solo el Padre, no hecho ni creado, sino engendrado. El Espíritu Santo, del Padre y del Hijo, no fue hecho, ni creado, ni engendrado, sino que procede.

«...Y en esta Trinidad nada es antes ni después, nada mayor o menor; sino que las tres personas son entre sí coeternas y coiguales. De suerte que en todo hay que venerar lo mismo la unidad en la Trinidad que la Trinidad en la unidad.

«El que quiera, pues, salvarse, así ha de sentir de la Trinidad» (Dz 39-40/75-76).

Por esta fe en el misterio de la santísima Trinidad, muchos antiguos cristianos sufrieron prisión o destierro, destituciones o exilios, confiscación de bienes o muerte. Ellos sabían bien que en el árbol de la sabiduría cristiana esa fe en la Trinidad es la raíz de donde brota y fructifica el árbol entero.

El Padre, principio sin principio

«Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible». Creo en Dios Padre, origen único de todo cuanto existe, eterno y omnipotente, infinitamente bueno y santo, que no tiene principio y que es principio de todo, pues de Él proceden eternamente el Hijo y el Espíritu Santo, y de los Tres procede el mundo, por creación admirable.

«Todo buen don y toda dádiva perfecta viene de arriba, desciende del Padre de las luces, en el que no se da mudanza ni sombra de alteración» (Sant 1,17).

La generación del Hijo

«Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero.

«Engendrado, no creado, consustancial al Padre, por quien todo fue hecho; que, por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre» (Credo, Nicea 325: Dz 54/125).

-El Hijo del Padre. Como los primeros discípulos, nos preguntamos también nosotros acerca de la misteriosa identidad personal de Jesús: «¿quién es éste?» (Mc 4,41)... Éste, en palabras del ángel Gabriel, «será reconocido como Hijo del Altísimo, será llamado Santo, Hijo de Dios» (Lc 1,32.35). Y en palabras de Simón Pedro: él es «el Mesías, el Hijo del Dios viviente» (Mt 16,16).

Cuando los Apóstoles dicen que Jesús es el Hijo de Dios quieren decir que Jesús es «la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda la creación, porque en él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra...; todo fue creado por él y para él, él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en él su consistencia. Él es también la Cabeza del cuerpo, de la Iglesia: Él es el Principio, el primogénito de los muertos, para que sea él el primero en todo, pues Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la Plenitud, y reconciliar por él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos» (Col 1,15-20; +Flp 2,5-9; Heb 1,1-4; Jn 1,1-18).

«En Cristo habita la plenitud de la divinidad corporalmente» (Col 2,9). La unión existente entre Dios y Jesús no es sólamente una unión de mutuo amor, de profunda amistad, una unión de gracia, como la hay en el caso del Bautista o de María, la Llena de gracia. Es mucho más que eso: es una unión hipostática, es decir, personal, en la persona. Así lo confiesa el concilio de Calcedonia (a.451):

Jesucristo es «el mismo perfecto en la divinidad y el mismo perfecto en la humanidad, Dios verdaderamente y el mismo verdaderamente hombre... Engendrado por el Padre antes de los siglos en cuanto a la divinidad, y el mismo, en los últimos días, por nosotros y por nuestra salvación, engendrado de María la Virgen, madre de Dios, en cuanto a la humanidad» (Dz 148/301).

Cristo Jesús es, pues, el hombre celestial (1Cor 15,47), y Él es consciente de que es mayor que David (Mt 22,45), anterior a Abraham (Jn 8,58), más sabio que Salomón (Mt 12,42), bajado del cielo (Jn 6,51), para instaurar entre los hombres el Templo definitivo (2,19). Esta condición divina de Jesús, velada y revelada en su humanidad sagrada, se manifiesta en el bautismo (Mt 3,16-17), en la transfiguración (17,1-8), en la autoridad de sus palabras, en la fuerza prodigiosa de sus acciones y milagros. Jesús, en efecto, hizo muchos milagros (Jn 20,30; 21,25).

Y los apóstoles en su predicación atestiguaron con fuerza los milagros de Jesús, para suscitar la fe de los hombres: «Varones israelitas, escuchad estas palabras: Jesús de Nazaret, varón acreditado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por él en medio de vosotros, como vosotros mismos sabéis»... (Hch 2,22; +10,37-39).

-Jesucristo es precisamente «el Hijo» de Dios Padre. Toda la fisonomía de Jesús es netamente filial. Pensemos en la analogía de la filiación humana. El hijo recibe vida de su padre, una vida semejante a la de su padre, de la misma naturaleza. Incluso el hijo suele ser semejante al padre en ciertos rasgos peculiares psíquicos y somáticos. Al paso de los años, el hijo se emancipa de su padre, hasta hacerse una vida independiente -y no será raro que el padre anciano pase a depender del hijo-.

Según esto, ya se entiende que la analogía padre-hijo, que parte de nuestra experiencia humana, resulta muy pobre para expresar la plenitud de filiación del Unigénito divino respecto de su Padre. Esta filiación divina es infinitamente más real, más profunda y perfecta. El Hijo recibe una vida no solo semejante, sino una vida idéntica a la del Padre. Él no solo es semejante, sino que es idéntico al Padre. Y por otra parte, el Hijo es eternamente engendrado por el Padre, es decir, recibe siempre todo del Padre, en una dependencia filial absoluta, que implica un infinito amor mutuo, y que al paso del tiempo no disminuye en modo alguno.

El Padre ama al Hijo (Jn 5,20; 10,17), y el Hijo ama al Padre (14,31): hay entre ellos una unidad perfecta (14,10). Jesús nunca está solo, sino que está con el Padre que le ha enviado (8,16). El pensamiento del Hijo, su enseñanza, depende siempre del Padre (5,30); y lo mismo su actividad: nada hace el Hijo sino aquello que el Padre le va dando hacer (14,10).

-El testimonio de los Padres. Escuchemos únicamente la palabra venerable de uno de los más antiguos Padres de la Iglesia, San Ireneo de Lyon (+200), pastor, teólogo y mártir. Él es nieto de los Apóstoles, pues en su juventud es discípulo de San Policarpo de Esmirna (+155), que escucha directamente a aquéllos:

«Nadie puede conocer al Padre sin el Verbo de Dios, esto es, si no se lo revela el Hijo, ni conocer al Hijo sin el beneplácito del Padre...

«Ya por el mismo hecho de la creación, el Verbo revela a Dios creador; por el hecho de la existencia del mundo, revela al Señor que lo ha fabricado; por la materia modelada, al Artífice que la ha modelado y, a través del Hijo, al Padre que lo ha engendrado [...] También el Verbo se anunciaba a sí mismo y al Padre a través de la ley y de los profetas [...]. Y el Padre se mostró a sí mismo, hecho visible y palpable en la persona del Verbo[...], pues la realidad invisible que veían en el Hijo era el Padre, y la realidad visible en la que veían al Padre era el Hijo...

«En este sentido decía el Señor: "Nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar" (Mt 11,27)» (Contra las herejías 4,6: 3.5.6.7).

-Explicación teológica. Un gran maestro de espiritualidad, el benedictino dom Columba Marmion (+1923), fiel discípulo de Santo Tomás, expresa así la catequesis teológica tradicional sobre la inefable generación eterna y temporal del Hijo:

«He aquí una maravilla que nos descubre la divina revelación: en Dios hay fecundidad, posee una paternidad espiritual e inefable. Es Padre, y como tal, principio de toda la vida divina en la Santísima Trinidad. Dios, Inteligencia infinita, se comprende perfectamente. En un solo acto ve todo lo que es y todo cuanto hay en Él; de una sola mirada abarca, por decirlo así, la plenitud de sus perfecciones, y en una sola Idea, en una Palabra, que agota todo su conocimiento, expresa ese mismo conocimiento infinito. Esa idea concebida por la inteligencia eterna, esa palabra por la cual Dios se expresa a sí mismo, es el Verbo. La fe nos dice también que ese Verbo es Dios, porque posee, o mejor dicho, es con el Padre una misma naturaleza divina.

«Y porque el Padre comunica a ese Verbo una naturaleza no sólo semejante, sino idéntica a la suya, la Sagrada Escritura nos dice que lo engendra, y por eso llama al Verbo el Hijo. Los libros inspirados nos presentan la voz inefable de Dios, que contempla a su Hijo y proclama la bienaventuranza de su eterna fecundidad: "entre esplendores sagrados, yo mismo te engendré, como rocío, antes de la aurora" (Sal 109,2); "Tú eres mi Hijo muy amado, en quien tengo todas mis complacencias" (Mc 1,11).

«Ese Hijo es perfecto, posee con el Padre todas las perfecciones divinas, salvo la propiedad de "ser Padre". En su perfección iguala al Padre por la unidad de naturaleza. Las criaturas no pucden comunicar sino una naturaleza semejante a la suya: simili sibi. Dios engendra a Dios y le da su propia naturaleza, y, por lo mismo, engendra lo infinito y se contempla en otra persona que es igual, y tan igual, que entrambos son una misma cosa, pues poseen una sola naturaleza divina, y el Hijo agota la fecundidad eterna; por lo cual es una misma cosa con el Padre: Unigenitus Dei Filius... "Yo y el Padre somos una sola cosa" (Jn 10,30).

«Finalmente, ese Hijo muy amado, igual al Padre y, con todo, distinto de Él y persona divina como Él, no se separa del Padre. El Verbo vive siempre en la Inteligencia infinita que le concibe; el Hijo mora siempre en el seno del Padre que le engendra» (Jesucristo en sus misterios, 3,1).

La procesión del Espíritu Santo

«Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas» (Credo, Nicea).

La fe de la Iglesia, fiel a la enseñanza del mismo Cristo, asegura así que el Espíritu Santo, «procede del Padre» (Jn 15,26). Es en la última Cena, en la cumbre de la Revelación evangélica, donde más claramente habla Jesús del Espíritu Santo (14,16-17. 26; 15,26; 16,7-14)

El Concilio XI de Toledo (año 675) explica así la fórmula de nuestra fe católica: «Creemos que el Espíritu Santo, que es la tercera persona de la Trinidad, es un solo Dios e igual con Dios Padre e Hijo; no, sin embargo, engendrado o creado, sino que procediendo de uno y otro, es el Espíritu de ambos. Además, este Espíritu Santo no creemos que sea ingénito ni engendrado; no sea que, si le decimos ingénito, hablemos de dos Padres, y si engendrado, mostremos predicar a dos Hijos. Sin embargo, no se dice que sea sólo del Padre o sólo del Hijo, sino Espíritu juntamente del Padre y del Hijo. Porque no procede del Padre al Hijo, o del Hijo procede a la santificación de la criatura, sino que se muestra proceder a la vez del uno y del otro, pues se reconoce ser la caridad o santidad de entrambos. Así pues, este Espíritu se cree que fue enviado por uno y otro, como el Hijo por el Padre. Pero no es tenido por menor que el Padre o el Hijo, como el Hijo, por razón de la came asumida, atestigua ser menor que el Padre y el Espíritu Santo» (Dz 277)

-Explicación teológica. También aquí dom Columba Marmion nos recuerda la catequesis tradicional de la teología católica sobre la procesión del Espíritu Santo:

«No sabemos del Espíritu Santo sino lo que la revelación nos enseña. ¿Y qué nos dice la revelación? Que pertenece a la esencia infinita de un solo Dios en tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Ése es el misterio de la Santísima Trinidad. La fe aprecia en Dios la unidad de naturaleza y la distinción de personas.

«El Padre, conociéndose a sí mismo, enuncia, expresa ese conocimiento en una Palabra infinita, el Verbo, con acto simple y eterno. Y el Hijo, que el Padre engendra, es semejante e igual a Él mismo, porque el Padre le comunica su naturaleza, su vida, sus perfecciones.

«El Padre y el Hijo se atraen el uno al otro con amor mutuo y único. ¡Posee el Padre una perfección y hermosura tan absolutas! ¡Es el Hijo imagen tan perfecta del Padre! Por eso se dan el uno al otro, y ese amor mutuo, que deriva del Padre y del Hijo como de fuente única, es en Dios un amor subsistente, una persona distinta de las otras dos, que se llama Espíritu Santo [...]

«El Espíritu Santo es, en las operaciones interiores de la vida divina, el último término. Él cierra -si nos son permitidos estos balbuceos hablando de tan grandes misterios- el ciclo de la actividad íntima de la Santísima Trinidad. Pero es Dios lo mismo que el Padre y el Hijo, posee como ellos y con ellos la misma y única naturaleza divina, igual ciencia, idéntico poder, la misma bondad, igual majestad» (Jesucristo, vida del alma I, 6,1).

3

El Espíritu Santo: Las apropiaciones

En la intimidad eterna del Dios único (ad intra) todo es común entre las tres Personas, el ser y la vida, la sabiduría y la voluntad, la majestad y la belleza, la santidad y la omnipotencia. Pero sólo el Padre engendra; sólo el Hijo es engendrado; sólo el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. Por tanto, en Dios uno y trino «todo es uno, donde no obsta la oposición de relación» personal (Florencia, 1441: Dz 703/1330).

Y en lo que mira a las obras exteriores de Dios (ad extra), todas las acciones divinas, sean en el orden de la naturaleza o de la gracia, son comunes a las tres Personas divinas, pues la causa de esas operaciones es la naturaleza divina, una e indivisible.

Pues bien, la Iglesia quiere que Dios sea conocido y amado no sólo en la Unidad de su ser sino también en su Trinidad personal. Y por eso, apoyándose en la Revelación y en la Tradición, atribuye en su magisterio y en su liturgia ciertas acciones a una de las tres Personas divinas, por la especial afinidad que esa obra tiene con ella.

Y así, siendo el Padre el principio sin principio, el origen de las otras dos Personas divinas, iguales a El en divinidad y eternidad, la Iglesia le atribuye la condición de Creador, de origen absoluto de todo lo visible e invisible, aunque bien sabe la Iglesia que la creación es obra de las tres Personas divinas.

Y así la Iglesia, siendo el Hijo la expresión infinita del pensamiento del Padre, su idea eterna, le atribuye la condición de Sabiduría divina, Logos, Hijo, Verbo divino, que procede del Padre por generación intelectual.

Y así también, al proceder eternamente el Espíritu Santo del Padre y del Hijo por vía de espiración de amor, la Iglesia identifica esta Persona tercera de la Trinidad divina como el Amor de Dios, y a Él atribuye de especial modo toda la obra de la santificación de los hombres.

De este modo la Iglesia, dice León XIII, hace estas atribuciones en el interior del misterio de la Trinidad «con gran propiedad (aptissime)» (Divinum illud 5). Y la finalidad última de estas apropiaciones, según Santo Tomás, es «para manifestar la fe (ad manifestationem fidei)» (STh I,29,7).

Pues bien, estas atribuciones se expresan principalmente por los Nombres que la tradición cristiana da a cada una de las tres Personas divinas.

Nombres del Espíritu Santo

Tres nombres fundamentales son propios del Espíritu Santo, y los tres están basados directamente en la Sagrada Escritura: Espíritu Santo, Amor y Don (STh I,36-38). Y el examen de cada uno de ellos ha de ayudarnos a profundizar en la identidad misteriosa de esta Persona divina.

1.- Espíritu Santo. «Dios es espíritu», dice Jesús (Jn 4,24). Y de Jesús dice San Pablo: «El Señor es Espíritu» (2Cor 3,17). Es, pues, evidente que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, las tres Personas divinas, son Espíritu. Y, por supuesto, las tres son santas. Sin embargo, el nombre de «Espíritu Santo» es el nombre propio de la tercera Persona divina, pues sólo ella -no el Padre, ni el Hijo- es el término de la espiración de amor, que procede del Padre y del Hijo. Y en Pentecostés, es el Espíritu Santo el espíritu santificante que el Padre y el Hijo comunican a los hombres.

2.- Amor. «Dios es amor», dice San Juan (1Jn 4,8.16). Las tres Personas divinas son amor, amor eterno e infinito. Sin embargo, si entendemos en su sentido personal el término amor, conviene exclusivamente al Espíritu Santo. En efecto, el amor entre el Padre y el Hijo es una persona, es el Espíritu Santo.

Que el Espíritu Santo es el amor divino nos viene enseñado por la Revelación (Rm 5,5) y por la tradición teológica y espiritual. San Agustín nos dice: «el amor que procede de Dios y que es Dios, es propiamente el Espíritu Santot» (ML 42,1083). Y el concilio XI de Toledo (a.675), como hemos visto, confiesa como fe de la Iglesia que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, y «es la caridad o santidad de ambos» (Dz 277/527). Por eso Santo Tomás enseña que «en lo divino el nombre de amor puede entenderse esencial y personalmente. [Esencialmente es el nombre común de la Trinidad]. Y personalmente es el nombre propio del Espíritu Santo» (STh I,37,1).

3.- Don. Hemos de ver en seguida cómo las tres Personas divinas se entregan al hombre, como don supremo, en el misterio de la inhabitación por gracia. Sin embargo, la Escritura nos revela que el término don conviene personalmente al Espíritu Santo, como nombre suyo propio (Jn 4,10-14; 7,37-39; 14,16s; Hch 2,38; 8,17. 20).

Tener en cuenta esto es muy importante para comprender bien la naturaleza de la caridad y su relación ontológica con el Espíritu Santo: «el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rm 5,5).

Dice Santo Tomás: «El amor es la razón gratuita de la donación. Por eso damos algo gratis a alguno, porque queremos el bien para él. Lo cual manifiesta claramente que el amor tiene razón de don primero, por el cual todos los otros dones gratuitamente se dan. Por eso, como el Espíritu Santo procede como amor, procede como don primero. Y en ese sentido dice San Agustín que "por el don del Espíritu Santo, muchos otros dones se distribuyen entre los miembros de Cristo"» (STh I,38,2).

En efecto, cuando amamos a una persona, le comunicamos muchos dones: compañía, ayuda, dinero, alimentos, casa, favores, etc. Pero el primer don que le concedemos es el amor que le tenemos: de ese don fontal proceden todos los demás. Por eso, dice bien Santo Tomás que «el amor tiene razón de don primero».

Cristo habla siempre a los hombres del Espíritu Santo como del supremo don divino. En primer lugar, promete este don -«el Espíritu de la Promesa» (Gál 3,14)- como un bien gratuitamente comunicado por amor. Y en segundo lugar, enseña Jesús que este don debe ser pedido, precisamente porque sólamente puede venir a nosotros como don, como un bien dado: «si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?» (Lc 11,13).

Pedir el Espíritu Santo es, pues, pedir el Amor divino; es pedir el Don supremo, el don primero, el amor, el don fontal del que proceden para nosotros todos los demás dones divinos: la gracia, la filiación, el perdón, las virtudes, los dones del Espíritu Santo, la herencia eterna.

Persona-amor, Persona-don

El papa Juan Pablo II resume, pues, una larga tradición de la Iglesia cuando dice del Espíritu Santo:

«Dios, en su vida íntima, "es amor" (1Jn 4,8.16), amor esencial, común a las tres personas divinas. El Espíritu Santo es amor personal, como Espíritu del Padre y del Hijo. Por eso "sondea hasta las profundidades de Dios" (1Cor 2,10), como Amor-don increado. Puede decirse, pues, que en el Espíritu Santo la vida íntima de Dios uno y trino se hace enteramente don, intercambio del amor recíproco entre las personas divinas, y que, por el Espíritu Santo, Dios "existe" como don. El Espíritu Santo es, pues, la expresión personal de esta donación, de este ser-amor (STh I,37-38). Es Persona-amor. Es Persona-don» (enc. Dominum et vivificantem10).

Otros nombres

Son otros muchos los nombres que la Escritura, la Tradición y la Liturgia de la Iglesia dan al Espíritu Santo.

Jesús llama al Espíritu Santo el Paráclito (Jn 14,16.26; 15,26; 16,7), nombre que puede traducirse como: el Consolador que no nos deja huérfanos (14,18), el Abogado, que intercede siempre por nosotros (14,16; 16,7; Rm 8,26).

El Espíritu Santo habita plenamente en Jesús (Lc 4,1), está sobre él (4,18). Y ahora, por la inhabitación, «su Espíritu habita en nosotros» (+Rm 8,11). Por eso es el Espíritu de Cristo.

El Espíritu Santo es también el Espíritu Creador, que ordena en el comienzo el caos informe (Gén 1,2). Y si la creación nace del Amor divino, dice Santo Tomás, «el Espíritu Santo es el principio de la creación» (Contra Gent. IV,20). «Envía tu aliento [tu Espíritu] y los creas» (Sal 103,30). Por eso la Iglesia canta en su liturgia: Veni, Creator Spiritus.

Él es el Espíritu de verdad (Jn 14,17), el Maestro que nos «enseña todo», que nos «hace recordar todo» lo que enseñó Cristo (14,26), el Espíritu veraz que nos «guía hacia la verdad completa» (16,13).

Él es la Virtud del Altísimo, que viene a María para obrar el misterio de la Encarnación (Lc 1,35); y es igualmente el «poder de lo alto», que viene sobre María y los Apóstoles (24,49).

Es también, por la inhabitación, el dulce Huésped del alma, como dice el Veni, Creator.

Es, en fin, el sello de Dios que nos confirma en Cristo (Ef 1,13; 2Cor 1,21-22).