Jose Maria Iraburu.
Por obra del Espíritu Santo.

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El Espíritu Santo en los cristianos

1

La inhabitación

La Trinidad divina en los cristianos

El Espíritu Santo habita en la Iglesia, como cuerpo que es de Cristo, haciendo de ella el templo de Dios entre los hombres (1Cor 3,10-17; Ef 2,20-21). Pero también habita en cada uno de los cristianos. Cada uno de ellos es personalmente «templo del Espíritu Santo» (1Cor 6,15.19; 12,27). Y ambos aspectos de la inhabitación, el comunitario y el personal, van necesariamente unidos. No se puede ser cristiano sino en cuanto piedra viva del Templo de la Iglesia.

El Espíritu Santo es así el principio vital de una nueva humanidad. En efecto, Jesucristo, «el Señor es Espíritu» (2 Cor 3,17), y unido al Padre y al Espíritu Santo es para los hombres «Espíritu vivificante» (1 Cor 15,45). Él habita en nosotros, y nosotros nos vamos configurando a su imagen «a medida que obra en nosotros el Espíritu del Señor» (3,18; +Gál 4,6). Por tanto, todas las dimensiones de la vida cristiana han de ser atribuidas a la acción del Espíritu Santo que procede del Padre y del Hijo. En San Pablo se afirma todo esto con especial claridad:

-Es el Espíritu Santo el que nos hace hijos en el Hijo, es decir, Él es quien produce en nosotros la adopción filial divina (Rm 8,14-17).

-Es el Espíritu Santo, el Espíritu de Jesús, el que nos mueve internamente a toda obra buena (Rm 8,14; 1 Cor 12,6).

-Es el Espíritu Santo -el agua, el fuego- quien nos purifica del pecado (Tit 3,5-7; +Mt 3,11; Jn 3,5-9).

-Es él quien enciende en nosotros la lucidez de la fe (1 Cor 2,10-16). «Nadie puede decir "Jesús es el Señor" sino en el Espíritu Santo» (12,3).

-El levanta nuestros corazones a la esperanza (Rm 15,13).

-Si nosotros podemos amar al Padre y a los hombres como Cristo los amó, eso es porque «la caridad de Dios se ha derramado en nuestros corazones por la fuerza del Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5).

-El Espíritu Santo es quien llena de gozo y alegría nuestras almas (Rm 14,17; Gál 5,22; 1 Tes 1,6).

-El nos da fuerza apostólica para testimoniar a Cristo y fecundidad espiritual, pues la evangelización «no es sólo en palabras, sino en poder y en el Espíritu Santo» (1,5; +Hch 1,8).

-El nos concede ser libres del mundo que nos rodea (2Cor 3,17).

-El hace posible en nosotros la oración, pues viene en ayuda de nuestra total impotencia y ora en nosotros con palabras inefables (Rm 8,15. 26-27; Ef 5,18-19).

En suma, según San Pablo, toda la «espiritualidad» cristiana es la vida sobrenatural que el Espíritu produce en los hombres. Y por eso afirma: «vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que de verdad el Espíritu de Dios habita en vosotros» (Rm 8,9; +10-16; Gál 5,25; 6,8).

Y lo mismo enseña el apóstol San Juan. El que ama a Jesús y guarda sus mandatos «permanece en Dios y Dios en él» (1Jn 3,24). El sarmiento que «permanece» en la Vid, recibe de ésta espíritu, vida, fruto (Jn 15,4-8). Si alguno ama a Cristo, será amado por el Padre, y las Personas divinas habitarán en él (14,23). El que se alimenta de Cristo, es internamente vivificado por él (6,56-57).

Toda la vida cristiana, por tanto, fluye de la inhabitación de Dios en el hombre.

La inhabitación

La vivencia del misterio de la inhabitación de la Trinidad ha sido desde el comienzo de la Iglesia la clave principal de la espiritualidad cristiana. Recordemos algunos testimonios.

-San Ignacio de Antioquía, hacia el año 107, se llama a sí mismo Teóforos, portador de Dios, y nombres semejantes da a los fieles cristianos, teóforoi, cristóforoi, agióforoi (Efesios 9,2; saludos de sus cartas). Y él mismo enseñaba: «obremos siempre viviendo conscientemente Su inhabitación en nosotros, siendo nosotros su templo, siendo él nuestro Dios dentro de nosotros; como realmente es y se nos manifestará, si le amamos como es debido» (Efesios 15,3).

-San Agustín es sin duda, en la antigüedad, el más alto maestro de la inhabitación. Él buscó a Dios en las criaturas, y ellas le dieron algunas referencias muy valiosas (Confesiones IX,10,25; X,6,9); pero por fin lo encontró en sí mismo: «Él está donde se gusta la verdad, en lo más íntimo del corazón» (IV,12,18).

«¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Me retenían lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no tendrían ser» (X,27,38). «Tú estabas dentro de mí, más interior a mí que lo más íntimo mío y más elevado que lo más alto mío (interior intimo meo et superior summo meo)» (III,6,11).

-Santa Teresa de Jesús alcanza las más altas experiencias de la inhabitación en el culmen de su vida espiritual, cuando llega al matrimonio espiritual, es decir, en la mística unión transformante:

A los comienzos de su vida espiritual ella creía en esta presencia de Dios en el alma, pero no la sentía. Pero ahora, introducida ya en la contemplación mística, «estando con esta presencia de las tres Personas que traigo en el alma, era con tanta luz que no se puede dudar el estar allí Dios vivo y verdadero» (Cuenta conciencia 42;+41). Y es que ahora Dios «quiere dar a sentir esta presencia, y trae tantos bienes, que no se pueden decir, en especial, que no es menester andar a buscar consideraciones para conocer que está allí Dios. Esto es casi ordinario» (66,10). Ahora ya ni trabajos ni negocios le hacen perder la conciencia de esa divina presencia (7 Moradas 1,11).

Captar en sí la Presencia divina es algo que levanta su corazón sobre todo lo creado: «Me mostró el Señor, por una extraña manera de visión intelectual [esto es, sin imágenes], cómo estaba el alma que está en gracia, en cuya compañía vi la Santísima Trinidad por visión intelectual, de cuya compañía venía al alma un poder que señoreaba toda la tierra» (Cuenta conciencia 21).

Captar esa gloriosa Presencia de Dios en el alma le trae a ésta inmensos bienes: gozo indecible de verse hecha una sola cosa con Dios (7 Moradas 2,4), completo olvido de sí (3,2), ardiente celo apostólico (3,4), paz y gran silencio interior (3,11-12), aunque no falta cruz (3,2; 4,2-9). Antes «solía ser muy amiga de que me quisiesen bien, y ya no se me da nada, antes me parece en parte me cansa» (Cuenta conciencia 3). «En muy grandes trabajos y persecuciones y contradicciones que he tenido, me ha dado Dios gran ánimo, y cuando mayores, mayor» (ib.). En fin, «no me parece que vivo yo, ni hablo, ni tengo querer, sino que está en mí quien me gobierna y da fuerza, y ando como fuera de mí» (ib.).

-San Juan de la Cruz enseña que en la purificación pasiva del espíritu puede el cristiano «sentirse sin Dios» (2 Noche 5,5; 6,2), participando así de la pasión de Cristo, que en la cruz se sintió abandonado por el Padre (Mt 27,46). Pero también enseña que esas noches del alma, tan profundamente purificativas, conducen a una vivencia inefable de la inhabitación de Dios en el alma, es decir, conducen a «lo más a que en esta vida se puede llegar» (Llama 1,14). Entonces se experimenta que «el Verbo Hijo de Dios, juntamente con el Padre y el Espíritu Santo, esencial y presencialmente, está escondido en el íntimo ser del alma» (Cántico 1,6). ¿Puede haber algo mayor?

«Dios mora secretamente en el seno del alma, porque en el fondo de la sustancia del alma es hecho este dulce abrazo. Mora secretamente, porque a este abrazo no puede llegar el demonio, ni el entendimiento del hombre alcanza a saber cómo es. Pero al alma misma, [que ha sido introducida ya por la alta vida de virtud] en esta perfección, no le está secreto, pues siente en sí misma este íntimo abrazo... ¡Oh, qué dichosa es esta alma que siempre siente estar Dios descansando y reposando en su seno!... En otras almas que no han llegado a esta unión, aunque no está [el Esposo] desagradado, porque al fin están en gracia, pero, por cuanto aún no están bien dispuestas, aunque mora en ellas, mora secreto para ellas, porque no le sienten de ordinario, sino cuando él les hace algunos recuerdos sabrosos» (Llama 4,14-16).

Y es el amor la causa de la inhabitación, según aquella palabra de Jesús: «Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada» (Jn 14,23).

«Mediante el amor se une el alma con Dios; y así, cuantos más grados de amor tuviere, tanto más profundamente entra en Dios y se concentra en El. De donde podemos decir que cuantos grados de amor de Dios puede tener el alma, tantos centros puede tener en Dios, uno más adentro que otro, porque el amor más fuerte es el más unitivo. Y si llegare hasta el último grado del amor, llegará a herir el amor de Dios hasta el último centro y más profundo del alma, lo cual será transformarla y esclarecerla según todo el ser y potencia y virtud de ella, según es capaz de recibir, hasta ponerla que parezca Dios» (Llama 1,13). Entonces «el alma se ve hecha como un inmenso fuego de amor que nace de aquel punto encendido del corazón del espíritu» (2,11).

Por el misterio inefable de la inhabitación, la misma Trinidad divina tal cual es -amor del Padre, generación del Hijo, espiración del Espíritu Santo- se da en el alma,

que así recibe «la comunicación del Espíritu Santo, para que ella espire en Dios la misma espiración de amor que el Padre espira en el Hijo y el Hijo en el Padre, que es el mismo Espíritu Santo... Porque eso es estar [el alma] transformada en las tres Personas en potencia [Padre] y sabiduría [Hijo] y amor [Espíritu Santo], y en esto es semejante el alma a Dios, y para que pudiese venir a esto la creó a su imagen y semejanza» (Cántico 39,3-4).

Ese «abrazo abismal de su dulzura» que el Padre ha dado al hombre en la inhabitación, se lo ha dado en Cristo Esposo, que así se desposa con la humanidad «con cierta consumación de unión de amor» (Cántico 22,3; +Llama 4,3).

Síntesis teológica

La inhabitación es una presencia real, física, de las tres Personas divinas, que se da en los justos, y que se da únicamente en ellos, es decir, en las personas que están en gracia, en amistad con Dios. Las tres Personas divinas habitan en el hombre como en un templo, no sólo el Espíritu Santo. En efecto, son las mismas Personas de la Trinidad -la gracia increada- las que se hacen presentes, y no sólo meros dones santificantes. Ahora bien, para que la Presencia divina se dé, es necesaria la producción divina de la gracia creada en el hombre. Por tanto, la gracia increada, esto es, la inhabitación, y la gracia creada, son inseparables.

Por la inhabitación, los cristianos somos «sellados con el sello del Espíritu Santo» (Ef 1,13), sello personal, vivo y vivificante. La imagen de Dios se reproduce en nosotros por la aplicación inmediata que las Personas divinas hacen de sí mismas en nosotros. Por eso el concilio Vaticano II, haciendo suya la expresión de los Padres antiguos, afirma que en el Cuerpo místico la acción del Espíritu Santo puede «ser comparada con la función que ejerce el principio de vida o alma o en el cuerpo humano» (LG 7g).

En el apóstol Juan hemos visto que la inhabitación de Dios en el hombre ha de explicarse en clave de conocimiento (Jn 17,3) y de amor (14,23); es decir, que la inhabitación es una amistad. Y de ese mismo modo explica teológicamente Santo Tomás la inhabitación.

El Doctor común comienza por afirmar que «la caridad es una amistad, y la amistad importa unión, porque el amor es una fuerza unitiva» (STh II-II,25,4).

«La amistad añade al amor que en ella el amor es mutuo y que da lugar a cierta intercomunicación. Esta sociedad del hombre con Dios, este trato familiar con él, comienza por la gracia en la vida presente, y se perfecciona por la gloria en la futura. Y no puede el hombre tener con Dios esa amistad que es la caridad, si no tiene fe, una fe por la que crea que es posible ese modo de asociación y trato del hombre con Dios, y si no tiene también esperanza de llegar a esa amistad. Por eso la caridad [y consecuentemente la inhabitación de Dios en el hombre] es imposible sin la fe y la esperanza» que precisamente fundamentan a aquella (I-II,65,5).

Partiendo de estos principios, Santo Tomás explica la inhabitación en clave de conocimiento y amor mutuos.

«El especial modo de la presencia divina propio del alma racional consiste precisamente en que Dios esté en ella como lo conocido está en aquel que lo conoce y como lo amado en el amante. Y porque, conociendo y amando, el alma racional aplica su operación al mismo Dios, por eso, según este modo especial, se dice que Dios no sólo es en la criatura racional, sino que habita en ella como en su templo» (I,43,3).

Es cierto, sin embargo, como ya vimos, que el cristiano incipiente, aunque esté en gracia, apenas es consciente de la Presencia de Dios en él. En efecto, es el cristiano espiritual el que capta habitual y claramente la inhabitación de la Trinidad en sí mismo. «Los limpios de corazón verán a Dios» (Mt 5,8), y lo verán en su propio corazón.Por eso, cuando el ejercicio ascético de las virtudes se perfecciona en la vida mística de los dones del Espíritu Santo, es entonces cuando el cristiano entiende que es templo de la Trinidad divina con una conciencia mucho más cierta y habitual.

Así lo explica Juan de Santo Tomás: «Supuesto ya el contacto y la íntima existencia de Dios dentro del alma, Dios se hace presente de un modo nuevo por la gracia como objeto experimentalmente cognoscible y gozable en ella misma. Y es que a Dios no se le conoce sólamente por la fe, que es común a los creyentes, justos o pecadores, sino también por el don de sabiduría, que da un gustar y un experimentar íntimamente» a Dios (Tract. de s. Trinit. mysterio d.17,a.3,10-12).

Eucaristía e inhabitación

Jesucristo en la eucaristía causa en los fieles la inhabitación de la Trinidad. «Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. Así como vivo yo por mi Padre, así también el que me come vivirá por mí» (Jn 6,51-57). La eucaristía, pues, es para la inhabitación. La presencia real de Cristo en la eucaristía tiene como fin asegurar la presencia real de Cristo en los justos por la inhabitación.

Incluso puede afirmarse que, bajo ciertos aspectos, la presencia del Señor en los cristianos es aún más excelente que su presencia en la eucaristía. Y esto por varias razones.

1ª.-La eucaristía está finalizada en la inhabitación. El Señor se hace presente en el pan para hacerse presente en los fieles. Por otra parte, la inhabitación hace al cristiano idóneo para la comunión eucarística. Sin aquélla, no es lícito acercarse a ésta.

2ª.-En la eucaristía el pan pierde su autonomía ontológica propia, para convertirse en el cuerpo de Cristo: ya no hay pan, sólo queda su apariencia sensible. Pero en la inhabitación el prodigio de amor es aún más grande: el Señor se une al hombre profundísimamente, dejando sin embargo que éste conserve su propia ontología, sus facultades y potencias humanas. La inhabitación no hace que el cristiano deje de existir, pero la eucaristía hace que deje de existir el pan.

3ª.-La eucaristía cesará, como todas las sacralidades de la liturgia, cuando «pase la apariencia de este mundo» y llegue a «ser Dios todo en todas las cosas» (1 Cor 7,31; 15,28); pero la presencia de Dios en el justo, la inhabitación, no cesará nunca, por el contrario consumará su perfección en la vida eterna.

4ª.-Corrompidas las especies eucarísticas, por accidente o por el tiempo, cesa la presencia del Señor; en cambio, muerto el cristiano, corrompido su cuerpo en el sepulcro, no cesa en él la amorosa presencia del Cristo glorioso y bendito. Sólo el pecado puede destruir la Presencia trinitaria de la inhabitación. Ni siquiera la muerte «podrá arrancarnos al amor de Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rm 8,35-39).

Espiritualidad de la inhabitación

La vida cristiana es una íntima amistad del hombre con las Personas divinas que habitan en él. Así ha de vivirse y ésa ha de ser su explicación principal. En efecto, la oración, la caridad al prójimo, el trabajo, la vida litúrgica, todos los aspectos y variedades de la gracia creada, han de vivirse y explicarse partiendo de la gracia increada, esto es, de la presencia de Dios en el hombre, presencia constante, activa, benéfica, por la que la misma Trinidad santísima se constituye en el hombre como principio ontológico y dinámico de una vida nueva, divina, sobrenatural, eterna.

((Algunos tratados de Espiritualidad ignoran casi la presencia de Dios en el justo. Pero una espiritualidad que deje en segundo plano el misterio de la inhabitación de la Trinidad en el hombre es falsa, o al menos ha de ser considerada excéntrica, pues no está centrada en lo que realmente es central en el evangelio. Y por lo demás, siempre que la Presencia divina en los cristianos es ignorada u olvidada, la espiritualidad decae inevitablemente en moralismos antropocéntricos de uno u otro signo, y en voluntarismos pelagianos de uno u otro estilo.

Otras veces esas ignorancias u olvidos sobre la inhabitación afectan sólo a las actitudes de algunas personas. Con un ejemplo: una mujer cristiana queda viuda. Sus hijos, ya crecidos, no viven con ella. Se siente sola. Toma una empleada, pero apenas le sirve de compañía, pues es muy callada. Adquiere un perro, muy vivaracho, que suaviza su soledad... A esta mujer «cristiana», por lo visto, un perro le hace más compañía que la Trinidad divina.))

-Dios quiere que seamos habitualmente conscientes de su presencia en nosotros. No ha venido a nosotros como «dulce Huésped del alma» para que vivamos habitualmente en la ignorancia o el olvido de su amorosa presencia. Por el contrario, nosotros hemos «recibido el Espíritu de Dios, para que conozcamos los dones que Dios nos ha concedido» (1Cor 2,12). Y el don mayor recibido en la vida de la gracia es la donación personal que la Trinidad divina ha hecho de sí misma a la persona humana, consagrándola así como un templo vivo suyo.

-La conciencia de nuestra dignidad de cristianos ha de fundamentarse en la inhabitación. El Espíritu Santo actúa quizá en el pecador, pero «todavía no inhabita» en él (Trento 1551: Dz 1678), pues éste no vive en su amistad. Pero el hombre que ama a Dios y guarda sus mandatos, permanece en Dios y es como un cirio encendido en la llama del Espíritu Santo (+Flp 2,15-16).

Por eso entre el pecador y el justo hay un salto ontológico cualitativo, hay una distancia mucho mayor que la existente entre el justo y el bienaventurado del cielo. Entre éstos hay esencial continuidad, pues el justo, ya en este mundo, por la gracia «tiene la vida eterna» (Jn 6,54). En este sentido dice León XIII que la inhabitación es tan admirable que «sólo en la condición o estado, pero no en la esencia, se diferencia de la que constituye la bienaventuranza en el cielo» (enc. Divinum illud munus 9-V-1897, 11: Dz 3331).

((Cuando personas materialistas y ateas hablan de «la dignidad de la persona humana» es inevitable una actitud de desconfianza. ¿En qué consiste la «dignidad» del hombre si no es persona, si no es imagen de Dios, si sólo es un animal con un cerebro especialmente evolucionado? La antropología materialista ha tomado del cristianismo gran parte de su terminología y algunas precarias formas de veneración al hombre, pero ha desechado los fundamentos religiosos de esa terminología y de esa actitud.

Sin referencia alguna a valores transcendentes, ¿por qué los locos o los deformes o los enfermos irrecuperables, o simplemente los miserables ignorantes, hombres pobres, lastres sociales, merecen algún respeto? Sin la fundamentación religiosa de la dignidad del hombre ¿qué objeción seria puede ponerse al aborto, a la eutanasia, o a los más variados experimentos eugenésicos para «mejorar la especie», purificando a la humanidad de las «razas inferiores»? ¿Por qué los ricos han de solidarizarse con los pobres para elevar su condición humana? ¿Por qué no recurrir a una invasión, a una buena guerra, cuando con ella se podrían arreglar rápidamente no pocos problemas mundiales? O viniendo a casos concretos, ¿por qué, por ejemplo, no acelerar una herencia urgente por la discreta eliminación de un viejo enfermo e inútil que no acaba de morirse?...

No hay manera de fundamentar la dignidad del hombre de modo absoluto e inviolable si se suprime su relación a Dios, que es su origen, su fin y su fundamento.))

-El horror al pecado surge en la medida en que se cree en la inhabitación. San Pablo, por ejemplo, cuando quería apartar a los corintios del vicio de la fornicación, que abundaba en ellos (1Cor 5,1), les recordaba ante todo que eran templos de Dios: «¿No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno profana el templo de Dios, Dios le destruirá a él, porque el templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros» (3,16-17). El Apóstol estas altas consideraciones no a cristianos de excelsa vida espiritual, sino a cristianos carnales, principiantes, llenos de deficiencias (3,1-3).

-La oración continua equivale a vivir siempre en la presencia de Dios. Es, pues, una permanente conciencia de la inhabitación trinitaria. Con razón suele llamarse a esta oración de todas las horas «guardar la presencia de Dios». Así es como se hace posible que todas y cada una de las acciones de la vida diaria se transformen «una ofrenda permanente», hecha a Dios continuamente en el altar del propio corazón.

-También la humildad nace de esa conciencia de la inhabitación. Ella nos hace entender que son las Personas divinas las que en nosotros tienen la iniciativa y la fuerza para todo lo bueno que hagamos. Un cristiano sólo podrá envanecerse por algo si olvida la presencia activa de Dios en él. Entonces será tan necio como un cuerpo que pensara hacer las obras del hombre sin el alma, y que sólo a sí mismo se atribuyera el mérito de tales obras.

San Ireneo dice: «El hombre perfecto está compuesto de tres elementos: cuerpo, alma y Espíritu Santo. El único que salva e informa es el Espíritu Santo» (Adversus hæreses V, 9,1-2; +Rivera 47).

-El amor a la Iglesia crece en nosotros cuando comprendemos que la gracia suprema de la inhabitación se nos da por ella y en ella. En efecto, la Presencia divina no se nos da como algo privado, sino como algo que es estrictamente personal y al mismo tiempo comunitario y eclesial.

-Comprendemos también la necesidad de la abnegación del hombre viejo y carnal en nosotros, si nos damos cuenta de que estamos llamados a pensar, querer, sentir, hablar y obrar desde la Trinidad divina que habita en nosotros, y no desde la precariedad miserable de nuestro yo carnal.

-Nunca nos falta la alegría si somos conscientes de la presencia de Dios en nosotros. Nos alegramos, nos alegramos siempre en el Señor (Flp 4,4).

-En fin, la conciencia del misterio de la inhabitación acrecienta en el cristiano la interioridad personal, librándole de un exteriorismo consumista, trivial y alienante. Nos hace experimentar la verdad de aquella palabra de Cristo: «el reino de Dios está dentro de vosotros» (Lc 17,21). Nos hace obedientes a la exhortación de San Juan de la Cruz: «Atención a lo interior» (Letrilla 2). No quiere este santo que el hombre se vacíe de sí mismo, proyectándose siempre hacia fuera. Eso es justamente lo que nos aliena de Dios.

«Todavía dices: "Y si está en mí el que ama mi alma ¿cómo no le hallo ni le siento?" La causa es porque está escondido y tú no te escondes también para hallarle y sentirle; porque el que ha de hallar una cosa escondida, ha de entrar tan a lo escondido y hasta lo escondido donde ella está, y cuando la halla, él también está escondido como ella. Tu Esposo amado es "el tesoro escondido en el campo" de tu alma» (Cántico 1,9).

Para el místico Doctor la «disipación» crónica de los cristianos es un espanto, una tragedia, es algo indeciblemente lamentable. «Oh, almas creadas para estas grandezas y para ellas llamadas ¿qué hacéis, en qué os entretenéis? vuestras pretensiones son bajezas y vuestras posesiones miserias. ¡Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tanta luz estáis ciegos y para tan grandes voces sordos, no viendo que, en tanto que buscáis grandezas y glorias, os quedáis miserables y bajos, de tantos bienes hechos ignorantes e indignos!» (39,7).

2

Gracia,

Antropología sobrenatural

En los últimos años, un profesor de teología ha escrito que es «necesario romper los cuadros del tratado De virtutibus, para abrir el tema a un horizonte más adecuado». La vida moral cristiana, según él -que ciertamente no está solo-, mejor que en el planteamiento ontológico-formalista del sistema de virtudes, habría de expresarse «en términos más personalistas y relacionales», es decir, empleando «la riqueza que nos ofrecen las categorías personalistas de opciones, actitudes, etc.».

Sin embargo, la Iglesia docente, aun conociendo las diversas construcciones mentales producidas por quienes piensan de este modo, estima mejor y más verdadera la antropología cristiana tradicional. Y así, concretamente, en su Catecismo de la Iglesia Católica (1992), explica la vida nueva en el Espíritu según la gracia (1987-2029), las virtudes y los dones del Espíritu Santo (1803-1831). Este es el esquema que aquí sigo.

La gracia en la Biblia

La sagrada Escritura es la revelación del amor de Dios a los hombres, amor que se expresa en términos de fidelidad, misericordia, promesa generosa (Sal 76,9-10; Is 49,14-16). La palabra griega jaris, traducida al latín por gratia, es la que en el Nuevo Testamento significa con más frecuencia ese amor gratuito y misericordioso de Dios hacia los hombres, que se nos ha manifestado y comunicado en Jesucristo.

-La gracia es un estado de vida, de vida sobrenatural recibida gratuitamente de Dios: por ella el Padre nos ha hecho «gratos en su Amado» (Ef 1,6; +2Cor 8,9). Es la gracia de Dios la que nos libra del pecado y nos da la filiación divina (Rm 4,16; 5,1-2. 15-21; Gál 2,20-21; 2 Tim 1,9-10).

-Pero es también una energía divina que ilumina y mueve poderosamente al hombre. Por ella podemos negar el pecado del mundo y vivir santamente (Tit 2,11-13). Por ella Cristo nos asiste, comunicándonos sobreabundantemente su Espíritu (Jn 10,10; 15,5; 20,22; Rm 5,20; Ef 1,8; Flp 4,19). La gracia conforta nuestra debilidad (2Cor 12,9-10; Flp 4,13). Y ella es también una energía estable que potencia concretamente para ciertas misiones y ministerios (Rm 1,5; 1Cor 12,1-11; Ef 4,7-12).

La gracia santificante

De estas revelaciones de la Escritura nace la teología de la gracia santificante y de las gracias actuales, que recordaré brevemente.

-La gracia increada es Dios mismo, uno y trino, en cuanto que se nos autocomunica por amor y habita en nosotros como en un templo.

-La gracia creada, en cambio, es un don creado, físico, permanente, que Dios nos concede, y que sobrenaturaliza nuestra naturaleza humana. La gracia increada, Dios en nosotros, es siempre la fuente única de la gracia creada; y sin ésta, la inhabitación de las Personas divinas en nosotros es imposible.

Por eso son inseparables, como se expresa en la liturgia: «Señor, tú que te complaces en habitar en los limpios y sinceros de corazón, concédenos vivir de tal modo la vida de la gracia que merezcamos tenerte siempre con nosotros» (Or. dom.IV t. ordinario).

-La gracia es vida en Cristo. En cuanto hombre, Jesucristo está «lleno de gracia y de verdad; y de su plenitud recibimos todos gracia sobre gracia» (Jn 1,14.16).Tenemos, pues, acceso a la vida de la gracia si nos unimos a Cristo y permanecemos en él (Jn 15,1-8; 1Cor 12,12s; Trento 1547: Dz 796/1524).

Santo Tomás enseña que «el alma de Cristo poseyó la gracia en toda su plenitud. Esta eminencia de su gracia es la que le capacita para comunicar su gracia a los demás; en ello consiste precisamente la gracia capital. Por tanto, es esencialmente la misma la gracia personal que justifica el alma de Cristo y la gracia que le pertenece como cabeza de la Iglesia y principio justificador de los demás» (STh III,8,5).

Tal es, pues, la grandeza infinita de la sagrada humanidad de Jesucristo, que «toda la humanidad de Cristo, tanto su alma como su cuerpo, influye en los hombres, en sus almas y en sus cuerpos: principalmente en sus almas y secundariamente en sus cuerpos» (8,2). Es Cristo realmente el nuevo Adán, que comunica a los hombres la vida nueva de la gracia divina.

-La gracia es vida en el Espíritu Santo, que, efectivamente, es «Señor y dador de vida». El Padre celestial, para hacernos «conformes con la imagen de su Hijo» (Rm 8,29), «ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo» (Gál 4,6), para que, guardándonos en su gracia, obre en nosotros por las virtudes y los dones. Por eso, dice el Vaticano II, «la Iglesia cree que Cristo, muerto y resucitado, da al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo» (GS 10b).

Y por eso «debemos dar continuas gracias a Dios, hermanos amados en el Señor, porque Dios os escogió como primicias para salvaros, consagrándoos con el Espíritu y dándoos fe en la verdad» (2Tes 2,13).

Hijos de Dios y coherederos con Cristo

-La gracia nos hace hijos de Dios. Esta deificación parecería imposible, pero es real. Nosotros hemos «recibido el Espíritu de los hijos adoptivos, que nos hace llamar a Dios ¡Abba!, Padre» (Rm 8,15). Él nos hace hijos en el Hijo Unigénito, para que éste sea Primogénito de muchos hermanos (Rm 8,29). En efecto, por el agua y el Espíritu, hemos vuelto a nacer, y esta vez, somos nacidos de Dios (Jn 1,12; 3,3-6). Hemos sido hechos así «participantes de la naturaleza divina» (2Pe 1,4). Por eso, «ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados "hijos de Dios", y lo seamos» (1Jn 3,1).

No hay lenguaje humano suficiente para encarecer adecuadamente este misterio. En las relaciones humanas, los hijos adoptivos reciben el amor y los cuidados de sus nuevos padres; pero no reciben de ellos realmente una transmisión vital de sangre. En la adopción filial de la gracia, por obra del Espíritu Santo, somos realmente hijos de Dios, no sólo de nombre, pues recibimos efectivamente una participación en la naturaleza divina, en la misma vida sobrenatural de Dios.

-La gracia nos hace capaces de mérito. Actos meritorios, saludables o salvíficos, son aquellos que el hombre realiza bajo el influjo de la gracia de Dios, y que por eso mismo son gratos a Dios. Los actos buenos del pecador son imperfectamente salvíficos, y le disponen a recibir la gracia santificante. Pero los actos hechos por el hombre que está en gracia de Dios, merecen premio de vida eterna.

Y es que «se considera el precio de sus obras según la dignidad de la gracia, por la cual el hombre, hecho consorte de la naturaleza divina, es adoptado como hijo de Dios, al cual se debe la herencia por el mismo derecho nacido de la adopción, según aquello de "si somos hijos, también herederos" (Rm 8,17)» (STh I-II,114,3).

La gracia, pues, es un don divino, gratuitamente infundido por Dios en el alma del hombre. Y al ser una realidad divina y sobrenatural, es tal su valor, que «el bien de gracia de un solo individuo es mayor que el bien natural de todo el universo» (STh I-II,113, 9 ad2m).

Naturaleza de la gracia

La gracia es, en Cristo, por la comunicación del Espíritu Santo, una participación física y formal, aunque análoga y accidental, de la misma naturaleza de Dios. O dicho lo mismo con otras palabras: La gracia es un don creado, por el que Dios sana y eleva al hombre a una vida sobrenatural. La gracia, en efecto, es un don creado, sobrenaturalmente producido por Dios en el hombre, y es un don distinto de las Personas divinas que habitan en el justo -gracia increada-.

Este don divino, al mismo tiempo que es gracia sanante, que cura al hombre del pecado, es también elevante, pues produce en el hombre un cambio cualitativo y ascendente, un paso de la vida meramente natural a la sobrenatural. Implica, pues, un cambio no sólo en el obrar, sino antes y también en el ser. El hombre viene a ser por la gracia realmente una «nueva criatura» (2Cor 5,17; Gál 6,15).

Santo Tomás, en un texto impresionante, explica hasta qué punto es verdadero y real que el amor divino de la gracia produce en el hombre un ser nuevo:

El amor de «la voluntad humana se mueve por el bien que preexiste en las cosas; de ahí que el amor del hombre no produce totalmente la bondad de la cosa, sino que la presupone en parte o en todo». Y por eso el hombre ama las cosas en la medida en que aprecia el bien en ellas.

En cambio, «de cualquier acto del amor de Dios se sigue un bien causado en la criatura». Es, pues, el amor de Dios un amor-productivo, que causa el bien en lo que ama. Ahora bien, en Dios

-«hay un amor común [el de la creación], por el que "ama todo lo que existe" (Sab 11,25), y en razón de ese amor da Dios el ser natural a las cosas creadas».

-«Y hay también en él otro amor especial [el de la gracia], por el que levanta la criatura racional por encima de su naturaleza, para que participe en el bien divino. Cuando se dice simplemente que Dios ama a alguien, nos referimos a esta clase de amor, pues en él Dios puramente quiere para la criatura el Bien eterno, que es él mismo. Así pues, al decir que el hombre posee la gracia de Dios, decimos que hay en el hombre algo sobrenatural procedente de Dios» (STh I-II,110,1).

-La gracia santificante es, pues, inherente al alma, y renueva de verdad al hombre interiormente, destruyendo en él todo el mal del pecado. Por el contrario, Lutero enseña que el hombre pecador al recibir la gracia, recibe una justificación externa, meramente declarativa; como si el hombre, continuando en su condición de pecador, fuera cubierto por el manto de la misericordia de Cristo, y así fuese declarado justo ante Dios («homo simul peccator et iustus»).

Esta explicación está muy alejada de la fe de la Iglesia. Dios no declara a nadie justo sin hacerlo justo al mismo tiempo, pues su Palabra, Jesucristo, es verdadera, y eficaz para santificar (Trento: Dz 821/1561).

Las gracias actuales

Mientras que la gracia santificante sana al hombre y lo eleva a participar filialmente de la naturaleza divina, las gracias actuales son auxilios sobrenaturales del Espíritu Santo, que iluminan el entendimiento y mueven la voluntad del hombre. Son, pues, cualidades fluidas y transeúntes causadas por el Dios en las potencias humanas, para que obren algo en orden a la vida eterna.

«Es Dios quien obra en vosotros el querer y el obrar, según su beneplácito» (Flp 2,13). La Revelación nos asegura que «es Dios quien obra todas las cosas en todos» (1Cor 12,6). Él «es poderoso para hacer que copiosamente abundemos más de lo que pedimos o pensamos, en virtud del poder que actúa en nosotros» (Ef 3,20; +Col 1,29).

Por tanto, todo el bien que hacemos, meritorio de vida eterna, por las virtudes o los dones lo hacemos con el auxilio de la gracia divina actual. Dicho en forma de tesis: la previa moción de la gracia actual es absolutamente necesaria para todo acto de una virtud infusa o de un don del Espíritu Santo.

Como en seguida veremos, las virtudes serán movidas por el Espíritu Santo al modo humano, y los dones al modo divino. Pero lo que es evidente es que no puede el alma, con un esfuerzo meramente natural, poner en acto los hábitos sobrenaturales de las virtudes y de los dones. Es absurdo pensarlo. Ni tampoco es posible que esos hábitos infusos puedan actuarse por sí mismos, en forma autónoma, sin el auxilio del mismo Dios que los infunde.

Las virtudes

La fe de la Iglesia nos enseña que la persona humana resulta de la unión sustancial de alma y cuerpo (Vien. 1312, Lat.V 1513: Dz 902, 1440; GS 14a). Ahora bien, el alma no es inmediatamente operativa; para obrar necesita las potencias -razón y voluntad-, que en la concepción tomista se diferencian realmente del alma y entre sí (STh I,77,1-6).

Es interesante ver cómo Santa Teresa, mujer «sin letras», ajena a estos temas discutidos en teología, confirma la doctrina tomista: «Me parece que el alma es diferente cosa de las potencias, y que no es todo una cosa; hay tantas y tan delicadas en lo interior, que sería atrevimiento ponerme yo a declararlas» (7 Moradas 1,12).

Pues bien, como enseña Santo Tomás, «la gracia, en sí considerada, perfecciona la esencia del alma, participándole cierta semejanza con el ser de Dios. Y así como de la esencia del alma fluyen sus potencias, así de la gracia fluyen a las potencias del alma ciertas perfecciones [operativas] que llamamos virtudes y dones. Y de este modo las potencias se perfeccionan en orden a sus actos» sobrenaturales (STh III,62,2).

El hombre renovado por la gracia divina, piensa, quiere y actúa según Dios, por obra del Espíritu Santo, por medio de las virtudes y de los dones. Como en seguida veremos, las virtudes le permiten vivir la vida sobrenatural al modo humano; en tanto que los dones le hacen participar de esa vida al modo divino, de una manera que va más allá de los modos propios de la naturaleza humana. Y tanto virtudes como dones son espíritus, hábitos operativos que actúan por obra del Espíritu Santo.

Necesidad de las virtudes y dones

Podría quizá pensarse que, una vez que la gracia santificante sana al hombre pecador y le eleva a una vida sobrenatural, sería bastante para el desenvolvimiento normal de esta nueva vida que sus potencias, entendimiento y voluntad sobre todo, recibieran el auxilio continuo de las gracias actuales. En este sentido, no sería necesaria la infusión en sus potencias de las virtudes y de los dones del Espíritu Santo.

Santo Tomás contesta bien esta dificultad:

«No es conveniente que Dios provea en menor grado a los que ama para comunicarles el bien sobrenatural, que a las criaturas a las que sólo comunica el bien natural. Ahora bien, a las criaturas naturales las provee de tal manera que no se limita a moverlas a los actos naturales, sino que también les facilita ciertas formas y virtudes, que son principios de actos, para que por ellas se inclinen a aquel movimiento; y de esta forma, los actos a que son movidas por Dios se hacen connaturales y fáciles a esas criaturas. Con mucha mayor razón, pues, infunde a aquellos que mueve a conseguir el bien sobrenatural y eterno ciertas formas o cualidades sobrenaturales [virtudes y dones] para que, según ellas, sean movidos por él suave y prontamente a la consecución de ese bien eterno» (STh I-II,110,2).

La necesidad de las virtudes y dones en el hombre nuevo, para que los actos sobrenaturales de su nueva vida vengan a serle connaturales, puede ser mostrada con un ejemplo.

Un hombre, amaestrando a su perro, puede enseñarle a realizar algunas acciones semejantes a los actos humanos -dar la mano, abrir una puerta, llevar un paquete a un lugar, etc.-; pero en realidad estos movimientos no serán sino actos animales. Para que el perro pudiera realizar actos humanos tendría que recibir una participación en el espíritu del hombre. Sólo si se le infundieran las potencias del entendimiento y de la voluntad, vendría a hacerse capaz de producir esos actos humanos. Y sólo entonces, habiendo recibido esa elevación ontológica y operativa, podría llegar a tener una verdadera amistad con su dueño.

Pues bien, Dios no se ha limitado en Cristo a dar al hombre una capacidad de realizar actos semejantes a los propios de la vida divina, sino que le ha comunicado su mismo Espíritu, le ha dado vida divina, y por los hábitos operativos de las virtudes y los dones, que fluyen de su gracia en las potencias del hombre, le ha concedido capacidad genuina de realizar actos sobrenaturales, y consiguientemente le ha capacitado de verdad para entrar en su amistad.

Nótese que si la gracia de Cristo no diera tanto al hombre, entonces los actos del cristiano: o serían naturales, y no tendrían proporción al fin sobrenatural del hombre, o serían sobrenaturales, pero en una forma totalmente pasiva, sin ser realmente actos humanos, pues no procederían de un hábito operativo inherente al hombre. Hay que creer, por tanto, que Dios por la gracia de Cristo ha realizado de verdad una «criatura nueva»: ha creado unos «hombres nuevos» (Col 3,10; Ef 2,15), unos hombres «celestiales» (1 Cor 15,47), los cristianos.

Virtudes

Las virtudes infusas son como músculos espirituales, que Dios pone en el hombre, para que éste pueda realizar los actos propios de la vida sobrenatural al «modo humano» -con la ayuda, claro está, de la gracia-. Virtus en latín significa, en efecto, fuerza. Dicho en términos más precisos: las virtudes sobrenaturales son hábitos operativos infundidos por la gracia de Dios en las potencias del alma, que disponen a ésta para obrar según la razón iluminada por la fe y según la voluntad fortalecida por la caridad. Unas son teologales -fe, esperanza y caridad-, y otras son morales.

Las virtudes sobrenaturales, infusas, se distinguen por su esencia de las virtudes naturales. La virtud natural de la castidad, por ejemplo, difiere en su misma esencia de la correspondiente virtud sobrenatural: su finalidad, sus motivaciones, sus medios de conservación y desarrollo, son muy distintos a los propios de la virtud sobrenatural de la castidad. En lenguaje teológico se diría que las virtudes naturales y las sobrenaturales difieren entre sí por su causa eficiente, por su objeto formal y por su causa final.

1.-Las virtudes naturales pueden ser adquiridas por ejercicios meramente naturales, mientras que las sobrenaturales han de ser infundidas por Dios.

2.-La regla de las virtudes naturales es la razón natural, la conformidad con el fin natural; mientras que las virtudes sobrenaturales se rigen por la fe, y su norma es la conformidad con el fin sobrenatural.

3.-La virtud natural, por otra parte, no da la potencia para obrar, pues ya la facultad humana la posee por sí misma; lo que da es la facilidad para obrar el objeto propio de tal virtud. Por el contrario, las virtudes sobrenaturales dan la potencia para obrar, y con ella da normalmente la facilidad; pero no necesariamente. Puede darse en alguien el hábito de una virtud infusa realmente, sin que, por causas ajenas a ella, tenga facilidad para su ejercicio (STh I-II, 65,3 ad2m).

Virtudes teologales

Las virtudes teologales -fe, esperanza y caridad- son potencias operativas por las que el hombre se ordena inmediatamente a Dios, como a su fin último sobrenatural. Dios es en ellas objeto, causa, motivo, fin. Y mientras la fe radica en el entendimiento, la esperanza y la caridad tienen su base natural en la voluntad (STh II-II,4,2; 18,1; 24,1). Las virtudes teologales son el fundamento constante y el vigor de la vida cristiana sobrenatural.

-La fe cree, y creer es «acto del entendimiento, que asiente a las verdades divinas bajo el impulso de la voluntad, movida por la gracia de Dios» (STh II-II,2,9; +Vat.I 1870: Dz 1789/3008). El acto de la fe, por tanto, es imposible sin la gracia, y sin que la voluntad impere sobre el entendimiento para que crea: «con el corazón se cree para la justicia» (Rm 10,10).

-La esperanza es una virtud teologal, infundida por Dios en la voluntad, por la que confiamos con plena certeza alcanzar la vida eterna y los medios necesarios para llegar a ella, apoyados en el auxilio omnipotente de Dios. La esperanza nace de la fe; por eso sin fe no puede haber esperanza.

La virtud de la esperanza pone, pues, en el hombre un deseo confiado: un deseo incesante, ardoroso, estimulado por la misma caridad; pero no un deseo amargo, temeroso, desesperado, sino confiado en las promesas de Cristo, en el amor misericordioso del Padre, en la omnipotencia benéfica del Espíritu Santo. La esperanza desea con confianza.

-La caridad, en fin, es una virtud teologal infundida por Dios en la voluntad, por la cual amamos a Dios con todo el corazón y al prójimo como a nosotros mismos (Mt 22,37-39). Así como por la fe participamos de la sabiduría divina, por la caridad participamos de la fuerza y calidad del mismo amor de Dios. Y la misma diferencia cualitativa de luminosidad que existe entre la razón y la fe, existe entre el amor natural de la voluntad y la caridad teologal. En efecto, «la caridad de Dios se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5). Entre las virtudes teologales «ella es la más excelente» (1 Cor 13,13).

Las tres virtudes teologales son «espíritus» infundidos en las potencias del hombre por obra del Espíritu Santo.

Virtudes morales

Las virtudes morales sobrenaturales son hábitos operativos infundidos por Dios en las potencias del hombre, para que todos los actos cuyo objeto no es Dios mismo, se vean iluminados por la fe y movidos por la caridad, de modo que se ordenen siempre a Dios.

Estas virtudes morales, por tanto, no tienen por objeto inmediato al mismo Dios (fin), sino al bien honesto (medio), que conduce a Dios y de él procede, pero que es distinto de Dios.

Hay muchas virtudes morales, pero tanto la tradición judía y cristiana, como también la filosofía natural de algunos autores paganos, han señalado como principales cuatro virtudes cardinales (de cardonis, gozne de la puerta): «la templanza y la prudencia, la justicia y la fortaleza, son las virtudes más provechosas para los hombres en la vida» (Sab 8,7; +STh II-II,47-170). Estas cuatro virtudes regulan el ejercicio de todas las demás.

Las cuatro potencias que hay en el hombre -razón y voluntad, apetito irascible y concupiscible-, al revestirse del hábito bueno de estas cuatro virtudes, quedan libres de las cuatro enfermedades que a causa del pecado sufren:

-la prudencia rige la actividad de la razón, asegurándola en la verdad y librándola del error y de la ignorancia culpable;

-la justicia fortalece la voluntad en el bien, venciendo así toda malicia;

-la fortaleza asiste a la sensualidad irascible, es decir, el apetito que pretende valientemente el bien sensible arduo y difícil (STh I,81,1-2), protegiéndola de la debilidad nociva; y

-la templanza regula la sensualidad concupiscible, liberándola de los excesos o defectos de una inclinación sensible desordenada.

-La prudencia es una virtud que Dios infunde en el entendimiento práctico para que, a la luz de la fe, discierna y mande en cada caso concreto qué debe hacerse u omitirse en orden al fin último sobrenatural. Ella decide los medios mejores para un fin. Es la más preciosa de todas las virtudes morales, ya que debe guiar el ejercicio de todas ellas, e incluso la actividad concreta de las virtudes teologales.

Cristo nos quiere «prudentes como serpientes y sencillos como palomas» (Mt 10,16). Y San Pablo: «Esto pido en mi oración, que vuestra caridad crezca en conocimiento y en toda discreción, para que sepáis discernir lo mejor» (Flp 1,9-10). Los espirituales antiguos apreciaban mucho la diácrisis, ese discernimiento espiritual certero, que permite al asceta guiarse a sí mismo y aconsejar bien a otros.

-La justicia es una virtud sobrenatural por la que Dios infunde a la voluntad la inclinación constante y firme de dar a cada uno lo que en derecho es suyo (STh II-II,58,1). Después de la prudencia, es la más excelente de las virtudes cardinales, la que tiene un objeto más noble y necesario, y también más amplio, pues comprende el campo entero de las relaciones del hombre con Dios y con los hombres.

El cristiano por la justicia hace el bien -no cualquier bien, sino aquel bien precisamente debido a Dios y al prójimo-, y evita el mal -aquel mal concreto que ofende a Dios o perjudica al hermano-. Y mientras que la caridad extiende más o menos su radio de acción según los grados del amor, la justicia impone obligaciones estrictas, objetivamente bien delimitadas -aunque subjetivamente pueda en ocasiones haber dudas-. Y precisamente porque se trata de obligaciones objetivas y estrictas, pueden ser exigidas por la fuerza.

Muchas virtudes derivan de la justicia o están a ella conexas. Pero la gran virtud de la religión, también perteneciente a la justicia, es la más necesaria, excelente y meritoria. Y no siempre la recuerdan los hombres, cuando hablan de los deberes de la justicia. Por ella, por la virtud de la religión, el hombre se inclina a dar a Dios el culto debido, mediante actos internos (devoción, oración) o también externos (adoración, ofrendas, culto). La religión no tiene por objeto a Dios mismo, como las virtudes teologales, sino su culto. «La religión es una confesión de fe, esperanza y caridad» (STh II-II,101,3 ad1m). Las virtudes teologales imperan el acto de la religión (81,5 ad1m).

-La fortaleza es una virtud infundida por Dios en el apetito irascible, vigorizándole para que no desista de procurar el bien arduo, ni siquiera por los mayores peligros. La fortaleza ataca o resiste: ataca, cohibiendo los temores, y resiste, moderando los temores. De este modo, ayuda al apetito irascible en cuanto está sujeto a la voluntad, y asiste también a ésta por redundancia. El acto máximo de la virtud de la fortaleza es el martirio, por el cual el cristiano confiesa a Cristo con cruz y con muerte (STh II-II, 124,2).

La fortaleza, inferior a la prudencia y justicia, es superior a la templanza, pues en el camino del bien es más difícil superar peligros y sufrimientos que vencer atracciones placenteras. Por otra parte, la fortaleza, que es contraria a la pusilanimidad y a la ambición, a la presunción y a la vanidad, no es indiferencia impasible, ni audacia temeraria: es potencia espiritual que da en cada momento valor, decisión, aguante y constancia.

-La templanza es una virtud sobrenatural infundida por Dios en el apetito concupiscible para moderar su inclinación a los placeres. Mientras la fortaleza estimula el apetito irascible para que resista el mal o se esfuerce en conseguir el bien arduo, la templanza más bien refrena en el hombre la inclinación al placer sensitivo y sensual. Modera, pero no destruye esa inclinación -en tal caso no sería una virtud-, sino que la libra tanto de la intemperancia desbordada, como de la insensibilidad excesiva.

No es la templanza la más excelsa de las virtudes morales, pero su desarrollo es imprescindible, ya que el hombre no puede ejercitar sus virtudes más altas en tanto está sujeto al lastre de una sensualidad desordenada. Por eso la purificación ascética del sentido es fase previa y necesaria para el vuelo del espíritu.

Las cuatro virtudes morales son «espíritus» infundidos en las potencias del hombre por obra del Espíritu Santo.

3

Los dones

Dones del Espíritu Santo

El término «dones del Espíritu Santo» puede referirse al mismo Espíritu Santo, que es Don de Dios, el Don primero, como ya vimos -Altissimi donum Dei, como decimos en el Veni, Creator-Y puede referirse tanto a las gracias actuales como a las virtudes teologales y morales, que son sin duda dones de Dios. Aquí trataremos de ellos en su sentido más estricto y teológicamente caracterizado.

Los dones del Espíritu Santo son hábitos sobrenaturales infundidos por Dios en las potencias del alma (hasta aquí, como las virtudes), para que la persona pueda recibir así con prontitud y facilidad las iluminaciones y mociones del Espíritu Santo (aquí la diferencia específica; +STh I-II,68,4).

La tradición reconoce siete dones del Espíritu, basándose en el texto de Isaías 11,2, que predice la plenitud del Espíritu en el Mesías: «Sobre él reposará el Espíritu de Yavé: espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de ciencia y de temor de Yavé». La versión de la Vulgata cita siete dones, también el espíritu de piedad.

Según estos dones, la razón del hombre se ve elevada y perfeccionada por el don de entendimiento, para penetrar la verdad; de sabiduría, para juzgar de las cosas divinas; de ciencia, sobre las cosas creadas; y de consejo, para la conducta práctica. Mientras que la voluntad y las inclinaciones sensibles de los apetitos son perfeccionadas por los dones de piedad, en orden a Dios y a los padres; por el don de fortaleza, contra el temor a peligros; y por el don de temor, contra el desorden de la concupiscencia. En seguida los estudiaremos uno a uno.

Los dones, cuando son activados habitualmente por obra del Espíritu Santo, elevan al justo a la vida mística y le llevan, por tanto, a la perfección cristiana. Son, pues, muy excelentes. Las virtudes teologales, como es sabido, la fe y la esperanza, concretamente, son para este tiempo de peregrinación; en tanto que solo la caridad permanecerá en el cielo. Por el contrario, «tanta es la excelencia [de los dones del Espíritu Santo], que perseveran intactos, aunque más perfectos, en el reino celestial» (Divinum illud 12).

Virtudes, al modo humano,

Los dones del Espíritu Santo no son, pues, gracias actuales transitorias; son verdaderos hábitos operativos (I-II,68,3). Ahora bien, mientras que las virtudes son hábitos sobrenaturales que se rigen en su ejercicio por la razón y la fe, los dones se ejercitan bajo la acción inmediata del Espíritu Santo; es decir, le dan al hombre facilidad y prontitud para obrar «por inspiración divina» (68,1). Esta diferencia tiene grandísima importancia en la vida espiritual, y debemos analizarla atentamente.

-Las virtudes nos hacen participar de la vida sobrenatural del Espíritu Santo «al modo humano». El acto virtuoso nace de Dios, como causa principal primera, y del hombre, como causa principal segunda, que, aunque absolutamente dependiente de la primera, causa el acto a su modo natural propio, es decir, pensando con su razón y decidiendo libremente con su voluntad.

Por eso mismo, al ser infundidas las virtudes en la estructura psicológica natural del hombre, no pueden lograr por sí mismas el perfecto ejercicio de la vida sobrenatural. Podemos mostrarlo con dos ejemplos:

La oración, en régimen de virtudes, es discursiva y laboriosa, con mediación de muchas imágenes, conceptos y palabras. Y la acción -por ejemplo, perdonar una ofensa- es lenta e imperfecta, exige un tiempo de motivación en la fe, una acomodación gradual de las emociones a lo que la caridad impera... Según esto, tanto la oración como los actos virtuosos de la vida ordinaria, son realmente vida sobrenatural, ciertamente, son participación en la vida del Espíritu, pero imperfecta, «al modo humano».

-Los dones del Espíritu Santo, en cambio, nos hacen participar de la vida sobrenatural del Espíritu «al modo divino». Por tanto, el acto donal nace de Dios, causa principal primera, primera y única, y del hombre, causa instrumental, causa libre, sin duda, pero sólamente instrumental del efecto producido por el Espíritu Santo.

Pues bien, esta actividad donal, en la que la vida sobrenatural es participada al modo divino, es la única que puede llevar al cristiano a la perfecta santidad. Es decir, sólo bajo el predominio habitual activo de los dones del Espíritu Santo -a eso llamamos la vida mística- puede el cristiano ser «perfecto como el Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48). Así lo enseña San Pablo cuando dice que «los que son movidos por el Espíritu de Dios, ésos son los [perfectos] hijos de Dios» (Rm 8,14). Veámoslo con los mismos dos ejemplos:

La oración, por los dones del Espíritu, se verá elevada a formas quietas y contemplativas, de inefable sencillez, en las que el orante no hace nada por sí mismo, es decir, a formas que transcienden ampliamente los modos naturales del entendimiento, modos naturales, laboriosos, fatigosos. Y la acción -por ejemplo, un perdón- ya no requiere ahora, bajo el régimen predominante de los dones, tiempo, reflexión, acumulación lenta de motivos, apaciguamiento gradual de las pasiones contrarias, sino que se producirá de un modo rápido y perfecto, por simple impulso divino, bajo la inmediata acción del Espíritu Santo, esto es, «al modo divino».

Actividad ascética

Según lo expuesto, la diferencia psicológica en la vivencia de las virtudes y de los dones es muy notable.

-Ejercitando las virtudes, el alma se sabe «activa», esto es, se conoce a sí misma como causa motora principal de sus propios actos -orar, trabajar, perdonar, etc.-; y es consciente de que puede prolongar estos actos, intensificarlos o suprimirlos.

-Por el contrario, en la actividad de los dones del Espíritu Santo el alma se experimenta como «pasiva», es decir, tiene conciencia de que su acción -orar, trabajar, perdonar, etc.- tiene al mismo Dios como causa principal única, siendo sólamente el alma causa instrumental de la misma. Por tanto, «en los dones del Espíritu Santo la mente humana no se comporta como motor, sino como movida» (STh II-II,52, 2 ad2m).

Por eso el alma no puede por sus propias fuerzas o industrias lograr esa actividad donal tan perfecta: no puede adquirirla, por mucho empeño e industria que ponga en ello, y tampoco está en su poder prolongarla; sólo puede recibirla cuando Dios la da y en la medida en que Dios la dé; y a veces puede, eso sí, resistirla o cesarla.

-Pasividad-activa. Importa mucho entender bien lo que sigue. En la actuación de los dones, esa pasividad radical del alma bajo el influjo del Espíritu es pasividad únicamente en relación a la iniciativa del acto, es decir, respecto del Espíritu Santo; pero una vez que el hombre recibe ese impulso divino, se asocia libre e intensamente a su moción, activando bajo el influjo de la gracia sus virtudes correspondientes. Se trata, pues, de una pasividad activísima, en la que el cristiano obra con más fuerza, frecuencia y perfección que nunca. Basta para comprobarlo el testimonio de la vida de los santos.

El padre Royo Marín muestra, por ejemplo, cómo el don de consejo perfecciona en la virtud de la prudencia su modo de ejercicio, dándole un modo divino y sobrehumano: «El Espíritu Santo pone en movimiento el don de consejo como única causa motora; pero el alma en gracia colabora como causa instrumental, a través de la virtud de la prudencia, para producir un acto sobrenatural, que procederá, en cuanto a la substancia del acto, de la virtud de la prudencia, y, en cuanto a su modalidad divina, del don de consejo. Este mismo mecanismo actúa en los demás dones. Por eso sus actos [los actos donales] se realizan con prontitud y como por instinto, sin necesidad del trabajo lento y laborioso del discurso de la razón» (El gran desconocido 154-155). «No seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu de vuestro Padre, que habla en vosotros» (Mt 10,20).

-Ascética y mística. Según estas premisas, en la espiritualidad cristiana entendemos por santificación ascética y activa aquella que el alma hace de su parte, al modo humano, con el auxilio de la gracia. Y por mística y pasiva aquella manera excelente de santificación en la que es el mismo Dios quien, al modo divino, obra en el alma, siendo ésta puramente receptiva, como si por sí misma no hiciera nada. Cuando el Espíritu Santo obra por sus dones el justo, él está como paciente, que libremente recibe en sus potencias operativas el acto divino. Como dice San Juan de la Cruz, «Dios lo hace en él, habiéndose él pasivamente» (1Noche 7,5).

-Virtudes y dones crecen simultáneamente, por obra del Espíritu Santo, de modo que el cristiano va participando cada vez más y mejor de la vida divina. Sin embargo, es indudable que la actividad ascética de las virtudes predomina en los comienzos de la vida espiritual, y que mientras esa ascesis no está bien adelantada, no se llega a la vida mística pasiva, mucho más perfecta, en la que es predominante el régimen espiritual de los dones. Por eso San Juan de la Cruz, por ejemplo, enseña el camino ascendente de las noches activas como anterior e imprescindible preparación para las más altas ascensiones pasivas.

Pero téngase bien en cuenta que los dones del Espíritu Santo actúan desde el comienzo de la vida cristiana, aunque en esa fase ascética el cristiano vive la vida sobrenatural en régimen habitual de virtudes, al modo humano. Ahora bien, sólo en la perfección los dones se ejercitan habitualmente; sólo es entonces, en la fase mística, cuando el Espíritu Santo domina plenamente sobre el cristiano, y le da la vida sobrenatural al modo divino.

Los dones del Espíritu Santo

-La necesidad de los dones para la perfección cristiana se deduce fácilmente de todo lo anteriormente expuesto. En efecto, no hay perfección evangélica si no se llega a la vida mística pasiva. Tras una larga tradición patrística y espiritual, es ésta una verdad que ha entrado en la enseñanza de muchos teólogos, como luego veremos, y en el Magisterio ordinario de la Iglesia.

Así León XIII: «El hombre justo, que ya vive de la vida de la gracia y que opera mediante las virtudes, como el alma por sus potencias, tiene ciertamente necesidad de los siete dones, que comúnmente son llamados dones del Espíritu Santo. Mediante estos dones, el espíritu del hombre queda elevado y apto para obedecer con más facilidad y presteza a las inspiraciones e impulsos del Espíritu Santo. Igualmente, estos dones son de tal eficacia, que conducen al hombre al más alto grado de santidad; son tan excelentes, que permanecerán íntegramente en el cielo, aunque en grado más perfecto. Gracias a ellos es movida el alma y conducida a la consecución de las bienaventuranzas evangélicas» (Divinum illud munus 12).

Sigue aquí el Papa la doctrina de Santo Tomás, que explica así la necesidad y la perfección de los dones:

«En el hombre hay un doble principio de movimiento, uno interno, que es la razón, y otro externo, que es Dios. Ahora bien, las virtudes humanas perfeccionan al hombre en cuanto que es propio del hombre gobernarse por su razón en su vida interior y exterior. Es, pues, necesario que haya en el hombre ciertas perfecciones superiores que le dispongan para ser movido divinamente; y estas perfecciones se llaman dones, no sólo porque son infundidas por Dios [que también lo son las virtudes sobrenaturales], sino porque por ellas el hombre se hace capaz de recibir prontamente la inspiración divina. Por esto dicen algunos que los dones perfeccionan al hombre para actos superiores a los de las virtudes» (I-II,68,1). En efecto, las virtudes producen actos sobrenaturales «modo humano», mientras que los dones del Espíritu Santo los producen «ultra humanum modum» (Sent.3 dist.34, q.1,a.1).

-Los dones del Espíritu Santo son, incluso, necesarios al hombre para la misma salvación. En efecto, al ser infundidas las virtudes sobrenaturales en una naturaleza humana debilitada y mal inclinada por el pecado, aunque hay en ellas fuerza para vencer en todo al mal, de hecho, la persona caerá no pocas veces en el pecado, más o menos claramente advertido y consentido, sobre todo en el caso de ciertas tentaciones graves y súbitas.

En el caso de tales tentaciones, hubiera sido necesario que, en lugar del ejercicio lento y laborioso de las virtudes, al modo humano, la respuesta del cristiano hubiera tenido, por instinto inmediato, la seguridad y rapidez propia de los dones del Espíritu Santo, que no sólamente en la substancia, sino también en el modo de ejercicio son divinos.

Perfección relativa

La necesidad absoluta de los dones del Espíritu Santo para la perfección cristiana no argumenta en modo alguno la imperfección de las virtudes infusas, que por sí mismas, especialmente las virtudes teologales -fe, esperanza y caridad- son perfectísimas. Lo explica bien Royo Marín:

«No es que las virtudes infusas sean imperfectas en sí mismas. Al contrario, de suyo son realidades perfectísimas, estrictamente sobrenaturales y divinas. Las virtudes teologales son incluso más perfectas que los dones mismos del Espíritu Santo, como dice Santo Tomás (STh I-II,68,8). Pero las poseemos imperfectamente todas ellas -como dice también el mismo Angélico Doctor (I-II,68,2)- a causa precisamente de la modalidad humana, que se les pega inevitablemente por su acomodación al funcionamiento psicológico natural del hombre, cuando son regidas por la simple razón iluminada por la fe...

«De ahí la necesidad de que los dones del Espíritu Santo vengan en ayuda de las virtudes infusas, disponiendo las potencias de nuestra alma para ser movidas por un agente superior, el Espíritu Santo mismo, que las hará actuar de un modo divino, esto es, de un modo totalmente proporcionado al objeto perfectísimo de las virtudes infusas» (Teología de la perfección cristiana n. 131).

Es en este sentido en el que el Catecismo de la Iglesia enseña que los dones del Espíritu Santo «completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben» (1831).

Coinciden los teólogos y los místicos

Como hemos visto, enseñan los teólogos que la perfección de la vida cristiana sólamente se produce cuando los dones del Espíritu Santo actúan habitualmente en el cristiano. O lo que es equivalente: la perfección únicamente se alcanza en la vida mística. O si se quiere: que las virtudes infusas no pueden alcanzar la perfección sino en los dones del Espíritu Santo.

Pues bien, ésta es también la enseñanza de los grandes místicos. Santa Teresa, por ejemplo, para describir las fases normales del crecimiento en la oración, acude en el libro de su Vida (11-21) a una imagen, en la que la oración es el agua vivificante y el alma es el campo regado por ella. Los modos de riego van pasando de formas laborioso-ascéticas a formas pasivo-místicas:

«Paréceme a mí que se puede regar de cuatro maneras: o con sacar el agua de un pozo, que es a nuestro gran trabajo; o con noria y arcaduces, que se saca con un torno -yo lo he sacado algunas veces-, es a menos trabajo que esotro y sácase más agua; o de un río o arroyo, esto se riega muy mejor, que queda más harta la tierra de agua y no se ha menester regar tan a menudo, y es a menos trabajo mucho del hortelano; o con llover mucho, que lo riega el Señor sin trabajo ninguno nuestro, y es muy sin comparación mejor que todo lo que queda dicho» (11,7).

La misma doctrina, aplicada no sólo a la oración sino a todos los aspectos diversos de la vida cristiana, viene dada por San Juan de la Cruz, según el cual, para llegar a la perfecta unión con Dios, «por más que el principiante en mortificar en sí ejercite todas estas sus acciones y pasiones [al modo humano], nunca del todo ni con mucho puede, hasta que Dios lo hace en él [al modo divino], habiéndose él pasivamente» (1 Noche 7,5; +3,3).

Así, en esta pasividad-activa propia de los dones del Espíritu Santo, es cuando se produce la perfecta deificación del hombre:

Ya «es Dios el obrero de todo, sin que el alma haga de suyo nada. Que, por cuanto el alma no puede obrar de suyo nada si no es por el sentido corporal ayudada de él, su negocio es ya sólo recibir de Dios, y así todos los movimientos de tal alma son divinos; y aunque son suyos, de ella lo son, porque los hace Dios en ella con ella que da su voluntad y consentimiento» (Llama 1,9).

Puede entonces el cristiano decir con toda verdad: «salí del trato y operación humana mía a operación y trato de Dios» (2 Noche 4,2). «Lo cual no es otra cosa sino alumbrarle [Dios] el entendimiento con la lumbre sobrenatural, de manera que de entendimiento humano se haga divino, unido con el divino. Y, ni más ni menos, informarle la voluntad de amor divino, de manera que no sea voluntad menos que divina, no amando menos que divinamente, hecha y unida en uno con la divina voluntad y amor. Y la memoria, ni más ni menos. Y también las afecciones y apetitos, todos mudados y vueltos según Dios, divinamente. Y así, esta alma será ya alma del cielo celestial y más divina que humana» (13,11).

En el cuadro siguiente podrá verse, en representación gráfica, las líneas fundamentales del crecimiento en la vida cristiana:

A remo o a vela

A Juan de Santo Tomás (1589-1644) -nacido en Portugal, formado en Atocha como dominico, profesor en Alcalá, confesor de Felipe IV en Madrid- le debemos el mejor comentario a la doctrina de Santo Tomás sobre los dones del Espíritu Santo (STh I-II,68). Su tratado de los dones forma parte del Cursus theologicus, que fue publicado después de su muerte. En este escrito expone una imagen para expresar la diversa operación de las virtudes y de los dones, que ha entrado en la tradición teológica:

En los dones del Espíritu Santo, «esta ilustración interior y gusto experimental de las cosas divinas y de los misterios de la fe enciende el afecto para lograr el fin de las virtudes de un modo superior al de las mismas virtudes ordinarias. Se sigue entonces una ordenación y norma superior, que es el mismo instinto del Espíritu Santo. Ella nos ordena al fin de la vida sobrenatural, causando una moralidad específicamente diversa a la producida por nuestra norma humana o racional, apoyada en nuestro propio esfuerzo y trabajo, como es distinto el modo con que avanza una nave por el esfuerzo de los remeros que cuando el viento hincha sus velas y la empuja por encima de las olas, aunque en ambos casos se encamine hacia el mismo término. "El Señor vio a sus discípulos remar con gran fatiga" (Mc 6,48). Porque se avanza con gran trabajo en el camino de Dios cuando uno es conducido sólamente por el esfuerzo y habilidad propios, mediante las virtudes ordinarias. Mas cuando el Espíritu Santo llena interiormente la inteligencia y conduce por su norma, entonces se corre sin trabajo, se dilata el corazón como las velas que se hinchan al soplar el viento. Por eso dice el salmo: "correré por el camino de tus mandatos, cuando me ensanches el corazón" (118,32); y "tu Espíritu, que es bueno, me guíe por tierra llana" (142,10)» (Naturaleza de los dones n.29; p. 166-167).

Incipientes. Adviértase en esto que desde el comienzo de la navegación cristiana, las velas están ya instaladas en el barco del cristiano, ya que virtudes y dones, en cuanto hábitos, son infundidos en las potencias del alma con la gracia santificante. Pero el cristiano ha de comenzar normalmente su travesía a fuerza de remos de virtudes. Quizá en algún momento una leve brisa impulse su nave por las velas, lo que supone un alivio no pequeño. Sin embargo, a los comienzos ascéticos de la vida espiritual, las velas generalmente cuelgan flácidas, y es preciso avanzar a golpe de remos.

Adelantados. Cuando ya la navegación va adelante, cada vez es más frecuente que el Espíritu Santo, por sus dones, actúe inmediatamente en la mente y la voluntad del cristiano: las velas van tomando viento, y se suaviza notablemente el esfuerzo de remar.

Perfectos. Al final, cuando el cristiano ha perseverado en su colaboración virtuosa a las continuas mociones de la gracia, el Espíritu Santo impulsa poderosamente con su aliento las velas de su barca, y ésta avanza velozmente, sin trabajo de remos, con una fuerza divina, con una facilidad sobrehumana. «El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni adónde va; así es todo nacido del Espíritu» (Jn 3,8).

Los dones son activados

Ya he indicado, pero quiero repetirlo, que los dones son activados por el Espíritu divino, en uno u otro grado, desde que el cristiano inicia el camino de la perfección. Y a veces con intensidad muy notable. San Ignacio de Loyola, por ejemplo, en Manresa, muy poco después de su conversión, es decir, estando todavía muy a los comienzos del camino de la perfección, recibió del Espíritu Santo formidables activaciones del don de entendimiento y de sabiduría. En ese tiempo, el Espíritu Santo, tratándole como «un maestro de escuela a un niño», le concedía altísimas iluminaciones sobre la Trinidad, la Creación, la humanidad de Cristo, la Virgen María, la Eucaristía (Autobiografía 27-29).

Un día, especialmente, yendo por devoción a la iglesia de San Pablo, a una milla de Manresa, «se sentó un poco con la cara hacia el río [Cardoner], el cual iba hondo. Y estando allí, se le empezaron a abrir los ojos del entendimiento; y no que viese alguna visión, sino entendiendo y conociendo muchas cosas, tanto de cosas espirituales, como de cosas de la fe y de letras; y esto con una ilustración tan grande, que le parecían todas las cosas nuevas. Y no se puede declarar los particulares que entendió entonces, aunque fueron muchos, sino que recibió una grande claridad en el entendimiento; de manera que en todo el discurso de su vida, hasta pasados sesenta y dos años, coligiendo todas cuantas ayudas ha tenido de Dios, y todas cuantas cosas ha sabido, aunque las ayunte todas en uno, no le parece haber alcanzado tanto, como de aquella vez sola» (30).

Ya se ve, pues, por experiencias como ésta, que los dones del Espíritu Santo pueden obrar en el cristiano en grados de intensidad muy diversos en las distintas fases de su vida, y que incluso en los comienzos mismos del camino de la perfección puede Dios activarlos con fuerza, como queriendo anticiparle a su elegido de un modo deslumbrante aquellas maravillas de gracia que ha de concederle más tarde.

En otras ocasiones, el Espíritu divino activa en alguien ciertos dones en beneficio de otras personas. No es raro, por ejemplo, que un director espiritual se dé cuenta de que, para la dirección de alguien, recibe habitualmente de Dios iluminaciones muy especiales. En efecto, por amor especial del Espíritu divino a alguien de su elección, Él activa intensamente los dones en el director, para que pueda ayudar mucho a esa persona dirigida, guiándola hacia la santidad sin error alguno y con un acierto sobrenatural.

Historia teológica y actualidad

Una brevísima nota sobre la historia y la situación actual de la teología de los dones. Los Padres antiguos, al exponer la vida de la gracia en el cristiano, la atribuyen continuamente a la acción del Espíritu Santo, e incluso aluden a veces a los siete espíritus o dones.

San Ireneo (+200), por ejemplo, ve que en la Iglesia se cumplen las profecías antiguas y que «desciende sobre la tierra el rocío, es decir, que el Espíritu de Dios que descendió sobre el Señor, espíritu de sabiduría e inteligencia, de consejo y fortaleza, de ciencia y piedad, de temor de Dios, el Señor lo ha dado a la Iglesia» (Contra hæreses III, 17).

La teología de los dones del Espíritu Santo, sin embargo, aun teniendo este fondo bíblico y tradicional, no toma forma sistemática y especulativa hasta el siglo XIII. Contra la enseñanza de Guillermo de Auxerre (+1231) y Guillermo de Auvernia (+1249), poco antes de 1250, Felipe el Canciller enseña la distinción real de virtudes y dones (Congar 340-341).

Siguen fundamentalmente su doctrina los primeros maestros franciscanos y dominicos, como San Buenaventura (+1274) y San Alberto Magno (+1280). Apoyándose en ellos y también en el franciscano Alejandro de Hales (+1245), es Santo Tomás de Aquino (+1274) quien lleva la teología de los dones del Espíritu Santo a su perfección, especialmente en la Suma Teológica I-II, 68, como ya vimos.

No todos los teólogos aceptan posteriormente esta doctrina tomista. Así el franciscano Escoto (+1308) y teólogos nominalistas, como Guillermo de Ockham (+1349) o Gabriel Biel (+1495). La aceptación, sin embargo, de la enseñanza de Santo Tomás es lo más común.

El P. José Antonio de Aldama S. J., cuando estudia La distinción entre las virtudes y los dones del Espíritu Santo en los siglos XVI y XVII, considera que en esos siglos la doctrina tomista sobre los dones era «sententia communior» («Gregorianum» 16, 1935, 562-676). La siguen los maestros de la escuela dominicana, los carmelitas tomistas, es también enseñada por jesuitas, como Luis Lallemant (+1635), y por muchos otros autores. En los siglos siguientes, autores de gran influjo, como los jesuitas Scaramelli (+1752) o Maeschler (+1912), siguen la enseñanza de Santo Tomás y de San Buenaventura sobre los dones.

El Magisterio apostólico, en 1897, por la encíclica de León XIII Divinum illud munus, da a la visión tomista de los dones un impulso notable, que culmina en la doctrina del Catecismo de la Iglesia Católica (1992, n. 1830-1831).

Y en cuanto a los teólogos de la espiritualidad en el siglo XX, el estado de la cuestión, en forma brevísima, se puede resumir así:

-Siguen estrictamente la enseñanza de Santo Tomás autores dominicos, como Arintero, Gardeil, Garrigou-Lagrange, Menéndez-Reigada, Labourdette, Llamera, Ramírez, Philipon, Bandera, Royo Marín y Torrel, carmelitas como Moretti, claretianos como Naval y Juberías, y otros varios, como Tanquerey, González y González, Jiménez Duque, Gazzera-Leonelli, Rivera-Iraburu o Ferlay. Y también los maestros jesuitas, como Fiocchi, Hertling, Aldama y Bernard.

Aldama, concretamente, en la Sacræ Theologiæ Summa III, da estas calificaciones teológicas: Existencia de los dones, de fide divina et catholica; los dones son hábitos, certa in theologia; son siete, probabilior; se distinguen realmente de las virtudes, communior et probabilior (BAC 62, Madrid 1953).

Y Charles André Bernard: «El Espíritu Santo que se nos ha dado mora en nosotros... El principio interno de la acción del hombre es su razón... Pero Dios puede actuar desde el interior mismo de nuestra conciencia, ya que es más íntimo a nosotros que nuestro propio corazón (S. Agustín)... La capacidad habitual de recibir semejantes mociones espirituales proviene específicamente de la presencia en él de los dones del Espíritu Santo» (Teología espiritual, Atenas, Madrid 1989, 516).

Las virtudes teologales «ven su actividad regulada por la razón humana y condicionada por la formación precedente. Así es como nuestra fe [por ejemplo] se ejercita integrando juicios humanos... La función de los dones será la de dar al ejercicio de las virtudes teologales una medida propiamente divina... Para entender mejor la función y la naturaleza de los dones del Espíritu Santo, seguimos la doctrina de Santo Tomás, para quien son hábitos, es decir, disposiciones estables... Sus dones [del Espíritu Santo] penetran hasta el fondo de nuestro corazón para disponerlo de forma continuada a acoger sus mociones y a ponerlas en práctica. Entonces la vida espiritual se hace estable y el alma es cada vez más sensible a las inspiraciones del Espíritu... [Los dones] hacen a las potencias ágiles, móviles, sensibles a los más pequeños movimientos de lo alto» (517-518).

-Siguen la enseñanza de Santo Tomás, pero con divergencias bastante notables, autores como De Guibert S. J., Crisógono de Jesús Sacramentado O. C. D. y Thils.

-Otros autores actuales no tratan de los dones del Espíritu Santo en sus exposiciones sistemáticas de la espiritualidad cristiana, como Bouyer, Gamarra o De Pablo Maroto. En algún caso, como Ruiz Salvador, se hace alusión a ellos en relación a la experiencia mística, pero no se explican según la doctrina tomista (Caminos del Espíritu, Espiritualidad, Madrid 1974, 446-454).

 


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