Jose Maria Iraburu.
Por obra del Espíritu Santo.

5

Recibid el Espíritu Santo

Disposición receptiva

Todos queremos que en la oración el campo de nuestra alma sea regado no en formas laboriosas y discursivas, sino por la lluvia de lo alto, en pasividad contemplativa. Todos deseamos, igualmente, que nuestra navegación espiritual, más bien que a remos de virtudes, sea a vela, según los dones del Espíritu Santo. En una palabra: todos queremos que en nosotros actúen plenamente los dones del Espíritu Santo.

Pero ¿cómo podríamos adquirirlos?

Ya se ha respondido esta pregunta cuando se han señalado las disposiciones receptivas para la recepción de cada uno de los dones. Pero esta cuestión es tan importante que merece la pena considerarla más ampliamente, aún a costa de algunas repeticiones.

A la plena y habitual actividad de los dones del Espíritu Santo se llega por los deseos de santidad, la oración de petición, la devoción a la Virgen, la devoción al Espíritu Santo, el amor a la Cruz, el alejamiento del pecado y la expiación penitencial, el crecimiento en las virtudes y la fidelidad a las gracias actuales.

Deseos de santidad

La esperanza, es decir, el deseo confiado de la santidad, nos abre a los dones del Espíritu Santo. Debemos aspirar a la santidad, con esperanza de alcanzarla, partiendo de la voluntad de Dios, que nos ha sido manifestada: «ésta es la voluntad de Dios, que seáis santos» (1Tes 4,3). La rosa que la gracia hizo nacer por el bautismo en nuestros corazones ha de crecer y configurarse plenamente, pétalo a pétalo, hasta formar una rosa perfecta. La vida sobrenatural que se nos ha dado ha de desarrollarse, invadiendo más y más todos los planos de nuestra personalidad y de nuestra acción. Más aún, ha de llegar un momento en que la deificación nuestra llegue a tal perfección que incluso vivamos esa vida sobrenatural de un modo sobrenatural, esto es, divino. Ésta es nuestra vocación. Todos, por tanto, hemos de aspirar a los dones del Espíritu Santo, según aquello del Apóstol: «aspirad a los más altos dones» (1Cor 12,31)

«Nosotros todos reflejamos la gloria del Señor y nos vamos transformando en su imagen con resplandor creciente, a medida que obra en nosotros el Espíritu del Señor» (2Cor 3,18).

No recibiremos, sin embargo, los dones del Espíritu Santo si no aspiramos sinceramente a la santidad; es decir, si no creemos posible que en nosotros se produzca tal milagro, una transfiguración tan maravillosa. Jesús, en Nazaret, «no pudo hacer ningún milagro, fuera de curar a unos pocos enfermos. Y él se asombraba de su poca fe» (Mc 6,5-6).

Jesús en los evangelios no reprocha a los discípulos tanto su egoísmo, su pereza, su poca abnegación y caridad, etc., sino que les echa en cara sobre todo su poca fe: «¡hombres de poca fe!» (Mt 6,30; 8,26; 14,31; 17,20; +paralelos; +Mc 9,19).

Oración de petición

Los dones del Espíritu Santo no pueden ser adquiridos: son dones que han de ser pedidos una y otra vez con toda confianza al Padre celestial, por Jesucristo nuestro Señor, pues como Él dice,

«si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?» (Lc 11,13).

Por tanto, pidamos siempre con esperanza al Padre: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con Espíritu firme» (Sal 50,12).

Devoción a la Virgen María

Desde el principio de nuestra fe, sabemos que Jesús se forma en María «por obra del Espíritu Santo». Y sabemos que Jesús se forma también en la Iglesia por obra del Espíritu Santo, estando reunidos los discípulos «con María, la Madre de Jesús» (Hch 1.14).

De ahí que la unión devocional a la Virgen María sea una disposición óptima para recibir los dones del Espíritu Santo. Así lo entiende Montfort cuando suplica: «¡Oh, Espíritu Santo!, concédeme amar y venerar mucho a María, tu Esposa fidelísima, a fin de que con Ella formes en mí a Jesucristo, grande y poderoso, hasta la plena madurez espiritual. Amén» (El secreto de María 67).

Y ésta no es una doctrina meramente respetable, pero particular, propia sólo de una cierta espiritualidad especialmente mariana, sino que, como afirma Pablo VI, fue enseñada ya desde antiguo por los Padres de la Iglesia, que conocieron muy pronto esa vinculación tan íntima entre María y el Espíritu Santo:

«Ellos vieron en la misteriosa relación Espíritu-María un aspecto esponsalicio, descrito poéticamente por Prudencio [+405]: "la Virgen núbil se desposa con el Espíritu", expresión que subraya el carácter sagrado de la Virgen, convertida en mansión estable del Espíritu de Dios... Recurrieron a la intercesión de la Virgen para obtener del Espíritu la capacidad de engendrar a Cristo en su propia alma, como atestigua san Ildefonso [+667] en una oración sorprendente por su doctrina y por su vigor suplicante: "Te pido, te pido, oh Virgen Santa, obtener a Jesús por mediación del mismo Espíritu, por el que tú has engendrado a Jesús. Reciba mi alma a Jesús por obra del Espíritu Santo, por el que tu carne ha concebido al mismo Jesús... Que yo ame a Jesús en el mismo Espíritu, en el que tú lo adoras como Señor y lo contemplas como Hijo"» (exht. apost. Marialis cultus 26: 2-II-1974).

Vivir con María, muy unidos a Ella por el amor y la devoción, y solicitando siempre su intercesión, atrae a nuestros corazones los dones del Espíritu Santo. La Paloma divina, en efecto, como en la Encarnación y como en Pentecostés, acude donde está Ella, y allí se posa.

Devoción al Espíritu Santo

«Ven Espíritu Santo, ilumina los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor»... El Espíritu Santo, que «viene en ayuda de nuestra flaqueza y ora en nosotros con gemidos inefables» (Rm 8,26), nos mueve a llamarle: Él, que nos da la gracia de llamarle, Él nos concede la gracia de su venida, comunicándonos sus santos dones.

La devoción al Espíritu Santo, evidentemente, crea en nosotros la disposición más adecuada para recibir sus dones, que, perfeccionando las virtudes, tan profundamente nos deifican.

El recogimiento de los sentidos, de la memoria, de la imaginación, la atención al dulce Huésped del alma, nos abre sin duda a los dones del Espíritu. Nos cierra a ellos, en cambio, la vida disipada, las dispersión de la atención en mil vanidades cambiantes y triviales, la carencia de una vida verdaderamente interior, el olvido y desprecio de la inhabitación de la Trinidad en nosotros.

Devoción a la Cruz

Es en la Cruz donde Jesús «entrega el espíritu», el Espíritu Santo, los dones del Espíritu Santo. Por eso la puerta estrecha y el camino angosto nos abren a los dones del Espíritu Santo, en tanto que la puerta ancha y el sendero espacioso nos conducen a la perdición (+Mt 7,13-14). El amor a la Cruz, es decir, el amor al Crucificado, la fidelidad para llevar la cruz personal de cada día, el sentido de expiación por el pecado y de mortificación del hombre carnal, todo eso -que es Cruz- nos abre a los dones del Espíritu Santo.

Dice Montfort: «Ya sabéis que sois templos vivos del Espíritu Santo, y que como piedras vivas, habéis de ser construídos por el Dios del amor en el templo de la Jerusalén celestial. Pues bien, disponéos para ser tallados, cortados y cincelados por el martillo de la Cruz. De otro modo, permaneceríais como piedras toscas, que no sirven para nada, que se desprecian y se arrojan fuera. ¡Guardáos de resistir al martillo que os golpea! ¡Cuidado con oponeros al cincel que os talla y a la mano que os pule! Es posible que ese hábil y amoroso arquitecto quiera hacer de vosotros una de las piedras principales de su edificio eterno, y una de las figuras más hermosas de su reino celestial. Dejadle actuar en vosotros: él os ama, sabe lo que hace, tiene experiencia, cada uno de sus golpes son acertados y amorosos, nunca los da en falso, a no ser que vuestra falta de paciencia los haga inútiles» (Carta a los Amigos de la Cruz 28). «Aprovecháos de los pequeños sufrimientos aún más que de los grandes... Si se diera el caso de que pudiéramos elegir nuestras cruces, optemos por las más pequeñas y deslucidas, frente a otras más grandes y llamativas» (49).

Alejamiento del pecado

Para recibir los dones del Espíritu Santo es preciso ante todo no pecar, evitar sobre todo aquellas culpas que, aunque sean leves, son conscientes y habituales. «No entristezcáis al Espíritu Santo de Dios» (Ef 4,30).

El pecado mortal desprecia y rechaza abiertamente los dones del Espíritu Santo; pero basta un apego desordenado a algún pecado, aunque sean venial y leve, para impedir que el Espíritu divino ejercite en el alma sus dones de un modo habitual y profundo.

«Todas las criaturas nada son, y las aficiones [desordenadas] de ellas menos que nada podemos decir que son, pues son impedimento y privación de la transformación en Dios» (1 Subida 4,3). En este sentido, es muy importante advertir que los esfuerzos bienintencionados de un cristiano, por grandes que sean -oraciones, lecturas, reuniones, sacramentos, actividades apostólicas-, apenas le servirán para alcanzar la plena deificación que pretende, en tanto no venza esos apegos.

«Es una suma ignorancia del alma pensar que podrá pasar a este alto estado de unión con Dios si primero no vacía el apetito de todas las cosas naturales y sobrenaturales que le pueden impedir. Y tanto más pronto llegará el alma cuanto más prisa en esto se diere; pero hasta que cesen esos apetitos [desordenados] no hay manera de llegar, aunque más virtudes ejercite, porque le falta el conseguirlas con perfección, la cual consiste en tener el alma vacía y desnuda y purificada de todo apetito» (1 Subida 5,2.6). Y es que «mucho agravio hace a Dios el alma que con Él ama otra cosa o se ase a ella; y pues esto es así ¿qué sería si la amase más que a Dios?» (5,5).

¿Cómo puede esperar alguien que el Espíritu Santo gobierne y dirija inmediatamente su vida por sus dones, si habitualmente se permite ciertas imperfecciones que le resisten, más aún, que le entristecen? Y para frenar los dones del Espíritu Santo no son necesarios los pecados más o menos graves, no. Bastan, y está dicho, las imperfecciones claramente conocidas y habitualmente consentidas.

«Estas imperfecciones habituales son: una común costumbre de hablar mucho, un asimientillo a alguna cosa que nunca acaba de querer vencer, así como a persona, a vestido, a libro, celda, tal manera de comida y otras conversaciencillas y gustillos en querer gustar de las cosas, saber y oír, y otras semejantes.

«Cualquiera de estas imperfecciones en que tenga el alma asimiento y hábito es tanto daño para poder crecer e ir adelante en virtud [hacia el pleno ejercicio de los dones] que, si cayese cada día en otras muchas imperfecciones y pecados veniales sueltos, que no proceden de ordinaria costumbre de alguna mala propiedad ordinaria, no le impedirán tanto cuanto el tener el alma asimiento en alguna cosa, porque, en tanto que le tuviere, excusado es que pueda ir el alma adelante en perfección, aunque la imperfección sea muy mínima.

«Porque eso me da que un ave esté asida a un hilo delgado que a uno grueso, porque, aunque sea delgado, tan asida se estará a él como al grueso en tanto que no le quebrare para volar. Verdad es que el delgado es más fácil de quebrar; pero, por fácil que es, si no le quiebra, no volará...

«Harto es de dolerse que haya Dios hécholes quebrar otros cordeles más gruesos de aficiones de pecados y vanidades y, por no desasirse de una niñería que les dijo Dios que venciesen por amor de Él, que no es más un hilo y que un pelo, dejen de ir a tanto bien.

«Y lo que peor es que no sólamente no van adelante, sino que por aquel asimiento vuelven atrás, perdiendo lo que en tanto tiempo con tanto trabajo han caminado y ganado; porque ya se sabe que en este camino el no ir adelante es volver atrás, y el no ir ganando es ir perdiendo» (1 Subida 11,4-5).

Aquéllos que quieren vivir la vida sobrenatural, pero que se autorizan siempre a vivirla de un modo humano, razonable, que excluye la locura y el escándalo de la Cruz, nunca llegarán a vivirla de un modo divino, pleno, perfecto. Van caminando, pero nunca llegan a volar. En cambio, aquéllos que son dóciles al Espíritu Santo y se empeñan en evitar toda resistencia contraria a Él, «renuevan sus fuerzas, y echan alas como de águila, y vuelan velozmente sin cansarse» (Is 40,31). En realidad, es que el Espíritu Santo «extiende sus alas y los toma, y los lleva sobre sus plumas» (Dt 32,11).

Expiación penitencial

Quienes han resistido tantas veces al Espíritu Santo, quienes, con tanto atrevimiento, han rechazado tantas gracias suyas, quienes por el pecado han convertido el Templo de Dios en cueva de ladrones, ¿cómo podrán vivir la vida sobrenatural a un modo divino, es decir, cómo podrán recibir los dones del Espíritu Santo, si no es por el camino de la penitencia? Ella es la virtud que, por la gracia de Dios, destruye en el hombre no sólo las culpas, sino también las huellas morbosas dejadas en su personalidad por el pecado.

Los dones del Espíritu Santo, como velas de un barco que cuelgan flácidas en la barca del cristiano, se van hinchando al soplo del Espíritu divino a medida que, con la gracia, va éste purificándose del pecado y de sus terribles consecuencias por la virtud de la penitencia.

Podemos, sí, hablar insistentemente del Espíritu Santo y encarecer su acción en los cristianos hasta cansarnos. Pero si no insistimos suficientemente en la necesidad de la penitencia -segundo bautismo en el fuego del Espíritu-, servirá de muy poco. Será no más que una moda pasajera.

Crecimiento en las virtudes

Los dones han de ser procurados por el ejercicio perseverante de las virtudes. Ellas no consiguen por sí mismas unos dones que sólamente pueden ser dados-recibidos, pero sí pueden producir en el alma, con el favor de la gracia, las disposiciones más favorables para su recepción. Aquí recordaremos aquel adagio escolástico, facientes quod est in se, Deus non denegat gratiam. Es lo mismo que dice San Juan de la Cruz, cuando habla del paso de la oración activa-ascética a la oración pasiva-mística:

«Es imposible, cuando [el cristiano] hace lo que es de su parte, que Dios deje de hacer lo que es de la suya en comunicársele, a lo menos en secreto y silencio. Más imposible es esto que dejar de dar el rayo del sol en lugar sereno y descombrado; pues que, así como el sol está madrugando y dando en tu casa para entrar si destapas la ventana, así Dios entrará en el alma vacía y la llenará de bienes divinos. Dios está como el sol sobre las almas para comunciarse a ellas» (Llama 3,46-47).

Efectivamente, un cristiano en la oración, por ejemplo, no puede adquirir por sus esfuerzos virtuosos una contemplación pasivo-mística, si el Espíritu Santo no se la da por el ejercicio de sus excelsos dones. Pero sí puede y debe disponerse a conseguirla dedicándose con perseverancia a la oración laboriosa y discursiva que, con la gracia de Dios, está en su mano hacer.

Cuando Santa Teresa describe la oración plenamente pasiva-mística, la que se da como lluvia enviada del cielo sobre el campo del alma, dice: «aunque en esta obra que hace el Señor no podemos hacer nada [para iniciarla, para mantenerla o prolongarla: es puro don del Espíritu Santo], mas para que Su Majestad nos haga esta merced, podemos hacer mucho disponiéndonos» (V Moradas 2,1).

Por tanto, el cristiano que quiere recibir, por ejemplo, el don de consejo, habrá de pedirlo ante todo, pero también deberá disponerse a ese don precioso del Espíritu mediante un fiel ejercicio de la virtud de la prudencia. Y para recibir el don de fortaleza nada mejor que ejercitarse en la virtud de la fortaleza. Y así en todos los demás dones.

Fidelidad a las gracias actuales

El Espíritu divino, que habita en nosotros, quiere llevarnos a la perfecta santidad, y continuamente está iluminando nuestra mente y moviendo nuestra voluntad mediante sus gracias actuales. En efecto, en cada momento «es Dios el que obra en nosotros el querer y el obrar según su beneplácito» (Flp 2,13).

Se entiende, continuamente: siempre que se dan actos conscientes y libres. Cuando decimos, por ejemplo, que continuamente el alma dirige los movimientos del cuerpo, no nos referimos tanto a cualquiera de los actos del hombre (actus hominis), como toser o respirar, sino más bien a los actos humanos (actus humanus), es decir, a aquéllos que proceden de entendimiento consciente y de voluntad libre. Pues bien, para todos estos actos humanos el Espíritu Santo ofrece la dirección y la fuerza de su gracia, sea por íntima acción suya, inmediatamente, o bien sea mediatamente, a través de personas, objetos, libros, circunstancias providenciales, etc.

-Fidelidad a las gracias. Ya se comprende, pues, que toda la clave de la vida cristiana está en la docilidad incondicional a todos y a cada uno de los impulsos de la gracia del Espíritu divino, que habita y actúa en nosotros. Esto es «lo único necesario» (Lc 10,41): dejarse mover por el Espíritu Santo que, como el viento, «sopla donde quiere» (Jn 3,8), con soberana y divina libertad.

Garrigou-Lagrange explica esta maravilla simple y sobrehumana: «la gracia actual nos es ofrecida continuamente para que podamos cumplir con el deber del minuto presente, como el aire viene constantemente a nuestro pecho para permitirle respirar. Y así como nosotros hemos de aspirar para atraer a los pulmones el aire que renueva nuestra sangre, así debemos nosotros querer recibir la gracia que renueva nuestras energías espirituales para ir hacia Dios. Quien no respirase, acabaría muerto por asfixia, y quien no reciba dócilmente la gracia, acabará por morir de asfixia espiritual. Por eso San Pablo nos dice: "os exhortamos a no recibir en vano la gracia de Dios" (2Cor 6,1). Es necesario, pues, recibir y cooperar generosamente a esas gracias. Se trata de una verdad elemental que, llevada a la práctica diariamente, nos conduce a la santidad» (Las tres edades I, 3,5).

-El Señor, desde toda la eternidad, tiene un plan sobre cada hombre, por puro amor suyo. Por eso, la historia personal de cada cristiano se nos muestra como una historia sagrada, como una serie continua de gracias, todas ellas vinculadas entre sí en el plan de Dios. La fidelidad a una gracia facilita recibir las siguientes, mientras que la resistencia a una priva de otras o hace más difícil su recepción. Es el misterio señalado en la parábola de los talentos: «a todo el que tiene, se le dará y le sobrará; pero al que no tiene, se le quitará aun lo que tiene» (Mt 25,29).

Tal cristiano es invitado por un amigo a un retiro. Recibe esa gracia y asiste. Allí hace amistad con un buen sacerdote: nueva gracia. Un tiempo después le pide y recibe dirección espiritual: otra gracia. En la dirección espiritual conoce su propia vocación: otra gracia grande. Más tarde... etc.

-Dejarle obrar al Espíritu Santo en nosotros, eso es lo que nos va disponiendo más y más a la acción poderosa y perfectísima de su dones. Hagamos todo y sólo -no más, ni menos, ni otra cosas, ni antes, ni después- lo que Él quiere hacer en y con nosotros.

Es ésta la pasividad-activa perfectamente fiel de la Virgen María: «hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38); «el Poderoso ha hecho en mí maravillas» (1,49). Así vive y obra Jesucristo: «yo no hago nada de mí mismo, sino según me enseña el Padre» (8,28-29; +5,36; 10,25.37-38)); «el Padre que mora en mí, hace sus obras» (14,10). Jesús no se dirige y mueve desde sí mismo, sino desde el Padre que le ha enviado. Ésa es toda la clave filial de su vida (5,30; 6,38; Lc 22,42).

Y así tenemos que vivir nosotros, en docilidad continua e incondicional al Espíritu que nos ha dado Jesús desde el Padre. Y así como Cristo vive del Padre, nosotros vivimos del Espíritu de Jesús (+Jn 6,57).

Un niño pequeño no sabe ni puede escribir. Le es totalmente imposible. Pero puede hacerlo si su padre, sentándole en sus rodillas, junto a la mesa, toma su mano y la va guiando, para que trace una tras otra las letras de un texto bello y significativo. Será justo decir que el escrito resultante ha sido obra de los dos: del padre, como causa primera y principal, y del niño, como causa segunda e instrumental.

De hecho, si el niño mueve su mano desde sí mismo, sólamente consigue hacer un garabato feo e insignificante; y si la mantiene rígida, cerrándola así al influjo directivo de su padre, no consigue nada. Sólamente en la sinergía del padre que dirige y del niño que, bajo su guía y su impulso, realiza, se logra la obra buena.

-Fidelidad dócil y perseverante. Cada gracia recibida nos abre a otras muchas gracias. Y de este modo, «el que es fiel en lo poco, es fiel en lo mucho» (Lc 16,10). La ascética fiel lleva a la mística, y la perseverancia en las virtudes a los dones.

El padre Lallement trata en su obra la Doctrina espiritual de La docilidad a la guía del Espíritu Santo, y allí dice:

«El fin al que debemos aspirar, después de habernos ejercitado largamente en la purificación del corazón, está en ser de tal modo poseídos y gobernados por el Espíritu Santo, que sea Él solo quien guíe todas nuestras potencias y sentidos, y el que ordene todos nuestros movimientos interiores y exteriores, de manera que nosotros nos abandonemos a Él totalmente, por un renunciamiento espiritual a nuestras propias voluntades y satisfacciones» (IV principio, art.1).

-Fidelidad imperfecta. Si la docilidad a una gracia nos abre a otras nuevas y mayores, cada gracia rechazada, en cambio, nos cierra a muchas iluminaciones y mociones del Espíritu Santo. Pequeñas infidelidades son suficientes para ir desbaratando grandes gracias, pues «el que no es fiel en lo poco, no es fiel en lo mucho». El padre Lallemant lo sigue explicando:

«Nosotros quisiéramos ser santos en un día, y no tenemos paciencia para seguir el curso ordinario de la gracia. Y eso viene de nuestro orgullo y de nuestra cobardía. Sin embargo, con que seamos fieles cooperando en las gracias que Dios nos va ofreciendo, no dejará Él de conducirnos a la consumación de su plan sobre nosotros. Nuestra salvación no depende sino de nuestra correspondencia interior a la guía del espíritu de Dios.

«Ahora bien, si no seguimos a Nuestro Señor con una gran fidelidad, estamos en gran peligro de perdernos, y es indecible el mal que hacemos a la Iglesia. ¡Cuántos apegos de pecados veniales tenemos!, ¡cuánta imperfección!, ¡cuántos planes y deseos propios, que no están sometidos a las mociones de la gracia!, ¡cuántas cavilaciones diarias en pensamientos inútiles, tristezas y penas!

«Todo eso retarda, mucho más de lo que parece, el establecimiento del reino de Dios en nosotros, y causa gravísimos perjuicios al prójimo, porque Nuestro Señor nos ha hecho sus ministros...

«Nuestro mayor mal es la oposición que mantenemos a los designios de Dios y la resistencia que presentamos a sus inspiraciones, pues o no queremos escucharlas [atentos, como estamos, sólo a nosotros mismos], o habiéndolas escuchado las rechazamos; o si las recibimos, las debilitamos y ensuciamos con mil imperfecciones de apegos, de complacencia y de satisfacción en nosotros mismos» (art.1).

«La causa por la que se llega muy tarde, o por la que no se llega nunca, a la perfección está en que se sigue casi en todo la inclinación de la naturaleza y de los sentimientos humanos. Nos dejamos conducir muy poco o nada en absoluto por el Espíritu Santo, cuya misión es precisamente iluminar, dirigir, enardecer.

«La mayor parte de los religiosos, incluso los buenos y virtuosos, al conducirse a sí mismos o al guiar a otros, no siguen sino la razón y el buen sentido, en lo que algunos destacan. Es buena esta regla, pero no basta para llevar a la perfección cristiana.

«Estas personas ordinariamente se conducen por la actitud común de aquellos con quienes viven; y como éstos son imperfectos, aunque no llevan una vida desarreglada, nunca llegan a los caminos más altos del espíritu, ya que el número de los perfectos es muy pequeño; ellos viven como el común, y su manera de conducir a los otros es imperfecta.

«El Espíritu Santo espera durante algún tiempo para que ellos entren en su interior, y para que, captando cuáles son las mociones de la gracia y las de la naturaleza, se dispongan a seguir u guía. Pero si abusan del tiempo y del favor que Él les ofrece, termina por abandonarles a sí mismos, y les deja en esta oscuridad y en esa ignorancia de su interior que se han buscado, y en la que viven en medio de grandes peligros para su salvación.

«Puede decirse con toda verdad que son muy pocas las personas que siguen continuamente los caminos de Dios. Muchos se desvían de ellos sin cesar. El Espíritu Santo les llama con sus inspiraciones; pero como ellos son indóciles, como están llenos de sí mismos, apegados a sus sentimientos, hinchados de su propia sabiduría, no se dejan conducir fácilmente, no entran sino raras veces en el camino del designio de Dios, y apenas permanecen en él, volviendo a sus propios planes e ideas.

«De esta forma no avanzan gran cosa, y la muerte les sorprende no habiendo dado más que veinte pasos, cuando hubieran podido caminar diez mil si hubieran seguido la guía del Espíritu Santo» (art.2).

-Graves daños. La falta de fidelidad al Espíritu Santo, día a día reiterada, cuando versa sobre cuestiones de importancia, conduce a la perdición. Pero aunque esa infidelidad sea acerca de cosas leves, va estableciendo en el cristiano una mediocridad espiritual crónica, en la que nunca las virtudes llegan a perfeccionarse en los dones del Espíritu Santo; es decir, en la que nunca llega a participar de la vida sobrenatural con la perfección, prontitud y seguridad propia del modo divino. Y esto produce inmensos daños:

-en la misma persona, dejándola vulnerable a pecados mortales sueltos; frenando su crecimiento en un infantilismo que se hace crónico; dándole una experiencia frustrada -falsa- de la vida de la gracia, de la oración, de los sacramentos, de la fuerza del Espíritu de Cristo para santificar, de la eficacia del apostolado, etc.;

-y en otras personas: nunca, por ese camino, llega el cristiano a tener fuerza espiritual para convertir a los malos, lo que es tan urgentemente necesario, ni tampoco consigue estimular a los buenos para que lleguen a la perfecta santidad, lo que es aún más urgente.

-Fidelidad recuperada. Nunca olvidemos, sin embargo, que «los dones y la vocación de Dios son irrevocables» (Rm 11,29), por parte Suya. Por mala o deficiente que haya sido hasta ahora nuestra vida, nunca Dios renuncia a su designio de santificarnos plenamente. La voluntad de Dios, «que seamos santos», nunca se cansa ni desiste, por lamentable que sea nuestra respuesta. Él, como cualquier padre bueno, como Santa Mónica con San Agustín, y mucho más y mejor, hasta la hora de nuestra muerte, sigue queriendo llevarnos a la santidad.

Por eso, aunque hayamos desbaratado el plan de Dios sobre nosotros en tantas ocasiones, Él siempre está dispuesto a rehacer nuestra historia personal, sin abandonar su primer designio. En efecto, el Padre, desde toda la eternidad, nos «predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que éste sea Primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29).

Así pues, siempre estamos a tiempo -por la fe en el milagro, por la súplica, por la expiación penitencial- para recuperar la historia de gracia que Dios quiso desde el principio realizar en nosotros. Siempre estamos a tiempo, sí, pero cada día esa conversión es más urgente. Por eso le decimos a Jesús, «quédate con nosotros, que el día ya declina» (Lc 24,29).

Es cierto que, como dice Lallement,

«pocas personas llegan a recibir todas las gracias que Dios les había destinado o, habiéndolas perdido, pocas consiguen después recuperar [totalmente] la pérdida. A la mayor parte les falta valor para vencerse y fidelidad para aprovechar bien los dones de Dios» (ib. art.1).

Pero también es cierto que, de hecho, la mayor parte de los santos que han llegado a serlo, no siempre lo fueron. En efecto, no sólo San Pablo, Santa Magdalena o San Agustín, no. Muchísimos santos, la mayoría de ellos, Catalina de Génova, Ignacio de Loyola, Francisco de Javier, Teresa de Jesús, Camilo de Lellis, Vicente de Paul, pasaron, por obra del Espíritu Santo, de una vida mala o mediocre a una vida santa. Los santos que, como Catalina de Siena o Teresita de Lisieux, fueron guardados siempre en la inocencia, son una excepción. En ellos el Espíritu Santo manifiesta que también puede hacer cristianos siempre santos. Pero su oficio normal es «santificar pecadores» (+Mc 2,17).

Siempre estamos a tiempo

-Siempre estamos a tiempo, lo repito. El Espíritu Santo nunca se cansa de santificar, y siempre su fuego divino es capaz de purificar todo lo malo que haya en el hombre, aunque sea lo peor, y de iluminar y encender en él cuanto sea preciso. Dispongámonos, pues, por la fe al milagro de nuestra propia conversión.

Y las personas ya mayores, endurecidas, por así decirlo, en su mediocridad espiritual, deben esperar con más firme esperanza todavía los dones del Espíritu Santo, pues a medida que pasan en ellos los años y se aproximan al fin de su vida, mayor es el apremio del Señor para santificarles plenamente, pues Él sabe que se les acaba el tiempo; y por otra parte, más pasiva ha de hacerse su manera de santificación, es decir, más inmediatamente Dios ha de ocuparse de producirla.

-Por lo demás, ninguna situación circunstancial es suficiente para impedir la acción santificante del Espíritu Santo, capaz de «renovar la faz de la tierra». Más aún, por obra Suya, todo es para bien, «todo colabora al bien de los que aman a Dios» (Rm 8,28); etiam peccata, añade San Agustín: también los pecados. Nuestra historia personal -enfermedades, triunfos, distanciamientos, trabajos, defectos, errores, aciertos, penalidades-, por pura gracia, se ve toda ella iluminada y transfigurada por el Espíritu Santo. Y parece increíble: ni siquiera dejaron cicatrices las antiguas heridas. De verdad, de verdad se nos ha dado «otro corazón, un espíritu nuevo» (Ez 11,19), por obra del Espíritu Santo.


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