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La Iglesia Cuerpo y Esposa de Cristo

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“Siendo Cristo la luz de las gentes...” Una relectura cristológica de la Lumen Gentium. Primera predicación de Adviento del padre Raniero Cantalamessa, ofmcap a la Curia Romana 04 de diciembre de 2015


1. Una eclesiología cristológica

La feliz ocasión del quincuagésimo aniversario de la conclusión del Concilio Vaticano II me sugirió la idea de dedicar las tres meditaciones de Adviento a una revisión del acontecimiento conciliar, en sus principales contenidos. En concreto, me gustaría hacer una reflexión sobre cada uno de los principales documentos del Concilio, que son las cuatro constituciones sobre la Iglesia (Lumen Gentium), sobre la Liturgia (Sacrosanctum Concilium), sobre la Palabra de Dios (Dei Verbum) y sobre la Iglesia en el mundo (Gaudium et Spes).

Lo que me dio la valentía de enfrentar, en tan poco tiempo, temas tan vastos y debatidos fue un hallazgo. Del Concilio se ha escrito y hablado sin fin, pero casi siempre sobre sus implicaciones doctrinales y pastorales; pocas veces sobre sus contenidos estrictamente espirituales. Yo quisiera, sin embargo, centrarme exclusivamente en ellos, tratando de ver lo que aún tiene que decirnos el Concilio en cuanto textos de espiritualidad, útiles para la edificación de la fe.

Comenzaremos dedicando las tres meditaciones de Adviento a la Lumen Gentium, reservando el resto para la próxima Cuaresma, si Dios quiere. Los tres temas de la constitución sobre los que quisiera reflexionar son la Iglesia cuerpo y esposa de Cristo, la llamada universal a la santidad y la doctrina sobre la Santísima Virgen.

La inspiración para esta primera meditación sobre la Iglesia me surgió al releer, por casualidad, el principio de la constitución en el texto latino. Este dice: “Lumen gentium cum sit Christus...”, “Siendo Cristo la luz de los pueblos...”. Debo decir que, en mi confusión, yo nunca había prestado atención a las enormes implicaciones de este comienzo. El hecho de haber tomado como título de la Constitución solo la primera parte de la frase me hizo pensar (y creo que no solo a mí) que el título “la luz de las naciones” se refería a la Iglesia, mientras que, como vemos, se refiere a Cristo. Es el título con el cual el anciano Simeón saludó al niño Mesías llevado al templo por María y José: “Luz para los gentiles y gloria de tu pueblo Israel” (Lc 2, 32).

En esa frase inicial está la clave para interpretar toda la eclesiología del Vaticano II. Se trata de una eclesiología cristológica, y por lo tanto espiritual y mística, antes que social e institucional.

Es necesario poner en primer plano la dimensión cristológica de la eclesiología del Concilio con vistas a una evangelización más eficaz. No se acepta, de hecho, a Cristo por amor a la Iglesia, sino que se acepta a la Iglesia por amor a Cristo. Incluso una Iglesia desfigurada por el pecado de muchos de sus representantes.

Debo decir inmediatamente que, desde luego, no soy yo el primero en destacar la dimensión esencialmente cristológica de la eclesiología del Concilio Vaticano II. Releyendo los numerosos escritos del entonces cardenal Ratzinger sobre la Iglesia, me di cuenta de como él trató de mantener viva insistentemente esta dimensión de la doctrina sobre la Iglesia en la Lumen Gentium. La misma referencia a las implicaciones doctrinales de la frase inicial: “Lumen gentium cum sit Christus ...”, “siendo Cristo la luz de de los pueblos”, ya está en sus escritos, seguida de la afirmación: “Si uno quiere comprender rectamente el Vaticano II, debe siempre comenzar de nuevo por esta frase inicial”[1].

Debemos precisar de inmediato, para evitar malos entendidos, que esta visión espiritual e interior de la Iglesia nunca ha sido negada por nadie; pero, como siempre sucede en los asuntos humanos, lo nuevo amenaza con eclipsar a lo antiguo, lo actual hace perder de vista a lo eterno y lo urgente prima sobre lo importante. Así sucedió que las ideas de comunión eclesial y pueblo de Dios se desarrollaron a veces solo en sentido horizontal y sociológico, es decir, en un contexto de oposición entre koinonía y jerarquía, insistiendo más sobre la comunión de los miembros de la Iglesia entre ellos, que en la comunión de todos los miembros con Cristo.

Esto era quizás una prioridad del momento y un paso adelante; como tal san Juan Pablo II lo acoge y valoriza en su carta apostólica Novo Millenio Ineunte [2]. Pero cincuenta años después del final del Concilio, es quizás útil buscar de restablecer el equilibrio entre esta visión de la Iglesia condicionada por los debates del momento, y la visión espiritual y mística del Nuevo Testamento y de los Padres de la Iglesia. La pregunta fundamental no es “qué es la Iglesia”, sino “quién es la Iglesia” [3] y es de esta pregunta que querría dejarme guiar en la presente meditación.

La Iglesia cuerpo y esposa de Cristo

El alma y el contenido cristológico de la Lumen Gentium (LG) emergen sobretodo en el capítulo I, allí en donde se presenta a la Iglesia como esposa de Cristo y cuerpo de Cristo. Escuchemos algunas frases:

“La Iglesia llamada 'Jerusalén celeste' es 'madre nuestra' (Gal 4,26; cfr. Ap 12,17), es descrita como la Inmaculada esposa del Cordero inmaculado (cfr. Ap 19,7; 21,2 e 9; 22,17), esposa de Cristo que ‘ha amado... y por esa se ha dado a sí mismo, para santificarla (Ef 5,26), que se ha asociado con pacto indisoluble e incesantemente “nutre y cura” (Ef 5,29), y que después de haberla purificada la quiere junto a sí y sujetada en el amor y en la fidelidad. (cfr. Ef 5,24)” (LG, 6).

Ésto por el título de esposa, y por el de “cuerpo de Cristo” se dice:

“El Hijo de Dios, uniendo a sí la naturaleza humana y venciendo la muerte con su muerte y resurrección ha redimido al hombre y lo ha transformado en una nueva criatura. (cfr. Gal 6,15; 2 Cor 5,17). Comunicando de hecho su Espíritu constituye místicamente como su cuerpo a sus hermanos, que recoge de todas las gentes (…) Participando realmente del cuerpo del Señor en en la fracción del pan eucarístico, hemos sido elevados a la comunión con él y entre nosotros: “Porque hay un solo pan, todos nosotros no formamos sino un solo cuerpo, participando todos nosotros a un mismo pan”. (1 Cor 10,17). (LG 7).

Ha sido, también aquí mérito del entonces cardenal Ratzinger, haber puesto luz a la relación intrínseca entre estas dos imágenes de la Iglesia: ¡la Iglesia es cuerpo de Cristo porque es esposa de Cristo! En otras palabras, en el origen de la imagen paulina de la Iglesia, como cuerpo de Cristo no está la metáfora estoica de la concordia de las partes en el cuerpo humano (si bien a veces él utiliza también esta idea, como en Rom 12,4 ss, o en Cor 12, 12 ss), sino que está la idea conyugal de la única carne que el hombre y la mujer forman uniéndose en matrimonio (Ef 5, 29-32) y aún más la idea eucaristica del único cuerpo que forman quienes comen el mismo pan: “Porque hay un solo pan, nosotros somos, aunque muchos, un solo cuerpo; todos de hecho participamos de aquel único pan” (1 Cor 10, 17) [4].

Apenas es necesario recordar que ésto ha sido el corazón de la concepción agustiniana de la Iglesia, al punto de dar a veces la impresión de identificar puramente el cuerpo de Cristo que es la Iglesia con el cuerpo de Cristo que es la eucaristía [5].

Esta, sabemos es también la visión que mayormente acerca a la eclesiología católica a la eclesiología eucarística de la Iglesia ortodoxa. Sin la Iglesia y sin la eucaristía Cristo no tendría “cuerpo” en el mundo.

3. De la Iglesia al alma

Un principio muchas veces repetido y aplicado por los Padres de la Iglesia es: “Ecclesia vel anima”, o sea la Iglesia o también el alma [6]. El sentido es: lo que generalmente se dice de la Iglesia, hechas las debidas distinciones, se aplica en particular a cada persona en la Iglesia. De san Ambrosio es la afirmación: “La Iglesia es bella en las almas” [7].

Queriendo mantener el empeño declarado de estas meditadiciones, de recoger los aspectos más directamente “edificantes” de la eclesiología conciliar, nos preguntamos: ¿Qué puede significar para la vida espiritual del cristiano vivir y realizar esta idea de Iglesia, cuerpo de Cristo y esposa de Cristo?

Si la Iglesia en su acepción más íntima y verdadera es el cuerpo místico de Cristo, yo realizo en mi a la Iglesia, soy un “ser eclesial” [8], en la medida que permito a Cristo hacer de mi su cuerpo, no solo en teoría, sino también en la práctica. Lo que cuenta entonces no es el lugar que uno ocupa en la Iglesia, sino el lugar que Cristo ocupa en su corazón.

Objetivamente esto se realiza a través de los sacramentos, sobre todo en dos de éstos: el bautismo y la eucaristía. El bautismo lo hemos recibido una sola vez, la eucaristía en cambio la recibimos cada día. De aquí la importancia de recibirla de manera que ella pueda realizar la tarea de hacernos Iglesia. La frase famosa dicha por De Lubac “La eucaristía hace a la Iglesia” no se aplica solamente a nivel comunitario, sino también a nivel personal: la eucaristía hace de cada uno de nosotros el cuerpo de Cristo, o sea la Iglesia. También aquí querría servirme de algunas palabras profundas del entonces cardenal Ratzinger:

“Comunión significa que la barrera aparentemente insuperable de mi yo viene quebrada (…) significa por lo tanto fusión de las existencias. Como en la alimentación el cuerpo puede asimilar una sustancia extránea y así vivir, así mi yo es 'asimilado' al mismo Jesus, hecho similar a él en un intercambio que rompe siempre más las líneas de separación” [9].

Dos existencias, la mía y la de Cristo, se vuelven una sola, “sin confusión y sin división”, no hipostáticamente como en la Encarnación, sino místicamente y realmente. De dos “yo” resulta uno solo: no mi pequeño yo de criatura, sino el de Cristo, al punto que cada uno de nosotros después de haber recibido la eucaristía, puede osar decir con Pablo: “No soy yo quien vive, es Cristo que vive en mí”. (Gal 2,20). En la eucaristía, escribe el Cabasilas,

“Cristo se derrama en nosotros y con nosotros se funde, pero cambiándonos y transformándonos en sí como una gota de agua puesta en un infinito océano de ungüento perfumado” [10].

La imagen de la Iglesia cuerpo de Cristo está intrínsecamente relacionada, se decía, con aquella de la Iglesia esposa de Cristo y también esto nos puede ayudar mucho a vivir en profundidad, mistagógicamente, la eucaristía.

La carta a los Efesios, dice que el matrimonio humano es un símbolo de la unión entre Cristo y la Iglesia: “Por esto el hombre dejará a su padre y su madre y se unirá a su mujer y los dos formarán una sola carne. Este misterio es grande; lo digo en referencia a Cristo y a la Iglesia”. (EF 5,31-33). Ahora, según san Pablo, la consecuencia inmediata del matrimonio es que el cuerpo del marido pasa a ser de la mujer y viceversa, el cuerpo de la mujer se vuelve del marido (Cfr.1 Cor 7,4).

Aplicado a la Eucaristía esto significa que la carne incorruptible y dadora de vida del Verbo encarnado se vuelve “mía”, pero también mi carne, mi humanidad, se vuelve de Cristo, es hecha propia por él. En la Eucaristía nosotros recibimos la sangre de Cristo, ¡pero también Cristo “recibe” nuestro cuerpo y nuestra sangre! Jesús, escribe san Hilario de Poitiers, asume la carne de quien asume la suya [11]. Él nos dice a nosotros: “toma, este es mi cuerpo”, pero también nosotros podemos decirle: “Toma este es mi cuerpo”.

En la colección de poesías eucarísticas que lleva por título “Canto del Dios Escondido”, el futuro papa Karol Wojtyla llama a este sujeto nuevo, cuya vida ha sido hecha propia por Cristo, “el yo eucarístico”.

“Se obrará entonces el milagro

de la transformación:

y así, serás el mi

-yo eucarístico” [12].

No hay nada de mi vida que no pertenezca a Cristo. Nadie puede decir: “¡Ah, Jesús no sabe lo que es estar casado, ser mujer, haber perdido un hijo, estar enfermo, ser anciano, ser persona de color!”. Si lo sabes tú también lo sabe él, gracias a ti y en ti. Lo que Cristo no ha podido vivir “según la carne” habiendo sido su existencia terrena como la de cada hombre, limitada a algunas experiencias, lo vive y lo “experimenta” ahora como resucitado “según el Espíritu”, gracias a la comunión de la misa. Vive en la mujer el ser mujer, en el anciano el ser anciano, en el enfermo la condición de enfermo. Todo lo que le “faltaba” a la plena “encarnación” del Verbo se “cumple” en la eucaristía. Había entendido el motivo profundo de esto la beata Isabel de la Trinidad cuando escribía: “La esposa pertenece al esposo. El mío me ha tomado. Quiere que sea para él una humanidad adjunta” [13].

Es como si Jesús nos dijera: “¡Yo tengo hambre de ti, quiero vivir de ti, por ello tengo que vivir cada pensamiento tuyo, cada afecto tuyo, tengo que vivir de tu carne, de tu sangre, de tu cansancio cotidiano, debe alimentarme como tu te alimentas de mi!”. ¡Que interminable motivo de estupor y de consolación al pensar que nuestra humanidad se vuelve la humanidad de Cristo! ¡Pero también que responsabilidad deriva de todo esto! Si mis ojos se han vuelto los ojos de Cristo, mi boca la de Cristo, tengo motivos para no permitir a mi mirada que se pierda en imágenes lascivas, a mi lengua para que no hable contra el hermano, a mi cuerpo para que sirva como instrumento de pecado. “¿Tomaré por lo tanto los miembros de Cristo -dice el apóstol- y los haré miembros de una prostituta?”. (1Cor 6,15). Estas palabras interpelan a cada bautizado. ¿Y que no decir de los consagrados, ministros de Dios, que deberían ser “modelos de la grey” (1Pt 5,3)? Hay que estremecerse delante del pensamiento de la masacre que se hace del cuerpo de Cristo que es la Iglesia.

El encuentro personal con Jesús
Hasta aquí he hablado de la relación objetiva, o sacramental, de muestro volvernos Iglesia, o sea el cuerpo de Cristo. Hay también una dimensión subjetiva y existencial. Esta consiste en lo que el papa Francisco en la Evangelii Gaudium define “un encuentro personal con Jesús de Nazaret”.

Escuchemos sus palabras.

“Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a que renueve hoy mismo su encuentro personal con Jesucristo, o al menos, tome la decisión de dejarse encontrar por Él, de buscarlo cada día sin descanso. No hay motivo por el cual alguien pueda pensar que esta invitación no es para él”. (EG. nr.3)

Aquí tenemos que dar un paso hacia adelante, también respecto a la eclesiología del Concilio. En el lenguaje católico, “el encuentro personal con Jesús” no ha sido un concepto muy familiar. En lugar de un encuentro “personal” se prefería la idea de un encuentro eclesial, que se realiza, o sea, mediante los sacramentos de la Iglesia. La expresión tenía a nuestros oídos de católicos, ecos vagamente protestantes.

Está claro que aquello que se propone no es un encuentro personal con Cristo que sustituya el sacramental, sino hacer que el encuentro sacramental sea también un encuentro libremente decidido o reiterado, no puramente nominal, jurídico o habitual. Si la Iglesia es el cuerpo de Cristo, la adhesión personal a Cristo es el único modo de entrar a formar parte de ella desde el punto de vista existencial.

Para entender que quiere decir realizar un encuentro personal con Jesús, es necesario dar una mirada, aunque sea sumaria, a la historia. ¿Cómo se volvía miembro de la Iglesia en los tres primeros siglos? Con todas las diferencias de individuo a individuo y de lugar a lugar, esto sucedía después de una larga iniciación, el catecumenado, y era el fruto de una decisión personal, además peligrosa por la posibilidad del martirio.

Las cosas cambiaron cuando el cristianismo pasó a ser, primero religión tolerada y después, en breve tiempo, religión favorita, cuando no incluso impuesta. En esta situación, el acento no fue puesto más en el momento y en el modo con el cual una persona se vuelve cristiana, o sea en el venir a la fe, sino sobre las exigencias morales de la misma fe, sobre el cambio de las costumbres; en otras palabras, sobre la moral.

La situación, a pesar de todo, era menos grave de lo que pudiera parecernos a nosotros hoy, porque, a pesar de todas las incoherencias que conocemos, la familia, la escuela, la cultura y poco a poco también la sociedad ayudaban, casi espontáneamente a absorber la fe. Sin tomar en cuenta que desde el inicio de la nueva situación habían nacido formas de vida como el monacato, y después varias órdenes religiosas, en las cuales el bautismo era vivido en toda su radicalidad y la vida cristiana era fruto de una decisión personal, muchas veces heroica.

Esta situación llamada de “cristiandad” ha cambiado radicalmente. De aquí la urgencia de una evangelización que tome en cuenta la actual situación. Se trata en práctica de crear para los hombres de hoy ocasiones que les permitan tomar, en el nuevo contexto, aquella decisión personal libre y madura que los cristianos tomaban al inicio cuando recibían el bautismo y que les transformaba en cristianos reales y no solo nominales.

El ritual de la “Iniciación Cristiana de los Adultos” de 1972 propone una especie de camino catecumenal para el bautismo de los adultos. En algunos países con religión mixta, donde muchas personas piden el bautismo cuando llegan a adultos, este instrumento se ha revelado de gran eficacia. ¿Pero qué hacer con la masa de los cristianos ya bautizados que viven como cristianos de nombre y no de hecho, completamente extraños a la Iglesia y a la vida sacramental?

Una respuesta a este problema son la gran cantidad de movimientos eclesiales, asociaciones laicales y comunidades parroquiales renovadas, aparecidas después del Concilio. La contribución común de todas estas realidades, incluso en la gran variedad de estilos y consistencia numérica, es que esas son el contexto y el instrumento que permite a tantas personas adultas el tomar una decisión personal hacia Cristo, el tomar en serio su bautismo, y volverse sujetos activos de la Iglesia.

Pero no me detengo en estos aspectos pastorales del problema. Lo que quiero subrayar, al concluir esta meditación, es una vez más el aspecto espiritual y existencial que nos corresponde individualmente. ¿Qué significa encontrar y hacerse encontrar por Jesús? Significa pronunciar la frase “¡Jesús es el Señor!”, como la pronunciaban Pablo y los primeros cristianos, decidiendo, con esta para siempre, toda la propia vida.

Después de esto Jesús no es más un personaje, sino una persona; no alguien del que se habla, sino alguien a quien y con quien se puede hablar, porque resucitado y vivo; no solamente una memoria, aunque litúrgicamente viva y operante, sino una presencia. Quiere decir también no tomar ninguna decisión de alguna importancia sin antes haberla sometido a él en la oración.

He dicho al inicio que no se acepta Cristo por amor a la Iglesia, sino que se acepta a la Iglesia por amor de Cristo. Busquemos por lo tanto amar a Cristo y hacerlo amar, y habremos dado nuestro mejor servicio a la Iglesia. Si la Iglesia es la esposa de Cristo, como cada esposa, ella genera nuevos hijos uniéndose por amor a su Esposo. La fecundidad de la Iglesia depende de su amor por Cristo. El mas bonito servicio que cada uno de nosotros puede hacer a la Iglesia es de amar a Jesús y crecer en la intimidad para con él.

Notas
[1] J. Ratzinger, L’ecclesiologia del Vaticano II, in Chiesa, ecumenismo e politica, Edizioni Paoline, Cinisello Balsamo, 1987, pp. 9-16).
[2] Cf. S. Giovanni Paolo II, “Novo millennio ineunte”, 42. 45.
[3] Cf. H. U. von Balthasar, Sponsa Verbi, Saggi teologici,II, Morcelliana, Brescia 1972, pp. 139 ss. (ed. tedesca Sponsa Verbi, Johannes Verlag, Einsiedeln 1961).
[4] Joseph Ratzinger, Origine e natura della Chiesa, in La Chiesa. Una comunità sempre in cammino, Ed. Paoline, Cinisello Balsamo, 1991, pp. 9-31).
[5] Cf. H. de Lubac, in Corpus Mysticum. L’Eucharistie et l’Eglise au Moyen Age, Aubier, Paris 1949 (trad.ital. Corpus Mysticum. L’eucaristia e la chiesa nel Medioevo, Jaka Book, Milano 1996).
[6] Cf. Origene, In cant. cant. III (GCS 33, p. 185 e 190); S. Ambrogio, Exp. Ps. CXVIII, 6,18 (CSEL 62, p. 117).
[7] De mysteriis VII, 39 ; cf. H. de Lubac, Exégèse mediévale, I, 2, Paris, Aubier, 1959, p.650.
[8] Cf. J. Zizioulas, L’être ecclésial, Labor et fides, Genève 1981 (trad. Ital. Ed. Qiqajon, Comunità di Bose 2007).
[9] J. Ratzinger, Origine e natura della Chiesa, cit.
[10] Ni. Cabasilas, Vita in Cristo, IV,3 (PG 150, 593).
[11] S. Ilario di Poitiers, De Trinitate, 8, 16 (PL 10, 248): “Eius tantum in se adsumptam habens carnem, qui suam sumpserit”.
[12] K. Wojtyla, Tutte le opere letterarie, Bompiani. Milano 2000, p. 75.
[13] B. Elisabetta della Trinità, Lettera 261, alla mamma (in Opere, Roma 1967, p. 457).


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