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Cuaresma Domingo 3 Ciclo B: Comentarios de Sabios y Santos II -preparemos con ellos la acogida de la Palabra proclamada en la celebración el Domingo

 

Recursos adicionales para la preparación


A su disposición

Exégesis: Joseph M. Lagrange, O. P. - Jesús arroja a los vendedores del templo (Jn 2,13-22)

Comentario Teológico: Directorio Homilético - Tercer domingo de Cuaresma

Santos Padres: San Agustín de Hipona - Somos las piedras vivas con las que se edifica el templo de Dios

Aplicación: Hans Urs von Ballthasar - El verdadero culto a Dios y la verdadera casa de Dios

Aplicación: P. Alfredo Sáenz,S.J. - El Señor purifica el templo de Jerusalén

Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - Jesús conoce lo que hay en el interior del hombre Jn 2, 25


 

¿Cómo acoger la Palabra de Dios?
La Palabra de Dios y yo - cómo acogerla
Falta un dedo: Celebrarla

 

 

COMENTARIOS A Las Lecturas del Domingo




Exégesis: Joseph M. Lagrange, O. P. - Jesús arroja a los vendedores del templo (Jn 2,13-22)

San Juan nos ha dicho que Jesús bajó a Cafarnaúm y añade, no menos
justamente: y subió a Jerusalén. Estaba próxima la Pascua, y era deber de
todo israelita ir a ofrecer al Señor sus votos y sacrificios en el Templo,
lugar escogido por Él. De todas las partes de Tierra Santa se veían
acercarse grupos de gente, llevando delante de sí rebaños de carneros
destinados a servir de víctima pascual, y lo mismo de toros y terneras
necesarios para los holocaustos más suntuosos. De todas las grandes ciudades
del mundo romano, de Antioquía, de Alejandría, de Cirene y de Roma iban
numerosos judíos, algunos entre ellos muy ricos y deseosos de agradar al
César ofreciendo holocaustos por su salud. Era, pues, urgente tener a
disposición de estos extranjeros una considerable cantidad de ganado mayor y
menor. Compraban en Jerusalén, dirigiéndose a los cambistas para tener
dinero, sobre todo el medio ciclo, moneda legal del censo sagrado, que
debían pagar.

Todo este tráfico se hacía en el Templo. Acostumbrados a nuestras iglesias,
casas donde Dios habita, donde nos admite a su intimidad, no toleramos el
comercio ni a la puerta del Santuario. Pero el Santuario (naos) del Dios de
Israel era sólo morada de Él, y sólo algunos sacerdotes penetraban allí
para cumplir su oficio. También se daba el nombre de templo o de
hieron (lugar sagrado) a los atrios que rodeaban el Santuario, cerrados por
una enorme muralla. Todo esto era casa de Dios. En estos vastos patios se
amontonaban los rebaños de bueyes y ovejas, los traficantes de palomas y
también los cambistas, sentados delante de sus mesitas en forma de pupitres,
donde las monedas de oro y de plata atraían con su brillo las miradas.

Los musulmanes que han entrado en la Meca, en el inmenso haram, cuyo centro
está ocupado por la piedra negra, comprenden mejor que nosotros esos
espectáculos: indignamente explotados de quienes venden el carnero del
sacrificio, vociferando para tener ofertas mejores, expresan al natural los
sentimientos que debemos suponeren los contemporáneos de Jesús. ¿Cómo orar en medio de semejante alboroto? ¿Cómo ofrecer al Señor con alegre corazón dones tan acaloradamente regateados? Los sacerdotes, sacrificadores
patentados, ¿suplirían los sentimientos imperfectos de los fieles, al mismo
tiempo que calculaban el beneficio que de cada víctima percibirían?

Jesús no toleró esta profanación. Sin otro mandato que su título de Hijo, no
quiere que la casa de su Padre sea un mercado. Armándose con un látigo, que
rápidamente formó de cordeles, echa a todo el mundo, que salió precipitado,
no esperando apenas a que el ganado más perezoso saliese delante, y volcando las mesas de los cambistas, abandonadas con su provisión de pequeñas monedas.

La acción de Jesús fue tan repentina, que a sus discípulos, maravillados,
no se les ocurrió siquiera ayudarle. Reflexionando en ello acaso mucho
tiempo después, comprendieron el celo que le animaba y se acordaron de que
la Escritura había dicho del celo por la casa de Dios: «El celo de tu casa
me consume» (Sal 69, 10). Esta frase del salmista convenía a Jesús,
consumido por el celo, como en otro tiempo Elías (IR 19, 10), con el
presentimiento de que este celo muy bien podría costarle caro. En efecto: ya
los judíos, aquellos judíos influyentes y sospechosos que habían
intervenido cerca del Bautista, pedían a Jesús sus títulos para subvertir
el orden establecido. Jesús respondió: «Destruid este Templo, y en tres
días lo reedificaré». Sabemos que hacía ya milagros, pero no los alega a su
favor. Pertenece a la tradición bíblica (Ex 3, 12; Is 7, 10 s. y 37, 30)
proponer como signo de un hecho que se ha de creer en el presente un
acontecimiento futuro. De esta suerte, hay todavía, aun con relación al
signo, lugar para la fe y la confianza. Dios tiene el tiempo por suyo y está
seguro del porvenir.

La respuesta, confesémoslo, era oscura. Los mismos discípulos no la
comprendieron hasta mucho más tarde, hasta después de la resu­rrección, que
les dio la clave. El Maestro estaba en su derecho al proponer un enigma a
aquellos doctores que se creían tan sutiles. O más bien, estaba resuelto
desde entonces a reservar para su resurrección el carácter de signo por
excelencia, de su autoridad y de su misión. Todo a su debido tiempo
aparecería claro. La forma enigmática es una garantía de que el suceso no
tuvo parte en la profecía. Ni los hechos se calcaron en la profecía, ni la
profecía fue inventada después de los hechos. Estaban en el Templo y tomó la
comparación del mismo Templo: «Destruid este Templo y en tres días lo
reedificaré».

«Hablaba del templo de su cuerpo», dice el evangelista, que no cayó en la
cuenta sino hasta pasado mucho tiempo.

Los judíos no indagaron el sentido misterioso de aquellas palabras, pero,
llevados de su natural pronto, las juzgaron absurdas: «En cuarenta y seis
años fue edificado este Templo, ¿y tú lo levantarías en tres días?» Inútil
era ya toda discusión. Los zelotes habían acostumbrado al pueblo a responder
amén a todo. Jesús pertenecería a una facción de arrebatados. Los jefes
inquisidores callaron por entonces, pero el escozor les quedó en el cuerpo.

Cuando los judíos decían que se había tardado en edificar el Templo cuarenta
y seis años, se referían a la construcción emprendida por Herodes el
decimoctavo año de su reinado, y que aún no estaba completamente terminada,
pues no fueron despedidos los obreros hasta el año 63 de Jesucristo, bajo el
procurador Albino. Sin muestra de intención alguna vemos aquí un sincronismo
muy satisfactorio. El decimoctavo año de Herodes corresponde al año 20-19
antes de Jesucristo. El cuadragésimo sexto, después de este momento, nos
lleva al año 27 ó 28 después de Jesucristo, que debe ser el decimoquinto de
Tiberio, punto de partida de la predicación del Bautista. Si dicha
predicación comenzó al principio de este año decimoquinto, en octubre o
noviembre, habiendo sido bautizado Jesús en enero, según la tradición
litúrgica, esta Pascua correspondía a la del año 28 de nuestra era.

Los tres primeros Evangelios colocaron la expulsión de los vendedores del
Templo en la Pascua que precedió a la Pasión. Su plan les invitaba a ello,
ya que no mencionan ninguna otra Pascua. El cuarto Evangelio puso las cosas
en su punto. Lo esencial es el acto de Jesús, que conserva su significación,
en cualquiera época que sea: es la expresión espontánea del celo del Hijo de
Dios, al entrar en la casa de su Padre, que no puede sufrir que su santidad
sea violada. Era, además, este Templo también suyo: si antes estuvo en él,
hasta entonces no había empezado su carrera. Él es propiamente el Dios que
llega, según el oráculo de Malaquías, el último de los profetas: «He aquí
que yo env��o a mi mensajero, el cual preparará el camino delante de mí, y
luego vendrá a su Templo el Señor, a quien vosotros buscáis y el ángel del
pacto a quien vosotros deseáis. He aquí que llega, y ¿quién podrá soportar
el día de mi venida? ¿Quién podrá estar cuando él se mostrare?» (M13, 1-2).
Después del Precursor, el ángel de la alianza o el Mesías, que es también
el Señor.
(LAGRANGE, Vida de Jesucristo según el evangelio, Edibesa Madrid 1999, pág. 85-88)


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Comentario Teológico: Directorio Homilético - Tercer domingo de Cuaresma

69. «En los tres domingos siguientes, se han recuperado, para el año A, los
Evangelios de la samaritana, del ciego de nacimiento y de la resurrección de
Lázaro; estos Evangelios, por ser de gran importancia en relación con la
Iniciación Cristiana, pueden leerse también en los años B y C, sobre todo
cuando hay catecúmenos. (…) Dado que las lecturas de la samaritana, del
ciego de nacimiento y de la resurrección de Lázaro ahora se leen los
domingos, pero solo el año A (y los otros años sólo a voluntad), está
previsto que puedan leerse también en las ferias: por ello, al comienzo de
las semanas tercera, cuarta y quinta se han añadido unas “Misas de libre
elección” que contienen estos textos; estas misas pueden emplearse en
cualquier feria de la semana correspondiente, en lugar de las lecturas del
día. Sin embargo, en los años B y C hay también otros textos, a saber: en el
año B, unos textos de san Juan sobre la futura glorificación de Cristo por
su Cruz y Resurrección; en el año C, unos textos de san Lucas sobre la
conversión» (OLM 97 y 98). La fuerza catequética del Tiempo de Cuaresma es
evidenciada por las lecturas y las oraciones de los domingos del Ciclo A. Es
manifiesta la conexión de los temas del agua, de la luz y de la vida con el
Bautismo: a través de estos pasajes bíblicos y de las oraciones de la
Liturgia, la Iglesia guía a los elegidos hacia la Iniciación Sacramental en
la Pascua. Su preparación final es de fundamental importancia, como muestran
los textos de la oración empleados en los Escrutinios.

¿Y para los demás? Es útil que el homileta invite a los que le escuchan a
ver la Cuaresma como un tiempo para fortalecer la gracia del Bautismo y para
purificar la fe que han recibido. Este proceso puede ser explicado a la luz
de la comprensión que Israel ha tenido de la experiencia del éxodo. Un
acontecimiento crucial para la formación de Israel como pueblo de Dios, para
el descubrimiento de los propios límites e infidelidades pero, también, del
amor fiel e inmutable de Dios. Ha servido de paradigma interpretativo del
camino con Dios a lo largo de toda la historia siguiente de Israel. De este
modo, la Cuaresma es para nosotros el tiempo en el que en el desierto de
nuestra existencia presente, con sus dificultades, miedos e infidelidades,
descubrimos la cercanía de Dios que, a pesar de todo, nos está guiando hacia
nuestra tierra prometida. Es un momento fundamental para la vida de fe,
verdadero reto para nosotros. Las gracias del Bautismo, recibidas poco
después de nacer, no pueden ser olvidadas, aunque sí los pecados acumulados
y los errores humanos, que pueden hacer pensar en su ausencia. El desierto
es el lugar donde se pone a prueba nuestra fe pero, también, donde se
purifica y se refuerza, si aprendemos a confiar en Dios, a pesar de las
experiencias contradictorias. El tema de base, en estos tres domingos, se
centra en el modo en que la fe es continuamente alimentada a pesar del
pecado (la samaritana), la ignorancia (el ciego) y la muerte (Lázaro). Son
estos los «desiertos» que atravesamos en el curso de la vida y en los que
descubrimos que no estamos solos, porque Dios está con nosotros.

70. El nexo entre los que se preparan para el Bautismo y los demás fieles
intensifica el dinamismo del Tiempo de Cuaresma y el homileta tendría que
esforzarse en relacionar al conjunto de la comunidad con el camino de
preparación de los elegidos. Cuando se celebran los Escrutinios conviene
adoptar, en la Oración Eucarística, la fórmula relativa a los padrinos; esto
puede ayudar a recordar que cada miembro de la asamblea tiene una función
activa como «sponsor» del elegido y en la obligación de conducir a otros
hacia Cristo. Nosotros los creyentes, estamos llamados, como la samaritana,
a compartir nuestra fe con los demás. Por ello, en Pascua, los nuevos
iniciados podrán anunciar al resto de la comunidad: «Ya no creemos por lo
que tú dices; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es de verdad el
Salvador del mundo».

71. El III domingo de Cuaresma nos traslada al desierto con Jesús y con
Israel, en una etapa precedente. Los israelitas tienen sed, y sufrir la sed
les lleva a dudar de la eficacia del viaje iniciado por invitación de Dios.
La situación parece sin esperanza, pero la ayuda llega de una fuente más
sorprendente que nunca: ¡en el momento en el que Moisés golpea la dura roca
de ella brota el agua! Aún existe una materia todavía más dura e inflexible:
el corazón humano. El salmo responsorial hace una llamada elocuente a todos
los que lo cantan y escuchan: «Ojalá escuchéis la voz del Señor: “No
endurezcáis vuestro corazón”». En la segunda lectura, Pablo anuncia cómo la
fe es el apoyo en el que poner el fundamento; ella, por medio de Cristo, da
acceso a la gracia de Dios, precursora a su vez de esperanza. Esta esperanza
después no desilusiona, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros
corazones, haciéndolos capaces de amar. Este amor divino no se nos ha dado
como recompensa a nuestros méritos, ya que se nos ha concedido cuando
todavía éramos pecadores, ya que Cristo ha muerto por nosotros pecadores.

En estos pocos versículos, el Apóstol nos invita a contemplar tanto el
misterio de la Trinidad como las virtudes de la fe, la esperanza y la
caridad. En este ámbito es donde se produce el encuentro de Jesús con la
samaritana, una conversación profunda porque habla de las realidades
fundamentales de la vida eterna y del culto verdadero. Es una conversación
iluminante, ya que manifiesta la pedagogía de la fe. Al comienzo, Jesús y la
mujer discuten en distintos niveles. El interés práctico y concreto de la
mujer se centra en el agua y el pozo. Jesús, sin atender a su preocupación
concreta, insiste en hablar del agua viva de la gracia. Hasta que sus
discursos llegan a encontrarse. Jesús aborda el hecho más doloroso de la
vida de la mujer: su situación matrimonial irregular. El haber reconocido su
fragilidad le abre inmediatamente la mente al misterio de Dios y, entonces,
hace preguntas sobre el culto. Cuando acepta la invitación a creer en Jesús
como el Mesías, se llena de gracia y se apresura a compartir todo lo que ha
aprendido con sus vecinos. La fe, nutrida por la Palabra de Dios, por la
Eucaristía y el poner en práctica la voluntad del Padre, abre al misterio de
la gracia, ilustrado con la imagen del «agua viva». Moisés golpeó la roca y
de ella brotó el agua; el soldado traspasó el costado de Cristo y de él
brotó sangre y agua. En su recuerdo, la Iglesia pone estas palabras en los
labios de cuantos se encaminan en procesión para recibir la Comunión: «El
que beba del agua que yo le daré – dice el Señor –, no tendrá más sed; el
agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que
salta hasta la vida eterna».

72. No somos los únicos que estamos sedientos. El prefacio de la Misa de
este día dice: «Quien al pedir agua a la Samaritana, ya había infundido en
ella la gracia de la fe, y si quiso estar sediento de la fe de aquella mujer
fue para encender en ella el fuego del amor divino». Aquel Jesús que estaba
sentado al lado del pozo, estaba cansado y sediento. (El homileta, de suyo,
podría destacar cómo los pasajes evangélicos de estos tres domingos resaltan
la humanidad de Cristo: su cansancio mientras está sentado cerca del pozo,
el hacer una pasta con el barro y la saliva para curar al ciego y sus
lágrimas en la tumba de Lázaro). La sed de Jesús alcanzará el momento
culminante en los últimos instantes de su vida, cuando desde la Cruz, grita:
«¡Tengo sed!». Esto significa para Jesús hacer la voluntad de Aquel que le
ha enviado y cumplir su obra. Después, de su corazón traspasado, brota la
vida eterna que nos alimenta en los sacramentos, donándonos, a nosotros que
adoramos en Espíritu y en verdad, el alimento que necesitamos para avanzar
en nuestra peregrinación.
(Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos,
Directorio Homilético, 2014, nº 69 - 72)



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Santos Padres: San Agustín de Hipona - Somos las piedras vivas con las que se edifica el templo de Dios

Con frecuencia hemos advertido a vuestra Caridad que no hay que considerar los salmos como la voz aislada de un hombre que canta, sino como la voz de todos aquellos que están en el Cuerpo de Cristo. Y como en el Cuerpo de Cristo están todos, habla como un solo hombre, pues él es a la vez uno y muchos. Son muchos considerados aisladamente; son uno en aquel que es uno. El es también el templo de Dios, del que dice el Apóstol: El templo de Dios es santo: ese templo sois vosotros: todos los que creen en Cristo y creyendo, aman. Pues en esto consiste creer en Cristo: en amar a Cristo; no a la manera de los demonios, que creían, pero no amaban. Por eso, a pesar de creer, decían: ¿Qué tenemos nosotros contigo, Hijo de Dios? Nosotros, en cambio, de tal manera creamos que, creyendo en él, le amemos y no digamos: ¿Qué tenemos nosotros contigo?, sino digamos más bien: «Te pertenecemos, tú nos has redimido».

Efectivamente, todos cuantos creen así, son como las piedras vivas con las que se edifica el templo de Dios, y como la madera incorruptible con que se construyó aquella arca que el diluvio no consiguió sumergir. Este es el templo —esto es, los mismos hombres— en que se ruega a Dios y Dios escucha. Sólo al que ora en el templo de Dios se le concede ser escuchado para la vida eterna. Y ora en el templo de Dios el que ora en la paz de la Iglesia, en la unidad del cuerpo de Cristo. Este Cuerpo de Cristo consta de una multitud de creyentes esparcidos por todo el mundo; y por eso es escuchado el que ora en el templo. Ora, pues, en espíritu y en verdad el que ora en la paz de la Iglesia, no en aquel templo que era sólo una figura.

A nivel de figura, el Señor arrojó del templo a los que en el templo buscaban su propio interés, es decir, los que iban al templo a comprar y vender. Ahora bien, si aquel templo era una figura, es evidente que también en el Cuerpo de Cristo —que es el verdadero templo del que el otro era una imagen— existe una mezcolanza de compradores y vendedores, esto es, gente que busca su interés, no el de Jesucristo.

Y puesto que los hombres son vapuleados por sus propios pecados, el Señor hizo un azote de cordeles y arrojó del templo a todos los que buscaban sus intereses, no los de Jesucristo.

Pues bien, la voz de este templo es la que resuena en el salmo. En este templo —y no en el templo material— se ruega a Dios, como os he dicho, y Dios escucha en espíritu y en verdad. Aquel templo era una sombra, figura de lo que había de venir. Por eso aquel templo se derrumbó ya. ¿Quiere decir esto que se derrumbó nuestra casa de oración? De ningún modo. Pues aquel templo que se derrumbó no pudo ser llamado casa de oración, de la que se dijo: Mi casa es casa de oración, y así la llamarán todos los pueblos. Y ya habéis oído lo que dice nuestro Señor Jesucristo: Escrito está: «Mi casa es casa de oración para todos los pueblos»; pero vosotros la habéis convertido en una «cueva de bandidos».

¿Acaso los que pretendieron convertir la casa de Dios en una cueva de bandidos, consiguieron destruir el templo? Del mismo modo, los que viven mal en la Iglesia católica, en cuanto de ellos depende, quieren convertir la casa de Dios en una cueva de bandidos; pero no por eso destruyen el templo. Pero llegará el día en que, con el azote trenzado con sus pecados, serán arrojados fuera. Por el contrario, este templo de Dios, este Cuerpo de Cristo, esta asamblea de fieles tiene una sola voz y como un solo hombre canta en el salmo. Esta voz la hemos oído en muchos salmos; oigámosla también en éste. Si queremos, es nuestra voz; si queremos, con el oído oímos al cantor, y con el corazón cantamos también nosotros. Pero si no queremos, seremos en aquel templo como los compradores y vendedores, es decir, como los que buscan sus propios intereses: entramos, sí, en la Iglesia, pero no para hacer lo que agrada a los ojos de Dios.
(San Agustín, Comentario sobre el salmo 130 [1-3: CCL 40, 1198-1200 LECCIONARIO BIENAL BÍBLICO PATRÍSTICO, Ediciones MONTE CASINO 2001, págs. 756 ss.)



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Apliclación: Hans Urs von Balthasar - Le verdadero culto a Dios y la nueva casa de Dios

1. «Destruid este templo».

En medio de la Cuaresma se narra la purificación del templo, para que reflexionemos sobre lo que es el verdadero culto a Dios y la verdadera casa de Dios. El evangelio tiene dos acentos principales: el látigo inexorable con el que Jesús expulsa a todos los traficantes de la casa de oración de su Padre, y la prueba que da de su autoridad cuando los judíos le preguntan por qué obra con tanto celo: el verdadero templo, el de su cuerpo, destruido por los hombres, será reconstruido en tres días. Hasta que esto no suceda (la muerte y la resurrección están todavía por venir), la antigua casa de Dios ha de servir únicamente para la oración. El Dios de la Antigua Alianza no podía tolerar a dioses extranjeros a su lado, sobre todo no podía soportar al dios Mamón.

La dos lecturas aclaran en parte lo dicho en el evangelio: la primera, el primer acento principal, y la segunda, el segundo.

2. «Porque soy un Dios celoso».

La gran autorrevelación del Dios de la alianza, en la primera lectura, tiene dos partes (y una interpolación): en la primera parte, Dios, que ha demostrado su vitalidad y su poder haciendo salir a Israel de Egipto, se presenta como el único Dios (cfr. Dt 6,4); por eso ha de reservarse para sí toda adoración y castigar el culto tributado a los ídolos. En la segunda parte exige al pueblo con el que pacta la alianza que se comporte, en los «diez mandamientos», como corresponde a una alianza pactada con la única y suprema Majestad. Todos estos mandamientos no son prescripciones del derecho natural o preceptos puramente morales (aunque puedan ser también eso), sino exigencias de cómo ha de comportarse el hombre en la alianza con Dios. Ha sido incluida en la lista la ley del sábado, que en este contexto indica ante todo que entre los días de los hombres uno está reservado para el descanso, día que está caracterizado como propiedad privada de Dios y obliga a los hombres, con el descanso del trabajo cotidiano, a ser conscientes permanentemente de ello.

3. "Los judíos exigen signos".

La segunda lectura aclara el segundo motivo principal del evangelio, en el que los judíos exigen una prueba del poder de Jesús: «¿Qué signos nos muestras para obrar así?». La exigencia de signos para creer es rechazada por Jesús y al mismo tiempo escuchada, mediante la única señal que se les dará: «Esta generación perversa y adúltera exige una señal; pues no se le dará más signo que el del profeta Jonás. Tres días y tres noches estuvo Jonás en el vientre del cetáceo: pues tres días y tres noches estará el Hijo del hombre en el seno de la tierra» (Mt 12,38-4O). Exactamente lo mismo que en el evangelio: el templo destruido y reconstruido. El único signo que Dios da es para los hombres «lo necio», «lo débil», la cruz: se requiere la fe para poderlo captar, mientras que los judíos primero quieren ver para poder después creer. Por eso el signo que se les da aparece como un «escándalo», mientras que para los llamados a la fe es «Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios», que se manifiesta en el signo único y supremo de la muerte y resurrección de Jesús.
(HANS URS von BALTHASAR, LUZ DE LA PALABRA, Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C, Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994. Pág. 144 s.)

 

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Aplicación: P. Alfredo Sáenz,S.J. - El Señor purifica el templo de Jerusalén

Lentamente nos vamos acercando al corazón del año litúrgico, la Semana
Santa, en cuyo marco se conmemora el Misterio Pascual, el misterio de la
muerte y resurrección del Señor. La liturgia de estos domingos, mediante una
adecuada selección de textos de la Escritura, nos va preparando poco a poco
para que podamos celebrar dicho misterio con una mayor inteligencia
espiritual. El texto evangélico de hoy relata la purificación del Templo de
Jerusalén. Nos resulta extraño ver al Señor, látigo en mano, arrojando a los
mercaderes del Templo. Pero es que amaba entrañablemente al Templo, "la casa de su Padre", como lo llamó una vez. Asimismo, tiempo atrás, haciendo un
paréntesis en su vida oculta, había permanecido en él durante varios días,
aun a costa de abandonar temporariamente a sus afligidos padres terrenos.
Amaba a su Templo y no podía permitir que intereses comerciales bastardeasen de ese modo el carácter sagrado de la casa de Dios.

Pero el significado del gesto de Jesús va mucho más allá de las meras
apariencias externas. El Templo de Jerusalén, ese Templo de piedra, era un
signo del verdadero templo de Dios que es Cristo, una figura del Cuerpo de
Cristo, Templo vivo en que el Verbo se había hecho carne. Antes de su venida
al mundo, el Templo de Jerusalén era el lugar privilegiado donde los hombres
podían encontrar a Dios y donde Dios se hacía especialmente presente a su
pueblo. Pues bien, Cristo —hombre y Dios— es el nuevo Templo, el nuevo punto
de confluencia entre Dios y los hombres, el Pontífice, es decir, el qué
tiende un puente entre Dios y los hombres, la Alianza hecha carne.

El evangelio de hoy nos muestra, pues, a Cristo penetrando en el Templo,
signo de su cuerpo. Ya lo había hecho al comienzo de su vida en brazos de su
Madre, que allí lo condujo para presentarlo al Señor, y para que se
cumpliesen las disposiciones de la ley. Fue aquélla la primera entrada, en
el silencio de la humildad. Ahora, en cambio, vuelve a ingresar en el
Templo, pero con todo el esplendor de su poder mesiánico. Entra como Señor
del Templo, para purificar a su Templo. El celo de su casa lo devora,
esparciendo las monedas y volcando las mesas de los traficantes que ofenden
a Dios. "Estoy saturado de holocaustos de carneros... —había dicho Dios por
medio del profeta—; la sangre de novillos me repugna". Dios Padre esperaba
de los hombres una ofrenda muy superior a la de los carneros y novillos;
aguardaba la ofrenda misma de su Hijo, víctima inmolada por nuestra
salvación. Y ahora había llegado el momento del sacrificio definitivo en la
casa de oración.

De ahí la extraña frase de Jesús, que suena a desafío: "Destruid este templo
y en tres días lo volveré a levantar". Los judíos creyeron que se refería al
templo material, al templo de piedra: "Han sido necesarios cuarenta y seis
años para construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?".
Pero Jesús, nos advierte el evangelista, hablaba del Templo de su cuerpo.
Resulta claro que lo que el Señor quiere enseñamos es que el verdadero
Templo es su propio cuerpo, del cual aquel templo material era tan sólo una
figura. Acá se manifiesta la incredulidad de los que groseramente se
aferran al signo, dejando de lado lo más importante: lo que el signo
significa, el Templo definitivo, Jesús, única razón de ser del templo de
piedra.

"Destruid este templo y en tres días lo volveré a levantar": Con estas
palabras Jesús anuncia su muerte y su resurrección. Gracias a la
resurrección, su carne quedaría purificada de todo lo efímero, de todo lo
mortal que la debilitaba. Y esta sublimación paradojalmente se realizaría
merced a su paso por la muerte que le vendría de fuera: "destruid este
templo"; muerte que le infligirían los judíos por causa de la misma
incredulidad que revela su respuesta de hoy: "Han sido necesarios cuarenta y
seis años para construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres
días?". Los discípulos conservaron las palabras de Jesús en su memoria. Por
eso, agrega el evangelista, "cuando Jesús resucitó, sus discípulos
recordaron que él había dicho esto".

Tal es el núcleo del evangelio de hoy. Al tiempo que profetiza la
destrucción del Templo, Jesús anuncia su muerte y su resurrección. Será
menester pasar del signo a la realidad, del santuario de piedra al templo
vivo. "No has querido ni sacrificios ni oblaciones, pero me modelaste un
cuerpo", dijo Jesús a su Padre cuando entró en el mundo, según se consigna
en la epístola a los hebreos. El único verdadero santuario será en adelante
su cuerpo, su cuerpo inmolado. "Se refería al templo de su cuerpo". Cristo
ofrece su cuerpo para altar, para santuario del sacrificio. Su cuerpo mismo
sería la hostia, la víctima propiciatoria. Por eso, según se dice en la
misma epístola a los hebreos, todos somos santificados "por la oblación del
cuerpo de Cristo, oblación hecha de una vez para siempre".

De ahí que, como lo relata San Juan, al término de su evangelio, a la
muerte de Jesús "la cortina dcl Templo se rasgó en dos, de arriba a abajo".
Porque la muerte de Cristo abrió una brecha en la antigua alianza, y en su
principal signo, el Templo de Jerusalén, envejecido y caduco por la
presencia del Verbo que se hizo templo, brecha que fue el preludio de su
total destrucción por obra de las tropas romanas. El acceso al santo de los
santos, que antes era privilegio exclusivo del Sumo Sacerdote, quedaría
entonces expedito. Así lo afirma la epístola a los hebreos: "Tenemos acceso
seguro al Santuario por la sangre de Jesús, por el camino que ha inaugurado
para nosotros, a través del velo, es decir, su carne".

Avivemos, hermanos, nuestra fe en los misterios pascuales, en los misterios
dolorosos y gloriosos de Jesús, que pronto vamos solemnemente a celebrar.
Dentro de algunos minutos, el Señor entrará en nuestro interior por la
Eucaristía, erigiendo allí un altar para renovar sobre él su sacrificio.

Nunca como entonces será más verdadero aquello que enseña San Pablo: "¿No sabéis que sois templo de Dios?". Entrará en nuestro interior la víctima
ofrecida por nuestra redención. Él sabe lo que hay dentro de cada hombre.
Que no encuentre allí nada bastardo, que no encuentre allí nada que le
recuerde a los mercaderes del templo. Que el Señor penetre en nuestra alma
como en su propia casa. Que haga de ella la casa de su Padre, un Templo de
la Trinidad.
(SÁENZ, A., Palabra y vida, Gladius, Buenos Aires 1993, p. 93-96)




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Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - Jesús conoce lo que hay en el interior del hombre Jn 2, 25


“Pues él conocía lo que hay en el hombre”.

¿Jesús nos conoce? ¿Jesús conoce a cada uno de los hombres?
¿Jesús conoce nuestro corazón y nuestros pensamientos?

No hace mucho tiempo se dijo que el conocimiento que Dios tiene
de nosotros, el conocimiento de nuestro interior, de todas nuestras obras,
palabras y pensamientos era una enseñanza de la Iglesia para atemorizar, un
ademán amenazador, una quimera infantil como para tener el control sobre los
hombres. Esta doctrina llevaba a negar la omnipresencia de Dios, su
infinitud, su sabiduría.

Hoy día la ciencia moderna nos presenta aparatos que pueden
conducir un vehículo a cualquier parte del mundo sin equivocarse, podemos
ver lo que hacen personas que están a mucha distancia de nosotros, podemos
ver desde nuestra casa cualquier parte del mundo y no estamos muy lejos, de
hecho los sistemas de espionaje lo hacen, de que se pueda entrar en la
privacidad de las personas… Ante esta realidad que nos muestra la capacidad
del ingenio humano no podemos negar que el Creador de la inteligencia humana tenga capacidad para conocer a cada uno de los que El ha creado y cada uno de sus pensamientos. Si negáramos esto estaríamos negando la perfección de Dios y su continuo obrar en el mundo.

Jesús conoce los corazones y los pensamientos del hombre porque
es Dios. En reiteradas ocasiones leemos en el Evangelio que Jesús conocía lo
que pensaban los hombres, conocía cosas ocultas a los ojos de los hombres
como la moneda en la boca del pez que coge Pedro para pagar el impuesto o el
gran desprendimiento de la viuda pobre que da en limosna todo lo que tenía
para vivir.

Jesús también conoce los pensamientos de los hombres en cuanto
hombre porque participa de la bienaventuranza eterna y conoce en Dios lo que
pasa por el corazón de cada hombre.

Jesús conoce el corazón del hombre porque por el Verbo eterno
han sido creadas todas las cosas[1] y lo conoce porque asumió una naturaleza
como la nuestra y un corazón humano como el nuestro. Jesús conoce la
fragilidad del corazón humano, su mutabilidad permanente, su debilidad, su
limitación. Conoce la naturaleza del corazón del hombre.

Jesús conoce el corazón de cada uno de los hombres por ser Dios y por ser
bienaventurado. Este conocimiento es un gran consuelo para nosotros. Jesús
nos conoce y tiene compasión de nosotros y socorre nuestras miserias por su
misericordia. Pero también el conocimiento que Jesús tiene de nuestro
corazón es una gran responsabilidad. Sabiendo que Jesús nos conoce debemos hacer un buen uso de nuestra libertad. Jesús conoce nuestros pensamientos, palabras y acciones secretas y El las juzgará algún día porque ha sido constituido Juez Universal.

Podemos aparentar ante los hombres santidad. Podemos hipócritamente dejar
que nos alaben y buscar las alabanzas de los hombres aunque no las
merezcamos y seamos conscientes de ello, pero ante Jesús nada podemos
simular. Somos lo que somos frente a Jesús, frente a su mirada omnisciente.
Y nuestra santidad tiene realidad en la medida que es aprobada sólo por
Jesús.

Nuestra verdad es el reconocimiento de lo que somos ante la mirada de Jesús.
Esa verdad nos hace humildes y abandonados en las manos de Dios. Sólo Dios
por medio de Jesús obra nuestra santificación y reconociendo nuestra miseria
y poniéndonos en sus manos, Él irá obrando en nosotros y haciéndonos
semejantes a Él.

No somos más que lo que somos ante Jesús y eso nos lleva a deponer nuestro
orgullo y a no gloriarnos en nosotros mismos sino gloriarnos en el Señor. Y
por otra parte, ponernos ante la mirada de Jesús no permite que caigamos en
la desesperación porque valemos mucho ante Jesús. Él ha dado la vida por
cada uno de nosotros, ha dado la vida por mí y por eso debo valorarme y
saber que estoy llamado a la santidad y que puedo con la gracia de Jesús, es
decir, poniéndome sinceramente ante su mirada y dejando que me ame y me de
sus dones, alcanzar la vida eterna.

Soy lo que soy delante de la mirada de Jesús, ni más ni menos. Procuremos,
pues en este tiempo de Cuaresma, tiempo de gracias, de asemejar nuestro
corazón al corazón de Jesús. Conocer su corazón para, encendido en amor,
imitarlo y hacer cada día más agradable mi corazón a su mirada.

La mirada de Jesús llamó a Pedro a la conversión, la mirada de Jesús llamó
al joven rico a la perfección. La mirada compasiva de Jesús convirtió a la
Magdalena. En el juicio final la mirada de Jesús será airada para los que no
obraron su voluntad pero será dulcísima y suave para los que siguieron sus
huellas.




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