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Santo Cura de Ars: Sermón sobre EL PURGATORIO.

Santo Cura de Ars


Vengo por Dios. ¿Para qué subiría hoy al púlpito, queridos hermanos?, ¿qué voy a decir- les? Que vengo en provecho de Dios mismo. Y de vuestros pobres padres; a despertar en ustedes el amor y la gratitud que les corresponde. Vengo a recordarles otra vez aquella bondad y todo el amor que les han dado mientras estuvieron en este mundo. Y vengo a de- cirles que muchos de ellos su- fren en el Purgatorio, lloran y suplican con urgencia la ayu- da de vuestras oraciones y de vuestras buenas obras. Me parece oírlos clamar en la pro- fundidad de los fuegos que los devoran: "Cuéntales a nuestros amados, a nuestros hijos, a todos nuestros familiares cuán grandes son los demonios que nos están haciendo sufrir. Nosotros nos arrojamos a vuestros pies para implorar la ayuda de sus oraciones. ¡Ah! Cuéntales que desde que tuvimos que separarnos, hemos estado quemándonos entre las llamas! ¿Quién podría permanecer indiferente ante el sufrimiento que estamos soportando?".

¿Ven, queridos hermanos? ¿Escuchan a esa tierna madre, a ese dedicado padre, a todos aquellos fami- liares que los han atendido y ayudado?, "Amigos míos - gritan - líbrennos de estas penas, ustedes que pueden hacerlo".

Consideren, entonces, mis queridos hermanos: a) la magnitud de los sufrimientos que soportan las almas en el Purgatorio; y b) los medios que ustedes poseen para mitigarlos: vuestras oraciones, buenas accio- nes y, sobre todo, el santo sacrificio de la Misa. Y no quieran pararse a dudar sorbe la existencia del Purgatorio, eso sería una pérdida de tiempo. Ninguno entre ustedes tiene la menor duda sobre esto. La Iglesia, a quien Jesucristo prometió la guía del Espíritu Santo, y que por consiguiente no puede estar equivocada y extraviarnos, nos enseña sobre el Purgatorio de una manera positiva y clara y es, por cierto y muy cierto, el lugar donde las almas de los justos completan la expiación de sus pecados antes de ser admitidos a la gloria del Paraíso, el cual les está asegurado. Sí, mis queridos hermanos, es un artículo de fe: Si no hacemos penitencia proporcional al tamaño de nuestros pecados, aún cuando estemos perdona- dos en el Sagrado Tribunal, estaremos obligados a expiarlos... En las Sagradas Escrituras hay muchos textos que señalan que, aun cuando nuestros pecados puedan ser perdonados, el Señor impone la obliga- ción de sufrir en este mundo dificultades, o en el siguiente, en las llamas del Purgatorio.

Miren lo que le ocurrió a Adán. Debido a su arrepentimiento Dios lo perdonó, pero aún así lo condenó a hacer penitencia durante novecientos años, esto supera lo que uno podría imaginar. Y vean también: David ordenó, contrariando la voluntad de Dios, el censo de sus súbditos, pero luego acicateado por remordimientos de conciencia, vio su propio pecado y, arrojándose sobre el piso, rogó al Señor que lo perdona-se.

Dios, conmovido por su arrepenti- miento, lo perdonó, en efecto. Mas, a pesar de ello, le hizo saber que debe- ría elegir entre tres castigos que le ha- bía preparado debido a su iniquidad: plaga, guerra o hambruna. Y David dijo: "Prefieron caer en manos del Se- ñor (ya que muchas son sus gracias) que en las manos de los hombres". Eligió la plaga, que duró tres días, y se llevó a setenta mil súbditos suyos. Si el Señor no hubiera detenido la mano del Angel, que se extendía sobre toda la ciudad, ¡Jerusalén hubiese quedado despoblada!

David, considerando los muchos ma- les causados por sus pecados, supli- có a Dios que le diera la gracia de castigarlo solamente a él y no al pue- blo, que era inocente.

Consideren, también, el castigo a María Magdalena; tal vez esto ablande un poco vuestros corazones; ¿cuál será el número de años, mis queridos hermanos, que tendremos que sufrir en el Purgatorio, noso- tros que tenemos tantos pecados y que, so pretexto de habernos confesado, no hacemos penitencia ni derramamos ninguna lágrima?

¿Cuántos años de sufrimiento debemos esperar para la próxima vida en el Cielo? Cuando los Santos Padres nos cuentan los tormentos que se sufren en tal lugar, parecen los sufrimientos que soportó Nuestro Señor Jesucristo en su pasión, ¿eso les describirá sensiblemente las torturas que estas almas padecen? Sin embargo, es cierto que si el más leve de los tormentos que padeció Nuestro Señor hubiese sido compartido por el género humano, este hubiese fenecido bajo tal violencia. El fuego del Purgatorio es el mismo fuego que el del Infierno, la única diferencia es que el fuego del Purgatorio no es para siempre.

¡Oh! Quisiera Dios, en su gran misericordia, permitir que una de estas pobres almas entre las llamas apareciese aquí rodeada de fuego y nos diese ella misma un relato de los sufrimientos que soporta; esta iglesia, mis queridos hermanos, reverberaría con sus gritos y sollozos y, tal vez, terminaría finalmente por ablandar vuestros corazones.

"¡Oh! ¡cómo sufrimos!", nos gritarían a nosotros; "sáquennos de estos tormentos. Ustedes pueden ha- cerlo. ¡Si sólo experimentaran el tormento de estar separados de Dios!... ¡Cruel separación! ¡Quemarse en el fuego por la justicia de Dios! ¡Sufrir dolores inenarrables al hombre mortal!, ¡ser devorados por remordimientos sabiendo que podríamos tan fácilmente evitar tales dolores!... Oh hijos míos, gimen los padres y las madres, ¿pueden abandonarnos así a nosotros, que los amamos tanto? ¿Pueden dormirse tranquilamente y dejarnos a nosotros yacer en una cama de fuego? ¿Se areven a darse a ustedes mis- mos placeres y alegrías mientras nosotros aquí sufrimos y lloramos noche y día?

Ustedes tienen nuestra riqueza, nuestros hogares, están gozando el fruto de nuestros es- fuerzos, y nos abandonan aquí, en este lugar de tormentos, ¡donde tenemos que sufrir por tantos años!... y nada para darnos, ni una misa... Ustedes pueden aliviar nuestros sufrimientos, abrir nuestra prisión, pero nos abandonan. ¡Oh! qué crueles son estos sufrimien- tos... Sí, queridos hermanos, la gente juzga muy diferentemente en las llamas del Purgatorio sobre los pecados veniales, si es que se puede llamar leves a los pecados que llevan a soportar tales pena- lidades rigurosas.

Qué desgraciados serían los hombres, proclamaron los Profetas, aún los más justos, si Dios no los juzgara con misericordia. Si Él ha encontrado manchas en el sol y malicia aún en los ángeles, ¿qué queda entonces para un hombre pecador? Y para nosotros, que hemos cometido tantos pecados mortales y sin hacer prácticamen- te nada para satisfacer la justicia de Dios, ¿cuántos años serán de Purgatorio?, "Dios mío", decía Santa Teresa, "¿qué alma será lo suficientemente pura para que pueda entrar al cielo sin pasar por las llamas purificadoras?". En su última enfermedad, gritó de pron- to: "¡Oh justicia y podeer de mi Dios, cuán terribles son!". Durante su agonía, Dios le permitió ver Su Santdad como los ángeles y los santos lo veían en el Cielo, lo cual la aterró tanto que sus hermanas, viéndola temblar muy agitada, le dijeron llorando: "Oh, Madre, ¿qué sucede contigo?, seguramente no temes a la muerte después de tantas penitencias y tan abundantes y amargas lágrimas..."No, hijas mías
- replicó Santa Teresa - no temo a la muerte, por el contrario, la deseo para poder unirme para siempre con mi Dios". "¿Son tus pecados, entonces, lo que te atemorizan, después de tanta mortificación?", "Sí, hijas mías - les dijo - temo por mis pecados y por otra cosa más aún", "¿es el juicio, entonces?", "Sí, tiemblo ante las cuentas que es necesario rendir a Dios, quien en ese momento no será piadoso, y hay aún algo más cuyo solo pensamiento me hace morir de terror". Las pobres hermanas estaban muy perturbadas: "¿Puede ser el Infierno, entonces?". "No, gracias a Dios eso no es para mí, oh, mis hermanas, es la santidad de Dios, mi Dios, ¡ten piedad de mí! Mi vida debe ser puesta cara a cara con la del mismo Señor Jesucristo. ¡Pobre de mí si tengo la más mínima mancha! ¡Pobre de mí si aún hay una sombra de pecado!". "¡¿Cómo serán nuestras muertes?!", gritaron las hermanas.

¿Cómo serán las nuestras, entonces, mis queridos hermanos, que quizás en todas nuestras penitencias y buenas acciones, nunca hemos purgado un solo pecado perdonado en el tribunal de Penitencia? ¡cuán- tos años y centurias de castigo nos tocarían! ¡Cómo nos gustaría no pagar nada por nuestras faltas, tales como esas pequeñas mentiras que nos divierte, pequeños escándalos, el desprecio a las gracias que Dios nos concede a cada rato, las pequeñas murmuraciones sobre las dificultades que nos manda el Señor!

No, queridos hermanos, nunca nos animaríamos a cometer el menor pecado, si pudiéramos comprender lo mucho que esto ofende a Dios y cuánto merece ser castigado aún en este mundo. Dios es justo, queri- dos hermanos, en todo lo que hace; y cuando nos recompensa por la más mínima buena acción, nos da con creces lo que podríamos desear. Un buen pensmiento, un buen deseo, es decir, el deseo de ahcer alguna buena obra aún cuando no estemos capacitados para lograrlo. Nunca nos deja sin recompensa. Pero también, si se trata de castigarnos lo hace con rigor, aún las faltas leves, y por ellas seremos envia- dos al Purgatorio. Esto es verdad, pues vemos en las vidas de los santos que muchos de ellos no fueron directamente al Cielo, primero tuvieron que pasar por las llamas del Purgatorio.

San Pedro Damian cuenta que su hermana debió pasar varios años en el Purgatorio por haber escuchado una canción maliciosa con cierto beneplácito de su parte. Y se dice que dos religiosos se prometieron uno al otro que el primero en morir le contaría al otro sobre el estado en que se hallaba. Dios permitió a uno morir primero y que se apareciera a su amigo. Le contó a este que había permanecido quince años en el Purgatorio por haberle gustado demasiado hacer las cosas a su manera, y cuando su amigo estaba felicitándole por haber permanecido allí tan poco tiempo, el fallecido replicó: "Yo hubiera preferido ser desollado vivo durante diez mil años seguidos en lugar del sufrimiento de las llamas".

Un sacerdote contó a uno de sus amigos que Dios lo había condenado a permanecer en el Purgatorio durante varios meses por haber demorado la ejecución de un proyecto de buenas obras. Así que, queridos hermanos, ¿cuántos hay entre quienes me escuchan que tengan faltas similares que reprocharse a sí mismos?

¡Y cuántos, en el curso de ocho o diez años, han recibido de sus padres, o de sus amigos, el encargo de oir misa, dar limosnas, compartir algo!, ¡cuántos hay que por temor de encontrar que ciertas cosas debe- rían hacerse, no quieren tomarse el trabajo de considerar la voluntad de esos padres o amigos; estas pobres almas están aún detenidas en las llamas, porque nadie ha querido cumplir con sus deseos!

Pobres padres y madres, que se sacrifican por la felicidad de sus hijos y de sus herederos. Tal vez ustedes hayan sido negligentes con su propia salvación para aumentar sus fortunas, y así sabotean las buenas obras que se les encargó en los testamentos... ¡pobres padres! ¡Cuán ciegos estuvieron en olvi- darlos! Ustedes me dirán, quizás, "Nuestros padres vivieron buenas vidas, y eran buena gente. Necesita- rían muy poco de esas llamas".

Alberto el Grande, un hombre cuyas virtudes brillaron tanto, dijo sobre esta materia que él un día reveló a un amigo, que Dios lo había llevado al Purgatorio por haberse entretenido en cierta autosatisfacción envanecida sobre su propio conocimiento. Lo más asombroso es que aún habría santos allí, aún aquellos que fueron beatificados, haciendo su pasaje por el Purgatorio. San Severino, Arzobispo de Colonia, apareció ante un amigo suyo largo tiempo después de su muerte y le contó que estuvo en el Purgatorio por haber postergado para la noche las oraciones que debió decir a la mañana. ¡Oh! ¡Cuántos años de purgatorio habrá para aquellos cristianos que no tienen el menor inconveniente en diferir las oraciones para algún otro día con la excusa de tener trabajos más urgentes! Si realmente deseamos la felicidad de tener a Dios, debemos evitar tanto las pequeñas faltas como las grandes, ya que la separación de Dios es un tormento tan asustante para todas estas pobres almas...

 

 





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