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Juan Pablo II: San Ambrosio de Milán

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 San Ambrosio de Milán

 

- 01/12/1996 -

CARTA APOSTÓLICA DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II
OPEROSAM DIEM

en el XVI centenario de la muerte de san Ambrosio, obispo y doctor de la Iglesia

al Cardenal Arzobispo y al Clero, a las personas consagradas y

a los fieles laicos de la Arquidiócesis de Milán

Al venerado hermano cardenal Carlo María Martini, arzobispo de Milán:

 

 

 

Contenido

I. San Ambrosio, obispo

 

II. «La mirada fija en la palabra de Dios»


III. «Cristo es todo para nosotros»


IV. «La sobria embriaguez del Espíritu»


V. Al servicio de la unidad


VI. «En cada uno esté el alma de María»

 

 

 

 

 

1. El día 4 de abril del año 397 Ambrosio de Milán concluía su laboriosa jornada terrena, consumada generosamente al servicio de la Iglesia. En los últimos días, como recuerda su secretario y biógrafo Paulino, «había visto al Señor Jesús, que venía a él y le sonreía (...). Y precisamente cuando nos dejó para volver al Señor, desde las cinco de la tarde hasta la hora en que entregó su alma, oró con los brazos abiertos en forma de cruz». Era el alba del Sábado santo. El obispo dejaba esta tierra para unirse a Cristo Señor, a quien había deseado y amado intensamente.

Al aproximarse el XVI centenario de ese día, usted, señor cardenal, me ha pedido que la muerte de ese gran pastor pueda conmemorarse con la celebración de un Año santo ambrosiano y que yo dedique a ese acontecimiento una carta apostólica especial.

Me complace acceder a su deseo porque, como escribía usted, san Ambrosio fue y es un don para la Iglesia entera, a la que legó un tesoro singularmente rico en doctrina y santidad.

2. Todo en él se armonizó y encontró unidad en el servicio episcopal, desempeñado con una entrega sin reservas. Ambrosio, «llamado al episcopado desde el tumulto de las disputas del foro y desde el temido poder de la administración pública», ajustó su vida a las exigencias del ministerio que la Providencia ponía en sus manos y en su corazón; le dedicó sus energías, su experiencia y sus grandes dotes y capacidades. Pastor fuerte y manso a la vez, hombre que sabía amonestar y perdonar, firme contra el error y paciente con los que yerran, exigente con las autoridades y respetuoso del Estado, en buenas relaciones con los emperadores y cercano a su pueblo, estudioso profundo e incansable hombre de acción, Ambrosio resalta sobre el trasfondo de las convulsas vicisitudes de su tiempo como figura de relieve extraordinario, cuyo influjo sigue aún vivo en nuestros días, a pesar del paso de los siglos.

La conmemoración del XVI centenario de su muerte, que comenzará el próximo día 6 de diciembre, coincidirá prácticamente con el año 1997 que, según las orientaciones dadas en la carta apostólica Tertio millennio adveniente, inaugura la segunda fase de preparación para el gran jubileo del año 2000. En esta perspectiva, quisiera detenerme a reflexionar sobre la persona y la obra de san Ambrosio, para encontrar nuevos estímulos espirituales con vistas a esa histórica fecha. En efecto, espero que el recuerdo de un pastor tan insigne, avivado por la celebración del Año santo ambrosiano, ayude a esa amada arquidiócesis a entrar de modo cada vez más profundo en el espíritu de preparación para el segundo milenio del nacimiento de Cristo.

 

I. San Ambrosio, obispo

3. Para la Iglesia de Milán, será ciertamente motivo de gran alegría ponerse, con renovado interés, a la escucha de su antiguo pastor y casi hacer de nuevo la experiencia de aquellos innumerables fieles -humildes o nobles, anónimos o ilustres- que se dejaron iluminar por su palabra y, guiados por él, llegaron a Cristo. El pasado y el presente se entrelazan en la fe viva de cada comunidad eclesial. En efecto, es propio de los santos seguir siendo misteriosamente «contemporáneos» de cada generación: es la consecuencia de su profundo arraigo en el eterno presente de Dios. De alguna manera, Ambrosio habla aún desde la cátedra milanesa, y su voz es escuchada y anhelada por toda la Iglesia. Impulsados por esta convicción, queremos tratar de recordar sus rasgos más destacados, para abrirnos mejor a su testimonio y a su mensaje. A este redescubrimiento nos estimula también el amor que la Iglesia inculca hacia aquellos que, eminentes por santidad y doctrina en los primeros siglos del cristianismo, con razón se llaman y son realmente «Padres» en la fe. Ambrosio lo es de una manera muy especial.

4. De todos es conocida la singularidad de su elección, que el biógrafo Paulino atribuye a la inspirada iniciativa de un muchacho, a quien, por lo demás, correspondió la plena confianza del pueblo y del clero y, sucesivamente, la complacencia del mismo emperador. Ambrosio, que nació de padres cristianos, pero que permaneció catecúmeno, según una costumbre bastante frecuente en las familias notables de aquel tiempo, había hecho con honor una carrera política, primero en Sirmio, en la prefectura de Italia, de Ilírica y de África, y luego en Milán como consularis, con la responsabilidad de gobernar la provincia de Emilia-Liguria. Ahí había podido constatar la grave situación de la Iglesia milanesa, desorientada por el gobierno, que duró casi dos décadas del obispo arriano Ausencio, dividida y muy perjudicada por la difusión de esa herejía.

5. Considerándose impreparado para asumir el ministerio episcopal, intentó repetidamente evitar ese nombramiento, pero al final cedió ante la insistencia del pueblo que, apreciándolo por la ecuanimidad y la honradez demostradas en su cargo de gobernador, albergaba una fundada confianza en su capacidad de guiar con sabiduría a la comunidad eclesial. Aceptó, por tanto recibir el bautismo, que le administró un obispo católico el 30 de noviembre del año 374; y el 7 de diciembre sucesivo fue ordenado obispo.

En los primeros años, con íntimo sufrimiento y gran sencillez, debió reconocer el contraste entre su preparación específica y el deber urgente de enseñar a los fieles y realizar las necesarias opciones pastorales. Pero inmediatamente quiso poner las bases de una esmerada preparación teológica y, con el consejo y el apoyo del presbítero Simpliciano, que fue luego su sucesor en la sede de Milán, se dedicó con empeño al estudio bíblico y teológico, profundizando en las Escrituras y acudiendo a las fuentes más autorizadas de los grandes Padres y escritores eclesiásticos antiguos, tanto latinos como griegos, y en primer lugar a Orígenes, su constante maestro e inspirador.

En sus homilías y en sus escritos, Ambrosio volvía a proponer lo que había asimilado inteligentemente, pero al mismo tiempo lo enriquecía con su talento, dando vigor a la exposición, acuñando fórmulas sintéticas sumamente eficaces e introduciendo adaptaciones concretas a la situación de sus oyentes y lectores.

Así, el estudio, renovado constantemente, de la doctrina católica era fuente de una rica y provechosa enseñanza y, a la vez, desembocaba en una articulada acción pastoral.

6. Inmediatamente Ambrosio quiso acoger a los que se habían extraviado siguiendo el arrianismo. Por lo general, no trataba de arrancarlos bruscamente de las espinas de la herejía, ni siquiera cuando se trataba de miembros del clero; esa manera de actuar no se debía a una imprudente actitud de compromiso, sino a la loable intención de promover una adhesión convencida a la recta fe trinitaria mediante una predicación rigurosa y articulada. Y entre los años 378 y 382 divulgó el fruto de esas enseñanzas en los tratados De fide, De Spiritu Sancto y De incarnationis dominicae sacramento.

El éxito de esta estrategia pastoral fue palpable cuando, en la primavera del año 385 y sobre todo en la del año siguiente, la autoridad imperial fomentó la oposición arriana y pretendió cederle una basílica. La gente entonces, apoyó a su obispo, mostrando cuán eficaz había sido su palabra y, al mismo tiempo, cuán falsamente exagerada era la exigencia imperial. En esa circunstancia los comerciantes soportaron incluso los impuestos que les exigían precisamente con el fin de apartarlos del obispo, pero no lo quisieron privar de su apoyo. Y, cuando llegaron a amenazar a Ambrosio y a asediar las iglesias, el pueblo veló junto con su pastor, compartiendo su inquietud, su lucha y su oración. Al final, la autoridad imperial cedió y el obispo pudo decir a su hermana Marcelina: «¡Qué gran alegría experimentó entonces toda la gente! ¡Cómo aplaudió todo el pueblo! ¡Y qué gratitud mostró!». Elegido por la firme voluntad de los milaneses, Ambrosio supo cultivar un profundo entendimiento con su comunidad, admirablemente arraigada en los principios de la fe católica.

7. En aquella sociedad ariala en decadencia, que ya no se regía por las antiguas tradiciones, resultaba, además, necesario reconstruir un entramado moral y social que colmara el peligroso vacío de valores que se había ido creando. El obispo de Milán quiso responder a esas graves exigencias, no sólo actuando dentro de la comunidad eclesial, sino también ensanchando su mirada a los problemas planteados por el saneamiento global de la sociedad. Consciente de la fuerza renovadora del Evangelio, encontró en él concretos y fuertes ideales de vida y los propuso a sus fieles para que alimentaran con ellos su vida y así hicieran surgir, para el bien de todos, auténticos valores humanos y sociales.

Por eso, no dudó en manifestar su clara oposición, cuando, el año 384, el praefectus Urbis Símaco pidió al emperador Valentiniano II que volviera a colocar en el Senado la estatua de la diosa Victoria. A quien pensaba salvar la «arialidad» regresando a unos símbolos y prácticas ya anticuados y sin vida, Ambrosio objetó que la tradición ariala, con sus antiguos valores de valentía, entrega y honradez, podía ser asumida y revitalizada precisamente por la religión cristiana. El antiguo culto pagano -afirmaba el obispo de Milán- asociaba a Roma con los bárbaros precisamente y sólo en la ignorancia de Dios, pero que finalmente la gracia se ha derramado ahora entre los pueblos, «con razón se ha preferido la verdad».

8. La fuerza renovadora del Evangelio resultó evidente en las intervenciones del Obispo en defensa de la justicia social, particularmente en los tres libritos De Nabuthae, De Tobia, De Helia et ieiunio. Ambrosio critica el abuso de las riquezas, denuncia las desigualdades y los atropellos con que unos pocos ricos explotan para su beneficio las situaciones de pobreza y carestía y condena a los que, fingiendo ayudar por caridad, dan en préstamo con una gravosísima usura. A todos y en todo dirige sus amonestaciones: «La misma naturaleza es madre de todos los hombres y, por eso, todos somos hermanos, engendrados por una única y misma madre, unidos por el mismo vínculo de parentesco»; «tú no das a los pobres de lo tuyo, sino que le devuelves lo suyo». Refiriéndose específicamente a la usura, se pregunta: «¿Qué hay más cruel que dar tu dinero a quien no tiene y exigirle el doble?». Por la salvación misma de los pueblos, a menudo ahogados por el peso de las deudas, Ambrosio consideraba que los obispos tenían el deber de esforzarse por extirpar esos vicios e impulsar una caridad efectiva.

Es comprensible, por tanto, su gran alegría, e incluso su humilde orgullo de padre, cuando le llegó la noticia de que uno de sus destacados hijos espirituales, Paulino de Burdeos, ex senador y futuro obispo de Nola, había regalado sus bienes a los pobres para retirarse, junto con su mujer Terasia, a vivir una vida ascética en esa localidad de la Campania. Ejemplos como éste ­observaba Ambrosio en una carta ­ tenían que producir necesariamente clamor y escándalo en una sociedad presa del hedonismo, pero al mismo tiempo encarnaban, con la eficacia insustituible del testimonio, el gran desafío moral del cristianismo.

9. Toda la vida debía ser renovada por la levadura del Evangelio. Al respecto, Ambrosio presenta a sus fieles un itinerario espiritual claro y comprometedor: escucha de la palabra de Dios, participación en los sacramentos y en la oración litúrgica, y esfuerzo moral inspirado en el cumplimiento concreto de los mandamientos. Quien lee los escritos de este santo obispo percibe que se trata de elementos, sencillos y necesarios, repetidos continuamente en su predicación y en su actividad pastoral. Sobre estas realidades Ambrosio va construyendo día a día una comunidad viva, alimentada con los valores evangélicos y signo inequívoco para la sociedad de su tiempo.

Eso impresionó vivamente, entre otros, a Agustín, que llegó a Milán en el otoño del año 384. Aunque al principio iba atraído sólo por el estilo oratorio del Obispo, pronto experimentó la realidad y el atractivo de la vida de la Iglesia de Milán: «Veía la Iglesia llena y que, en ella, unos avanzaban de un modo y otros de otro», recordará con admiración muchos años después. No logró obtener del Obispo encuentros largos y confidenciales, pero había visto en la Iglesia que guiaba una manifestación elocuente de su sabiduría pastoral y había podido constatar de forma convincente la validez de su enseñanza espiritual. Por eso, con razón, consideró a Ambrosio, de quien también recibió el bautismo, su padre en la fe.

10. No podemos pasar revista detalladamente a todas las intervenciones del incansable pastor, que de varias maneras contribuyeron a vivificar la comunidad y a infundir energías nuevas y vigorosas en la sociedad. Pero conviene recordar al menos las más significativas.

En primer lugar se puede situar su solicitud por la formación de los sacerdotes y los diáconos. Los quería plenamente conformados con Cristo, poseídos totalmente por él y enriquecidos con las más sólidas virtudes humanas: la hospitalidad, la afabilidad, la fidelidad, la lealtad, una generosidad que aborreciera la avaricia, la ponderación, un pudor incontaminado, el equilibrio y la amistad. Su afecto, exigente y paterno a la vez, hacia los sacerdotes era realmente desbordante: «Hacia vosotros, a quienes he engendrado en el Evangelio, no albergo menor amor que si os hubiera engendrado en el matrimonio».

Igualmente intensa, ya desde su primera predicación llegada hasta nosotros en el De virginibus, fue la solicitud por las vírgenes consagradas. Ambrosio veía su vocación arraigada en el misterio mismo del Verbo encarnado: «¿Quién puede ser su autor sino el inmaculado Hijo de Dios, cuya carne no experimentó la corrupción, cuya divinidad no conoció contaminación?»; y presentaba el testimonio de las vírgenes como una respuesta valiente, fuerte y concreta, al papel humillante al que la decadente sociedad ariala había relegado a la mujer.

Fue constante también la atención de Ambrosio al culto de los mártires. Con el hallazgo de sus restos y la veneración que se les tributaba, quería proponer a los creyentes modelos de un seguimiento de Cristo valiente y generoso; y no dejaba de ponerles en guardia contra los peligros de los tiempos de paz, cuando a los perseguidores violentos se sucedían otros más astutos que, «sin recurrir a la amenaza de la espada, destruyen a menudo el espíritu del hombre, y otros que conquistan a los creyentes más con los halagos que con las amenazas».

También las celebraciones litúrgicas, alimentadas con las explicaciones catequéticas del Obispo y animadas por su gran talento poético, se convertían en momento comunitario de una validísima formación y de testimonio incisivo. Basta pensar en los himnos que compuso y rezó él mismo en las largas horas de vigilia durante el asedio de las iglesias: «Dicen que el pueblo se ha quedado encantado con el hechizo de mis himnos», rebatía a los arrianos que lo acusaban. «Es exactamente así; no lo niego. Se trata de un gran hechizo: el más fuerte de todos, pues ¿hay algo más fuerte que confesar a la Trinidad, ensalzada cada día por el pueblo entero? Todos se esfuerzan por proclamar su fe; todos han aprendido a alabar en verso al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Así se han convertido en maestros todos los que a duras penas podían ser discípulos».

11. Ambrosio, pastor sumamente activo, fue ciertamente hombre de intenso recogimiento y de profunda contemplación. Era capaz de tener gran concentración; por eso, sus lecturas pudieron prepararlo al ministerio en tan poco tiempo y entre tantas actividades. Amaba el silencio; y Agustín, que lo encontró absorto en su estudio, no se atrevió ni siquiera a hablarle: «¿Quién hubiera osado distraerlo en su concentración?». De ese recogimiento nacía su penetración de las Escrituras y la explicación que de ellas hacía en sus homilías y comentarios.

De allí brotaba también la profunda espiritualidad del Obispo. Su biógrafo Paulino subrayaba su ascesis: «Era hombre de gran abstinencia y de muchas vigilias y fatigas; castigaba su cuerpo con ayuno diario (...) y dedicaba largas horas a la oración, de noche y de día». En el centro de su espiritualidad estaba Cristo, buscado y amado con gran intensidad. A él volvía continuamente en su enseñanza. El ejemplo de Cristo constituía también el modelo de la caridad que proponía a los fieles y testimoniaba personalmente acogiendo «a muchísima gente angustiada, a la que ayudaba», como nos recuerda Agustín.

12. Faltaría un elemento característico en este breve retrato del hombre y del Obispo si no repasáramos al menos su relación con la autoridad civil. Se hallaba aún vivo el recuerdo de las intromisiones en la vida y en la doctrina de la Iglesia realizadas en los decenios anteriores por los emperadores cristianos, que a veces habían apoyado la herejía arriana y, en todo caso, habían creado graves inconvenientes y divisiones en la comunidad de los creyentes. Cuando fue elegido obispo, Ambrosio confirmó en muchas situaciones su gran lealtad para con el Estado, pero también sintió el deber de promover una relación más correcta entre la Iglesia y el Imperio, exigiendo en primer lugar una precisa autonomía en su propio ámbito. De este modo no sólo defendía los derechos de libertad de la Iglesia, sino que también ponía un dique al absolutismo ilimitado de la autoridad imperial, favoreciendo así el renacimiento de las antiguas libertades civiles, en la línea de la mejor tradición ariala.

Era un camino difícil de recorrer y completamente nuevo. Y Ambrosio debió precisar cada vez mejor sus modalidades y su estilo. Aunque logró conjugar firmeza y equilibrio en las intervenciones que mencionamos antes ­es decir en la cuestión del altar de la Victoria y cuando se le exigió una basílica para los arrianos-, resultó inadecuado su juicio en el asunto de Calínico, cuando el año 388, fue destruida la sinagoga de esa lejana localidad situada en la ribera del Éufrates. En efecto, considerando que el emperador cristiano no debía castigar a los culpables y ni siquiera obligarles a pagar los daños producidos, iba más allá de la reivindicación de la libertad eclesial, perjudicando el derecho ajeno a la libertad y a la justicia.

Por el contrario, fue admirable su actitud con respecto al mismo Teodosio, dos años más tarde, después de la matanza de Tesalónica, ordenada para vengar la muerte de un oficial del ejército. Al emperador, que se había manchado con una culpa tan grave, el Obispo le señaló, con tacto y firmeza, la necesidad de someterse a penitencia; y Teodosio, aceptando la invitación, «lloró públicamente en la iglesia su pecado» y «con gemidos y lágrimas invocó el perdón». En este célebre episodio Ambrosio supo encarnar en gran medida la autoridad moral de la Iglesia, apelando a la conciencia del extraviado, sin importarle su poder, y erigiéndose en vengador de la sangre injusta y cruelmente derramada.

13. Verdaderamente fue grande la figura de este santo obispo y extraordinariamente eficaz la obra que realizó en favor de la Iglesia y de la sociedad de su tiempo. Ojalá que su ejemplo de hombre, de sacerdote y de pastor, dé nuevo impulso a la toma de conciencia que todos los fieles de nuestro tiempo ­obispos, presbíteros, almas consagradas y laicos cristianos- necesitan para inspirar su vida en el Evangelio y transformarse en apóstoles cada vez más celosos, en los umbrales del tercer milenio cristiano.

 

II. «La mirada fija en la palabra de Dios»

14. Junto con Jerónimo, Agustín y Gregorio Magno, el santo obispo de Milán es uno de los cuatro doctores a los que la Iglesia latina rinde particular veneración. Por ello, deseo prestar atención especial a este aspecto de su personalidad, considerándolo en la perspectiva del próximo jubileo.

Una primera indicación nos la brinda el papel que desempeñó en la vida de Ambrosio la palabra de Dios. «Para conocer la verdadera identidad de Cristo ­escribí en la carta apostólica Tertio millennio adveniente­, es necesario que los cristianos (...) vuelvan con renovado interés a la sagrada Escritura». Ambrosio puede ser nuestro maestro y nuestro guía, pues fue un magnífico exégeta de la Biblia, que tomaba constantemente como objeto de su catequesis. Todas sus obras son una explicación de los Libros inspirados.

El santo obispo dedicó una entera Expositio al evangelio según san Lucas y en muchos de sus escritos, sobre todo en algunas cartas, suele comentar el epistolario paulino, presentando nuevamente con viva participación el pensamiento del Apóstol. Pero es sobre todo en los libros del Antiguo Testamento donde se detiene con especial predilección. En ellos encuentra una larga y ardiente preparación para la venida de Cristo, como una «sombra» que, de modo aún imperfecto pero ya sabiamente trazado, anticipa el anuncio de la revelación plena del Evangelio.

Leyendo en profundidad las páginas bíblicas tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, en la línea de la concorde tradición patrística, Ambrosio invita a captar, por encima del sentido literal, un sentido moral, que ilumina la conducta, y un sentido alegórico-místico, que permite descubrir en las imágenes y en los episodios narrados el misterio de Cristo y de la Iglesia. Así, en particular, muchos personajes del Antiguo Testamento se presentan como «tipos» y anticipaciones de la figura de Cristo. Leer las Escrituras es leer a Cristo. Por eso, Ambrosio recomienda encarecidamente la lectura integral de la Escritura: «Bebe, por tanto, ambos cálices, el del Antiguo y el del Nuevo Testamento, porque en ambos bebes a Cristo. Bebes a Cristo, que es la vid; bebes a Cristo, que es la piedra de donde brotó el agua; bebes a Cristo, que es el manantial de la vida; bebes a Cristo, que es el río cuya corriente fecunda la ciudad de Dios; bebes a Cristo, que es la paz».

15. Ambrosio sabe que el conocimiento de las Escrituras no es fácil. En el Antiguo Testamento hay páginas oscuras, que sólo reciben plena luz en el Nuevo. Cristo es su clave, su revelador: «Es grande la oscuridad de las Escrituras proféticas. Pero si llamaras con la mano de tu espíritu a la puerta de las Escrituras, y si examinaras con escrupulosidad lo que hay allí oculto, poco a poco comenzarías a captar el sentido de las palabras, y quien te abriría no sería otro hombre, sino el Verbo de Dios (...), porque sólo el Señor Jesús en su Evangelio desgarró el velo de los enigmas proféticos y de los misterios de la Ley; sólo él nos ha dado la llave del saber y nos ha brindado la posibilidad de abrir».

La Escritura es un «mar, que encierra en sí sentidos profundos y abismos de enigmas proféticos: en este mar han desembocado muchísimos ríos». Por su carácter de palabra viva y a la vez compleja, la Escritura no se puede leer con superficialidad. Abre sus tesoros a quien se acerca a ella con espíritu realmente sediento de luz, siguiendo el ejemplo de aquel cuya oración recoge el Salmo 118: «Se consumen mis ojos siguiendo tu Palabra» (v. 82). Como la joven esposa -comenta Ambrosio con una imagen muy viva- corre al puerto para escrutar cualquier nave que pueda traerle a su esposo, así el salmista «abandonaba todas las preocupaciones de este tiempo y, como vigía siempre alerta, tenía fija la mirada de los ojos interiores en la palabra de Dios». El mismo obispo personificaba a ese creyente que tenía tan gran anhelo, e impulsaba a sus fieles a hacer lo mismo.

También les pedía que «rumiaran» la Palabra, porque es alimento sustancioso, al que se debe volver muchas veces con paciencia y constancia, en una meditación continua: sólo así podrá comunicarnos las inagotables sustancias nutritivas que encierra. «Proporcionemos a nuestra mente este alimento para que, triturado y masticado mediante una larga meditación, dé fuerza al corazón del hombre, como el maná celestial: alimento que no hemos recibido ya triturado y masticado, sin esfuerzo de nuestra parte. Por eso es necesario triturar y masticar las palabras de las Escrituras celestiales, esforzándonos con toda el alma y con todo el corazón para lograr que la sustancia de ese alimento espiritual se derrame por todas las venas del alma». Asimismo, les decía: «Reflexiona, por tanto, todo el día en la Ley (...). Toma como consejeros a Moisés, Isaías, Jeremías, Pedro, Pablo, Juan, e incluso al excelso consejero Jesús, si quieres llegar al Padre. Con ellos debes tratar; con ellos debes confrontarte todo el día; debes reflexionar todo el día».

16. Ambrosio explica constantemente a sus fieles las Escrituras proclamadas en la liturgia. Las usa como inspiración y fundamento de toda su predicación y de sus escritos: de sus comentarios bíblicos, de sus cartas, de sus discursos en funerales, de sus tratados sobre temas sociales y de sus obras de contenido netamente espiritual. Su estilo está salpicado de imágenes y expresiones bíblicas. Se podría decir que no sólo él habla de la Biblia, sino que también habla la Biblia, como transformada en la sustancia íntima de su pensamiento y de su palabra. Así, los Textos sagrados alimentan a los oyentes, que se convierten en conocedores cada vez más competentes. La Iglesia guiada por Ambrosio se nos presenta realmente formada y plasmada por la palabra de Dios.

Deseo vivamente que su ejemplo impulse a poner la Biblia cada vez más en el centro de la vida cristiana y a leerla con la fe y la profundidad, de las que el Obispo de Milán fue eximio modelo y seguro maestro.

 

III. «Cristo es todo para nosotros»

17. El Año santo ambrosiano coincide con el período que, en el itinerario de preparación para el jubileo, «se dedicará a la reflexión sobre Cristo, Verbo del Padre, hecho hombre por obra del Espíritu Santo. Es necesario destacar el carácter claramente cristológico del jubileo, que celebrará la encarnación y la venida al mundo del Hijo de Dios, misterio de salvación para todo el género humano».

En la línea del concilio de Nicea, cuyo enérgico defensor fue, san Ambrosio ha sido reconocido maestro de la doctrina cristológica y trinitaria. La enseñanza del Obispo de Milán tiene en Cristo su centro unificador; de él recibe su esplendor teológico y su fuerza de atracción para la vida espiritual. Por eso, recorrer sus puntos más destacados cobra un significado particular también para la preparación al milenio que viene.

18. En muchos de sus escritos, a partir de la trilogía De fide, De Spiritu Sancto y De incarnationis dominicae sacramento, Ambrosio expone su doctrina sobre la Trinidad, acerca de la cual propone lúcidas consideraciones, que servirán de modelo en el desarrollo ulterior de la teología trinitaria en Occidente, pero sin olvidar que el misterio de Dios supera siempre nuestra comprensión y nuestras afirmaciones. «Hemos aprendido que existe una distinción entre "el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo" (Mt 28, 19), no una confusión; una distinción, no una separación; una distinción, no una pluralidad; (...) por divino y admirable misterio, el Padre subsiste siempre, siempre subsiste el Hijo y también el Espíritu Santo subsiste siempre (...). Conocemos su distinción, pero ignoramos sus secretos; no investigamos las causas; veneramos los misterios».

Con respecto al Hijo, Ambrosio recuerda que «está siempre con el Padre, siempre en el Padre»; es engendrado por el Padre, fuente del ser: «Estos signos caracterizan al Hijo de Dios, de modo que de ellos deduces que el Padre es eterno, y también que el Hijo no es diferente de él, del Padre procede el Hijo; de Dios procede el Verbo; reflejo de su gloria, huella de su sustancia, espejo de la majestad de Dios, imagen de su bondad; sabiduría que proviene de aquel que es sabio; fuerza que proviene de aquel que es fuerte; verdad que proviene de aquel que es la verdad; vida que proviene de aquel que vive».

Cristo viene al mundo para revelar al Padre: «Es el eterno esplendor del alma, que el Padre envió a la tierra precisamente para darnos la posibilidad de contemplar, a la luz de su rostro, las realidades eternas y celestiales, que antes no podíamos ver a causa de la niebla que nos envolvía».

19. San Ambrosio tiene una visión unitaria del plan divino de la salvación: anunciado por Dios en la antigua alianza, se realizó en la nueva con la venida de Cristo, que reveló al mundo el rostro del Padre y la luz de la Trinidad. Más aún Cristo Redentor está ya significado veladamente en la obra misma de la creación, en el descanso que Dios se concede después de haber creado al hombre. «En ese momento -observa san Ambrosio­ Dios descansó, pues ya tenía un ser a quien perdonar los pecados. O quizá ya entonces se anunció el misterio de la futura pasión del Señor, con el que se reveló que Cristo descansaría en el hombre, él que se predestinaba a sí mismo un cuerpo humano para la redención del hombre». El descanso de Dios anticipaba el de Cristo en la cruz, con su muerte redentora, y la pasión del Señor venía así a situarse desde el inicio en un proyecto de misericordia universal, como el sentido y el fin de la creación misma.

20. Del misterio de la Encarnación y de la Redención habla Ambrosio con el ardor de una persona que ha sido literalmente conquistada por Cristo y lo ve todo a su luz. La reflexión que hace brota de la contemplación afectuosa y que, a menudo, se manifiesta en oraciones, auténticas elevaciones del alma en medio de tratados profundos: el Salvador vino al mundo «por mí», «por nosotros», son expresiones que se repiten con frecuencia en sus obras.

Anunciado, de alguna manera, en todos los libros del Antiguo Testamento, el Verbo desciende del seno del Padre y cumple su misión en etapas sucesivas, que el Obispo, inspirándose en el Cantar de los cantares, compara con los saltos de un ciervo, impulsado por el amor a la humanidad y a la Iglesia. Con la Encarnación, el Verbo toma «el aspecto de siervo, es decir, la plenitud de la perfección humana»; y asume en sí, en su carne, toda la humanidad, confiriéndole un privilegio que no tienen ni siquiera los ángeles.

Si en la Encarnación Cristo se unió a nosotros con vínculos de amor, en su pasión, sufrida por la redención del mundo, ese amor brilló en medio de los contrastes más profundos de humillación -exaltación del Crucificado; su ultraje borró los ultrajes de todos; las lágrimas que derramó en la cruz nos lavaron. La Redención de Cristo es universal: «En el Redentor de todos no entraba sólo un hombre, sino todo el mundo»; «él se humilló, para que tú fueras exaltado».

21. De aquí brotan en las obras de san Ambrosio todas las definiciones y apelativos del Redentor, que nos lo describen en su grandeza y benevolencia. Cristo se hizo todo a todos ; él es la plenitud y la amplitud; es el fin de la Ley; el fundamento de todas las cosas y la cabeza de la Iglesia, la fuente de la vida; «su muerte es vida, su sepultura es vida, su resurrección es vida de todos». Él es «la expiación universal, el rescate universal», el rey y mediador, el sol de justicia, luz, fuego, camino, alegría, el único en quien podemos gloriarnos a pesar de nuestros pecados; se hizo pobre por nosotros, humilde para enseñarnos la humildad, compañero nuestro; es bueno, más aún, es la bondad misma: «Que este "bien" venga a nuestra alma, a lo más íntimo de nuestra mente (...). Él es nuestro tesoro; él es nuestro camino; él es nuestra sabiduría, nuestra justicia, nuestro pastor y el buen pastor; él es nuestra vida. Contempla cuántos bienes se hallan encerrados en este único bien».

22. Al presentar la figura de Cristo, el obispo Ambrosio anticipa las estupendas temáticas que afrontarían en los siglos sucesivos los grandes Concilios cristológicos; y con magistral síntesis nos habla del único Cristo Señor, en sus dos naturalezas: divina y humana. He aquí un ejemplo entre muchos, tomado del segundo libro del De fide: «Mantenemos la distinción entre la naturaleza divina y la carne. En ambas habla el único Hijo de Dios, pues en el mismo se encuentran ambas naturalezas; aunque sea él quien habla, no habla siempre del mismo modo. Contempla en él unas veces la gloria de Dios; otras, las pasiones del hombre. En cuanto Dios, dice las cosas que son de Dios, pues es el Verbo; en cuanto hombre, dice las cosas que son del hombre, pues habla en mi sustancia»

. Por ser tan completo y preciso, este pasaje fue citado en las actas de los concilios de Éfeso (431) y Calcedonia (451) así como en el Sínodo lateranense del año 649. Pero numerosos textos del Obispo de Milán fueron citados y meditados en aquellos tiempos, desde el De incarnationis dominicae sacramento, traducido al griego ya pocas décadas después de la muerte de Ambrosio, hasta los largos extractos de la Expositio evangelii secundum Lucam, leídos y traducidos durante el tercer concilio de Constantinopla, en el año 681.

Así, la palabra de Ambrosio, apasionado por Cristo Señor, entraba a sostener y vivificar las grandes definiciones cristológicas de la Iglesia antigua.

 

IV. «La sobria embriaguez del Espíritu»

23. Por encima de su rica aportación doctrinal, Ambrosio fue sobre todo pastor y guía espiritual. Sus orientaciones de vida nos ayudan también a caminar con más soltura hacia el objetivo que he señalado como prioritario en la celebración del primer año de preparación para el tercer milenio: el fortalecimiento de la fe y del testimonio de los cristianos. Al respecto escribí: «Es necesario suscitar en cada fiel un verdadero anhelo de santidad, un fuerte deseo de conversión y de renovación personal en un clima de oración cada vez más intensa y de solidaria acogida del prójimo».

En función de este exigente ideal de perfección, al que todos estamos llamados, deseo detenerme ahora específicamente a reflexionar sobre la enseñanza espiritual del Obispo de Milán.

24. Para ilustrar el camino espiritual propuesto a la Iglesia y a cada cristiano, san Ambrosio recurre a las ricas imágenes que nos brinda el Cantar de los cantares: en el amor de los dos esposos ve representado tanto el matrimonio de Cristo con la Iglesia como la unión del alma con Dios. Dos escritos dedicó, en particular, a este tema: la amplia Expositio psalmi CXVIII y el breve tratado De Isaac vel anima. En el primero, comentando en íntima relación el Salmo 118, con su prolongada meditación sobre la Ley de Dios, y amplios pasajes del Cantar de los cantares, el Obispo enseña que la mística de la unión esponsal con Dios debe ser preparada por la disciplina de una vida virtuosa y que, al mismo tiempo, el compromiso moral del cristiano no es algo cerrado en sí mismo, sino que tiene como finalidad el encuentro místico con Dios.

Por esto, recorriendo en el De Isaac las etapas del crecimiento espiritual, Ambrosio pone de relieve la necesidad de un largo y arduo camino de ascesis y purificación, recomendado, por lo demás, incesantemente en todos sus escritos. Asimismo, señala que el progresar de etapa en etapa se orienta a ese encuentro con el Esposo divino, en el que el alma experimenta la plenitud del conocimiento y de la unión en el amor. Es entonces cuando la esposa del Cantar, llevando al amado a su casa (cf. Ct 8, 2), «acoge en su casa al Verbo para que él le enseñe»; y, subiendo apoyada en él (cf. Ct 8, 5), experimenta una intimidad total con el Verbo divino: «Ella -comenta el santo Obispo­ o se recostaba en Cristo o se apoyaba en él o ciertamente, dado que estamos hablando de bodas, había sido entregada ya a la diestra de Cristo y era llevada por el esposo al tálamo».

25. Quien se ha unido a Cristo, como la esposa al esposo, es consciente de la presencia de Dios en su alma, toma de él la fuerza para buscarlo y entrar en comunión con él. Nunca está solo, porque vive con él. En efecto, Cristo tiene sed de nosotros que, hechos para él y para Dios Trinidad, estamos llamados a llegar a ser uno con él, mediante su inhabitación en nosotros: «Que entre en tu alma Cristo; que ponga su morada en tus pensamientos Jesús, para cerrar todo espacio al pecado en la tienda sagrada de la virtud».

Así se va desarrollando una relación cada vez más profunda con Cristo: partiendo de la ascesis, condición imprescindible para llegar a la intimidad con él, es preciso desear a Cristo, imitarlo, meditar en su persona y sus ejemplos, orar continuamente a él, buscarlo siempre, hablar de él, obedecerle en todo, ofrecerle nuestros sufrimientos y nuestras pruebas, encontrando en él consuelo y apoyo.

Pero incluso buscándolo, no podremos nada por nosotros mismos, porque únicamente Cristo es el mediador, el guía, el camino. «Cristo es todo para nosotros» y por tanto: «si quieres curar una herida, él es médico; si ardes de fiebre, es manantial; si estás agobiado por la iniquidad, es justicia; si tienes necesidad de ayuda, es fuerza; si temes la muerte, es vida; si deseas el cielo, es camino; si huyes de las tinieblas es luz; si buscas alimento, es comida». Nuestra vida debe desembocar en el encuentro con Cristo: «Iremos a donde el Señor Jesús ha preparado las moradas para sus pobres servidores, a fin de estar también nosotros donde se encuentra él: esto es lo que él ha querido». Por eso, con san Ambrosio, podemos invocar: «Te seguimos, Señor Jesús, pero llámanos para que te sigamos; sin ti nadie podrá subir, pues tú eres el camino, la verdad, la vida, la posibilidad, la fe y el premio. Acoge a los tuyos, pues eres el camino; confírmalos, pues eres la verdad; vivifícalos, pues eres la vida».

26. San Ambrosio subraya con claridad que ese camino se propone a cada fiel y a la comunidad eclesial en su conjunto. La meta, aunque sea tan elevada, no está reservada sólo a unos cuantos elegidos; todos los discípulos de Jesús la pueden alcanzar escuchando la palabra de Dios, participando con fruto en los sacramentos y cumpliendo los mandamientos. Estos son los ejes de la vida espiritual, mediante los cuales se entabla la íntima comunión con Dios, que colma de gracia la vida del creyente.

Por eso, las homilías del Obispo rebosan de conclusiones morales, presentadas a los oyentes con pasión, incisividad e intensa fuerza persuasiva. Se dedica personalmente a la predicación a los que se preparan para los sacramentos de la iniciación cristiana. Les explica el valor del bautismo, mostrándoles el vínculo profundo que tiene con la muerte y resurrección de Cristo y, a la vez, recordándoles el compromiso moral que de él deriva: «Como Cristo murió, así también tú gustas la muerte; como Cristo murió al pecado y vive para Dios, así también tú, mediante el sacramento del bautismo, debes estar muerto a los anteriores halagos de los pecados y resucitado mediante la gracia de Cristo. Es una muerte, pero no en la realidad de una muerte física, sino en un símbolo. Cuando te sumerges en la fuente, asumes la semejanza de su muerte y de su sepultura, recibes el sacramento de su cruz, porque Cristo fue colgado en cruz y su cuerpo fue traspasado por los clavos. Tú estás crucificado con él, estás unido a los clavos de nuestro Señor Jesucristo, para que el diablo no te pueda arrancar de él. Que, cuando la debilidad de la naturaleza humana quiera alejarte de él, te mantenga el clavo de Cristo».

27. La profundización de la doctrina de san Ambrosio sobre el bautismo se inserta muy bien en el «esfuerzo de actualización sacramental» que, en el camino hacia el jubileo, deberá distinguir también el año 1997, insistiendo precisamente en el «descubrimiento del bautismo como fundamento de la existencia cristiana». Pero no menos fecunda resultará la riquísima doctrina sobre la Eucaristía: es cuerpo de Cristo, hecho realmente presente por la palabra eficaz del sacramento, la misma Palabra divina que con poder creó las cosas al inicio del mundo. «Después de la consagración te digo que ya está el cuerpo de Cristo. Él habló, y se hizo; él ordenó, y fue creado». La Eucaristía es sustento diario del cristiano, que cada día se une así al sacrificio de la salvación: «Recibe diariamente lo que cada día te hace falta. Vive de tal manera que seas digno de recibirlo a diario (...). Escuchas repetir que cada vez que se ofrece el sacrificio, se anuncia la muerte del Señor, la resurrección del Señor, la ascensión del Señor y el perdón de los pecados, y a pesar de ello ¿no recibes cada día este pan de vida?».

28. En el himno Splendor paternae gloriae Ambrosio invita a cantar: «Cristo sea nuestro alimento; nuestra bebida sea la fe; alegres bebamos la sobria embriaguez del Espíritu». En el De sacramentis, casi comentando las palabras de ese himno, el Obispo invita a gustar el pan eucarístico, en el que «no hay amargura, sino toda dulzura», y el vino, que produce una alegría que «no se puede contaminar con la mancha de ningún pecado». En efecto, cada vez que bebemos el cáliz de Cristo, recibimos el perdón de los pecados y nos embriagamos del Espíritu: «Quien se embriaga con vino, vacila y duda al caminar; quien se embriaga del Espíritu, está arraigado en Cristo. Por eso, se trata de una magnifica borrachera, dado que produce la sobriedad de la mente». Al parecer con la expresión «sobria embriaguez del Espíritu», Ambrosio quiere sintetizar su concepción de la vida espiritual. Así nos ayuda a comprender que esa embriaguez es gozo y plenitud de comunión con Cristo; nos enseña, además, que no se manifiesta con una exaltación exagerada y entusiasta, sino que más bien exige una sobriedad activa; y, sobre todo, recuerda que es un don del Espíritu de Dios. Los que acuden diligentemente a beber de las sagradas Escrituras, reciben esta embriaguez que «consolida los pasos de una mente sobria» y que «riega el terreno de la vida eterna que nos ha sido dado».

La vida espiritual que el Pastor de Milán enseña a sus fieles es, a la vez, exigente y atractiva, concreta e inmersa en el misterio. También para la Iglesia de hoy deseo que resuene esa invitación fuerte y comprometedora.

 

V. Al servicio de la unidad

29. El exigente camino espiritual trazado por Ambrosio lleva al creyente a una comunión con Cristo cada vez mayor. Por lo demás, esa comunión no puede menos de expresarse también en una comunión de alma y de corazón (cf. Hch 4, 32) con los hermanos en la fe. El Obispo de Milán lo sabe y lo atestigua en sus escritos. Se trata de un aspecto de su enseñanza muy estimulante para cuantos están comprometidos en el campo del ecumenismo. ¿Cómo olvidar que Ambrosio, venerado tanto en Occidente como en Oriente, es uno de los grandes Padres de la Iglesia aún indivisa? Ciertamente, también en su tiempo, como hemos visto, había contrastes incluso grandes y dolorosos, debidos a errores doctrinales y a otros muchos factores. Pero, al mismo tiempo, era fuerte la necesidad de volver a la comunión de fe y de vida eclesial. El testimonio de Ambrosio, considerado en esta perspectiva, puede dar una contribución notable a la causa de la unidad. Por lo demás, también en esto su conmemoración coincide con uno de los objetivos principales del camino hacia el jubileo del año 2000.

En efecto, el valor ecuménico de su personalidad presenta varios aspectos dignos de consideración. Basta pensar, por lo que respecta a la dimensión más estrictamente doctrinal, en las nítidas formulaciones cristológicas del Pastor de Milán, traducidas y apreciadas también en el ámbito griego y en los concilios de los siglos V y VII, y que explican la estima de que Ambrosio goza aún hoy entre nuestros hermanos de Oriente. Incluso su grandiosa figura de obispo de la ciudad imperial, en actitud leal pero nunca servil ante los poderosos, explica la atención que la historiografía bizantina le ha prestado y que, junto con la estima por sus enseñanzas, ha favorecido la permanencia de su culto en las Iglesias del Oriente cristiano, hasta nuestros días.

No olvidemos tampoco que en el ámbito de la Reforma protestante se ha seguido mirando con admiración los escritos del Obispo de Milán, reconociendo en él un maestro dotado de la gracia de la enseñanza y de gran cultura.

30. Pero hay más: Ambrosio dejó una clara enseñanza sobre las relaciones que la Iglesia debe mantener en el diálogo con los no cristianos. Es esclarecedora al respecto la exhortación que dirige a sus fieles recomendándoles que «no rehuyan el trato de los que se han separado de nuestra fe y de la comunión con nosotros, porque también los paganos, una vez convertidos, pueden llegar a ser defensores de la fe».

Un interesante tratado de los diversos aspectos del problema se encuentra en la Expositio evangelii secundum Lucam, donde se presenta una clara síntesis de los métodos de evangelización de su tiempo en relación con los paganos, los judíos y los catecúmenos.

A estos criterios se atenía el Obispo de Milán en su catequesis, que ejercía sobre los oyentes una singular fuerza de atracción. Muchos la experimentaron. La lejana Fritigil, reina de los Marcomanos, atraída por su fama, le escribió que quería ser instruida por él en la religión católica, y recibió como respuesta una «espléndida carta en forma de catecismo».

Aunque nuestros tiempos sean diferentes, su ejemplo puede aún suscitar interés y atraer a personalidades preocupadas por el futuro de la humanidad, incluso fuera de las Iglesias y denominaciones cristianas, por el prestigio de cultura sagrada y profana, de amor al hombre, de firmeza contra las injusticias y las opresiones, de coherencia granítica en la doctrina y en la praxis que, aún en vida, le granjearon un reconocimiento general.

 

VI. «En cada uno esté el alma de María»

31. En la perspectiva de la preparación para el jubileo, he sugerido que en el año 1997 se contemple también el misterio de la maternidad divina de María, ya que «la afirmación de la centralidad de Cristo no puede separarse del reconocimiento del papel desempeñado por su santísima Madre». Ambrosio fue un refinado teólogo y cantor inagotable de María.

Ofreció un retrato atento, afectuoso y detallado, describiendo sus virtudes morales, su vida interior, su dedicación continua al trabajo y a la oración. A pesar de la sobriedad del estilo, se trasparenta su cálida devoción a la Virgen, Madre de Cristo, imagen de la Iglesia y modelo de vida para los cristianos. Contemplándola en el júbilo del Magnificat, el santo Obispo de Milán exclama: «Que en cada uno esté el alma de María para glorificar al Señor; en cada uno esté el espíritu de María para exultar en Dios».

32. María, como enseña Ambrosio, está completamente implicada en la historia de la salvación, como Madre y Virgen. Si Cristo es el perfume eterno del Padre, «con él fue rociada María y, permaneciendo virgen, concibió; siendo virgen, engendró el buen olor: el Hijo de Dios». Unida a Cristo, cuando el Hijo, ofreciéndose por amor, «colgado del tronco (...) difundía el perfume de la redención del mundo», también María compartía esa efusión de amor: «Ante la cruz estaba en pie la Madre, y mientras los hombres huían, ella permanecía intrépida (...). Contemplaba con ojos de piedad las heridas de su Hijo, pues sabía que por él llegaría a todos la redención (...). El Hijo pendía de la cruz y la Madre se ofrecía a los perseguidores (...). Sabiendo que su Hijo moría por el bien de todos, ella estaba pronta, en el caso de que también con su muerte hubiera podido añadir algo al bien de todos. Pero la pasión de Cristo no tuvo necesidad de su ayuda». La actitud de María es la de una mujer fuerte y generosa, consciente del papel que se le encomendó en la historia de la salvación, dispuesta a cumplir su misión hasta la ofrenda de su vida. Pero el Obispo de Milán, que tanto la celebra y la ama, en ningún momento olvida que está totalmente subordinada y en función de Cristo, único Salvador.

33. Amadísimo y venerado hermano, a María santísima, a cuyo bendito nacimiento está dedicada esa catedral, me complace encomendar el éxito del Año santo ambrosiano, que la ilustre Iglesia de Milán se prepara a celebrar. Espero que sea para los fieles un intenso período de progreso interior en la fe, en la esperanza y en la caridad, siguiendo las huellas de su santo Obispo y patrono, contribuyendo así a hacer que la vida de cada uno dé abundantes frutos de testimonio cristiano. A ese fin se orientan también los favores espirituales especiales que enriquecen su celebración y que los fieles podrán conseguir con determinadas condiciones, abriendo su corazón a la gracia del Señor.

Quisiera concluir esta carta con las mismas palabras que el Santo escribió a la Iglesia de Vercelli: «Convertíos todos al Señor Jesús. Esté en vosotros la alegría de esta vida con una conciencia sin remordimientos, la aceptación de la muerte con la esperanza de la inmortalidad, la certeza de la resurrección con la gracia de Cristo, la verdad con la sencillez, la fe con la confianza, el desinterés con la santidad, la actividad con la sobriedad, la vida entre los demás con la modestia, la cultura sin vanidad, la sobriedad de una doctrina fiel sin el aturdimiento de la herejía».

Con estos deseos le imparto complacido a usted, venerado hermano, a los obispos sus colaboradores, a los sacerdotes y a los diáconos, a las personas consagradas, así como a todos los fieles laicos de esa arquidiócesis, que toma el nombre de su patrón, una bendición apostólica especial, propiciadora de toda anhelada gracia celestial.

Vaticano, 1 de diciembre de 1996.

Joannes Paulus pp. II (clerus.org)

 

 

 


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