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«Jesús comenzó a predicar»: I Meditación de Cuaresma al Papa y a la Curia

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Cuaresma 2008 en la Casa Pontificia
Primera Predicación
«Jesús comenzó a predicar 
La Palabra de Dios en la vida de Cristo»
P. Raniero Cantalamessa O.F.M. Cap

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Lectio Divina

 


"JESÚS COMENZÓ A PREDICAR"

La Palabra de Dios en la vida de Cristo


A la vista del Sínodo de los obispos del próximo octubre, he pensado dedicar la predicación cuaresmal de este año al tema de la Palabra de Dios. Meditaremos sucesivamente sobre el anuncio del evangelio en la vida de Cristo, esto es, sobre el Jesús «que predica», sobre el anuncio en la misión de la Iglesia, o sea, sobre el Cristo «predicado», sobre la Palabra de Dios como medio de santificación personal, la lectio divina, y sobre la relación entre el Espíritu y la Palabra, en la práctica, la lectura espiritual de la Biblia. 

Empezamos esta predicación el día en que la Iglesia celebra la festividad de la Cátedra de san Pedro, y esto no carece de significado en nuestro tema. Nos ofrece ante todo la ocasión de rendir el homenaje de nuestro afecto y devoción a quien ocupa hoy la sede petrina, el Santo Padre Benedicto XVI. Nos recuerda también aquello que el propio apóstol Pedro escribe en su Segunda Carta, esto es, que «ninguna profecía de la Escritura puede interpretarse por cuenta propia» (2 P 1,20) y que por ello toda interpretación de la Palabra de Dios debe conmensurarse con la tradición viva de la Iglesia, cuya interpretación auténtica está confiada al magisterio apostólico y, de manera singular, al magisterio petrino. 

Es bello, en una circunstancia como ésta y en el contexto del actual diálogo ecuménico, recordar un conocido texto de san Ireneo: «Dado que sería demasiado extenso enumerar las sucesiones de todas las Iglesias, tomaremos la Iglesia grandísima y antiquísima y de todos conocida, la Iglesia fundada y establecida en Roma por los gloriosísimos apóstoles Pedro y Pablo... Con esta Iglesia, en razón de su origen más excelente (propter potentiorem principalitatem), debe necesariamente estar de acuerdo toda Iglesia, esto es, los fieles que proceden de toda parte -aquella en la que para todos los hombres siempre se ha conservado la Tradición que viene de los apóstoles» [1].

Con este espíritu, no sin temor y temblor, me preparo a presentar mis reflexiones sobre el tema vital de la Palabra de Dios, en presencia del sucesor de Pedro, obispo de la Iglesia de Roma. 

1. La predicación en la vida de Jesús

Después del relato el bautismo de Jesús, el evangelista Marcos prosigue su narración diciendo: «Marchó Jesús a Galilea y proclamaba el Evangelio de Dios: "El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertios y creed en el Evangelio"» (Mc 1, 14 s.). Mateo escribe más brevemente: «Desde entonces comenzó Jesús a predicar y a decir: "Convertios, porque el Reino de los Cielos ha llegado"» (Mt 4, 17). Con estas palabras empieza el «Evangelio», entendido como la buena noticia «de» Jesús -esto es, traída por Jesús y de la que Él es el sujeto--, diferente de la buena noticia «sobre» Jesús de la sucesiva predicación apostólica, en la que Jesús es el objeto. 

Se trata de un evento que ocupa un lugar bien preciso en el tiempo y en el espacio: sucede «en Galilea», «después de que Juan fue arrestado». El verbo empleado por los evangelistas, «comenzó a predicar», pone fuertemente de relieve que se trata de un «inicio», de algo nuevo no sólo en la vida de Jesús, sino en la historia misma de la salvación. La Carta a los Hebreos expresa así la novedad: «Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo» (Hb 1,1-2). Comienza un tiempo particular de salvación, un kairos nuevo, que se extiende durante cerca de dos años y medio (desde el otoño del año 27 hasta la primavera del año 30 d.C.).

Jesús atribuía a esta actividad suya tal importancia como para decir que había sido enviado por el Padre y consagrado con la unción del Espíritu precisamente para esto, o sea, «para anunciar a los pobres la Buena Nueva» (Lc 4, 18). En una ocasión, cuando algunos querían entretenerle, pide a los apóstoles partir, diciéndoles: «Vayamos a otra parte, a los pueblos vecinos, para que también allí predique, pues para eso he venido» (Mc 1,38).

La predicación forma parte de los llamados «misterios de la vida de Cristo» y es como tal que a él nos acercamos. Con la palabra «misterio» se entiende, en este contexto, un evento de la vida de Jesús portador de un significado salvífico que como tal se celebra por la Iglesia en su liturgia [2]. Si no existe una fiesta litúrgica específica de la predicación de Jesús es porque ésta se recuerda en cada liturgia de la Iglesia. La «liturgia de la Palabra» en la Misa no es sino la actualización litúrgica del Jesús que predica. Un texto del Concilio Vaticano II dice: Cristo «está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él quien habla» [3]. 

Igual que, en la historia, después de haber predicado el Reino de Dios, Jesús fue a Jerusalén a ofrecerse en sacrificio al Padre, en la liturgia, después de haber proclamado nuevamente su palabra, Jesús renueva el ofrecimiento de sí al Padre a través de la acción eucarística. Cuando al final del prefacio decimos: «Bendito el que viene en nombre del Señor: Hosanna en lo alto del Cielo», nos trasladamos idealmente a ese momento en que Jesús entra en Jerusalén para celebrar allí su Pascua; es donde termina el tiempo de la predicación y comienza el tiempo de la pasión. 

La predicación de Jesús es por lo tanto un «misterio» porque no contiene sólo la revelación de una doctrina, sino que explica el misterio mismo de la persona de Cristo; es esencial para entender tanto el precedente -el misterio de la encarnación- como el siguiente: el misterio pascual. Sin la palabra de Jesús, serían eventos mudos. Feliz intuición la de Juan Pablo II cuando introdujo la predicación del Reino entre los «misterios luminosos» que añadió a los gozosos, dolorosos y gloriosos del Rosario, junto al bautismo de Jesús, las bodas de Caná, la transfiguración y la institución de la Eucaristía. 

Lectio Divina - inclinarnos con San Juan sobre el pecho de Jesús



2. La predicación de Cristo continúa en la Iglesia

El autor de la epístola a los Hebreos escribía bastante tiempo después de la muerte de Jesús, por lo tanto mucho después de que Él hubiera dejado de hablar; sin embargo dice que Dios nos ha hablado por medio del Hijo «en estos últimos tiempos». Así que considera los días en que vive como parte de los «días de Jesús». Por eso, un poco más adelante, citando la palabra del Salmo «Si oís hoy su voz no endurezcáis vuestros corazones», la aplica a los cristianos diciendo: «¡Mirad hermanos! Que no haya en ninguno de vosotros un corazón maleado por la incredulidad que le haga apostatar de Dios vivo; antes bien exhortaos mutuamente cada día mientras dure este hoy» (Hb 3, 7s.).

Dios habla, por lo tanto, también hoy en la Iglesia, y habla «por medio del Hijo». «Dios -se lee en la Dei Verbum--, que habló en otro tiempo, habla sin intermisión con la Esposa de su amado Hijo; y el Espíritu Santo, por quien la voz del Evangelio resuena viva en la Iglesia, y por ella en el mundo, va induciendo a los creyentes en la verdad entera, y hace que la palabra de Cristo habite en ellos abundantemente» [4].

¿Pero cómo y dónde podemos oír esta «voz suya»? La revelación divina está cerrada; en cierto sentido, ya no hay más palabras de Dios. Más he aquí que descubrimos otra afinidad entre Palabra y Eucaristía. La Eucaristía está presente en toda la historia de la salvación: en el Antiguo Testamento, como figura (el cordero pascual, el sacrificio de Melquisedec, el maná), en el Nuevo Testamento, como evento (la muerte y resurrección de Cristo), en la Iglesia, como sacramento (la Misa).

El sacrificio de Cristo está consumado y concluido en la cruz; en cierto sentido, por lo tanto, ya no hay más sacrificios de Cristo; con todo, sabemos que existe todavía un sacrificio y es el único sacrificio de la Cruz que se hace presente y operante en el sacrificio eucarístico; el evento continúa en el sacramento, la historia en la liturgia. Algo análogo sucede con la palabra de Cristo: ha cesado de existir como evento, pero existe aún como sacramento. 

En la Biblia, la palabra de Dios (dabar), especialmente en la forma particular que asume en los profetas, constituye siempre un aconteciendo; es una palabra-evento, o sea, una palabra que crea una situación que lleva a cabo siempre algo nuevo en la historia. La repetida expresión: «la palabra de Yahveh se dirigió a...», podría traducirse por: «la palabra de Yahveh asumió forma concreta en...» (en Ezequiel, en Ageo, en Zacarías, etcétera).

Este tipo de palabra-evento se prolonga hasta Juan bautista; en Lucas, de hecho, leemos: «En el año quince del imperio de Tiberio César..., la palabra de Dios fue dirigida a (factum est verbum Domini super) Juan, hijo de Zacarías, en el desierto» (Lc 3, 1 ss.). Después de este momento, tal fórmula desaparece por completo de la Biblia y en su lugar surge otra: ya no «Factum est verbum Domini», sino: «Verbum caro fac­tum est»: la Palabra se hizo carne (Jn 1, 14). ¡El evento ahora es una persona! Jamás se encuentra la frase: «la palabra de Dios se dirigió a Jesús», porque Él es la Palabra. A las realizaciones provisionales de la palabra de Dios en los profetas, sucede ahora la realización plena y definitiva. 

Dándonos al Hijo -escribe san Juan de la Cruz-- Dios nos ha dicho todo de una sola vez y ya no tiene más que revelar. Dios se ha hecho, en cierto sentido, mudo, al no tener más que decir [5]. Pero hay que entenderlo bien: Dios calla en cuanto que no dice cosas nuevas respecto de las que dijo Jesús, no en el sentido de que ya no habla más; ¡Él dice siempre de nuevo lo que dijo una vez en Jesús!

3. La palabra sacramento que se oye 

Ya no hay más palabras-evento en la Iglesia, pero hay palabras-sacramento. Las palabras-sacramento son las palabras de Dios «sucedidas» una vez para siempre y recogidas en la Biblia, que vuelven a ser «realidad activa» cada vez que la Iglesia las proclama con autoridad y el Espíritu que las ha inspirado vuelve a encenderlas en el corazón de quien las escucha. «Él recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros», dice Jesús del Espíritu Santo (Jn 16,14).

Cuando se habla de la Palabra como «sacramento», se toma este término no en el sentido técnico y restringido de los «siete sacramentos», sino en el sentido más amplio por el que se habla de Cristo como el «primordial sacramento del Padre» y de la Iglesia como del «sacramento universal de salvación» [6]. Teniendo presente la definición que san Agustín da del sacramento como «una palabra que se ve» (verbum visibile) [7], se suele definir, por contraste, la palabra como «un sacramento que se oye» (sacramentum audibile).

En cada sacramento se distingue un signo visible y la realidad invisible que es la gracia. La palabra que leemos en la Biblia, en sí misma, no es más que un signo material (como el agua y el pan), un conjunto de sílabas muertas o, como mucho, una palabra del vocabulario humano como las demás; pero cuando interviene la fe y la iluminación del Espíritu Santo, a través de este signo entramos misteriosamente en contacto con la viva verdad y voluntad de Dios y oímos la voz misma de Cristo. 

«El cuerpo de Cristo -escribe Bossuet-- no está más realmente presente en el adorable sacramento de cuanto la verdad de Cristo lo está en la predicación evangélica. En el misterio de la Eucaristía las especies que veis son signos, pero lo que en ellas se encierra es el mismo cuerpo de Cristo; en la Escritura, las palabras que oís son signos, pero el pensamiento que os dan es la verdad misma del Hijo de Dios».

La sacramentalidad de la palabra de Dios se revela en el hecho de que a veces aquella actúa manifiestamente más allá de la comprensión de la persona, que puede ser limitada e imperfecta; obra casi por sí misma, ex opere operato, como se dice en teología. 

Cuando el profeta Eliseo dijo a Naamán el sirio, quien había ido a verle para que le curara de la lepra, que se lavara siete veces en el Jordán, le respondió indignado. «¿Acaso el Abaná y el Farfar, ríos de Damasco, no son mejores que todas las aguas de Israel? ¿No podría bañarme en ellos para quedar limpio?» (2 R 5, 12). Naamán tenía razón: los ríos de Siria eran, sin duda, mejores y más caudalosos; sin embargo, se curó bañándose en el Jordán y su carne quedó como la de un niño, cosa que jamás habría ocurrido si se hubiera bañado en los grandes ríos de su país. 

Así es la palabra de Dios contenida en las Escrituras. Entre la gente y también en la Iglesia ha habido y habrá libros mejores que algunos libros de la Biblia, más refinados literariamente y más edificantes religiosamente (piénsese en La imitación de Cristo), pero ninguno de ellos obra como lo hace el más modesto de los libros inspirados. Existe, en las palabras de la Escritura, algo que actúa más allá de toda explicación humana; hay una desproporción evidente entre el signo y la realidad que produce, cosa que permite pensar, precisamente, en la eficacia de los sacramentos. 

Las «aguas de Israel», que son las Escrituras divinamente inspiradas, continúan hoy curando de la lepra de los pecados; al terminar de leer el pasaje del evangelio de la Misa, la Iglesia invita al ministro a besar el libro y a decir: «Las palabras del Evangelio borren nuestros pecados» (per evangelica dicta deleantur nostra delicta). El poder sanador de la palabra de Dios se atestigua en la propia Escritura: «No los curó hierba ni emoliente alguno -se dice de Israel en el desierto--, sino tu palabra, Señor, que todo lo sana» (Sb 16,12).

La experiencia lo confirma. Oí a una persona dar el siguiente testimonio en un programa de televisión en el que participé. Se trataba de un alcohólico en fase avanzada; no aguantaba más de dos horas sin beber; la familia estaba al borde de la desesperación. Le invitaron con su esposa a un encuentro sobre la palabra de Dios. Allí alguien leyó un pasaje de la Escritura. Una frase le atravesó como una llamarada de fuego y sintió que se había sanado. Después, cada vez que le tentaba la bebida, corría a abrir la Biblia en aquel punto y sólo con releer las palabras sentía que le volvía la fortaleza, ahora que estaba del todo recuperado. Cuando quiso decir cuál era la frase, se le quebró la voz de la emoción. Era la palabra del Cantar de los cantares: «Mejor son que el vino tus amores» (Ct 1,2). Estas sencillas palabras, aparentemente ajenas a su situación, habían realizado el milagro. Un episodio similar se lee en El peregrino ruso. Pero el más célebre es el de Agustín. Al leer las palabras de Pablo a los Romanos (13, 11 ss.): «Despojémonos de las obras de las tinieblas... Como en pleno día, procedamos con decoro: nada de lujurias y desenfrenos», sintió una «luz de serenidad» que le asaltaba el corazón y comprendió que se había curado de la esclavitud de la carne [8].

4. La liturgia de la palabra 

Hay un ámbito y un momento en la vida de la Iglesia donde Jesús habla hoy de la manera más solemne y más segura, y es la liturgia de la palabra en la Misa. En los inicios de la Iglesia la liturgia de la palabra estaba separada de la liturgia eucarística. Los discípulos -refieren los Hechos de los Apóstoles-- «acudían al templo todos los días» (Hch 2, 43); allí escuchaban la lectura de la Biblia, recitaban los salmos y las oraciones junto a los demás judíos; realizaban lo que se hace en la liturgia de la palabra; luego se reunían aparte, en sus casas, para «partir el pan», o sea, para celebrar la Eucaristía (Hch 2, 43)

Pronto esta praxis se hizo imposible tanto por la hostilidad respecto a ellos, por parte de la comunidad judía, como porque las Escrituras ya habían adquirido para ellos un sentido nuevo, del todo orientado a Cristo. Fue así como también la escucha de la Escritura se trasladó del templo y de la sinagoga a los lugares de culto cristianos, transformándose en la actual liturgia de la palabra que precede a la oración eucarística.

San Justino, en el siglo II, hace una descripción de la celebración eucarística en la que ya están presentes todos los elementos esenciales de la futura Misa. No sólo la liturgia de la palabra es parte integrante de ella, sino que a las lecturas del Antiguo Testamento se han sumado las que el santo llama «las memorias de los apóstoles», o bien los evangelios y las cartas, en la práctica el Nuevo Testamento. 

Escuchadas en la liturgia, las lecturas bíblicas adquieren un sentido nuevo y más fuerte que cuando se leen en otros contextos. No tienen tanto el objetivo de conocer mejor la Biblia, como cuando ésta se lee en casa o en una escuela bíblica, cuanto el de reconocer a quién se hace presente al partir el pan, iluminar cada vez un aspecto particular del misterio que se va a recibir. Esto aparece de modo casi programático en el episodio de los dos discípulos de Emaús: fue escuchando la explicación de las Escrituras como su corazón empezó a arder, de manera que fueron capaces de reconocerle después al partir el pan. 

Un ejemplo entre muchos: las lecturas del XXIX domingo del tiempo ordinario del ciclo B. La primera lectura es un pasaje del siervo doliente que carga con las iniquidades del pueblo (Is 53, 2-11); la segunda lectura habla de Cristo sumo sacerdote probado en todo como nosotros, excepto en el pecado; el pasaje evangélico habla del Hijo del hombre que ha venido a dar la vida en rescate de muchos. Juntos, estos tres pasajes sacan a la luz un aspecto fundamental del misterio que se va a celebrar y a recibir en la liturgia eucarística. 

En la Misa las palabras y los episodios de la Biblia no sólo se narran, sino que se reviven; la memoria se convierte en realidad y presencia. Lo que sucedió «en aquel tiempo», ocurre «en este tiempo», «hoy» (hodie), como ama expresarse la liturgia. No somos sólo oyentes de la palabra, sino interlocutores y actores en ella. Es a nosotros, ahí presentes, a quienes se dirige la palabra; estamos llamados a ocupar el lugar de los personajes evocados. 

También aquí algunos ejemplos ayudan a entender. Se lee, en la primera lectura, el episodio de Dios que habla a Moisés desde la zarza ardiente: nosotros estamos, en Misa, ante la verdadera zarza ardiente... Se lee de Isaías que recibió en los labios la brasa que le purifica para la misión: nosotros vamos a recibir en los labios la verdadera brasa, a aquél que ha venido a traer fuego a la tierra... Ezequiel es invitado a comer el rollo de los oráculos proféticos y nosotros nos preparamos para comer a quien es la palabra misma hecha carne y hecha pan. 

La cuestión se aclara más aún si pasamos del Antiguo al Nuevo Testamento, de la primera lectura al pasaje evangélico. La mujer que sufría hemorragias está segura de curarse sólo con tocar la orla del manto de Jesús: ¿qué decir de nosotros, que estamos a punto de tocar mucho más que el borde de sus vestidos? Una vez escuchaba en el evangelio el episodio de Zaqueo y me impactó su «actualidad». Era yo Zaqueo; se dirigían a mí las palabras: «Hoy debo ir a tu casa»; era de mí de quien se podía decir: «¡Se ha ido a alojar a casa de un pecador!»; y era a mí, después de recibirle en la comunión, a quien Jesús decía: «Hoy la salvación ha entrado en esta casa».

Y así con cada episodio evangélico. ¿Cómo no identificarse en Misa con el paralítico a quien Jesús dice: "Tus pecados te son perdonados" y "Levántate y ve a tu casa", con Simeón que estrecha entre sus brazos al Niño Jesús, con Tomás que toca vacilante sus llagas? En la celebración del día, el evangelio de este viernes de la segunda semana de Cuaresma narra la parábola de los viñadores homicidas (Mt 21, 33-45): «Finalmente les envió a su hijo diciendo: "A mi hijo le respetarán"». Recuerdo el efecto de estas palabras sobre mí mientras las oía en una ocasión, más bien distraídamente. Ese mismo Hijo está a punto de entregárseme en la comunión: ¿estaba yo preparado para recibirle con el respeto que el Padre celestial se esperaba?

No sólo los hechos, sino también las palabras del evangelio escuchadas en Misa adquieren un sentido nuevo y más fuerte. Un día de verano estaba celebrando Misa en un pequeño monasterio de clausura. El pasaje evangélico era de Mateo, 12. Jamás olvidará la impresión que me causaron las palabras de Jesús: «Ahora aquí hay algo más que Jonás... Ahora aquí hay algo más que Salomón». Era como si las escuchara en aquel momento por primera vez. Comprendía que esos dos adverbios «ahora» y «aquí» significaban verdaderamente ahora y aquí, o sea, en aquel momento y en aquel lugar, no sólo en el tiempo en que Jesús estaba en la tierra, hace tantos siglos. Desde ese día de verano, tales palabras me son queridas y familiares de forma nueva. Con frecuencia, en Misa, en el momento en que hago la genuflexión y me levanto después de la consagración, me brota repetir, para mis adentros: «¡Ahora aquí hay algo más que Jonás! ¡Ahora aquí hay algo más que Salomón!».

«Vosotros que estáis acostumbrados a tomar parte en los divinos misterios -decía Orígenes a los cristianos de su tiempo--, cuando recibís el cuerpo del Señor lo conserváis con todo cuidado y toda veneración para que ni una partícula caiga al suelo, para que nada ser pierda del don consagrado. Estáis convencidos, justamente, de que es una culpa dejar caer sus fragmentos por descuido. Si por conservar su cuerpo sois tan cautos -y es justo que lo seáis--, sabed que descuidar la palabra de Dios no es culpa menor que descuidar su cuerpo» [9].

Entre las muchas palabras de Dios que oímos cada día en Misa o en la Liturgia de las Horas, hay casi siempre una destinada en particular a nosotros. Por sí sola puede llenar toda nuestra jornada e iluminar nuestra oración. Se trata de no dejarla caer en el vacío. Diversas esculturas y bajorrelieves del antiguo Oriente muestran al escriba en acto de recoger la voz del soberano que dicta o habla; se le ve absolutamente pendiente: piernas cruzadas, tronco erguido, ojos bien abiertos, oído atento. Es la actitud que en Isaías se atribuye al Siervo del Señor: «Cada mañana despierta mi oído para escuchar como los discípulos» (Is 50, 4). Así deberíamos ser nosotros cuando se proclama la palabra de Dios. 

Acojamos, por lo tanto, como dirigida a nosotros, la exhortación que se lee en el Prólogo de la Regla de san Benito [10]: «Abiertos nuestros ojos a la luz divina, escuchemos con oído atento y lleno de estupor la voz divina que cada día se nos dirige y grita: Si escucháis hoy su voz, no endurezcáis vuestro corazón (Sal 94, 8), y también: El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias» [v. Ap 2 y 3. Ndt]





Notas
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[1] S. Ireneo, Adv. Haer. III, 2.
[2] Cf. S. Agostino, Lettere, 55, 1,2.
[3] Sacrosanctum concilium 7. 
[4] Dei Verbum, 8.
[5] Cf. S. Giovanni della Croce, Salita al monte Carmelo II, 22, 4-5.
[6] Cf. Lumen Gentium, 48.
[7] S. Agostino, Trattati sul vangelo di Giovanni, 80,3;
[8] S. Agostino, Confessioni, VIII,12.
[9] Origene, In Exod. hom. XIII, 3. 
[10] Regole monastiche d'occidente, Qiqajon, Comunità di Bose, 1989, p. 53.

 

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