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EL MAESTRO EN SAN PABLO: A la escuela de Cristo crucificado 1

por Giovanni Helewa ocd

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San Pablo Maestro y Formador

 

 

II. Pablo Apóstol a la escuela de Cristo crucificado


1. Del Cristo Señor a Jesús de Nazaret


2. Junto a la cruz con la mente y el corazón


3. A la escuela del Crucificado


a) La iniciativa y la demostración del gran amor

 

 

II. PABLO APÓSTOL A LA ESCUELA DE CRISTO CRUCIFICADO - 1

Acercar el apóstol Pablo a Jesús Maestro es seductor, pero problemático. Aparte el hecho, ciertamente no casual, de que Pablo no llama a Jesús con este título, un amplio silencio sobre el Jesús histórico caracteriza las cartas paulinas. Los hechos y las situaciones, los milagros, las parábolas, el anuncio del evangelio del reino y su explicación, la intimidad con los Doce, los contrastes con el judaísmo oficial, los desplazamientos locales, la subida a Jerusalén, la articulada historia de la pasión —elementos todos que forman la trama narrativa de un recuerdo y de una propuesta y que son el cuadro en que Jesús aparece como "maestro"— parecen extraños a la perspectiva del Apóstol. Una cosa es cierta: Pablo no es un "discípulo" de Jesús en el modo y sentido en que lo son un Pedro o un Juan. La suya es una diversidad que lo excluye del ámbito histórico de unas palabras como éstas: «¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis! Os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis y no lo vieron, y oír lo que vosotros oís y no lo oyeron» (Lc 10,23-24).

«¿Es que no he visto a Jesús, Señor nuestro?» (1Cor 9,1). «También se me apareció a mí» (15,8). Su encuentro con Jesús, empero, sucedió a cosas hechas. No habiendo sido de aquellos que estuvieron "con Jesús desde el principio" (cfr Jn 15,27; He 1,21-22; Lc 1,2; Mc 3,13-14), no podía hacer propia la declaración típica de los testigos directos: «eso que hemos visto y oído, os lo anunciamos» (1Jn 1,3; cfr He 10,39; 13,30-31). Valga globalmente esta diferencia: aunque exhortara a los creyentes a hacerse imitadores de Cristo en el amor (Ef 5,2), no podía apoyarse en la ejemplaridad magisterial de un recuerdo como el del lavatorio de los pies (Jn 13,12-15). "¡Rabbuní!", exclama María de Magdala al reconocer a Jesús (Jn 20,16). Pablo no tuvo ese privilegio.

¿Es, pues, lícito hablar de Jesús el Maestro a propósito de Pablo? La respuesta es afirmativa, a condición empero de que se tenga presente su caso específico.

1. Del Cristo Señor a Jesús de Nazaret

«Somos vuestros siervos por amor de Jesús» (2Cor 4,5; cfr 5,14), confiaba a los corintios. Al menos esto hemos de reconocer de partida: no aprendió a la escuela del Maestro como los demás, pero el amor que lo ligaba a Jesús no podía dejar de suscitar en él el deseo de conocerlo lo más posible.

Por otra parte, lo que predicaba y enseñaba era un evangelio que debía orientar su mente y su corazón hacia aquel Jesús a quien no tuvo la dicha de tratar personalmente. Decía al mundo la "palabra de la fe" (Rom 10,8), la "palabra de Cristo" (v. 17); y con ello anunciaba como evangelio de Dios, junta e inseparablemente, a "Jesucristo, el Señor" (2Cor 4,5) y a "Jesucristo crucificado" (1Cor 2,2; cfr 1,22). No era una abstracción la "palabra de la cruz" que proclamaba (1,18). ¿Cómo podía desentenderse de la peripecia histórica de Jesús o no informarse por lo menos del modo en que fue crucificado su Señor, y del itinerario que lo llevó al Calvario? A los gálatas les recuerda que «ante sus ojos fue presentada la figura de Jesucristo crucificado» (3,1). Pablo alude ciertamente a su catequesis oral mientras enseñaba la muerte de Jesús: no sólo el acontecimiento en su verdad esencial, sino un relato más o menos circunstanciado, en cualquier caso cálido e involucrador, de la Pasión tal como la había podido conocer en fuentes apropiadas. Una historia concreta, un retrato vivo; y con ello, un magisterio insustituible.

Lo que importa decisivamente es sin duda la fe en el evangelio de Dios, el encuentro personal con el Cristo actual de la fe. No ya, pues, el Cristo accesible en sí al ojo carnal y al oído físico (cfr 2Cor 5,16), sino el Cristo en el que Dios actúa y dice «lo que el ojo no vio, lo que el oído no oyó, lo que ningún hombre imaginó» (1Cor 2,9), lo que conoce sólo el Espíritu de Dios y lo comunica a las personas (vv. 10ss).

 En tal perspectiva, típicamente paulina, es la fe la que dirige la mirada hacia el Jesús de la historia, suscitando el deseo de escuchar su palabra y de permanecer al pie de su cruz; y este buscar a Jesús supone que se contemple en su rostro el actual "Señor de la gloria" (v. 8), es decir, el Cristo que actualmente es el evangelio de Dios, vive actualmente en las personas (Gál 2,20; Col 3,4) como «sabiduría, justicia, santificación y redención» (1Cor 1,30) y está actualmente a la derecha de Dios e intercede por los creyentes (Rom 8,34).

Dicho esto, recordemos la originalidad del enfoque paulino: no existiría el actual Cristo de la fe si no existiese el Jesús de la historia; y no es posible separar el "Señor de la gloria" del individuo que llevaba el nombre de Jesús de Nazaret, del Maestro que decía las cosas de Dios y murió en la cruz en Jerusalén. Debemos insistir: todo predisponía a Pablo para acercarse a aquel Jesús que los demás, más afortunados que él, habían conocido personalmente como el Maestro. En efecto, el evangelio que se le ha revelado se refiere al Hijo de Dios (Gál 1,16; Rom 1,3; 1,9); pero este Hijo, cuya identidad divina es eterna, ha hecho irrupción en su conciencia revestido de una identidad humana e histórica precisa: es "Jesucristo, nuestro Señor" (Rom 1,3-4).

Es el Hijo que, en la figura individual de un Jesús, vivió en el mundo de los hombres «nacido de mujer, nacido bajo la ley» (Gál 4,4), «nacido de la estirpe de David según la carne» (Rom 1,3; cfr Gál 3,16), semejante en todo a los hombres (cfr Rom 8,3; 1Tim 2,4-6), hasta abrazar la condición de un "siervo" (Flp 2,7), de un "pobre" (2Cor 8,9), de un "débil" (1Cor 1,25; 2Cor 13,4); una kenosis que de humillación en humillación lo llevó, obediente a Dios, a una muerte como la de la cruz (Flp 2,8). Y si este Hijo es contemplado ahora en su gloria celestial, Señor de todos y sede viva de todo el poder del Espíritu (Rom 1,4; 1Cor 15,45ss), se ganó esta exaltación por el modo en que quiso vivir y terminar su existencia terrena (Flp 2,9). No es ésta la visión de un creyente tan fascinado por la gloria del Señor que no sienta deseo de fijar su mirada en el "siervo" que fue Jesús.

Lo que transformó a Pablo en el creyente-apóstol que admiramos, fue ciertamente el «sublime conocimiento de Cristo Jesús, su Señor» (Flp 3,8), que le fue otorgado por "revelación" (Gál 1,16) y pura gracia (1Cor 15,10). Pero este mismo "conocimiento", apocalipsis del evangelio en su intimidad, era tal que debía forzosamente orientarlo también hacia el pasado y abrir su mente a un magisterio que sabía estaba ínsito en la peripecia histórica que se había consumado en el Calvario. Y Pablo no vivía en una esfera abstracta: tenía amplia posibilidad de documentarse, de informarse, sea en la fuente directa de los testigos históricos (cfr Gál 1,18-19; 2,1ss; 1Cor 15,3ss; 11,23-25), sea en la indirecta de una tradición que ya se iba formando en las iglesias.

¿Por qué imaginar a Pablo menos interesado que Lucas en conocer la historia de Jesús, incluso en sus particulares (cfr Lc 1,1-4)? Precisamente porque Jesús se le ha revelado como el Hijo de Dios, debemos imaginarlo muy atento a la historia de Jesús, a las cosas que se le notifican como vividas y dichas por el Maestro. Este mismo título, aunque no aparezca en las Cartas, no puede haberlo desconocido Pablo, dado que circulaba ya en la iglesia naciente; y Pablo estaba archidispuesto a aprender a su escuela y hacerse discípulo de tal Maestro.

¿No es quizá lo que él mismo sugiere cuando exhorta: «Seguid mi ejemplo, como yo sigo el de Cristo» (1Cor 11,1)? Se imita un ejemplo de vida digno de ser tomado como modelo (2Tes 3,9; Tit 2,7; 1Pe 5,3), como escuela de comportamiento (Jn 13,15), precisamente en la línea trazada en Flp 4,9: «Practicad lo que habéis aprendido y recibido, lo que habéis oído y visto en mí». En la práctica, Pablo auspicia que los fieles vivan como discípulos suyos —¡justamente como él! En los dos casos el ejemplo es concreto y el modelo perceptible; sólo que, en el segundo caso, la ejemplaridad que ha "aprendido y recibido" de Cristo, la ha escuchado y visto indirectamente. No ha sido un discípulo del Maestro como un Pedro, un Juan, un Santiago o un Andrés, pero llegó a serlo como ellos.

2. Junto a la Cruz con la mente y el corazón

En este punto puede parecer extraño el gran silencio de Pablo sobre el Jesús histórico, ese Jesús del que debe de haber adquirido amplias y detalladas informaciones. A este respecto podemos hacer dos precisiones.

La primera es que las Cartas, aun siendo ricas en datos autobiográficos y documentando suficientemente una doctrina articulada y coherente, no dicen todo de Pablo y de su catequesis. En particular, dejan en la sombra un sector que nos gustaría conocer mejor: la palabra viva de Pablo cuando predicaba el evangelio a los no-creyentes y, sobre todo, mientras explicando a los creyentes el evangelio, les comunicaba la verdad de Jesucristo «para el progreso y la alegría en su fe» (Flp 1,25; cfr 1Tes 3,10; 2Cor 1,24).

No constreñido entonces por los límites del medio epistolar, podía dar curso libre a una catequesis prolongada, didáctica y exhortativa, donde los grandes temas del evangelio —los mismos que aparecen en las Cartas— eran asociados a una evocación amorosa de las cosas que se conocían de Jesús, del Jesús a quien Pablo mismo ya trataba de imitar y de quien no podía dejar de desear que también los creyentes se hicieran imitadores. Pese a su concisión, textos como Col 2,6-7 y Ef 4,20-21 abren un portillo sobre un tipo de discurso, juntamente doctrinal y práctico, donde el llamamiento a la coherencia de un vivir nuevo en Cristo y según Cristo era reforzado con el recuerdo de la figura supremamente ejemplar de Jesús.

La segunda precisión atañe al carisma paulino. Aunque lo hubiera querido, Pablo no habría podido componer una narración de la peripecia histórica de Jesús con la autoridad del testigo. Sabía que no era ése el carisma que se le había concedido. «El evangelio predicado por mí... yo no lo recibí ni lo aprendí de hombre alguno, sino por revelación de Jesucristo» (Gál 1,11). «Me dio a conocer a su Hijo para que yo lo anunciara entre los paganos...» (1,16). Su vida en la fe y su apostolado permanecen condicionados por este encuentro genético con Cristo, el Cristo vivo que se le ha revelado como el evangelio vivo que debe anunciar.

Es de este Cristo, el Hijo y el Señor, del que Pablo tiene un conocimiento diríamos inmediato; y es este mismo conocimiento el que lo capacita, a sus mismos ojos, para ser también él, aunque sea el último y como un aborto, un auténtico apóstol de Cristo (1Cor 9,1; 15,8). «Inmediatamente, sin consultar a nadie, en lugar de ir a Jerusalén a ver a los que eran apóstoles antes que yo, me fui a Arabia...» (Gál 1,16.17). Le ha bastado el apocalipsis acaecido en su intimidad, el «sublime conocimiento de Jesucristo, su Señor» (Flp 3,8), para considerarse apóstol y dedicarse a la predicación del evangelio «entre los paganos» (Gál 1,16). Madurará la convicción de deber conocer a Jesús de Nazaret y tendrá tiempo y posibilidad de informarse, pero su itinerario está trazado: transmitir el evangelio que se le ha revelado, irradiar la luz que brilla en su corazón (2Cor 4,6), difundir por el mundo el "perfume" del Cristo que vive en él (2,14-16).

Comprendemos, por tanto, la diversidad de Pablo respecto a aquellos que eran apóstoles antes de él (Gál 1,17), o sea, a los testigos históricos de Jesús: el suyo no podía ser el lenguaje narrativo del recuerdo; y si el mismo evangelio lo orientaba hacia la peripecia histórica de Jesús, de esta peripecia era llevado a privilegiar, sobre todo en el reducido espacio de las Cartas, aquellos elementos que más directa y estructuralmente pertenecían a la novedad cristiana: quién era Jesús (su identidad divino-eterna y humano-histórica) y cómo se convirtió en el actual Cristo-Señor, para siempre y para todos el evangelio vivo de Dios (ante todo el supremo y riquísimo acontecimiento pascual).

Hay que reconocer, en efecto, que en las Cartas la figura de Jesús de Nazaret está tratada con unos simples rasgos esenciales. Se la recuerda a menudo, porque ello entra en la verdad del evangelio; pero el enfoque es muy selectivo. Pablo contemplaba a Jesús con el ardor de un amor gratísimo, la penetración de una inteligencia única y la inquietud de un discípulo deseoso de seguir sus pasos; pero es fácil constatar, leyéndolo, que para él Jesús era sobre todo el crucificado, el Hijo de Dios que lo amó y se entregó a sí mismo por él (Gál 2,20), el siervo que se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz (Flp 2,8).

Por su sublimidad, el conocimiento de Cristo, su Señor, ha hecho comprender a Pablo, con el impacto de una fulguración, la vanidad de todo aquello que constituía su vanagloria personal. Ahora es Cristo su orgullo y toda su aspiración. Todo lo demás es basura (Flp 3,4-6.7-8). Es "conquistado" como por un tesoro que ha imantado su corazón desprendiéndolo de todo lo demás (Flp 3,12; cfr Lc 12,34). Este tesoro personal y único orgullo, empero, lo interpelaba continuamente y él se dejaba conquistar más y más aún. ¿Cómo? Poniéndose con la mente al pie de la cruz y fijando la mirada del corazón en el Señor mientras moría por él y por todos. ¿Cómo comprender sino en tal sentido Gál 6,14: «Yo, por mi parte, sólo quiero presumir de la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo»?

Es rica la posible exégesis de estas palabras, pero su inspiración profunda es lineal: un sentido de identidad y de dignidad, una libertad y una pertenencia, un desapego total y la seguridad de un orgullo riquísimo; y tal visión de sí, reflejo de una religiosidad meditada, Pablo la saca conscientemente del pensamiento de la cruz, aprendiendo a la escuela del Crucificado su verdad en Cristo y en la mirada de Dios. Todo permite creer que Pablo, como los demás apóstoles, aunque diversamente de ellos, acogía en Jesús a su Maestro (ver arriba); pero todo lleva a precisar que el magisterio que se inspiraba en tal fuente era primeramente aquella "palabra de la cruz" que sin embargo transmitía y explicaba como la verdad del Cristo-evangelio (cfr 1Cor 1,18; 2,2).

3. A la escuela del Crucificado

¿Qué aprendía Pablo de Jesús crucificado? Basta recordar que el evangelio mismo es calificado por él como la "palabra de la cruz" para comprender que la respuesta podría implicar, directa o indirectamente, toda su experiencia y mensaje. Nos atenemos, pues, a una triple línea, donde podríamos captar con particular claridad algunas de sus certezas más personales y apostólicamente más fecundas: la iniciativa del gran amor; el primado de la gracia y de la fe; la trascendencia de una sabiduría y de un poder dignos de Dios.

a) La iniciativa y la demostración del gran amor

Del "Siervo del Señor" se ha dicho: «se entregó a la muerte» (Is 53,12); y del Cristo de la pasión le gusta decir a san Pablo: «se entregó a sí mismo» (Gál 1,4; 2,20; Ef 5,2; 5,25; 1Tim 2,6; Tit 2,14).

La fórmula expresa la voluntariedad plena de un acto realizado como un ofrecimiento de sí (Ef 5,2). Se precisa que Jesús «se entregó a sí mismo... conforme a la voluntad de nuestro Dios y Padre» (Gál 1,4): lo que Dios ha querido, Cristo lo ha cumplido en el momento en que se entregaba a sí mismo; la ofrenda de sí la ha hecho con la consciencia y el deseo de abrazar hasta el fondo la voluntad divina como una norma que le afectaba. Se alude así a aquella "obediencia" que llevó al siervo Jesús a la muerte de cruz (Flp 2,8), un "obedecer" que compensó sobreabundantemente la culpa de Adán y abrió a todos los tesoros de la gracia divina (Rom 5,18-19).

En efecto, era "por nuestros pecados" por lo que Jesús se entregaba a sí mismo (Gál 1,4), o sea, «en rescate por todos» (1Tim 2,6), «para redimirnos de todo pecado» (Tit 2,14). Era ésta objetivamente la voluntad de Dios; y éste era el querer de Jesús cuando, habiéndose hecho siervo obediente y ofreciéndose a sí mismo, se entregó a la muerte "por nuestros pecados" (Rom 4,25).

Precisamente esta finalidad redentora, voluntad de Dios que Jesús abrazaba plenamente, atraía a Pablo junto a la cruz para escuchar la palabra del gran amor. Ante todo la del amor de Jesús mismo. «Me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gál 2,20); «nos amó y se entregó por nosotros» (Ef 5,2); «amó a la Iglesia y se entregó él mismo por ella» (5,25). Nos amó dándose a sí mismo; se dio a sí mismo amándonos. Este amor ocupaba totalmente a Pablo y condicionaba su camino y su apostolado (2Cor 5,14); es un amor que nunca se acaba de escrutar y comprender, tan vasto y profundo que «sobrepasa todo conocimiento» (Ef 3,17-19).

A la escuela de la cruz, Pablo aprendía también el misterio vivo del amor de Dios, de esa agápe toû Theoû que es el alma eterna del evangelio (Ef 2,4; Tit 3,4-5) y la riqueza misma de la gracia de Cristo derramada en los creyentes (2Cor 13,13; Rom 5,5). En efecto, la comunión de voluntad entre Cristo Jesús y Dios Padre era al par la comunión en una misma agápe, la cual se manifiesta como una philantropia toda misericordia y gracia, y perfectamente digna de Dios (Tit 3,4-7).

En la cruz, vista como el documento histórico del grande amor, piensa Pablo cuando dice que Cristo «se entregó por nosotros» (Ef 5,2; Gál 2,20; Ef 5,25); la misma visión inspira estas otras palabras suyas: Dios «no perdonó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros» (Rom 8,32). En el momento en que Jesús «se entregaba a sí mismo por nosotros», Dios estaba involucrado como aquel que «entregaba a su propio Hijo por todos nosotros»: una misma agápe, un mismo "amor de donación". La agápe manifestada en el Calvario es el dinamismo de un amor que es de Cristo y de Dios, junta e inseparablemente (Rom 8,35.36.39).

De suyo, una especulación teórica, usando categorías atemporales, puede captar el concepto de un Dios que ama y el de un amor que es divino. Pero no es ésta la perspectiva del creyente Pablo y del predicador del evangelio. La agápe toû Theoû en que cree y que proclama no es abstracta, sino la sustancia de una iniciativa divina históricamente cumplida. A aquel que llama el "Dios del amor" (2Cor 13,11), lo conoce Pablo como el «Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo» (2Cor 1,3; Ef 1,3; Rom 15,6; cfr 1Pe 1,3); es el Dios que ama "en Cristo Jesús" (Rom 8,39), es decir, aquel que se reveló para siempre como el "Dios del amor" cuando, no perdonando ni a su Hijo, lo dio por todos nosotros (v. 32), dándose a sí mismo a todos nosotros.
Esta agápe, toda donación, es voluntad y poder de salvación en el actual evangelio que es el Cristo Señor; pero referirla a la cruz y muerte de Jesús es una exigencia de fe irrenunciable. Es la eterna y presente agápe de Dios, y al mismo tiempo es «el inmenso amor con que Dios nos amó» (Ef 2,4). El aoristo lleva el pensamiento a un momento del pasado, a un acontecimiento de la historia, a ese momento y ese acontecimiento en que Dios «no perdonó ni a su propio Hijo» y llevó a cabo por todos nosotros la gran donación (Rom 8,32). Cuando el sujeto del verbo agapân es Dios o Cristo, Pablo usa, instintivamente diríamos, el aoristo, porque piensa directamente en el momento en que Cristo se entregó a sí mismo y Dios dio a su Hijo. Este momento puede ser extendido a la misión completa del Hijo, «nacido de una mujer, nacido bajo la ley» (Gál 4,4); pero el lenguaje de Pablo da a entender que se trata más bien de la cruz-muerte de Jesús.

Junto a la cruz Pablo se dejaba empapar por esta otra verdad: la grandeza propiamente divina de esa agápe. Se deben leer juntos Gál 2,20 y 6,14. El Pablo que «sólo quiere presumir de la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (6,14), es el creyente que se acerca de continuo al «Hijo de Dios, que lo amó y se entregó a sí mismo por él» (2,20). ¡Saberse tan amado por víctima tan excelsa! Pablo saca de ello una seguridad cada vez más sólida, liberándose de todo orgullo que pueda encontrarse en otra parte. A tal seguridad invita el Apóstol también a los demás, hablándoles del «inmenso amor con que Dios los amó» (Ef 2,4). «Nos enorgullecemos en Dios» (Rom 5,11): no basta decir que el "orgullo" de los creyentes es el "Dios del amor"; para abrazar el pensamiento de Pablo hay que añadir que es el Dios de ese amor, inmensamente grande, que brilla en la luz reveladora de la cruz.

Por eso habla del Dios que «mostró su amor para con nosotros» (v. 8). La agápe del Dios en quien nos gloriamos, es una agápe que se deja "mostrar" al creyente que la quiera contemplar. ¿Dónde? La respuesta, siendo paulina, resulta clara: «siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros... siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por medio de la muerte de su Hijo» (vv. 8 y 10). ¡La dignidad de la víctima y la indignidad de los beneficiados! Éste es el documento histórico, siempre abierto a la fe, del gran amor; y ésta es la epifanía de una agápe como sólo Dios puede tener y que dice a los creyentes, con una evidencia propia, cuán justificado es su orgullo y fundada su esperanza.

En efecto, un amor tan grande, demostrado en una muerte como la del Hijo mismo de Dios, no puede dejar de ser sólido y vencedor: en él el Dios del evangelio ha comprometido, de una vez para siempre, su propio poder y fidelidad para salvar a los llamados. Pablo lo enseña así en Rom 8,31-39, donde, habiéndose referido a la cruz en el v. 32, proclama que en medio de las tribulaciones y frente a cualquier hostilidad tenemos la confianza de salir «triunfadores por medio de aquel que nos amó» (v. 37), y que no existe en la creación un poder que nos pueda «separar del amor de Cristo» y de Dios (vv. 35 y 38-39). El tono suena a triunfo, tan cierta es la fe y segura la esperanza que se abre al magisterio siempre actual de la cruz.

Sigue: Pablo Apóstol a la escuela de Cristo crucificado - 2 -

 

 


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