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EL MAESTRO EN SAN PABLO: A la escuela de Cristo crucificado Una Sabiduría y un Poder dignos de Dios

 

por Giovanni Helewa ocd

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San Pablo Maestro y Formador

 

c) Una sabiduría y un poder dignos de Dios

— «Jesucristo, y Jesucristo crucificado»

 

 

 

II. PABLO APÓSTOL  A LA ESCUELA DE CRISTO CRUCIFICADO - 3

3. A la escuela del Crucificado (sigue)

c) Una sabiduría y un poder dignos de Dios

«Jesucristo, y Jesucristo crucificado»

El Apóstol llega a Corinto escarmentado por la experiencia vivida en Atenas. Tiene necesidad de ser confortado (He 18,9-10); y él mismo recordará: «Me presenté entre vosotros débil y temblando de miedo» (1Cor 2,3). Pero sobre todo dará a entender que había aprendido una lección: «Cuando llegué a vuestra ciudad, llegué... no con alardes de elocuencia o de sabiduría; pues nunca entre vosotros me precié de saber otra cosa que a Jesucristo, y a Jesucristo crucificado... Y mi palabra y mi predicación no se basaban en la elocuencia persuasiva de la sabiduría, sino en la demostración del poder del Espíritu, para que vuestra fe no se fundase en la sabiduría humana, sino en el poder de Dios» (vv. 1-2 y 4-5). ¿Una autocrítica? Es probable. En todo caso, el que emerge de esta confidencia es un Pablo que ha sabido sacar provecho del mismo revés sufrido.

Bajo el impacto de una experiencia por decir poco traumatizante, ha comprendido que el evangelio tenía que vérselas con el obstáculo de una jactancia humana típicamente griega: una orgullosa confianza en la razón y en los criterios de una sabiduría netamente humana. Dirá a propósito de los judíos, también ellos refractarios a su predicación: «¿Dónde queda el orgullo? Ha sido eliminado» (Rom 3,27). Y sabemos que a tal orgullo judío, que era una confianza equivocada en la ley y en la capacidad del hombre de conseguir la justicia por sus propios méritos, Pablo oponía la verdad de Cristo-Hijo "muerto por nuestros pecados", es decir, la verdad de una muerte que declaró a todos pecadores y consagró el primado de la "gracia" y de la "fe" en la relación del hombre con Dios (ver arriba). Mientras se dirige a Corinto desde Atenas lleva dentro de sí esta otra convicción: independientemente de las diferencias, el orgullo judaico y el orgullo griego tienen un origen común y conducen a una actitud parecida; su origen es la pretensión de imponer a Dios unos esquemas o criterios humanos y mundanos; la actitud es un rechazo opuesto a la cruz de Jesús y a la predicación que transmite su verdad salvadora.

Precisamente de esto escribirá san Pablo a los corintios: «Porque los judíos piden milagros, y los griegos buscan la sabiduría; pero nosotros anunciamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los paganos, pero poder y sabiduría de Dios para los llamados, judíos o griegos. Pues la locura de Dios es más sabia que los hombres; y la debilidad de Dios, más fuerte que los hombres» (1Cor 1,22-25).

Judíos y griegos: dos pretensiones diferenciadas, pero que son en realidad las pretensiones propias de un razonar mundano (v. 21). Los judíos "piden milagros", o sea, un Dios que demuestre su poder con pruebas perceptibles al ojo humano y en consonancia con los criterios y las medidas de la realidad mundana. La cruz defrauda sus expectativas, porque el ojo humano y los criterios mundanos no pueden dejar de captar en ella el rostro de una "debilidad" indigna de Dios. Por esto, el Cristo a quien Pablo predica es "escándalo para los judíos", una piedra de tropiezo contra la cual chocan y por cuya causa caen: el Dios de un derrotado ¡no puede ser nuestro Dios, el redentor de Israel! En cuanto a los griegos, dice Pablo, "buscan la sabiduría"; esto es, son seducidos por la fascinación de una inteligencia que controle cosas y acontecimientos, que aprecie lo que es razonable y descarte lo que es absurdo, que intuya la relación causa-efecto ínsita en la realidad, penetre su armonía deleitable y la exprese con lenguaje persuasivo. Para ellos, es obvio que el Crucificado es "locura", una demencia patética, un discurso que no merece la pena escuchar.

Por una parte, Pablo está de acuerdo. Cristo crucificado es locura y debilidad. Los criterios de las "cosas visibles" pesan efectivamente (cfr 2Cor 4,18). Pero aquí está el impacto luminoso de la cruz: lo que indiscutiblemente es locura y debilidad resulta que es "poder y sabiduría de Dios" (1Cor 1,24). La paradoja está imbricada en el hecho, y el Apóstol desvela su profundidad con una formulación atrevida: al ser humanísima, la demostrada en la cruz de Cristo es una "locura de Dios", una "debilidad de Dios" (v. 25). El genitivo, claro y neto, pretende sugerir lo implicado que está Dios en ello: es divina esa locura y debilidad, en el sentido de que es querida por Dios, está presente en la mente de Dios, es la sede de un propósito de Dios, es obra de Dios digna de la sabiduría y del poder de Dios mismo.

«¿Dónde el estudioso de este mundo?» (v. 20). La paradoja es adorablemente divina. Solamente Dios puede hacer que la debilidad se convierta en poder y la locura en sabiduría; y de tal prerrogativa trascendente Cristo crucificado es la epifanía suprema. Lo que el razonamiento humano considera absurdo, la cruz lo revela digno de Dios. Se subvierten por tanto los esquemas humanos; y toda pretensión de controlar la actuación de Dios resulta en sí misma una locura (vv. 19-20; 2,16; cfr Rom 11,33-34). Creer en la cruz es realmente "dar gloria a Dios" como a Dios; y es un acto de adoración equivalente a una renuncia a todo orgullo humano y mundano (1Cor 1,29; cfr Gál 6,14).

«Nunca entre vosotros me precié de saber otra cosa que a Jesucristo, y a Jesucristo crucificado» (1Cor 2,2). El fracaso sufrido en Atenas le lleva a Pablo a evitar las envolturas de la sabiduría griega y del razonamiento mundano y a imprimir a su anuncio una franqueza evangélica que sea como una celebración de la trascendencia divina. Es un preciso método misionero el que el Apóstol declara haber decidido adoptar. O se anuncia el evangelio de la salvación como la divina "palabra de la cruz" (1Cor 1,18), o no se le anuncia en absoluto. Atenuar la paradoja, hacer menos chocante el escándalo, cubrir con el manto de una elegancia mundana la locura-debilidad divina del Calvario, pensando acercar de este modo el evangelio a la sociedad humana, acaba solamente por "desvirtuar la cruz de Cristo" (v. 17): seguiremos transmitiendo como evangelio de Dios lo que es simplemente una palabra humana, una palabra por ende falta de vigor salvador y perfectamente inútil.

La experiencia le ha hecho entender a Pablo cuán grande era en el apostolado la tentación de acomodar la verdad de Cristo a los criterios de la sabiduría mundana, "tratando de agradar a los hombres" (Gál 1,10). Esto evitaría al menos al ministro de Cristo ser crucificado con el mismo Cristo, es decir, sufrir la ignominia de hablar como loco y ser considerado tal. Pero ¿qué ministro de Cristo sería? «Si tratara de agradar a los hombres, no agradaría a Cristo» (Gál 1,10). Es cuestión de fidelidad, de identidad apostólica, de fe ministerial, lo que Pablo llama estupendamente "la locura de la predicación" (1Cor 1,21). Y ¡qué costosa resulta esa fidelidad! El que decía: «todo lo hago por el evangelio» (9,23), sabía lúcidamente que el evangelio lo llevaba a ser "necio a causa de Cristo", a dar espectáculo de sí en el mundo divertido de los hombres (4,9.10). Pero Pablo no tiene opción: la "palabra de la cruz" tiene un lenguaje, una coherencia interna y una limpidez ministerial propios, y todo esto pesa sobre el predicador como una cruz personal.

Cuestión de fidelidad, hemos dicho; deberíamos añadir: es también cuestión de eficacia apostólica. «Dios ha preferido salvar a los creyentes por medio de una doctrina que parece una locura» (1,21). Solamente la "palabra de la cruz" irradia el poder salvador de Dios, y sólo la "locura de la predicación" atrae a los hombres al ámbito redentor de Cristo.

En efecto, el evangelio es en sí poder divino de salvación (cfr Rom 1,16); y precisamente por ser tal, interpela la fe del hombre, aspirando a convertirse en los creyentes en salvación viva y operante de Dios (cfr Rom 10,14-17). A su vez, la fe que salva de este modo es una: es ese "amén" y esa "obediencia" de la mente y del corazón (Rom 1,5; 10,16; 15,18; 16,19; 16,26; 2Cor 10,5) mediante los cuales estamos de acuerdo en lo íntimo con la verdad del evangelio, no rebeldes sino consagrados a Dios. Por esta pistis estamos en paz con Dios (Rom 5,1), partícipes de la gracia de Cristo, vitalmente introducidos en la novedad de Cristo, portadores vivos de la "sabiduría, justicia, santificación y redención" divina que es Cristo mismo (cfr 1Cor 1,30). ¿Cómo pensar que tal creer es fruto de un hablar inspirado en la sabiduría humana, de un razonar sugerido por criterios mundanos (cfr 1,19-20; 2,1.4; 2,13)?

Hace falta algo completamente diverso para que el alma humana, pagana o judía, sea aferrada en lo profundo, inducida a despojarse de todo orgullo mundano y convertirse con obediencia de fe al Dios de Jesucristo. Hace falta una palabra que esté cargada del poder mismo de Dios y sea vehículo de la sabiduría misma de Dios. El Apóstol sabe cuál es esta palabra: es la "palabra de la fe" (Rom 10,8), la "palabra de Cristo" (v. 17), es decir, la palabra que interpela a la fe diciendo y transmitiendo a Cristo como evangelio divino de la salvación. Pero el Apóstol sabe esto también: tal palabra-evangelio ha de pronunciarse en la "locura de la predicación" como la "palabra de la cruz" (1Cor 1,18.21). "La fe depende de la predicación" (Rom 10,17); pero ¿qué vigor salvador puede tener una predicación que, revestida de fascinación mundana, "desvirtúa la cruz de Cristo" (1Cor 1,17)?

 

* * *

 

Diversamente de los testigos históricos, pero no menos que ellos, Pablo ha sido un discípulo de Jesús, fijando la mirada de la mente y el ardor del corazón sobre todo en el Cristo crucificado. Junto a la cruz de su Señor ha sabido formarse aquella unidad interior que es tal vez el aspecto más destacado de su personalidad; es decir, la unidad del "creyente" y del "apóstol". En efecto, a la escuela del Crucificado crecía en el evangelio mismo que predicaba y enseñaba. Prueba de ello son las palabras ya referidas: «Yo, por mi parte, sólo quiero presumir de la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo» (Gál 6,14). Es el vivir cotidiano del "creyente" el que lleva la impronta liberadora de la cruz (cfr 2,20), pero es también la operosidad del "apóstol" la que está condicionada. En efecto, el creyente es conquistado y por ende liberado de todo orgullo mundano (cfr Flp 3,4-8); y por su parte el apóstol está convencido de que debe transmitir a Cristo con la simple palabra de la cruz, con la locura de una predicación que no haga ninguna concesión a las pretensiones del orgullo humano, sea de cuño judío o griego.

Y ¡cuánta seguridad ministerial sacaba Pablo de aquella fe, asiduamente alimentada en el Maestro crucificado! En efecto, podía decir de sí palabras como éstas: «cuando me siento débil, es cuando soy más fuerte» (2Cor 12,10); «miserables, aunque enriquecemos a muchos» (6,10). El pensamiento vuela inmediatamente al Calvario, ya que las antítesis "pobreza-riqueza" y "debilidad-poder" son las mismas que revisten de grandeza divina la cruz-muerte de Jesús (cfr 1Cor 1,23-24; 2Cor 8,9). No sólo físicamente lleva Pablo los "estigmas de Jesús" (Gál 6,17): la paradoja de la cruz marca profundamente su conciencia de creyente y de apóstol.

Aquella unidad interior y seguridad ministerial de Pablo son reforzadas también a la escuela de la experiencia; y es significativo que justamente el fracaso de Atenas lo haya ayudado a convencerse de que su debilidad no era obstáculo para su apostolado (1Cor 2,3), como su fecunda actividad en Corinto sirvió para persuadirlo de que «Dios ha preferido salvar a los creyentes por medio de una doctrina que parece una locura» (1,21), o sea, con la palabra humanamente débil e insipiente de la cruz (v. 18).

Hemos hablado al respecto de método misionero conscientemente adoptado para que no se desvirtúe la cruz de Cristo (v. 17) y el poder salvador de Dios encuentre en los corazones la respuesta innovadora de la fe. En efecto, la semilla transmitida debe ser la del evangelio; pero quien la hace crecer es Dios, y solamente él (cfr 3,5-9). Por eso, el Apóstol no duda en decir a los corintios que ha decidido predicarles a "Jesucristo, y a Jesucristo crucificado", precisamente porque confiaba su palabra al poder divino del Espíritu, convencido de que su fe no debía estar fundada "en la sabiduría humana, sino en el poder de Dios" (2,1-5).

Debemos tener siempre presente lo específico de la experiencia paulina. El Apóstol presta atención al magisterio del Calvario, pero no vive en el pasado: se deja empapar por la verdad de la cruz para conocer mejor a su Señor, el Hijo de Dios que se le ha revelado, el Cristo que vive y actúa en su persona, el actual Cristo de la gloria, el Cristo que es el evangelio vivo de Dios, ese evangelio de la salvación divina que él predica y enseña. En su fe personal no separa la ignominia de la cruz del poder glorioso de la resurrección (cfr Flp 3,10-11); y en el apostolado anuncia al mismo tiempo al Cristo crucificado y al Cristo Señor (1Cor 2,2; 2Cor 4,5). Objetivamente, en efecto, el Cristo-siervo ha muerto rodeado de debilidad para resucitar con su actual dignidad de Cristo-Señor y convertirse así en la sede del poder salvador de Dios (cfr Flp 2,6-11; Rom 14,9; 2Cor 13,4). Y lo mismo el evangelio: es predicado con la palabra estulta y débil de la cruz para que penetre y obre en los creyentes como poder divino de salvación (1Cor 1,18.21).

Así, pues, como revelación del gran amor, gracia de redención y don de salvación, el evangelio es poder divino que se irradia de la actual plenitud gloriosa de Cristo y se expande en el mundo por medio de la predicación apostólica. Si no lo creyera, Pablo no habría podido actuar como lo ha hecho; es decir, como "apóstol de las gentes" en vista de la "obediencia de la fe" entre los paganos. «No me atrevería a hablar de alguna cosa que Cristo no hubiera hecho por medio de mi ministerio para conseguir que los paganos aceptaran el evangelio. Esto se ha conseguido con palabras y acciones, con la fuerza de milagros y prodigios y con el poder del Espíritu» (Rom 15,18-19). ¡El poder del Espíritu! Éste es el poder divino que ha hecho que los paganos pudieran acoger al Cristo predicado y recibirlo como riqueza viva de gracia y de salvación.

Es el poder que actúa en la palabra evangélica transmitida por Pablo; es también el que transforma la palabra predicada en palabra acogida y creída y el que hace vivir y prosperar a Cristo en el corazón de los creyentes. El evangelio, en efecto, no es una palabra cualquiera, sino una palabra de Dios que dice Cristo a la fe y que realiza en los creyentes, dándoles el poder de hacerse cada cual una "criatura nueva" en Cristo (Gál 6,15; 2Cor 5,17; Col 3,10; Ef 2,10.15; 4,24); es decir, una persona que lleva impresa en el corazón y proyecta en la mirada complacida de Dios su viva imagen, que es Cristo (2Cor 3,18; 4,5; Rom 8,29; Col 1,15; 3,10). Tal proyecto, donde el amor de Dios se revela y actúa no sólo como gracia de redención, sino como un poder de vida nueva y de creación, no puede depender de ninguna habilidad ministerial, ni puede someterse a los criterios de los razonamientos mundanos.

 El Apóstol colabora en ello lo mejor que puede (cfr 1Cor 3,5-9; 4,1-2), haciéndose todo para todos (9,22); pero sabe que quien lo sostiene es la gracia-poder de Dios (1Cor 3,6; 15,10; Flp 4,13; Col 1,29); y el que lleva al mundo de los paganos el fruto de la fe y de la vida nueva es el "poder del Espíritu", ese mismo Espíritu que está misteriosamente presente en Cristo crucificado (1Cor 1,23-24), se vierte actualmente de la plenitud celestial y gloriosa del Cristo Señor (1Cor 15,42-45; Rom 1,3-4) y penetra en las personas mediante una "doctrina que parece una locura" (1Cor 1,18.21; 2,1-5).

No ha conocido a Jesús de Nazaret ni lo ha visto morir en la cruz, pero se ha hecho un asiduo discípulo suyo para aprender la verdad de Dios Salvador y transmitirla a las gentes de la mejor de las maneras; en particular, interrogaba en el Calvario al divino Maestro para comprender cuán rico en amor y poder es Cristo, su Señor, el evangelio vivo de Dios que debía sembrar en el mundo para la vida del mundo.

Todo lo hacía por el evangelio, viviendo como judío con los judíos y como griego con los griegos (1Cor 9,19-23); pero aprendió también a «no confiar en sí mismo, sino en Dios, que resucitará a los muertos» (2Cor 1,9; cfr Rom 4,17), creciendo en la certeza de que su debilidad personal y la locura risible del anuncio eran en realidad una epifanía fecunda de la sabiduría y poder de su Dios, el Dios del Cristo crucificado y Señor. Sabía que tenía la misión de llevar a la "fe-obediencia" a una humanidad pagana que había que interpelar con amor y estima y espíritu de servicio, todo un mundo que había que liberar y santificar y ofrecer a Dios como una "ofrenda agradable" (cfr Rom 15,16); y su contacto con aquella humanidad y aquel mundo le hizo sentir, cada vez con más claridad, lo que por otra parte aprendía con la escucha interior del Maestro: la obra es de Dios, es digna de Dios, y quien la cumple es Dios mismo con el poder de su Espíritu.

De aquí el dinamismo extraordinario de la empresa paulina y la fuerza penetrante de un mensaje nuevo y exigente que en pocos años se asentó en la parte oriental del imperio, o sea, como precisa el mismo Apóstol, "desde Jerusalén en todas direcciones hasta Iliria" (Rom 15,19). Pero es preciso pensar también en un Pablo que, habiendo predicado el evangelio, seguía escuchando al Maestro y sirviendo al Señor enseñando la verdad creída y exhortando a los creyentes a la coherencia de un vivir nuevo digno de su llamada (cfr 1Tes 2,11-12; Col 1,10; Flp 1,27; Ef 4,1; 5,8-10...).

Es el Pablo padre y pastor (cfr 1Cor 4,15), que lleva como "obsesión diaria la preocupación por todas las iglesias" (2Cor 11,28), que sufre "como si los estuviera de nuevo dando a luz hasta que Cristo sea formado" en aquellos que llama hijos suyos (Gál 4,19), que quiere seguir ayudando a todos "para el progreso y gozo en su fe" (Flp 1,25). Es Pablo, que, habiendo sembrado, no deja de cuidar la planta para que crezca sana y robusta. Este Pablo, que es también el autor de las Cartas, es aquel "maestro en la fe y en la verdad" (1Tim 2,7) que con la palabra y el ejemplo, la oración y la generosidad del amor se pone al servicio de los creyentes (2Cor 4,5b) para que perseveren y maduren en su nueva dignidad, procurando encontrar para ellos y con ellos el modo de ser cristianos en el mar de una sociedad que sigue impregnada de criterios y costumbres paganas (¡léase la Primera Carta a los Corintios!).

No menos que el predicador, este Pablo padre y pastor, oyente del Maestro y contemplador del Crucificado, debía poner toda su confianza en el poder del Espíritu, sabiendo que Dios es fiel y quiere llevar a cabo en los creyentes la obra comenzada en ellos (cfr Flp 1,6; 1Tes 5,23-24; 2Tes 3,3; 1Cor 1,7-9; 10,13...).

 El poder de Dios ya actúa en los creyentes (Ef 3,20), y el Espíritu es en ellos riqueza de vida y de verdad, participándoles la vida del Cristo Señor y abriéndoles la mente a la verdad divinamente adorable del Cristo crucificado (cfr 1Cor 2,10-16). Ya están comprometidos en el camino terreno y lleno de obstáculos de la fe-esperanza-caridad; y es el Espíritu el que los guía interiormente en este camino (cfr Rom 8,14; Gál 5,18ss), concediéndoles, como a Pablo mismo, el seguir las huellas de Cristo como discípulos fieles del Maestro.

 

 


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